La
legitimación de las uniones homosexuales como uniones familiares supone
discriminación para el resto de uniones
Richard
Stith, Professor of Law, Valparaiso University
José
Pérez Adán, profesor de sociología, Universidad de Valencia.
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La
respuesta es evidente. El Estado tiene un interés especial en la unión entre
hombre y mujer porque es el único vínculo que puede generar nuevos seres
humanos, seres indefensos pero imprescindibles para la comunidad. Este interés
especial no implica una desaprobación estatal indirecta de los monjes ni de los
amigos en general. Es verdad que hay cierto sello simbólico a favor de la
familia en la que se enmarca el matrimonio entre hombre y mujer, pero este sello
moral no es el fin que el Estado persigue; se trata solamente de un efecto
secundario. La meta del reconocimiento y de la legitimación jurídica del
matrimonio heterosexual por parte del Estado es el bien de los hijos. Y este
bien se quiere por razones evidentes a todos: si no se protegen y no se educan
con cuidado, y por muchos años, no tendremos una nueva generación de
ciudadanos capaces de asumir su papel en la libertad ordenada que es la
democracia.
Para
la protección y la formación de los niños, que son muy vulnerables, se
necesita una familia unida, un padre y una madre que puedan resistir las fuerzas
desintegradoras que vienen desde dentro y desde fuera, y se necesita hasta unos
abuelos que pueden respaldar a los padres y a los hijos. Por lo tanto, el Estado
hace todo lo que puede para fortalecer el vínculo matrimonial. Insiste en un
compromiso refrendado públicamente e impone unos derechos y deberes mutuos para
todos los miembros de la familia. Más aún, el Estado, reconoce los sacrificios
que tienen que hacer los padres, sacrificios para sus hijos, sí, pero
sacrificios que sirven también al bien común y al interés general de la
sociedad. Estos sacrificios merecen una recompensa y hasta un cierto incentivo
por parte del Estado. Por eso se proponen ventajas especiales para la amistad
matrimonial, para que la gente forme y conserve esta amistad a pesar de las
dificultades que puedan surgir. Estas ventajas pueden y deben reflejarse, y así
ocurre en la mayoría de los países, en el reparto equitativo de las cargas
fiscales, en el acceso a las ventajas de la seguridad social, y en el derecho
civil en general.
En
este sentido se entiende que el Estado deba otorgar también un seguro y una
ventaja jurídica específica a cualquier persona casada que elija apartarse de
su carrera profesional pública para dedicarse al cuidado de los hijos. Para
hacer a los niños menos vulnerables, esta persona (por lo común, la madre,
pero a veces también el padre) se hace a sí misma muy vulnerable. Comparte
voluntariamente la vulnerabilidad y la dependencia de los niños. Sabe que está
perdiendo defensas frente al divorcio o frente a la muerte del que gana los
ingresos familiares. De este modo, aunque sea una persona adulta y
potencialmente independiente, ella merece una atención y hasta un subsidio
especial amparado por el derecho. La justicia, el bien de los niños y el bien
común así lo requieren.
Todo
lo mencionado hasta ahora no es nada sorprendente pues se deriva de los
requerimientos de equidad vigentes en cualquier sociedad moderna. Lo que sí es
sorprendente es cómo nos olvidamos de ello cuando se trata de legitimar como
familia las uniones entre personas del mismo sexo. Por ejemplo, se dice a menudo
que los homosexuales no tienen libertad de casarse y de tener una vida familiar
normal y que, por tanto, hay que adecuar una legislación para que ello sea
posible. Pero no es cierto. Lo mismo que el matrimonio heterosexual ya existe
antes de cualquier reconocimiento estatal, las amistades homosexuales también
pueden existir sin certificación oficial. No certificar no es prohibir. Tanto
los gays y
las lesbianas como los monjes tienen plena libertad de hacer votos de
fidelidad sin pedir permiso a estado alguno. Incluso si se crease una religión
que pueda aprobar y llamar “matrimonio” a su unión, el Estado también lo
permitiría. Una vez que se ha conseguido la no punibilidad de sus actos
sexuales, los homosexuales no pueden decir que haya obstáculo alguno que les
impida formar uniones permanentes de amistad a su libre arbitrio.
Entonces,
¿por qué seguir debatiendo la cuestión? ¿Qué se pretende? Otra vez la
respuesta resulta clara. Quieren los beneficios indirectos y directos que el
Estado da a los matrimonios entre hombre y mujer en orden a la conformación de
familias. Se pide el “sello de aprobación” que tiene la familia
tradicional. Pero esta pretensión resulta de un malentendido. La aprobación
estatal que tiene la familia es solamente para que logre criar bien a los hijos,
no para que goce de algún estatus religioso o moral. El Estado moderno no tiene
ningún propósito directo en dar sellos aprobatorios a ciertos tipos de
amistades ni a ritos particulares de iniciación, ya sean primeras comuniones o
bailes de debutantes. Según John Stuart Mill, el gran pensador liberal en su
famoso ensayo On Liberty, “sólo
cuando hay daño definido o un riesgo concreto, bien al individuo o bien al
público, sale el caso del marco de la libertad y entra en el de la moralidad y
el derecho”.
En
el caso que nos ocupa el Estado presume que las personas adultas no precisan
permisos morales especiales para el ejercicio de su libertad. Proponer que el
Estado dé tales sellos y permisos es proponer volver a un estado pre-democrático
y pre-liberal. No obstante, vemos que se sigue insistiendo en que el Estado
reconozca o legitime unos permisos morales concretos y explícitos referidos a
las uniones homosexuales, ¿por qué? Se suelen presentar tres argumentaciones.
1.-
Los que quieren el reconocimiento estatal y la legitimación que se deriva para
las uniones homosexuales suelen responder: “Pero aparte de cualquier sello
simbólico, el apoyo del Estado nos ayudaría a formar amistades más fuertes y
perdurables. Y este sería un gran beneficio porque disminuiría el caos o la
provisionalidad que a menudo existe en nuestras vidas sexuales”.
Bien,
puede ser cierto este argumento. Pero es también un argumento pre-ilustrado
traido de otros tiempos afortunadamente superados, basado en el paternalismo y
en el supuesto papel activo que debería ejercer el Estado para proporcionar una
feliz relación afectiva a sus ciudadanos. El apoyo estatal a los matrimonios
heterosexuales no precisa basarse hoy en día en nada de eso. Para justificar
sus ventajas jurídicas es suficiente la meta de proteger y formar bien a los
hijos. De aquí que tengamos que negar validez a este argumento.
2.-
Los defensores del carácter familiar
de la unión homosexual pueden retomar la discusión afirmando: “Pero
nosotros también podemos tener hijos. Con la ayuda de otras personas fuera de
nuestras parejas, podemos adoptar niños, por ejemplo”. Este argumento tiene
un poco más de fuerza, porque se basa en el bien de los niños. Pero no
convence tampoco. Como es sabido, los niños no pueden venir desde dentro de una
pareja de un solo sexo, sino solamente desde fuera. Entonces, no hay (y no puede
haber en una comunidad libre) ningún interés de parte del Estado en la
promoción misma de tales parejas. El interés de la comunidad surge solamente
cuando otras personas dan a estas parejas la posibilidad de criar niños. Ahí
sí, el Estado tiene un interés que debe ejercer. Ante todo, tiene que decidir
si el bien de los niños permite que sean adoptados por parejas formadas por
personas de un mismo sexo. Solamente si se resuelve esta cuestión
afirmativamente, tiene el Estado un interés en fortalecer y legitimar estas
parejas.
Es
decir, no hay ninguna necesidad de sancionar la unión de hecho como familia
hasta que se apruebe en principio la adopción de niños –y aún así- el
reconocimiento estatal vendría en el momento de cada adopción y no en el
momento original de formar cada pareja.
3.-
Podemos esperar una tercera objeción: “Si no quieren reconocer nuestras
uniones porque no son fértiles en sí, ¿Cómo es que se reconocen matrimonios
entre heterosexuales infértiles o entre gente mayor?” Se puede responder que
no hay heterosexuales en sí infértiles, o sea, acerca de los cuales se sabe
sin más con certeza absoluta que no pueden tener hijos. También, aunque fuera
posible comprobar la imposibilidad de la fecundación
en algunas parejas, esta comprobación requeriría una invasión de la vida
privada políticamente inaceptable, y, además, muy costosa. Así
es razonable que el Estado presuma que exista la posibilidad de tener
hijos en cada pareja de hombre y mujer.
En
el caso de los matrimonios entre personas mayores, la argumentación tendría
sentido si y solo si esas personas no pudiesen procurar como abuelos un bien (en
el que se proyecta la imagen del matrimonio) a sus nietos o a los niños en
general. Como ello está lejos de poderse argumentar fuera de casos muy
aislados, tampoco creemos que la objeción sea de recibo.
Aparte
de la necesidad de intervenir en la vida privada para proteger a los niños, el
Estado debe abstenerse de cualquier otra intervención en los ámbitos
afectivos. No debe pretender certificar oficialmente todas y cada una de las
amistades aprobadas o amparadas por la comunidad donde se den. La razón de esta
abstención no es solamente guardar la pureza de la doctrina liberal sobre la no
injerencia. La razón fundamental es la protección que el igual trato debe de
brindar a cualquier unión, es decir: el principio de no discriminación.
La
sanción legitimadora de la unión homosexual por el poder estatal sería
injusta para todos los otros estilos de vida que también pueden aspirar a
disfrutar del beneficio de la legitimación familiar y que ahora quedan fuera de
la sanción estatal. Hablamos aquí no sólo de los monjes que pueden aspirar a
constituir una familia monacal, sino también de las muchas y variadas
combinaciones de personas y fines que puedan darse al albur de la libertad de
elección. ¿Cómo podemos excluir, por ejemplo, a la poligamia u otras formas
de matrimonio plural, o a las “comunas de amor libre” si vuelven a estar de
moda? Incluso ¿por qué quedarnos solamente con las uniones afectivas en
las que hay contacto físico aunque solo sea visual? ¿Por qué no certificar
todas las amistades o uniones que la gente quiera registrar, incluso las
virtuales?
En
este contexto conviene que traigamos a colación con mención explícita las
distintas situaciones que pueden presentarse en tiempos más o menos cercanos,
dadas las razones de legitimación que ampara el principio de no discriminación
consagrado en casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo. La pregunta que
nos hacemos es ¿hasta dónde podemos legitimar sin discriminar? Veamos a lo que
nos referimos en el supuesto de que no nos paramos en la heteromonogamia
(matrimonio de uno con una) sino que intentamos abarcar, con el propósito de no
discriminar, todas las situaciones posibles que puedan darse o se dan en la vida
real.
Para
no discriminar tendríamos que legitimar, además de la homomonogamia (el
matrimonio de uno con uno) y de la homomonogamia lésbica (de una con una), la
homopoligamia (de uno con unos), la homopoligamia lésbica (de una con unas), la
promiscuidad (de dos o más varones con otros dos o más), la promiscuidad
lésbica (de dos o más mujeres con otras dos o más), la heteropoligamia (de
uno con unas), la heteropoliandria (de una con unos), la poliandria bisexual (de
una con unas y unos), la poligamia bisexual (de uno con unas y unos), y la
promiscuidad bisexual limitada (de dos o más unas y unos con dos o más unas y
unos). Y todo ello sin incorporar casos de uniones legitimables en las que
incorporemos a humanos no adultos, a no humanos de las distintas especies, o,
incluso a medio humanos (ya que las posibilidades de hibridación que nos avanza
la manipulación genética son cada vez más numerosas).
También
podemos, en caso de que el legislador esté interesado, incorporar en las
distintas y casi infinitas combinaciones que acabamos de mencionar, los
diferentes tipos de relación diacrónica de las variadas combinaciones
mencionadas con respecto a la descendencia, según sea adoptada o no. Y, por
último, también podemos incorporar al cuadro de posibles situaciones, la
incógnita de la duración, pues siempre será conveniente para evitar
discriminaciones estipular distintos marcos jurídicos para el paso de una
situación a otra según el tiempo que haya durado la anterior. Ni qué decir
tiene que el multifamilismo resultante daría al traste con la posibilidad de
distinguir y reconocer la familia.
Hemos
de decir que la apertura hacia todos estos reconocimientos es de hecho una meta
perseguida por algunas personas que escriben a favor del equiparamiento entre el
matrimonio de personas del mismo sexo y familia. Por ejemplo, el profesor
David Chambers de la Universidad de Michigan ha escrito: “Si el derecho
matrimonial puede concebirse [simplemente] como algo que facilita las
oportunidades de dos personas de vivir una vida emocional que les parece
satisfactoria… el derecho debe ser capaz de lograr lo mismo para unidades de
más de dos… [El] efecto de permitir el matrimonio entre personas del mismo
sexo puede consistir en volver a la sociedad más receptiva hacia la evolución
del derecho en otra dirección”.[1]
Otra conocida estudiosa que apoya la causa de estas uniones ha dicho que: “Hay
pocos límites a los tipos de matrimonio… que la gente podría querer crear…
Quizá algunos se atreverían a cuestionar las limitaciones diádicas del
matrimonio occidental y buscar algunos de los beneficios de la vida familiar
ampliada a más personas, a través de matrimonios de grupos pequeños,
arreglados para compartir recursos, cuidado y trabajo”.[2]
¿Qué
pasaría si siguiéramos estos consejos y proporcionáramos un mismo apoyo
público a todas las formas de vida que algunas personas pueden encontrar
emocionalmente satisfactorias? Por lo menos multiplicaríamos la injusticia de
forzar a todos los que no estén de acuerdo con estas supuestas formas de vida
familiar a subvencionarlas a través de sus impuestos. E, incluso, a
promocionarlas a través de la escuela pública y de la escuela concertada.
Pero
es probable también que los costos directos e indirectos llegarían al final a
un punto en el que serían simplemente demasiado altos para compensar pagarlos.
Hablamos no sólo de los costos económicos sino también de la calidad de vida
en la sociedad civil. ¿Queremos realmente un registro oficial de amistades?
Aunque no nos coaccionara el Estado a registrarnos, sino solamente ofreciera
incentivos positivos, ¿no sería una intrusión demasiado grande en la vida
privada?, ¿no perderíamos mucho en cuanto a la libertad y la flexibilidad en
los vínculos personales?, ¿no habríamos creado una burocracia excesiva?
Por
todas estas razones, creemos que rechazaríamos la tentación de extender al
infinito la lista de uniones que pueden recibir el sello y apoyo de la
comunidad. Pero si hemos aprobado unas uniones
solamente para su bien privado emocional, y no para el bien público de
los hijos, cada omisión de esta lista será atacada con razón como una
discriminación. Creemos que al fin y al cabo, la comunidad se retiraría de
toda la tarea de apoyo a cualquier tipo de relaciones. No se abstendría de
proteger y educar a los niños, pero lo haría solamente en guarderías
públicas. Dejaría de certificar y de subsidiar todo tipo de amistad, incluso
el matrimonio heterosexual. Es posible que entonces desapareciera
la institución jurídica del matrimonio y con ella también la familia
en la que los humanos nos realizamos como tales.
Nuestras
palabras finales, como resumen, son las siguientes: en el presente y futuro del
debate sobre la familia lo más importante es tener muy claro qué no es
familia. Sólo teniendo claro este punto podremos dar eficaz protección y
amparo a los seres más amables, a las criaturas más necesitadas, a las
personas mejor preparadas para el regalo y el amor. Solo en la medida en que
separemos la familia de otras situaciones podremos dar a los niños, nuestros
hijos, lo que nuestros mayores nos dieron a nosotros: un mundo dónde vivir,
querer y morir como humanos. Esperemos que así sea y que para ello
rectifiquemos algunos errores que ya han empezado a diseminarse entre nosotros.
1
David
L. Chambers, What if? The Legal
Consequences of Marriage and the Legal Needs of Lesbian and Gay Male Couples,
95 MICHIGAN LAW REVIEW 447, 490-491 (1996).
[2]
Judith Stacey, IN THE NAME OF THE FAMILY: RETHINKING FAMILY VALUES IN THE
POST-MODERN AGE, 127 (1996).
Gentileza
de http://www.ivaf.org
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL