ARISTÓTELES Ética a Nicómaco

Libro III ACCIONES VOLUNTARIAS E INVOLUNTARIAS

1. Responsabilidad moral:
acto voluntario e involuntario

Dado que la virtud se refiere a pasiones y acciones, y que, mientras las voluntarias son objeto de alabanzas o reproches, las involuntarias lo son de indulgencia y, a veces, de compasión, es, quizá, necesario, para los que reflexionan sobre la virtud, definir lo voluntario y lo involuntario, y es también útil para los legisladores, con vistas a los honores y castigos.

Parece, pues, que cosas involuntarias son las que se hacen por fuerza o por ignorancia; es forzoso aquello cuyo principio es externo y de tal clase que en él no participa ni el agente ni el paciente; por ejemplo, si uno es llevado por el viento o por hombres que nos tienen en su poder. En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por alguna causa noble (por ejemplo, si un tirano que es dueño de los padres e hijos de alguien mandara a éste hacer algo vergonzoso, amenazándole con matarlos si no lo hacía, pero salvarlos si lo hacía), es dudoso si este acto es voluntario o involuntario. Algo semejante ocurre cuando se arroja el cargamento al mar en las tempestades, nadie sin más lo hace con agrado, sino que por su propia salvación y la de los demás lo hacen todos los sensatos.

Tales acciones son, pues, mixtas, pero se parecen más a las voluntarias, ya que cuando se realizan son objeto de elección, y el fin de la acción depende del momento. Así, cuando un hombre actúa, ha de mencionarse tanto lo voluntario como lo involuntario; pero en tales acciones obra voluntariamente, porque el principio del movimiento imprimido a los miembros instrumentales está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también radica en él el hacerlas o no. Son, pues, tales acciones voluntarias, pero quizá en sentido absoluto sean involuntarias, ya que nadie elegiría ninguna de estas cosas por sí mismo. A veces los hombres son alabados por tales acciones, cuando soportan algo vergonzoso o penoso por causas grandes y nobles; o bien, al contrarío, son censurados, pues soportar las mayores vergüenzas sin un motivo noble o por uno mediocre es propio de un miserable. En algunos casos, un hombre, si bien no es alabado, es, con todo, perdonado: tal sucede cuando uno hace lo que no debe por causas que sobrepasan la naturaleza humana y que nadie podría soportar. Hay, quizá, cosas a las que uno no puede ser forzado, sino que debe preferir la muerte tras terribles sufrimientos: así, las causas que obligaron al Alcmeón de Eurípides a matar a su madre resultan ridículas. A veces, sin embargo, es difícil decidir cuál de las dos alternativas ha de elegirse y cuál se ha de soportar, pero es más difícil aún permanecer en la decisión tomada, porque casi siempre lo que esperamos es doloroso, pero aquello a lo que se nos quiere obligar, vergonzoso, y, en virtud de esto, se alaba o censura a los que se han sometido o no a la violencia.

¿Qué clase de acciones, entonces, han de llamarse forzosas? ¿No son en sentido absoluto aquellas cuya causa es externa y el agente no participa en nada? Mas las que por sí mismas son involuntarias, pero en ciertos momentos son elegidas para evitar ciertas consecuencias y el principio está en el agente, si bien son involuntarias en sí mismas, en ciertos momentos y para evitar ciertas consecuencias son voluntarias. Con todo, se parecen más a las voluntarias, porque las acciones radican sobre actuaciones particulares, y en estos casos son voluntarias. No es fácil, sin embargo, establecer cuál de las alternativas ha de elegirse, porque se dan muchas diferencias en los casos particulares. Pero si alguien dijera que las cosas agradables y hermosas son forzosas (pues siendo externas nos compelen), todo será forzoso para él, ya que por esta causa todos hacen todas las cosas. Y aquellos que actúan por la fuerza y contra su voluntad lo hacen dolorosamente, y los que actúan a causa de lo agradable y hermoso, lo hacen con placer; y es ridículo culpar a la causa externa, y no a nosotros mismos, cuando hemos sido tan fácilmente cazados por estas cosas, y atribuirnos las acciones hermosas, pero imputar las vergonzosas al placer. Parece, entonces, que lo forzoso es aquello cuyo principio es externo, sin que el hombre forzado intervenga en nada.

Todo lo que se hace por ignorancia es no voluntario, pero, si causa dolor y pesar, es involuntario. En efecto, el que por ignorancia hace algo, cualquier cosa que ello sea, sin sentir el menor desagrado por su acción, no ha obrado voluntariamente, puesto que no sabía lo que hacía, pero tampoco involuntariamente, ya que no sentía pesar. Así, de los que obran por ignorancia, el que siente pesar parece que obra involuntariamente, pero el que no lo siente, ya que es distinto, (digamos que ha realizado un acto al que llamaremos «no voluntario», pues, ya que difiere del otro ), es mejor que tenga un nombre propio. Además, obrar por ignorancia parece cosa distinta del obrar con ignorancia: pues el embriagado o el encolerizado no parecen obrar por ignorancia, sino por alguna de las causas mencionadas, no a sabiendas sino con ignorancia. Pues todo malvado desconoce lo que debe hacer y de lo que debe apartarse, y por tal falta son injustos y, en general, malos. Ahora, el término «involuntario» tiende a ser usado no cuando alguien desconoce lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario sino de la maldad, como tampoco lo es la ignorancia universal (pues ésta es censurada), sino la ignorancia con respecto a las circunstancias concretas y al objeto de la acción. Pues en ellas radica tanto la compasión como el perdón, puesto que el que desconoce alguna de ellas actúa involuntariamente. No estaría mal, entonces, determinar cuáles y cuántas son, quién actúa y qué y acerca de qué o en qué, a veces también con qué, por ejemplo, con qué instrumento y por qué causa, por ejemplo, de la salvación, y cómo actúa, por ejemplo, serena o violentamente.

Ahora bien, nadie podría ignorar todas estas circunstancias, a no ser que estuviera loco, ni tampoco, evidentemente, quién es el agente, pues ¿cómo podría ignorarse a sí mismo? En cambio, puede uno ignorar lo que hace, por ejemplo, cuando alguien dice que se le escapó una palabra o que no sabía que era un secreto, como Esquilo con los misterios, o que, queriendo sólo mostrar su funcionamiento, se le disparó, como el de la catapulta. También podría uno creer que su propio hijo es un enemigo, como Mérope; o que la punta de hierro de la lanza tenía un botón; o que una piedra cualquiera era piedra pómez; o dando una bebida a alguien para salvarlo, matarlo por el contrario; o queriendo a uno darle una palmadita, noquearlo como en el pugilato. Puesto que uno puede ignorar todas estas cosas en las que está implicada la acción, el que desconoce cualquiera de ellas, especialmente las más importantes, se piensa que ha obrado involuntariamente, y por las más importantes se consideran las circunstancias de la acción y del fin. Además, una acción hecha según se dice involuntariamente, por causa de esta clase de ignorancia debe ir seguida de pesar y arrepentimiento.

Siendo involuntario lo que se hace por fuerza y por ignorancia, lo voluntario podría parecer que es aquello cuyo principio está en el mismo agente que conoce las circunstancias concretas en las que radica la acción. Pues, quizá, no está bien decir que son involuntarias las cosas que se hacen por coraje o apetito. En efecto, primero, ninguno de los otros animales haría nada voluntariamente ni tampoco los niños; segundo, ¿no realizamos voluntariamente ninguna de las acciones por causa del apetito o del coraje, o es que realizamos las buenas voluntariamente y las vergonzosas involuntariamente? ¿No sería la alternativa ridícula siendo una sola la causa? Pero sería, igualmente, absurdo llamar involuntarias las cosas que deben desearse. Al contrario, debemos irritarnos con ciertas cosas y desear otras, como la salud y la instrucción. Parece también que lo involuntario es penoso y lo apetecible agradable. Además, ¿en qué se distinguen, siendo involuntarios, los yerros calculados de los debidos al coraje? Ambos deben evitarse; y las pasiones irracionales no parecen menos humanas, de manera que las acciones que proceden de la ira y el apetito también son propias del hombre. Entonces es absurdo considerarlas involuntarias.

2. Naturaleza de la elección

Habiendo definido lo voluntario y lo involuntario, debemos tratar ahora de la elección, ya que parece ser más apropiado a la virtud y mejor juzgar los caracteres que las acciones. Es evidente que la elección es algo voluntario, pero no es lo mismo que ello, dado que lo voluntario tiene más extensión; pues de lo voluntario participan también los niños y los otros animales, pero no de la elección, y a las acciones hechas impulsivamente las llamamos voluntarias, pero no elegidas. Los que dicen que la elección es un apetito, o impulso, o deseo, o una cierta opinión, no parecen hablar rectamente. En efecto, la elección no es común también a los irracionales, pero sí el apetito y el impulso; y el hombre incontinente actúa por apetito, pero no por elección; el continente, al contrario, actúa eligiendo, y no por apetito. Además, el apetito es contrario a la elección, pero no el apetito al apetito. Y el apetito es de lo agradable o doloroso; la elección, ni de lo uno ni de lo otro.

La elección menos aún es un impulso, pues lo que se hace por impulso en modo alguno parece hecho por elección. Tampoco, ciertamente, es un deseo, a pesar de su manifiesta proximidad; pues no hay elección de lo imposible, y si alguien dijera elegirlo, parecería un necio, mientras que el deseo puede ser de cosas imposibles, por ejemplo, de la inmortalidad. Además, el deseo puede ser también de cosas que no podrían ser realizadas de ningún modo por uno mismo, por ejemplo, el deseo de que un cierto actor o atleta sean los vencedores; pero nadie elige estas cosas, sino las que uno cree poder realizar por sí mismo. Por otra parte, el deseo se refiere más bien al fin, la elección a los medios conducentes al fin: así deseamos estar sanos, pero elegimos los medios mediante los cuales podemos alcanzar la salud, y deseamos ser felices y así lo decimos, pero no podemos decir que elegimos serlo, porque la elección, en general, parece referirse a cosas que dependen de nosotros.

Tampoco la elección puede ser una opinión. En efecto, la opinión parece referirse a todo, a cosas externas e imposibles no menos que a las que están a nuestro alcance, y se distingue por ser falsa o verdadera, no por ser buena o mala, mientras que la elección, más bien, parece ser esto último. En general, entonces, quizá nadie diría que es lo mismo que la opinión, pero tampoco que (se identifica) con alguna en particular, pues tenemos un cierto carácter por elegir lo bueno o malo, pero no por opinar. Y elegimos tomar o evitar algo de estas cosas, pero opinamos qué es o a quién le conviene o como; pero de tomarlo o evitarlo en modo alguno opinamos. Además, se alaba la elección más por referirse al objeto debido, que por hacerlo rectamente; la opinión, en cambio, es alabada por ser verdadera. Elegimos también lo que sabemos exactamente que es bueno, pero opinamos sobre lo que no sabemos del todo; y no son, evidentemente, los mismos los que eligen y opinan lo mejor, sino que algunos son capaces de formular buenas opiniones, pero, a causa de un vicio, no eligen lo que deben. Si la opinión precede a la elección o la acompaña, nada importa: no es esto lo que examinamos, sino si la elección se identifica con alguna opinión.

Entonces, ¿qué es o de qué índole, ya que no es ninguna de las cosas mencionadas? Evidentemente, es algo voluntario, pero no todo lo voluntario es objeto de elección. ¿Acaso es algo que ha sido ya objeto de deliberación? Pues la elección va acompañada de razón y reflexión, y hasta su mismo nombre parece sugerir que es algo elegido antes que otras cosas.

3. La deliberación

¿Deliberamos sobre todas las cosas y todo es objeto de deliberación, o sobre algunas cosas no es posible la deliberación? Quizá deba llamarse objeto de deliberación no aquello sobre lo cual podría deliberar un necio o un loco, sino aquello sobre lo que deliberaría un hombre de sano juicio. En efecto, nadie delibera sobre lo eterno, por ejemplo, sobre el cosmos, o sobre la diagonal y el lado, que son inconmensurables; ni sobre las cosas que están en movimiento, pero que ocurren siempre de la misma manera, o por necesidad, o por naturaleza o por cualquier otra causa, por ejemplo, sobre los solsticios y salidas de los astros; ni sobre las cosas que ocurren ya de una manera ya de otra, por ejemplo, sobre las sequías y las lluvias; ni sobre lo que sucede por azar, por ejemplo, sobre el hallazgo de un tesoro. Tampoco deliberamos sobre todos los asuntos humanos, por ejemplo, ningún lacedemonio delibera sobre cómo los escitas estarán mejor gobernados, pues ninguna de estas cosas podrían ocurrir por nuestra intervención.

Deliberamos, entonces, sobre lo que está en nuestro poder y es realizable, y eso es lo que resta por mencionar. En efecto, se consideran como causas la naturaleza, la necesidad y el azar, la inteligencia y todo lo que depende del hombre. Y todos los hombres deliberan sobre lo que ellos mismos pueden hacer. Sobre los conocimientos exactos y suficientes no hay deliberación, por ejemplo, sobre las letras (pues no vacilamos sobre cómo hay que escribirlas); pero, en cambio, deliberamos sobre lo que se hace por nuestra intervención, aunque no siempre de la misma manera, por ejemplo, sobre las cuestiones médicas o de negocios, y sobre la navegación más que sobre la gimnasia, en la medida en que la primera es menos precisa, y sobre el resto de la misma manera, pero sobre las artes más que sobre las ciencias, porque vacilamos más sobre aquéllas.

La deliberación tiene lugar, pues, acerca de cosas que suceden la mayoría de las veces de cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro y de aquellas en que es indeterminado. Y llamamos a ciertos consejeros en materia de importancia, porque no estamos convencidos de poseer la adecuada información para hacer un buen diagnóstico. Pero no deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios que conducen a los fines. Pues, ni el médico delibera sobre si curará, ni el orador sobre si persuadirá, ni el político sobre si legislará bien, ni ninguno de los demás sobre el fin, sino que, puesto el fin, consideran cómo y por qué medios pueden alcanzarlo; y si parece que el fin puede ser alcanzado por varios medios, examinan cuál es el más fácil y mejor, y si no hay más que uno para lograrlo, cómo se logrará a través de éste, y éste, a su vez, mediante cuál otro, hasta llegar a la causa primera que es la última en el descubrimiento. Pues el que delibera parece que investiga y analiza de la manera que hemos dicho, como si se tratara de una figura geométrica (sin embargo, es evidente que no toda investigación es deliberación, por ejemplo, las matemáticas; pero toda deliberación es investigación), y lo último en el análisis es lo primero en la génesis. Y si tropieza con algo imposible, abandona la investigación, por ejemplo, si necesita dinero y no puede procurárselo; pero si parece posible, intenta llevarla a cabo. Entendemos por posible lo que puede ser realizado por nosotros, pues lo que puede ser realizado por medio de nuestros amigos, lo es en cierto modo por nosotros, ya que el principio de la acción está en nosotros. A veces lo que investigamos son los instrumentos, otras su utilización; y lo mismo en los demás casos, unas veces buscamos el medio, otras el cómo, otras el agente.

Parece, pues, como queda dicho, que el hombre es principio de las acciones, y la deliberación versa sobre lo que él mismo puede hacer, y las acciones se hacen a causa de otras cosas. El objeto de deliberación entonces, no es el fin, sino los medios que conducen al fin, ni tampoco las cosas individuales, tales como que si esto es pan o está cocido como es debido, pues esto es asunto de la perfección, y sí se quiere deliberar siempre, se llegará hasta el infinito.

El objeto de la deliberación es el mismo que el de la elección, excepto si el de la elección está ya determinado, ya que se elige lo que se ha decidido después de la deliberación. Pues todos cesamos de buscar cómo actuaremos cuando reconducimos el principio del movimiento a nosotros mismos y a la parte directiva de nosotros mismos, pues ésta es la que elige. Esto está claro de los antiguos regímenes políticos que Homero nos describe: los reyes anunciaban al pueblo lo que habían decidido. Y como el objeto de la elección es algo que está en nuestro poder y es deliberadamente deseado, la elección será también un deseo deliberado de cosas a nuestro alcance, porque, cuando decidimos después de deliberar, deseamos de acuerdo con la deliberación.

Esquemáticamente, entonces, hemos descrito la elección, sobre qué objetos versa y que éstos son los medios relativos a los fines.

4. Objeto de la voluntad

Hemos dicho ya que la voluntad tiene por objeto un fin, pero unos piensan que su objeto es el bien, y otros que es el bien aparente. Si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, se sigue que el objeto deseado por un hombre que no elige bien no es objeto de voluntad (ya que, si es objeto de voluntad, será también un bien; pero, así, sucedería que sería un mal); en cambio, para los que dicen que el objeto de la voluntad es el bien aparente, no hay nada deseable por naturaleza, sino lo que a cada uno le parece: a unos una cosa y a otros otra, y si fuera así, cosas contrarias. Y si estas consecuencias no nos satisfacen, ¿deberíamos, entonces, decir que el objeto de la voluntad es el bien, tomado de un modo absoluto y de acuerdo con la verdad, mientras que para cada persona es lo que le aparece como tal? Así, para el hombre bueno, el objeto de la voluntad es el verdadero bien; para el malo, cualquier cosa (lo mismo, para el caso de los cuerpos, si están en buenas condiciones físicas, es sano lo que verdaderamente lo es, pero, para los enfermizos, son otras cosas; e igualmente ocurre con lo amargo, lo dulce, lo caliente, lo pesado y todo lo demás). El hombre bueno, en efecto, juzga bien todas las cosas, y en todas ellas se le muestra la verdad. Pues, para cada modo de ser, hay cosas bellas y agradables, y, sin duda, en lo que más se distingue el hombre bueno es en ver la verdad en todas las cosas, siendo corno el canon y la medida de ellas. La mayoría, en cambio, se engaña, según parece, a causa del placer, pues parece ser un bien sin serlo. Y, por ello, eligen lo agradable como un bien y huyen del dolor como un mal.

5. La virtud y el vicio son voluntarios

Siendo, pues, objeto de la voluntad el fin, mientras que de la deliberación y la elección lo son los medios para el fin, las acciones relativas a éstos estarán en concordancia con la elección y serán voluntarias, y también se refiere a los medios el ejercicio de las virtudes. Y, así, tanto la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bello, lo estará, asimismo, para obrar cuando es vergonzoso. Y si está en nuestro poder hacer lo bello y lo vergonzoso e, igualmente, el no hacerlo, y en esto radicaba el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos. Decir que nadie es voluntariamente malvado ni venturoso sin querer, parece en parte falso y en parte verdadero: en efecto nadie es venturoso sin querer, pero la perversidad es algo voluntario. O, de otro modo, debería discutirse lo que acabamos de decir, y decir que el hombre no es principio ni generador de sus acciones como lo es de sus hijos. Pero si esto es evidente y no tenemos otros principios para referirnos que los que están en nosotros mismos, entonces las acciones cuyos principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias.

Todo ello parece estar confirmado, tanto por los individuos en particular, como por los propios legisladores: efectivamente, ellos castigan y toman represalias de los que han cometido malas acciones sin haber sido llevados por la fuerza o por una ignorancia de la que ellos mismos no son responsables, y, en cambio, honran a los que hacen el bien, para estimular a éstos e impedir obrar a los otros. Y, ciertamente, nadie nos exhorta a hacer lo que no depende de nosotros ni es voluntario, porque de nada sirve intentar persuadirnos a no sentir calor, dolor, hambre o cualquier cosa semejante, pues no menos sufriremos estas cosas. Incluso castigan el mismo hecho de ignorar, si el delincuente parece responsable de la ignorancia; así, a los embriagados, se les impone doble castigo; pues el origen está en ellos mismos, ya que eran dueños de no embriagarse, y la embriaguez fue la causa de su ignorancia. Castigan también a los que ignoran ciertas materias legales que deben saberse y no son difíciles; y lo mismo en los casos en los que la ignorancia parece tener por causa la negligencia, porque estaba en su poder no ser ignorantes, ya que eran dueños de poner atención. Pero, tal vez, alguno es de tal índole, que no presta atención. Pero ellos mismos, por vivir desenfrenadamente, son los causantes de su modo de ser, es decir, de ser injustos o licenciosos, unos obrando mal, otros pasando el tiempo en beber y cosas semejantes, pues son las conductas particulares las que hacen a los hombres de tal o cual índole. Esto es evidente en el caso de los que se entrenan para algún certamen o actividad, pues se ejercitan sin parar. Así, desconocer que los modos de ser se adquieren por las correspondientes actividades, es propio de un completo insensato. Además, es absurdo pensar que el injusto no quiera ser injusto o el que vive licenciosamente, licencioso. Si alguien a sabiendas comete acciones por las cuales se hará injusto, será injusto voluntariamente; pero no por la simple voluntad dejará de ser injusto y se volverá justo; como tampoco el enfermo, sano. Y si se diera el caso que enferma voluntariamente por vivir sin moderación y desobedecer a los médicos, entonces, sin duda, le sería posible no estar enfermo; pero, una vez que se ha abandonado, ya no, como tampoco el que ha arrojado una piedra puede recobrarla ya; sin embargo, estaba en su mano el cogerla y lanzarla, ya que el principio estaba en él. Igualmente, en el 'caso del justo y del licencioso, podían, en un principio, no llegar a serlo y, por eso, lo son voluntariamente; pero, una vez que han llegado a serlo, ya no les es posible no serlo.

Y no sólo son los vicios del alma voluntarios, sino en algunas personas también los del cuerpo, y, por eso, los censuramos. En efecto, nadie censura a los que son feos por naturaleza, pero sí a los que lo son por falta de ejercicio y negligencia. E igualmente ocurre con la debilidad y defectos físicos: nadie reprocharía al que es ciego de nacimiento o a consecuencia de una enfermedad o un golpe, sino que, más bien, lo compadecería; pero al que lo es por embriaguez o por otro exceso todo el mundo lo censuraría. Así, pues, de los vicios del cuerpo se censuran los que dependen de nosotros; pero los que no dependen de nosotros, no. Si esto es así, también en las demás cosas los vicios censurados dependerán de nosotros.

Uno podría decir que todos aspiran a lo que les parece bueno, pero que no pueden controlar la imaginación, sino que, según la índole de cada uno, así le parece el fin. Ahora, si cada uno es, en cierto modo, causante de su modo de ser, también lo será, en cierta manera, de su imaginación. De no ser así, nadie es causante del mal que uno mismo hace, sino que lo hace por ignorancia del fin, pensando que, al obrar así, alcanzará lo mejor; pero la aspiración al fin no es de propia elección, sino que cada uno debería haber nacido con un poder, como lo es el de la visión, para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero. Y, así, un hombre bien dotado es aquel, a quien la naturaleza ha provisto espléndidamente de ello, porque es lo más grande y hermoso y algo que no se puede adquirir ni aprender de otro, sino que lo conservará de la manera que corresponde a su cualidad desde el nacimiento, y el estar bien y bellamente dotado constituirá la perfecta y verdadera excelencia de su índole.

Si esto es verdad, ¿en qué sentido será más voluntaria la virtud que el vicio? Pues, al bueno y al malo, por igual se les muestra y propone el fin por naturaleza o de cualquier otro modo, y, refiriendo a este fin todo lo demás, obran del modo que sea. Así, si no es por naturaleza como el fin aparece a cada uno de tal o cual manera, sino que en parte depende de él, o si el fin es natural, pero la virtud es voluntaria porque el hombre bueno hace lo demás voluntariamente, entonces el vicio no será menos voluntario; pues, en el caso de un hombre malo, también sus reacciones están causadas por él, aun cuando no lo sea el fin. Así pues, como se ha dicho, si las virtudes son voluntarias (en efecto, nosotros mismos somos concausantes de nuestros modos de ser y, por ser personas de una cierta índole, nos proponemos un fin determinado), también los vicios lo serán, por semejantes razones.

Hemos tratado, pues, en general, de modo esquemático, el género de las virtudes, que son términos medios y modos de ser que, por sí mismos, tienden a practicar las acciones que las producen, que dependen de nosotros y son voluntarias, y que actúan como dirigidas por la recta razón. Con todo, las acciones no son voluntarias del mismo modo que los modos de ser, pues de nuestras acciones somos dueños desde el principio hasta el fin, si conocemos las circunstancias particulares; en cambio, de nuestros modos de ser somos dueños sólo del principio, pero su incremento no es perceptible, como en el caso de las dolencias. Sin embargo, ya que está en nuestro poder comportarnos de una manera u otra, son, por ello, voluntarios.

6. Examen acerca de varias virtudes: la valentía

Tomando ahora las virtudes una por una, digamos qué son, a qué cosas se refieren y cómo. Al mismo tiempo se dilucidará el aspecto de cuántas.

Vamos a empezar con la valentía. Ya ha quedado de manifiesto que es un término medio entre el miedo y la temeridad. Está claro que tememos las cosas temibles y que éstas son, absolutamente hablando, males; por eso, también se define el miedo como la espectación de un mal. Tememos, pues, todas las cosas malas, como la infamia, la pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte; pero el valiente no parece serlo en relación con todas estas cosas; pues algunas han de temerse y es noble temerlas, y no hacerlo es vergonzoso, por ejemplo, la infamia; el que la teme es honrado y decente; el que no la teme, desvergonzado. Y es sólo en sentido metafórico por lo que algunos llaman a éste audaz, ya que tiene algo semejante al valiente, pues el valiente es un hombre que no teme. Quizá no se debería temer la pobreza ni la enfermedad ni, en general, los males que no provienen de un vicio ni los causados por uno mismo. Pero tampoco es valiente el que no teme estas cosas (lo llamamos así, en virtud de una analogía); pues algunos, que son cobardes en los peligros de la guerra, son generosos y tienen buen ánimo frente a la pérdida de su fortuna. Tampoco es uno cobarde, si teme los insultos a sus hijos o a su mujer, o teme la envidia o algo semejante; ni valiente, si se muestra animoso cuando van a azotarlo.

Ahora bien, ¿cuáles son las cosas temibles que soporta el valiente? ¿Acaso las más temibles? Nadie, en efecto, puede soportar mejor que él tales cosas. Ahora bien, lo más temible es la muerte: es un término, y nada parece ser ni bueno ni malo para el muerto. Sin embargo, ante la muerte no parece que el valiente lo sea en toda ocasión, como, por ejemplo, en el mar o en las enfermedades. ¿En qué casos, entonces? ¿Sin duda, en los más nobles? Tales son los de la guerra, pues aquí los riesgos son los mayores y más nobles; y las honras que tributan las ciudades y los monarcas son proporcionadas a estos riesgos. Así se podría llamar valiente en el más alto sentido al que no teme una muerte gloriosa ni las contingencias que lleva consigo, como son, por ejemplo, las de la guerra. Y no menos osado es el valiente en el mar que en las enfermedades, pero no de la misma manera que los marinos: pues mientras aquél desespera de su salvación y se indigna de una tal muerte, los marinos, en cambio, están esperanzados gracias a su experiencia. Y podemos añadir que un hombre también muestra su valor en los casos en que se requiere valentía o es glorioso morir; pero en tales desgracias no se da ninguna de estas circunstancias.

7. Continuación del examen sobre la valentía:
cobardia y temeridad

Lo temible no es para todos lo mismo, pero hablamos, incluso, de cosas que están por encima de las fuerzas humanas. Éstas, entonces, son temibles para todo hombre de sano juicio. Pero las temibles que son a la medida del hombre difieren en magnitud y en grado, y, asimismo, las que inspiran coraje. Ahora bien, el valiente es intrépido como hombre: temerá, por tanto, tales cosas, pero como se debe y como la razón lo permita a la vista de lo que es noble, pues éste es el fin de la virtud. Sin embargo, es posible temer esas cosas más o menos, y también temer las no temibles como si lo fueran. De este modo, se cometen errores al temer lo que no se debe o como no se debe o cuando no se debe o en circunstancias semejantes, y lo mismo en las cosas que inspiran confianza. Así pues, el que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido, y en la manera y tiempo debidos, y confía en las mismas condiciones, es valiente, porque el valiente sufre y actúa de acuerdo con los méritos de las cosas y como la razón lo ordena. Ahora, el fin de toda actividad está de acuerdo con el modo de ser, y para el valiente la valentía es algo noble, y tal lo será el fin correspondiente, porque todo se define por su fin. Es por esta nobleza, entonces, por lo que el valiente soporta y realiza acciones de acuerdo con la valentía.

De los que se exceden, el que se excede por falta de temor carece de nombre (ya hemos dicho antes que muchos de estos modos de ser no tienen nombre); pero sería un loco o un insensible, si no temiera nada, ni los terremotos, ni las olas, como se dice de los celtas. El que se excede en audacia respecto de las cosas temibles es temerario. Éste parece ser también un jactancioso con apariencias de valor; al menos quiere manifestarse como un valiente frente a lo temible y, por tanto, lo imita en lo que puede. Por eso, la mayoría son unos cobardes jactanciosos, pues despliegan temeridad en tales situaciones, pero no soportan las cosas temibles. El que se excede en el temor es cobarde; pues teme lo que no se debe y como no debe, y todas las otras calificaciones le pertenecen. Le falta también coraje, pero lo más manifiesto en él es su exceso de temor en las situaciones dolorosas. El cobarde es, pues, un desesperanzado, pues lo teme todo. Contrario es el caso del valiente, pues la audacia es la característica de un hombre esperanzado. El cobarde, el temerario, el valiente, entonces, están en relación con las mismas cosas, pero se comportan de diferente manera frente a ellas. Pues los dos primeros pecan por exceso o por defecto, mientras que el tercero mantiene el justo medio y como es debido. Los temerarios son, ante el peligro, precipitados y lo desean, pero ceden cuando llega; los valientes, en cambio, son ardientes en la acción, pero tranquilos antes de ella.

Como hemos dicho, pues, la valentía es un término medio en relación con las cosas que inspiran confianza o temor, y en las situaciones establecidas, y elige y soporta el peligro porque es honroso hacerlo así, y vergonzoso no hacerlo. Pero el morir por evitar la pobreza, el amor o algo doloroso, no es propio del valiente, sino, más bien, del cobarde; porque es blandura evitar lo penoso, y no sufre la muerte por ser noble, sino por evitar un mal.

8. Diferentes formas de valor

El valor es, pues, algo de esta índole, pero el término se aplica también a otras cinco formas. Ante todo, el valor cívico, que es el más parecido al verdadero valor. En efecto, los ciudadanos se exponen, a menudo, a los peligros para evitar los castigos establecidos por las leyes, o los reproches, o para obtener honores, y por esto parecen ser los más valientes aquellos en cuyas ciudades los cobardes son deshonrados y los valientes honrados. Homero considera valientes a hombres tales como Diomedes y Héctor:

Polidamante será el primero en echarme reproches.

Y Diomedes:

Héctor un día dirá arengando a los troyanos: «El hijo de Tideo huyó de mí... ».

Este género de valentía es la que más se parece a la descrita anteriormente, porque nace de una virtud; es, en efecto, resultado del pudor y del deseo de gloria (esto es, del honor), y de rehuir la infamia, por ser vergonzosa. En la misma categoría se podrían colocar también los que son obligados por sus gobernantes; pero son inferiores, por cuanto no obran por vergüenza sino por miedo, y no rehúyen lo vergonzoso, sino lo penoso. Pues los señores los obligan, como Héctor:

Aquel a quien yo encuentre zafándose de la batalla no le quedará esperanza de escapar a los perros.

Lo mismo hacen los que colocan sus tropas y azotan a los que abandonan los puestos, y los que sitúan a sus hombres delante de trincheras o cosas análogas: todos ellos obligan. Pero uno no debe ser valiente por necesidad, sino porque es hermoso.

La experiencia de las cosas particulares también parece ser una cierta valentía, y de ahí que Sócrates opinara que la valentía es ciencia. Todo hombre difiere por tener experiencia en diferentes campos, y así los soldados la tienen en las cosas de la guerra. Efectivamente, en la guerra hay, según parece, muchos temores vanos, que los soldados reconocen mejor que nadie, de suerte que aparecen como valientes porque los demás no conocen cuáles son. Además, gracias a su experiencia, son más efectivos en el ataque y en la defensa, ya que saben servirse de las armas y poseen las mejores tanto para atacar como para defenderse, y, así, luchan como armados contra inermes o como atletas contra aficionados. Pues, en tales contiendas, no son los más valientes los que mejor luchan, sino los más fuertes y los que tienen los mejores cuerpos. Mas los soldados se vuelven cobardes cuando el peligro es excesivo o son inferiores en número o en armamento, pues son los primeros en huir, mientras los ciudadanos mueren en sus puestos, como sucedió en el templo de Hermes(1), porque para ellos el huir es vergonzoso y la muerte es preferible a semejante salvación. Los profesionales, en cambio, se arriesgan al principio creyendo ser más fuertes, pero cuando descubren su inferioridad huyen, porque temen la muerte más que la vergüenza; pero el valiente no es de tal índole.

El coraje también se toma por valentía, pues parecen, asimismo, valientes los que arrebatadamente se lanzan como las fieras contra los que los han herido, porque es un hecho que los valientes son fogosos (ya que el coraje es lo más audaz frente a los peligros). Por eso dice Homero: «infundió vigor a su ánimo», «despertó su ardor y coraje», «y exhalando fiero vigor por sus narices», «y le hirvió la sangre». Todas estas expresiones, en efecto, parecen indicar la excitación y empuje del coraje. Ahora bien, los hombres valientes obran a causa de la nobleza, pero su coraje coopera; pero las fieras atacan con el dolor cuando las han herido o porque tienen miedo, ya que cuando están en la selva no se acercan. Así, cuando las fieras empujadas por el dolor y el coraje se lanzan hacia el peligro sin prever nada terrible, no son valientes, puesto que así también los asnos serían valientes cuando tienen hambre, ya que ni los golpes los apartan del pasto. También los adúlteros a causa del deseo realizan muchas audacias. La valentía más natural parece ser la inspirada por el coraje, cuando se le añaden elección y finalidad. Los hombres, en efecto, sufren cuando están irritados y se alegran cuando se vengan, pero los que luchan por estas causas son combativos, no valerosos, porque luchan no por una causa noble y según la razón se lo dicta, sino por apasionamiento; con todo, se parecen a los valerosos.

Los animosos tampoco son valientes, pues muestran coraje frente a los peligros por haber vencido muchas veces y a muchos; pero son muy semejantes a los valientes, porque ambos son intrépidos; sin embargo, los valientes lo son por las razones antes dichas; los otros, por creer que son los más fuertes y que no les pasará nada. (Así actúan también los que se emborrachan, pues se vuelven animosos.) Pero, cuando las cosas no suceden como esperaban, huyen; en cambio, es propio del valiente afrontar los peligros temibles para un hombre, ya sean reales o aparentes, porque es honroso hacerlo así y vergonzoso no hacerlo. En vista de ello, parece ser distintivo del hombre que sobresale en valentía no tener temor y mostrarse más imperturbable en los peligros repentinos que en los previsibles, porque esta actitud es resultado del modo de ser antes que de la preparación; pues las acciones previsibles pueden decidirse por cálculo y razonamiento, pero las súbitas se deciden según el carácter.

Los ignorantes del peligro parecen también valientes y no están lejos de los animosos, pero son inferiores por cuanto no tienen ninguna dignidad, y aquéllos sí. Por eso, los animosos resisten durante algún tiempo, mientras que los que van engañados huyen cuando saben o sospechan que las circunstancias son otras. Es lo que les sucedió a los argivos en su encuentro con los espartanos a quienes tomaron por sicionios.

Hemos dicho, pues, qué clase de hombres son los valientes y quiénes son considerados valientes.

9. Relación del valor con el placer y el dolor

El valor tiene relación con la confianza y el temor, pero no se refiere a ambos de la misma manera, sino, más bien, a las cosas que inspiran temor. Pues el que se muestra imperturbable ante ésta y se porta como es debido es más valiente que el que obra así frente a cosas que inspiran confianza. Se les llama, pues, valientes a los hombres por soportar lo que es penoso, como hemos dicho. De ahí que la valentía sea algo penoso y, con razón, se la alabe, pues es más difícil soportar los trabajos y apartarse de las cosas agradables. Con todo, podría parecer que el fin de la valentía es agradable, aunque queda oscurecido por lo que le rodea; tal ocurre en los certámenes gimnásticos, pues el fin de la lucha, aquello por lo que se lucha, es agradable --la corona y los honores--; pero recibir los golpes es doloroso y penoso --son hombres de carne--, y así todo el esfuerzo; y como estas cosas son muchas, y aquello por lo que se lucha pequeño, no parece ésta tener en sí ningún placer. Así, si tal es el caso del valor, la muerte y las heridas serán penosas para el valiente y contra su voluntad, pero las soportará porque es hermoso, y es vergonzoso no hacerlo. Y cuanto más posea la virtud en su integridad y más feliz sea, tanto más penosa le será la muerte, pues para un hombre así el vivir es lo más digno, y él, conscientemente, se privará de los mayores bienes, y esto es doloroso. Sin embargo, no es menos valiente, sino, quizás, más, porque en la guerra preferirá lo glorioso a los otros bienes. Así pues, no en todas las virtudes existe una actividad agradable, sino en la medida en que se alcanza el fin. Los mejores soldados no son, por tanto, los hombres con tales cualidades, sino los que son menos valientes, pero que no poseen ningún otro bien; pues éstos están dispuestos a afrontar los peligros y a arriesgar su vida por poca ganancia.

Sobre el valor, baste con lo dicho. De lo tratado no es difícil comprender su naturaleza, al menos esquemáticamente.

10. La moderación

Después de esto, vamos a hablar de la moderación, dado que éstas parecen ser las virtudes de las partes irracionales. Ya hemos dicho que la moderación es un término medio respecto de los placeres, pues se refiere a los dolores en menor grado y no del mismo modo; y en los placeres se muestra también la intemperancia. Especifiquemos ahora a qué placeres se refiere.

Distingamos, pues, los del cuerpo y los del alma, como, por ejemplo, la afición a los honores y el deseo de aprender; pues cada uno se complace en aquello hacia lo cual siente afición sin que el cuerpo sea afectado en nada, sino, más bien, su mente. A los que están en relación con estos placeres no se les llama ni moderados ni licenciosos. Tampoco, igualmente, a los que buscan todos los demás placeres que no son corporales; pues, los que son aficionados a contar historias o novelas a pasarse los días comentando asuntos triviales, los llamamos charlatanes, pero no licenciosos, como tampoco a los que se afligen por pérdidas de dinero o amigos.

La moderación, entonces, tendría por objeto los placeres corporales, pero tampoco todos ellos; pues a los que se deleitan con las cosas que conocemos a través de la visión, como los colores, las formas y el dibujo, no los llamamos ni moderados ni licenciosos; aunque en esto podría parecer que puede gozarse como es debido, o con exceso o defecto.

Así, también, con los placeres del oído. A los que se deleitan con exceso en las melodías o las representaciones escénicas nadie los llama licenciosos, ni moderados a los que lo hacen como es debido. Ni a los que disfrutan con el olfato, salvo por accidente: a los que se deleitan con los aromas de frutas, rosas o incienso, no los llamamos licenciosos, sino, más bien, a los que se deleitan con perfumes o manjares. Pues los licenciosos se deleitan con éstos, porque esto les recuerda el objeto de sus deseos. Se podría también observar a los demás que, cuando tienen hambre, se deleitan con el olor de la comida; pero deleitarse con estas cosas es propio del licencioso, porque, para él, son objeto de deseo.

En los demás animales, tampoco hay placer en estas sensaciones, excepto por accidente, pues los perros no experimentan placer al oler las liebres, sino al comerlas; pero el olor produce la sensación; tampoco el león, con el mugido del buey, sino al devorarlo; pero se da cuenta de que está cerca por el mugido y, por ello, parece experimentar placer con él; igualmente, tampoco por ser «un ciervo o una cabra montés», sino porque tendrá comida.

También la moderación y la intemperancia están en relación con otros placeres de los que participan, asimismo, los demás animales, y por eso esos placeres parecen serviles y bestiales, y éstos son los del tacto y el gusto. Pero el gusto parece usarse poco o nada, porque lo propio del gusto es discernir los sabores, lo que hacen los catadores de vinos y los que sazonan los manjares, pero no experimentan placer con ello, al menos los licenciosos, sino en el goce que tiene lugar por entero mediante el tacto, tanto en la comida, como en la bebida y en los placeres sexuales. Por eso, un glotón pedía a los dioses que su gaznate se volviera más largo que el de una grulla, creyendo que experimentaba el placer con el contacto.

Así pues, el más común de los sentidos es el que define el desenfreno, y con razón se le censura, porque lo poseemos no en cuanto hombres, sino en cuanto animales. El complacerse con estas cosas y amarlas sobre medida es propio de bestias; se exceptúan los más nobles de los placeres del tacto, como los que se producen en los gimnasios mediante las fricciones y el calor; pues el tacto propio del licencioso no afecta a todo el cuerpo, sino a ciertas partes.

11. Continuación de la moderación:
apetitos comunes y peculiares

De los apetitos, unos parecen ser comunes a todos o los hombres; otros, peculiares y adquiridos; por ejemplo, el apetito del alimento es natural, pues todo el que está en necesidad desea alimento sólido o líquido, y a veces ambos; y el joven que está en el vigor de la edad apetece la unión carnal, como dice Homero; pero no todos apetecen tal o cual cosa, ni las mismas. Y es por esto por lo que el apetito parece ser algo nuestro. Sin embargo, tiene también algo de natural, porque unas cosas son agradables a unos y otras a otros, y todavía hay algunas que son más agradables a todos que las ordinarias.

Ahora bien, en los apetitos naturales pocos yerran, y en una sola dirección, el exceso; pues el comer o beber cualquier cosa hasta la saciedad es exceder la medida natural, ya que el apetito natural es la satisfacción de la necesidad. Por eso, esos hombres son llamados tragones, porque llenan su estómago más allá de lo necesario, y se vuelven así los que son demasiado serviles.

Mas, acerca de los placeres peculiares, muchos son los que yerran de muchas maneras. Pues, mientras los que se llaman aficionados a tal o cual cosa yerran, o por encontrar placer en lo que no se debe o más que la mayoría o como no se debe, los incontinentes, en cambio, se exceden en todo; pues ellos encuentran placer en lo que no se debe (ya que tales cosas son abominables), y si en alguna de ellas debe uno complacerse, se complacen más de lo debido y más que la mayoría. Claramente, pues, el exceso respecto de los placeres es incontinencia y resulta censurable. En cuanto a los dolores, uno no es llamado --como en el caso de la valentía-- «moderado» por soportarlo, ni «incontinente » por no soportarlo; sino que el incontinente lo es por afligirse más de lo debido cuando no alcanza los placeres (y es el placer el que le produce el dolor), y el moderado lo es porque no se aflige por la falta y abstinencia de lo placentero.

El licencioso, pues, desea todos los placeres o los más placenteros y es conducido por este apetito a preferir unos en vez de otros; y de ahí que se aflija por no conseguirlos y por el mero hecho de apetecerlos (porque el apetito va acompañado de dolor, aunque parezca absurdo sentir dolor a causa del placer). Personas que se quedan atrás respecto de los placeres y se complacen en ellos menos de lo debido, apenas existen, porque tal insensibilidad no es humana; pues incluso los animales distinguen los alimentos, y se complacen en unos y no en otros. Así, si para alguien no hubiera nada agradable y ni diferencia alguna entre una cosa u otra, estaría lejos de ser un hombre. Tal persona no tiene nombre, porque difícilmente existe.

El moderado ocupa el término medio entre estos extremos, porque no se complace en lo que más se complace el licencioso, sino que, más bien, le disgusta, ni se complace, en general, con lo que no debe, ni en nada con exceso, y cuando estas cosas faltan no se aflige ni las desea, o sólo moderadamente, y no más de lo que debe o cuando no debe, ni, en general, ninguna de estas cosas; y cuantas cosas agradables conducen a la salud o al bienestar, las deseará con medida y como se debe, y lo mismo, las restantes cosas agradables que no impiden aquellos bienes o no son extrañas a lo noble o'no exceden de sus recursos. Porque el que no tiene tal disposición ama más esos placeres que la dignidad, y el moderado no es así, sino que su guía es la recta razón.

12. La intemperancia

La intemperancia parece más voluntaria que la cobardía; pues la primera surge a causa del placer, la segunda a causa del dolor, y mientras uno se elige, el otro se rehúye. Además, el dolor altera y destruye la naturaleza del que lo tiene, pero el placer no hace nada de esto. Es, por tanto, más voluntario y, por eso, también más censurado. Y es más fácil acostumbrarse a estas cosas, pues hay muchas así en la vida y ningún peligro existe para los que se acostumbran a ellas, mientras que con las cosas temerosas ocurre lo contrario.

Podría parecer que la cobardía es voluntaria no como sus manifestaciones concretas, porque la cobardía en sí misma no es dolorosa mientras que aquélla nos altera a causa del dolor hasta el punto de arrojar las armas y cometer otras acciones vergonzosas; y, por eso, parecen ser forzosas. Por el contrario, para el intemperante, las acciones concretas son voluntarias (pues las apetece y desea), pero, en carácter general, lo son menos, ya que nadie desea ser intemperante.

Aplicamos también el nombre de intemperancia a las faltas de los niños, y tienen, en efecto, cierta semejanza. Cuál ha dado nombre a cuál no nos importa ahora, pero es evidente que el posterior lo ha recibido del anterior. La transferencia de nombre no parece haberse verificado sin motivo: hay que contener, en efecto, al que tiende a cosas feas y tiene mucho desarrollo, y tal apetito se da principalmente en los niños; porque los niños viven según el apetito y en ellos se da, sobre todo, el deseo de lo agradable. Así, si este deseo no se encauza y somete a la autoridad, irá muy lejos; porque el deseo de lo placentero es insaciable y absoluto para el que no tiene uso de razón y el ejercicio del apetito aumenta la tendencia natural, y si los apetitos son grandes e intensos desalojan el raciocinio. Por eso, los apetitos han de ser moderados y pocos, y no oponerse en nada a la razón --nosotros llamamos a esto ser obediente y refrenado--, y, así como el niño debe vivir de acuerdo con la dirección del preceptor, también los apetitos de acuerdo con la razón. Por ello, los apetitos del hombre moderado deben estar en armonía con la razón, pues el fin de ambos es lo bueno, y el hombre moderado apetece lo que debe y como y cuando debe, y esa es la manera de ordenarlo la razón.

Ésta es, pues, nuestra exposición sobre la moderación.


1. En Coronea, en el curso de la guerra sagrada (353 a. C.), los mercenarios huyeron; los ciudadanos de Coronea, en cambio, resistieron hasta la muerte.