Eudaimonía e historicidad

Por Javier Aranguren Echevarría*



"Tampoco los juegos de la infancia a policías y ladrones dejarían presagiar el tumor o el automóvil que destrozarán a aquel niño ni las tiernas escaramuzas amorosas de una tarde llevarían a pensar en los mezquinos modos del médico que practicará el aborto o en las peleas que acabarán en los tribunales por un piso adquirido entre dos. E incluso cuando las cosas van mejor, el final de todas formas es un desastre" (C. MAGRIS, Microcosmos, Anagrama, Barcelona 1999, pp. 152-1531.

Buena parte del esfuerzo de la filosofía griega se dirige a la formación cabal del ciudadano de la polis. La noción de paideia es principalmente educativa. al tiempo que política. Educar es educar ciudadanos. Estos, de todos modos, son también imagen de esa otra totalidad que es el hombre: del mismo modo en que el gobernante sabe poner en juego a los distintos tipos de súbditos que dependen de él (guerreros. comerciantes, ciudadanos libres), así la razón debe someter de un modo político a las distintas instancias que componen al ser humano para conducirlo hacia un ideal de excelencia, hacia una vida buena. En este punto, tanto Platón como Aristóteles coinciden. De hecho, es bien sabida la estrecha conexión entre ética y política que aparece en los dos grandes autores del periodo clásico: la República es un tratado -entre otras cosas- sobre estas dos materias: saber gobernar y aprender a vivir superando el engaño de la apariencia. La Ética a Nicómaco empieza con referencias a la actividad política, y no parece buscar otra cosa que ésta y, de hecho, se continúa -y así lo propone el libro X de la obra de un modo natural por la obra aristotélica que lleva ese nombre: política.

¿Cuál es la función de la investigación ética? No un conocimiento teórico sino práctico: alcanzar una sabiduría que se conforme a un modo de vida, lograr la vida buena, lograr la excelencia. Aristóteles no es ajeno a las coordenadas de su tiempo. Se encuentra en una cultura en la que la imagen dominante es la del héroe. Homero ha impuesto de modo natural la figura de Ulises y la de Aquiles: prototipos ambos de autores de gestas heroicas, más allá de las toscas realidades cotidianas de aquellos hombres atados a la seguridad que impone el alma de comerciantes. El héroe, en cierta medida, se constituye como un objetivo hacia el que el hombre virtuoso debe dirigir la mirada con deseo de imitarlo.

Pero los ideales que presentan ambos personajes no son sencillos. Aquiles es un medio dios, y es un solitario: su carácter difícil, su cólera indomable, el orgullo de su venganza puede llegar a convertirlo en un ser odioso. Ulises inspira más confianza: él es completamente humano. Su astucia es un medio clave de supervivencia, aunque puede llegar a parecer la suya una actitud un tanto rastrera en la medida en que no duda de servirse del engaño (por ejemplo, para escapar de Polifemo). Tal vez pueda decirse que es por esos defectos por lo que resulta tan cercano.

Al mismo tiempo Ulises es un ser máximamente atractivo, pues tiene claras las metas ambiciosas que conforman su camino (volver a Ítaca, reencontrarse con Penélope), y por ellas está dispuesto a poner en riesgo su vida y la vida de los hombres que le acompañan. Como todo héroe, acabará su viaje en solitario, teniendo que reconquistar él mismo las posesiones que ha perdido y el reconocimiento de su esposa, su hijo, sus criados. Ahora bien: del mismo modo que Ulises se sirve del engaño (y cabe entonces preguntarse, ¿es que cualquier medio es válido para lograr una meta apetecible?), y del mismo modo en que se acaba convirtiendo en un personaje que está solo (¿merece la pena la lucha por una meta cuando ésta lleva a la pérdida de los amigos?), además, el premio que logra parece decepcionante: una casa, una mujer, encarar la vejez con garbo: éste es el ideal de vida burguesa. Mas no basta tal horizonte. Se desconoce cómo acabó sus días (¿viejo, enfermo, solo?). Y, lo que es peor, él es un personaje que ya sabe lo que le espera tras la muerte. El mismo Aquiles se lo ha dicho desde el Hades:

"No pretendas, Ulises preclaro, buscarme consuelos
de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa
que reinar sobre todos los muertos que allá perecieron".


La existencia de Ulises es interesante en la medida en que se encuentra de viaje. La obtención de la meta buscada implica el final de la historia, con él la narración cesa. ¿No resulta entonces esa meta (Ítaca y Penélope) una suerte de insulto en comparación con el apasionante viaje del héroe? Curioso: ese viaje se organiza en dirección al fin (el fin es el principio de la acción); y sin embargo, conseguir el fin trae consigo el cese de la narración y de todo interés por el devenir de Odiseo. Parece como si la consecución de la eudaimonía estuviera situada fuera del acontecer histórico del hombre, precisamente porque en ella se da la detención de toda historia: la felicidad supone la anulación del tiempo. Si éste sigue pasando, toda felicidad es aparente; si, por el contrario, se detiene, ya no se está hablando de la realidad humana. Esta paradoja se encuentra presente en Aristóteles.

Además, no es sólo Homero quien domina el ambiente cultural del momento: la tragedia, otro género dado a los héroes, marca la mentalidad de la tradición cultural ateniense con un halo de amargura, de indefinición y de desconcierto que, seguramente, ha de aparecer en el fondo de la filosofía práctica del Estagirita: ¿qué pensar de un mundo que viene marcado por la presencia de la muerte o por el dictado del destino?, ¿cabe desde ese hecho hablar de vida buena?, ¿es posible sostener que el ideal ético-político-educativo de la gran filosofía griega llega a algún buen puerto? La conciencia que domina en la escena dramática parece querer defender que no es así. Edípo, Antígona, Penteo, todos lo confirman con la suerte que corren. Baste, por evitar una relación prolija de textos, con los siguientes versos de una tragedia que -en teoría- busca proponer cierta salida optimista: Edipo en Colono.

"Sólo los dioses viven ajenos a la vejez y a la muerte; lo demás todo lo arrolla el tiempo omnipotente. Consúmese la lozanía de la tierra, consúmese la del cuerpo, muere la lealtad, germina la mala fe, y unos mismos vientos jamás soplan constantes, ni de corazón a corazón ni de ciudad a ciudad. Porque a unos ahora, a otros más tarde, lo dulce se les torna amargo y lo amargo dulce... ;Ah!, el tiempo interminable engendra en su carrera muchos días y noches, y la lanza vendrá a romper lo que ahora son abrazos de paz".

Desde tal tipo de universo, ¿qué posibilidades existen para lograr la eudaimonía? Parece que pocas. Mas, y es fundamental, se hace necesario caer en la cuenta de lo siguiente: si es cierto que todos los hombres, en todas sus actividades, lo que buscan es un horizonte de perfección al que todos llaman felicidad -aunque no estén de acuerdo acerca de en qué consiste tal cosa-, pero también es cierto que tal ideal no se puede alcanzar jamás, aunque se persiguiera el objeto más conveniente para el ser humano -pues siempre se acabaría chocando con la dictadura de cronos, con la muerte, o con la necesidad de trascender el tiempo y lo humano en una supuesta contemplación estática-, entonces habrá que concluir que el hombre es un animal absurdo.

Un moto fundamental en el mensaje aristotélico es que "la naturaleza no hace nada en vano". Mas, por lo que aquí aparece, habrá que decir nada, a excepción del ser humano, que no puede conseguir aquello que por inclinación natural le pertenecería (la felicidad, la vida buena). Y ocurre que de lo absurdo se sigue cualquier cosa (ex impossibile sequitur quodlibet), lo que hace sostener que el mismo ideal de eudaimonía, de paideia o de corrección política no es más que una quimera de un valor real tan nimio, contingente o convencional como el que se sostenía acerca de la moralidad en el planteamiento violento de Trasímaco o Calicles. De ese modo, si se opta por derribar todas las convenciones morales el resultado será el mismo que si se lucha por su desarrollo, protección y defensa: nada, ninguno. O, quizás esta apreciación parezca más adecuada, se logra por lo menos distraer la atención de la muerte, la cual se constituye, a fin de cuentas, como la única realidad con la que debe contar el hombre con toda certeza.

¿Por qué se sostiene que el ideal de vida buena resulta irrealizable? El motivo es doble. Por un lado, en Acerca del alma, se da la conocida definición de que "la vida está en el movimiento" 10: la acción práctica es temporal, pertenece a un contexto en el que todo se mide según el antes y el después, en el que no es posible detenerse sino que en él todo fluye. En la medida en que esas acciones pertenecen al ámbito de lo humano se puede hablar de historia: el hombre y los pueblos registran sus hechos, guardan memoria de sus acciones, conservan hazañas dignas de ser contadas. Al señalar la primacía de lo histórico, parece como si la acción práctica excluyera por definición el gozo con lo obtenido: más se trata de un tender a la felicidad que de un poseer la felicidad. La posesión, en la medida en que renuncia al movimiento porque ya no busca, supondría una renuncia de la vida. " La vida buena no puede consistir en una condición no activa porque la eudaimonía implica actuar". Ulises en Ítaca y con Penélope deja de tener una historia, para convertirse en cotidianeidad: allí se pierde en la noche del tiempo, como los demás. Sólo era inmortal cuando buscaba, es decir, cuando no tenía el fin, la felicidad. La victoria práctica de Ulises supone la pérdida de su atractivo y una evocación nostálgica de un pasado glorioso.

Si se sostiene esa lectura del aristotelismo --que, por otro lado, parece más acorde con la sensibilidad griega que la afirmación tomista de la connaturalidad con Dios o el paulino "conocerse como sois conocidos"- hay que llegar a la conclusión de que el ideal felicitario es más un límite al que se tiene que tender infinitamente que un posible logro, ya que llegar a él sería dejar de vivir. Lograr la felicidad es dejar de ser hombre (quizás suponga devenir en una suerte de dios, pero implica perder lo humano). En ese sentido no es extraño deducir que la búsqueda del hombre resulta inútil y superflua y, de ese modo, también el hombre mismo carece de sentido: en cuanto tiende no ha logrado; y en la medida en que logra deja de ser propiamente humano. ¿Pertenece la felicidad a la vida humana? La duda queda suspensa como una espada sobre la doctrina aristotélica.

El ideal de la vida buena aparece como irrealizable. El segundo motivo al que se hacía referencia se ve haciendo resaltar otra posible aporía que presenta la ética aristotélica en cuanto se la enfrenta -de nuevo- con el carácter social del agente moral y con la historicidad característica del ser humano.

Respecto al carácter social: la adquisición de las virtudes se lleva a cabo por mor de la consecución de la vida buena (que, en gran medida, ya se constituye por y consiste en esa misma adquisición de hábitos virtuosos). Ahora bien, parece que surge un serio problema al constatar que la consecuencia de las virtudes es la obtención de una virtud -la magnanimidad- que se presenta como ornato de todas e11as15, y que resulta fuertemente criticable desde la perspectiva de la sensibilidad moderna.

La magnanimidad es una virtud cuya consecuencia estriba en llevar al sujeto a bastarse por sí mismo, no dependiendo ya más de la existencia en la polis, sino llegando a una autarquía que se anunciaba en el orgullo de Aquiles o en la astucia de Odiseo, siempre en busca de sus propios unes. Pocos amigos, pocas palabras, autosuficiente: así es el magnánimo, frente al común de los hombres.

De todos modos, señala Nussbaum que "es extraño hacer al makarios solitario, pues nadie querría tener todas las cosas buenas del mundo a condición de estar solo. Porque el hombre es una criatura política y propensa naturalmente a la convivencia".. Lo mismo dice el Estagirita al inicio del libro VIII de la Ética: nadie querría vivir sin amigos. Pero parece que el magnánimo lo consigue, y que de ese modo también logra no depender de la suerte, o de la fortuna de los otros. Así se libra de preocupaciones que constituyen un obstáculo para la felicidad en cuanto que atan al sujeto a los avatares de la historia: historicidad y autarquía se enfrentan.

Eudaimonía y carácter histórico parecen incompatibles. La virtud dota al hombre de independencia respecto del tiempo, lo aleja de la condición animal y hace que se asemeje con lo divino. Pero también resulta que lo des-socializa. "El que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la polis, sino una bestia o un dios". ¿Lleva a eso la virtud? En ese caso, flaco favor es el que hace al deseo humano de plenitud.

Si la consecuencia de la vida virtuosa es la obtención de una virtud que permite la independencia de lo social (dejar de ser un animal político para pasar a ser independiente, para bastarse a sí mismo), ¿no habrá que concluir que la ética aristotélica propugna la desaparición de lo propiamente humano? El ideal del magnánimo, que es el resultado al que se llega desde una vida virtuosa, no parece especialmente atractivo. ¿No será mejor dejar de lado la virtud?, ¿no será una salida más coherente? Peligra la consistencia del planteamiento aristotélico, en la medida en que esa vida perfecta se propone como una anulación de la historicidad del hombre, de su carácter social y, por lo tanto, de lo propio de la condición humana.

Si, además, se tienen en cuenta las acusaciones de aristocratismo que suelen acompañar a la concepción magnánima del ideal virtuoso, ¿no será necesario declarar el fracaso de la explicación aristotélica acerca de lo que son los hombres? A fin de cuentas su doctrina sólo refleja la realidad de una exigua minoría, al tiempo que el propio Estagirita reconoce que " la mayoría de los hombres son malos, y están dominados por el afán de lucro, y son cobardes en los peligros" . Y no parece adecuado sostener con Casey que sencillamente se trata de un fallo de atención del filósofo griego, que no llega a ser capaz de superar sus coordenadas culturales, y que por eso refleja un talante aristocrático. Del mismo modo en que la apreciación de Nussbaum, de que quizás -ojalá, diría ella- los pasajes máximamente autárquicos de la obra del Estagirita tendrían que ser un añadido debido a una mano posterior. Tal cosa no es posible, no ya en el caso del magnánimo, sino en el de la contemplación de Dios como realización máxima de la perfección del hombre (realización claramente solitaria, como ese mismo Dios hacia el que se tiende). Y eso aunque tales afirmaciones parezcan contradecir la coherencia interna de la Ética a Nicómaco, en la misma medida en que el ideal por excelencia de la vida plena queda puesto -precisamente- en la contemplación, es decir, en una actividad perfecta para la cual el movimiento no cuenta sino per accidens, de manera coincidental.

La duda que cabe seguir planteando es si tal tipo de actividad es propia del hombre, o más bien de algo divino que hay en el hombre, pero que no coincide con lo que el hombre es (así lo pensaría Averroes, y quizás Aristóteles). De ese modo, se quiere señalar que el mayor problema del ideal aristotélico de eudaimonia no estriba en que alcanzarlo suponga la anulación de lo humano del hombre, sino en que aunque se puede lograr en cierto modo, por la misma historicidad que caracteriza a la condición humana, al final resulta inalcanzable. La coincidencia del espíritu trágico con el contenido de la doctrina aristotélica es en este aspecto plausible. Se tratará de mostrar con un pasaje de una obra quizás poco conocida, que completa la filosofía práctica de Aristóteles: la Retórica

A lo largo de los capítulos 12 y 13 del segundo libro de esa obra, traza Aristóteles, con una destacable habilidad fenomenológica, los rasgos propios del carácter de jóvenes, ancianos y hombres maduros. Su análisis de los jóvenes (que, por lo menos, ya tienen una racionalidad que los aleja del desprecio que el Estagirita siente hacia los niños) impide sostener que en ellos se dé la virtud. En todo caso parece como si la apariencia de virtud fuera fruto de la irreflexión, de la inmadurez: los ideales -parece indicarse- pertenecen a la edad de los que carecen de historia, de experiencia. Es decir, pertenecería a esa edad de los que todavía no saben que los arquetipos de lo virtuoso resultan en sí mismos, a la larga, insostenibles. Aristóteles subraya en el texto este aspecto, especialmente a raíz de su insistencia en las modalidades de tipo temporal que acompañan a muchas de sus descripciones. El mismo carácter histórico del hombre es el que se encargará de acabar con sus ilusiones. De este modo, los jóvenes

- no son avariciosos, pero "por no haber experimentado todavía la privación";
- son cándidos, pero "por no haber presenciado muchas maldades";
- confiados, pero "por no haber sido engañados muchas veces";
- llenos de esperanza, pero porque se parecen a los borrachos y porque carecen de experiencia: no tienen idea de la verdadera dureza del camino;
- son valerosos, pero por su mismo carácter esperanzado, "porque todavía no han sido rebajados por la vida", que aún no les ha forzado en la degustación del mal.
- "Aman en exceso y odian en exceso": la juventud es una edad de excesos, de carencia de medida y -por tanto- de irreflexión, de audacia, que deja la vía de la existencia en condiciones de ser perfectamente dirigida hacia el desengaño.

Los ancianos salen todavía peor parados: al menos en el joven queda la esperanza, hija de la falta de experiencia. Cuando se conoce la decadencia propia de la vejez, se puede caer en la cuenta de que todo logro fue prematuro, y que no conducía sino a la pérdida de lo bueno o hacia la muerte. La apreciación de Aristóteles no es en absoluto optimista cuando dice que "los ancianos que han pasado la madurez tienen caracteres que en general se deducen de los contrarios a los anteriores, pues a causa de haber vivido muchos años y de haber sido muchas veces engañados y haber cometido errores, y por ser malas la mayoría de las cosas, no aseguran nada y en todo se quedan mucho más cortos de lo que se debe. Y opinan, pero no están ciertos, y cuando disputan añaden siempre el quizá y acaso, y todo lo dicen así y nada con seguridad. Y son maliciosos,... mezquinos,... cobardes,... más egoístas de lo que se debe,... viven mirando a la utilidad, y no al bien,... difíciles para la esperanza, por causa de su experiencia, pues la mayoría de las cosas salen mal, ya que todo en general va a lo peor... Y sus faltas las cometen por maldad, no por insolencia".

La paradoja se presenta con toda desnudez: ¿es posible la eudaimonía en el carácter histórico del ser humano? Como se ha dicho, desde una perspectiva teórico-práctica no es posible, ya que la misma idea de felicidad aparece como un límite de la acción y por lo tanto de la vida. Desde un punto de vista práctico-fenomenológico tampoco: cuando se tienen energías para la virtud, se carece de ésta por falta de experiencia; cuando se logra la experiencia se sabe que la vida virtuosa es una quimera. La única manera de evitar la vejez es muriendo pronto. Mas resulta claro que la muerte es lo que todo el mundo odia y, por lo tanto, no puede ser tomada como la plenitud de la vida. Morir joven es dejar sin realizar la obra bella, digna de ser recordada, que se incluye como promesa en toda vida humana. Es haber pasado sin dejar huella, sin participar en el diálogo que constituye el entramado de lo humanizante, de los ciudadanos de la polis.

Nadie quiere morir, pues se ama la vida como el artista ama su obra. Sin embargo, el precio de no querer morir es llegar a la vejez. Es verdad que en la Retórica se habla también del hombre maduro (aquellos que están en plenitud, que no tienen los excesos de ninguno de estos dos extremos, que juzgan conforme a lo verdadero, viviendo para lo adecuado, "templados con valor y valientes con templanza", teniendo lo bueno de las otras dos edades), pero la madurez en el cuerpo va de los treinta a los treinta y cinco años y en el alma se sitúa en torno a los cuarenta y nueve. Es un periodo breve, siempre demasiado corto, tras el cual viene irrevocablemente la senilidad, y con ella, la desconfianza, suspicacia, mezquindad, prudencia astuta, cobardía, egoísmo, utilidad, desvergüenza, desesperanza, maldad y tristeza.

Así las cosas, ¿quién es verdaderamente feliz? No puede serlo quien sobrevive, ya que su carácter se acaba por lo general amargando; pero ¿acaso lo es quien muere en combate? Basta recordar que el Aquiles de Homero se cambiaría por cualquier siervo o campesino con tal de no morar más en el Hades para contestar negativamente a esa posibilidad. Y eso es así si se afirma la pervivencia del alma tras la muerte. Mas ni siquiera es éste un tema claro -ni libre de polémica- en Aristóteles. Él mismo afirma que tras la muerte "nada parece ser ni bueno ni malo para el muerto".

Mas en ese caso, ¿de qué sirven las obras hechas en vida? La necesidad de una recompensa más allá del ahora parece una exigencia sí no se quiere romper con el equilibrio de lo moral: empujar a ser virtuoso y que después resulte indiferente haberlo sido o no, ataca al principio de no contradicción, y con ello al fundamento de la misma realidad.

Parece necesario explicitar los problemas que acompañan a la interesante solicitud aristotélica de apostar por la virtud y la excelencia. Si bien desde ella en principio se presenta una concepción optimista del ser humano, no acaba de saber dar respuesta del para qué de tal comportamiento, del sentido del indudable esfuerzo que el ejercicio de su ideal comporta. No es hora de dar soluciones, sino simplemente de dejar planteados los problemas. El descubrimiento de un tipo de acto que no sea kinético, pero que sí sea vivir, altera la definición de Acerca del Alma de lo que es la vida, cosa que resulta pertinente para cualquier tipo de vivir que trascienda lo corpóreo. Si tal modo de vida (en cierta medida) se da en el ser humano, es lógico también que la eudaimonía que le corresponde a este tipo de ser no quede encerrada en la esfera del tiempo, aunque sí que pertenezca a la realidad de la vida (tal y como parece permitir la noción de praxis). Si no, y quizás sea necesario hacerlo así, no se puede separara Aristóteles de la concepción trágica que caracteriza la cultura de su tiempo.

---------------
En ACTA PHILOSOPHICA, vol. 9 (2000), fasc 2 - PAGS. 267-275

Gentileza de http://www.arvo.net/ para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL