Freud, Sigmund Salomon

Por J. M. POVEDA ARIÑO.


Nació el 6 mayo 1856 en Freiberg, pequeña ciudad de Moravia (parte entonces de Austria-Hungría, incorporada a la Checoslovaquia actual) donde su padre, Jacob, estaba establecido como comerciante. Por razones económicas, la familia se trasladó a Viena cuando Freud apenas tenía 4 años. Salvo sus periodos de estancia en el extranjero, Freud residió en la capital austríaca desde 1860 hasta 1938. Ocupado el país por Hitler, emigró a Londres donde murió a causa de un tumor maligno, después de varias intervenciones quirúrgicas, el 25 sept. 1939.

Freud es el fundador del Psicoanálisis (v.). La clave de su vida y de su obra resulta de una peculiar conjunción de su disposición personal y del espíritu de aquel tiempo. Bajo las apariencias de su patriarcal fisonomía y de la acompasada regularidad de su labor, laten agudos contrastes. Con el afán de objetividad científica, característico del talante intelectual de la época, su extremado apasionamiento le llevó, a menudo, a provocar situaciones no siempre bien comprendidas: junto al empeño de elaborar una teoría abso-luta del comportamiento humano, la áspera actitud en el trato de no pocos de sus más eminentes y leales colaboradores; el desprecio de lo racional, a pesar de sus genialida-des especulativas y el dogmatismo en afirmaciones doctrinales, que él mismo acababa considerando hipotéticas, son ejemplo de paradojas linderas con la antinomia.

Freud realizó los estudios de enseñanza media con aprovechamiento. En 1873 ingre-sa en la Universidad para estudiar Medicina. Son los años de esplendor de la llamada «segunda escuela de Viena». La dirección anatomo-clínica del arte médico iniciaba su auge: se formulan con precisión las correlaciones existentes entre las enfermedades y sus lesiones o causas orgánicas, pero a Freud le interesa más la investigación que la pra-xis. Unos catorce años antes de su muerte, declaró en un relato autobiográfico que ni en aquellos años juveniles, ni tampoco después, sintió predilección especial alguna por la actividad médica; «lo que me dominaba —dirá en el mismo escrito—, era una especie de curiosidad relativa más bien a las circunstancias humanas que a los objetos natura-les». La sugestión ejercida por las teorías de Darwin (v.) en tanto «parecían prometer un gran progreso hacia la comprensión del mundo» y la lectura de un ensayo de Goethe (v.) sobre «la Naturaleza», le decidieron a inscribirse en la Facultad de Medicina. Realmente su vocación no encontraba fácil acomodo en los programas de ninguna de las facultades oficiales de la época. No fue ésta la razón única del sesgo polémico que habría de dar a su obra. Rechazadas las preocupaciones por la situación de inferioridad en que, respecto de sus condiscípulos, se encontraba por ser judío, la consecuencia importantísima del hecho fue acostumbrarse «desde un principio a figurar en las filas de la oposición y fuerza de la mayoría compacta, dotándome de una cierta independencia de juicio», pen-sando, a la vez, «que para un celoso trabajador siempre habría un lugar, por pequeño que fuese, en las filas de la Humanidad laboriosa, aunque no se hallase integrado en ninguno de los grupos nacionales».

Por otra parte, Freud no era técnicamente un experto en el sentido actual de esta ex-presión. No deja de ser paradójico que el método psicoanalítico, surgiera, en singular paralelismo con su inclinación simplificadora de los hechos humanos, de su deficiencia como hipnotizador. Las satisfacciones obtenidas durante la época en que le encomenda-ron tareas de investigación fisiológica en el laboratorio de E. Brücke, donde trabajó co-mo asistente voluntario entre 1876 y 1882, no alteraron sus naturales disposiciones, apenas compensadas en aquella primera etapa universitaria por su asistencia a los cursos de filosofía de Franz Brentano (v.). Con todo, y a causa de la mala situación económica de la familia, Freud se dispone a ejercer como médico, abandonando el Instituto Brücke e ingresando como ayudante en el Hospital general.

Se había graduado en 1881. El profesor Maynert que regentaba la cátedra de Psiquia-tría y el laboratorio de anatomía del cerebro, le ofreció la dirección del mismo y una colaboración en la enseñanza de sus hallazgos que Freud rehusó. «La anatomía del ce-rebro no representaba para mí, desde el punto de vista práctico, ningún progreso con relación a la Fisiología». Así es como, al fin, orienta todo su esfuerzo al estudio de las enfermedades nerviosas, especialidad poco atendida en Viena y que empezaba a consti-tuir un capítulo aparte de la Medicina interna con el nombre de Neuropatología (v.). El propósito de ampliar sus conocimientos en dicha rama junto al ya prestigioso Charcot (v.), le lleva a enriquecer su «curriculum» profesional como «docente» de la misma, puesto que consigue en 1885. Poco después obtiene, gracias a su viejo maestro y conse-jero Brücke, una pensión para realizar estudios en el extranjero, trasladándose a París. Encargado de traducir al alemán las «nuevas lecciones» del famoso director de la Clíni-ca de la Salpêtrière, ingresa en el círculo de los íntimos.

La acusada personalidad de Charcot le impresiona profundamente. Freud se interesó en seguida por la interpretación y tratamiento de la histeria (v.) que, en aquellos años y justamente gracias a los trabajos del maestro y de su colaborador Babinsky, empieza a ser definida como enfermedad singular, clínicamente diagnosticable por una sintomato-logía precisa, unas causas concretas y una determinada terapia. La relación de los fenó-menos histéricos con el hipnotismo, y la hipótesis, por primera vez científicamente en-sayada, de que una «idea», es decir, una realidad espiritual, actuando sin control puede adquirir la «fuerza» necesaria para manifestarse como ataque de nervios, como parálisis motora o como pérdida de algún sentido corporal, sobre ser algo inédito en el ámbito de la Medicina, favorecían la posibilidad de enfocar el problema de las relaciones cuerpo-alma en forma distinta a la planteada por la psicología inspirada en el pensamiento tra-dicional. El momento es decisivo. Acaso Freud no vislumbre todavía el alcance de se-mejante posibilidad, pero lo que no ofrece ninguna duda es que el joven neuropatólogo va a convertirse, al socaire de las recién estrenadas ideas sobre la histeria, en psicopató-logo integral primero y en creador, a lo largo de su dilatada vida, de una exhaustiva teo-ría psicológica de la cultura y del comportamiento del hombre.

Por de pronto, y en el marco todavía de la clínica de las enfermedades nerviosas, el in-ventario ideológico de Freud al regresar a Viena contiene tres nociones fundamentales: que las causas de la histeria y de cierto número de síntomas de los cuadros considerados entonces como neuróticos (V. NEUROSIS) son psíquicas; que tales causas, considera-das como resultado de acciones sugestivas, dejaban de actuar gracias a los efectos catár-ticos o de descarga (V. CATARSIS) conseguidos a través de la hipnosis; y que, en con-secuencia, el fenómeno hipnótico, interpretado hasta entonces de manera confusa como una especie de magnetismo biológico-animal, era entitativamente psicológico. Tal vez a estas nociones, cabría añadir la relativa a la importancia de la sexualidad (v.) como fac-tor desencadenante de los conflictos psíquicos generadores de la histeria. En abono de su hermenéutica pansexualista, Freud atribuyó más tarde a Charcot la afirmación, nega-da por éste, de que, en tales casos (los estudiados en la Salpêtrière) había siempre una complicación sexual. De todos modos, la sexualidad, como gran catalizador del movi-miento psicoanalítico, no iba a tardar en aparecer.

En Viena toma de nuevo contacto Freud con J. Breuer, colega con quien mantenía cordiales relaciones desde que se conocieron en el Laboratorio de Brücke. A Breuer se atribuye el verdadero descubrimiento de la condición psicológica del método catártico. Hacia 1880 había tratado una enferma afecta de parálisis histérica, cuyo proceso estu-diado posteriormente con Freud a su vuelta de París, dio lugar a la publicación conjunta de la primera teoría sobre los mecanismos psíquicos de los fenómenos histéricos (1893), a los Estudios sobre la histeria (1895) y a la resonancia del así conocido como «caso Ana O». Las discrepancias de Breuer a propósito de la hipótesis sexual del mismo de-fendida por Freud provocaron su separación.

Casado en 1886, a su regreso de París, con Marta Bernays, los seis hijos del matri-monio nacen en la década de transición del profesional que aplica unos saberes aprendi-dos al creador independiente.

Freud comienza a trabajar solo, a la vez que va decreciendo su interés por la hipnosis como medio de investigación y tratamiento. «Más tarde —dirá en su autobiografía— descubrí los inconvenientes de este procedimiento, pero al principio sólo podía repro-charle dos defectos: primeramente, no resultaba posible hipnotizar a todos los enfermos y, en segundo lugar, no estaba al alcance del médico lograr, en determinados casos, una hipnosis tan profunda como lo creyese conveniente». De ahí que, aun cuando en 1889 había pasado varias semanas en Nancy con Liébault y Bernheim, tratando de perfeccio-nar su técnica, acabase por abandonarla. Con la terapia hipnótica desaparecía en la ger-minal sistemática freudiana la sugestión curativa. Se hacía preciso dar un paso más para legitimar el efecto evocador o rememorativo obtenido durante la hipnosis y la obtención de la eficacia terapéutica atribuida al mismo por otros procedimientos. En 1892, ante la insuperable dificultad de hipnotizar a cierta enferma, ensaya la hipótesis de que «el pa-ciente sabía, pero no recordaba, qué es lo que le había enfermado». Desde entonces, a los pacientes no hipnotizables, Freud les exhortaba a hablar libremente, procurando evi-tasen en su relato cualquier conexión finalista o advertida. De esta suerte, dejando fluir espontáneamente sus ideas, sin crítica ni estimación moral alguna, nació el método de la asociación libre y con él la sustitución de la catarsis motora practicada en París por la catarsis verbal. Nuevos problemas y nuevas hipótesis se plantean y ensayan en el curso de la praxis terapéutica para dar forma a la primera teoría psicoanalítica de las neurosis. Someras intuiciones, recogidas en anteriores experiencias, son convertidas en irrefuta-bles datos o en leyes permanentes del psiquismo. Si lo que hace enfermar es olvidado, es porque tiene carácter conflictivo, y si el sujeto, aun en estado de máxima relajación, no consigue recordarlo, es porque algún mecanismo interrumpe la normalidad del pro-ceso asociativo. Surgen así los conceptos de resistencia y de inconsciente cuya exposición doctrinal se inicia en un breve trabajoSobre el mecanismo psíquico del olvido (1898), en la Interpretación de los sueños (1900) y en la Psicopatología de la vida cotidiana (1901-04).

A partir de estas publicaciones comienza a formarse en Viena un pequeño círculo de colegas de cuya reunión semanal en la casa de Freud nació la llamada «sociedad de Psi-cología de los miércoles». Allí acudían, entre otros, Adler (v.), Stekel y Otto Rank, pri-mer psicoanalista no médico, el más fiel de los secretarios de Freud, director durante mucho tiempo de la editora psicoanalítica internacional y que, como tantos incondicio-nales, antes y después de él, acabarían rompiendo con el maestro. Al primitivo grupo se agregaron, en 1906, Brill de Nueva York, presidente del primer grupo psicoanalítico norteamericano, el húngaro Ferenzci y Jones de Londres. El psicoanálisis deja de ser un asunto personal de Freud y de su círculo vienés. En la clínica que dirige el célebre pro-fesor E. Bleuler (v.) en Zurich, comienzan a aplicarse por Jung (v.) los métodos freudia-nos en el tratamiento de las psicosis (enfermedades mentales en sentido estricto). Freud convoca en Salzburgo una reunión que llevará el pomposo nombre de Congreso (1908). En 1909, el psicólogo Stanley Hall, director de la Clark University de Worcester (Mas-sachussets, EE.UU.) invita a Freud y a Jung a pronunciar una conferencia con motivo del vigésimo aniversario de esta institución. Aparece el primer trabajo en inglés sobre psicoanálisis publicado por James Putnam, profesor de Neurología de la Univ. de Har-vard.

En el II Congreso, celebrado en Nuremberg (1910), Freud radicaliza de manera cate-górica sus ideas: «estudio y promoción de la ciencia psicoanalítica, tanto en su calidad de psicología pura, como en su aplicación a la medicina y a las ciencias del espíritu». A partir de esta reunión, Adler inicia la serie de los disidentes creando escuela propia. Jung, elegido presidente: de la Asociación Psicoanalítica Internacional por su influencia universitaria y el prestigio alcanzado por su invención del concepto y teoría de los «complejos» (v.), acaba, siguiendo a Adler, por consumar el primer gran cisma del mo-vimiento. Ni el Congreso de Weimar (1911), ni el de Munich (1913), pudieron evitar la ruptura de los fundadores de la llamada Psicología profunda (v.) y de su original reper-torio ideológico.

Freud recababa para sí, una y otra vez, el patrimonio de la ortodoxia psicoanalítica, añadiendo a las viejas nociones, apenas retocadas, conceptos tan importantes como el de la transferencia (v. I), pero sus esfuerzos decisivos se ordenan tanto a la síntesis doctrinal como a la defensa «more político» de su fundación. La primera asamblea re-unida en El Havre, poco después de la I Guerra mundial refleja este perfil de «movi-miento intelectual» sin límites, característico del positivismo naturalista y romántico que impregnaba el carácter de Freud La moda del psicoanálisis, iniciada entonces tími-damente entre ciertos sectores literarios de la Europa de entreguerras, alcanza su plea-mar social en el continente americano, gracias a la diáspora desencadenada por el cata-clismo político-económico de la II Guerra mundial. Pero la moda no favoreció, como han reconocido los propios psicoanalistas, su evolución científica, como no la favoreció el aislamiento que Freud y los afiliados a la ortodoxia provocaron con su dogmatismo y la organización sectaria de sus instituciones asociativas. La publicación en 1919 de Más allá del principio del placer creó en los propios medios psicoanalíticos un verdadero malestar, entre las ideas extremosas de Steckel, expulsado en 1926 del grupo originario, y el proclive culturalismo iniciado en 1933 por Karen Horney, Sullivan y Fromm en EE.UU.

Los estudios y publicaciones de Freud no se limitaron, como habrá advertido el lec-tor, al dominio de la Medicina. Sus primeras ideas sobre las causas y el tratamiento de las neurosis, contenían algo más que el esbozo de una Antropología (v.) basada en el determinismo de lo irracional. Luego, en sus Tres ensayos sobre la vida sexual (1904), El chiste y su relación con el inconsciente y las sucesivas versiones de la Introducción y el Esquema del Psicoanálisis, insistirá en su empeño simplificador del comportamiento humano, tratando de reducir la vida entera a las ten-siones creadas entre el principio del placer, finalidad inevitable del instinto sexual, y el principio de realidad que constantemente se opone a su satisfacción. No sólo no existe solución de continuidad entre lo psíquico normal y lo patológico; el des-pliegue completo de la Historia y la Cultura no son sino el resultado sucesivo de las referidas tensiones. El Arte y la Religión en cualquiera de sus formas son, a lo sumo, productos de la sublimación de una líbido siempre insatisfecha. Pero ¿podía hablarse de líbido insatisfecha para explicar la causa de la infelicidad del europeo de los años 20? ¿No fue aquella situación, como la de los ciudadanos del mundo 70, la prueba más clara de la insuficiencia de tales supuestos? En Tótem y Tabú y en El porvenir de una ilusión (1927) pretende desarrollar la teoría de que toda creencia es, en el plano individual y en el colectivo, una «neurosis obsesiva». La larga polémica epistolar con su amigo, el pastor protestante suizo Oscar Pfister, es buena muestra del particular secta-rismo y de la ideológica lucha sin cuartel con que se enfrentó a la religión católica. No deja de ser curioso, sin embargo, que en el ir y venir de los tiempos y las ideas, el pen-samiento de Freud haya suscitado, junto a la polémica, los mayores esfuerzos de com-prensión entre quienes al mismo se han acercado. El sistema en él contenido apenas si expresa lo que es el hombre. Reducir el espíritu a un aparato —el «aparato psíquico»— funcionando mecánicamente por medio de una energía casi físicamente concebida, es algo que los propios epónimos actuales de Freud, han dejado de aceptar pero, como dice Dalbiez, uno de sus más comprensivos comentaristas, «la obra de Freud es el análi-sis más profundo que jamás se ha hecho sobre aquello que en el hombre hay de menos humano». Es cierto que no sólo la clínica de los trastornos mentales, sino de buen nú-mero de otras enfermedades, no puede explicarse hoy sin el sesgo dado por Freud a la psicología. La inflexión más importante en la evolución histórica del concepto de neu-rosis se debe a Freud. La llamada patología psicosomática inicia su peripecia de la mano de sus ideas. No importa que el pensamiento psiquiátrico actual camine por otros derroteros. Los médicos del cuerpo han aprendido el valor del diálogo con el en-fermo y la importancia del significado de la enfermedad para la vida de quien la padece.

El mérito de Freud consistió en la elaboración de un sistema de ideas relativamente homogéneo, tomando, como puede comprobar cualquier observador, los influjos cultu-rales más heterogéneos de su tiempo. Una singular combinación de romanticismo natu-ralista y de progresismo técnico encarnados en un talante personal tan empeñado como conflictivo. Apoyándose en la metodología por él postulada, la psicología actual mues-tra claramente cómo la obra del médico vienés resulta de un colosal proceso de raciona-lización de todo aquello que en el hombre, por ser profundo y trascendental, resulta in-efable de suyo. Tal vez, Freud hubiera sido capaz de responder hoy de manera bien dis-tinta a las dos grandes interrogantes que pueden cifrar, sin duda, la larga serie de cues-tiones derivadas de la interpretación antropológica de la salud y de la enfermedad. Son éstas: ¿Acaso lo psicológico, por abarcante que se considere, puede dar razón de la esencia de lo humano? Y esta otra: La doctrina de la psicogénesis exclusiva de los tra-tornos mentales, ¿no habrá contribuido a retrasar el conocimiento de la verdadera natu-raleza de los mismos?

Freud intentó, a través de la sistematización de ciertas intuiciones, nuevos caminos de acceso al conocimiento del alma humana. En el mejor de los casos no puede olvidar-se, por haber ocurrido más de una vez, que el descubrimiento de una verdad particular dé lugar a modos erróneos, o equívocos al menos, de concebir lo general.



V. t.: CATARSIS; HISTERIA; NEUROSIS; PSICOANÁLISIS; PSICOTERAPIA; SOFROLOGÍA.

BIBL.: S. FREUD, Obras completas, Madrid 1948; R. ALLERS, El psicoanálisis de Freud, Buenos Aires 1958; E. HEMBREDER, Psicologías del siglo XX, Buenos Aires 1960; E. JONES, Sigmund Freud, Londres 1955-57; P. LAÍN ENTRALGO, La obra de Sigmund Freud, Madrid 1943; J. J. LÓPEZ IBOR, La agonía del Psicoanálisis, Buenos Aires 1951; S. LORAND Y OTROS, El Psicoanálisis de hoy, Bue-nos Aires 1952; R. MANDOLINI, De Freud a Fromm, Buenos Aires 1959; S. NACHT, El Psicoanálisis hoy, Barcelona 1959; J. A. PANIAGUA, Sigmund Freud, en Forjadores del Mundo contemporáneo, III, Madrid 1966; S. WYSS, Las Escuelas de Psicología profunda, Madrid 1964; S. FREUD, Epistolario (dos tomos), Barcelona 1970.

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