El sentimiento de culpabilidad

por Joan Baptista Torelló


La leyenda de aquel caballero medieval que, habiendo cometido un asesinato, quiere obtener la absolución de su culpa amenazando con la espada a su Obispo, y que, al oír la negativa de éste, no lo mata, sino que se marcha exclamando desdeñosamente: «no te amo bastante para mandarte al cielo tan expeditamente», ilustra una situación hoy día apenas imaginable. El hombre medieval no era ciertamente mejor ni peor que el hombre de nuestro tiempo, pero vivía en la presencia de Dios. Sus virtudes y sus vicios, sus leyes y su mentalidad, su arte y su política; en una palabra, su cultura entera, estaban impregnados de la presencia de Dios.

La revolución humanista colocó de repente en el centro de la vida al hombre: el mundo pertenece al hombre, está aquí para el hombre y debe ser dominado por él. El teocentrismo se troca en antropocentrismo... y fue una embriaguez, un entusiasmo presuntuoso, una borrachera intelectual que debía durar cuatro siglos. La secularización permeó y plasmó todos los cantones de la existencia moderna. Todo fue hurgado y purgado de antiguas jerarquías de valores. Surgieron ciencias (¡separadas!), estados, nacionalismos y colonialismos, nuevas cosmovisiones y finalmente la técnica. Dios fue expulsado de la naturaleza y de la cultura. El romanticismo, el liberalismo y la fe en el progreso cantaron a los nuevos dioses: la razón, la técnica, el bienestar. Aldous Huxley resumió este movimiento impetuoso en una frase famosa: «El hombre que se llama pomposamente moderno se ha instalado en el profana profanorum.» Desde 1965 algunos teólogos protestantes americanos hablaron de una nueva teología: «La muerte de Dios», y afirmaron que el mundo había entrado en una era poscristiana.

El pecado, la culpa humana propiamente dicha, tiene un carácter esencialmente dialógico: «Tibi soli peccavi»: se peca solamente contra Dios. Y si Dios ha desaparecido del horizonte del hombre contemporáneo, también, en consecuencia, se ha marchitado para él todo sentimiento de culpabilidad. J. P Sartre lo dijo lapidariamente: «Con su eclipse se desvanece todo valor en el cielo de nuestra inteligencia.» El Papa Pío XII pudo también por lo mismo sentenciar: «El mayor pecado del mundo de hoy consiste en la pérdida del sentido del pecado.»

El intento de elaborar una moral sin Dios -el moralismo iluminista con todo su bagaje de formalismo, la frialdad de la ética kantiana, la «moral sin pecado» -del psicoanalista Hesnard- tropezó, sin embargo, contra una ola de determinismos variadísimos: idealismo, positivismo, marxismo, psicologismo que de hecho eliminaban la responsabilidad humana, y se estrelló finalmente con la furia del homo faber de la cultura tecnicista, con el pragmatismo que mira tan sólo al bienestar material, dando lugar al naufragio de multitud de valores morales y de la comprensión totalista de la realidad humana. La moral sin Dios fracasó estrepitosamente.

Se podría colegir lógicamente que en nuestro mundo desprovisto de moral no caben ni el pesar ni el sentimiento de culpabilidad. Contrariamente a esta hipótesis se ha podido comprobar que la humanidad, quizá nunca como hoy, se ha sentido atormentada por sentimientos de culpa. Se diría que la culpa, en sentido moral-teológico de la conciencia, ha vuelto a entrar en ella subrepticiamente por la puerta falsa del sentimiento patológico de culpabilidad: dos guerras mundiales pavorosas, la vergüenza de las interminables y siempre renacientes guerras locales y la aplicación de los descubrimientos científicos a la aniquilación de las poblaciones civiles han inaugurado una época de procesos crueles, de acusaciones y autoacusaciones, de campos de prisioneros, de persecuciones, revisionismos, irredentismos, neurosis, angustias, náuseas y desesperaciones sin cuento. El hombre recién salido del ámbito protector de la naturaleza, un tiempo misteriosa y numinosa, al aire de una libertad inconsueta, experimenta casi por primera vez en la historia un sentimiento de desolación y de desamparo en este mundo, que habiéndole venido a las manos con suma docilidad, no es capaz ya de ofrecerle ningún calor de hogar (H. U. von Balthasar).

Esta soledad existencial ha sido explorada en todas sus dimensiones y el hombre ha redescubierto el infierno, ha encontrado otra vez el demonio. El demonio: con él dialoga Iván Karamazov (Dostoievsky), con él pacta Adrián Leverkuhn (T Mann), con él lucha cuerpo a cuerpo el Abbé Donissan, de Bernanos, después de una larga noche de errar juntos por un paisaje laberíntico de pesadilla. El infierno: en él pasa una estación del año Rimbaud, a él desciende Freud con su psicoanálisis («¡Allá abajo es horrible!»), en él se mueven los personajes de Strindberg, de Wedekind y Sartre: el infierno del amor, del matrimonio, de la sociedad en general: «Lénfer cést les autres!». Los subterráneos de Nueva York (Kerouac), el sanctuary, de Faulkner, la ciudad visitada por los rinocerontes, de Ionesco, el hotel bergmaniano de Timoka, el trágico cocktail-party de «¿Quién teme a Virginia Wolf?», de Albee, y el manicomio de Marat-Sade-Peter Weiss... son las nuevas imágenes del infierno del hombre que, después de la nietscheana «muerte de Dios» y con el embarazoso peso de su cadáver en los brazos, cae en un estado de esencial condenación.

En un principio se levantó la protesta («me siento culpable y por esto acuso a Dios»). El mal es sentido como una tragedia, y la tragedia, incluso la del demonio, despierta compasión: el abismo fascina a Shakespeare y a Marlowe, pero desde Milton y Blake, pasando por Bohme, Schelling y Hegel -la negación creadora, que sin embargo, no niega a Dios-, pasando por el satanismo de Baudelaire y de Balzac y por el pandemonismo de Jouhandeau, desemboca en la compasión de Papini por el mismo Satanás. Iván Karamazov «rechaza el billete de entrada en el cielo» como protesta contra el desorden del mundo. Kafka siente la culpa como algo externo que nos asalta y condena sin razón y sin posible explicación: Dios permanece tan escondido que no se sabe si realmente existe.

Bajo la influencia de la doctrina heideggeriana, según la cual el existente en cuanto tal es culpable, las nuevas generaciones no se ocupan ya de los inocentes martirizados que claman venganza al cielo: para llegar a experimentar la verdadera realidad existencial hay que hundirse precisamente en el infierno de la culpa. Los héroes de Malraux no conocen ningún optimismo ateo y ninguna conciencia tranquila: se sumergen en las profundidades del mal hasta llegar en la angustiosa vivencia de un vivir sin significado, con el único orgullo de saber enfrentarse con la inanidad del ser, con la muerte misma. El rebelde de Camus vive la peste africana como el dolor universal, la existencia como la responsabilidad más aplastante «porque toda acción humana en este mundo puede ser de hecho un homicidio»: por esto se siente cada vez más «humillado» (La caída) y osa en la versión teatral de «Réquiem por una mujer», de Faulkner, aludir a la necesidad de un Redentor de la culpa que a todos nos envuelve: la negra Nancy va hacia el cadalso recitando en voz alta los versos de un salmo: «Tú eres la corriente y la roca. Tú lavarás nuestras heridas y nos librarás del tormento de la muerte», parecidamente a los condenados a cadena perpetua, de Jean Cau, que, alocadamente, intentan buscar entre ellos mismos a un salvador y redentor.

Y no es casualidad si los pervertidos Gide, George y Wilde predican la asunción del mal como fuente de vitalidad y de belleza, como experiencia del espíritu y del mismo bien. Actitud y doctrina que Thomas Mann desarrolla poco a poco desde la degeneración progresiva de los Buddenbrocks, pasando por las fosforencias de la corrupción de la Muerte en Venecia y precipitando en el infierno mismo del Doctor Faustus.

El paso sucesivo era inevitable: situarse en la indiferencia absoluta, más allá del bien y del mal, en la siniestra región en la que culpa y virtud se identifican con definitiva superioridad sobre «el diablo y el buen Dios» (J. P Sartre). Allí se vive la desesperada libertad humana, que se vuelve contra Dios, contra el bien y contra el mal, con la misma náusea ante el bien que ante el mal, con el mismo tedio y aburrimiento, como fracaso total de la existencia.

Finalmente, desaparece de este escenario espeluznante cualquier sentimiento vital: ninguna revuelta, ninguna angustia existencial, ninguna voluntad de humanismo. La descomposición domina en una literatura que amalgama hombres y cosas, que sólo sabe describir objetos con enervante minuciosidad: el hombre se convierte en una cosa, en un hecho meramente relacional. Robbe-Grill el, fundador del noveau roman, declarará: «el mundo no tiene sentido ni carece de significado. No es más que esto: objetos y gestos que se superponen por la sola fuerza de su desnuda facticidad.» El mundo de Becket, de Ionesco, de algunas películas de Antonioni y de la nouvelle vague francesa y alemana: el mundo de la total alienación, poblado de insectos y larvas esquizofrénicas...

Se podría pensar que todo esto no ha sido más que un brote de romanticismo, una enfermedad cultural que afecta tan sólo a una «élite» de intelectuales..., pero los médicos, y especialmente los psiquiatras, se ven asediados a diario por una multitud de impacientes de todas las categorías sociales y profesionales atenazados por sentimientos de culpa que van desde el remordimiento roedor por íntimos fracasos personales hasta la sensación de ser culpables de catástrofes familiares, nacionales y aun mundiales. Hombres y mujeres de la más diversa formación y cultura que se sienten criminales, indignos de consideración, que no merecen más que castigo, desprecio y destierro de la sociedad civil, y sobre cuyas cabezas pesa constantemente la espada de Damocles de la eterna condenación. Melancólicos de esta suerte se castigan a sí mismos no raramente con el suicidio. Otros son simplemente «hipersensibles», que hablan siempre en voz baja, que tratan a todo el mundo con singular modestia, que revuelven continuamente su conciencia, sus intenciones más secretas, sus errores y faltas más leves y se apesadumbran bajo la certeza de haber dañado, incluso físicamente, a los seres más queridos bajo el imperio de una fuerza maligna irresistible: su autopunición preferida consiste en este incesante autoanalizarse severísimo, y en rituales de purificantes y de preservación. Peregrinan de un médico a otro, de un confesor a otro, nunca satisfechos, nunca consolados. Perfeccionistas que se esconden detrás de gafas negras, tímidos, pobres de contacto, exquisitamente deferentes, exageradamente puntuales, exactos, obsesionados por la higiene, por la seguridad, por la puntillosidad.... cuya profunda angustia se traiciona frecuentemente en tics, en ademanes espasmódicos y aun en inesperadas crisis de agresividad. Su hipersensibilidad agarrota sus posibilidades vitales en la superficie de la persona, estancándose semi o inconscientemente en la zona oscura de la corporalidad, dando lugar a las más variadas disfunciones psicosomáticas.

Los sentimientos patológicos de culpabilidad, más o menos bien camuflados, se refieren casi siempre al pecado en sentido estricto moral-teológico, pero revelan siempre un carácter monológico, egocéntrico. Se sufre por ellos, pero en realidad se advierte que más bien que de la culpa en sí misma se sufre de haberla cometido ellos. Estos sentimientos de culpabilidad describen y manifiestan un enfermizo egocentrismo, una alienación, una falta de contacto con la realidad que caracterizan al man heideggeriano (el ser neutro e indefinido) arrojado al mundo y «existente solamente en cuanto problemático» (G. Marcel). Ya Stekel describió en muchas frigideces sexuales el «no poder» como un «no deber», y recientemente se ha despistado en muchas «anorexias nerviosas» una transferencia de sentimientos de culpabilidad debidos a un fracaso existencial representado en la esfera corporal en forma de desgana, de falta de apetito o de «inapetencia» en el mças amplio sentido de la palabra.

[Freud]

Freud pensó que todo sentimiento de culpabilidad derivaba del temor ante la autoridad -paterna o social-, asumida más tarde por el llamado «super-ego». El mal, según esta teoría, no sería más que algo profundamente deseado -el placer-, que al ser reprimido en el subconsciente, daría lugar al sentimiento de culpa. Querer ver el punto de partida -¡la causa!- de esta mecánica notablemente simplista -y siempre, según Freud- íntimamente relacionada con el complejo de Edipo-,con el pecado original, como han hecho algunos psicoanalistas católicos, revela una obsesión interpretativa absolutamente falta de fundamento. Si la psicoterapia más moderna juzga completamente insatisfecha la derivación freudiana del sentimiento de culpabilidad a partir del «super-ego» o autoridad paterna introyectada, sin embargo, ha debido reconocer la genial capacidad de observación del fundador del psicoanálisis cuando afirmaba que el objeto real del sentimiento patológico de culpabilidad es casi siempre erróneamente interpretado por el interesado. El paciente habla sin fin de sus culpas morales, las cuales, al menos como él las describe y valora, quizá no existieron nunca: con ello enmascara su verdadera «culpa existencial». Por otra parte, su perfeccionismo le lleva a rechazar de plano la pecabilidad humana. No sabe decir, con San Pablo: «Mi conciencia no me reprocha nada, pero no por esto estoy justificado. Quien me juzga es el Señor.» Anhela lo imposible, y por esto se rebela ante la afirmación drástica de San Juan: «Quien afirme no tener ninguna culpa, se engaña a sí mismo, y la verdad no habita en él.» Precisamente para lograr establecer una adecuada relación con Dios todo cristiano debe ser consciente de su pecabilidad y de su culpabilidad, reconociéndose pecador. Su encuentro con Cristo en los Sacramentos es el de un «indigno y inútil» que repite sin cesar «Ab ocultis meis munda me, Domine», de modo que «Abyssus abyssum invocat», el abismo de la criatura clama hacia el abismo del único Santo. La paz del hombre se radica en la aceptación de su realidad pecadora, entregada a la misericordia de Dios.

[La culpa existencial real]

Pero, ¿cuál es la culpa existencial real que da lugar al sentimiento patológico de culpabilidad que atormenta hoy día a tantas personas? No queremos aquí criticar el concepto de culpa que la filosofía de Heidegger ha introducido, pero desde el punto de vista de la psicopatología se puede admitir que en el fondo de estos tan difundidos sentimientos de culpabilidad se logra detectar una real «culpa existencial», que el enfermo rehúsa reconocer. Esta fuga de la responsabilidad produce precisamente un aumento del sentimiento de culpa. Los llamados «analistas existenciales» se proponen por ello que sus pacientes pasen de la irresponsabilidad a la responsabilidad, situándose así decididamente contra la ortodoxia freudiana, que se proponía, contrariamente, la liberación de toda vivencia de culpa. G. Bally dice con razón, que el sueño de liberar al hombre de su culpa mediante el psicoanálisis, se ha derrumbado: «la reducción del problema de la culpa a un puro psicologismo se ha emprendido con la intención única de eliminarlo del individuo y del mundo entero. Todos los intentos de investigar la génesis histórica individual y colectiva del sentimiento de culpabilidad proceden del propósito de desenmascarar y disolver, junto con la causa a la culpa misma, haciendo de ella una ilusión». El hombre es un ser abierto, cuya plenitud y madurez se alcanza tan sólo mediante su generosa dedicación al Otro. Su ser es siempre ser-con-otro, o como decía Binswanger, su Da-Sein es siempre Mit-Sein, que al encogerse, al dejar posibilidades vitales sin realización, como la parábola evangélica de los talentos, se endeuda consigo mismo, se hace «culpable» de malograr su propia existencia. La lengua alemana usa el mismo término para indicar el ser deudor y el ser culpable: schuldig Si esta «deuda» o «culpa» no es reconocida, nacen entonces profundos sentimientos de culpabilidad, de los que en realidad no debiera el interesado ser «liberado», sino más bien descubrir su naturaleza y asumir la responsabilidad. Hay que entrar en la noche oscura de la criatura, como místicos y santos supieron hacerlo. Hay que aprender a cargar con la propia culpa, sin desfigurarla ni atribuirle otro contenido. Este es el objetivo de toda verdadera psicoterapia que se proponga la apertura del ser al mundo, al prójimo, a los valores, a Dios.

[Aceptar la culpa personal]

Esto puede hacerlo también, en bastantes casos, una sabia dirección espiritual, pues según el mensaje cristiano, el que deja los talentos recibidos -por miedo al riesgo de negociar con ellos- enterrados bajo la tierra, pierde la propia vida, experimenta lo que Frankl ha llamado «vacío existencial» y es torturado por la angustia y el sentimiento de culpabilidad. «Toda angustia, dice Gion Condrau, es en el fondo angustia frente al reconocimiento de la propia culpa. Quien contrariamente la reconoce lucha por superarla, quien obedece a la llamada de la conciencia y renuncia al intento prometeico de rebelarse contra su culpabilidad, no tiene necesidad de la angustia ni siquiera frente a la muerte, pues en su lugar vive la confianza, la esperanza.» También Santo Tomás de Aquino afirmó que la visión y la aceptación de la realidad calman la tristeza y el dolor, aun en medio de la adversidad.

Esta aceptación de la culpa personal no tiene nada que ver con lo que Karl Rahner ha llamado «mística del pecado», según la cual el pecado cometido por solidaridad con el prójimo tendría una virtud redentora, como lo entendieron algunos «héroes» de Dostoievsky, algunos personajes de Graham Greene y de Gertrud von Le Fort, y el protagonista de la blasfema película polaca Madre Juana de los Ángeles. El encuentro con la propia culpa, que la psicoterapia se propone, es el encuentro con la responsabilidad personal, y por medio de ésta, con la posibilidad de movilizar en conciencia la libertad que configura las relaciones de amor consigo mismo, con el prójimo y con Dios. El amor auténtico exige siempre purificación, no complicidad, humildad, no diabólico envenenamiento colectivo, una nueva infancia que sólo la audacia de los adultos logra alcanzar.

Federico Fellini describe este proceso de maduración en una de sus mejores películas: Ocho y medio. En la primera escena -un embotellamiento de automóviles en un paso subterráneo- se simboliza el ahogo del encerramiento en sí mismo, que después se desarrolla en la historia del protagonista en forma de fracaso y de sentimiento de culpabilidad, plásticamente expresados en la perplejidad de un director de cine, cuya obra no encuentra el desatolladero y le lleva progresivamente a la vivencia de un vacío existencial paralizante. Los diversos intentos para salir del mal paso -el perfeccionismo técnico, una aventura erótica, la superstición, el análisis psicológico, la cura médica- le hunden cada vez más en un callejón sin salida. La redención tiene lugar en la última escena, precisamente en forma de aceptación de la realidad limitada y de la apertura personal, espléndidamente expresados en lenguaje fílmico mediante una danza, a manera de sardana, en la que toman parte todos los personajes «fellinianísimos» de la película, todos vestidos de blanco, entonando un canto de alegría, bajo la dirección del protagonista, vuelto niño y tocando en la flauta la música de la inocencia recuperada. A través de las calles oscuras, angostas y dolorosas de la culpabilidad se puede desembocar en la alegría de la apertura del ser que se olvida de sí mismo frente a los hombres y a Dios. Esta humanísima participación en la vida colectiva terrena permite dedicar al hermano vecino las viejas palabras de Santa Catalina de Siena: «De tus espinas cojo siempre la rosa.»

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©1998 by J.B. Torelló
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