Crítica a la crítica marxista de la religión
Por
Antonio Orozco-Delclós.
Que
el marxismo se disuelve es evidente, por más que los viejos intelectuales
marxistas de Occidente se nieguen a cualquier autocrítica y guarden sepulcral
silencio. No obstante, quizá hayan de pasar décadas antes de poder decir: «Marx
ha muerto».
Porque Marx es portador no sólo de un mensaje frustrado, sino de una
mentalidad compartida en buena parte por el «capitalismo salvaje» y por
cualquier materialismo militante, sin olvidar a los autores freudomarxistas
que le han prestado popularidad en el campo de la antropología. Marx recogió
y recubrió con aspecto científico –aunque muy poco resistente a la
crítica- la retórica del ateísmo de siempre. Por ello me ha parecido útil
sacar de nuevo a la luz unos pocos folios que escribí hace bastantes años
(*) después de estudiar la crítica marxista de la religión. No quise
escribir más - aunque por aquel entonces el marxismo parecía, incluso a
muchos cristianos, el tren de la historia que no debía perderse -, por una
razón que conocen mis amigos: el error me aburre. Lógicamente, figura en los
progrmas de Historia de Filosofía de Bachillerato y conviene conocer lo mejor
posible el fondo de su filosofía. No está de más, pues, una aproximación
crítica a la crítica marxista de la religión. Expondré, breve y
sencillamente:
1) La crítica sociológica
2) La crítica psicológica
3) La crítica dialéctica
En coherencia con los postulados rigurosamente materialistas de Karl Marx, su
sistema ideológico rechaza necesariamente cualquier valor que trascienda la
dimensión espacio temporal en que ha de situarse el ser humano. Pero -más
allá de Feuerbach- Marx no considera la religión como un mero «error
teórico», sino como tremenda «enajenación» del hombre, consecuencia de la
situación de miseria en que se encuentra y que le hace buscar en un «más
allá fantástico la esperanza del remedio de sus males» (por supuesto, no
serían otros que los de orden material y, en el fondo, económicos).
«La religión -dice Marx en su Filosofía del Derecho- es el suspiro
de la criatura oprimida, la conciencia de un mundo sin corazón, así como
ella misma es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del
pueblo; es decir, algo así como una droga, una evasión de la realidad, un
refugio del sentimiento que, por otra parte, según Marx, impide al hombre
lanzarse a la conquista del bien temporal de la sociedad, mediante la lucha
con las fuerzas opresoras que no serían otras que las del capitalismo. La
lucha a muerte con el capitalismo para instaurar la soñada sociedad comunista
(«último fin» marxista) es el motor de la praxis marxista, su fuerza de
arrastre, su mensaje mesiánico.
La religión en el entorno del joven Marx
Pero antes de proceder a una crítica a la crítica marxista de la religión,
quizá no sea superfluo referirnos a la vivencia de Karl Marx tuvo de la
religión en su infancia y juventud.
Marx nace en una familia de rancio abolengo judío (su abuelo había sido
rabino en Tréveris), convertida al luteranismo más que por convicción por
la fuerza de las circunstancias. Las discriminaciones y persecuciones de las
leyes antisemitas que tenían lugar en la Europa de entonces, hicieron que su
padre -de buena posición social, abogado y miembro del tribunal de apelación
de Tréveris- se alejara de la sinagoga y acabara por alistarse a una
religión vinculada al poder civil. No es de maravillar que la religión se
presente a los ojos del joven Marx como un expediente social y fuerza
opresora. Cuando Marx era ya públicamente ateo y revolucionario comunista,
quiso casarse y tuvo que hacerlo «por la iglesia», debido esta vez a las
presiones familiares de la novia. Se le negará más tarde una cátedra en la
universidad de Bonn por su profesión de ateísmo.
El escaso vigor metafísico de Marx le impedía analizar con justeza su propia
situación y entorno y vio siempre la religión como indisoluble del trono, de
la monarquía, del Estado; es decir, unida a sus enemigos. Si él, se
encuentra al lado de acá, pone la religión al lado de allá, en la acera de
enfrente. De modo que si Marx es comunista y su enemigo el capitalismo, la
religión habrá de ser por fuerza capitalista; si él se considera
progresista, la. religión será reaccionaria. Como veremos, sus críticas a
la religión proceden de simplificaciones casi inauditas. Ya en su tesis de
doctorado sobre la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro,
presenta la religión como alienación del hombre y una filosofía -la suya-
que no se esconde para decirlo: asume la profesión de Prometeo; «en una
palabra ¡tengo odio a todos los dioses!». Y Marx, en su filosofía, será
fiel a este principio tan poco filosófico que es la visceralidad, el
sentimiento; la voluntad, en definitiva, pasará por encima de la razón y le
impondrá a ésta postulados que no resisten ni la crítica del sentido común
ni la de una filosofía rigurosamente fundada en la realidad de las cosas y de
la historia.
Se hallan en Marx tres argumentos fundamentales con los que pretende haber
arruinado los cimientos racionales del fenómeno religioso, calificados
respectivamente de «crítica psicológica», «crítica sociológica», y
«crítica dialéctica».
LA CRITICA SOCIOLÓGICA
Examinemos en primer lugar la crítica más eficaz en las reuniones públicas
-la más débil también a la reflexión- que consiste en determinar el papel
social de la religión. Ya Feuerbach había sostenido que la idea de Dios es
una proyección fantástica que el hombre hace de su propia esencia, esto es,
una alienación mental del individuo humano por la cual atribuiría a un
ilusorio Ser supremo lo que de «divino» e «infinito» tiene en sí mismo.
Marx refrenda, pero también corrige la explicación de Feuerbach a quien
reprocha el referir la religión al individuo, cuando en rigor sería un
«producto social», reflejo del estado de una sociedad y no de un individuo
(como acontecía en Feuerbach).
Según Marx, la religión al prometer el paraíso en la otra vida y predicar
la paciencia y la resignación en este mundo, aparta al hombre del esfuerzo
por mejorar su suerte en la tierra. Por eso, dice, «la verdadera felicidad
del pueblo exige la supresión de la religión en cuanto felicidad ilusoria
del pueblo»; «ilusoria» por cuanto no cambiaría nada la situación del
hombre. De ahí que se tilde al creyente de desertor de esta tierra y a la
religión de «reaccionaria», «conservadora», «opuesta al progreso de la
humanidad».
Una vez puestas tales bases, Marx se lanza a desprestigiar toda religión,
aunque sus afirmaciones tengan que chocar frontalmente con los datos
históricos más verificables. «Los principios sociales del cristianismo
-afirma en La sagrada familia, con toda gratuidad- han justificado la
esclavitud antigua, glorificando la servidumbre medieval, y cuando llega la
ocasión, actualmente, saben justificar el proletariado, aunque con un aire
aparentemente contrito. Los principios sociales del cristianismo predican la
necesidad de una clase dominante y de una clase dominada... Los principios
sociales del cristianismo trasladan al cielo la compensación de todas las
infamias, y de este modo justifican la perpetuación de estas infamias sobre
la Tierra... como justo castigo del pecado original... (como) tribulaciones
impuestas por el Señor. Los principios sociales del cristianismo predican la
cobardía, el desprecio de sí mismo, la humillación, la sumisión, la
humildad: es decir, las cualidades de la canalla. El proletariado que se niega
a dejarse tratar como canalla -continúa Marx- necesita todo su coraje, de la
propia estimación, de su orgullo, y de su gusto por la independencia más que
de su pan. Los principios sociales del cristianismo son cautelosos; el
proletariado es revolucionario (K. Marx, La Sainte Famille, trad.
Molitor, Oeuv. phil. Costes, t. lll, pp. 84-85).
Cuando se leen párrafos como éste, uno se pregunta si vale la pena seguir
ocupándose del marxismo. Sin embargo se siente obligado a ello cuando piensa
que el «duende» marxiano sigue subyugando a tantos que todo lo someten a
crítica excepto los dogmas materialistas y anticristianos. Aún, ahora,
después de la irreversible disolución del marxismo, quedan en el aire
acusaciones semejantes (Nietzsche, si cabe, las aumentó). Ninguna afirmación
de las que acabamos de transcribir es sostenible si no es la de que el
cristianismo predica la humildad –que, por cierto, en cristiano, se define
como «andar en verdad»- y la prudencia. Al cristianismo le debemos
precisamente la condena de la esclavitud y la progresiva liberación de los
esclavos en Occidente. Es en el cristianismo -y no en el marxismo- donde se
ha-profundizado en el concepto de libertad personal, individual, de la persona
concreta de carne y hueso; y se ha reconocido el valor de la persona
(singular) frente a los materialismos -también el marxista- que la presentan
como un mero producto de la materia, no más que como un ilustre simio
sometido a las necesidades de la especie. En ningún documento cristiano se
encontrará la afirmación de que deban existir clases dominadas y dominantes
ni justificación alguna de las infamias. Lo que enseña el cristianismo es
que el hecho de sobrellevarlas sin odio, por amor a Dios y al prójimo,
hallará recompensa en el cielo. El cristianismo enseña que el Señor tolera
las infamias que se infieren a los buenos, porque en su omnipotencia sabrá
sacar de ellas bienes para éstos; ni las quiere Dios ni manda permanecer con
los brazos cruzados: lo que sí hace es prohibir aquellos medios
intrínsecamente malos y que, por consiguiente, no pueden justificarse aunque
se pusieran para conseguir un buen excelente. El cristianismo exige la
valentía de dar la vida -si fuera menester- confesando la verdadera fe. El
cristiano no desprecia más que el pecado; ni se desprecia a sí mismo ni
puede despreciar a pecador alguno...
Pero a Marx no le parece importar la verdad, sino su verdad. O tal vez no se
ha preocupado de mirar un poco más allá de una perspectiva doméstica o
«provinciana». Marx se desentiende de si la religión se justifica
racionalmente o no, o de la posibilidad de que haya alguna religión revelada
por el mismo Dios. Marx ha decretado que Dios no existe; por lo tanto ha de
buscarlas raíces del universalísimo fenómeno religioso en las únicas
condiciones que reconoce, esto es, en las condiciones materiales de existencia
y, más concretamente; en las condiciones económicas.
Lo primero que cabe objetar a Marx es, por consiguiente, que su argumentación
tiene un mal comienzo: el de presuponer -a priori, sin previa indagación- que
Dios no existe, sin atender tampoco a los argumentos en favor de la existencia
de Dios tal como han sido desarrollados por los más destacados pensadores a
lo largo de más de veinte siglos (como veremos más adelante, Marx aludirá a
ellos, pero desfigurándolos previamente).
En segundo lugar, cabría señalar que el criterio que guía a Marx en su
crítica a la religión es el de la utilidad social. En rigor, Marx no
se pregunta si hay Dios, sino si es útil o perjudicial que los hombres crean
en Dios; y responde con la segunda alternativa: Marx comete pues varios
errores: reduce la religión a un fenómeno social y afirma que es perjudicial
para la sociedad.
Pero aun tomando como criterio de certeza el de la utilidad, no es legítimo
negársela a la religión y mucho menos a la religión católica. Cualquier
historiador imparcial sabe del enorme influjo del cristianismo en el orden de
los más preciados valores que hoy son estimados en la civilización
occidental. Sin embargo, insisto, la cuestión primera no es si la religión
es útil o no, sino más bien si es verdad o no que hay Dios personal al que
el hombre deba corresponder con amorosa adoración. Al estar bien probado que
esto es así queda además claro que la religión no puede reducirse a una
forma social, puesto que, ante todo, impone una relación personal entre el
hombre y Dios. Reconocerse criatura –en dependencia esencial al Creador-, no
es humillación alienante, de esclavo que renuncia a su dignidad de persona,
sino reconocimiento agradecido de una dignidad incomparable, muy superior a la
que tendría si se tratara solamente de un simio evolucionado. El cristiano
sabe, además, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, de modo
que su trato con el Creador no es el de un siervo, sino el de un hijo
amadísimo, abierto a una «amistad» entrañable con el Amor infinito que es
Él. Esta relación de filiación gozosísima, le permite comprender, con una
profundidad insospechada para el incrédulo, que es en verdad y con fundamento
inquebrantable hermano de todos los hombres, hijos de un mismo Padre.
Así, toda persona merece un respeto que se diría infinito, aunque se trate
de un enemigo, incluso si se llama Karl Marx. Éste, por lo demás, es el
único fundamento capaz de crear la conciencia de una verdadera fraternidad
universal (la existencia de un Padre común), manifestada en el empeño por la
consecución de un orden social en el que impere no sólo la estricta
justicia, sino lo que va más allá de todo lo estrictamente debido: el amor
«con obras y de verdad». Un cristiano puede dejar incumplidas las exigencias
de su fe, pero este hecho no autoriza a negar la «utilidad» de la verdadera
religión, su espíritu potenciador del progreso hacia formas sociales cada
vez más justas y dignas de la persona. Aun desde este parcial punto de vista,
debiera entenderse que si se pretende un justo orden social, lejos de combatir
la religión, el mejor camino comienza con la invitación a los cristianos a
ser cada día más consecuentes con su fe.
Sólo puede acusarse a la religión de «reaccionaria» cuando se pretende que
el progreso social no puede lograrse más que por la revolución violenta y
bajo la forma del comunismo materialista. El cristianismo - frente al
comunismo- defiende la propiedad privada por muy sólidas razones que se
fundan precisamente en algo que desconoce el materialismo dialéctico: la
dignidad de cada persona humana en singular (no ya del «hombre genérico») y
su derecho a disponer en propiedad (no como un préstamo del Estado o de la
comunidad política) algo más que su cepillo de dientes: aquellos bienes
convenientes para llevar -con los suyos-, una vida conforme a la dignidad que
le es propia.
La Iglesia no es «conservadora» ni «progresista»; trasciende estas
categorías, porque su fin esencial es sobrenatural: la salvación eterna de
los hombres, sin desentenderse, al contrario, de su modo de existir en el
mundo. Cumpliendo fielmente su fin hará indirectamente la más eficaz labor
en el orden social, despertará la responsabilidad de los fieles con vistas al
servicio que han de prestar -desde muy diversas opciones temporales- a sus
hermanos del mundo entero.
LA CRITICA PSICOLÓGICA
Los «clásicos» del marxismo (Marx, Engels, Lenin) han buscado también el
modo de desprestigiar la religión basándose en argumentos de tipo
psicológico. Pretenden haber hallado el origen de la idea de Dios en
determinados condicionamientos sociales. Engels se explica de la siguiente
manera:
«Toda religión no es más que el reflejo fantástico en el cerebro de los
hombres de las potencias externas que dominan su existencia cotidiana, reflejo
en el que las potencias terrestres adoptan la forma de potencia
supraterrestres. Al comienzo de la historia son primeramente las potencias de
la naturaleza las que están sujetas a ese reflejo y las que, al continuarse
el desarrollo, adquieren en los diferentes pueblos las personificaciones más
diversas y variadas..: Pero ocurre que, enseguida, junto a las potencias
naturales, entran en acción asimismo las potencias sociales, potencias que se
alzan frente a los hombres y que les son igualmente extrañas y, al principio,
igualmente inexplicables, dominándoles con la misma apariencia de necesidad
natural que las fuerzas de la naturaleza.,. En una fase más avanzada de la
evolución, el conjunto de los atributos naturales y sociales de los numerosos
dioses se deposita en un solo Dios todopoderoso y que no es en sí una vez
más, otra cosa que el reflejo del hombre abstracto. Así es como nació el
monoteísmo que, en la historia, fue el último producto de la filosofía
griega vulgar y ya en su ocaso y que halló su encarnación, ya de antes
preparada, en el Dios nacional exclusivo de los judíos, Yavé. Bajo esta
forma cómoda -continúa Engels-, manejable y susceptible de adaptarse a todo,
la religión puede subsistir como forma inmediata, es decir, sentimental, de
la actitud de los hombres respecto a las potencias extrañas, naturales y
sociales que les dominan, mientras los hombres están bajo la dominación de
estas potencias» (Engels, en Anti Dühring, pp. 355-356) .
Engels incurre en el error extendido en su tiempo, de admitir sin crítica la
hipótesis que establece el politeísmo como anterior o previo al monoteísmo.
Una hipótesis que nunca ha sido probada, antes bien parece definitivamente
desmentida por las investigaciones iniciadas por el etnólogo y lingüista
Wilhelm Schmidt (1864-1954) que han puesto de manifiesto la existencia de un
monoteísmo primordial en el conocimiento y veneración de un Ser supremo,
fácil de hallar en numerosos pueblos primitivos. Pero la crítica radical que
merece la hipótesis sostenida por Engels la haremos un poco más adelante.
Veamos antes los matices y las intenciones que cobra el argumento en los
textos marxistas.
Cuando la mente humana cae en la trampa del materialismo, se ciega para toda
realidad de rango superior a la materia y todo habrá de explicarlo a partir
de realidades materiales, aun lo irreductible a ellas, como la mente, que el
marxismo considera como una mera secreción del cerebro. Toda realidad
superior habrá de ser negada a priori, pero al mismo tiempo se pretende
presentar esa negación como «científica», aunque para ello haya que forzar
las experiencias más claras e inmediatas. Es claro que el conocimiento más o
menos razonado -según los tiempos y los pueblos- de la existencia de un Ser
supremo, de una ley natural, de una dignidad inherente a la persona humana,
etcétera, son cosas todas ellas sin sentido en una concepción materialista
del universo (y por lo tanto, en el marxismo). La religión entonces -sobre
todo si contiene la plenitud de la Verdad- se presenta como principal enemigo.
La religión, por el mero hecho de afirmar el respeto debido a la persona en
sí -y, en consecuencia, por ejemplo, la defensa de la vida del inocente por
encima de la utilidad social, la defensa del derecho a la propiedad privada y
la condenación del odio negador de tal dignidad- habrá de ser necesariamente
combatida; habrá que luchar ante todo por barrer de la conciencia de los
hombres la idea de Dios, de la fraternidad universal (sustituyéndola por la
idea de una camaradería vinculante tan sólo con los miembros del Partido),
la idea de un más allá de la historia temporal y la vida eterna. Todas estas
cosas deben ser negadas -no hay alternativa- si se quiere poner en marcha una
revolución que significa lucha de clases -odio a muerte a ciertos hombres-;
obediencia incondicional al Partido que, para ser eficaz en la práctica -la
utilidad es el único criterio de verdad y bondad-, ha de tener en su poder la
posibilidad de disponer de la vida de las personas. Puesto que éste es el
camino obligado y proclamado en el marxismo, es también obligado combatir la
religión. Esta obligación no es accidental sino sustancial a esa doctrina,
aunque bastantes creyentes -ingenuamente- estuvieron persuadidos de que se
podía aprovechar «lo positivo» del marxismo y unirse a él para conseguir
una sociedad más justa. Ahora bien, la doctrina y la praxis marxista, lo que
ha conseguido –también cuando se ha unido a cristianos- ha sido la
progresiva desaparición del sentido religioso; ha favorecido siempre la lucha
contra la religión; ha introducido donde no la había la lucha de clases,
empobreciendo a todos (salvo unos pocos de la clase marxista dominante),
impidiendo el desarrollo de los pueblos, anulando el sentido de
responsabilidad personal (consecuencia inevitable del colectivismo),
eliminando el sentido positivo del trabajo (tratado también como
«alineación), en fin, arrasando los valores más preciados de la cultura
occidental: el valor de la verdad y –solidario- el valor de la libertad. La
caída del muro de Berlín en 1989, ha sido la gran revelación al mundo de lo
que es capaz de arrasar un régimen marxista de ochenta años de duración.
Para que el materialismo dialéctico tuviera aceptación, también entre los
intelectuales, ha debido presentarse con un ropaje científico. Le era
necesario hallar alguna explicación de la constante histórica de la
religión en la inmensa mayoría de los hombres de todos los tiempos. La
razón había de hallarse en los mismos axiomas marxistas. La «luminosa
idea» marxista concibió la identificación de la raíz del sentido religioso
con la raíz de la miseria material, económica, que se debería sobre todo al
capitalismo. Por eso dice Marx: «Luchar contra la religión es, en
consecuencia, luchar indirectamente contra el mundo del cual la religión es
arma espiritual» (en Crítica a la filosofía de Derecho de Hegel).
Una vez más, Marx vincula intrínsecamente la religión al capitalismo, como
aliados incondicionales. Marx no tiene en cuenta que la verdadera religión
predica el desprendimiento –que es libertad y señorío- de las cosas de la
tierra y que, por otro lado, hay bastantes capitalistas ateos y, por
consiguiente, materialistas. Pero Marx nos dice que «la miseria religiosa es,
al mismo tiempo, expresión de la miseria real y de la protesta contra esta
miseria» (Ibid.). «Expresión» (de la miseria real), porque -según
Marx- el hombre que se encuentra en una situación dependiente hipostasía
instintivamente el poder material del que depende bajo la forma de divinidad
trascendente, y «protesta». Así, el hombre que es desgraciado en esta
tierra proyecta su sed de felicidad al otro mundo, y se esfuerza en atenuar su
sufrimiento presente imaginándose una felicidad futura. Esta es la
interpretación marxista que permite aseverar que una vez suprimida la miseria
quedaría suprimido todo poder superior al hombre y su «reflejo fantástico»
se desvanecería por sí mismo: el hombre sería para sí mismo, Dios. Engels
añade con optimismo: «Este proceso está ya tan adelantado que puede
considerarse como terminado» (en Anti-Dühring, p. 380). Pero los
datos, como es bien sabido, son tercos.
Cosa curiosa es que el marxismo creyendo que infaliblemente la religión
desaparecerá por sí sola al cumplirse las condiciones económico-sociales de
la sociedad comunista, hasta el punto de esfumarse del planeta la misma idea
de Dios, a pesar de ello, se presenta como activo combatiente contra la
religión, tanto en la teoría como en la práctica. En la teoría, puesto que
-según Marx- «la crítica de la religión es virtualmente la crítica del
valle de lágrimas del que la religión es aureola... La crítica de la
religión, por tanto, hace que el hombre piense, actúe, cree su realidad,
como un hombre desengañado, dueño de su razón, con el fin de que se mueva a
su alrededor, alrededor de sí mismo, su verdadero sol» (en Crítica a la
Filosofía del Derecho).
La actitud ante la religión en el mundo marxista es inequívoca, inalterable
en la teoría y de hecho inalterada: «El marxismo es el materialismo, dice
Lenin. Por este mismo título, es implacablemente hostil a la religión, como
lo era el materialismo de los enciclopedistas del siglo XVIII o el
materialismo de Feuerbach... Pero el materialismo dialéctico va más lejos
que los enciclopedistas o que Feuerbach... Debemos combatir la religión. Esto
es el abecé de todo materialismo; por tanto, del marxismo. Pero el marxismo
va más lejos. Dice: es necesario saber luchar contra la religión, y para
esto es necesario explicar, en el sentido materialista, las fuentes de la fe y
de la religión de las masas». La actitud está clara, la intención
también; y los métodos, para el que conozca la moral marxista son muy
previsibles.
Lenin insiste en hacer crítica de la religión apoyándose en razones de tipo
psicológico: «La religión es un aspecto de la opresión espiritual que
siempre y en cualquier parte pesa sobre las masas agobiadas por el trabajo
perpetuo en provecho de los demás, por la miseria y la soledad. La fe en una
vida mejor en el más allá nace asimismo de la impotencia de las clases
explotadas en lucha contra los explotadores y tan inevitablemente como -de la
impotencia del salvaje en lucha contra la naturaleza, nace la creencia en las
divinidades, en los diablos, en los milagros, etc. Olvidar que la opresión
religiosa de la humanidad sólo es reflejo de la opresión económica en el
seno de la sociedad sería dar prueba de mediocridad burguesa» (Lenin, De
la religión). Podría replicarse: ¿y qué prueba esa calificación
-mediocridad burguesa- sobre la verdad o falsedad del discurso precedente?
En resumen, según el marxismo, la idea de Dios es la proyección en un ser
fantástico de las fuerzas físicas y sociales que dominan al hombre, de modo
que la idea desaparecerá en el momento en que se llegue a un dominio tal de
la naturaleza - la ensoñada sociedad comunista - que ya sea inútil la idea
de Dios.
La primera observación que cabe hacer a esta hipótesis indemostrable es que el
origen psicológico de una idea no permite emitir el menor juicio sobre su
objetividad, es decir, sobre su correspondencia a la realidad que pretende
representar. El origen y la objetividad de una idea constituyen dos problemas
diferentes y deben tratarse por separado. Cuando en la mente surge una idea,
poco importa saber cómo se formó para calificarla de verdadera o falsa.
Sólo hay una especie de ideas cuyo origen tiene valor de comprobación; son
las ideas puramente empíricas, es decir, las que se obtienen directamente de
la experiencia sensible. Al reflexionar sobre lo que se ha percibido, la
experiencia es simultáneamente fuente y garantía de la autenticidad de la
idea. En los demás casos no hay relación necesaria entre su génesis y su
verdad. Por tanto, el origen de la idea de Dios -Ser que no se encuentra en el
ámbito de nuestra experiencia sensible- no es un dato relevante en vistas a
probar su objetividad. De hecho se sabe que la idea de Dios se halla en
hombres de todo tiempo, de toda cultura, de toda condición social,
económica, etc. A unos les llega por tradición, a otros por intuición, a
otros, por vía de rigurosa demostración racional. Cierto que puede influir
en la génesis de la idea de Dios el sentimiento de dependencia y también el
miedo. En rigor todo «lo que es» puede ser punto de partida para concluir en
la existencia del Creador de todas las cosas. También, por supuesto, la
experiencia del amor y de la bondad, el espectáculo de la naturaleza;
también la materia, con su evidente insuficiencia para fundar toda la
realidad conocida. Pero lo decisivo, insistimos, no es escudriñar las raíces
vitales de la idea de Dios, sino averiguar si esta idea puede y debe ser
admitida en el orden de la razón y servir al juicio afirmativo «Dios es».
Por otra parte cabe subrayar -como hace Ocáriz- que «es universalmente
experimentable que la religión no es sólo ni principalmente un
"consuelo" ante las miserias terrenas; hasta el punto que, por
fidelidad a la religión, millones de hombres han aceptado libremente muchas
"miserias", incluida la muerte, que se habrían ahorrado con sólo
renunciar a la religión» (Ocáriz, F, Marxismo, ed. Palabra, p. 58) .
Y tampoco faltan abundantes ejemplos de «víctimas de la opresión
capitalista» que lejos de buscar refugio en la religión como consuelo de sus
desdichas, se alejan de ella tristemente. El marxismo, con Marx, violenta las
experiencias más claras con tal de que cuadren en sus postulados
materialistas y revolucionarios.
Finalmente, baste referirnos al hecho, históricamente comprobable, de que el
cristiano tiene su origen en una Persona, Jesucristo, que probó con milagros
sin cuento que verdaderamente era el Hijo de Dios. Con su Vida, Pasión,
Muerte y Resurrección ha venido a ser fundamento inconmovible de la fe en el
único Dios.
Digamos en descargo de Marx que no conoció de hecho más que superficialmente
el fenómeno religioso, a través de las deformaciones que presentaba la
sociedad luterana de la Alemania del siglo XIX.
Hegel se consideró a sí mismo el momento culminante de la Filosofía, su
acabamiento. En Hegel, Dios era más un mito que otra cosa; lo que él llamaba
Absoluto era algo en continuo devenir, que contenía en sí el ser y la nada,
la eternidad y el tiempo. El Absoluto de Hegel no tenía nada que ver con el
Dios cristiano –a pesar de algunas apariencias- y ya es lugar común que el
«secreto» del sistema hegeliano es el ateísmo. Marx cometió la enorme
equivocación de pensar que haciendo la crítica de la religión lutero-hegeliana
criticaba la religión en sí. Desconocía toda la cultura religiosa anterior
a Hegel y su ignorancia del tema explica la puerilidad de sus argumentaciones
antirreligiosas. «Descubrir que el Dios de Hegel es una proyección
fantástica del ser humano, no es en absoluto una crítica al verdadero Dios,
al que puede llegar la razón humana bien empleada, precisamente a partir de
la realidad del mundo, y conocido más perfectamente por la fe sobrenatural»
(Ocáriz, F., El marxismo, p. 56).
Sus alusiones a los argumentos tradicionales demostrativos de la existencia de
Dios, muestran que ni siquiera roza el fondo de la cuestión, al mismo tiempo
que manifiesta la ignorancia y errores científicos difundidos en su tiempo.
Marx piensa, por ejemplo, que «un duro golpe ha sido dado a la creación por
la geognosia, es decir, por la ciencia que ha presentado la formación de la
tierra, el devenir de la tierra como un fenómeno de generación espontánea.
La generación espontánea es –dice - la única refutación práctica de la
teoría de la creación». Si esto fuera así, podríamos estar bien
tranquilos los creyentes. Marx no sabía seguramente que insignes pensadores
cristianos habían considerado, muchos siglos atrás, la posibilidad de que la
hipótesis de la generación espontánea -creencia antigua de la India,
Babilonia y Egipto- fuera cierta. Y sin embargo, no vieron en ella una
dificultad para admitir y demostrar la existencia de Dios, pues bien hubiera
podido ser que la generación espontánea fuera un querer divino.
Marx, Engels, y en general los que no han estudiado el tema, piensan que las
pruebas tradicionales de la existencia de Dios se basan en la presunta
necesidad de explicar el comienzo del universo; que el punto de partida de la
demostración está en el «comienzo» del universo, como si el dilema fuera:
«¿ha sido creado el mundo por Dios o existe desde la eternidad?». Sin
embargo, Tomás de Aquino, el que –en la línea de la mejor tradición de
los clásicos- ha mostrado con mayor rigor los caminos para llegar a la
demostración racional de la existencia de Dios, no tuvo inconveniente en
afirmar que racionalmente no se puede demostrar que el mundo no sea eterno.
Para Santo Tomás, sabemos que el universo no es eterno sólo por la fe, no
por la filosofía racional. Sin embargo, el santo de Aquino, demuestra
rigurosamente la existencia de Dios partiendo de la insuficiencia actual del
mundo para justificar su propia existencia, prescindiendo del tema del
comienzo. Es decir, la prueba remonta directamente a las causas que actualmente
se requieren -no a las que en el comienzo fueron requeridas- para fundar su
existencia. Porque no ya el comienzo del universo, sino el comienzo y la
conservación de cada uno de los entes, por insignificante que sea, postulan
la existencia de una Causa primera, trascendente al mundo, omnipotente,
creadora y conservadora de todas las cosas que de algún modo son.
El marxismo, se declara antimetafísico; huye, en consecuencia, del uso de la
razón para continuar con un discurso riguroso la experiencia sensible, se
ciega a sí mismo para comprender tales cosas, y al tiempo se desautoriza para
una crítica válida de lo que acríticamente -a priori- ha querido negar.
LA CRITICA DIALÉCTICA A LA RELIGIÓN
Finalmente, veamos una tercera vía que recorre el marxismo para concluir en
la negación de Dios y de la religión; se ha denominado «crítica
dialéctica», quizá la más necesaria para el marxista desde el punto de
vista lógico, dados los presupuestos ideológicos de los que parte en la
construcción de su sistema.
El marxismo cree que la religión debe ser suprimida atendiendo a la
naturaleza misma de la religión, que viene calificada de «alienación».
Palabra ambigua, ciertamente, en los diversos textos y contextos marxistas,
pero, para lo que hace al caso, quiere significar lo opuesto a autonomía,
libertad, independencia. Se presume que el hombre religioso renuncia al
dominio de los propios actos y pone en manos de un ser «otro», ajeno,
extraño, el dominio absoluto de la propia vida. En otras palabras, la
«alienación religiosa» consiste -según Marx- en poner en Dios -un ser
«fantástico y extraño» forjado por el hombre- el fundamento y la razón de
la propia vida. De esta manera -entiende el marxismo- el hombre pierde su
independencia, porque «un ser no se considera independiente más que cuando
es su propio amo y no es su propio amo más que cuando a sí mismo debe su
existencia. Un hombre que vive por la gracia de otro se considera dependiente
[nada más cierto y obvio, podríamos añadir]. Pero yo vivo -continúa el
marxista- completamente por la gracia de otro cuando no solamente le debo el
sostenimiento de mi vida sino que, además, es él quien ha creado mi vida,
quien es la fuente de mi vida y mi vida tiene necesariamente una razón fuera
de ella ya que no es mi propia creación». A todo esto añade Engels: «La
religión es el acto por el cual el hombre se vacía a sí mismo; por esencia,
la religión vacía al hombre y a la naturaleza de todo su contenido,
transfiere este contenido al fantasma de un Dios en el más allá...». Esta
es la afirmación más grave del marxismo, la que presenta mayor alcance; es
la crítica a la esencia misma de la religión, presentada como negadora de la
esencia humana. La negación de Dios es, en el marxismo condición necesaria
de la afirmación del hombre [coincidencia plena con el existencialismo de J.
P. Sartre].
Una vez más vemos hasta qué punto llega la oposición marxismo-cristianismo.
El marxismo se presenta como un «humanismo» (en el fondo, como una mística
de salvación), con un sí incondicional al hombre. Es preciso recordar ahora
que el «hombre» que cuenta en el mundo marxista no es el hombre singular,
sino «el hombre genérico», es decir, en fin de cuentas, ese ente tan
difícil de señalar con el dedo que es la «colectividad», a la que el
hombre singular ha de someter y sacrificar su vida hasta el holocusto. El
marxismo -no se olvide-- no viene a afirmarme a mí al otro, ni a éste ni a
aquel «proletario» en concreto, sino, en rigor, a una abstracción, al
hombre en general (que poco tiene que ver con el de carne y hueso), puesto que
el hombre soñado por el marxismo es un hombre sin alma (sin alma inmortal y
estrictamente espiritual y por lo tanto portadora de valores eternos, de
derechos inalienables).
En su crítica dialéctica, Marx y Engels son deudores de los materialistas de
su época. «La cuestión de saber si hay o no un Dios -había escrito A.
Lévy, traduciendo él pensamiento de Feuerbach-, la oposición entre el
deísmo y el ateísmo, pertenecen al siglo XVIII y XVII no al XIX». Se niega
por tanto el mismo planteamiento de la cuestión; se rechaza la misma
pregunta. Marx asegurará, por su parte, que, en efecto, en el soñado mundo
comunista las condiciones (socio-económicas) serán tales que ni siquiera se
planteará la cuestión de la existencia de Dios. De ahí, seguramente, el
poco interés que tuvieron él y los materialistas de su tiempo, en examinar
las pruebas que han ido surgiendo a lo largo de la historia sobre la
existencia de Dios. No las pudieron entender porque no les prestaron atención
alguna; no las tomaron en serio.
«Niego a Dios -continuaba A. Lévy- quiere decir para mí: niego la negación
del hombre; a la posición fantástica, ilusoria del hombre, sustituye la
posición sensible, real, cuya consecuencia obligada es la posición política
y social del hombre. La cuestión de la existencia o de la no-existencia de
Dios es precisamente en mí la cuestión de la no-existencia o de la
existencia del hombre». También el contemporáneo de Marx -sociólogo
francés- P. J. Proudhon, se expresa en términos semejantes: «yo digo: el
primer deber del hombre inteligente y libre consiste en expulsar
constantemente de su espíritu y de su conciencia la idea de Dios. Ya que
Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturaleza... Alcanzaremos
la ciencia a pesar suyo; la sociedad, a pesar suyo: cada progreso nuestro es
una victoria en la que aplastamos a la divinidad».
Marx concluirá que la fe en Dios priva al hombre de la conciencia de su
grandeza y le esclaviza; que la liberación exige la muerte de Dios. Dios o el
hombre, he aquí el dilema que pone también el existencialismo ateo; hay que
escoger entre los dos. «El ateísmo -dice Marx- es la negación de Dios y,
mediante esta negación de Dios, plantea la existencia del hombre». Y así
Marx ya puede decir que el hombre es para sí mismo «el verdadero sol», y
hacerse eco de la tremenda afirmación de Feuerbach: «homo homini Deus»,
el hombre es Dios para el hombre; el hombre es el Ser supremo.
No es difícil descubrir la debilidad de la más «profunda» de las críticas
marxistas a la religión. El ateísmo marxista ha sido construido sobre la
base de considerar resuelto el problema de entrada. El marxismo cree que no
hay Dios. El cristiano, en cambio, puede encontrarse poseyendo la fe como un
don, pero luego se preguntará: ¿es posible demostrar racionalmente la
existencia de Dios? Y comprobará que sí. El marxismo, en cambio, partirá de
que «Dios no existe» y, cuando pretenda convencer a los demás de la
hipótesis construirá una caricatura de la religión y dirá: eso que veis
ahí no puede ser verdad. Toda la fuerza psicológica del argumento
dialéctico está en presentar un falso dilema: o Dios o el hombre, sobre la
base de una caricatura de Dios en la que resulta de todo punto irreconocible:
un Dios hostil, negador del hombre, nunca afirmado, al menos en la tradición
judeo-cristiana. Es evidente que si Dios existe el hombre depende enteramente
de Dios y le debe su vida entera. El marxismo supone que la condición
creatural atenta a la dignidad, libertad y autonomía humanas; son origen de
inevitable alienación o enajenamiento.
Mucho cabría oponer a esa crítica que se nos ofrece de la religión. En
primer lugar cabría decir que ningún hombre de fe cristiana se siente
enajenado cuando se dirige a Dios. Vivir en Dios y para Dios no es vivir
«fuera de sí», en o para un ser extraño que trata de anularme. Dios es
justamente el Ser que me permite ser, que me hace ser, que crea y conserva –por
tanto ¡defiende!- mi personalidad y mi libertad; es el Ser que me es más
cercano, el que me es «más íntimo a mí que yo mismo». Huir de él sería
-entonces sí- huir de mí mismo, puesto que si Dios no es yo, es en efecto
fundamento y «fuente» de mi ser. Y si Él me ha creado, Él es el primer
interesado -el primero, antes que yo mismo- en mi realización, en que yo
alcance la plenitud de mis posibilidades humanas, el primer defensor de mis
derechos irrenunciables ante los demás. Todas estas certezas están incluidas
en la noción de hombre como criatura de Dios. La Sagrada Escritura se goza
afirmando el respeto con que Dios trata a la criatura: «cum magna
reverencia disponis nos» (Sab., 12, 18), Dios nos gobierna con un respeto
infinito. Cierto que Dios ha de «juzgar» a todos los hombres, premiar a los
buenos, castigar a los malos. Pero no sería «justo» juzgar a Dios como si
no tuviera derecho a ser Él mismo infinitamente «justo», cuando se está
hablando en el contexto, de instaurar en la tierra la « justicia» social. Lo
que sucede, sin embargo, es que en el «sistema» marxista la virtud no tiene
cabida. En consecuencia tampoco se contempla la justicia como necesaria virtud
perfectiva de la persona singular, sino como bandera.
El gran dilema marxista –Dios o yo- sólo tendría sentido en la absurda
hipótesis del «homo homini Deus», que el hombre hubiera de ser Dios para el
hombre. Pero si al margen del «hombre genérico» o clectivo, atendemos al
hombre singular y concreto, ¿a qué hombre divinizamos? ¿A César, a Hitler,
a Stalin...? ¿a todos? El problema se embrolla solo, nos encontraríamos en
una pluralidad inconmensurable de dioses. Serían demasiados. Afortunadamente
sólo cabe -por definición- un «Ser supremo». ¿Quién va a ser el sujeto
de esa soberanía? Es fácil decir «el proletariado». Pero ¿quién es el
«proletariado»?, ¿tiene nombre y apellidos?, ¿tiene conciencia?, ¿tiene
sabiduría infinita?, ¿tiene el arte de la justicia perfecta? Muchos otros
interrogantes --infinitos interrogantes- se abrirían en tal hipótesis.
Por lo demás, si el hombre no es criatura de Dios, ¿de quién es criatura?
El marxismo responde: el hombre se crea a sí mismo mediante el trabajo. Pero
ahí hay un círculo vicioso evidente. Nadie da lo que no tiene. Un «ser»
que todavía «no es» no puede «darse el ser». Sólo cabe acudir a una
serie indefinida de padres hasta llegar al simio o cosa parecida. Este sería
el fundamento de la «dignidad» humana. Frente a la dignidad de los hijos de
Dios se pretende alzar la dignidad de los hijos de la materia. Pero ¿a qué
puede obligar tal dignidad? El respeto que puede merecer la persona humana no
es mucho mayor que el respeto que merece un simio, en el supuesto
materialista. La única función del simio es servir a la especie; carece de
valor y dignidad singulares; sólo puede valer en función de la especie.
Exactamente es lo que ha acontecido y acontece en el mundo comunista. La
persona singular, en rigor, no cuenta; por ello puede ser torturada, eliminada
o enclaustrada en un hospital psiquiátrico para disidentes, por inocente que
sea, en beneficio del «hombre genérico», es decir, de la colectividad que,
en la sociedad comunista, no tendría otra misión que satisfacer sus
necesidades materiales (vivir, pues, como perfectos burgueses) y perpetuarse
en la historia. Eso es todo, en la soñada sociedad comunista. No convence el
comunista cuando habla de «dignidad» para decretar que Dios no debe existir.
Como tampoco ha de concedérsele el derecho de invocar la «libertad», cuando
profesa una fe ciega en el «materialismo dialéctico», que incluye la fe en
el determinismo universal, es decir, la negación de la libertad tanto en el
sentido llano como en el filosófico de la palabra.
En resumen, las interpretaciones que el marxismo nos ofrece de la religión
-esta es la ventaja y la debilidad de las mismas- permiten soslayar el valor
de las pruebas de la existencia de Dios, es decir, de los argumentos y
testimonios aducidos por los creyentes, a los cuales el marxismo desacredita
por adelantado y, por así decir, le anula definiéndole peyorativamente como
«reaccionario». Lenin se expresa de este modo: «Religión, iglesias
modernas, organizaciones religiosas de todas clases, el marxismo las considera
como órganos de la reacción burguesa al servicio de la explotación y del
embrutecimiento de la clase obrera... Cualquier defensa, aun la más refinada,
la de mejor intención, toda justificación de la idea de Dios, se reduce a
justificar la reacción. Es significativo lo que dice Roger Verneaux, después
de estudiar las críticas a la religión formuladas por el marxismo:
«Observemos solamente que en ningún sitio se ve en los escritores ateos el
más mínimo estudio sobre el sentido del Evangelio ni la menor crítica del
testimonio (del verdadero testimonio cristiano). Como consecuencia, estimamos
que las bases de nuestra fe no están ni mucho menos quebrantadas, puesto que
ni siquiera han sido atacadas» (R. Verneaux Lecciones sobre ateismo
contemporáneo, Gredos, Madrid, 1971, p. 106).
Epílogo
El marxismo –tributario de Hegel, su «Izquierda hegeliana»- se ha
presentado con las atribuciones de un mesianismo profético. Éste ha sido uno
de sus grandes errores y causa de su disolución como ideología
omnicomprensiva. Hegel creyó que su sistema filosófico era tan perfecto que
con él había llegado el fin de la Historia. Su prestigio era inmenso; fue un
genio de la época romántica. «A veces se reunían trescientas personas
venidas de toda Alemania para escuchar sus improvisadas respuestas. Sus
discípulos le preguntaban: «¿Maestro, y después de usted, qué?».
«Después de mí –sentenció el maestro- ¡la locura!». En Hegel la
modernidad llegó a su cumbre, pero a la vez comenzó su crisis. El hegelismo
como tal, pronto se disolvió. Sucede que la historia no está escrita, nunca
estará realmente escrita, cerrada, porque existe un factor de novedad
imprevisible: la libertad, con el que no puede contar ningún determinismo,
sea idealista de la Derecha, sea de la Izquierda (materialista) hegeliana,
como Karl Marx. La vida sigue y la verdad como la libertad no se dejan apresar
por sistema alguno, por ninguna ideología. La libertad y la verdad –estrechamente
solidarias- no son una producción del hombre sino el gran don del Creador y
-más tarde o más temprano-, la mente humana se da cuenta de que todo lo
valioso que posee o puede poseer tiene su origen en un don que no puede
haberse dado a sí mismo. Por lo mismo se ha dicho que el hombre no es que
«tenga» religión, sino que «es» religión. Y siendo así, sucede como
cuando se aplasta con el pie una cámara de aire o se aprieta un globo con la
mano: la cubierta puede ceder en un punto más o menos grueso, pero la cámara
se ensancha por otro lado. Se puede aplastar la religión en la Unión
Soviética. Parece que se ha terminado, no se oye su clamor. Se cae el muro y
el sentido religioso resurge de forma insospechada. Europa se descristianiza
(aunque vive a expensas de los valores cristianos), y a la vez países de
África, de América, de Asía, de Oceanía, manifiestan una vitalidad
religiosa inesperada. Un Papa achacoso, cuya voz apenas es audible con un gran
megafonía, cuyo pulso tiembla de Parkinson y con la cadera machacada, es el
lider mundial con mayor capacidad de convocatoria entre la gente joven...
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