El itinerario del ser
(Resumen histórico)
Por Lluís Pifarré
INDICE
Prólogo
I. El retorno al fundamento
II Parménides: Identificación entre el ser y el pensar
III Platón: El ser como “mismidad”
IV Plotino: El Uno por encima del ser
V Aristóteles: El ser como sustancia
VI Averroes y Avicena: El ser en la filosofía árabe
VII El ser en la Edad Media
VIII Suárez: El ser como “esencia real”
IX El ser en la filosofía
racionalista
X Wolff: El ser como posibilidad
XI Kant: El ser como “en sí” incognoscible
XII Hegel: Identidad entre el ser y el no-ser
XIII Kierkegaard: El ser como opuesto a la
existencia
XIV Nietzsche: El ser como apariencia
XV Heidegger: El ser como temporalidad
XVI
Consideraciones sobre el “actus essendi”
XVII El “esse”
y la inmortalidad del alma
PROLOGO
Hacer luz sobre la realidad del ser constituye una de las tareas más
apasionantes que puede realizar la mente humana, sobre todo después de la
resonante denuncia heideggeriana sobre el olvido del ser, un olvido que ha
venido gravitando desde hace siglos en el pensamiento filosófico y que ha
supuesto una progresiva e inevitable ruptura de la especulación filosófica
respecto de la realidad.
Diversos filósofos -especialmente a partir de la segunda mitad de nuestro
siglo- han abordado la temática del ser como acto, y merced a sus meritorias
y competentes investigaciones han conseguido recuperar para el discurso
filosófico esta trascendental e importante cuestión del actus essendi,
llevándola a niveles de elaboración y esclarecimieniento especulativo
francamente espléndidos. Entre estos pensadores podríamos destacar a Aimé
Forest, Cornelio Fabro, Etienne Gilson, Carlos Cardona, Clemens Vansteenkiste,
etc..
Uno de los propósitos de este libro es el de ofrecer a los amantes del saber
-en expresión clásica- , y especialmente a los estudiantes universitarios,
una serie de concisas reflexiones históricas sobre esta capital cuestión,
con el objeto de que puedan progresar en su conocimiento -a veces tan
desconocido- y se vayan familiarizando cordialmente en la fecunda e inagotable
realidad del ser. Este conjunto de reflexiones las hemos ido desarrollando
siguiendo el hilo de los más significativos pensadores de la historia de la
filosofía.
Es indudable que la pretensión de confeccionar unas condensadas reflexiones
sobre un tema de tanta envergadura, conlleva una cuidadosa y exigente labor de
síntesis y concreción expositiva para eludir la posible trivialización
manualística de las cuestiones desarrolladas. Por ello, y rememorando el
sabio consejo de Ortega de que la claridad es la cortesía del filósofo,
hemos procurado transmitir con la mayor nitidez y brevedad posible las
nociones más fundamentales de lo que han pensado,sobre la realidad del ser,
estos importantes filósofos que hemos seleccionado. Eso ha significado que a
priori tuviéramos que renunciar a los estimulantes comentarios que suscitaban
sus hondas consideraciones. También hemos intentado -dentro de lo que puede
permitir un tema tan rico y complejo - utilizar un lenguaje lo más claro e
inteligible posible, con el fin de hacer más fácil y asequible su lectura.
Nos sentiríamos sobradamente cumplidos si esta resumida investigación sobre
el ser, fuera un eslabón más que contribuyera a conectar con las hondas
cuestiones que interpelan al espíritu humano y que de siempre han estimulado
el interés especulativo de los grandes pensadores de la historia de la
filosofía.
I.- EL RETORNO AL FUNDAMENTO
Es mérito de Heidegger el haber vuelto a plantear con toda su radicalidad en
el ámbito de la filosofía contemporánea, la pregunta por el ser, y la
ineludible exigencia de hacernos luz sobre su realidad. Esta pregunta
constituye una de las cuestiones más acuciantes y capitales que el
pensamiento actual se puede hacer, ya que sin la adecuada aclaración de que
es el ser, la especulación filosófica se halla a ciegas en su mismo punto de
partida. Heidegger es el filósofo del S. XX, que pretende por ello,
independientemente del juicio de valor que nos merezcan sus conclusiones, el
retorno al verdadero fundamento, y este fundamento lo establece mediante la
radical reducción de la realidad al ser, al igual que siglos antes ya lo
había efectuado Sto. Tomás con su doctrina, todavía hoy poco comprendida,
del actus essendi.
Heidegger sostiene la provocadora y desafiante afirmación de que el ser, a
partir de Parménides, ha caído en el olvido (Vergessenheit) en el horizonte
del pensamiento filosófico. El pensador alemán, considera que las primera
grietas de este olvido aparecieron en el momento especulativo en que la verdad
y actividad del ser como acto (enérgeia) fue sustituida por la prioridad de
la esencia como contenido real. Una concepción del ser que comienza con el
esencialismo platónico y que ha originado, lo que Heidegger denomina como la
desontologización del ser, la caída y pérdida del ser, en el sentido de que
el ser, de forma progresiva, se ha ido vaciando de su contenido existencial,
desembocando en el olvido especulativo.
Esta desontologización del ser, se ha ido intensificando en la sucesión
histórica de los diversos sistemas filosóficos, especialmente en el
pensamiento de Descartes, al indagar la existencia como fundamento del ser, en
el acto mismo del pensar propio: Cogito, ergo sum", y que tendrá su
culminación en la filosofía de Hegel al subsumir el ser, como última
determinación objetiva de la realidad, en el proceso dialéctico de la idea
absoluta, originada y concebida en el interior de la conciencia subjetiva, lo
que le ha llevado al ser como actualidad real, a su total empobrecimiento.
Heidegger también acusará al escolasticismo formalista y decadente, como
otra de las causas que han propiciado el olvido del ser. Una acusación de la
que por diversos motivos tiene su parte de razón, puesto que la escolástica
de tipo formalista concibe el estatuto de lo real, mediante el plexo
esencia-existencia, donde la esencia es el contenido fundamental del ente y la
existencia es el mero factum o simple resultado de la realidad del ente. En
estas condiciones, el ente se interpreta como la esencia realizada, o como la
cosa cosificada, mediante la creación divina. No obstante, y, a pesar de su
lúcida denuncia, Heidegger se confunde gravemente cuando implica a la
metafísica tomista, en esta corriente del escolasticismo formalista, fundado
en un esencialismo logicista, poniendo de relieve con esta injusta
implicación, su notable desconocimiento del pensamiento de Sto. Tomás,
especialmente en lo que se atañe a su filosofía del actus essendi como acto
propio y constitutivo del ente, acto radical y último de toda realidad y, en
consecuencia, de cualquier predicación fundada.
Al margen de las múltiples interpretaciones que se han efectuado del
pensamiento de Heidegger, debemos constatar, que su denuncia sobre el olvido
del ser ha supuesto una sana terapéutica para intentar superar las doctrinas
inspiradas en el esencialismo del ser. También debemos subrayar su afán por
recuperar el ser de la realidad, con el ambicioso objetivo de que la
filosofía como tal, vuelva a encontrar el sendero perdido que le permita
emerger de la estéril especulación en la que ha desembocado el pensamiento
occidental, una vez que la confusa filosofía moderna, con la absoluta
decadencia del idealismo, ha agotado ya el ciclo de sus posibilidades
especulativas, al quedar presa en las redes del reduccionismo empirista.
II.- PARMENIDES: IDENTIFICACION ENTRE EL SER
Y EL PENSAR.
Hechas estas breves consideraciones sobre Heidegger, la pregunta surge de
forma inevitable: ¿fue Parménides -según dice el pensador alemán- el
filósofo que concibió la realidad del ser como presencia iluminadora i
desveladora, que le permitió justificar la realidad presencial de los entes?.
Para esclarecer este supuesto heideggeriano, recordemos que la cuestión
fundamental de la que se hicieron cargo los primeros pensadores griegos se
formuló de la siguiente manera: ¿de que materia física está constituída
la naturaleza?. Para algunos de ellos esta materia como elemento primario (arjé)
estaba constituída por agua, por aire o por fuego. Frente a ellos,
Parménides intentará superar esta concepción unilateral y fisicista,
afirmando que la realidad primigenia o principio primero está hecha de ser,
puesto que las cosas tienen en común la propiedad de ser, es decir, son. Por
tanto, el ser es la única propiedad que tiene todo aquello que es: el ser es
la raíz última de todas las cosas existentes.
Por este motivo en la historia de la filosofía se considera a Parménides
como el pensador que supo llevar la especulación filosófica a su verdadero
lugar. Con su filosofía, hace su aparición la metafísica como presupuesto
inicial, pero no la metafísica -como a veces incorrectamente se la
interpreta- como un ir simplemente más allá de lo físico, sino como
arranque originario por la pregunta fundamental sobre el ser del ente, en
cuanto el ente es lo primero que aprehendemos al enfrentarnos con la realidad.
El pensamiento de Parménides no se va a circunscribir en las cosas físicas,
como ocurría con los anteriores filósofos, sino que va a tratar de las cosas
en cuanto son , es decir, en cuanto son entes. El ente será su gran
aportación filosófica.
Si afirmamos que el primer principio (arjé) es agua, aire o fuego, de algún
modo se entiende lo que se pretende decir, por su misma simplicidad, pero si
decimos que todo es ser, deberemos legítimamente preguntarnos ¿y qué es el
ser?. Y aquí empiezan las dificultades, puesto que Parménides nunca nos
dirá que es el ser, en qué consiste, que sin duda es lo importante y
decisivo, sino que sólo nos dirá lo que es el ser, cuáles son sus
propiedades, un lo que es, que en consecuencia aparecerá revestido de
aquellos atributos propios de la total identidad. El ser, nos dirá
Parménides, es uno en su radical materialidad, inmóvil, imperecedero,
necesario, siempre presente... Para conocer en rigor el ser que se manifiesta
eternamente a través de los entes particulares, entes que son perecederos,
contingentes y plurales, no podemos utilizar el acceso de los sentidos, de la
experiencia sensible, sino solamente la vía del nous o de la razón. El
pensamiento será, por tanto, el único medio que tenemos para conocer el ser,
más aún: el nous mismo forma una esencial identidad con el ón, el ser como
tal.
La vía del pensamiento es así para Parménides la vía de la verdad, aquella
que nos conduce al conocimiento del ser. En cambio, mediante los órganos de
la sensación, que son los únicos que poseemos para conocer la existencia de
lo sensible, ya no estamos en condiciones para poder conocer el ser con sus
propiedades esenciales de unidad, inmutabilidad e identidad,puesto que la
sensación como vía de conocimiento, sólo puede captar la diversidad y el
cambio de las cosas concretas y singulares. La sensación, en estas
condiciones, no puede conocer el ser como lo común y real de los entes, por
lo que su conocimiento tendrá la validez de simple opinión o doxa. Las
cosas, si las consideramos con el pensamiento o nous, antes de ser rojas,
duras, calientes o sonoras, presentan una propiedad común a todas ellas: son.
El ser es, por tanto, su propiedad esencial que solamente se manifiesta al
nous. Las cosas vistas desde esta perspectiva noética, por medio de la
razón, son ahora estrictos entes. El ón y el nous presentan en el
pensamiento de Parménides una indisoluble conexión esencial, de modo que no
se da el uno sin el otro. En este sentido es lo mismo el ser y el pensar.
Es innegable que las cosas sensibles y particulares aparecen y desaparecen de
forma incesante; van cambiando, menguan y llegan a su fin. Surge así, la
pluralidad, la diversidad, la mutabilidad y su consecuente caducidad,
características, todas ellas, inaplicables a la concepción del ser inmutable
e idéntico, tal como lo formula Parménides. Puesto que las cosas singulares
conocidas mediante la sensación, no responden a las exigencias esenciales del
ser, Parménides acabará sosteniendo que no son. En estas condiciones, no hay
nada real, sino sólo el ser. Pero si resulta, que mediante la experiencia
sensible no podemos tener ningún conocimiento de los atributos propios del
ser, de lo absolutamente uno, imperecedero y eterno, libre de cambio, entonces
se desprende que si la verdad del ser no la podemos conocer a través de la
experiencia sensible, el ser sólo lo podemos conocer mediante el pensamiento.
El ser, se convierte así, en un puro objeto del pensamiento. La concepción
parmenídea del ser, se aleja irreversiblemente de la interpretación
heideggeriana del ser como acontecimiento y presencia fenoménica,
fundamentalmente por la confusión que tiene entre el ente verdadero y el ente
real. Del mundo de las cosas particulares, infinitamente variado, incluidos
nosotros mismos como entes singulares, no se puede decir que sea, es sólo
mera apariencia, una simple ilusión.
Para Parménides, sólo aquello que es, existe; ser un ser es existir, existir
es ser un ser. No hay conciliación intermedia entre ser y no ser. Pero si
siguiendo su pensamiento identificamos su concepción del ser con el existir
que es accesible a la experiencia, desembocamos en una serie de consecuencias
antitéticas e irresolubles, puesto que si al modo de ser propio de las cosas
particulares comúnmente lo denominamos como existencia, ya que no tenemos
experiencia perceptiva de ningún otro tipo de realidad, surge una
infranqueable diferencia entre ser y existir. Las cosas particulares cuya
verdadera existencia las conocemos mediante la experiencia,son para
Parménides, mera apariencia, ilusión; no son, no tienen ser, y lo que es, al
no ser accesible a la experiencia, no existe. En esta tesitura se inicia en la
historia del pensamiento el principio de que si el ser es verdaderamente, nada
debería existir, porque el ser es lo opuesto a la existencia, ya que en el
ser no hay nada que pueda dar cuenta del hecho de la existencia como tal. En
los albores del pensamiento humano, la existencia actual aparece en
desconexión con el ser, y en la modernidad de la filosofía existencialista,
se interpretará como una fisura o agujero que ha enfermado y debilitado al
ser.
En Parménides, a pesar de lo que diga Heidegger, ya está implícito el
germen de la escisión del ser con la existencia, que culminará en el
idealismo alemán, iniciándose con ello, el resquebrajamiento del pensamiento
como vía de la verdad y la experiencia sensible como vía de la apariencia.
Ello conllevará una serie de consecuencias inevitables; puesto que el ser es
inmóvil y radicalmente uno, lo que implica que el movimiento no es", con
lo que no será posible la física como ciencia filosófica de la naturaleza.
Si el movimiento es, entonces se precisa de una idea del ser muy distinta a la
que sostiene Parménides. Esta será la gran cuestión con la que se van a
enfrentar los filósofos griegos posteriores, y no se encontrará una adecuada
solución hasta la llegada de Aristóteles.
Al no poder compaginar Parménides los atributos del ser con los predicados de
la experiencia, el ser se le ocultará y le quedará absorbido en la esencia
abstracta del puro pensamiento, al desvincularse de su referencia óntica y
fáctica, con lo que nos encontramos bastante alejados de la pretensión
heideggeriana de interpretar el ser parmenídeo como desocultamiento y
desvelamiento de su fenomenidad mostrativa y patentizadora.
A pesar de los escasos fragmentos que conservamos de Parménides, es indudable
el gran avance filosófico que supuso su pensamiento respecto a los filósofos
presocráticos anteriores a él. Es indiscutible su talento metafísico para
intentar penetrar el ser en lo más profundo de lo real, y su ambicioso
objetivo por hallar la raíz y ultimidad de todo lo que hay, que en definitiva
es la cuestión fundamental que incita la especulación de los verdaderos
filósofos. Se puede sostener, que el ser del ente (das Sein des Seienden)en
terminología heideggeriana, fue entrevisto por él, en cuanto la verdad,
iluminada por el acto de conocer, expresada en el juicio, consiste en decir y
pensar lo que el ente es, pero esta brecha de una posible luz sobre el ser se
eclipsará en cierto modo, en la ontología griega clásica.
III.- PLATON: EL SER COMO MISMIDAD".
Para Heidegger, Platón ha sido el filósofo que más ha contribuído a la
pérdida del ser, iniciando el itinerario de su esencialización del que ya no
se recuperará. El ser se irá empobreciendo progresivamente de su contenido
real y mostrativo a costa de trasponer y transferir su realidad como acto, al
mundo de las ideas formales e inteligibles como sustrato de su verdadero
fundamento.
Frente al ser absolutamente cerrado y circular de Parménides, Platón
opondrá lo que comúnmente se ha denominado su idealismo.Entre los múltiples
objetos de conocimiento, Platón querrá averiguar cuáles son aquellos que
merecen el título de ser, y llegará a la conclusión que lo que hace que un
ser sea verdaderamente, y esta es una de las claves centrales de su
pensamiento, es que sea su propia y proseguida mismidad, es decir, que sea lo
mismo con respecto a sí mismo". Lo esencial del ser y que determina que
sea verdaderamente un ser es, por tanto, su propia mismidad, restableciendo
así la relación parmenídea entre identidad y mismidad.
En su búsqueda del ser, Platón descubre las Ideas. Indagando en el mundo de
las cosas sensibles, observa que éstas no son en sentido pleno y verdadero,
puesto que son y no son, aparecen y desaparecen, y en sus contenidos
cualitativos no poseen una acabada perfección. Pero para saber esto,
previamente tenemos que conocer lo que son las realidades plenas, y perfectas
sin restricciones. Pero como resulta que nada de lo que conocemos mediante la
experiencia sensible posee esta exigencia de plenitud y perfección, Platón
deducirá que nuestras almas antes de incardinarse en el cuerpo sensible, han
contemplado la plena belleza y perfección de las Ideas. El contacto con las
cosas sensibles nos provoca el recuerdo o reminiscencia (anámnesis) de las
Ideas en otro tiempo contempladas. Es así, que el ser que buscaba Parménides,
no está en las cosas, sino fuera de ellas, en el mundo de las Ideas. Estas
Ideas son reales seres metafísicos, unas, inmutables y eternas, sin mezcla de
no-ser, ya que son en absoluto. Las Ideas son el modelo o paradigma de las
cosas del mundo sensible. Estas cosas, son en la medida que reflejan la
realidad de las Ideas y en su particular forma imitan lo que aquellas son. La
relación entre el mundo de lo sensible y el mundo inteligible de las Ideas se
realiza ontológicamente mediante el concepto de participación (en el sentido
de que las cosas sensibles toman parte de un todo constituido por las formas
ejemplares de las Ideas). En cuanto participan de la forma de las Ideas, las
cosas son en cierto modo, pero al participar sólo en parte, no son de modo
pleno y verdadero. Desde la perspectiva de las Ideas, podemos conocer que las
cosas sensibles que simultáneamente son y no son, pueden llegar a ser y dejar
de ser, cambien y se muevan, y a pesar de ello no contradigan los predicados
del ser (contradicción que no pudo superar Parménides), haciendo compatibles
la unidad del ser con la multiplicidad de las cosas cambiantes. Por tanto, las
cosas sensibles no tienen el ser por sí mismas, sino que lo tienen recibido,
participando de otras realidades que están fuera de ellas mismas: las Ideas.
Para Platón, como antes indicábamos, lo que hace que un ser sea
verdaderamente un ser, es que sea lo mismo con respecto a sí mismo. La
verdadera realidad se encierra en la permanencia de lo que siempre es lo que
es, o en lo que es idéntico a sí mismo. La persistencia de la autoidentidad
propia, que se manifiesta como absoluta unidad y mismidad, constituye el rasgo
más intrínseco de lo realmente real, que es el ser o Idea. En el pensamiento
platónico, cuanto más ser tiene una cosa, tanto más cognoscible es. Las
Ideas al ser lo máximo como ser, son lo más inteligible; el conocer y lo
conocido, como ya había sentenciado Parménides, son una y la misma cosa,
pero no como acto de conocer, sino como realidad del ser. Una posición
metafísica pura, que el mismo Hegel la pondrá como eje de su pensamiento. Si
en Platón son equiparados el ser y la inteligibilidad, es porque antes el ser
ha sido equiparado con la autoidentidad que es lo más propio del conocimiento
abstracto. Por eso, definir el ser como autoidentidad es una de las
tentaciones permanentes del intelecto humano, pues al igualar la realidad con
la identidad se hace ser a la realidad lo que debiera ser según el pensar,
para que resulte totalmente inteligible. En estas condiciones, el pensamiento
se complace a sí mismo contemplando las esencias mismas de los objetos
construidos por la mente (falsedad cognoscitiva, pues el pensar no construye,
sino que posee), para satisfacer sus necesidades especulativas. Y es que más
allá de la complejidad de las cosas concretas y particulares, se obtiene la
simplicidad de las especies universales, reduciendo abstractamente la
diversidad de los sensibles, a la igualdad y unidad de su idea común,
mediante el artificio lógico.
En este punto nos podemos preguntar a qué se refiere Platón cuando dice que
una Idea es, especialmente, si tenemos en cuenta la ambigüedad en la que se
desenvuelve el término ser". El término ser, puede significar el hecho
de que es, o significar aquello que es, su esencia. Algo se puede aclarar si
nos apercibimos que Platón desconoce el primer significado, referido al ser
como acto, y que tiene un marcado carácter existencial, y sólo concibe del
ser el segundo significado que tiene un carácter puramente esencial. Para
él, una Idea es, en cuanto es exclusivamente lo que es: su propia
autoidentidad. Y en sus hermosos diálogos no nos dará ninguna otra
respuesta, en la medida que no se cuestiona ninguna pregunta inspirada en
supuestos existenciales. Pero esta noción del ser a primera vista tan
sencilla e inte- ligible, pronto aparecerá llena de dificultades. Parménides
había formulado explícitamente que lo que es es, y aquello que no es, no
es". Frente a ello, Platón dirá que las cosas son pero no del todo. No
establece la radical contraposición parmenídea entre el ser y el no-ser, la
realidad y la apariencia, sino que admitirá que en la apariencia hay algo de
realidad. La oposición ya no es entre el ser y el no-ser, sino entre lo que
es realmente real: la Idea, y aquello que, aunque real, no lo es plenamente:
las cosas sensibles.
Esta postura ambivalente y equívoca respecto de lo real que no es, nos
desvela la indiferencia del platonismo respecto al orden del ser actual, pues
en este marco, no puede haber oposición intermedia entre el ser y el no-ser,
puesto que en el ser como acto, una cosa es acto o no lo es, y entre estas dos
posibilidades no existe efectivamente término medio. En esta plano de la
existencia real o ser actual, la mismidad se concibe como que cada ser es lo
mismo consigo mismo, sólo una vez, en la medida que es distinto de las demás
cosas (en cuanto se puede ser de diversos modos). Por tanto, la unidad como la
mismidad son insuficientes para explicar la complejidad y multiplicidad de lo
real existente. En Platón, lo verdadero está referido a lo que lo real es,
no a que es, desvinculándose del contexto existencial de Parménides. En esta
situación la esencia se convierte en la propiedad de lo realmente real como
tal, haciendo que un ser sea un ser con respecto a sí mismo, en su
persistente mismidad, en cuanto que en esta causa metafísica se funda su
propia autoidentidad.
La cuestión se complica si se acepta el principio metafísico de la
autoidentidad como causa fundamental de la Idea, ya que antes habrá que
aclarar como una Idea puede ser autoidéntica, sin ser distinta en tanto sí
misma y en tanto que idéntica. Ciertamente es un problema saber como sea
posible para una multiplicidad de cosas sensibles, participar en la unidad de
su Idea común, pero también lo es comprender como una y la misma Idea en el
cosmos noetós, puede participar de su propia y solitaria unidad, puesto que
es indudable que si una Idea es autoidéntica, es una. La total e interna
igualdad no es nada más que total unidad, pero entonces resulta que es la
misma cosa decir que una Idea es autoidéntica, que decir que es y
simultáneamente decir que es una, surgiendo un inevitable conflicto
especulativo, pues si la idea de justicia es lo que es ser justo, la idea de
igualdad es lo que es ser igual, la idea de agua es lo que es ser agua, etc.,
cada una de estas ideas es, por una parte, sólo aquello que ella es, pero al
ser cada una de ellas una, de forma común están participando de un modo
semejante en otra Idea que es la unidad misma de sí misma. La unidad está
entonces, con respecto a cada una de las diversas ideas, en una relación
similar a la que hay entre una Idea dada y sus múltiples individuos, entre el
género y la especie. Si nos referimos a su carácter común que es el ser
realmente real, entonces la Idea es, porque es una, el ser es, porque es uno.
Así, todo lo realmente real es un ser que es uno, o también un uno que es,
apareciendo conjuntamente el compuesto del uno y del ser. Pero entonces, el
ser no es simple, sino compuesto de dos partes, cada una de las cuales
también está compuesta de dos partes, ya que se puede decir que un ser es
uno y que ser uno es ser. Con lo que la más simple de las Ideas no sólo es
una, sino que encierra una multiplicidad virtualmente infinita. Identificar el
ser con lo uno, que bien entendido es algo verdadero, le acarrea a Platón
contradictorias e irresolubles paradojas: si la condición del ser es que sea
el mismo, la condición del no-ser será que sea lo otro", y como todo
ser idéntico a sí mismo, es, a la vez, distinto de los otros, se deduce que
el ser será al mismo tiempo no ser. Una situación que hace aparecer en
escena el punto de partida hegeliano, puesto que faltándole a Platón el
concepto de potencia, su doctrina se ve amenazada de un monismo absoluto, o
por contra, de una flagarante contradicción. Para salir de este embrollo,
Platón considerará lo uno mismo en sí mismo, ya no como ser, sino como
meramente uno. Lo uno será, entonces, distinto del ser, sin relación entre
ellos. El horizonte matemático del último Platón, se justifica por sí
mismo.
Refiriéndonos al concepto de mismidad, también surgen dificultades. Si el
ser es idéntico con la igualdad, entonces es igual a sí mismo, no habiendo
diferencia entre el ser y la igualdad. Esto supone que no podremos aplicar el
ser dos cosas distintas, con lo que se hace ininteligible el hecho esencial en
Platón de la participación, tanto de las Ideas entre sí con la Unidad, como
el de las cosas sensibles respecto a las Ideas. Para evitar estas
consecuencias que tornarían en inexplicable todo su estatuto especulativo, y
evitar tener que admitir una Idea que corresponda a la esencia de cada una de
la infinidad de cosas existentes, Platón se decantará en sus últimas obras
por una interpretación pitagórica que le llevará a concebir las Ideas, ya
no como formas ejemplares que conllevan la integración de unos contenidos
cualitativos, cuya complejidad es difícil de ser aprehendida, sino
simplemente como número.
Estos números se derivarán del Uno como su sustante
fundamentación. Pero no olvidemos que hasta que no se decide a transformar
las Ideas en números, cada cosa sensible participa de una multiplicidad de
Ideas, no sólo diferentes, sino en ocasiones opuestas (se participa a la vez
de la altura y la pequeñez, de la mente y el cuerpo, de la justicia y la
injusticia, etc.). Esta mezcla de Ideas en las que se encuentran involucrados
los seres sensibles, le lleva a la consideración de que en el mundo de las
Ideas inteligibles existe también una mezcla entre las Ideas mismas, puesto
que al fin y al cabo, el mundo de lo sensible (cosmos oratós), es un reflejo
e imitación del mundo de las Ideas (cosmos noetós). Es así, que la justicia
participa de la igualdad, la igualdad de la cantidad, la cantidad del número,
etc. Pero si cada Idea entraña una multiplicidad de relaciones, siendo, a
pesar de ello, ella misma en si misma, no podremos hallar en la mismidad del
ser, la causa de sus relaciones. Esto le impulsará a Platón a buscar, más
allá del ser, un principio supremo y causa de aquello que el ser es, que le
permita justificar la interna consistencia de cada una de las Ideas y el hecho
de su mutua compatibilidad y armonía. Será en su obra La República, donde
establecerá que lo realmente real; el ser de las Ideas, no es el principio
supremo, puesto que por encima y superior a la esencia (ousía) se encuentra
un principio que está más allá del ser. Tal principio es el Bien que al
estar por encima del ser lo supera en poder y dignidad, pero también al estar
mas allá del ser que es, el principio supremo, él mismo, no es. En la
filosofía de Platón aparece el presupuesto de que lo realmente real; el ser,
depende de algo superior que no es real, que lo cognoscible del cosmos noetós,
del mundo ideal, procede y se fundamenta en un principio incognoscible. Ya
designe este principio último y superior como lo Uno o el Bien, se pone de
manifiesto que en el platonismo, el ser y la inteligibilidad de su realidad, a
partir de un determinado momento de su pensamiento, ya no rigen como lo
supremo.
IV.- PLOTINO Y EL NEOPLATONISMO: EL UNO POR
ENCIMA DEL SER
Poner un principio por encima del ser supone poner un principio por encima de
lo inteligible. De ahí se explica, que en su búsqueda de la verdad última y
fundante, Platón en escasas ocasiones se atreverá a ir más allá del ser,
y, si lo hace, se queda allí por breve tiempo. Seis siglos después, el
egipcio Plotino no tendrá reparos en afirmar que si hay un principio que sea
superior al ser, habrá que hacer de este principio el fundamento mismo de la
filosofía. Un principio que por estar por encima y más allá del ser, no se
le puede aplicar ningún nombre, en todo caso, y a título puramente nominal,
se le podrá denominar con los dos nombres ya utilizados por Platón: el Uno y
el Bien , que son una y la misma cosa, aunque en sentido estricto no son
cosas, en cuanto es lo supremo desconocido.
Analizando la naturaleza del ser, Plotino considerará que el ser es, porque
es uno. Esto le llevará a deducir que el principio último que está por
encima del ser y del que éste depende es lo Uno. En su más significativa
obra Las Eneadas, escribe en repetidas ocasiones y de modos diversos que lo
Uno es el origen y causa de toda unidad de ser participada. Plotino pondrá
sin paliativos, al Uno por encima del ser, por cuanto cada ser particular no
es más que una cierta unidad, también particular, que depende por vía de
emanación, de la unidad en sí de lo Uno. Si este primer principio fuera
sólo un cierto uno, no sería lo Uno en sí, anterior a los seres
particulares que se manifiestan en distintos grados de ser. Así el Uno en
cuanto nada en él es, hace que todas las cosas provengan de él. Lo Uno, no
es, por tanto, ni un algo o una cosa determinada, aquella o la otra, y si no
hay ninguna cosa que sea lo Uno, entonces podemos decir que lo Uno no es nada.
Otro aspecto que lleva a Plotino a poner al Uno por encima del ser, es que
concibe al Uno como un principio que no es racional al cual se pudiera acceder
mediante una ascensión dialéctica, como ocurre en el Sofista de Platón,
mediante el proceso ascensional al mundo de las Ideas. El Uno no puede ser
racional puesto que está más allá de toda realidad, y. por tanto, de toda
inteligibilidad. Incluso se podría añadir que es más real que la realidad
misma y es más que un dios. En estas condiciones, el ser ya no es el primer
principio metafísico y pasa a ocupar el lugar de principio segundo, puesto
que por encima de él existe un principio metafísico de orden superior, tan
perfecto en sí mismo, que al no estar contaminado de ser, es un puro no ser.
Y aquí aparece en escena uno de los argumentos más llamativos del
pensamiento plotiniano, que ha dejado honda huella en los posteriores
filósofos del neoplatonismo, que más o menos dice así: si el primer
principio fuera él mismo un ser, entonces el ser sería lo primero y debido a
ello no podría tener causa, pues se reproduciría a sí mismo. Pero como el
primer principio no es ser, es precisamente por lo que puede constituirse como
causa del ser. Hasta aquí el argumento. Y es que en Plotino, para que una
causa pueda dar algo de sí misma, tiene que estar por encima de aquello que
da, pues si lo superior poseyera ya aquello que causa, no podría causarlo; lo
sería.
Al serle ajena la idea de creación del universo, desconocerá el concepto de
participación del efecto creado respecto de su causa eficiente. Al acogerse a
la teoría de la emanación, se vio obligado a sostener, para evitar que su
sistema desembocara en un craso monismo, que el primer principio metafísico
no es. Efectivamente; si tenemos en cuenta que en la metafísica monista el
ser absorbe, impregna ydisuelve totalmente la realidad en su propio ser, queda
claro que en Plotino, donde el primer principio está por encima del ser, en
el que el ser procede del Uno, y el Uno mismo no es, su pensamiento se aleja
del peligro de cualquier tipo de monismo sobre el ser. Por tanto, no existe
ninguna identidad de ser entre el conjunto de los seres particulares y un
primer principio que no tiene ser. Plotino dirá al respecto: Nada hay en lo
Uno, por lo que todas las cosas provienen de él. Para que el ser sea, es
necesario que lo Uno mismo sea, no el ser, sino aquello que engendra el ser.
El ser, pues, es como su hijo primogénito (2). Por otra parte, tampoco
podemos catalogar a la doctrina plotiniana como una teoría de índole
panteísta como clásicamente se ha interpretado. Eso podría ser así, si la
emanación plotiniana de lo Uno vertiéndose en gradual descenso sobre lo
múltiple, fuera una emanación de los seres a partir del Ser como primer
principio, pero como estamos comprobando sucede todo lo contrario.
Lo que sí se puede constatar, es que el ser en el sistema de Plotino, sufre
una radical devaluación. Y es que allí donde prevalezca el genuino
platonismo, el ser ya no puede ocupar el primer lugar, sino sólo el segundo
lugar en el orden universal. Para Plotino, volvemos a reiterarlo, el artífice
de la realidad y del ser no es, él mismo ninguna realidad, sino que está
más allá de la realidad y del ser. Este es el núcleo de su doctrina y
justamente lo contrario de una metafísica cristiana del ser. Todavía
implícito en la mente de Platón, cuya dialéctica parece más bien haberlo
tanteado que encontrado, lo Uno ya estaba en su idealismo cargado de
implicaciones necesarias, pero con Plotino estas implicaciones se desvelan y
explicítan con toda claridad.
Al trascender lo Uno toda inteligibilidad al estar por encima del ser, se
desprenden una serie de consecuencias epistemológicas. La principal de ellas,
es que lo Uno no puede convertirse en objeto de conocimiento, pues donde hay
conocimiento aparece para las mentes platónicas, la dualidad objetiva del
cognoscente y lo conocido en cuanto conocido (en el platonismo se desconoce el
conocimiento como operación inmanente). Esta dualidad se aparta del marco que
exige la unidad absoluta del Uno, es por ello que en Plotino, la inteligencia
suprema (nous), perfecta en sí misma en cuanto es la máxima expresión de
unidad compatible con la dualidad de lo inteligible, es inferior a lo Uno. Por
otra parte, el conjunto de los innumerables seres existentes en el universo
son manifestaciones fragmentarias e inteligibles de lo Uno. La esencia de
estos seres está constituida por un límite y una determinada forma,
solamente lo que está por encima del ser(lo Uno) carece de límites y de
forma como propiedades del ser. La inteligencia suprema no conoce a sus
inteligibles, en cuanto estos son esa misma inteligencia. Por eso la
inteligencia es sus objetos, y como cada uno de esos objetos es una fracción
de ser, la inteligencia es el ser mismo, que comienza sólo después de lo
Uno. Siguiendo a la tradición parmenídea y platónica, Plotino vuelve a
establecer la identidad entre el ser y la inteligencia, en el que el ser y el
pensar son una y la misma cosa. Una vez más se constata, que en la historia
de la filosofía, si se concibe al ser como existencialmente neutro,
identificándolo con el pensamiento, el ser como acto real, ya no puede
ejercer el papel de primer principio metafísico.
En escasos textos, Plotino se referirá a lo Uno como si fuera un Dios
supremo. Fue Proclo, uno de sus más fieles discípulos, el que se apropiará
de esta concepción plotiniana, afirmando sin rodeos que lo Uno es Dios. A
consecuencia de ello, su metafísica se moverá principalmente alrededor de la
teología y de la religión, gozando esta afirmación de que lo Uno y Dios son
lo mismo, de notable influencia en varios teólogos de la Edad Media. Para
Proclo el ser es lo primero de las cosas creadas, con lo cual se desprende que
el autor del ser y de las demás cosas creadas no es un ser, reincidiendo en
la postura plotiniana de poner al ser en el segundo lugar de los principios
metafísicos. Es indudable, por otra parte, que el neoplatonismo griego, cuyo
itinerario filosófico duró varios siglos, fue fiel a sus principios, unos
principios que ni siquiera modificó después de su incorporación en el
dominio de la especulación cristiana. Proclo había corrido el riesgo de
convertir lo que debía ser una doctrina filosófica del ser en una doctrina
teológica sobre Dios, identificando la filosofía y la teología. Algunos
neoplatónicos, al convertirse en cristianos, apenas fueron conscientes de
este riesgo y de las implicaciones filosóficas que ello comportaba. Tanto
Plotino como Proclo pregonaban la unión con el Uno mediante el ascetismo y la
contemplación espiritual, y a los neoplatónicos conversos, les daba la
impresión que el cristianismo transmitía lo mismo. A pesar de ello, y aunque
en la práctica se puede pensar como platónico y creer como cristiano, es
indudable que la interpretación plotiniana del ser, presenta una serie de
dificultades que hace muy difícil la interpretación de la naturaleza del
ser, y su relación con el actus essendi divino.
Aunque es cierto que la Biblia no es un tratado sobre el ser, también es
cierto que en el libro del Exodo III,14., al preguntar Moisés a Dios cual era
su verdadero nombre , éste le contesta. Yo soy el que Es. Así dirás a los
hijos de Israel: El que Es me envía a vosotros. Aunque no tengamos
necesariamente que deducir de esta respuesta ninguna conclusión filosófica,
sí que es cierto que si lo hacemos sólo podremos extraer una: que Dios es el
Ser, y si Dios es el principio supremo y causa del universo, Dios es lo
primero. Si El es el Ser, entonces el Ser es lo primero, y ninguna filosofía
que se inspire en una concepción cristiana puede poner ninguna cosa por
encima del Ser. En el neoplatonismo, en cambio, el primer principio es lo Uno,
y el ser viene después como la primera de sus creaturas. Esta concepción es
incompatible con una metafísica en la que el ser no es la primera de las
creaturas, ya que esta prioridad suprema la posee el Creador mismo, es decir,
Dios. Diversos filósofos cristianos comprendieron esta incompatibilidad como
fue el caso de San Agustín, que a pesar de su influencia neoplatónica, no
cometió el error de devaluar el ser, ni siquiera para ensalzar lo Uno. Para
San Agustín no hay nada por encima de Dios, y puesto que Dios es el ser, no
hay nada por encima del ser. Como neoplatónico, afirmará que Dios es
también lo Uno y el Bien, pero Dios es, no porque sea bueno y uno; sino que
El es uno y es bueno porque El es El que Es. San Agustín se aparta así de
Plotino en el principio fundamental de la primacía del ser.
Para cualquier pensador cristiano, el texto del Exodo es una valiosa e
histórica prueba, que le permite comprobar su convergencia en relación con
sus propios desarrollos metafísicos, ofreciéndole un gran aporte de luz
sobre el problema y la naturaleza del ser, puesto que si pensara como Plotino
que el ser depende de un principio superior, entonces cabria preguntar
¿quién es El que Es?. Y es que concibiendo el ser en versión platónica se
hace muy difícil entender el nombre propio de Dios, teniendo en cuenta que la
noción platónica del ser es ajena a la noción del ser como acto e
incompatible con ella. Al poner lo Uno o el Bien por encima del ser, se cae
irremediablemente en la consecuencia de concebir a Dios como el supremo no
ser. Esto es precisamente lo que les sucede a algunos pensadores cristianos de
formación neoplatónica, como es el caso de Mario Victorino o de Dionisio
Aeropagita, al sostener que Dios no es ser en cuanto Dios, sino en la medida
que El es el creador del ser, que es la primera de sus creaturas. Es decir,
Dios mismo no es ser, pero El es el ser de todos los seres, y lo que hace que
sea el ser de todos los seres existentes es que El es el Bien. Bastantes
siglos antes, Platón había escrito: Tienes que admitir que los objetos
cognoscibles deben al Bien, no sólo su aptitud para ser conocidos, sino
incluso su ser y su realidad, aunque el Bien no es una realidad, sino que
sobrepasa con mucho a la realidad en poder y majestad (3). Esta concepción
platónica sobre el origen y procedencia del ser, es evidentemente que pocos
filósofos cristianos la pudieron aceptar, al empobrecer y devaluar la noción
del ser.
Quien sí la aceptó fue el irlandés Escoto Eriúgena, discípulo de Dionisio
Aeropagita y maestro de letras en la corte de Carlos el Calvo en el S.IX.
Influído por la mística neoplatónica, identificará la divinidad con el no
ser (divinidad a la que denominará como la naturaleza creadora y no
creada"). Debido a que los efectos que la divinidad produce tiener ser,
es decir son, ella misma no es, rememorando con ello, el esencial argumento
plotiniano, puesto que El ser de todos los seres es la divinidad que está por
encima del ser y es anterior a cualquier cosa creada. Por otra parte, en
Escoto Eriúgena, existe cierta confusión entre los términos de emanación y
de creación", pues en algunas ocasiones dice que el mundo de los seres
ha emanado de los dos atributos esenciales de la divinidad, que son la bondad
y la fecundidad, aunque el ser de las creaturas ("la naturaleza creada y
no creadora") no puede participar del ser de Dios, ni lo puede conocer,
ya que Dios mismo no tiene ser y es por ello, incognoscible.
En estas condiciones, entre Aquél que no es y las cosas que son, aparece un
infranqueable abismo metafísico. Por eso es inadecuado, como frecuentemente
se ha hecho, acusarle de monismo o de panteísmo, pues Dios y las creaturas
son distintos, y el ser, en cuanto propio de las creaturas, no se puede
aplicar a Dios sin más, y bajo ningún concepto. Escoto Eriúgena pretendió
elevar a Dios tan por encima de los seres que lo elevó por encima del ser. Su
error fundamental fue pensar que podía trasponer la filosofía
existencialmente neutra de Platón al ámbito de la teología cristiana. En
parecidos términos, el maestro Eckart afirmará que el ser no le pertenece a
Dios, ya que El es algo más alto que el ser. Para Eckart, Dios no tiene ni
ser ni entidad, puesto que si una causa es realmente causa y Dios es la causa
de todo ser, el ser no puede estar formalmente en Dios, reproduciendo de
nuevo, el viejo argumento plotiniano.
Estas consideraciones nos permiten concluir que si un filósofo afirma la
extraña paradoja de que Dios es el ser de los seres, porque El mismo no es,
sostiene una afirmación incorrecta desde una perspectiva cristiana. A las
corrientes neoplatónicas la existencia como tal les parecía algo
inconcebible, lo que les llevó en su reflexión metafísica a concebir el ser
como lo que es, referido estrictamente a su esencia, a sus propiedades, sin
ninguna relación al hecho de que es, a su acto de ser. Como ya comentamos, el
ser se convierte en Platón en mismidad, y esta mismidad no se puede entender
de otro modo que como unidad autoidéntica. Esta metafísica del ser dio
origen a la metafísica de lo Uno. Al reducir la totalidad del ser a
autoidentidad, el ser se subordinó a una causa trascendente radicalmente
diferente del ser como acto. Esta es una de las razones por las que todo
platonismo lleva, tarde o temprano, al misticismo, que aunque en sí mismo sea
excelente, hay que reconocer que no lo es como filosofía. La historia nos
muestra qué consecuencias conlleva el intento de dejar la existencia actual
fuera del ser; una vez separada del ser, ya difícilmente puede ser recuperada
la existencia; y, una vez privado de su acto, el ente no puede dar una
explicación inteligible de sí mismo.
V.- ARISTOTELES: EL SER COMO SUSTANCIA
Como Platón, Aristóteles pretende conocer la naturaleza de todo aquello que
es, aunque su interpretación de la idea platónica como realidad óntica, sea
muy diferente. En principio, para Aristóteles, la realidad es algo individual
y actualmente existente, se la puede observar y experimentar: este hombre
determinado, esta flor concreta... son realidades ontológicas individuales y
precisas, capaces de subsistir en sí mismas. Al estagirita no le interesa,
como le ocurrió a Platón, el hombre en sí mismo, como idea universal, sino
el hombre individual y concreto, al que puedo llamar Pedro o Juan. En esta
tesitura, Aristóteles tratará de encontrar que es lo que hay en las cosas
existentes que hace que sean una ousía, una determinada sustancia real, capaz
de subsistir y proseguir en sí misma.
En su búsqueda para aclarar esta cuestión, observa que algunas de las cosas
que experimentamos, aunque se hacen presentes en un ser real, consideradas en
sí mismas no tienen un ser propio; su único modo de ser es ser en otro. Así
determinadas cosas que nos son dadas, como un color o un sonido, no tienen
pertenencia propia, sino que pertenecen a un sujeto o realidad que tiene color
o emite un sonido. A estas propiedades que no son en sí mismas, sino que son
en otro, Aristóteles las denomina accidentes. Pero al no ser capaces de
subsistir en sí mismos y no cumplir, por tanto, con los requisitos de lo que
verdaderamente es, estos accidentes no son las ousías o realidades que está
buscando. Por otra parte, encuentra que un determinado ser es un hombre o una
flor y que estas propiedades no tienen su ser en otro como les ocurre a los
accidentes, sino que pertenecen necesariamente a unos determinados sujetos. Un
hombre sin ser hombre, o una flor sin ser flor, es imposible, aunque es
posible que el primero no sea blanco o la segunda roja. La hominidad o la
floreidad, si así puede decirse, no son propiedades o ideas que puedan estar
o no estar, sino que son propiedades esenciales a esos sujetos. A estas
propiedades esenciales o conceptos abstractos, Aristóteles les aplica el
término de predicabilidad, y aunque no existan por sí mismos ni tengan
realidad propia, significan lo que se puede describir o predicar
necesariamente de los hombres o de las flores reales y concretas.
Si Aristóteles concibiera a estos predicables o nociones abstractas como si
fueran seres reales, entonces estaría reproduciendo el error de Platón que
consideraba a estas propiedades o ideas como realidades de hecho, existiendo
más allá del mundo sensible. Pero esto, inicialmente no ocurre, puesto que
Aristóteles ha procedido a una doble eliminación de lo que no es la
realidad; por un lado los accidentes, y por otro las propiedades o predicables
esenciales del ser. Es así que si el ser verdadero no puede ser un accidente
o una mera predicabilidad esencial, deberá ser un sujeto individual en el
cual los accidentes son simples determinaciones sobreañadidas. Aristóteles
denominará con el término de sustancia al sujeto individual, ya que la
sustancia se puede representar racionalmente como lo que está debajo
(sub-stans) y soportando a los accidentes. Coincidirá con Platón al rehusar
que las cualidades sensibles, como meros accidentes, tengan un ser real, pero
se apartará de él, por la circunstancia de que Platón, atribuía el ser
real a las nociones universales y abstractas.
Es indudable que con Aristóteles nos introducimos en un mundo distinto al de
Platón, en el cual el ser ya no es pura mismidad, sino energía y eficacia
operativa. El concepto de ser, se convierte en una palabra activa y dinámica
que fundamentalmente significa ejercicio de un acto (enérgeia, ya sea el acto
mismo de ser, ya sea el acto de ser blanco. De ahí el doble significado del
término acto en Aristóteles, ya que puede referirse a la sustancia misma en
cuanto es (acto primero),o referirse a la operación que ejerce esta sustancia
que es (acto segundo). Con el nombre de ousía designará a la verdadera
realidad, esto es, a la sustancia individual, y cualquier ousía se manifiesta
por sus operaciones, y en este sentido se llama naturaleza o fisis, a
condición de que esta sustancia sea un acto, pues el acto es el principio de
toda actividad. Por tanto, el fondo último de la realidad es el acto
sustancial, o también acto primero.
Hasta aquí todo parece bastante claro, no obstante, llegados a este punto
Aristóteles no acaba de decirnos qué es lo que hace ser a la realidad como
tal, qué es lo que hay en un sujeto individual, que realmente le hace ser,
pues las sustancias en su más íntima realidad nos son desconocidas. Sólo lo
que podemos saber es que, puesto que actúan, son, y son actos. Aristóteles
se apercibe de que ser es ser en acto, pero decir qué es un acto, esto ya no
logra decírnoslo. Se da cuenta del simple darse del acto, ya que solamente
podemos conocer la actualidad con tal que la percibamos y se haga presente, y
por este motivo nunca la pondrá aparte como irrevelante para la realidad, ya
que la realidad no está por encima del ser, sino que está en el ser, aunque
esta realidad al estar más allá del alcance de cualquier concepto, no se la
puede definir adecuadamente. Pero este mismo ser que una sustancia es, en la
medida que es un acto ¿qué clase de ser es? o también ¿qué significa
cuando dice de un ser en acto, que es?. Se trata de esclarecer si cuando habla
del ser actual está pensando en la existencia como acto o en otra cosa. Es
cierto que para Aristóteles, las cosas reales y concretas son cosas
actualmente existentes, pero también es cierto que no se detuvo a considerar
el acto de la existencia en sí mismo, y deliberadamente procedió a excluirla
del ser. Por eso se ha señalado con cierta razón que el mundo de
Aristóteles está compuesto de existentes sin existencia, en cuanto su
existencia actual nada tiene que ver con lo que los existentes son. En efecto,
Aristóteles cuando habla del ser nunca piensa en la existencia como tal y la
pasa por alto.
Intentemos avanzar en estas reflexiones. Como discípulo de Platón,
Aristóteles considera que el primer significado del ser es aquél en que
significa lo que es. Este es, es el qué de la sustancia que la hace
pertenecer a una determinada especie o esencia, no el hecho de que sea. Una
vez captada por los sentidos, la existencia ya no tiene nada más que
decirnos, por eso Aristóteles la da por supuesta y prescinde de ella. Si una
sustancia existe se referirá sólo acerca de lo que es, no acerca de la
existencia, convirtiendo a ésta en un mero prerequisito del ser sin tener
ninguna función en su estructura. Por tanto, el verdadero nombre del ser es
el de sustancia, que es equivalente a lo que es un ser, o también a la
quididad o esencia de la cosa como su mismo ser. Ahora bien, una sustancia no
es lo que es por su materia, puesto que ésta es lo que hay de más inferior
en el individuo debido a su indeterminación, sino que es lo que es, porque
posee un principio interior que explica la razón de su sistema orgánico, de
sus accidentes y de la dinamicidad de sus operaciones. Este principio interior
es para Aristóteles la forma que es precisamente el acto mismo por el cual
una sustancia es lo que es. Eso supone que si en una sustancia algo es en
acto, es por su forma, y si una sustancia es primariamente lo que es, cada ser
es una forma sustancial, siendo, por tanto, ésta forma sustancial, el fondo
último de la realidad, puesto que es lo mismo que el acto sustancial como
tal.
Esto explica que la metafísica aristotélica no reconoce ningún acto que sea
superior a la forma, ni siquiera el acto de ser. Pero si no hay nada por
encima del ser, y en el ser en acto no hay nada por encima de la forma,
entonces se deberá concluir, que la forma de un ser dado es un acto del cual
no hay acto. Se desconoce en esta doctrina la posibilidad de poner por encima
de la forma, un acto que de razón de ser al acto de la forma. En cuanto
inteligible e inteligida, a la forma se la denomina como esencia, y esta
esencia es común para todos los sujetos individuales de una misma especie. Al
llegar aquí, se apercibe que estas formas aristotélicas no son más ni
menos, que las Ideas de Platón, trasladadas del mundo ideal al mundo
sensible. El reparo de Aristóteles hacia Platón de que el hombre en sí
mismo como noción abstracta, no existe, pues lo único que podemos conocer no
es el hombre como concepto predicable, sino los hombres individuales. Pero
este reparo hacia su maestro, se le vuelve contra sí mismo, puesto que al
establecer que la forma, como principio del individuo, es la misma para toda
la especie, resulta que el ser del individuo singular no difiere del ser de la
especie común, con lo que a semejanza de Platón, su filosofía ya no
precisará de los individuos ni les dará cabida, a pesar de su reconocido
interés por el individuo como tal. Aristóteles sabe que sólo este hombre
concreto, no el hombre como predicable, es real, pero por otra parte, al
sostener que lo últimamente real de este hombre individual se debe a lo que
cada hombre es; es decir, a su forma, esta es lo que le hace ser tal o cual
sustancia. En esta situación, ya no puede compaginar la realidad concreta de
los individuos con la unidad formal de la especie, surgiéndole una extraña y
aparente paradoja.
Aristóteles que empezó afirmando que la verdadera realidad es la sustancia
individual, terminará diciendo que lo más importante de la realidad es la
forma sustancial, que es el principio de la especie o esencia. Este es el
proceso en el que desemboca la metafísica aristotélica al detenerse al nivel
de la sustancia, pues en última instancia será la especie y no los
individuos los que constituirán el verdadero ser y la verdadera realidad, a
pesar de que para evitar el desdoblamiento de la realidad, dirá que las
esencias de las cosas, lo propiamente inteligible, no se distingue más que
accidentalmente de las cosas individuales, lo propiamente existente. Una
concepción del ser, que siendo realista de intención, se liga finalmente a
la esencia o a lo inteligible formal de suyo, con descuido de los problemas
auténticamente existenciales.
La imprecisión del pensamiento aristotélico se pone de relieve en sus
consecuencias posteriores, especialmente en la Edad Media, con la famosa
controversia de los universales, cuya cuestión central era la de dilucidar
como la especie puede estar presente en la pluralidad de individuos, y
simultáneamente, como los individuos pueden participar de la unidad de la
especie. Los nominalistas, desde su perspectiva empírica, dirán que la forma
de la especie es simplemente el nombre común y nominal que atribuimos a los
individuos que entre sí poseen una semejanza externa, puramente fenoménica;
los de filiación neoplatónica (realismo exagerado) dirán que la forma de la
especie esen sí, y debe ser por sí, ya que es por ella que los individuos
son. Una polémica, que en gran parte procede del equívoco de Aristóteles de
usar el verbo ser con un sólo significado, cuando en realidad tiene dos
significados. Si queremos significar que una cosa es, como acto real, entonces
sólo los individuos son, y las formas no son, pero si nos referimos al ser
como lo que una cosa es, en su vertiente esencial, entonces sólo las formas
son y los individuos no son. Si las esencias existieran no podrían ser
participadas por los individuos, pues de lo contrario perderían su unidad
específica y su ser, si los individuos son, entonces cada uno de ellos
tendría que constituir una especie distinta, con lo que no podría haber
especies que pudieran incluir en su unidad una pluralidad de individuos, pero
las esencias son y los individuos existen. Cada esencia es en y por algún
individuo, como por su esencia cada individuo participa de una determinada
especie. Esto exige que distingamos entre individuación e individualidad,
darse cuenta que más que la misma esencia, la existencia forma parte de la
estructura del ser actual.
Por lo dicho, se constata en la filosofía de Aristóteles como un doble
aspecto. Por un lado se muestra como un perspicaz biólogo, atento observador
de los seres existentes y concretos, por otro se aproxima a Platón al
sostener prevalentemente que los individuos poseen una forma común y
específica. Al prevalecer esta última en épocas posteriores, los hombres
pensarán saber de las cosas en cuanto conozcan su esencia común, lo que son,
y no sentirán la necesidad de mirar las cosas para conocerlas. Será
suficiente establecer los atributos comunes a la pluralidad de individuos de
una vez por todas, pues dentro de cada especie todos son iguales, conocido
uno, conocidos todos. Pero esto supondrá un empobrecimiento ontológico de la
diferencia y peculiar riqueza del ser individual como acto.
En definitiva, podemos decir que la noción aristotélica de sustancia, al ser
en última instancia ajena al acto de ser,éste no jugará ningún papel en la
descripción del ser. La actualidad de la sustancia como tal, constituye toda
la actualidad del ser como tal. Ser es ser sustancia; si esta es incorpórea
será pura forma, si es corpórea constituirá la unidad sustancial de
materia-forma. En ambos casos las sustancias son en virtud de su forma, que es
acto por definición, y como no hay nada por encima del acto, toda la realidad
de un ser se explica por la actualidad de su forma, que informa y determina
toda la realidad.
VI.- AVERROES Y AVICENA: EL SER EN LA FILOSOFÍA
ÁRABE
El pensador cordobés Averroes, consideraba que la filosofía aristotélica
era la que mejor expresaba la verdad, restableciendo su doctrina en pleno S.
XII, en su aspecto más cerrado y radical. El ser y la sustancia son para
Averroes una y la misma cosa; decir que algo es actualmente real y decir que
es, es decir idénticamente lo mismo. El mundo del filósofo árabe aparece
compuesto únicamente de sustancias aristotélicas, cada una de las cuales
está dotada de unidad y del ser que pertenece a todos los seres. De ahí que
no haya que distinguir entre sustancia, unidad y ser, porque todo estos
conceptos significan lo mismo.
En su análisis de las diez categorías de Aristóteles, Averroes reafirma que
la primera categoría es la sustancia y las nueve siguientes están formadas
por los accidentes posibles, y entre éstos, no encontramos la existencia. La
existencia, aunque es algo que le acontece a la sustancia no puede ser
sustancia, y dado que no es ninguno de los accidentes, tampoco puede ser
accidente. Por tanto, habrá que deducir que la existencia no es nada, pues
todo lo que es, o bien es sustancia o bien es accidente, teniendo en cuenta
que las diez categorías abarcan todo el universo de lo que se puede decir y
conocer de las cosas. No hay cabida para la existencia en una doctrina en el
que el ser es idéntico a la sustancia, a lo que es, con lo cual la existencia
no añade nada al ser. Averroes vuelve a incurrir en el error de Aristóteles
al concebir el ser con un sólo significado, ya que la palabra ser no
significa más que es, en cuanto ser es el nombre derivado del verbo (es), y
su interpretación no puede ser más que lo qué es.
Rememorando a los epicúreos, dirá que el mundo, la sustancia y el movimiento
son eternos y todo está determinado por el acontecer necesario del universo.
Aunque en los movimientos de las cosas haya una ininterrumpida sucesión, el
movimiento como tal no tiene principio ni fin, siempre hay un antes de donde
procede y un después a donde se dirige. Todo lo que acontece está siempre
ahí, idénticamente igual, a pesar de su aparente mutabilidad. Es, como
observamos, un mundo cerrado, autoidéntico, en el que nunca sucede nada nuevo
y en el que no existe la más mínima imprevisibilidad, permaneciendo
eternamente tal como es. Este mundo ideal es el más adecuado al pensamiento
conceptual y abstracto, puesto que es un mundo formalmente perfecto y
coherentemente lógico.
En un mundo como el de Averroes, que es como ha sido siempre y siempre será,
en que ser y ser lo que es, se identifican, no se plantea la cuestión de su
comienzo o de su fin, con lo que carece de sentido el concepto mismo de
creación. Dios como primer motor, en su eterno aislamiento, es indiferente a
los seres individuales y sólo conoce las especies, pues sólo ellas en cuanto
son eternas merecen ser incluidas en su divina autocontemplación. Dios es,
como ya señaló Aristóteles, un pensamiento que eternamente se piensa a sí
mismo en la soledad de su perfección. Los individuos no tienen por sí mismos
ningún valor, pues sólo la especie es la verdadera realidad. Los seres
individuales aparecen y desaparecen sin perturbar la marcha del universo, pero
aunque los individuos perezcan sus especies nunca perecen. Las especies pasan
a través de un infinito número de individuos que eternamente se suceden y
reemplazan para mantener la especie a la cual deben sus propias formas
inteligibles. Es así, que los individuos participan del primer motor mientras
duran en sus formas inteligibles o especies, y, que en cuanto objetos posibles
de definición, estas formas constituyen su esencia. Si lo que es procede de
su esencia, entonces la esencia misma es el ser. El averroismo desemboca en
una metafísica de la esencia, y aunque siga siendo el mundo sustancial de
Aristóteles, puede, en última instancia, ser considerado como si fuera el
mundo ideal de Platón. En el ámbito de su contexto histórico, tanto Spinoza
con su única sustancia, como Hegel con su espíritu absoluto, darán buena
cuenta del averroísmo, al revivir lo más esencial de sus sistema
especulativo.
En su aspecto epistemológico, el intelecto humano, es para Averroes, una
forma inmaterial, única y eterna, que procede de la inteligencia suprema y
engloba a todos los intelectos humanos. Es, por tanto, un intelecto colectivo
e impersonal, único para la especie humana, puesto que nadie posee en
propiedad su entendimiento y nadie perdura en su intelecto cuando muere.
Averroes niega pues, la inmortalidad personal, que en el caso de Aristóteles
estaba en situación confusa, al sostener que, cuando el individuo muere, su
conciencia se desvanece y sólo permanece la específica. La eternidad del
movimiento y la unidad específica del intelecto humano, serán los dos puntos
en que el averroismo latino influirá más en la filosofía occidental.
El sistema de Averroes era difícilmente aceptable para los teólogos de
cualquier credo. Se comprende por ello, que tuviera sus problemas con los
teólogos musulmanes, al igual que Spinoza, cuya doctrina es una versión
revisada del averroísmo en lenguaje racionalista, también los tuvo con la
sinagoga judía. En cualquier teología, especialmente la cristiana, siempre
hay novedad porque siempre hay existencia renovada, pues al ocuparse de los
individuos humanos y de los problemas de su salvación personal, no puede
ignorar la existencia como realidad actual, dando con ello un nuevo giro al
problema del ser.
Un siglo antes que Averroes, Avicena había enseñado que la existencia, al
ser algo que les acaece a los seres actuales, es para estos seres al modo de
un accidente de la esencia, reestableciendo con ello, la distinción de
esencia y existencia de tan hondas repercusiones en el pensamiento
filosófico. Avicena parte del principio de que sólo hay un ser necesario y
absoluto, que es Dios, y al que denomina el Primero, eternamente subsistente
en virtud de su propia necesidad. Todo lo existente desciende del primer Ser
absoluto y se extiende a todos los seres producidos por El, que son todos los
seres posibles. Efectivamente: todos los demás seres, al no ser necesarios
por sí, sólo son posibles, y su existencia actual procede del querer del
Primero, que reunidos en la unidad de su existencia, los hace pasar de la
potencia al acto. Actualizar un posible significa, por tanto, conferirle la
existencia actual, de tal manera que un ser existente en el presente es un
posible, al que en el eterno fluir de las cosas cambiantes, le ha tocado el
momento de ser. Estos posibles actualizados son en virtud del Primero, y
mientras son, no pueden no ser, al dejar de ser posibles y pasando a ser
necesarios.
En la metafísica aviceniana todo ser actualizado tiene como dos caras
opuestas y contradictorias: por un lado aparece tal como es, en sí mismo, en
cuanto no es más que un posible, y esto es su esencia, que es ese ser sí
mismo como posible potencial. Por otra, aparece en su relación con el Primero
en cuanto es necesario como existente. En expresión de Avicena: Possibile a
se necessarium ex alio, posible por sí, necesario por otro(4). Es así, que
la existencia referida a su esencia,(al posible en sí mismo), está privada
de necesidad, pues la existencia es un accidente que acontece a las esencias.
En esta situación se hace difícil admitir que esos seres que son necesarios
en su relación con el Primero, sigan siendo posibles en sí mismos, puesto
que una esencia antes de ser actualizada es un puro posible. Pero un puro
posible no existe en absoluto, y de algo que no existe no puede surgir ninguna
necesidad. Si siguiendo a Avicena tomamos a la esencia posible como
actualizada, entonces existe por la necesidad del Primero, convirtiéndose en
necesaria y dejando de ser posible. Cuando era posible, no existía, ahora que
existe, ya no es posible. Da la impresión que en la ontología aviceniana la
posibilidad irrealizada parece perdurar por encima de su realización actual,
como si de su necesidad, la posibilidad recibiera una vaga realidad. Pero esto
es absurdo, pues si todo lo posible es necesario, la posibilidad está
totalmente ausente del ser, pues no hay nada en absoluto que sea posible en un
sentido y necesario en otro. Es indudable que la dialéctica aviceniana nos
introduce en ambiguas y equívocas contradicciones sobre la naturaleza del
ser.
Averroes no andaba desacertado cuando veía en la doctrina de Avicena una
especie de sustitutivo filosófico a su noción religiosa de creación y la
consecuente relación entre Dios y las criaturas, especialmente expresada en
la distinción de esencia y existencia. En efecto, Avicena quiere dejar
constancia sobre la abismal diferencia ontológica entre el Ser supremo y
necesario y las criaturas. El ser necesario es el único que es en virtud de
su propia necesidad, es también el único que es su propia existencia, de
aquí que no tenga esencia. El Dios de Avicena es un Dios sin esencia: Primus
igitur non habet quidditatem. En cambio, en cada existencia actualizada, las
criaturas proceden de la necesidad del Primero, con lo que la esencia como
posibilidad no puede ser su propia existencia. Por tanto, la distinción de
esencia y existencia sólo afecta a las criaturas, pues su esencia se
actualiza mediante el acontecimiento de la existencia, recibida por la
necesidad productiva del Primero. Para Dios ser existencia significa ser
necesidad. Un Dios tal está obligado a existir y no puede evitar ser mientras
El es. Toda existencia actual de un posible es una delegación de su propia
necesidad. Por eso, en sentido estricto, no hay que hablar de creación en la
teología aviceniana, sino más bien de emanación, en cuanto todo lo
existente emana o fluye de la intrínseca necesidad del Primero. No obstante,
frente al universo cerrado y determinado de Averroes, aparece en la
metafísica de Avicena una cierta novedad de acontecimientos, pues posibles
que son meros posibles devienen actuales, luego pasan y dejan lugar para la
actualización de otros posibles.
La distinción aviceniana de esencia y existencia respecto a la estructura
ontológica del ser, será recogida por Sto. Tomás para fundar el ser como
acto, y, en registro distinto influirá en la escolástica formalista,
especialmente en Duns Escoto. También a partir de Avicena, y de modo
relevante en Leibniz, Wolff y otros pensadores modernos, el concepto de
esencia ya no connotará el ser, sino que significará la mera posibilidad de
recibir el ser, con lo que la esencia misma de la esencia será la pura
posibilidad.
VII.- EL SER EN LA EDAD MEDIA
La metafísica era para Aristóteles la ciencia propiamente divina. A pesar de
ello, no se apercibe del todo que la metafísica está ordenada al
conocimiento de la primera causa del ser. Y no estaba en condiciones de captar
este principio debido a que la idea de una causa primera y eficiente en todos
los ámbitos del ser es algo ausente en su pensamiento. De las cuatro causas
aristotélicas, la causa formal puede reducirse a la causa final y en su
idoneidad como causa final también puede afirmarse como causa motriz. Pero en
cambio, estas tres causas no pueden ser eso y, a la vez, ser causa material,
pues la materia es por ella misma una causa primera formando parte de la
estructura de las sustancias materiales, como uno de sus elementos
irreductibles. En virtud de ello, no puede decirse que la metafísica
aristotélica sea la ciencia de todos los seres por sus causas, porque al
menos hay una causa, la material, que no merece el título de ser. El Dios de
Aristóteles es una de las causas y principio de las cosas, pero no es la
causa y el principio de todas las cosas, pues en el ámbito del ser hay algo
de lo que Dios no puede dar razón: la materia. Por ello, su metafísica no
puede reducirse a una estricta unidad.
En cambio, para Sto. Tomás, Dios es la causa de todo lo que es, incluida la
materia. Su doctrina sobre la creación modifica sustancialmente la noción de
la metafísica al introducir en el campo del ser una causa primera de la que
dependen todas las cosas. El conocimiento del ser ya no se definirá como
ciencia del ser por sus causas primeras, sino por su causa primera, dando, con
ello, un sentido nuevo a las fórmulas de Aristóteles. El fin último de la
metafísica se identifica con el fin último del hombre, pues al ser Dios su
causa primera, el hombre, en la medida que desea conocer la realidad por su
causa primera, desea como su fin último conocer a Dios. La más excelente de
todas las ciencias tiene por objeto esencial el saber sobre Dios, con lo que
la metafísica ya no puede definirse como la ciencia del ser en cuanto ser o
ciencia de los seres en cuanto conocidos por sus causas primeras. La
metafísica se convierte en la ciencia del ser en sí mismo y en su causa
primera; ciencia de Dios, en cuanto cognoscible por la razón natural. Frente
a la diversidad de objetos de la metafísica aristotélica, la filosofía
metafísica de Sto. Tomás, merced a esta original reordenación, adquiere una
sólida unidad orgánica.
Es indudable la impronta aristotélica en el pensamiento del Aquinate,
especialmente cuando éste se refiere al ser como idéntico a la sustancia,
con lo que no aparece ante su mente, la capital distinción entre la esencia y
el esse, al considerar que la esencia es una con el esse. Esto tiene su
lógica, pues allí donde Sto. Tomás conserva en su integridad la estructura
de la sustancia aristotélica, no es el lugar más adecuado para establecer
esta distinción. Así por ejemplo, estará de acuerdo con aquellos textos de
Aristóteles en que hombre, ser, cosa y uno, aunque designen diversas
determinaciones de la realidad expresadas en nociones diferentes, significan
la misma cosa, pues la composición de su ser con su esencia no es distinta de
su intrínseca unidad. No obstante, la sustancia aristotélica, al ser
integrada por Sto. Tomás en el mundo cristiano, sufrirá profundas y hondas
transformaciones internas al convertirse en una sustancia creada.
Como ya comentábamos con anterioridad, la realidad de las sustancias no le
ofrecen a Aristóteles ningún problema: ser y ser una sustancia es una y la
misma cosa, por eso no se interroga por el origen del universo, puesto que la
sustancia agota toda la realidad, existiendo por derecho propio, y al
identificarse con la necesidad le es imposible no existir. Para Sto. Tomás en
cambio, las sustancias no existen por derecho propio, ya que el mundo al ser
producido por creación es radicalmente contingente en su misma raíz, pues
podría no haber existido nunca, y aunque esté destinado a existir siempre,
continúa siendo, en cierto modo, permanentemente contingente en su causa, y
su existencia actual dependería de la absoluta gratuidad y liberalidad de su
creador. Si en Aristóteles las sustancias existen en cuanto sustancias, la
existencia como acto de ser, no es nunca en Sto. Tomás, la esencia de ninguna
sustancia, lo que significa que ninguna esencia puede por sí misma, ser su
propio existir. En un mundo de estas características, todo aparece incierto y
precario, nada existe por necesidad, sin embargo está creado para que dure y
nunca se desgaste. Esta es sin duda una de las cuestiones más difíciles de
la metafísica tomista, pues nos exige mantener el delicado equilibrio,
profundo y real, entre la totalidad del ser creado como indestructible en sí
mismo y, a la vez, totalmente contingente en su relación y dependencia con el
Creador.
El ser absoluto es para Sto. Tomás, uno y simple en cuanto es acto puro. Los
seres creados en cambio, participan en grados diversos de la actualidad de su
causa, y debido a esas diversas relaciones con el acto primero, según se
acerquen en más o en menos al acto puro de ser, diferirán en sus esencias.
Dios es el acto puro de ser, y sólo él puede causar la existencia, pues la
creación de un ser finito requiere un poder infinito, ya que entre el ser y
la nada existe un abismo infinito. Crear un efecto finito no requiere
necesariamente un poder infinito, pero si que es preciso poseer un poder
infinito para crearlo de la nada. En vez de sostener como Aristóteles que las
sustancias deben su ser a alguna otra cosa, Sto. Tomás intenta hallar en las
sustancias mismas un lugar para su existencia, pues aunque la existencia no es
la sustancia misma, si que es la existencia de la sustancia y deriva del
principio que, presente en la sustancia, la hace ser. Nos volvemos a enfrentar
con el viejo dilema: si la existencia como acto no es ni una sustancia, ni un
accidente ¿qué es?. Puesto que no existen conceptos para definir el ser como
existencia, Sto. Tomás no nos responderá directamente qué es la existencia,
se limitará a mostrarla para que nos demos cuenta de que es, ya que ser no es
algo (aliquid), ni una cosa (quid), y aunque no es la esencia de la cosa, es
su acto de ser. No es accidente, tampoco es materia, ya que la materia es
potencia y el ser es un acto, tampoco es forma, ya que si fuera una forma no
haría falta añadirla a la esencia, pues en cuanto forma, la esencia
existiría por derecho propio. En el análisis de estas cuestiones nos
extenderemos con más amplitud en los capítulos finales .
Para Duns Escoto la distancia entre Dios y la nada es también infinita, pero
en cambio dirá que la distancia que existe entre un ser finito y su propia
nada es tan finita como su ser. Y es que para Escoto el ser es por su esencia,
no por su acto, pues la esencia es idéntica al ser, y si un ser es finito
tiene una esencia finita, incapaz, por tanto, de establecer una distancia
infinita con su nada. La existencia se convierte entonces en un accidente de
la esencia que no está incluida en su quididad, pues la existencia es una
simple modalidad del ser que le acontece a la esencia creada. Mediante la
existencia, la esencia queda completa, individualizada, permitiendo que reciba
su último grado de actualización (haecceitas); pero si le adviene o no le
adviene la existencia, esa naturaleza como tal, no se altera en su esencia,
tanto es así, que, por ejemplo un roble, tiene la misma definición esencial,
tanto si existe como si no existe). Así el ser de la esencia es superior y
prioritario con respecto al ser de la existencia, esta es algo accidental que
le sobreviene a la naturaleza. Por tanto, la existencia se distingue de la
esencia con una distinción accidental, aunque en sentido estricto, como dice
Escoto, no es verdaderamente accidental, puesto que la distinción no es real
(como la que hay entre una cosa y la otra) sino meramente modal, (afirmación
de la que tomará nota Spinoza), pues la existencia es un simple modo de la
esencia individual. Todas las esencias poseen por necesidad el modo de existir
que les es propio y que tiene una doble virtualidad: si real, real; si
posible, posible. Dios es una esencia a la que de forma eminente le conviene
la existencia, pues la existencia se halla incluida en el concepto de su
esencia. Preanunciando con cuatro siglos de antelación la conocida fórmula
leibniziana, Escoto afirmará que si Dios es posible, entonces existe.
VIII.- SUAREZ: EL SER COMO ESENCIA REAL
Al granadino Francisco Suárez se le puede considerar como uno de los más
genuinos representantes del esencialismo del ser y más concretamente de lo
que podríamos denominar como metafísica de los posibles. Suárez parte del
presupuesto de que el término ente (ens) no sólo sirve para referirse a las
cosas que poseen su propia existencia actual, sino que también sirve para
designar a aquellos entes que tienen la capacidad, o mejor, la posibilidad de
existir. Ens se convierte en lo que Suárez llama una esencia real. Estas
esencias reales son verdaderas en cuanto son susceptibles de realización
actual. Esto se aclarará mejor, si tenemos en cuenta que Suárez acepta la
clásica distinción del ente como participio y como nombre. Para el filósofo
granadino el ente como participio expresa la esencia actualmente existente, o
la esencia como presencia. El ente como nombre expresa la esencia real,
prescindiendo de la existencia actual. Por tanto, el ente como nombre tiene
una mayor amplitud que el ente como participio, pues este último es una
concreción o particularización existencial del ente como nombre, con lo que
en rigor, el ente como nombre es la más acabada expresión del ente como tal
(o de la esencia real como tal). Y el sentido de esta esencia real es que es
apta para existir, y es todo aquello que no repugna que exista, es decir, todo
lo que es inteligible y no contradictorio con todo lo que es verdadero. La
totalidad como posible es equivalente a lo real como esencia, cuya capacidad
es existir.
Por tanto, en la doctrina de Suárez, la realidad de las esencias viene
determinada por su capacidad de adquirir la existencia, lo que hace
innecesaria establecer la distinción originariamente aviceniana entre la
esencia y la existencia. Efectivamente, si las esencias reales lo son en la
medida que tienen capacidad de existir o realizar la existencia, entonces la
esencia de la posibilidad es la posibilidad de existir. En esta situación la
esencia recobra su intrínseca relación con el ser, surgiendo de nuevo la
doble virtualidad escotista del ser en cuanto posible y del ser en cuanto
actual (el ser en general engloba al ser como posible y como actual). El ser
actual como existente, es una esencia que ha sido actualizada por su causa y
extraída de la posibilidad a la actualidad. Lo primero que le pertenece a una
cosa es su esencia, el lo que la hace ser un determinado y específico ser.
La cuestión que plantea esta metafísica es saber si un ser en acto no es
más que su esencia. En una mente racional cualquiera, una esencia está en
acto por la existencia real del sujeto que la piensa, por tanto, es erróneo
el que Suárez diga que una esencia está en acto por su actualización en
cuanto esencia. En estas condiciones es coherente el que afirme que entre una
esencia actualizada y su existencia no hay distinción real, sino una mera
distinción de razón, aceptando de alguna forma la amortiguada distinción de
los escotistas, que rememorando a Avicena, hacen de la existencia un simple
apéndice de la esencia. Pero será justo aclarar que en la metafísica
suarista, la existencia no tiene la función de simple accidente, pues para
una esencia es lo mismo ejercer su acto de esencia y existir. Es una
concepción del ser que no deja un lugar propio para la existencia como tal,
con su propio acto de existir.
Quizás sea el momento oportuno para preguntarnos si la actualidad de una
esencia real, no requiere un acto existencial para que se pueda convertir en
actualidad existente, pero Suárez no se hace ninguna pregunta al respecto,
porque para él la esencia es idéntica con el ser. Por otra parte nos parece
sintomático el que Suárez no adscriba a las esencias posibles una especie de
ser eterno, ya que probablemente ha caído en la cuenta que como meros
posibles no son nada real. Destaquemos que si una esencia de suyo es un
posible, y si un mero posible no es nada, su resultado como actualización
tampoco es nada. De haber visto las implicaciones que esta consecuencia
significaba para su doctrina, quizás esta nada existencial de la esencia
posible, le hubiera impulsado a Suárez, a buscar fuera del plano de la
esencia una causa intrínseca de su realidad actual. Pero al identificar el
ser con su esencia, Suárez se incapacita para hallar en el ser un es que no
fuera una esencia, y por esto no reconoce a la existencia cuando la ve. Al
reducir el ente a esencia, también se reduce a lo que es inteligible, y la
existencia o se desatiende o queda absorbida en la misma esencia, o lo que es
lo mismo, en lo que es inteligible de suyo.
Se puede decir que con Suárez llega a su madurez, la tendencia esencialista
que iniciaron Parménides y Platón, y este esencialismo se irá imponiendo de
manera resuelta en muchos filósofos posteriores, especialmente en Wolff. Por
eso, el pensador granadino es uno de los responsables de la expansión en la
Edad Moderna, de una metafísica de las esencias que desatiende a la
existencia actual. Aunque él mismo no había descartado a las existencias
como irrelevantes al identificarlas con las esencias actuales, aquellos que
prosiguieron o se inspiraron en su filosofía, no tuvieron ningún reparo en
excluir a la existencia del pensamiento metafísico. A partir de ahí, la
esencia misma será una esencia real, la raíz y principio primero de toda
operación del ser. Lo real ya no se opondrá con lo posible, ni se mezclará
con lo actual o existente, puesto que se medirá con la misma equivalencia
tanto a lo posible como a lo existente actual. En este marco especulativo, lo
posible es tan real como lo actual, e incluso se llegará a la extrema
situación de que al pensar un ser como real ya no se le pensará como
existente ni tampoco como posible, porque para pensarlo como posible
tendríamos que prescindir de la existencia, término éste que en el
pensamiento moderno ni siquiera hay que mencionar. Y es que un filósofo de la
modernidad no debe manchar su mente plena de “a prioris” lógicos, con el
impuro pensamiento de la existencia actual, ni siquiera para excluirla. El
intelecto humano, tiende a rebelarse contra aquella realidad que no se sujeta
ni es dócil a sus conceptos o que se hace impenetrable a sus aprehensiones
abstractas, y no se le ocurre otro recurso para dar cuenta de lo que no
proviene de su propia razón, como es el hecho de la existencia actual, que
reducirla a la nada. Esto es lo que ha hecho el esencialismo en todos los
órdenes del pensamiento, reduciendo a la nada el acto mismo en virtud del
cual el ser es actualmente.
IX.- EL SER EN LA
FILOSOFIA RACIONALISTA
Frecuentemente se interpreta a la filosofía moderna como una ruptura con la
vieja mentalidad escolástica, desde la perspectiva de que la filosofía
medieval quedó sentenciada a partir del momento en que se tomó a la
filosofía como una ciencia de la naturaleza. Esto trajo como consecuencia una
nueva concepción del mundo que en la época de Hume adquirió su plena
confirmación. Los metafísicos del S. XVII intentarán recuperar lo que
buenamente piensan que puede salvarse de la metafísica escolástica, y al
hacerlo darán por supuesto muchas cosas. Descartes, por ejemplo, manifestará
su desdén por la complejidad y el oscurecimiento de los escolásticos ante el
problema de la existencia, pues para él era una cuestión clara y evidente.
Si pienso, luego soy, no se ve entonces, la necesidad de explicar lo que es la
existencia, aparte que tampoco nos ayudaría para incrementar el conocimiento
de las cosas. Al enfrentarse con el problema del ser y la existencia lo
considerará como una cosa resuelta. Es oportuno recordar, que el filósofo
francés recibió una fuerte influencia de Suárez, al que consideraba como el
mejor y más genuino filósofo de la escolástica, por eso no era de extrañar
que al enfrentarse con la existencia como esse, negara su distinción con la
esencia. Según Descartes, los filósofos escolásticos, como les ocurre a los
ebrios, ven doblemente, al observar en las sustancias corpóreas una materia y
una forma, más cierto número de accidentes. En todo caso la única
distinción que Descartes puede aceptar para los sujetos finitos, es la de una
mera distinción, no real, sino de razón, entre la esencia y la existencia.
Por otra parte, si no hay un concepto preciso y definible de la existencia,
entonces, la existencia no es nada, pues sólo merece el título de sustancia
para el racionalismo, aquello que posee unos conceptos claros y distintos. Los
filósofos posteriores de cuño racionalista, serán fieles a este
planteamiento cartesiano, así como Descartes lo fue con Escoto, Suárez, y
otros filósofos de la escolástica formalista, que ya hacía bastante tiempo
que habían dejado en el olvido la doctrina tomista del acto de ser, y
especulaban con “a prioris” conceptuales y formalistas..
Para todos los racionalistas, la existencia no es nada más que la derivación
esencia actualizada. Así considerarán, como es el caso de Spinoza, que la
existencia no es otra cosa que la esencia misma de las cosas puestas fuera de
Dios, como una simple exteriorización necesaria de sus atributos. En este
orden de cosas, en el ser existente ya no tiene sentido, la distinción real
de esencia y existencia, sino que el ser (o ente) no es nada más que la
esencia completamente actualizada. Estos filósofos racionalistas divergirán
de muchas maneras en la forma de concebir las propiedades de Dios, pero todos
convendrán en que Dios existe en virtud de su propia esencia.
Para Descartes la esencia de Dios implica la existencia como necesidad de su
perfección, hasta el punto de que Dios es causa de sí mismo como existente.
Para Leibniz, en el Ser supremo y necesario, la esencia incluye la existencia
y posee en sí misma la razón de su existencia como estricta posibilidad.
Spinoza inspirándose en el Dios causa de sí mismo cartesiano, entenderá por
causa de sí mismo todo aquello cuya esencia incluye necesariamente su
existencia. El Dios esencia triunfa por todas partes y se le rinde homenaje
incondicional. Aquel Dios cuya esencia se identifica con su acto de ser, ha
sido dejado totalmente en el olvido. Al perderse de vista el párrafo del
Ëxodo, en el que Dios se proclama como El que Es, los filósofos se han
olvidado también del hecho de que las cosas finitas son. Todo está maduro
para que prolifere una ciencia sistemática del ser en cuanto ser, exenta de
la existencia.
X.- WOLFF: EL SER COMO POSIBILIDAD
El término ontología, referido como ciencia que no trata de este o aquel
ser, sino del ser en general, a pesar de que fue usado por algunos pensadores
del S. XVII, no adquiere su rango filosófico hasta la llegada de Christian
Wolff. Este filósofo es consciente, de que con posterioridad a Descartes la
filosofía ha caído en un gran descrédito, y tiene el decidido propósito de
poner fin a esta continuada decadencia. Su objetivo se centra en proseguir y
actualizar el pensamiento de los más importantes filósofos escolásticos,
incluso con la pretensión de superar y mejorar sus definiciones y
proposiciones. Influido principalmente por Suárez, al que considera como el
mejor escolástico, intenta elaborar su concepción del ser, mediante la
noción de posibilidad. Para Wolff, el concepto de ser debe aplicarse a todo
lo que puede existir, a todo aquello que no es incompatible con la existencia,
aunque sea como posibilidad. De forma clara dirá que lo que es posible es un
ser: Quod possible est, ens est. Wolff considera que en el lenguaje corriente
los términos de ser, algo, posible, son casi sinónimos y equivalentes, y el
objeto de la metafísica es el intento de sacar a la luz sus implícitos
significados. Si se comprende que algo es un ser porque existe, se
comprenderá que si algo existe es porque puede existir. La posibilidad en la
filosofía wolffiana se convierte en la raíz misma de la existencia, y por
eso a los seres se les llamará posibles.
La causa fundamental de la posibilidad es la ausencia de contradicción
intrínseca. Wolff no tendrá inconveniente en señalar a Suárez como su
antecesor en esta esencialista formulación: Suárez que ha ponderado entre
los escolásticos las realidades metafísicas con particular penetración,
dice que la esencia de una cosa es el principio básico y más íntimo de
todas las actividades y propiedades que convienen a una cosa. Para Suárez una
esencia real es la que no contiene contradicción alguna en sí misma, y que
no es meramente lo fabricado por el intelecto. La esencia es principio y
fuente de todas las operaciones o efectos reales de una cosa(5). Wolff,
filósofo honesto y laborioso donde los haya, siente predilección por los
minuciosos razonamientos deductivos. En su análisis sobre la ausencia de
contradicción en la esencia, establecerá que se pueden anexionar partes
constitutivas a la noción de ser que sean sus partes constitutivas primeras,
que son aquellas partes que no están determinadas por ningún elemento
extraño a ese ser. Si algún elemento extraño a algún ser fuera
determinante en relación a algunos de los elementos que entran en su
constitución, entonces, este elemento no sería extraño al ser, pues sería
también uno de sus elementos constitutivos. Si algunos elementos
constitutivos de un ser se determinaran entre si, deberíamos retener sólo
los elementos determinantes como partes constitutivas de ese ser.
A estos elementos primeros que constituyen la esencia misma de las propiedades
del ser, Wolff los denominará con el término de esenciales (essentialis) del
ser. La esencia es lo primero que se concibe del ser y, sin ella, el ser no
puede ser. La esencia de triángulo equilátero está constituida por el
número tres y por la igualdad de sus lados; altérese mínimamente cualquiera
de esas condiciones y se desvanecerá la esencia de triángulo. Por tanto, la
presencia de los esenciales es necesaria y suficiente para poder definir la
esencia de una cosa, pues esos esenciales son los atributos fundamentales del
ser. Como elementos primeros del ser, los esenciales son la entraña misma de
la realidad, y en cuanto no contradictorios garantizan la realidad del ser
como posibilidad: per essentialis ens possible est. Si la esencia del ser es
idéntica a su posibilidad, quien conoce de una cosa su intrínseca
posibilidad, conoce también su esencia. Wolff coincidirá básicamente en
estos análisis con la corriente esencialista, en la que la noción de esencia
es lo primero que concebimos del ser, y es el primer y más íntimo atributo
de una cosa, pues la esencia, reuniendo a los demás atributos en sí misma,
es como su raíz y fundamento. Respecto a los modos, constituyen las últimas
configuraciones del ser que no son determinados por la esencia ni
contradictorios con ella, y si los atributos siempre se dan con la esencia, no
ocurre así con los modos, que vendrían a ser lo que en la filosofía
aristotélica se denominaban como accidentes. Wolff considera que con su
método analítico ha sido capaz de deducir a priori la noción de esencia que
tenían Sto. Tomás y Suárez, y en una clara muestra de su desconocimiento de
la metafísica tomista y de su fundamental principio del actus essendi,
afirmará que estos dos filósofos pensaban lo mismo respecto a la naturaleza
del ser.
Al enfrentarse con la existencia la considerará como el complemento de la
posibilidad de la esencia. Un complemento que tendría cierto parecido con el
accidente aviceniano, o en todo caso, se asemejaría más al modo existencial
propio del escotismo, y ello debido, a que la existencia actual no se sigue de
los esenciales del ser, pues no es un elemento constitutivo suyo, y si no
puede ser ningún atributo, la existencia sólo puede ser un modo. De ahí que
la existencia en el pensamiento de Wolff, sea extraña a su esencia y extraña
al ser, con lo que la existencia queda excluida del ámbito de la ontología.
Una ontología que es una metafísica sin teología natural, porque es una
metafísica sin existencia. Una metafísica sesgada existencialmente, como la
de Wolff, tendrá que ser sustituida por otro tipo de ciencias como la
teología, la cosmología o la psicología, para ocuparse de los problemas
relativos a la existencia.
La escisión de la ciencia del ser en ciencias distintas, de la que dará
buena cuenta Kant, es un indicio de que la escolástica moderna ha perdido el
sentido y la unidad de su mensaje. En las doctrinas filosóficas donde el ser
se identifica con la pura posibilidad y, por tanto, el ser como tal es
extraño a la existencia, la metafísica se encuentra con la imposibilidad de
hallar una razón suficiente de la existencia actual. En este contexto
especulativo, cualquier prueba de la existencia de Dios o de cualquier otra
existencia actual es ontológica, en el sentido de que se indaga en una
esencia existencialmente neutra, el complemento existencial de su posibilidad.
La filosofía de Wolff es indudable que se puede calificar de ontológica, en
la media que él mismo la ha definido como la ciencia del ser en qua posible.
XI.-KANT: EL SER COMO EN SI INCOGNOSCIBLE
La doctrina de Wolff gozó de gran predicamento en las escuelas filosóficas
de Europa, y especialmente en Alemania durante el S. XVII. Wolff fue para Kant
lo que Suárez había sido para Wolff. Kant lo considera como el más grande
de los filósofos dogmáticos, e incluso lo eleva por encima de los más
importantes filósofos racionalistas. Cuando Kant dice que Hume le había
despertado de su sueño dogmático, quería decir que lo había despertado de
su sueño wolffiano, pues hasta la época de su madurez, había estado inmerso
en su doctrina.
Cuando se encuentra con el empirismo de Hume, Kant reaccionará contra la
abstracción metafísica, pues observa que en la realidad hay elementos que no
pueden deducirse a priori, por medio de simples razonamientos analíticos como
hace Wolff. Hume, en su crítica del principio de causalidad se da cuenta de
que las relaciones causales actualmente dadas por la experiencia no se pueden
deducir como leyes necesarias, de las propiedades analíticas propias de las
esencias abstractas, al advertir el radical darse de la existencia. En esta
línea, Kant afirmará que el plano de la causalidad física es diferente al
de la causalidad abstracta de los conceptos, pues la causalidad física no es
una relación entre dos seres posibles, sino entres seres reales actualmente
existentes.
Realizar una deducción analítica en el plano de la causalidad abstracta, no
ofrece especiales dificultades, pues en este orden de relaciones de esencias
no está incluida la existencia actual. Pero en el momento en que la
existencia como acto se introduce en el interior de la filosofía, el
esencialismo analítico se desvanece. De ahí que tanto Hume como Kant no
acepten el que un ser sea a se, es decir, que su existencia se pueda deducir
de su esencia, en la medida que ninguna esencia puede implicar su existencia.
Si Kant y Hume hubieran conocido lo que sobre esta cuestión había dicho un
fraile dominico, que ellos consideraban como un teólogo perdido en la
oscuridad de la noche medieval, posiblemente hubieran modificado la
interpretación del problema, pues, si efectivamente, ninguna esencia implica
su existencia, bien podría ser que hubiera una existencia tal que su acto de
ser fuera su propia esencia, y la fuente de todas las otras esencias y
existencias.
La Crítica de la Razón Pura es en cierto modo, una reindivicación de los
derechos de la existencia frente al esencialismo de Wolff, es un intento de
contrarrestar el descuido de la existencia en favor de la esencia. Kant, de
alguna forma, es consciente de la originalidad del acto de existir, es por
ello, que afirmará que la existencia no es un predicado real que pueda
añadirse a la esencia de una determinada cosa, sino que la existencia es la
posición absoluta de la cosa, que no es más que la posición de dicha cosa
en el marco de la experiencia, captada de forma pasiva mediante la intuición
sensible. Para Kant, el único signo de la existencia es, por tanto, la
experiencia sensible de la misma o el enlace con lo que es experimentado. Al
poner la existencia actual fuera del orden de la predicación, la pone fuera
del orden de las relaciones lógicas. Así por ejemplo, refiriéndose a la
esencia de Julio César, dirá frente a Leibniz, que en cuanto posible la
esencia de Julio César incluye todos los predicados que se precisan para su
determinación. Pero si en cuanto posible Julio César no existe, su noción
predicativa completamente determinada no tiene por qué incluir la existencia,
pues la existencia no es un predicado. Ha sido Wittgenstein quien ha señalado
que en ocasiones, el lenguaje es una trampa por su equivocidad y ambiguedad,
pues si afirmamos que algunos triángulos existen en la naturaleza, da la
impresión de que adscribimos la existencia a tales figuras, cuando en
realidad lo que ocurre, es que algunos objetos naturales existentes, les
corresponde el predicado incluido en el concepto de triángulo
El darse de la existencia actual puesta de relieve por Hume, no se pierde del
todo en Kant. Aunque éste nunca reflexionó sobre la existencia como tal, no
la niega ni la olvida. Para él, los sentidos y el intelecto son las dos
fuentes del conocimiento. Por los sentidos las cosas nos son dadas (es el
momento empírico que permanece como legado de Hume), por el intelecto las
cosas son pensadas. Frente al idealismo de Berkeley, según el cual el mundo
material, lo dado, no existe, pues el ser es pura percepción subjetiva, o el
idealismo problemático de Descartes, según el cual la existencia del mundo
externo necesita ser probada a partir del cogito, hay que reconocer en el
idealismo crítico de Kant, el intento de asumir un realismo de la existencia,
especialmente cuando trata del papel que juega la intuición sensible, donde
la sensibilidad es pura receptividad frente a la realidad sensible dada. Todo
aquello que impresiona sobre nuestra sensibilidad, expresa la intuición de la
existencia.
Sin embargo este resurgir de la existencia como algo experimentalmente dado e
irreductible a los conceptos, no producirá los frutos que se podían esperar,
porque Kant neutraliza esta valoración de la existencia con las formas a
priori basadas en su idealismo trascendental. De este modo, la existencia en
su configuración real, queda sometida a las categorías subjetivas del
entendimiento, después de haber sido inicialmente afirmada, terminando por
disolverse en un simple concepto. Si para Hume la realidad es opaca para
decirnos por qué si una cosa es, otra deba ser también, ello significa para
Kant que la inteligibilidad no pertenece a las cosas en sí mismas, sino que
esta inteligibilidad ha de ser puesta por el entendimiento. Es el famoso giro
copernicano, en el que ya no son las cosas quienes rigen al entendimiento,
sino que es el entendimiento quien rige y formaliza a las cosas, determinando
con este giro epistemológico, el que la existencia quede relegada en el
ámbito de la subjetividad. En este progresivo proceso de subjetivización,
propia del idealismo, la existencia sólo podrá conocerse dentro de la
configuración de la realidad que es primordialmente obra de la mente, y
aunque no pueda ser un modo de la esencia como en Wolff, fácilmente se
convertirá en una mera modalidad asertórica del juicio. Kant mantendrá la
existencia fuera de su sistema, cuya estricta posición empírica, es su
única función en cuanto ser, y con ello no tiene nada más que decirnos. Que
las cosas son, es un hecho que hay que asumir, pero de lo que son, sólo el
entendimiento es responsable.
En el pensamiento maduro de Kant, que es su filosofía definitiva, la
existencia será una x, una incógnita. En su fidelidad al empirismo, esta x
como posición, nunca será eliminada del todo, y al mismo tiempo sigue siendo
una x, porque nunca se desprenderá de Wolff. De esa x en si misma, como
nóumeno, no sabemos nada, salvo que es. Todo lo que podemos hacer es sentirla
o afirmarla, sin que podamos añadir nada a la noción de lo que afirma, es
decir, que se le pueden sumar o restar cualquier concepto, sin que estos se
alteren. En cuanto que percibida, la existencia es su fenómeno, esto es, su
apariencia, pues en Kant aquellas propiedades dadas en la intuición de una
cosa material pertenecen tan sólo a su apariencia, aunque la existencia de la
cosa que aparece no queda suprimida o puesta entre paréntesis, como sucede en
el idealismo puro. Aunque no podemos conocer esa cosa tal como es en sí
misma, para Kant debe haber existencia fenoménica para que pueda haber
conocimiento, aunque el hecho mismo de que lo real existe, no entra en el
conocimiento científico de la realidad. Lo cual es cierto (no en el sentido
que le da Kant) puesto que el conocimiento de la existencia no puede ser
científico, sino metafísico, pues la ciencia como tal, no precisa de la
existencia actual de lo pensado, ni es ese su objeto de conocimiento. A pesar
de que Kant relega la cosa en sí en el mundo de lo incognoscible(noúmeno),
la ha conservado como condición de posibilidad para el conocimiento de la
realidad sensible. Este es el motivo fundamental por el que no suprimió la
cosa en sí, que básicamente es lo que diferencia su idealismo crítico del
idealismo puro, cuyo modelo más acabado esta representado por el pensamiento
de Husserl.
Si el entendimiento es el que prescribe y hace ser a la naturaleza dándole su
sentido y configurándola formalmente, por ese mismo principio también
podría el entendimiento prescribir la existencia. Kant no querrá llegar a
estas consecuencias que se derivan de sus propios planteamientos, para no
desembocar en un idealismo puro. El filósofo de Köningsberg, quiso conservar
la existencia porque deseaba construir una crítica del conocimiento que para
él era idéntico al conocimiento científico. Con posterioridad a Kant, la
existencia, al ser considerada como la raíz común de la que brotan la
sensibilidad y el entendimiento, era inevitable que fuera sacada a la luz de
la especulación, y al no poder permanecer constantemente como una incógnita
extraña, inserta en el mundo inteligible del entendimiento, la existencia
será negada por el fenomenismo post-kantiano, o bien será deducida a priori
como hará el idealismo puro.
XII.- HEGEL: IDENTIDAD ENTRE EL SER Y EL NO-SER
Los problemas planteados por Wolff en su ontología, inspirarán el comienzo
de la lógica de Hegel. Este considera que en la filosofía de Wolff, el
análisis especulativo que efectúa sobre los objetos de la razón, es
precisamente lo que debe hacerse en filosofía. Pero el error de esta
ontología fue pensar que para conocer la realidad absoluta era suficiente
añadirle, por vía deductiva y conceptual, una serie de predicados, sin
preocuparse por su contenido o valor real. Por ello esta ontología se
asentará en un dogmatismo ingenuo, ausente de crítica, al pensar que dados
unos determinados conceptos, su relación predicativa con sus respectivos
sujetos, será verdadera con tal que no incluyan ninguna contradicción
racional. No obstante, Hegel sostendrá que la ontología wolffiana, es en
muchos aspectos superior al criticismo kantiano, pues este criticismo está
afectado por las limitaciones del empirismo, al poner un dato de pura
posición fáctica, en el origen mismo de lo real, pero que paradójicamente
sobre la naturaleza y realidad de este dato,
nada podemos saber. Tal es, para Hegel, la cosa en sí kantiana, un abstracto
total, un nóumeno vacío, relegado en un más allá incognoscible. Por eso,
en el idealismo de Kant no hay en rigor, más que en el idealismo de Berkeley,
puesto que si el ser en sí es incognoscible, en última instancia, el ser se
reduce a ser percibido. Hegel pretende superar esta extraña situación
partiendo de una total confianza en la razón, pero no en una razón
cualquiera, sino en una razón especulativa y dialéctica, elevando así a la
filosofía a la condición de saber absoluto. Es por ello, que en su proceso
dialéctico, la cosa en sí como una x desconocida y misteriosa, como raíz
incognoscible de la que brotan todas las apariciones fenoménicas, es
despejada y aclarada, ya que la cosa es conocida en sí misma y tal como es,
sin limitaciones de ninguna clase.
Al concebir la racionalidad como realidad, sostendrá su conocido principio de
que todo lo real es racional, y todo lo racional real, determinando la
estricta identidad entre los seres reales y los conceptos o ideas. La razón
contemplándose a sí misma, descubre que toda realidad que se da o que pueda
darse, es una realidad racional. El progresar de la filosofía consistirá
justamente en el despliegue de un método absoluto que incremente de forma
acumulativa y dialéctica, las diversas determinaciones de lo real,
discurriendo desde lo más abstracto hasta lo plenamente concreto, desde lo
más indeterminado hasta lo más determinado, de forma tan absoluta que todas
las determinaciones parciales, todavía parcialmente indeterminadas, lleguen a
ser superadas. Para fundamentar todo este sistema, Hegel partirá de las
esencias y de los conceptos como los medios más adecuados para alcanzar la
realidad absoluta. Frente a las nociones lógicas y abstractas de Wolff,
precisa de universales concretos, es decir, de esencias concretas que sean
captadas mediante conceptos concretos. Estas esencias merecen el título de
concretas porque en la unidad de su devenir dialéctico, pueden desarrollar la
absoluta totalidad de sus determinaciones constitutivas. El concepto de Dios
como espíritu absoluto expresa la esencia más concreta de todas las
determinaciones posibles al incluir, en la unidad de su esencia, todo el
infinito número de las posibles determinaciones. Si para Kant no se puede
deducir la existencia de Dios de ninguna esencia, para Hegel, rememorando a
San Anselmo en versión idealista, el concepto de Dios sólo se puede pensar
como existente, puesto que la existencia está incluida en su esencia como una
de sus múltiples determinaciones.
En la filosofía hegeliana predicar la existencia es lo mismo que predicar el
ser. Pero ¿qué es el ser para Hegel?. El ser en su inicio, es el más pobre
y abstracto de los conceptos, es lo menos que una cosa puede hacer, es lo más
ínfimo que la mente puede conocer, es lo inmediato indeterminado. El ser en
el comienzo, es la pálida sombra inicial de la Idea. Solamente las cosas
finitas, externas y sensibles, como por ejemplo un papel, es algo tan
indigente como el ser. Hegel escribirá al respecto: No hay en el espíritu
cosa que encierre menos contenido que el ser. No hay sino una cosa que puede
encerrar aún menos, y es lo que a veces se toma por el ser, a saber, una
existencia sensible exterior, como la del papel que tengo delante de mí (6).
Si el ser es tan abstracto e indeterminado ¿cómo puede constituir el resorte
inicial del proceso que mueve una génesis tan impresionante como es la
lógica hegeliana que se presenta como el proceso de autogeneración del
Absoluto?. Para Hegel es precisamente ahí, en su pobreza y vaciedad, en la
absoluta negatividad de su comienzo donde paradójicamente se encuentra la
fuerza que habrá de poner en marcha todo el devenir dialéctico. Se trata del
portentoso poder que posee lo negativo, de la energía del pensamiento puro
como motor de la dialéctica. Por tanto, tomado en sí mismo, el ser es la
indeterminación inmediata y absoluta que precede a todas las posibles
determinaciones. La indeterminación es el contenido mismo que constituye al
ser, en cambio la esencia entraña muchas determinaciones agregadas al ser.
Si la pobreza del ser es idéntica a su abstracción, no puede entonces
percibirse mediante la sensación, y al estar vacío de contenido, no puede
ser objeto de ninguna intuición intelectual, que es, frente a la intuición
sensible de Kant, el acto original y originario del conocimiento. Si el ser no
puede percibirse ni intuirse y, sin embargo, es pensado, sólo queda el
recurso de afirmar que el ser es idéntico al pensamiento. Cuando Parménides
identificó el ser con el ente absoluto, identificó la realidad con el
pensamiento puro. Hegel vuelve a retomar este experimento, por cuanto pensar
es pensar el ser, pues el ser es idéntico al pensamiento, y puesto que el ser
no es esto ni aquello, ni ninguna cosa, entonces el ser no es nada. Una nada
que no es una negación relativa, esto no es lo otro, sino la absoluta
negación en su inmediatez, que precede a cualquier otra negación, y como no
hay nada que el ser sea, el ser se identifica con la nada. La deducción es
inevitable: el puro ser y el puro no-ser, son equivalentes, cada uno de ellos
es tan vacío y abstracto como el otro con el mismo grado de indeterminación.
Decir que el ser es el no-ser supone unir sintéticamente estos dos términos
que engendran un tercer término que es el devenir, puesto que la verdad del
ser está interaccionada en el no-ser y la del no-ser está en el ser. Esta
verdad como unidad, que consiste en el pasar del uno al otro, desemboca en el
movimiento como devenir.
La ontología wolffiana consideraba a la contradicción como un caso de
imposibilidad lógica. Al ser una lógica de conceptos abstractos, utilizaba
los elementos de la realidad para dividir y excluir; ninguna cosa podía ser
en ese plano conceptual, simultáneamente ella misma y su contraria. En Hegel
ocurre lo contrario; las cosas comprendidas en sus conceptos, pueden ser a la
vez ellas mismas y sus contrarias, pues la contradicción es concebida en su
sistema como la ley misma de la realidad, la fuerza motriz que engendra su
dialéctica. Es un sistema que aspira a racionalizar lo irracional a base de
superar los principios de identidad y contradicción, pues la contradicción
es nada menos que la médula real de la realidad viva y concreta. La antigua
metafísica elegía entre dos términos contradictorios, Hegel no elige entre
dos cosas, sino que asume a ambas mediante el recíproco pasar de la una a la
otra en que consiste la tesis (afirmación del ser), la antítesis (negación
del ser), uniéndose sintéticamente para originar la concreción de una
tercera cosa, que expresa la verdad completa, derivada de la parcialidad
unilateral de la tesis y la antítesis.
Hegel pretende construir un sistema constituido por esencias concretas y
cognoscibles por medio de conceptos. Así cuando el pensamiento está pensando
el ser como la nada, y la nada como el ser, obtiene la unidad recíproca de
estos dos extremos, logrando alcanzar el primer objeto concreto del
pensamiento que es el devenir captado como devenir. El devenir es, por tanto,
algo dado, un dasein o ser ahí, que se da como determinación y concreción
primera que antecede a todas las otras determinaciones. Se puede decir que la
nada del ser tiene un contenido propio, pues si el ser es la nada, y la nada
el ser, el darse concreto como devenir se está creando a sí mismo de la
nada, porque es la nada misma lo que aparece como aparición del devenir, y
este darse como devenir aparece como la ya conquistada unidad de su propia
contradicción. Vemos, pues, que el ser de la lógica hegeliana está cruzado
de negatividad. El puro ser justamente por su absoluta vaciedad incluye en sí
mismo su propia contradicción, es lo absolutamente no-idéntico consigo
mismo; es decir, la nada. De la tensión entre ambos contradictorios, el puro
ser y la nada como puro no-ser, surgirá el devenir (Werden) como primera
negación de la negación
Lo dado como devenir, surgido del movimiento dialéctico entre el ser y la
nada, como noción concreta y primera determinación inmediata tiene cualidad,
y donde hay algo dado, dotado de una cualidad determinada, se puede decir que
es según es la realidad. Lo dado como esencia concreta y real es ahora lo que
es, y ser lo que es, consiste para Hegel en ser relación consigo mismo.
Cualquier realidad dada será, a partir de ahí, un sí mismo, que es la
índole fundamental de la esencia. La esencia es, por tanto, la aparición
misma de la realidad a sí misma, y constituye el fundamento de la existencia
en cuanto ésta procede de la autoidentidad de la esencia consigo misma en
cuanto aparición. Hegel conecta así, con la mismidad que analizábamos de
las esencias platónicas, que fundan la diversidad de lo real en la
autoidentidad consigo mismas. En Wolff, esta autoidentidad de las esencias
procedía de la identidad puramente formal del ser como sujeto con el ser como
predicado. Hegel con su dialéctica del Absoluto, pretende superar este
intelectualismo predicativo para sumergirse especulativamente en la realidad
concreta y reproducir su interno despliegue histórico. Así como en Schelling
el Absoluto constituía el comienzo como unidad inmediata, en Hegel el
Absoluto constituye el resultado de todo el proceso dialéctico, su síntesis
y conclusión suprema.
Cuando son alcanzados los límites de la realidad actual, la lógica hegeliana
llega a su término al determinarse el ser como idea. Empieza entonces la
filosofía de la naturaleza en la que el ser camina por sí sólo,
transformándose en un ser otro, como lo negativo y externo a sí mismo,
objetivándose en naturaleza, en la idea fuera de sí . Al recuperarse la idea
para sí misma surgirá la filosofía del espíritu. El puro ser como forma
primera e indeterminada del Absoluto, lo meramente en sí, habrá de alcanzar
la forma absoluta del ser para sí, cuando al final devenga Idea Absoluta,
tras el proceso de las sucesivas mediaciones y determinaciones, que no son
sino negaciones, tal como ya había formulado Spinoza: omnis determinatio est
negatio. A través del ser de la negación se llega al Absoluto strictu senso
como ser pleno, mediante un implacable movimiento que se despliega de
negación en negación.
El Absoluto es el devenir mismo que sólo se hace real a través de su
desarrollo y de su propio fin. Un Absoluto que es inmamente a la totalidad,
aunque engloba y supera, cada uno de sus momentos, en que lo perfecto como
determinación supera a lo imperfecto como indeterminación. A través del
método dialéctico la vida del Espíritu se encuentra in vía, en camino de
retorno desde el en sí del ser al para sí del concepto. La plenitud no está
en el comienzo, pues el Absoluto sólo es plenamente en su cumplimiento. Una
vez se ha desplegado el desarrollo completo, toda mediación ya ha sido
superada, más esta superación conserva en sí todas las mediaciones y
determinaciones de sus diversos momentos, a través de los cuales la Idea
llega a su conocimiento absoluto, cuyo contenido es el concepto que se concibe
a sí mismo. Al término de este proceso especulativo se alcanza la
identificación dialéctica del final con el comienzo, y sólo tiene sentido
real y concreto en el seno del despliegue del método absoluto. Un final en el
que ya no resta determinación alguna, en cuanto esta superación es una
aufhebung, es decir, tanto una eliminación que conserva como una
conservación que elimina. Este proceso desde su comienzo hasta su final es un
automovimiento del Absoluto, que se encuentra presente en las diversas fases y
momentos, tanto en el inicio como en el término, dándose su propia
determinación y representando el desarrollo inmanente del concepto. Cuando a
partir de la vacía noción del ser, el desarrollo del Absoluto se ha hecho
exhaustivo, el concepto llega a su total autoconciencia y a su total libertad,
merced a la plena expansión de sus determinaciones.
En este sistema, el mundo y el hombre son como el reflujo de la fuerza
expansiva y difusiva del Espíritu Absoluto, de la vital y activa fuerza de un
Dios que se extraña fuera de sí para retornar a sí mismo. Por eso, para
Hegel, es el Absoluto como Dios quien piensa en el hombre cuando el hombre
piensa en Dios. De ahí que su filosofía no se pueda reducir a un
subjetivismo antropocéntrico, puesto que el pensamiento humano es una
derivación del saber absoluto y no a la inversa. No es Dios quien parece
estar en entredicho, sino más bien el mundo, al que se le priva, como en el
pensamiento platónico, de su estabilidad y consistencia ontológica. Es, por
tanto, un idealismo que se basa en la afirmación del Absoluto y en la
superación de lo accidental finito. Pero con ello lo finito no queda sin
más, eliminado, ya que por medio de la superación se integra en lo infinito,
pues su continuo traspasar hacia el infinito es su verdadero ser. Como la
identidad sumida en lo contradictorio, así queda reabsorbido lo finito en lo
infinito, lo inmediato en lo mediato, el ser en el concepto, el hombre y el
mundo en Dios. Dios es el ser del mundo y el mundo es la esencia de Dios, y
Dios necesita retroactivamente del mundo y del hombre para plenificar de
contenido su propia esencia, pues se compone y alimenta de ellos, para
dejarlos reducidos a una cáscara fuera de Él.
El idealismo hegeliano es una rehabilitación del antiguo esencialismo, pues
en el proceso de la esencia contra la existencia, la esencia ganará
totalmente la partida. Ha sido el esfuerzo filosófico más logrado para
expulsar del ente, no ya sólo la existencia, sino incluso la realidad, esa
difusa realidad de la esencia real que todavía se conservaba en el
esencialismo metafísico de Suárez. Al determinar Hegel la identificación
entre el ser y el no-ser, el ser como pensado se reduce a la pura apariencia y
lo real a la misma nada. A pesar de su intento de superar el esencialismo
formal y abstracto de Wolff, el ser una vez privado de su existencia actual se
idealiza completamente y se convierte también en una pura abstracción. Hegel
escribirá en ese tour de force gigantesco que es su obra filosófica: ahora
este ser puro es la abstracción pura, y por consiguiente lo negativo absoluto
que, tomado de manera inmediata, es la nada (7).
XIII.- KIERKEGAARD: EL SER COMO OPUESTO A
LA EXISTENCIA.
Con el filósofo danés se produce la reacción de la existencia contra la
esencia, que más tarde se convertirá en la reacción de la existencia contra
la filosofía. El pensamiento de Kierkegaard es una apasionada protesta en
nombre del individuo de carne y hueso, que sufre, ama y se alegra, contra el
peligro de su inmersión en la colectividad impersonal y anónima. El máximo
responsable de ello ha sido según Kierkegaard, el idealismo hegeliano, pues
en su sistema no hay lugar para el individuo singular y existente, al quedar
absorbido en la universalidad de la Idea Absoluta, cuando precisamente, la no
universalidad se constituye en lo más importante y significativo. En el
pensamiento idealista, el individuo se limita a ser un simple espectador de su
tiempo y su existencia, pues al verse incluido como un mero momento, sumergido
en el proceso del pensamiento absoluto, ya no puede realizarse a sí mismo a
través de la libre elección de sus alternativas, ahogadas por la necesidad
dialéctica del Espíritu. Menos aún, puede comprometerse para incrementar su
ser como individuo personal, y poder sentirse cada vez menos, un miembro
disuelto anónimamente en un determinado grupo.
Kierkegaard considera que los problemas que importan y angustian al individuo
existente, no se resuelven sólo recurriendo al pensamiento, adoptando el
punto de vista del filósofo especulativo, sino más bien, por un acto de
elección y compromiso a nivel de existencia. Si nos hacemos conscientes de
nuestra situación anónima, reaccionaremos afirmando nuestros principios
éticos de conducta, y a actuar responsablemente de acuerdo con ellos, aunque
vayan en contra de los modos habitualmente aceptados por el conjunto de la
colectividad social. Entonces, podrá decirse que nos hemos aproximado más a
ser individuos auténticos y no meros agregados de un todo, difuso e
impersonal.
El pensamiento de Kierkegaard es antes que cualquier cosa, la protesta
exasperada de una conciencia religiosa contra la secular supresión de la
existencia por parte del pensamiento filosófico. Pero sustancialmente, ha
sido la protesta de la existencia contra la filosofía, no el esfuerzo por
volver a abrir la filosofía a la existencia. Si para el pensador danés la
existencia es la única realidad que el hombre puede captar y la única que le
importa porque es la única que tiene, entonces la principal actividad del
hombre es existir y no filosofar. Después de innumerables metafísicas del
ser, en las que no tenía cabida la existencia, la filosofía con Kierkegaard
no encuentra nada mejor que separarse del ser, que es lo mismo que separarse
de la filosofía, pues si la filosofía no necesita de la existencia, la
existencia tampoco tiene necesidad de la filosofía. La separación entre la
existencia y la filosofía es total, aunque quizás la mayor responsabilidad
de esta lamentable situación provenga de aquellas metafísicas formales sobre
las esencias posibles, que no fueron capaces de unir la esencia y el ser como
acto en la unidad del ente.
Toda la argumentación de Kierkegaard descansa en la forzada distinción que
hace entre conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo, distinción que
había tomado de Schelling, al distinguir entre filosofía negativa, referida
al plano objetivo del conocimiento, y filosofía positiva que versaba sobre la
existencia. Kierkegaard vislumbra el acto intelectual como operación
inmanente y posesiva del objeto conocido, cuando afirma que el conocimiento
objetivo demanda un considerable trabajo para su adquisición, pero una vez
adquirido ya no requiere un especial esfuerzo para la apropiación, pues su
conocimiento es idéntico a su posesión y no afecta ni quita nada, por su
posesión formal, a la existencia del individuo como tal. Así un conocimiento
objetivo como por ejemplo una verdad física o matemática, no tiene ninguna
relación con mi "yo", no me compromete a mí mismo como existente.
De ahí deducirá equivocadamente, debido a su artificial distinción del
conocimiento, que para que sea posible la adecuación de la cosa con el
conocer, previamente tiene que quedar fuera la existencia. Al quedar la cosa
fuera de la existencia, adquiere la índole de una pura abstracción, donde
pensamiento y cosa son lo mismo. Si el pensamiento objetivo no es capaz de
captar la existencia, no queda otro recurso que acudir al conocimiento
subjetivo cuya adquisición supone la activa y sucesiva apropiación por parte
del sujeto. Este conocimiento, no se dirige a conocer la verdad objetiva, la
cosa como tal, sino que su relación consigo mismo es lo que se constituye
como la verdad, una verdad que reside, por tanto, en su misma subjetividad.
Kierkegaard escribirá que los idealistas hegelianos, los profesores que
enseñan filosofía, consideran que lo que hay que hacer para saber filosofía
es aprenderla y nada más. Pero en la antigua filosofía griega y romana no
era así, pues sus pensadores querían ser verdaderamente filósofos, amantes
de la sabiduría y no meros conocedores de filosofía. El saber de la
filosofía es ser filósofo como Sócrates, que nunca escribió nada, pero
él, con su vida, era el mismo amor de la sabiduría. Y no llamamos amante a
quien lo sabe todo del amor pero no está "enamorado", ya que estar
enamorado y saber del amor son una y la misma cosa. Sócrates no tenía
ninguna filosofía, él la era, los hegelianos y profesores no son sus propias
filosofías, sólo las tienen, y son, por tanto, inauténticos, ya que por una
parte viven en el reino de la abstracción, y por otra su conducta personal
está anulada por este ficticio reino abstracto. Sin embargo, quieran o no,
estos filósofos existen, y por más abstractos y formales que sean su
pensamientos, el pensador abstracto es, y no puede dejar de ser. El filósofo
danés podía escribir con autoridad moral de estas cosas, porque había una
íntima conexión entre su vida y su filosofía. Uno de los atractivos de su
pensamiento, es precisamente el carácter intensamente personal de su
filosofía, en cuanto es una filosofía vivida, surgida de una opción
personal y un compromiso radical sediento de autenticidad. No es el espectador
el que habla, sino el actor, el protagonista existente. El filósofo que se
contenta y se limita al papel de espectador del mundo y de la vida, todo lo
interpreta mediante la especulación de una dialéctica de conceptos
abstractos. Se puede decir, que existe como sujeto, pero no existe en sentido
propio, porque desea comprenderlo todo, pero no se compromete con nada.
Esta exigencia de autenticidad existencial, querrá transferirla al plano
ético-religioso, pues el filósofo danés, considerará que lo que le
importa, no es conocer el cristianismo, sino ser cristiano. Y es que, la
influencia del pensamiento hegeliano ha hecho creer que ser cristiano es
conocer el cristianismo, que hay un sistema, un proceso especulativo, mediante
el cual es posible llegar a ser cristiano. Y aunque la religión es vida, una
forma de existir, está en constante peligro de degenerar en simple
disquisición teórica. Ello es debido, según Kierkegaard, a que uno de los
tradicionales despropósitos de la filosofía, por eliminar la existencia de
su campo especulativo. Saber matemáticas o física es conocer la realidad
objetivamente, tal como es, y hablar objetivamente es hablar de la cosa. Pero
conocer la filosofía o la religión no es conocerlas tal como son, pues al
afectar al yo, al sujeto, la subjetividad no es lo que es la cosa
Si el fin de la religión cristiana es dar a cada hombre la promesa de la
eterna beatitud, observará Kierkegaard con gran hondura, tal promesa es de un
interés infinito, y el único modo de acoger esta promesa es experimentar por
ella una pasión infinita, sentir una apasionada e inquebrantable voluntad por
alcanzar esta beatitud. Una respuesta a medias, una postura mediocre, sería
desproporcionada para tal fin eterno, una actitud tibia, no sería un querer
aquel fin infinito, ni sería en absoluto un querer, pues el auténtico querer
es infinito. Pero aunque el fin sea el mismo para muchos hombres, no hay una
solución general para la salvación eterna como fin, justo al contrario, es
algo que sólo incumbe a cada sujeto en particular y deberá ser resuelta un
infinito número de veces por cada uno, en el transcurrir de la historia.
El conocimiento ético-religioso es el único real en cuanto se refiere
directamente al sujeto cognoscente que existe, pues la verdad es idéntica a
la existencia y la existencia idéntica a la verdad. Lo que hace que sea
subjetiva, y, por tanto verdadera, la existencia ético-religioso, es su
apropiación real por parte del individuo. Pero no será verdadera, por el
hecho de que incremente y amplíe nuestros conocimientos de estos objetos y
contenidos ético-religiosos. Si un teólogo habla o escribe cosas acerca de
Dios, podrá desarrollar sus discursos de modo indefinido sin por ello
acercarse a un conocimiento real de Dios. El conocimiento de Dios sólo surge
en el momento en que la existencia del sujeto, entra en relación vivencial
con Dios.
En Wolff y en Hegel teníamos una ontología sin existencia, pero en
Kierkegaard tenemos una existencia sin ontología, sin metafísica del ser.
Desde su perspectiva existencialista, resulta que cuanto más se trata de
conocer con objetividad, tanto menos subjetivamente se hace, por eso, no puede
haber una filosofía objetiva de la existencia, pues la existencia al ser
indefinidamente abierta no puede ser un sistema sólido y cerrado para una
mente existente. El sistema y la existencia son inconciliables, porque la
estructura del pensamiento sistemático exige pensar la existencia, no como
existiendo, sino como anulada e inerte, puesto que la existencia es un
intervalo que mantiene en sus sucesivos instantes las cosas fragmentadas y
separadas, en cambio lo sistemático precisa del ensamblaje y ligazón de las
cosas, lo que implica disolver su existencialidad original.
Kierkegaard le hará a Hegel la misma crítica que éste le hizo a Wolff. El
filósofo danés dirá que Hegel había hecho sorprendentes y arbitrarias
maravillas con los conceptos contradictorios, pues por el simple hecho de
sumergirlos en el proceso de la aufheben dialéctica, estos conceptos podían
indiferentemente ser suprimidos y conservados con sólo superarlos. Pero la
contradicción conceptual y abstracta no deja de serlo por haber sido
abstractamente superada. Si la existencia actual se reduce a un problema de
lógica, se podrá logicizar la existencia, pero no se podrá existencializar
la lógica, y ésta se reducirá a ser la perpetua superación de las
contradicciones abstractas. En este plano, nada es más fácil de conseguir,
pues como nada existe, no hay lugar para la disyunción y oposición real.
Hegel superó con facilidad y sin contratiempos la contradicción porque en el
ámbito de la abstracción no hay contradicción, solamente la existencia como
factualidad, puede ser requisito para la contradicción. La existencia es algo
que no permite ser pensado, pues si la pienso la anulo, pues quien piensa
existe y su existencia es puesta tan pronto se opone al pensamiento. El
principio cartesiano "si pienso, soy" es invertido por el filósofo
danés, pues para él rige el principio de "si pienso, no soy",
puesto que pensar es olvidar la existencia. Lo que conozco es mi pensamiento
en mi existencia, no mi existencia en mi pensamiento, y el conocimiento de mi
propia existencia es de mi absoluto y exclusivo interés. Si el hombre fuera
meramente una cosa pensante, alcanzaría la pura objetividad, y la existencia
quedaría aniquilada, pues si lográramos pensar plenamente, cesaríamos de
existir.
Pero el hombre por su finitud está inmerso en el tiempo de lo contingente, y
en ella, la eternidad coexiste con el tiempo. Estar inmerso en el tiempo, es
ser en el momento presente y lo presente no es nada más, para Kierkegaard,
que la existencia. Pero, por su dimensión de infinitud, el hombre también
concibe y proyecta mediante el pensamiento como objetivación abstracta, la
eternidad. La co-presencia de eternidad y de existencia es la paradoja misma
en que consiste el hombre, hallándose yuxtapuestas en la unidad de su único
ser, interfiriéndose en su conciencia religiosa sin confundirse. La
oposición entre la existencia como presente temporalidad y la eternidad como
infinitud concebida, produce una angustiosa ruptura en el ser humano. Ruptura
que, para Kierkegaard, origina que los hombres sean patéticos, pues al precio
de un esfuerzo infinito tratan de convertir la eternidad en su propia
existencia, para salvar así, el abismo ontológico de la eternidad, con el
tiempo coincidente con la existencia actual. Si el hombre fuera eternidad ya
no tendría existencia, sino ser, pero el hombre piensa y existe, y la
existencia separa el pensamiento del ser. El dualismo platónico, entre la
existencia actual y el pensamiento como inteligibilidad de lo eterno, vuelve
ha asomar discretamente, sin que Kierkegaard sea consciente de ello.
Esta ruptura entre la existencia como temporalidad y el ser como eternidad, ha
inspirado importantes aspectos del existencialismo contemporáneo. Algunos
filósofos de esta corriente, partiendo de que la existencia es un fracaso del
ser, dirán en tonos pesimistas, que si ser un existente es tener existencia,
la vida humana es el desesperado intento por superar su propia ruina hacia la
nada, el incesante tambalearse de todos los existentes hacia su propio
naufragio ontológico. Kierkegaard al oponer la existencia frente a la
posibilidad de las esencias abstractas, características de Wolff, ha
convertido la existencia actual en una nueva esencia: la esencia que no tiene
esencia. Frente a las anteriores filosofías del ser en las que nada se había
previsto para la existencia como acto, la existencia como presencia actual, no
encuentra nada mejor que separarse del ser y, por tanto de la filosofía.
XIV.- NIETZSCHE: EL SER COMO APARIENCIA
Desde su perspectiva cósmica, Nietzsche es el filósofo vital por
antonomasia. Equipado con una ontología de la voluntad como fundamento de lo
real inspirada en la filosofía de Schopenhauer, y en una gnoseología de
cadencia kantiana, considerará que en la constitución de lo real, es mucho
más lo que ponemos con nuestras representaciones subjetivas, que lo que nos
es dado por una supuesta realidad objetiva y en sí. Las cosas o realidades en
sí, ya no son solamente inaccesibles a nuestro conocimiento, como afirmaba
Kant, sino que son simples ilusiones psicológicas, al modo de una especie de
velo místico que encubre la vaciedad ontológica del ser y, que, mediante la
falacia de los conceptos abstractos, basados en inexistentes realidades
metafísicas, pretenden explicar arrogantemente la totalidad de lo real. En
todo caso, para Nietzsche, lo en sí procede de errores cometidos en el juego
combinatorio de la imaginación perceptiva, y que por la inercia de la
costumbre se ha interpretado durante siglos como lo que funda la verdad,
revistiéndola con el disfraz de unas determinadas categorías metafísicas.
Una vez disueltas en el futuro estas categorías, quedará abolida la
distinción entre la cosa en sí y lo subjetivamente representado en mí,
dejando inservibles el conjunto de estas categorías que se han irrogado la
autorización para separar un mundo en sí de un mundo como representación
propia.
Para el filósofo alemán el ser no es más que un término introducido y
forjado por una simple utilidad práctica que lleva más de dos milenios, y
que sirve para proyectar en un inexistente "más allá", esencias e
ideas inmutables y universales, que no son más que pretendidas
pseudorealidades opuestas a la facticidad cambiante de los acontecimientos
vitales. Por eso dirá Nietzsche, que la creencia en el ser ha surgido por la
falta de fe y desconfianza en el "devenir", por el recelo y la
sospecha respecto a la fluencia evolutiva de lo real fenoménico.
Desde nuestras perspectivas psicológicas como contenido de nuestros
sentimientos y deseos afectivos, se configura imaginativamente el mundo de lo
aparente que desvela mejor el sentido de la vida que el tradicionalmente
llamado mundo real de la metafísica clásica. Estas perspectivas
psicológicas elaboradas al nivel reflexivo de la conciencia, configuran la
estructura fluyente y sucesiva del proceso de la temporalidad, al reproducir
fielmente la estructura del ser como apariencia, del ser incesantemente
cambiante sumergido en la corriente del devenir. Nietasche sólo aceptará
como real, grados diversos de intensidad en la forma de reflejarse el mundo de
la apariencia, y no un supuesto ser en sí, con el pretexto de constituir y
fundar los conceptos abstractos de los metafísicos, y las esencias formales
de los teólogos. Estos aspectos, son todos ellos inconciliables con la vida
como contenido vivencial en mí. Por otra parte, el ser de los clásicos, con
sus atributos de atemporalidad e inmutabilidad, intenta "fijar"
tiránicamente el proceso fluyente y azaroso de la temporalidad, aquello que
por naturaleza es permanentemente mutable y aparente. No hay, por tanto,
verdades absolutas, no hay esencias permanentes, no hay hechos eternos, sólo
hay verdades aparentes, relativas a nosotros, para nosotros, según las
conciben nuestras representaciones y sentimientos. El mundo aparente
transmutado en forma de contenidos psicológicos, (psicologización del ser),
es equivalente a la verdad. Si en nuestras representaciones inventivas e
imaginativas rechazamos la realidad del mundo aparente, ya no queda ninguna
verdad. La verdad se identifica con la apariencia, la vida humana está
totalmente sumergida en la contra-verdad y de ahí no podemos salir.
Nietzsche niega la verdad como realidad en nombre de la verdad como
apariencia, la verdad de lo eterno e inmutable se niega frente a la
instantaneidad de lo presente mutable; no sólo oposición entre pensamiento y
ser como ocurre en Kierkegaard, sino rechazo radical de la verdad del ser
frente a la verdad de lo aparente. Nietzsche dice sentir verguenza del
concepto de verdad, de esa palabra imperativa y orgullosa, y quiere alcanzar
la victoria sin el auxilio de la verdad, derrotada ésta por la vaciedad
ontológica de sus falsas objetivaciones, y que será sustituida por la
contra-verdad, que ya no va a fundarse en el principio de realidad de las
sustancias aristotélicas, sino que será engendrada por la corriente
vivencial de nuestras representaciones, por aquel sentimiento subjetivo que
obtiene su eficacia creativa y constituidora de realidad, en función de su
mayor o menor instinto de "fuerza" como expresión de su voluntad de
poder.
El profundo trueque que se produce entre lo real y lo aparente en el ámbito
de la realidad, determinará que sea la voluntad quien configure el vacío
ontológico dejado por el ser, siendo la voluntad misma la que establezca
según sus intensidades de fuerza el criterio de la verdad y de los valores.
El querer absoluto de la voluntad reclama el querer ser sin condiciones, sin
aquellos límites impuestos por las doctrinas de la trascendencia. Un querer
surgido de las propias instancias desiderativas y afectivas del sujeto, al
convertirse el deseo como derecho incondicional de la vida, y por la fuerza
impulsora de la voluntad de poder, para que la realidad dada, sea así, como
lo determine la voluntad, y para que toda configuración de lo real en el
ámbito de la inmanencia fenoménica se amolde a este absoluto querer.
Lo esencial es suprimir el mundo-verdad, en cuanto supone el más grave
atentado contra la vida, por el mundo-aparente. La expulsión de la creencia
en la verdad propiciará la fecunda irrupción del nihilismo nacido de las
ruinas del ser, de su radical negación y, por tanto, como afirmación
positiva de la nada. El ser como apariencia o, lo que es lo mismo, la nada
para el ser, será concebido como fluencia en decurso infinito hacia el
devenir, en un "eterno retorno" de la vida. Nietzsche deseaba creer
que en su época se estaban fraguando las condiciones para el resurgir de un
nuevo futuro, de una nueva aurora para la vida, donde el mundo recobrará su
natural sentido, su original inocencia, haciendo inviable la admisión de un
universo inspirado en el ser metafísico. Con la aparición del nihilismo como
fase transitoria, nos introduciremos posteriormente en la esfera de un mundo
radicalmente inmanente, donde la vida, desgajada y liberada de las doctrinas
de la trascendencia griego-cristianas, desarrollará todas sus potencialidades
y adquirirá su pujante fuerza. Nietzsche afirmará que "el nihilismo es
una forma divina de pensar como negación de todo mundo verdadero, de todo
ser". (8).
Frente a la negación de la vida auspiciada por la razón socrática, que ha
debilitado los instintos del placer, por medio del más allá platónico y la
trascendencia cristiana, que a través de su concepción dualista de la
realidad han originado la escisión del único mundo inmanente y natural.
Frente a ello, lo decisivo es la afirmación dionisíaca de la vida y de los
valores. El lugar vacío dejado por el ser como soporte de los antiguos
valores será ocupado por la fuerza de sí de la voluntad de poder que
mediante una profunda transvaloración, constituirá el nuevo orden de los
valores, y en cuanto puestos por la autodecisión del sujeto, estos nuevos
valores dependerán totalmente de la creatividad estética e inventiva del
sujeto, de su modo de sentir y posicionar estos valores, lo que implica que su
realidad se sustentará en última instancia en la dinámica fluctuante de los
deseos y sentimientos subjetivos. Al carecer de toda fundamentación en el
principio de la realidad que se ha esfumado con la pérdida del ser como acto,
la nada misma se convierte en el fundamento de los nuevos valores, aspecto que
se confirma al comprobar mediante una adecuada evaluación el contenido real
de estos valores. En ella no aparece ningún valor al que se le pueda atribuir
algún contenido nuevo o alguna cualidad desconocida en el plano axiológico,
con lo que deberemos deducir que estos supuestos nuevos valores se disuelven
en la nada. El conocimiento sumido en la corriente de sus subjetivas vivencias
representativas sólo puede acceder a la verdad-aparente como sustitutivo de
la verdad del ser en el plano ontológico, constituyéndose como una nueva
verdad anhelante de la nada, determinando el valor de la vida y de las cosas
según el sentimiento de fuerza de un puro acto de la voluntad como última
razón y fundamento de sí misma.
En su crítica del ser, Nietzsche invierte el pensamiento de Parménides. Para
el filósofo de Elea sólo lo que tiene ser es, para Nietzsche sólo lo que
es, no tiene ser. Si para el primero no hay ninguna conexión entre el ser y
el no-ser, para el segundo la verdad del no-ser aniquila la verdad del ser. En
Parménides lo aparente no es y sólo el ser es, en Nietzsche el ser no es y
lo aparente es. Quizás cuando Heidegger se refería a Nietzsche como el
último metafísico de la historia de la filosofía, bien podría ser que lo
considerase como el último filósofo que ha dado cuenta de la metafísica del
ser con su anti-metafísica del no-ser como fundamento de su metafísica. El
acta de defunción de la metafísica será proclamada a los cuatro vientos por
numerosos filósofos del S.XX, pero estas precipitados y pesimistas anuncios,
no han podido borrar del espíritu humano su natural vocación metafísica, su
profundo y constante anhelo por la trascendencia.
XV.-HEIDEGGER: EL SER COMO TEMPORALIDAD.
Considera Heidegger que en los prolegómenos del itinerario especulativo se
debe evitar el partir de una concepción del ser en general cono hizo el
idealismo hegeliano, o también de cualquiera de las ideas que sobre el ser ha
puesto en circulación el esencialismo metafísico. Estos modos de filosofar
abstractos, sólo han conseguido recubrir de forma epidérmica, la realidad
del ser como inmediata presencia patentizadora. Es por ello que hay que
recuperar el significado arcaico y primigenio de la verdad como no
ocultamiento, y la realidad del ser como presencia (tó eínai) de acuerdo con
la concepción del viejo Parménides. De ahí el intento de Heidegger por
retornar, como ya había pretendido Husserl en registro idealista, a las cosas
mismas en su estricta mostración fenoménica y, constituir así, una
ontología del ser como fenomenología pura. El método
fenomenológico-existencial va a ser el que utilizará Heidegger, intentando
con él, describir el fenómeno como aquello que se desvela del ser, lo que se
muestra-en-sí-mismo en el ámbito de lo cotidiano, que es el lugar inmediato
y espontáneo del existir del hombre.
En el ámbito de lo cotidiano propio de la de la contingencia temporal, es
precisamente donde el ser se hace presente como verdad óntica y el lugar
donde el hombre se reconoce como existente real, como el único ser que es
capaz de preguntarse por el ser y, por tanto, del que la fenomenología se
puede ocupar. Será útil recordar que el término "phainómeno"
deriva de "phaino", cuyos significados vienen a ser el de poner a la
luz, desvelar lo encubierto, hacer patente, términos que los presocráticos
traducían por el concepto de alétheia. Por el contrario, poner en la
falsedad significa encubrir, ocultar y no desvelar de forma adecuada el ente
del ser. Heidegger aspira nada menos, que a iluminar el ente mediante el ser,
este intento es lo que denominará como ontología.
Heidegger retomará el plexo ente-ser, "eón-eínai" de Parménides,
un plexo que en el pensamiento griego quedó pronto oscurecido al disolverse
progresivamente en beneficio de la esencia. No queda, por tanto, otro recurso
que volver a los inicios, desandar lo andado, como recuerdo o memoria del
nacimiento de la metafísica. El pensador alemán considera que nos hemos
extraviado por sendas laterales al olvidarnos de la senda que conduce a la
verdad del ser, y de forma audaz toma sobre sus espaldas la ambiciosa tarea de
retomar la pregunta fundamental del pensamiento filosófico de Occidente, tal
como ya la había formulado Platón en el Sofista, en el fragmento en que el
extranjero le pregunta a Teeto "¿entendéis alguna cosa bajo el nombre
de ser?" (9).
Pero el hombre es un ser que debe asumir su carácter de finitud trascendental
que es como Heidegger denomina al hombre; finitud que es la expresión más
íntima de su estructura, y que ya no significa imperfección, como opuesta a
la infinitud, con lo que en rigor ya no tiene sentido negativo como en el caso
de Spinoza o de Hegel, puesto que la finitud no es finita ni infinita, sino
idéntica al ser, siendo su misma positividad constitutiva como esencial
presentarse finito del mismo ser finito.
La "temporalidad" en la filosofía heideggeriana es la estructura
misma en la que se manifiesta el ser como finitud, por eso el tiempo es el
único horizonte posible de cualquier intelección del ser, todo lo demás es
previo a este horizonte. El tiempo llena el espacioso ámbito del ser, porque
la verdad del ser es el moverse del hombre en el tiempo que es el acontecer
del acontecimiento. El ser es sólo y siempre presencia temporal. En estas
condiciones, el ser al surgir exclusivamente del incesante fluir de la
temporalidad se torna absolutamente precario, perdiendo toda consistencia
óntica al resolverse en puro y mero acontecer, disolviéndose en la fluencia
del existir temporal. El existir como escenario del ser en el marco de la
temporalidad adquiere una primacía respecto a los demás entes, y ningún
modo de ser específico, como tal o cual realidad, puede permanecer oculto al
escenario del existir. Pero sólo en el ser del ente que el hombre es, se
manifiesta la auténtica realidad de la existencia, pues el hombre tiene una
manera especial de ser: el ser de aquel ente que se pregunta por el ser, lo
que le faculta y le permite abrirse indefinidamente hacia la apertura del ser,
hacia su íntimo desocultamiento. La condición de tal existente que es el
hombre es la de ser en el mundo, o también la de estar en el mundo
(In-der-Welt-Sein), estando, como ya dijo Ortega unos años antes que
Heidegger, inevitablemente arrojado a vivir la propia y solitaria existencia.
El principal cometido de la fenomenología-existencial, será, por tanto, el
desvelar radicalmente la existencia, desenredar del ovillo de la realidad, el
ser de este existente que es el hombre y que siempre se nos revela como un ser
ahí: Dasein. La naturaleza propia del Dasein consiste en su existencia, por
eso, más que hablar del ser del hombre como un ente, hay que concebirlo como
un existente, como una realidad en devenir temporal, en cuyo ser le va el ser.
Tal es para Heidegger la precaria facticidad del ser del hombre, que inmerso
en la finitud de la historia porque su ser es tiempo, se ve sometido a la
imperiosa necesidad de darse a sí mismo una comprensión del mundo, en cuanto
el mundo es ontológicamente un carácter del existir mismo. Por eso no hay
para Heidegger un sujeto en un mundo objetivo como afirmaba el realismo, ni
tampoco un mundo en la conciencia de un sujeto como sostenía el idealismo,
sino un estar-en-el-mundo como único modo de ser, articulando mediante la
memoria ekstática, el pasado y el futuro a través del presente, sumergido en
la constante contingencia temporal.
Al comprenderse a sí mismo y comprender todas aquellas cosas de las que se
ocupa y encuentra a mano en su existir cotidiano, que para Heidegger es la
única forma de existencia auténtica, el ser del hombre como Dasein se
descubre como radical angustia (Angst) al revelársele su incondicional flotar
en vaciedad de la nada. La pregunta de Heidegger ¿por qué hay ser y no más
bien nada? no va dirigida a explicarse porqué hay algo, sino más bien a
intentar descifrar el enigma de la nada, en cuanto de la nada todo procede y
termina, todo se sostiene y en la cual todo algo se funda. Es así que la nada
ya no es negación del ente, sino posibilitación del ente en cuanto elemento
del Dasein, como posibilidad de aparecer, y en consecuencia de desaparecer. El
ser del ente consiste en este aparecer y desaparecer, en esta
presencia-ausencia, que sólo se manifiesta en la trascendencia de la realidad
humana, que como finitud trascendental ha logrado mantenerse fuera de la nada.
El ser es así concebido como fisis en el sentido griego de continuo
surgir-declinar de la presencia del presente. El ser ya no es el acto propio y
constitutivo del ente, sino que es sólo "cto de presencia en la
conciencia histórica del Dasein, que se proyecta en el vacío de su nadeidad,
destinado a desaparecer como tal con la muerte sin sentido alguno. Heidegger
ve al hombre como aquel ente, o mejor existente, que está trágicamente
abandonado al ser, porque su esencia de su ser en el mundo, o ser para la
muerte como precareidad existencial y mero acontecer, decae en la nada. Su
pensamiento descansa en última instancia en un nihilismo óntico-fenomenológico,
acentuado con toda su fuerza y radicalidad. Al introducir el ser en el ámbito
de la inmanencia más absoluta, sumergido en los imparables y sucesivos
instantes de su finita temporalidad, se encuentra con la nada como único y
supremo fundamento. Heidegger de algún modo ha entrevisto cuál era la
pregunta fundamental que la filosofía debe hacerse, pero su intento de
respuesta, aherrojado por sus presupuestos fenomenológicos e inmanentistas,
no hace más que volver a sepultar la pregunta por el ser de forma ya
definitiva, al quedar aniquilado en el horizonte de la temporalidad.
XVI.-
CONSIDERACIONES SOBRE EL "ACTUS ESSENDI".
En el desarrollo de estas reflexiones finales vamos a comentar algunas de las
cuestiones centrales de la filosofía inspirada en el actus essendi de acuerdo
con las investigaciones realizadas hasta el resente en este campo, con el
objeto de poner nuevamente de relieve la inagotable fecundidad que posee la
noción del acto de ser, cuyo redescubrimiento ha aportado nuevas e
iluminadoras luces de incalculable potencialidad para la filosofía actual
como la del futuro.
Recordemos que en Aristóteles la sustancia está constituida por el par
materia-forma (hyle-morfé) La materia como elemento indeterminado está en
potencia respecto de la forma para que ésta la actualice y le de su
configuración. La forma es, entonces, el acto de la materia indeterminada, a
la que determina y perfecciona, forjando junto con ella a la sustancia. La
forma hace que el ente sea lo que él es, dándole una estructura inteligible
y específica. En su acto de forma no necesita ser puesta por otra forma, ya
que la forma es lo supremo y la raíz última del ente. El ser del ente indica
lo que el ente es, a saber, su esencia o lo que hace que el ente sea tal o
cual ente específico.
La filosofía tomista asume este planteamiento aristotélico, pero no se
encierra en el, sino que lo desborda, al discernir en el corazón de lo real
la presencia de otro principio constitutivo del ente, principio que designa
con el infinitivo del verbo ser: el esse. En la precisión terminológica
actual, ens (ente) significa esse habens: lo que tiene ser; que se deriva como
participio activo del verbo esse (ser) El ente está siendo en virtud del
mismo ser que ejerce, distinguiéndose, por tanto, lo que la cosa es y el acto
de ser que le hace ser un ente. El acto de ser por el cual el ente es, debe
incluir ese otro acto formal que le hace ser un ente determinado, pues aunque
las formas son actos no todos los actos son formas.
Si merced a la forma el ente es lo que es, merced al esse, el ente es y
existe. A partir de ese enfoque, aunque la forma siga siendo la causa formal
de la esencia del ente al hacer que lo real sea lo que es, no obstante ya no
es la raíz última de lo real, pues lo que constituye al ente en su misma
entidad es ahora el esse. La forma sigue siendo el acto que actualiza a la
materia, pero ya no es el acto supremo del ente, pues más allá de la forma y
en otro orden, el acto de ser (actus essendi) actualiza el ente y le otorga su
misma realidad de ser. Supremas en su orden, las formas sustanciales siguen
siendo acto primero de sus sustancias, pero aunque no haya forma de la forma,
si hay un acto de la forma, puesto que la forma es un acto de tal naturaleza
que permanece en potencia para otro acto, a saber, el acto de ser. El ser es,
por tanto, el acto último del que todas las cosas pueden participar, aunque
él no participe de nada, es la actualidad de todos los actos y la perfección
de todas las perfecciones. Esta distinción puede considerarse como el
acontecimiento más notable desde la finalización de la filosofía griega.
En
el ente se dan así, dos órdenes de actualidad. El primero es el de la forma,
que al actualizar a la materia hace que el ente sea tal o cual ente y posea
una esencia específica. El segundo es el del esse, que al actualizar y
constituir a la esencia, hace que el ente sea. La función de la forma es el
de determinar a una sustancia susceptible del acto de ser, el esse es un acto
de naturaleza distinta al de la forma, ésta tiene un carácter únicamente
esencial al hacer que el ente sea lo que es; el acto de ser tiene un carácter
constitutivo, ya que gracias a él, el ente es y existe. Para Aristóteles lo
real era la esencia compuesta de materia y forma, que constituyen todo lo que
se puede decir del ente, y en este sentido la esencia absorbía
ontológicamente lo real, al ser la forma el fundamento último de la esencia.
Superando este plano aristotélico, la filosofía del actus essendi establece
que el esse constituye y actualiza a la materia y a la forma, o sea, a la
misma esencia, haciendo de ella un ente real y existente. La esencia no agota
lo real, pues además de su materia y de su forma, el ente implica su acto de
ser. El ente seguirá siendo, como lo fue en Aristóteles, el objeto propio de
la metafísica, pero ya no se definirá como lo que es, un es que apunta
exclusivamente a lo que es tal o cual cosa, sino que ahora se definirá como
lo que tiene ser, acentuando el acto de ser que el ente ejerce.
La filosofía griega se detuvo en el umbral del ser, pues su ontología de las
esencias le impidieron divisar el fundamento último de lo real. La filosofía
peripatética, por ejemplo, versará solamente sobre lo que es, sobre el
sujeto portador del es, en cambio la metafísica del acto de ser, sin
desatender lo que está siendo del ente, subraya con fuerza que el ente es o
está siendo, destacando el acto de ser que el ente ejerce (enérgeia). El
ente es gracias al ser, que es su acto, y habita íntimamente en el seno de
"lo que" es.
De estos dos principios que componen lo real, sólo la esencia es
conceptualizable, en tanto que el esse es reacio al orden lógico, pues el
esse no es tal o cual cosa, sino el acto constitutivo último de la cosa, no
tiene esencia. Por ello resulta inaprehensible conceptualmente (el concepto
permite visualizar la esencia de una cosa). Esto no supone que no sea
cognoscible e inteligible, sino que tiene un carácter trans-lógico, y hace
que desborde el plano del concepto por no poseer un "quid", por no
ser algo, pero esto no significa que no haya una concepción metafísica del
esse. Que pueda ser inteligible, pero no conceptualizado, implica que no
podemos definir lo que significa para un ente, su acto de ser. Tratamos de
definir lo que el ente es, su esencia, pero el esse que actualiza a la esencia
se sustrae a un conocimiento quiditativo, pues si la esencia es objeto
adecuado del entendimiento, no así el esse que la constituye.
Por el esse la esencia es un ente, pero el esse mismo no es un ente, sino
aquello por lo cual el ente es. El acto de ser respalda y funda el estar
siendo del ente, pero es mucho más que eso, ya que ha sido concebido como el
acto de la esencia (actus essentiae) al actualizarla, haciendo de ella y con
ella un ente real y existente. Del esse del ente no podemos tener, por tanto,
una intelección intuitiva, puesto que no nos resulta cognoscible a partir de
la percepción sensible de la sustancia que él actualiza. En el seno del ente
aparece la presencia de un dato inefable en virtud del cual los entes son.
Hemos visto que el ente está constituido por dos principios: la esencia
(compuesta de materia y forma) y el esse que la actualiza y la constituye.
Así todo ente creado está compuesto de essentia y esse, y es una
composición efectiva y verdadera y no meramente mental. Al tratarse de una
composición de principios distintos, la essentia no es el esse, ni el esse la
essentia, media entre ellos una distinción real y metafísica. La esencia y
su ser no pueden darse aparte, se componen juntamente para producir el ens.
Egidio Romano se refirió a la distinticón real como si fuera una distinción
inter res, es decir, una distinción de res y res, cuando la verdadera
distinción es entre principios constitutivos de la res, por eso es una
distinción intra rem; en el seno de la cosa. La realidad de la cosa no está
hecha de realidades diversas, sino de dos principios complementarios que
establecen su estructura como tal Por eso hay que eliminar la visión cosista
de la estructura de la realidad. El ser del ente se distingue realmente de la
naturaleza de la cosa y, por ello mismo, de su quididad, escapando a su
definición en cuanto ésta sólo apresa y concierne a lo que la cosa es, no
el es de la cosa, ya que éste no pertenece al orden de la esencia. El esse
aunque puede estar en la esencia, nunca es algo de la esencia. La forma sólo
constituye el ente en lo que es, establece su esencia, pero el esse constituye
el ente, no sólo en su talidad (tal cosa o tal otra), sino en su entidad
misma. De la esencia depende la talidad del ente, del acto que da el esse (actus
essendi) depende la entidad y realidad misma del ente.
Platón y Aristóteles, identificaron el ser de una cosa con su esencia. En
estas magnas filosofías el ser del ente se diluye en la esencia, y no es algo
distinto de ella. Dado que la esencia agota ontológicamente lo real, no hay
en el ente más que lo que es. La esencia absorbe toda la atención
filosófica y se afirma como el único ser del ente, resultando necesario
decir y pensar no lo que el ente es, sino lo que él es. En la metafísica del
actus essendi, el esse del ens desborda los límites de la esencia y sobrepuja
su contenido, ya que es realmente distinto de ella, componiéndose realmente y
metafísicamente con ella para forjar la realidad existente. El ser del ente
vuelve a despuntar en el horizonte como el dato filosófico de mayor
envergadura, dado que gracias a él todos los entes son. Por tal motivo, el
esse es el principio constitutivo de mayor dignidad filosófica, pues de él
depende la realidad misma de lo real. Es el fundamento primero de todo cuanto
existe, pues sin él no habría nada.
Esa exaltación del esse no supone ninguna depreciación de la esencia, en
todo caso lo será para aquellos filósofos para quienes la esencia lo es todo
y el ser como simple determinación de la esencia no se distingue de ella. Es
indudable que en el orden inmediato sensible, sin la esencia no habría esse,
ambos son co-principios del ens, y el uno no puede darse sin el otro. El ser
hace que la esencia sea, y ésta hace que el esse pertenezca a tal o cual
naturaleza. La esencia, por lo tanto, limita y determina el esse, lo
circunscribe, le impone un contorno que deriva del carácter participado de
este esse. Sin este límite el esse sería el ser sin más, en absoluto, o
sea, sería Dios, y no el esse de tal o cual ente. Por ello, la esencia se
comporta como una potencia respecto al ser, pues aquella no podría
constituirse en ente, si el esse no la actualizara. Pero la esencia por su
parte determina al esse, así como la forma determina a la materia en la
ontología aristotélica. No obstante el esse como acto de la forma constituye
a la esencia, pero, y aquí está su profunda diferencia, no la determina,
sino que resulta determinada por ella. Si todo es en virtud del ser, entonces
la esencia como determinación del ser pertenece al ser, pues si no
perteneciera al ser, la determinación le vendría al ser de algo que estaría
fuera de él, o sea, de la nada.
La esencia que determina al ser no puede sustraerse al ser, porque si no, no
sería ni podría determinar nada. Puesto que el esse incluye todo lo que es,
necesariamente debe abarcar también la esencia como su propia determinación
y limitación. El esse del ente es tal o cual en virtud de la esencia, que lo
determina y especifica. La esencia indica la manera en que el ente ejerce el
acto de ser, el modo específico que tiene el ente de ejercer el esse, y lo
ejerce según su esencia, de acuerdo con una modalidad determinada en cuanto
es un esse parcial o participado. El ser sigue a la esencia (forma dat esse),
porque donde no hay esencia no hay algo que pueda ser: pero la esencia misma
proviene del ser participado.
En el "Exodo", al preguntar Moisés a Dios su nombre, el Señor le
respondió "Yo soy El que soy. Así responderás a los hijos de
Israel". Si todo nombre sirve para significar la naturaleza o esencia de
una cosa, el ser mismo es, entonces, la esencia o naturaleza divina. San
Agustín reflexionando sobre este texto del Exodo, dirá que Dios nos ha
comunicado que es, pero no lo que es. Sto. Tomás desde su óptica del esse,
intuye que Dios no ha dicho lo que es, justamente porque no es algo, porque no
es tal o cual cosa, sino que simplemente es, sin estar configurado por una
determinada especie. Para nuestro entendimiento es difícil concebir que se
pueda ser sin ser algo determinado, pues en el orden de nuestra experiencia
directa no se puede ser sin ser una cosa, pero Dios es, sin ser nada de lo que
es. Dios es el esse mismo, el Ipsum Esse en su absoluta pureza, el esse
constituye su misma esencia. Por tanto, la esencia de Dios es su ser, su
esencia está como absorbida por el esse. Si la esencia de Dios es su ser,
ello supone su absoluta simplicidad y la ausencia de composición. Dios es
simple porque es el ser, las cosas finitas que no son Dios no pueden ser
simples, sino que deben estar compuestas de ser para existir, y de algo que
contraiga y delimite su ser, o sea su esencia.
Es evidente que un ser finito no tiene por sí su ser, que su esencia está en
potencia respecto a su ser actual. Esta doble composición de acto y potencia
lo distingue radicalmente de Aquel que es el Ser: Dios como acto puro de ser.
El acto de ser que ejercen los entes está como impurificado por la esencia
que los limita y contrae a ser tal ser. En cambio Dios no es más que ser,
nada limita ni restringe el esse divino. Si no hubiera limitación conferida
por la esencia, no habría entes, por eso, la esencia es la condición de
posibilidad de seres que no sean el acto puro de ser, permitiendo que existan
entes que sean distintos de Dios. El ser divino ejerce el esse en su absoluta
plenitud y por ello resulta infinito. Los seres son finitos en tanto que
"tienen" ser, pero no lo son. Dios lo "es" absolutamente.
Al decir que Dios es sólo el ser, no se dice que Dios es el ser universal en
el que todas las cosas son como por su forma, sino que Dios es el único en
que el ser es acto puro, radicalmente distinto de los demás entes finitos.
Desde esta concepción del esse, la interpretación hegeliana de que el ser es
el más vacío de los universales ya no tiene sentido, puesto que el esse, al
ser el acto supremo de ser no puede ser un universal, y si esto es cierto en
Dios, deberá serlo también en las cosas. En los entes finitos el ser es el
acto mismo por el cual son entes actuales, cuyas esencias pueden ser
concebidas como universales por medio de la abstracción conceptual.
Decíamos que las cosas tienen el ser, pero no lo son, participando del ser de
Dios, pero no como una parte participa del todo, como sucede en el pensamiento
de Platón, sino como el efecto participa de su causa, superando así la
noción platónica formal de participación por una noción existencial de
participación como derivación causal. Para Platón las cosas sensibles
participan de las esencias (ideas) inmutables, para ser lo que son y tener una
determinada configuración eidética, y una inteligibilidad adecuada. En la
filosofía del actus essendi los entes participan del esse, no sólo para ser
lo que son, sino primariamente para poder ser. Ello significa que Dios es la
causa eficiente del ser de los entes. En este contexto, participación y
causalidad se identifican, pues participar y ser causado son una y la misma
cosa. Decir que el ser creado es el ser participado, significa decir que él
es el efecto propio del ser no causado, que es Dios. El ser es per essentiam,
las cosas son per participacionem. Respecto a que la primera cosa creada es el
ser actual, no significa que el ser actual sea el primer efecto de un
principio superior, que él mismo no-es como afirma Plotino, sino que es el
efecto primero del Acto puro de ser.
Estas reflexiones adquiere mayor claridad recurriendo a la idea de la
"creación". En efecto; participación, causalidad y creación
están íntimamente entrelazados, puesto que si el ente participa del Esse al
ser causado por Dios, se debe a que el ser de los entes ha sido creado por
Dios como fuente del ser (fons essendi). Crear significa dar el ser, es un don
gratuito del Esse, y el ser resulta lo primero que Dios crea, es el primer y
radical efecto del acto creador. Aunque fueron los filósofos árabes los
primeros en discernir, aunque de forma confusa, las implicaciones metafísicas
de la creación, no obstante es indiscutible que es uno de los patrimonios
más notables de la filosofía cristiana, pues la idea de la creación fue
ignorada por la filosofía griega, con lo que el problema del origen radical
del mundo fue extraño a sus especulaciones, lo que les impidió alcanzar el
nivel de la causalidad metafísica eficiente, nivel que se distingue
claramente de la causa motriz de Aristóteles. La causa motriz es una causa
física que mueve a las cosas, pero no produce el ser. La causa eficiente es
de cuño metafísico, y su efecto no es simplemente un movimiento, sino el ser
mismo que el movimiento produce y alcanza al ente en sus entrañas mismas. La
creación es el modelo de la causalidad eficiente, ya que produce todo el ser
del efecto. También es correcto decir que en la relación de causalidad
eficiente algo del esse de la causa se comunica a su efecto, lo que la
convierte en una relación de carácter existencial. Hume tenía razón al
negar las relaciones causales como deducibles de las esencias, como simples
relaciones analíticas. Y es que jamás surgirá de una esencia una eficiencia
causal. La relación causal se hace ininteligible en un mundo de esencias
abstractas o posibles, en cambio es inteligible en un mundo en que ser es
actuar, porque los entes mismos son actos.
Dios crea el ente mismo, la sustancia concreta, compuesta de esencia y esse,
aunque el esse sea el primer efecto del acto creador y todos los otros lo
presupongan y deriven de él. Dios crea al esse como acto, y la esencia como
una potencia constituída y actualizada por el esse. La esencia resulta,
entonces, concreada por Dios, como sujeto portador del esse. Dios crea el esse
y concrea la esencia como aquello que lo recibe y aminora. Las esencias antes
de ser creadas, como modos finitos de su participación en su ser, no tienen
ningún status ontológico propio, no tienen un ser propio, un esse essentiae
con el cual subsistirían como entes posibles como sostenía Wolff. Fuera del
ente creado, sólo Dios es, es el Ipsum esse subsistens. Las esencias indican
la manera que el ente participa del Esse increado, el modo finito que tiene de
ejercer esta participación. Sin el esse, la más alta de las perfecciones
formales no es nada. El acto de ser constituye la unidad de la cosa: la
materia, la forma, la sustancia, los accidentes, las operaciones, todo
participa directa o indirectamente de uno y el mismo acto de ser.
El acto de ser como temporalidad no es el incesante dispersarse ni el perpetuo
descomponerse del ente, sino su progresivo acabamiento a través del devenir.
Esta progresiva perfección no es consecuencia de una deficiente esencia, sino
la de un ente que no logra ser todavía en plenitud su propia esencia. Al
introducir este dinamismo en la metafísica ,se supera el dinamismo de la
forma aristotélica por el dinamismo del esse. Toda la panorámica filosófica
de la realidad se vuelve distinta. En adelante los individuos gozarán de su
ser propio, poseerán el ser en propiedad.
XVII.- EL
"ESSE" Y LA INMORTALIDAD DEL ALMA
La noción del actus essendi permite fundar adecuadamente la inmortalidad del
alma humana. El alma es sustancia en virtud del esse que posee, y en tanto que
sustancia el alma está compuesta de una esencia que es una forma espiritual y
del acto de ser que la actualiza. El alma es forma del cuerpo y a la vez es
sustancia, pero lo que hace de ella una sustancia es el esse que ejerce. Al
perderse la noción del esse en el pensamiento moderno, se perdió también la
concepción del alma como una sustancia constituida por una forma simple y su
acto de ser.
A lo largo del pensamiento filosófico se han desarrollado toda una serie de
interpretaciones sobre la realidad del alma considerada en sí misma y en
relación con el cuerpo sensible. Platón influido por una concepción
órfico-pitagórica considerará el cuerpo como una cárcel del alma. Con
Aristóteles se rehabilita el orden sensible, que en Platón era una sombra
del mundo de las Ideas, y el alma racional hace de forma del cuerpo y como
toda forma es acto, el alma es el acto del cuerpo. Pero como la forma por sí
misma no está fundada potencialmente en otro acto, no puede existir separada
del cuerpo, lo que significa que la destrucción del cuerpo implica la
destrucción del alma. La muerte del hombre determina la descomposición de
ambos principios ( el alma como forma y el cuerpo) con lo que en rigor, el
alma individual no es inmortal. En todo caso, Aristóteles admitirá una
especie de intelecto agente universal que abarca a todos los intelectos
individuales, aunque es distinto y se da separado de ellos. Los averroistas
acogiéndose a este enfoque aristotélico, sostendrán en parecidos términos,
que el alma al ser forma de un cuerpo, no podía existir separada de éste, y
considerarán, para intentar justificar la inmortalidad del alma como tal, que
ésta es un entendimiento supremo o sustancia eterna, de la cual participan
los entendimientos particulares para ejercer sus operaciones. La inmortalidad
no es en este caso individual, sino que es colectiva, en cuanto el alma
individual se funde en la unidad universal de la sustancia eterna.
Diversos pensadores cristianos tuvieron serios inconvenientes para ofrecer una
concepción del hombre filosóficamente coherente con la fe. Así, los que
conciban el alma como forma del cuerpo les será difícil explicar porqué el
alma es también sustancia separada del cuerpo. Los que consideran el alma
como sustancia completa en sí misma tendrán que aclarar como siendo
sustancia puede desempeñar el papel de forma del cuerpo. Lo problemático es
conciliar estas dos posturas con la unidad sustancial del ser humano tal como
lo exige una recta antropología cristiana. Lo que sí es manifiesto, es que
abordar esta problemática cuestión de una forma inadecuada, puede llevarnos
a concepciones francamente irracionales, como la que ofrece Descartes, que con
el intento de explicar la relación y comunicación del alma con el cuerpo,
como dos sustancias independientes, alojará el alma humana nada menos que en
la glándula pineal.
Es indudable que, al constituir el alma como una sustancia se le atribuye al
alma una entidad propia, y afirmando que es forma del cuerpo le conferimos su
índole de sustancia espiritual. En la filosofía del actus essendi la esencia
del alma es una forma simple, espiritual e inmaterial, compuesta de esse,
constituida y actualizada por este esse. Al ser simple, la forma no sufre
descomposición y al igual que las sustancias materiales la forma hace que sea
lo que ella es, y el esse constituye esa forma, haciendo que sea. El esse no
hace que el alma sea alma, esto lo hace la forma, sino que hace del alma una
sustancia al actualizar su forma; esta es su constitución ontológica. Con
anterioridad comentábamos que en las sustancias materiales el esse competía
a la esencia, es decir, al compuesto de materia y forma. En las sustancias
espirituales (o intelectuales) como el caso de los ángeles o del alma humana,
el esse compete sólo a la forma, ya que son sustancias desprovistas de
materia. En las sustancias materiales el receptáculo del esse es la esencia,
en las sustancias espirituales el sujeto del esse es la forma. El alma humana
tiene como exclusiva un esse propio, lo que no ocurre con las otras formas
sustanciales inscritas en la materia
Dado que el alma posee su propio acto de ser, en sí misma no depende del
cuerpo para ser, sino que el alma le comunica al cuerpo al unirse con él su
acto de ser. Esa unión es muy íntima, ya que están unidos por el ser y en
el ser. El esse que recibe el cuerpo es el esse que pertenece al alma, por
tanto, en el hombre no hay más que un sólo acto de ser que es común al
cuerpo y al alma. Esta unidad sustancial se funda en el actus essendi que
posee el alma y que hace de ella una sustancia. Si la sustancialidad del alma
es el fundamento de la sustancialidad del hombre, esto acredita su
inmortalidad, puesto que el esse concierne directamente a la forma como
entidad subsistente. Si el alma no tuviera su propio acto de ser, no tendría
ningún principio intrínseco de perpetuidad, y con la muerte se extinguiría
al descomponerse el ente material, pero al estar dotada de su propio esse, la
muerte no implica la desaparición de su forma. No puede haber un principio
interno de corrupción en una sustancia como el alma, compuesta de una forma
simple y de acto de ser.
En la antropología de corte platónico-agustiniano, el alma se une al cuerpo
por el bien de este, pues el cuerpo =especialmente en los neoplatónicos, se
considera como algo negativo. En la antropología del actus essendi es el alma
la que por su propio bien se une al cuerpo, ya que desprovista del cuerpo
resulta una sustancia incompleta. En todo caso puede decirse que el alma es
una sustancia separable del cuerpo, en cuanto goza de personalidad propia, y
es una sustancia completa desde el punto de vista existencial (de su esse),
pero incompleta desde el punto de vista específico, ya que no puede ejercer
las actividades propias de la especie humana, pues sin cuerpo le faltan los
medios adecuados para ejercer con plenitud todos los propios actos del hombre.
Existencialmente completa, específicamente incompleta, el alma está
aguardando la resurrección final del cuerpo al que estuvo unida en su vida
terrena. Unida a su cuerpo se asemeja más a Dios, porque eso corresponde
mejor a su naturaleza.
Inserta en el tiempo, el alma trasciende a éste por la simplicidad de su ser.
El problema de Kierkegaard de cómo es que en el hombre la existencia se
encuentra junto con la eternidad, está mal planteado, al confundir la
existencia en el tiempo con la existencia como tal. Perdurar en el tiempo es,
en efecto, existir, y la existencia temporal es para nosotros los seres
finitos el modo más manifiesto de existencia. Pero el hombre no existe
solamente en el tiempo, sino que lo trasciende en la medida en que, ya ahora,
está en comunicación con su propia eternidad, y lo hace en cuanto sustancia
espiritual, que como tal trasciende la materia y la mortalidad. Es natural,
por ello, que el ser humano trate con las cosas eternas (la verdad, la bondad
y la belleza objetivas). Se podría decir que el problema no es la eternidad,
sino el tiempo, que es el que incesantemente interrumpe la eternidad del
hombre. Cada uno de nosotros se encuentra ya en medio de la eternidad desde el
primer instante de la vida, rodeados de seres no menos eternos. Y es que el
ser humano no lucha angustiosamente en el tiempo (como pensaban Spinoza y
Unamuno) para no perder la eternidad, ya que es eterno por derecho propio,
pero tiene que devenir en el tiempo para "ser más" plenamente.
El alma espiritual condensa y subsume en sí las operaciones que la preceden,
y ella es la única forma sustancial del hombre, en virtud de la cual el ser
humano es hombre, animal, viviente, cuerpo, sustancia y ser. Un ente dotado de
entendimiento y voluntad, distinguiéndose de los otros seres por su libertad,
que le confiere el dominio de sus actos, siendo, por tanto, responsable de
ellos. En tal sentido nada hay en el universo material superior al ser humano,
un ser, cuya última raíz de su personalidad reside en el esse, en cuanto
todas sus operaciones provienen de su alma la cual debe su existencia a su
propio actus essendi, siendo un centro autónomo de actividad y la fuente de
sus determinaciones.
Lluís Pifarré
Catedrático de Filosofía de I.E.S.
Doctor en Filosofía
lpifarre@pie.xtec.es
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL