El neoplatonismo de San Agustín

Por Miguel Angel Tábet(*)



La carta 118 del epistolario agustiniano, escrita hacia el año 410, presenta un especial interés para el conocimiento de la actitud que tuvo san Agustín, ya en años de madurez, hacia el platonismo y el neoplatonismo. Esta carta fue dirigida a un cierto personaje llamado Dióscoro, el cual había querido resolver algunas dudas sobre el modo de interpretar determinados pasajes de Cicerón, y otras cuestiones más, acudiendo al Obispo de Hipona. Agustín le responderá, al menos en parte, pero reprochará a Dióscoro el hecho de que sus preguntas fueran motivadas por una curiosidad malsana, pues, en efecto, a Dióscoro no le movía un verdadero interés religioso, sino el afán inmoderado de poder dar respuesta a quienes le presentasen cuestiones sobre los temas solevados.

En lo que más se detendrá el Hiponense en su carta será en la cuestión del valor de las doctrinas filosóficas clásicas y la singularidad del neoplatonismo en relación a ellas. Esta doctrina la pondrá muy por encima de las otras, que Agustín reduce principalmente a dos, el epicureísmo y el estoicismo, a las que calificará de "erróneas". Es indudable que al obispo de Hipona le interesaba tratar de este argumento, pues aunque al principio de su carta se muestra fuertemente contrariado por la actitud de Dióscoro, al final escribe que no le pesaba en absoluto haberse alargado tanto en su contestación (V, 34).

La síntesis del pensamieno de san Agustín, se encuentra hacia el final de su carta, donde se leen las siguientes palabras: "en aquel tiempo en que los errores de los falsos filósofos proliferaban, no tenían los platónicos una autoridad divina capaz de imponer la fe. Por eso se decidieron a ocultar su doctrina, obligando a los demás a buscarla. Eso era mejor que exponerla obligando a los otros a pisotearla. Cuando ya empezó a resonar el nombre de Cristo, entre el asombro y la turbación de los reinos terrenos, empezaron a asomar también los platónicos, dispuestos a exponer y manifestar la auténtica doctrina de Platón. Entonces floreció en Roma la escuela de Plotino, quien tuvo por discípulos en ella muchos agudos y hábiles varones. Más algunos de ellos se dejaron corromper por la curiosidad de las artes mágicas, mientras otros advirtieron que el Señor Jesucristo personificaba a la misma verdad y sabiduría inmutables que ellos iban buscando, y se pasaron a su milicia divina. De este modo quedaron apoyadas la cumbre de la autoridad y la cumbre de la razón en este único nombre salvador y en su única Iglesia, para rehacer y reformar al género humano" (V,33).

Para comprender el sentido del pasaje apenas citado hay que penetrar en las estructuras conceptuales en las que el Obispo de Hipona elabora su pensamiento. En concreto, partir del hecho de que san Agustín habla desde la fe, estando enraizado en la fe. Ahí es desde donde él busca la inteligencia de la verdad, y es también desde esa óptica que él se siente capacitado para juzgar el significado y valor de los saberes humanos y las doctrinas filosóficas. Es interesante en este sentido el pasaje en que Agustín, dirigiéndose a Dióscoro, le dice que no debe preocuparse de desconocer "cuestioncillas" cuando se conoce lo más grande, y llamaba "cuestioncillas" las preguntas que le había hecho sobre Cicerón. Así escribe: "A quien te pregunte eso que tú me preguntas a mí, dile que eres más docto y prudente ignorándolo. Temístocles no temió ser tenido por indocto cuando en un convite rehusó cantar acompañado por la lira. Al confesar que no sabía hacerlo, le replicaron: `Pues ¿qué es lo que sabes?" `Sé, contestó él, hacer la República, de pequeña, grande". ¿Tendrás reparo tú en confesar que ignoras esas cuestioncillas, cuando puedes responder a quien te pregunta por tu ciencia que sabes que el hombre puede ser feliz sin ella? Ahora, si no tienes esa ciencia, estudias tus problemas perversamente (...). No debes diferir en modo alguno tal conocimiento, ni debes anteponer a él otro alguno, aunque sólo sea por razón de método, especialmente en la actualidad" (III, 13). San Agustín instaba a Dióscoro, de este modo, a poner todo su esfuerzo en el conocimiento de la ciencia que conduce a la verdadera felicidad del hombre, la ciencia de la fe, sin perderse inútilmente en vanalidades, pues conociendo la ciencia que conduce al hombre hacia su fin, al sumo bien, se podía prescindir de todos los demás saberes. La ciencia de la fe debía ocopar el primer lugar tanto desde el punto de vista metodológico como ontológico y temporal.

Sin embargo, el Obispo de Hipona pone énfasis en su carta en demostrar que, entre las antiguas filosofías, no todas habían carecido igualmente de la verdad, ni todas eran igualmente desdeñables; más aún, considera que unas se distanciaron de otras, y que entre ellas hubo una que ocupó un lugar del todo especial por adecuarse notablemente a la verdad de la fe. Para llevar a cabo su análisis, Agustín parte de la premisa indiscutible de que hablando teóricamente la vida bienaventurada, que es el fin del hombre, sólo podría encontrase en el cuerpo, en el alma o en Dios.

La primera respuesta fue la de los epicúreos, que pusieron en el cuerpo el sumo bien del hombre, "reclutando así turbas de carnales sediciosos". San Agustín rechaza esta doctrina señalando simplemente que es estulto negar que el alma es mejor que el cuerpo, por lo que no puede recibir de él ni el sumo bien ni parte de él: "quien esto no ve ‑afirma‑ está cegado con la dulzura de los deleites carnales y no ve que tal dulzura proviene de la falta de salud. La salud perfecta del cuerpo es la final inmortalidad de todo el hombre" (III,14).

La segunda respuesta la dieron los estoicos, que colocaron el sumo bien en el alma: "El primer pecado ‑explica el Hiponense‑, es decir, el primer defecto voluntario, es gozarse en la propia voluntad, porque se goza en algo que es inferior a la voluntad divina, la cual es mayor. Los que esto no ven y consideran las facultades del alma humana y la gran hermosura de sus hechos y dichos, colocando el sumo bien en el alma, aunque no osen ponerlo en el cuerpo, lo han puesto en lugar inferior a aquel en que por una auténtica razón hay que ponerlo. Entre los que así opinan, entre los filósofos griegos, se han distinguido los estoicos por su número y agudeza en la disputa. Al creer que todo es corpóreo en la naturaleza pudieron separar el alma de la carne, mas no del cuerpo" (III, 16).

Muy al contrario de las dos propuestas anteriores, señala el Hiponense, fue la de los platónicos, los cuales afirmaron que "gozar de Dios, quien nos hizo a nosotros y a todas las cosas, es el sumo bien del hombre" (III,16). Y añade: "estos han creído, con razón, que era deber suyo el oponerse principalmente a los estoicos y epicúreos, y casi a ellos solos" (Ibid.). En toda esta temática san Agustín no se refiere a los académicos, pues, a su entender ellos se sitúan en línea con los platónicos (Ibid.). Por esto puede afirmar que "hay dos errores completamente contrarios entre sí: el uno pone el sumo bien en el alma y el otro en el cuerpo. Pero la auténtica razón con la que se entiende que nuestro sumo bien es Dios, se opone a ambos, refutando lo falso y después enseñando la verdad (...). Si vuelves a traer al problema las personas, hallarás que los estoicos y epicúreos combaten encarnizadamente entre sí, mientras que los platónicos pretenden resolver el pleito empezando por ocultar la propia sentencia acerca de la verdad; después atacan y desvanecen la falsa confianza que ambos errores tienen en su falsedad" (III, 16).

Dos cosas interesa destacar en este momento en relación a las últimas palabras citadas de san Agustín. En primer lugar, el hecho de que en la controversia filosófica atribuye el papel de representante de la verdad a los platónicos. En segundo lugar, la táctica que según el Hiponense emplearon éstos filósofos en sus controversias contra epicúreos y estoicos.

Los platónicos fueron para Agustín los representantes de la verdad porque tuvieron una visión trascendente de Dios, en quien pusieron el Sumo Bien del hombre. Ahora bien, en su disputa contra las otras sectas filosóficas no pudieron manifestar tan abiertamente la verdad, como los otros el error, porque entonces faltaba "el modelo de la divina humildad, que a su debido tiempo fue ilustrada por Nuestro Señor Jesucristo" (III,17). Según san Agustín, por la ceguera de los pueblos debido al amor de las cosas terrenas, los platónicos estaban en desventaja en su polémica. Ellos mismos entendieron lo dífícil que se presentaba luchar contra los epicúreos, los cuales movían al pueblo "no sólo a entregarse al placer del cuerpo, siguiendo el apetito natural, sino también a mantener ese placer como último fin del hombre" (Ibid.). Asimismo, comprendieron que los que proponían como último fin del hombre la alabanza de la virtud, podían más fácilmente mostrar que el bien del hombre está en el alma, de la que proceden las buenas acciones, que en su modo de entender el problema. Los platónicos se convencieron que una verdad como la que predican era entonces muy difícil de entender, pues su doctrina era que existe "una realidad divina, cimera, inmutable, inaccesible a los sentidos corporales y solo perceptible a la inteligencia, una realidad que trasciende la naturaleza humana", que esa realidad es "Dios, que se ofrece para ser gozado por el alma ya purificada de toda mancha de apetencias humanas" y que "en ese Dios halla sosiego todo afán su felicidad, porque en él está para nosotros el fin de todo bien" (Ibid.).

En esto consistía para Agustín principalmente la excelencia de la doctrina platónica y también en esto la dificultad para que fuera entendida por hombres que estaban abocados a las cosas terrenas. Pero la doctrina platónica no sólo gozaba de una mayor dignidad por lo que se refería a los problemas morales ‑dice el Hiponense‑ , sino que también sobresalíó entre las otras filosofías en las cuestiones cosmológicas y en los problemas lógicos. En efecto, al contrario de los epicúreos que consideraban que los átomos eran los principios de los seres, y de los estoicos, para quienes esos principios eran los cuatro elementos, entre los que el fuego sobresalía por ser la virtud eficiente de todos, los platónicos afirmaron que era la Sabiduría incorpórea la creadora de todas las cosas. Asimismo, en relación a los problemas lógicos, muy disinta fue la postura de unos y otros. Epicúreos y estoicos pusieron en los sentidos corporales la norma para percibir la verdad, llegando los epicúreos a afirmar que los sentidos nunca se equivocaban. Los platónicos, por su parte, reconocieron la existencia de una realidad que no podía ser percibida por los sentidos ni concebida por la imaginación, siendo esa realidad el único ser auténtico y único que puede ser entendido, porque es inmutable y sempiterno; además, afirmaron que solo la inteligencia podía percibirla, porque sólo ella podía ponerse en contacto con la verdad, en la medida que la verdad puede ser alcanzada de alguna manera.

En tres campos señala por tanto san Agustín en esta carta se acercaron los platónicos más a la verdad que las otras filosofías antiguas, en que "pusieron el fin del bien, la causa de las cosas y la garantía del raciocinio en una sabiduría no humana, sino claramente divina, de la que toma su luz la humana, es decir, en la sabiduría totalmente inmutable, en la verdad que siempre es del mismo modo" (V, 20). Pero los platónicos, no teniendo una doctrina divina ni estando dotados de autoridad divina alguna, no pudieron imponer la verdad, aunque sí combatieron los errores y los desbarataron con sutileza y abundancia de argumentos.

Ante este panorama que duró hasta los tiempos cristianos, como dice san Agustín, la verdadera fe trajo una gran novedad en el terreno de la verdad: "entonces la fe en las cosas invisibles y eternas se predicó eficazmente, por medio de milagros visibles" (III, 20). Y esto trajo como consecuencia el desmembramiento de los muchos y variados errores que existían, "y vemos que en nuestra edad ‑dice el Hiponense‑ han enmudecido ya de tal modo, que apenas si se mencionan en la escuela de los retóricos cuál era la opinión de esas sectas" (III, 21).

Vemos en este sentido como san Agustín reconoce que platonismo y cristianismo, cada uno desde su ángulo, se acercó a la verdad, y la filosofía platónica se mostró ‑en los aspectos que el Hiponense resalta‑ sumamente adecuada a la fe, de modo que, como escribe hacia el final de su carta, se apoyaron "la cumbre de la autoridad y la lumbre de la razón, en este único nombre salvador y en su única Iglesia" (V, 33). Sin embargo, queda claro como Agustín no confunde una cosa con otra, y no deja de indicar que "los mismos filósofos de la escuela platónica deben cambiar algunos pocos puntos que reprueba la disciplina cristiana; tienen que someter la cerviz al único e invicto Rey, Cristo, y aceptar el Verbo de Dios, que se revistió de hombre, por cuyo mandato fue creído en el mundo aquello que ellos ni se atrevían a proponer" (III, 21). Es decir, aun encontrándose en gran conformidad, hay tres cosas que el filósofo platónico debe alcanzar todavía para llegar a la plenitud de la verdad: corregir algunos pocos puntos erróneos de su doctrina, someterse a Cristo y a la verdad revelada, y entender que la difusión de la verdad más que en una reflexión humana ha sido posible por la autoridad y mandato de Cristo, que ha hecho que no ya pocos, sino pueblos enteros creyeran en la verdad (V, 32).

Después de dedicar san Agustín el capítulo IV de su carta a los errores de los antiguos filósofos (Anaxímenes, Anaxágoras, Pitágoras y Demócrito, sobre los que al parecer a Dióscoro le había hecho algunas preguntas, vuelve en el capítulo V a urgirle a Dióscoro de dedicar principalmente sus esfuerzos al conocimiento de la Verdad y a no ir detras de extrañas sentencias. En particular, le aconseja que admire el modo admirable como Dios ha conducido al género humano a la conquista de la verdad, hasta el hecho singular de que la misma Verdad vino a representar la Verdad en la tierra, de modo que lo que los hombres no podían entender con las solas fuerzas de la razón, "instruidos por los preceptos saludables, salieran de las perplejidades mencionadas a las auras de la auténtica y purísima verdad" (V, 32).


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AUTOR:
Miguel Angel Tábet,
Profesor de Exégesis bíblica de la
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

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