La educación sentimental
Por J.R. Ayllón
Enfadarse es algo muy sencillo, al alcance de cualquiera. Pero
enfadarse con la persona que lo merece, en el grado exacto, en el momento
oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso no tiene nada de
sencillo.
Aristóteles
26.
Inteligencia y sentimientos
La interioridad humana está permanentemente ocupada por un batallón de
deseos cuyo cumplimiento o frustración experimentamos en forma de
sentimientos positivos o negativos. Los sentimientos constituyen, por tanto,
un índice de autorrealización personal. Nos mueven y conmueven desde dentro,
y por eso los llamamos afectos, emociones y pasiones. Los sentimientos son
estados de ánimo que repercuten de forma constante en nuestra conducta
externa. Pueden ser pasajeros y elementales como una pequeña alegría o un
enfado sin importancia, complejos como la felicidad o la depresión, y
violentos como las pasiones. La gama de los sentimientos es amplia y
enmarañada, quizá por eso mal conocida, pero cualquier visión de la vida
que minimice su valor pecará de irreal y miope. Por propia experiencia
sabemos que a veces nuestros sentimientos pesan en nuestra conducta más que
nuestras razones. Erasmo ironizó sobre este punto en un célebre texto:
Júpiter nos otorga mucha más pasión que razón, en una proporción
aproximada de veinticuatro a uno. Él ha erigido dos irritables tiranos para
oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida
ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia de la razón para
oponerse a las fuerzas combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón
hace lo único que puede, repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras
dos se desgañitan de modo cada vez más ruidoso y agresivo, empujando a la
razón a seguirlas hasta que, agotada, se rinde y se entrega.
De lo dicho se desprende que, en cierto modo, tenemos dos inteligencias: la
racional y la sentimental o emocional, y nuestra conducta está determinada
por ambas. Si muchas concepciones antropológicas han propuesto un ideal de
razón liberada de los impulsos sentimentales, lo realmente razonable será la
armonía entre cabeza y corazón, su integración inteligente. Por eso se ha
escrito desde antiguo sobre la necesidad de una educación sentimental. En
estas páginas hablaremos de ella y emplearemos los términos
"sentimiento" y "emoción" de forma indistinta, como lo
hace Daniel Goleman en su célebre libro Inteligencia emocional.
La educación tradicional ha puesto casi toda su confianza en el coeficiente
intelectual (CI), pero es frecuente encontrarse con personas de elevado CI que
no saben manejarse en la vida, mientras que otras con modesto o bajo
coeficiente triunfan en su vida familiar y profesional. ¿Por qué esa
inesperada diferencia? La tesis de Goleman, psicólogo de Harward, identifica
el éxito en la vida con un conjunto de habilidades que denomina inteligencia
emocional, y que incluye el conocimiento de uno mismo y de los demás, el
autocontrol y la capacidad de motivarse. Porque saber que un ingeniero ha
logrado graduarse con unas notas excelentes equivale a saber que su
inteligencia matemática es excelente, pero nada nos dice sobre su forma de
reaccionar ante los problemas que le surjan en la vida.
De forma parecida al aprendizaje de una asignatura, la vida emocional
constituye un ámbito que puede dominarse con menor o mayor pericia. Y el
grado de dominio emocional que alcance cada persona marcará la diferencia
entre quien lleva una vida equilibrada y quien, con un nivel intelectual
similar, hace de su vida un fracaso. La evidencia dice que alcanzan una vida
lograda las personas que saben gobernar sus emociones e interpretar los
sentimientos de los demás: desde el noviazgo hasta las relaciones que
aseguran el éxito de una organización. Toda la educación sentimental se
podría resumir en cuatro puntos:
* Conocimiento y control de las propias emociones.
* Reconocimiento y comprensión de las emociones ajenas.
* Capacidad de motivarse a uno mismo.
* Control de las relaciones interpersonales.
27. Conocimiento propio
No es nada fácil conocerse a uno mismo. La sabiduría griega propondrá ese
conocimiento como meta suprema de la vida. "Conócete a tí mismo"
es lo que Sócrates procura para sí y para quienes le escuchan. "Que me
conozca, Señor, y que Te conozca" es el resumen de todos los intereses
agustinianos.
Cuenta Goleman que un samurai pidió a un anciano maestro zen que le explicara
el cielo y el infierno. Pero le monje le replicó con desprecio:
-No eres más que un patán, y no puedo perder el tiempo con tus tonterías.
El samurai, herido en su honor, desenvainó su espada y exclamó:
-Tu impertinencia te costará la vida.
-¡Eso es el infierno! -replicó entonces el maestro.
Sorprendido por la exactitud del maestro al juzgar la cólera que le estaba
atenazando, el samurai envainó la espada y se postró ante él, agradecido.
-¡Y eso es el cielo! -concluyó entonces el anciano.
Esta historia ilustra a la perfección la diferencia entre estar atrapado por
una pasión -la ira en este caso- y darse cuenta de que se está atrapado. Por
eso el "conócete a ti mismo" constituye la piedra angular de la
inteligencia emocional. Para actuar bien conviene conocerse bien. No se trata
de desarrollar un morboso afán de introspección, sino de procurar no vivir
con uno mismo como un desconocido. Nuestra conciencia emocional y el análisis
ponderado de la realidad nos ayudarán, entre otras cosas, a combatir la
inestabilidad de ánimo del que sueña con fantasías, del que se sobrevalora
y del que se subestima. Además, porque todos tendemos a disculparnos más o
menos, parte importante del conocimiento propio es advertir ese sutil
autoengaño y admitir la completa responsabilidad que tenemos en la mayoría
de nuestras acciones u omisiones.
Con perspicacia ha escrito Susana Tammaro que el conocimiento propio es
doloroso, pues una parte de nuestro corazón está en la sombra. Y
"contra ese doloroso descubrimiento se oponen en nuestro interior muchas
defensas: el orgullo, la presunción de ser amos inapelables de nuestra vida,
la convicción de que basta con la razón para arreglarlo todo. El orgullo es
quizá el obstáculo más grnade: por eso es preciso valentía y humildad para
examinarse con hondura".
Parte de la educación sentimental consiste en aprender a expresar con
palabras los propios sentimientos, a no percibirlos como un manojo
desconcertante de tensiones sin nombre, que nos hacen sentirnos extrañamante
mal. En el libro Educar los sentimientos, Alfonso Aguiló nos ofrece una
esclarecedora relación de defectos relacionados con la educación de los
sentimientos:
- Timidez, apocamiento, temor a las relaciones sociales.
- Susceptibilidad, tendencia exagerada a sentirse ofendido.
- Tendencia a dar vueltas en exceso a los problemas y preocupaciones.
- Perfeccionismo, rigidez, insatisfacción.
- Pesimismo, tristeza, mal humor.
- Hábito de mentir, engañar o la simular.
- Gusto por incordiar, fastidiar y llevar la contraria.
- Exceso de autoindulgencia y descontrol en la comida, la bebida y otros
placeres.
- Tendencia a refugiarse en la fantasía y a la vida perezosa.
- Excesiva dependencia emocional de los demás.
- Charlatanería y frivolidad.
- Resistencia a aceptar las exigencias razonables de la autoridad.
- Tendencia al capricho, las manías o la extravagancia.
- Falta de fortaleza ante las contrariedades inevitables de la vida.
- No saber perder o no saber ganar.
- Dificultad para comprender a los demás y hacernos comprender por ellos.
- Dificultad para trabajar en equipo.
La imagen que uno tiene de sí mismo condiciona su conducta. Hay deportistas y
equipos que saltan derrotados al terreno de juego porque se consideran muy
inferiores al rival. Si me considero incapaz de hacer algo, me resultará
extraordinariamente costoso hacerlo. En cambio, el conocimiento propio
propicia la madurez y la estabilidad de carácter. El que se conoce bien no se
altera fácilmente por una opinión favorable o desfavorable sobre su persona,
por un pequeño triunfo o un fracaso, por una buena o mala noticia. Al
contrario, se enfrenta a sus defectos con realismo e inteligencia, aprendiendo
de cada error, evitando su repetición, conociendo sus limitaciones y
posibilidades.
La percepción que cada uno tiene de sí mismo depende mucho de la que tengan
los demás. De ahí la importancia de sentirse valorado y querido por quienes
nos rodean. También por eso, gran parte de los trastornos afectivos tienen su
origen en una deficiente comunicación con las personas más cercanas. Para
evitar esos problemas, o para intentar subsanarlos, es preciso establecer
buenas relaciones personales, sobre todo en la familia, entre amigos, con los
vecinos y colegas de trabajo. Por eso, la educación de los sentimientos
reviste a veces tanta dificultad, y supone un auténtico reto de ingenio y de
paciencia, un verdadero arte. Lo que está claro es que la forma más segura
de lograr un cambio real en los sentimientos es por medio de la acción. Si la
reflexión no nos lleva a la acción, no cambiaremos. Aristóteles decía que
no nos interesa tanto saber en qué consiste la salud como estar sanos, ni
saber en qué consiste el bien como obrar bien. Pero obrar bien, a su vez, no
consiste en realizar actos aislados, sino en repetir actos hasta lograr la
consolidación de hábitos.
28. Control y descontrol de los sentimientos
"Que nuestros afectos no nos den la muerte, pero que tampoco
mueran", escribió Donne". La prensa y la televisión nos acosan con
noticias alarmantes sobre la inseguridad y la degradación de la vida urbana,
casi siempre por la irrupción violenta de sentimientos hipertrofiados y
descontrolados. Esa creciente pérdida de control sobre las emociones propias
es una de las señas de identidad de nuestras modernas sociedades. Se pone
así de manifiesto un peligroso grado de torpeza emocional, que a su vez
refleja un serio punto débil de la familia y la sociedad entera.
Por fortuna, el sentimiento inclina hacia una determinada conducta, pero no
anula la libertad para escoger otra distinta. Por eso, puedo sentir miedo y
actuar con valentía, o sentir odio y perdonar, o estar interiormente nervioso
y actuar reflexivamente. Lo expresan de forma magnífica unos versos de Juan
Ramón Jiménez:
Yo no soy yo. Soy este
Que va a mi lado sin yo verlo,
Que, a veces, voy a ver,
Y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
El que perdona, dulce, cuando odio,
El que pasea por donde no estoy,
El que quedará en pie cuando yo muera.
Si a veces podemos obrar cegados por la pasión, no es menos cierto que hay
pasiones que aumentan la lucidez del que las padece. Las pasiones de muchos
personajes de Shakespeare, lejos de nublar su inteligencia, la dotan de
diabólica clarividencia. Hamlet prepara con frialdad y de forma minuciosa su
venganza. Macbeth o Ricardo III -lo mismo que cualquier dictador o terrorista
profesional- tienen una refinada capacidad para calcular fríamente los pros y
los contras de sus ambiciosos planes criminales. Se diría incluso que poseen
una gran facilidad técnica de autocontrol. No tienen ofuscada la razón, de
forma que no obran sin darse cuenta. Su libertad no está destronada o
sojuzgada como en el caso del hombre al que la ira le hace perder la cabeza.
La vida está sembrada de altibajos sentimentales, pero nosotros debemos
controlar los sentimientos para que no conviertan nuestra existencia en una
montaña rusa emocional. Igual que el fondo de nuestra mente está poblado por
un murmullo de pensamientos, también constatamos la existencia de un murmullo
emocional. Y todo lo que hacemos en la vida, desde trabajar a diario a jugar
con un hijo, no son más que intentos de sentirnos mejor. El arte de sentirse
bien constituye una habilidad vital fundamental, quizá el más importante de
los recursos psicológicos.
No tenemos poder sobre la aparición y el tipo de las emociones, pero sí
tenemos cierta posibilidad de controlar su tiempo de permanencia y su
intensidad. El problema no estriba en eludir -por ejemplo- la tristeza, sino
en impedir que nos invada por completo y se convierta en depresión. ¿Cómo
conseguirlo? La tristeza es un sentimiento que nos sumerge en la soledad y el
desamparo. Sus causas pueden ser grandes o pequeñas, objetivas y subjetivas.
Y sus consecuencias nos aíslan y nos hacen ver negra la realidad. Más o
menos motivada o inmotivada, la tristeza es un sentimiento que debe ser
superado, que no debe instalarse de forma crónica en nosotros, pues su modo
natural de operar es invasor, en oleadas que ocupan lugares cada vez más
amplios y profundos de nuestra vida emocional. Para ello, convendrá abordar
los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de lo que nos entristece,
cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas. Al fin y al
cabo, la vida es algo más que un libro de reclamaciones. No se trata de negar
que la vida es dura, sino de afirmar que también es luminosa y bella. Si
sólo consideramos la cara negativa de nuestra existencia, acabaremos como
Hamlet, obsesionados y aplastados por "los mil naturales conflictos que
constituyen la herencia de la carne".
La tristeza motivada por fracasos y decepciones se debe combatir aceptando
serenamente el contratiempo, evaluando sus dimensiones y sacando conclusiones.
Si el error es nuestro, deberíamos aprender a hacer las paces con nosotros
mismos. En ambas situaciones se esfuman los fantasmas negativos y se pueden
descubrir enseñanzas útiles. Hacer frente a los pensamientos y sentimientos
negativos va disipando los estados de ánimo pesimistas, y ese esfuerzo
sostenido acaba cristalizando en un hábito. Cuando alguien hace del fracaso
una ocasión habitual de endurecer y templar su personalidad, realiza entonces
un descubrimiento de valor incalculable. En resumen: una de las claves de la
buena educación sentimental es aprender a asumir el fracaso.
Otra estrategia eficaz para el alejamiento de las ideas tristes es la
distracción, sin cometer la torpeza de caer en otras dependencias, como los
teleadictos que necesitan dosis maratonianas ante el televisor. Otros remedios
probados son el cambio de perspectiva con el que juzgamos nuestro problema; el
no caer en el victimismo y la autocompasión; pensar que muchas personas
sobrellevan bien situaciones peores; buscar el desahogo en personas realistas
y prudentes.
En ocasiones, la tristeza, el pesimismo o la irritabilidad podrán ser efectos
del cansancio orgánico motivado por un excesivo trabajo o cierto insomnio. La
solución pasa por advertir la causa y descansar. Un descanso que quizá no
deba consistir en no hacer nada, sino en ocuparse en una afición o en un
pequeño trabajo doméstico que nos distraiga. Sin olvidar que somos sociales
por naturaleza, y que hacer algo por los demás es una excelente terapia
contra la pesadez de dar vueltas a las propias preocupaciones.
Otro sentimiento frecuente y difícil de controlar es el enfado. "Siempre
tendremos razones para estar enfadados, pero esas razones rara vez serán
buenas", dijo Benjamin Franklin. De hecho, somos muy capaces de
enfadarnos por mil pequeñeces, y roer en nuestra cabeza los profundos motivos
que nos han llevado al enojo. Un monólogo interno se encarga de alimentar y
justificar ese enojo. Pero, cada vez que obramos así, nos equivocamos.
Cuantas más vueltas demos al asunto, más justificaciones encontraremos para
seguir enfadados. Sólo podremos salir de ese circulo vicioso tomando un punto
de vista diferente, encuadrando la situación en un marco distinto y positivo.
A veces, cuando la conducta de alguien nos resulta molesta, una forma de
abortar nuestro progresivo enfado es conocer los motivos reales de esa
conducta, que en muchos casos son razonables. Sin embargo, nuestra
irritabilidad puede cerrar los oídos y negarse a escuchar explicaciones o
disculpas. Entonces es el momento de poner en práctica la táctica del
enfriamiento. Los psicólogos afirman que las distracciones son un recurso
eficaz para modificar nuestro estado de ánimo por la sencilla razón de que
es difícil seguir enfadado cuando uno se lo está pasando bien. El truco
consiste en darnos permiso para que el enfado vaya enfriándose mientras
pasamos un buen rato. En este sentido es útil el ejercicio físico, desde una
larga caminata hasta la práctica de cualquier deporte. El poder sedante de la
distracción consiste en poner fin a la cadena de pensamientos irritantes.
Se piensa que a veces es mejor dar rienda suelta al enfado. Y eso es correcto
precisamente a veces. Porque lo normal es que descargar la ira sea
contraproducente, pues nos lleva a decir o hacer cosas de las que nos
arrepentimos poco después. En los momentos de indignación es fácil tomar
decisiones o lanzar palabras que producen heridas de difícil curación. Y
entonces nos encontramos con que algo muy valioso quizá se haya roto para
siempre: un afecto, una confianza, una relación necesaria. Esto le puede
suceder a un padre con su hijo, a un profesor con un alumno, a un médico con
un paciente, a un sacerdote con un feligrés, a un abogado con un cliente...
Uno se puede librar de su cólera descargándola a gritos, pero suele ser más
eficaz tratar de calmarse y entablar un diálogo orientado a resolver el
problema. Un maestro tibetano aconsejaba sobre el enfado: "Ni lo reprimas
ni te dejes arrastar por él".
29. Aprender a motivarse
Hay personas inteligentes que son muy perezosas, y personas de pocas luces muy
diligentes y constantes. La diferencia de conducta está en la motivación.
Hace falta un motivo para poner en marcha la voluntad, un algo que permita
obtener satisfacción donde otros no encuentran ilusión ninguna. Por otra
parte, la confianza de una persona en sus propias capacidades otorga a su
conducta una gran seguridad. De forma similar, quienes se sienten eficaces se
recuperan pronto de sus fracasos, pues tienen motivos para olvidarlos y
rectificar.
Está claro que la vida humana es, como mínimo, una carrera de obstáculos.
Ningún recién nacido sabe andar, mucho menos correr, y en absoluto es capaz
de saltar una valla o un foso. Pero lo podrá aprender con los años. Un
adulto puede considerarse incapaz de saltar esos obstáculos, pero también
puede intentar su superación hasta conseguirlo de forma habitual y con
soltura. En un caso se dejará dominar por el pesimismo, y en el otro ha
elegido el optimismo. El optimismo realista, no el ingenuo, es la mejor
actitud ante la vida, y es imprescindible en la tarea educativa, porque educar
es creer firmemente en la capacidad que tiene el hombre de mejorar a otros y
mejorarse a sí mismo.
Todo el mundo sufre reveses que desmoralizan, y eso es inevitable. La
cuestión es saber por qué unas personas salen pronto de esa situación
mientras otras quedan atrapadas en ella. Como hemos visto, hay dos formas
básicas de explicar y afrontar los contratiempos. El estilo pesimista busca
explicaciones de tipo personal con carácter permanente: es culpa mía y voy a
ser siempre un fracasado. Para el optimista, por el contrario, hay cosas que
no dependen de mí, los fracasos no afectan a todas las parcelas de la vida,
y, en cualquier caso, no hay mal que cien años dure.
¿Qué es lo que determina esas lecturas tan diferentes de la realidad? Los
psicólogos ven decisiva la educación en edades muy tempranas. Dicen que un
niño pequeño tiende a ser naturalmente optimista, y por eso no hay
depresiones ni suicidios cuando se tienen cinco o seis años. Pero, conforme
va creciendo, el niño comprende los puntos de vista de sus padres, y el
optimismo o pesimismo de éstos es percibido y asimilado como si fuera la
propia estructura de la realidad.
Otro factor decisivo es el modo en que los adultos -padres, familiares y
profesores- aprueban o critican el comportamiento del niño o del joven. No es
lo mismo reprochar acciones concretas y coyunturales que lanzar una enmienda a
la totalidad. Si a un niño o a una niña se le dice "has dicho una
mentira", o "en esta evaluación no has estudiado
Matemáticas", le parecerá que estas deficiencias son superables. En
cambio, si habitualmente se le dice "eres un mentiroso, un desastre en
los estudios y un negado para las Matemáticas", lo entenderá como algo
permanente y muy difícil de evitar.
La educación sentimental que padres y educadores deberían enseñar, puede
resumirse en una sabia sentencia: "Tener valentía para cambiar lo que se
puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría
para distinguir lo uno de lo otro". A veces, las dificultades existen
más en nuestra cabeza que en la realidad, y las imaginamos insalvables. Antes
de volar por encima de la velocidad del sonido, bastantes científicos
aseguraban que esa barrera era infranqueable. Otros decían que cuando un
avión alcanzara el Mach 1, sufriría tal impacto en su fuselaje que
reventaría. Hasta que el 14 de octubre de 1947, el piloto Chuck Yeager
rompió la famosa barrera del sonido y descubrió la verdad. En su biografía
anotó:
¡Parecía un sueño!. Me encontraba volando a una velocidad supersónica y
aquello iba tan suave que mi abuela hubiera podido ir sentada detrás
tomándose una limonada. Fue entonces cuando comprendí que la verdadera
barrera no estaba en el sonido, ni en el cielo, sino en nuestra cabeza, en
nuestro desconocimiento.
Podemos experimentar como murallas infranqueables ciertos defectos,
circunstancias o limitaciones de diverso tipo. Sin embargo, es muy probable
que la realidad sea distinta, y que esas barreras sean superables precisamente
por nosotros. Esa superación quizá no sea fácil, pero tampoco tan difícil.
El camino de las virtudes y de los valores es imaginado por muchas personas
como frío, triste y aburrido, cuando lo cierto es que la mejora personal hace
el camino de la vida menos fatigoso, más alegre y más interesante. "Si
el semblante de la virtud pudiera verse, enamoraría a todos", dijo
Platón.
30. Capacidad de relación
Hay personas cuya torpeza para relacionarse proviene de una escasa educación
en todo lo referente a las normas de comportamiento social. Esas carencias
suelen provocar el miedo a no saber manejarse con soltura y a cometer errores
que parecen extraordinariamente ridículos. La única solución asequible es
esforzarse por cultivar cuestiones básicas para la buena convivencia diaria.
Alfonso Aguiló señala varias:
* Iniciar o mantener con soltura una conversación circunstancial, para no ser
de esos que a las dos palabras tienen que despedirse porque han agotado su
conversación y no saben qué más decir.
* Mostrar interés por lo que nos dicen, y hablar sin apartar la mirada.
* Saber decir que no, o dar por terminada una conversación o una llamada
telefónica que se alrgar demasiado.
* Darse cuenta de que el interlocutor lleva tiempo emitiendo discretas
señales de su deseo de cambiar de tema, o de terminar la conversación o la
visita.
* No invadir el espacio personal de los demás (no acercarse fisicamente
demasiado al hablar; no entrar en temas o lugares que requieren andarse con
mucha prudencia y respeto; evitar preguntas molestas o inoportunas, etc.)
* Pedir perdón cuando sea necesario, dar las gracias, pedir las cosas por
favor, etc. Es más importante de lo que parece.
En cierto modo, la faceta más importante de la inteligencia interpersonal es
la capacidad de formar una familia. El análisis de las discrepancias que han
conducido masivamente al divorcio y a la separación constituye un argumento
de peso sobre el papel decisivo que desempeña la inteligencia emocional en la
estabilidad de la pareja. Cuenta Daniel Goleman que John Gottman, psicólogo
de la Universidad de Washington, después de rastreaar los altibajos de más
de docientas parejas, pudo predecir con una exactitud del 94% qué parejas de
las estudiadas terminarían separándose.
Según Gottman, las críticas destructivas son la primera señal de alarma. En
un matrimonio compenetrado, la esposa y el marido tienen libertad para
formular abiertamente sus quejas. Pero comenten una grave equivocación
cuando, en medio del fragor del enfado, formulan una queja de modo
destructivo, en forma de ataque golbal al carácter del cónyuge. Si Tom y
Linda quedan para ir al cine en la librería de la esquina, puede suceder que
Lynda y su hija lleguen a la hora convenida y tengan que esperar a Tom.
"¿Dónde se habrá metido? Si alguien sabe cómo estropear algo, ése es
tu padre", se queja Lynda. A los pocos minutos aparece Tom, contento por
haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose por el retraso. Pero su
mujer le contesta en estos términos: "muy bien; ya tendremos ocasión de
discutir tu sorprendente habilidad para echar al traste todos los planes. Eres
un egoísta y un desconsiderado".
Esta queja es algo más que una simple protesta, es un atentado contra la
personalidad del otro, una crítica dirigida a la persona y no a sus actos.
Parecen veredictos concluyentes de culpabilidad, condenas inapelables. Este
tipo de críticas personales tienen un impacto emocional mucho más corrosivo
que una queja razonada, pues dejan a quien la recibe avergonzado, ofendido y
humillado. Un insulto encerrado en una sola palabra puede tener el mismo
efecto, y también un gesto de desprecio. En el camino que conduce hasta el
divorcio, cada una de estas situaciones sienta las bases para la siguiente, en
una escala de deterioro creciente.
Las respuestas del cónyuge ofendido de esta manera oscilan entre la
discusión y el silencio. Lo más común es devolver el ataque airadamente. El
silencio y la expresión pétrea envía un contundente mensaje que combina el
distanciamiento, la superioridad y el rechazo. Si esta pauta llega a ser
habitual, tiene un efecto devastador sobre la relación, porque aborta toda
posibilidad de resolver la desavenencias.
Cuando el juicio al otro cónyuge se parece a un prejuicio -por ejemplo:
"siempre soy la víctima de sus enfados injustos"-, en cada
discusión se confirma y se refuerza el prejuicio, y el miembro de la pareja
que se siente víctima acecha constantemente todo lo que hace el otro para
ratificar su propia opinión de que está siendo atacado, ignorado o
menospreciado.
Estas actitudes hostiles pueden provocar lo que Gottman denomina
desbordamiento emocional: una desazón que arrastra consigo a quienes se ven
superados por la negatividad de su pareja y por su propia respuesta ante ella.
Está claro que todas las parejas atraviesan por crisis similares. El problema
comienza cuando uno de los cónyuges se siente continuamente desbordado y se
mantiene constantemente en guardia, se vuelve susceptible y reacciona de forma
desproporcionada ante lo que falsamente considera una provocación. Cuando el
cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que hace el otro desde
una óptica absolutamente negativa se llega al punto más crítico de una
relación de pareja. Entonces parece que los problemas son imposibles de
resolver y los dos empiezan a vivir vidas paralelas, en aislamiento completo.
El último paso, afirma Gottman, suele ser la separación o el divorcio.
Cierro estas líneas con la extraordinaria cita de su inicio: "Enfadarse
es algo muy sencillo, al alcance de cualquiera. Pero enfadarse con la persona
que lo merece, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito
justo y del modo correcto, eso no tiene nada de sencillo". Por eso, la
educación sentimental será siempre una importante asignatura pendiente.
Gentileza
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