El problema del dolor
Por
J.R. Ayllón
Los hombres mueren y no son felices.
Albert Camus
19.
Universal, incomprensible e inevitable
El misterio envuelve cuestiones como el origen y el fin del universo, la
estructura última de la materia, la diversificación de las especies, y
tantas otras. El dolor, además de misterio, es un problema. Porque nos afecta
muy directamente: puede incordiarnos a diario y llega a presentarse
insoportable y trágico en ciertas ocasiones. Es el problema más grave de la
humanidad, la realidad humana más desconcertante, pues en su descripción
figuran tres adjetivos abrumadores: universal, inevitable e incomprensible.
La primera vez que me asomé con curiosidad intelectual al tema del dolor, lo
hice después de leer unos versos de Blas de Otero:
Quiero encontrar, ando buscando la causa del sufrimiento.
La causa a secas del sufrimiento a veces
mojado en sangre, en lágrimas y en seco
muchas más. La causa de las causas de las cosas
horribles que nos pasan a los hombres.
No a Juan de Yepes, a Blas de Otero, a Leon
Bloy, a César Vallejo, no, no busco eso,
qué va, ando buscando únicamente
la causa del sufrimiento
(del sufrimiento a secas),
la causa a secas del sufrimiento a veces...
Y siempre vuelta a empezar.
En estos versos aparece ya ese carácter inevitable e incomprensible del
dolor, pues se presenta ante nosotros como una evidencia imposible de
explicar: constatamos que existe, pero no sabemos por qué. "La causa de
esta angustia no consigo / ni vagamente comprender siquiera", escribió
Antonio Machado.
Solemos distinguir entre el dolor físico y el sufrimiento anímico. El
sufrimiento es la resonancia emocional que nos causan ciertos hechos de
índole fisiológica o psicológica. Así, el dolor del cuerpo se suele
transformar en sufrimiento -dolor del alma- cuando su origen es desconocido,
cuando es abrumador, cuando no parece controlable, cuando se considera
espantoso. Ya hemos dicho que la causa del sufrimiento -dolor del alma- no es
sólo el dolor físico. Así lo vemos en este vigoroso párrafo escrito en el
siglo IV:
Me hice íntimo amigo de un antiguo compañero de estudios. Los dos éramos
jóvenes. Pero he aquí que le dio una fuerte calentura y murió. Durante un
año, su amistad había sido para mí lo más agradable de la vida, así que
la vida se me hizo inaguantable: la ciudad, mi casa y todo lo que me traía su
recuerdo era para mí un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y ya
no estaba. Sólo llorar me consolaba. Era yo entonces un miserable prisionero
del amor, y me sentía despedazar por ese amor perdido. Así vivía yo, y
lloraba de amargura y descansaba en la amargura (...). Me maravillaba que,
muerto aquél a quien tanto había querido, siguiera yo viviendo. Bien dijo el
poeta Horacio que su amigo era la mitad de su alma, porque yo sentí también
que su alma y la mía no eran más que una en dos cuerpos (San Agustín,
Confesiones).
No me atrevo a decir que el sufrimiento humano esté bien repartido, porque
sería un agravio a las víctimas innumerables de la esclavitud, del
holocausto judío, del Gulag soviético y de múltiples patologías. Pero ya
he dicho que nadie se libra de él. Entre otras cosas porque al final, como
escribió Blas de Otero siguiendo a Jorge Manrique: "La muerte siempre
presente nos acompaña, y al fin nos hace a todos iguales". Ni los ricos,
ni los poderosos, ni los famosos se libran del zarpazo del sufrimiento. Ni los
dueños del mundo. Felipe II, el rey que murió en 1598, empezó a convertirse
en un inválido seis años antes, cuando la gota fue impidiendo
progresivamente sus movimientos. Nos lo cuenta su capellán, Fray Antonio
Cervera de la Torre, en el libro donde narra la muerte del monarca. La gota
afligió a Felipe II durante catorce años, y los siete últimos le debilitó
y ocasionó dolores agudísimos. Los dos años y medio finales, la enfermedad
no le dejó sino el pellejo y los huesos, y tan sin fuerzas que le fue forzoso
andar en una silla e ir como si le llevaran a enterrar cada día. A esto se
sumó un principio de hidropesía que le hinchó el vientre, los muslos y las
piernas, bastando este rabioso accidente para descomponer al hombre más
asentado del mundo. Se le hicieron llagas en los dedos de manos y pies, que le
atormentaban especialmente cuando las curaban. Los últimos dos meses no le
fue posible dejar la cama ni cambiar de postura, de forma que ni se le pudo
mudar la ropa que tenía debajo, ni menearle o levantarle un poco para
limpiarle los excrementos de la necesidad natural. Y así se convirtió
aquella cámara real en poco menos que muladar podrido, y digo poco, porque no
era sino harto peor.
20. Tres respuestas: Caos, Destino, Providencia
El carácter misterioso del dolor aumenta el desconcierto que nos produce.
Nadie decide el día de su nacimiento, y casi nadie el de su muerte. Tampoco
escogemos nuestras enfermedades e infortunios. Nacer, morir y sufrir, por ser
realidades fundamentales que escapan a nuestra voluntad, plantean dos
preguntas radicales: ¿Quién mueve los hilos de nuestra existencia?, ¿quién
mueve los hilos del dolor? Parece que sólo caben tres posibles respuestas,
conocidas desde antiguo: Caos ciego, Destino inmutable o Providencia buena.
El caos como explicación -en realidad, como negación de toda explicación-
ha tenido pocos defensores. Uno de los más famosos, Nietzsche, tiene buena
pluma y mala vista cuando escribe: "He encontrado en las cosas esta feliz
certidumbre: prefieren danzar con los pies del azar". Desconozco si
Nietzsche leyó Las nubes, la famosa comedia en la que Aristófanes se burla
de la educación de los sofistas, que niegan la divinidad y la sustituyen por
el caos. Al discípulo se le hace prometer "no reconocer ya más dioses
que las tres divinidades que nosotros veneramos: el caos, las nubes y la
lengua". El maestro sofista asegura que ya no existe Zeus. Y, cuando el
asombrado alumno pregunta quién reina entonces, la respuesta es tajante:
"Reina el Torbellino, que ha expulsado a Zeus".
¿De veras nos gobierna el caos? La danza de las cosas parece demasiado bella
y compleja para ser efecto del azar. ¿Cómo saben las estaciones que deben
cambiar de camisa? ¿Y cómo saben las raíces que deben subir a la luz? Es
claro que sobre la realidad impera una ley no humana, y que las leyes físicas
y biológicas están muy por encima de la alta tecnología. Son programas de
precisión que repiten una actividad incansable e inexorable. Por ello, no es
muy aventurado sospechar, como Borges, que "Algo que ciertamente no se
nombra / con la palabra azar, rige estas cosas". Pero, ¿qué significa
ese "algo"? Sólo puede significar dos cosas: Destino o Providencia.
Homero no supo a qué carta quedarse y jugó las dos: las Hilanderas
-personificación del Destino- tejen las líneas maestras de nuestra vida. Los
dioses, sometidos a las Hilanderas, sólo pueden obrar dentro de los límites
del Destino. Así, puesto que el regreso de Ulises estaba decidido por el
Destino, los dioses no pudieron acabar con él, y sólo les estuvo permitido
alargar ese regreso durante muchos años y sembrarlo de penalidades.
Después de Homero, los que apuestan por el Destino integran la postura
deísta, representada por el estoicismo antiguo y la Ilustración moderna.
Atribuyen la aparición del cosmos a una ley universal impersonal.
"Creo", dice Einstein, "en el Dios de Spinoza, que se revela en
la armonía de todo lo que existe, pero no en un Dios que se preocupa del
destino y las acciones de los hombres". Karl Sagan, uno de los últimos
defensores de esta Divinidad impersonal, piensa que "la idea de que Dios
es un varón blanco y descomunal, con barba blanca, que se sienta en el cielo
y controla el vuelo de cada gorrión, es ridícula. Pero si por Dios
entendemos el conjunto de leyes físicas que gobiernan el universo, no hay
duda de que existe". Sagan es un excelente divulgador, pero en este caso,
además de tomar el símbolo por lo simbolizado -el rábano por las hojas-
deja sin explicar cómo es posible un conjunto de leyes sin un legislador.
El pensamiento antiguo occidental se decantó, en general, hacia la
Providencia. Casi todos los clásicos grecolatinos, con más o menos reservas
y matices, apuestan por una Suprema Inteligencia interesada en los asuntos
humanos. Piensan así Heráclito y Parménides, Anaxágoras, Sócrates,
Platón y Aristóteles, Cicerón y Séneca. No existen reservas en Sócrates y
Platón. Aristóteles es más indeciso, pero se le escapa una declaración
sorprendente. En la Ética a Nicómaco, al señalar que la felicidad no
depende enteramente del esfuerzo humano y requiere cierta buena suerte,
añade: "En este sentido, si algo es un don divino, más debe serlo la
felicidad, puesto que es la mejor de las cosas humanas".
Sin desconocer que Séneca ha repetido la doctrina estoica sobre la inmanencia
de Dios en el mundo, hay que señalar el esfuerzo del filósofo por superar el
dogma estoico y proclamar sin titubeos la existencia de un Dios trascendente y
personal: de Él dirá que es nuestro creador y padre, que determinó nuestros
derechos en la vida, a quien nada se oculta y cuyo propósito es la bondad.
21. La Providencia y el dolor
No es fácil compaginar la Providencia con el sufrimiento que la propia
naturaleza física causa al hombre. Sin embargo se piensa desde Platón que la
naturaleza ofrece suficiente armonía como para no dudar de la Divinidad. Para
los griegos, el orden del mundo prueba que se halla regulado por Dios, y su
desorden demuestra que Dios es más grande que sus propias leyes. Pero el
hombre que sufre no tiene la cabeza clara para pensar así. Se nos dice que el
dolor es una sensación desagradable, una emoción contraria al placer, una
voz de alarma del organismo enfermo, un reflejo de protección. Todo eso es
verdad, pero no explica la existencia del dolor, ni el agobio íntimo del que
sufre. Tampoco sabemos si es una venganza siniestra, como la caja de Pandora,
o quizá la gran oportunidad de mostrar lo mejor de uno mismo, como intuyó C.
S. Lewis. Sobre dicha intuición escribió The problem of pain, donde nos dice
que el dolor, la injusticia y el error son tres tipos de males con una curiosa
diferencia. La injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive
dentro de ellos. El dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal
desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella
sufre. Y es que Dios -dice Lewis- "nos habla por medio de la conciencia,
y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para
despertar a un mundo sordo".
Lewis explica que un hombre satisfecho en su injusticia no siente la necesidad
de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la
ilusión de que todo marcha bien. Por eso "el dolor es la única
oportunidad que el hombre injusto tiene de corregirse: porque quita el velo de
la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del
alma rebelde".
El dolor causado por el propio hombre es sin duda el más fácil de
comprender, porque lo experimentamos como posibilidad constante de la
libertad. Una queja de Zeus en la Odisea pone de manifiesto la exclusiva
responsabilidad humana en muchos males: "¡Ay, cómo culpan los mortales
a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también
ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les
corresponde". Estas palabras de Zeus se anticiparán siempre a la
historia, pues son los hombres quienes han inventado los potros de tortura, la
esclavitud, los látigos, los cañones y las bombas.
La responsabilidad humana en el sufrimiento humano es abrumadora. No sólo la
naturaleza se arma contra el hombre y le destruye; sabemos que también el
hombre se arma contra el hombre y se convierte en carne de cañón, carne de
la carnicería de Auschwitz, carne de feto abortivo, carne desintegrada en
Hirosima, carne que muere en las guerras y guerrillas constantes, carne
aplastada en las sistemáticas persecuciones de los grandes imperios. Hobbes
se quedó corto: por desgracia, el hombre ha demostrado ser, cuando se lo ha
propuesto, mucho peor que lobo para el hombre.
La existencia del dolor, y en concreto el sufrimiento de los inocentes, es el
gran argumento del ateísmo. Elie Wiesel era un adolescente judío que llegó
una noche, en un vagón de ganado, a un campo de exterminio:
No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban quemando
algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡eran niños! Sí,
lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla.
Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era
posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía
ser verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi
vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa
humareda y las caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás
olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a
mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que
me quitó para siempre las ganas de vivir.
Aquel muchacho judío no pudo entender el silencio del Dios en el que creía,
del Señor del Universo, del Todopoderoso y Eterno. Tampoco pudo entender la
plegaria sabática de los demás prisioneros. "Todas mis fibras se
rebelaban. ¿Alabaría yo a Dios porque había hecho quemar a millares de
niños en las fosas? ¿Porque hacía funcionar seis crematorios noche y día?
¿Porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y tantas
fábricas de la muerte?".
Me parece oportuno recordar la protesta de Zeus, pues no es decente echar
sobre Dios la responsabilidad de nuestros crímenes, pero nos gustaría
preguntarle por qué ha concedido a los hombres la enorme libertad de torturar
a sus semejantes. Nos gustaría preguntar, como Shakespeare, por qué el alma
humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de nobleza,
puede ser el nido de los instintos más deshumanizados. Quizá sirva como
respuesta la que ofrece Jean-Marie Lustiger, otro muchacho judío con una
historia similar:
Yo tenía la sensación de que nos hundíamos en un abismo infernal, en una
injusticia monstruosa. Hay en la experiencia humana abismos de maldad que la
razón no puede ni siquiera calificar. Bruscos virajes hacia lo irracional,
donde las causas no están en proporción con los efectos. Y los hombres que
encarnan esa maldad parecen pobres actores, porque el mal que sale de ellos
les excede infinitamente. Son peleles, títeres insignificantes de un mal
absoluto que los desborda. Y el rostro que se oculta tras el suyo es el de
Satán. Sólo así se explica que una civilización que desea la razón y la
justicia caiga en todo lo contrario: en la aniquilación y en el absurdo
absoluto.
Los dos adolescentes -Elie Wiesel y Jean-Marie Lustiger- se salvaron de la
barbarie nazi. El primero era un judío creyente que perdió su fe. El segundo
era un adolescente ateo que llegó a la conclusión de que sólo Dios puede
explicar el absurdo del mal. Medio siglo después, Wiesel es Premio Nobel de
la Paz, y Lustiger arzobispo de París.
Desde antiguo, la extensión e intensidad del dolor humano ha hecho intuir,
junto a un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes
sobrehumanos. Pero si el Dios bueno es todopoderoso, Él aparece como último
responsable del triunfo del dolor, al menos por no impedirlo. Por eso,
sumergida tantas veces en el horror, la historia humana se convierte a veces
en el juicio a Dios, en su acusación por parte del hombre. Hay épocas en las
que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Sucedió en el siglo
de Voltaire, y ha sucedido a lo largo de todo el siglo XX. Me gustaría
exponer las conclusiones opuestas de otro premio Nobel y otro obispo, testigos
privilegiados de este proceso a Dios: el novelista Albert Camus y el Papa Juan
Pablo II.
22. Albert Camus y Karol Wojtyla
"Bajo el sol de la mañana", escribió Camus, "una gran dicha
se balancea en el espacio. Bien pobres son los que tienen necesidad de
mitos". Y también: "Si hay un pecado contra la vida, no es quizá
tanto desesperar de ella como esperar otra vida". Los biógrafos de Camus
atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó,
producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en Argel. Tenía
quince o dieciséis años y paseaba con un amigo a la orilla del mar. Se
encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un
niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre
callaba. Camus, después de unos momentos, mostró a su amigo el cielo azul,
señaló luego el cadáver y dijo: "Mira, el cielo no responde".
Años más tarde, Camus sufrió en sus carnes el choque brutal de la
enfermedad grave. Un hedonista apasionado del mar y del sol se descubre
enfermo. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Y
entonces es cuando hace decir a Calígula esa "verdad muy sencilla y muy
clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar... Los
hombres mueren y no son felices".
Camus se esfuerza en compaginar el sinsentido de la vida con el hedonismo. Su
solución voluntarista se resume en una línea: "Es preciso imaginarse a
Sísifo dichoso". La peste es un nuevo intento de hacer posible la vida
dichosa en un mundo sumergido en el absurdo y con la muerte como telón de
fondo. Más que una novela, La peste es la radiografía de la generación que
ha vivido la Segunda Guerra Mundial. Camus ya no habla de su sufrimiento, sino
de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En La
peste habla el dolor del mundo, no el dolor de Camus.
Al final de la novela, el autor nos recuerda que las guerras, las
enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el
hombre sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reaundarán su ciclo
de pesadilla. Éstas son sus palabras:
Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba
que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud
alegre ignoraba, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste
-léase "el mal"- no muere ni desaparece jamás, que puede
permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que
espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en
los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para
desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus
ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.
El Papa Juan Pablo II -Karol Wojtyla- ha resumido en su carta Salvifici
doloris el sentido cristiano del dolor, afirmando en su inicio que la Biblia
es un gran tratado sobre el sufrimiento. Hay en el Antiguo Testamento
enfermedades y guerras, muerte de los propios hijos, deportación y
esclavitud, persecución, hostilidad, escarnio y humillación, soledad y
abandono, infidelidad e ingratitud, así como remordimiento de conciencia.
Pero si el sufrimiento es inevitable, también es inevitable preguntarse por
qué.
Los amigos de Job interpretan su desgracia como un castigo por pecados
cometidos. Sin embargo, Dios reprocha esa interpretación y reconoce que Job
no es culpable. Estamos ante el escándalo del sufrimiento de un inocente,
escándalo que Dios provoca para demostrar la santidad de Job, pues el
sufrimiento tiene en Job carácter de prueba. Recuerda el Papa que la última
palabra no es el libro de Job sino la respuesta que Dios da al hombre en la
cruz de Jesucristo. "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo
único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida
eterna". Estas palabras de Cristo a Nicodemo indican que el hombre será
salvado mediante el propio sufrimiento de Cristo. El sufrimiento, vinculado
misteriosamente al pecado original y a los pecados personales de los hombres,
es padecido misteriosamente por el mismo Dios. Repito de intento el adverbio
"misteriosamente" porque es la misma Iglesia Católica quien
reconoce la profundidad de una explicación que, a fin de cuentas, exige un
acto de fe.
Jesucristo, además de declarar bienaventuradas a muchas personas probadas por
diversos sufrimientos, pasó por Palestina curando enfermedades y consolando a
gentes afligidas. Él mismo sufrió en sus carnes la fatiga, el hambre, la
sed, la incomprensión, el odio y la tortura de la Pasión. Particularmente
conmovedora es la profecía en la que Isaías describe la Pasión de Cristo:
No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza
que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor
de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro (...). Pero fue
traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. Nuestro
castigo cayó sobre Él y en sus llagas hemos sido curados.
De todas las respuestas al misterio del sufrimiento, ésta que San Pablo
llamará "la doctrina de la Cruz" es la más radical. Porque nos
dice que, si la Pasión de Cristo es el precio de la Redención, el
sufrimiento humano es la colaboración del hombre en su misma redención. Por
eso la Iglesia considera el sufrimiento un bien ante el cual se inclina con
veneración, con la profundidad de su fe en la Redención.
Cristo no escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento: Si alguno
quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día... Varias veces anuncia a
sus discípulos que encontrarán odio y persecuciones por su nombre, al mismo
tiempo que se revela como Señor de la Historia: En el mundo tendréis
tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo. Si el sufrimiento puede
hundir y aplastar, también es cierto que puede acrisolar el corazón humano y
acercarlo a Dios. Al sufrimiento deben su profunda conversión, entre otros
muchos, santos como Ignacio de Loyola o Francisco de Asís, porque entendieron
que Cristo, al morir en la cruz, ha tocado y regenerado las raíces mismas del
mal. En cualquier caso, aunque la respuesta de Cristo en la cruz es
inequívoca, puede ser desconocida por muchos, o puede necesitar mucho tiempo
para ser percibida y aceptada interiormente.
En la parábola del buen samaritano, Jesucristo nos dice que nadie debe ser
indiferente ante el dolor ajeno. Que no podemos pasar de largo, sino pararnos
junto al que sufre, y no con curiosidad sino con disponibilidad. El buen
samaritano no sólo se conmueve, sino que ofrece su ayuda. Encontramos aquí
uno de los rasgos esenciales de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y de
la antropología cristiana: la dignidad del hombre se realiza en la entrega
afectiva y efectiva a los demás. En este sentido, Juan Pablo II llega a decir
que parte del sentido del sufrimiento consiste en ser despertador de un amor
compasivo y desinteresado hacia el prójimo sufriente. Y añade que las
instituciones sanitarias, siendo indispensables, no pueden sustituir al
corazón humano, pues no pueden compadecerse y amar.
Por esta parábola entendemos que el Cristianismo es la negación de cualquier
pasividad ante el sufrimiento. Y nos reafirmamos en esta apreciación al
escuchar el agradecimiento de Cristo "porque tuve hambre y me disteis de
comer. Tuve sed y me disteis de beber. Estuve preso y vinisteis a verme",
pues "cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos pequeños, a Mí
me lo hicisteis". Cito las palabras finales de la carta Salvifici doloris:
El sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer que
nazcan obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización
humana en la civilización del amor (...). Las palabras de Cristo sobre el
Juicio Final permiten comprender esto con toda la sencillez y claridad
evangélica (...). Cristo ha enseñado al hombre al mismo tiempo a convertir
su sufrimiento en un bien y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble
aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
Ponía Camus como ejemplo de amistad verdadera la de "un hombre cuyo
amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su
habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien
amaba". Y añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres
que sufrimos es la misma: "¿Quién se acostará en el suelo por
nosotros?". Sin proponérselo explícitamente, Juan Pablo II responde a
Camus con la tortura de Cristo clavado en la cruz: "Si no hubiera
existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por
demostrar" (Cruzando el umbral de la Esperanza).
Gentileza
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