La ética perfecta de la libertad

Por Antonio Orozco-Delclós

 

 

En los tres primeros capítulos de estos "Apuntes de Ética"", descubríamos que, para ser moralmente buenos, los actos humanos:

1) habían de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona que es Dios;

2) habían de ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena", esto es, realmente ordenada, derechamente dirigida, al menos implícitamente, al último fin;

y 3) que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto humano no lo viciaran (unos gramitos de arsénico convierten en mortal una sabrosa y sanísima tarta helada).

Vimos cómo las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor, o que una cosa mala venga a ser peor; también, en ocasiones, atenúan la bondad o maldad de un acto. Sin embargo, no podrán hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por ejemplo, matar a un inocente) se convierta en moralmente bueno. Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere además la obra buena (1). Por eso el Magisterio de la Iglesia ha condenado reiteradamente los errores de las éticas llamadas "de situación", según las cuales, las circunstancias justificarían acciones opuestas no sólo a las leyes evangélicas, sino también a la ley natural, universal y objetiva (que, como se sabe, ha sido también objeto de revelación divina en sus principios fundamentales).

Sin embargo, lejos de extinguirse, esos errores parecen difundirse más y más; quizá por doble motivo: el decaimiento de la fe, incluso en algunos teólogos católicos, y la expansión del ateísmo teórico o práctico. En consecuencia, el relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada vez más ancha hasta desembocar en las formas extremas de "permisivismo" a ultranza.

La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible. El error, en cambio, siempre crea paradojas y esquizofrenias, que resultarían cómicas de no estar en juego la felicidad temporal y eterna de las personas afectadas.

EL LABERINTO PERMISIVO

Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en nombre de la libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para la humanidad. Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten en atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen camino» a los adictos al estupefaciente (2).

La pregunta es inevitable: ¿cuál es el «buen camino»? El relativista, el pragmático, el materialista, el situacionista, no sabe responder: carece de una definición fundada de ""lo que es bueno". En el ámbito de la vida pública, «lo bueno» se suele confundir con los intereses de un grupo, de una clase, de un partido o de un gobierno. Así, por ejemplo, si consigue incrementar votos, se tiene por «bueno» la despenalización de la droga, del aborto, la eutanasia, o lo que sea. Como, en rigor, no se conoce lo que es en verdad el hombre --alma inmortal que anima un cuerpo-- se carece de un código moral previo a la acción. Para la acción, no disponen de otro criterio de verdad y bondad que la acción misma (la praxis, tema típicamente marxista). Como es lógico, lo normal es que yerren antes de acertar; y a menudo los errores son de tal categoría que la rectificación resulta muy penosa o punto menos que imposible.

No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento, una vaga intención bondadosa de procurar que los ciudadanos pasen la vida «lo mejor posible». El problema es: ¿qué será «lo mejor» para el ciudadano, si no sé qué es «lo bueno» para él, puesto que tampoco sé qué y quién es el ciudadano? Quieren que las cosas funcionen «bien», pero sin estudiar qué es el hombre en su integralidad, cuál es su naturaleza, cuál es su origen y cuál es su fin último.

En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio con el orden son realmente circenses. Les parece bien, por ejemplo, que un hombre, en abuso de su libertad, se emborrache; pero les disgusta que, borracho, estrangule a su mujer o la del vecino. No se lamentarían de que haya drogadictos, con tal de que éstos se ganaran honradamente los enormes dineros que cuesta cada «ración». Es un modo de exaltar la libertad característico de una mal llevada adolescencia. Se quiere el acto malo por ser libre (y porque apetece), pero no se quieren las consecuencias naturales, inevitables del mal uso de la libertad. El mal absoluto sería la «represión» (palabra odiada, si las hay), pero tampoco les parecen buenas las consecuencias de las faltas de represión.

Algo habrá que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note, de modo vergonzante, con cierto rubor. Habrá que comprender, más aún, defender, que el hombre sea «un poco» ladrón, «un poco» asesino, «un poco» violador, tratando de evitar que lo sea «mucho», que vaya a alterar el orden de la vía pública.

En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo, falto de un criterio objetivo de bondad, que permita discernir, al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el mal antes de la praxis.

La libertad que gritan es una libertad desmochada, amputada, mutilada por lo alto y por la base; disminuida, reducida a «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana», excluyendo lo exclusivo de la libertad propiamente humana, la libertad de ser, de poder llegar a ser lo que se debe ser: dueño y señor de sí mismo y de la propia situación, con aptitud de disponer de sí mismo en orden a la consecución de lo que confiere a la vida en el mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo que está más allá de este mundo, de este tiempo, de este espacio, de esta situación, es decir, la Suma Verdad, Bondad infinita, Amor supremo, Dios.

LIBERTAD CONDICIONADA

Acierta la «ética de situación» al afirmar que la libertad se halla condicionada por la circunstancia. Yerra en cambio cuando piensa que la situación es más fuerte que la libertad; que la persona debe ceder a la situación la primacía sobre las leyes universales del orden moral, como si el hombre, en ocasiones, «no tuviera más remedio» que saltarse esas leyes, que no pudiera confesar su fe y ser consecuente en la conducta, que no pudiera ser siempre casto, o fiel al cónyuge, u obediente al Magisterio de la Iglesia.

A mi juicio, el que así piensa ostenta una grave ignorancia sobre su propia libertad. No ha percibido la fuerza impresionante de ese tesoro, don de Dios --participación en el poder y señorío divinos-- que podemos llamar libertad interior y profunda, personal

LA FUERZA IMPRESIONANTE DE LA LIBERTAD

Como enseña Juan Pablo II, un «hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas --las estructuras, los sistemas, los demás-- el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan --aunque sea de modo tan negativo y desastroso-- también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa» (Ex. Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-X11-1984, n. 16).

Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy convencido de que incluso dentro del ser manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que existe en la conducta humana. Mientras se da un estado de conciencia es muy difícil asegurar que está anulada la libertad. Incluso cuando está muy disminuida o casi anulada, siempre hay suficiente remanente de libertad y de responsabilidad para amar a Dios, que es el principio de la santidad. Por eso estoy seguro que tanto un depresivo como un neurótico pueden aspirar a ser santos, a pesar de su neurosis o depresión». De otra parte, «por lo que se refiere a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro de sí mismo, pienso que es casi imposible que el dolor llegue a anular completamente la libertad de un individuo, aunque puede afectar mucho su personalidad: cuando se trata, sobre todo, de dolores crónicos puede llegar incluso a un cambio de personalidad, pero sin que esto signifique pérdida de la libertad» (3).

Se puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad. Puede ser anulada su capacidad de decisión, con procedimientos psicológicos o farmacológicos, pero si conserva la consciencia de sí, permanece la aptitud de trascender la situación y darle un sentido, cara a lo eterno.

EL HOMBRE, MAS GRANDE QUE EL UNIVERSO

El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--, aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora.Por eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos y puede optar por abandonarse a la abyección o por afirmarse en su humanidad. Los campos de concentración --nazis y soviéticos-- lo han puesto de relieve muchas veces.

Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad interior, profunda, de cada ser humano. Los más coherentes la han negado de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la libertad al decir: «la libertad es la conciencia de la necesidad». Cierto que la consciencia de la necesidad es un signo de libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo libertad. Pero la libertad es más que conciencia, es capacidad de decidir sobre mis asctos, al menos en cuanto a su sentido.

Con una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico), Marx hubiera podido concluir, de sus propias palabras, una gran afirmación de libertad, porque si el hombre es «consciente de la necesidad» sólo puede ser porque no está enteramente inmerso en la necesidad: está en ella, pero también más allá de ella. El que está dormido no puede distinguir entre la realidad y el sueño; en cambio, el que está despierto juzga y distingue perfectamente entre lo real y lo soñado o ensoñado. Si el hombre estuviese del todo envuelto en la necesidad ni siquiera podría pensar en la libertad, como el que está dormido no puede pensar en la diferencia entre realidad y sueño. Si cae en la cuenta de estar apresado por alguna necesidad, sólo se explica porque no lo está totalmente, porque le queda un remanente muy importante de libertad con el cual puede simultáneamente estar en una situación y trascenderla; la puede mirar como desde arriba, desde fuera y, hasta cierto punto --pero punto muy importante-- dominarla y darle un sentido.Así, el hombre puede, por ejemplo, sentir una pasión fortísima que le impele a matar, a robar, a adulterar, etc. Pero si conserva su consciencia de sí, es capaz de resistir el impulso, negarse a cometer el robo o el crimen, en una palabra, el pecado. Pensar que la situación o circunstancia --la pasión-- puede resultar más fuerte que la libertad, es la negación práctica de la libertad, de la trascendencia del hombre respecto al cosmos, de su dignidad radical. Es claro, pues, que la «ética de situación» es negadora de la libertad, al menos de la personal, interior y profunda.

Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en el mundo, situado y condicionado por el mundo, es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía Juan Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de la Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (4). Esta sabiduría brota de la percepción de la dimensión espiritual de la propia naturaleza -- esclarecida por un estudio metafisico de la persona --, y funda una consciencia profunda de la libertad profunda; una consciencia que aferra y asume, en virtud de la libertad, la propia libertad.

En ese entonces, marxismos, materialismos en general, éticas de situación, aparecen con toda su falsedad al desnudo. La vanidad de sus argumentaciones resulta obsoleta e irrisoria. Surge un verdadero sentido ético de la vida, fundado en el natural señorío para el que ha sido creado el ser humano. Se comprende en su pleno sentido lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra» (5). Nace la formidable pasión por la libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente, con nervio teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance, con un por qué y para qué divinos. La libertad aparece en su justo valor, valor de medio magnífico para realizar valores aún más altos: la verdad, la bondad, la belleza, el amor, la justicia, en toda circunstancia, en cualquier situación, aunque para ello sea preciso empeñar la vida.

Los mártires han sido --y siguen siendo-- no sólo los grandes testigos de la fe, sino también los grandes testigos de la libertad, frente a todo situacionismo.

A LA LUZ DE LA FE

Para comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz de la fe, pero indudablemente la luz de la fe permite ver todas las cosas con mayor claridad y certeza. Si se consideran cada uno de los actos humanos en particular, toda persona puede y debe vencer el mal, cualquiera que sea su situación. Sin embargo, es teológicamente cierto que el hombre, en estado de naturaleza caída, sin la gracia divina actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda la ley natural (6). El Concilio Vaticano II constata que «el hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el libre albedrío «está viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo del pecado» (9), y «quien comete pecado es del demonio» (10).

Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de la impotencia, ética de situación que nos consuele ante la imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que si en algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero incluso nos diría: pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al fin y al cabo estáis tan corrompidos que no podéis hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es Castilla...

Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a Dios ni al hombre que ama a Dios. Quien ama no se consuela diciendo: «no puedo dejar de ofenderte, no me lo tengas en cuenta». Quien ama a Dios aspira a la justicia en ssentido bíblico, es decir, a la santida. Y Dios en su infinita misericordia ha querido que podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre para redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado, y conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para vencer todo mal, no sólo por largo tiempo, sino durante la vida entera.Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos libra también de toda ética de situación, y de la hiriente humillación que supondría la salvación al estilo imaginado por Lutero: radical negación de libertad y dignidad.

LA LIBERACION RADICAL

Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos «in-corporamos» a El por el Bautismo y los demás sacramentos, por El, con El y en El somos capaces de cumplir siempre no sólo la ley natural, sino también la evangélica (que incluye la natural), con todas sus exigencias sin cuento, porque al darnos la Ley, nos ofrece al mismo tiempo la gracia --fuerza sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la Ley de Cristo, como dice el Apóstol Santiago, es la Ley perfecta de la libertad (12), la ética que emana de un real señorío --real y regio-- del hombre sobre sí mismo y sobre toda circunstancia y situación.

Debemos felicitarnos: ya no tenemos excusas para las derrotas morales. Debemos «comprender» al hombre en su circunstancia, y por eso, comprenderle «libre», con la libertad que Cristo nos ha ganado (13) para toda situación.

Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (14). Es la Ley perfecta de la libertad. No estamos condenados a pecar: «la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible para la Ley (antigua), al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo) Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y por causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley (nueva) se cumpliese en nosotros, que no caminamos según la carne sino según el Espíritu» (15).

La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo. El, con su misericordia, nos conquista la justicia: la gracia para que podamos ser santos e inmaculados en la presencia de Dios (16).

La verdadera ética cristiana, la Ley de Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de cualquier ética de situación. Es la ética del señorío y de la justicia, la ética de la libertad y del Amor, que otorga un amor capaz de vivir libre, esforzada y plenamente la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.

Antonio OROZCO


(1) Cfr. DOCUMENTACION DOCTRINAL. n° 44, p. 3; (2) R. GOMEZ PEREZ, en ACEPRENSA, Servicio 53/84, 11 abril 1984: (3) JORGE CERVOS NAVARRO (Catedrático y Director del Instituto de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad alemana de Neuropatología y Neuroanatomía, autor de más de 200 publicaciones cientificas), en «PALABRA», 200, IV-1982, pp. 182-184; (4) JUAN PABLO 11, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982; (5) Gen 1, 2; (6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23; (7) Conc. Vat. 11, GS, 10, 13; (8) Conc. Orange, Dz 181; (9) Jn 8, 34; (10) 1 Jn 3, 8; cfr. 2 Ped 2, 19; Ef 2, 2; (11) Cfr. Mt 3, 15; (12) Sant 1, 25; (13) Cfr. Gal 5, 1: (14)1 Cor 10, 13; (15) Rom 8, 1-4;

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