Declaración «Persona humana» acerca de ciertas cuestiones de ética sexual
La doctrina perenne de la Iglesia sobre algunas cuestiones de ética sexual
"Declaratio de quibusdam quaestionibus ad sexualem ethicam
spectantibus"
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe
29/12/1975
1. Consideraciones generales sobre la persona humana y la
sexualidad:
La persona humana, según los datos de la ciencia contemporánea, está de tal
manera marcada por la sexualidad, que ésta es parte principal entre los
factores que caracterizan la vida de los hombres. A la verdad en el sexo
radican las notas características que constituyen a las personas como hombres
y mujeres en el plano biológico, sicológico y espiritual, teniendo así
mucha parte en su evolución individual y en su inserción en la sociedad. Por
esto, como se puede comprobar fácilmente, la sexualidad es en nuestros días
tema abordado con frecuencia en libros, semanarios, revistas y otros medios de
comunicación social. Al mismo tiempo ha ido en aumento la corrupción de
costumbres, una de cuyas mayores manifestaciones consiste en la exaltación
inmoderada del sexo; en tanto que con la difusión de los medios de
comunicación social y de los espectáculos, tal corrupción ha llegado a
invadir el campo de la educación y a infectar la mentalidad de las masas.
Si en este contexto han podido contribuir educadores, pedagogos o moralistas a
hacer que se comprendan e integren mejor en la vida los valores propios de uno
y otro sexo, ha habido otros que, por el contrario, han propuesto condiciones
y modos de comportamiento contrarios a las verdaderas exigencias morales del
ser humano, llegando hasta a dar favor a un hedonismo licencioso.
De ahí ha resultado que doctrinas, criterios morales y maneras de vivir
conservados hasta ahora fielmente, han sufrido en algunos años una fuerte
sacudida aun entre los cristianos; y que son hoy numerosos los que, ante
tantas opiniones que contrastan con la doctrina que han recibido de la
Iglesia, llegan a preguntarse qué deben considerar todavía como verdadero.
2. La sana doctrina moral y la acción pastoral a la luz del Concilio
Vaticano II:
La Iglesia no puede permanecer indiferente ante semejante confusión de los
espíritus y relajación de las costumbres. Se trata, en efecto, de una
cuestión de máxima importancia para la vida personal de los cristianos y
para la vida social de nuestro tiempo 1.
Los obispos tienen que constatar cada día las dificultades crecientes que,
particularmente en materia sexual, experimentan los fieles para adquirir
conciencia de la sana doctrina moral, y los Pastores para exponerla con
eficacia. Son conscientes de que, por su cargo pastoral, están llamados a
responder a las necesidades de sus fieles sobre este punto tan grave. Ya
algunos de entre ellos, e incluso enteras Conferencias Episcopales, han
publicado importantes documentos sobre este tema. Sin embargo, como las
opiniones erróneas y las desviaciones que de ellas se siguen continúan
difundiéndose en todas partes, la Sagrada Congregación para la Doctrina de
la Fe, en virtud de su función respecto de la Iglesia universal 2 y por
mandato del Soberano Pontífice, ha juzgado necesario publicar la presente
declaración.
3. La ley natural y la ley divina:
Los hombres de nuestro tiempo están cada vez más persuadidos de que la
dignidad y la vocación humanas piden que, a la luz de su inteligencia, ellos
descubran los valores inscritos en la propia naturaleza, que los desarrollen
sin cesar y que los realicen en su vida para un progreso cada vez mayor.
Pero en sus juicios acerca de valores morales, el hombre no puede proceder
según su personal arbitrio. "En lo más profundo de su conciencia
descubre el hombre la existencia de una ley, que él no se dicta a sí mismo,
pero a la cual debe obedecer... Tiene una ley escrita por Dios en su corazón,
en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado
personalmente" 3.
Además, a nosotros los cristianos, Dios nos ha hecho conocer, por su
revelación, su designio de salvación; y Jesucristo Salvador y Santificador,
nos lo ha propuesto, en su doctrina y en su ejemplo, como la ley suprema e
inmutable de la vida, al decirnos Él: "Yo soy la luz del mundo; el que
me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" 4.
No puede haber, por consiguiente, verdadera promoción de la dignidad del
hombre, sino en el respeto del orden esencial de su naturaleza. Es cierto que
en la historia de la civilización han cambiado, y todavía cambiarán, muchas
condiciones concretas y muchas necesidades de la vida humana; pero toda
evolución de las costumbres y todo género de vida deben ser mantenidos en
los límites que imponen los principios inmutables fundados sobre los
elementos constitutivos y sobre las relaciones esenciales de toda persona
humana; elementos y relaciones que trascienden las contingencias históricas.
Estos principios fundamentales comprensibles por la razón, están contenidos
en "la ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena,
dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el
designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta
su ley, de manera que el hombre, por suave disposición de la divina
Providencia, puede conocer más y más la verdad inmutable" . Esta ley
divina es accesible a nuestro conocimiento.5
4. El Magisterio de la Iglesia
Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen en gran número que, para
servir de regla a las acciones particulares, no se puede encontrar ni en la
naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e inmutable
fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto
a la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que
llamamos normas de la ley natural o preceptos de la Sagrada Escritura, no se
deben ver sino expresiones de una forma de cultura particular, en un momento
determinado de la historia.
Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría
filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están
manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes
inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana;
leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón.
Además, Cristo ha instituido su Iglesia como "columna y fundamento de la
verdad" 6. Con la asistencia del Espíritu Santo ella conserva sin cesar
y transmite sin error las verdades del orden moral e interpreta
auténticamente no sólo la ley positiva revelada, sino también "los
principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" 7 y
que atañen al pleno desarrollo y santificación del hombre.
Ahora bien, es un hecho que la Iglesia, a lo largo de toda su historia, ha
atribuido constantemente a un cierto número de preceptos de la ley natural,
valor absoluto e inmutable, y que en la transgresión de los mismos ha visto
una contradicción con la doctrina y el espíritu del Evangelio.
5. La ética sexual
Puesto que la ética sexual se refiere a ciertos valores fundamentales de la
vida humana y de la vida cristiana, a ella se le aplica de igual modo esta
doctrina general. En este campo existen principios y normas que la Iglesia ha
transmitido siempre en su enseñanza sin la menor duda, por opuestas que les
hayan podido ser las opiniones y las costumbres del mundo. Estos principios y
estas normas no deben, en modo alguno, su origen a un tipo particular de
cultura, sino al conocimiento de la ley divina y de la naturaleza humana. Por
lo tanto, no se los puede considerar como caducados, ni cabe ponerlos en duda
bajo pretexto de una situación cultural nueva.
Tales principios son los que han inspirado los consejos y las orientaciones
dados por el Concilio Vaticano II para una educación y una organización de
la vida social que tengan en cuenta la dignidad igual del hombre y de la
mujer, en el respeto de sus diferencias 8.
Hablando de "la índole sexual del hombre y (de) la facultad generativa
humana", el Concilio ha hecho notar que "superan admirablemente lo
que de esto existe en los grados inferiores de la vida" 9.
A continuación se ha aplicado a exponer en particular los principios y los
criterios que conciernen a la sexualidad humana en el matrimonio, y que tienen
su razón de ser en la finalidad de la función específica del mismo.
A este propósito declara que la bondad moral de los actos propios de la vida
conyugal, ordenados según la verdadera dignidad humana, "no dependen
solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino de
criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos,
que guardan íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana
procreación, entretejidos con el amor verdadero" 10.
Estas últimas palabras resumen brevemente la doctrina del Concilio, expuesta
más ampliamente con anterioridad en la misma Constitución 11, sobre la
finalidad del acto sexual y sobre el criterio principal de su moralidad: el
respeto de su finalidad es el que asegura su honestidad a este acto.
Este mismo principio, que la Iglesia deduce de la Revelación y de su
interpretación auténtica de la ley natural, funda también aquella doctrina
tradicional suya, según la cual el uso de la función sexual logra su
verdadero sentido y su rectitud moral tan sólo en el matrimonio legítimo 12.
6. Objeto de la presente Declaración
La presente Declaración no se propone tratar de todos los abusos de la
facultad sexual, ni de todo lo que implica la práctica de la castidad. Tiene
por objeto recordar el juicio de la Iglesia sobre ciertos puntos particulares,
vista la urgente necesidad de oponerse a errores graves y a normas de conducta
aberrante, ampliamente difundidas.
7. Las relaciones sexuales prematrimoniales
Muchos reivindican hoy el derecho a la unión sexual antes del matrimonio, al
menos cuando una resolución firme de contraerlo y un afecto que en cierto
modo es ya conyugal en la sicología de los novios piden este complemento, que
ellos juzgan connatural; sobre todo cuando la celebración del matrimonio se
ve impedida por las circunstancias, o cuando esta relación íntima parece
necesaria para la conservación del amor.
Semejante opinión se opone a la doctrina cristiana, según la cual debe
mantenerse en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano. Porque, por
firme que sea el propósito de quienes se comprometen en estas relaciones
prematuras, es indudable que tales relaciones no garantizan que la sinceridad
y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer
queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra los vaivenes y las
veleidades de las pasiones. Ahora bien, Jesucristo quiso que fuese estable la
unión y la restableció a su primitiva condición, fundada en la misma
diferencia sexual. "¿No habéis leído que el Creador, desde el
principio, los hizo varón y mujer y que dijo: "Por eso dejará el hombre
a su padre y a su madre y se unirá a su esposa, y los dos se harán una
carne"? Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre" 13.
San Pablo es más explícito todavía, cuando declara que, si los célibes y
las viudas no pueden vivir en continencia, no tienen otra alternativa que la
de la unión estable en el matrimonio: "Mejor es casarse que
abrasarse" 14. En efecto, el amor de los esposos queda asumido por el
matrimonio en el amor con el cual Cristo ama irrevocablemente a la Iglesia 15,
mientras la unión corporal en el desenfreno 16 profana el templo del
Espíritu Santo que es el cristiano. Por consiguiente, la unión carnal no
puede ser legítima sino cuando se ha establecido una definitiva comunidad de
vida entre un hombre y una mujer.
Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia 17, que encontró, además,
amplio acuerdo con su doctrina en la reflexión ponderada de los hombres y en
los testimonios de la historia.
Como enseña la experiencia, para que la unión sexual responda verdaderamente
a las exigencias de su propia finalidad y de la dignidad humana, el amor tiene
que tener su salvaguardia en la estabilidad del matrimonio. Estas exigencias
reclaman un contrato conyugal sancionado y garantizado por la sociedad;
contrato que instaura un estado de vida de capital importancia tanto para la
unión exclusiva del hombre y de la mujer como para el bien de su familia y de
la comunidad humana. A la verdad, las relaciones sexuales prematrimoniales
excluyen las más de las veces la prole; y lo que se presenta como un amor
conyugal no podrá desplegarse, como debería indefectiblemente, en un amor
paternal y maternal; o, si eventualmente se despliega, lo hará con detrimento
de los hijos, que se verán privados de la convivencia estable en la que
puedan desarrollarse, como conviene, y encontrar el camino y los medios
necesarios para integrarse en la sociedad.
Por tanto, el consentimiento de las personas que quieren unirse en matrimonio
tiene que ser manifestado exteriormente y de manera válida ante la sociedad.
En cuanto a los fieles, es menester que, para la instauración de la sociedad
conyugal, expresen según las leyes de la Iglesia su consentimiento, lo cual
hará de su matrimonio un sacramento de Cristo.
8. La homosexualidad
En nuestros días, fundándose en observaciones de orden sicológico, han
llegado algunos a juzgar con indulgencia, e incluso a excusar completamente,
las relaciones entre ciertas personas del mismo sexo, en contraste con la
doctrina constante del Magisterio y con el sentido moral del pueblo cristiano.
Se hace una distinción, que no parece infundada, entre los homosexuales cuya
tendencia, proviniendo de una educación falsa, de falta de normal evolución
sexual, de hábito contraído, de malos ejemplos y de otras causas análogas,
es transitoria o a lo menos no incurable, y aquellos otros homosexuales que
son irremediablemente tales por una especie de instinto innato o de
constitución patológica que se tiene por incurable.
Ahora bien, en cuanto a los sujetos de esta segunda categoría, piensan
algunos que su tendencia es natural hasta tal punto que debe ser considerada
en ellos como justificativa de relaciones homosexuales en una sincera
comunión de vida y amor análoga al matrimonio, mientras se sientan incapaces
de soportar una vida solitaria.
Indudablemente esas personas homosexuales deben ser acogidas, en la acción
pastoral, con comprensión y deben ser sostenidas en la esperanza de superar
sus dificultades personales y su inadaptación social. También su
culpabilidad debe ser juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún
método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos por
considerarlos conformes a la condición de esas personas. Según el orden
moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su regla
esencial e indispensable. En la Sagrada Escritura están condenados como
graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una
repulsa de Dios 18. Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos
los que padecen de esta anomalía son del todo responsables, personalmente, de
sus manifestaciones; pero atestigua que los actos homosexuales son
intrínsecamente desordenados y que no pueden recibir aprobación en ningún
caso.
9. La masturbación
Con frecuencia se pone hoy en duda, o se niega expresamente, la doctrina
tradicional según la cual la masturbación constituye un grave desorden
moral. Se dice que la sicología y la sociología demuestran que se trata de
un fenómeno normal de la evolución de la sexualidad, sobre todo en los
jóvenes, y que no se da falta real y grave sino en la medida en que el sujeto
ceda deliberadamente a una autosatisfacción cerrada en sí misma (ipsación);
entonces sí que el acto es radicalmente contrario a la unión amorosa entre
personas de sexo diferente, siendo tal unión, a juicio de algunos, el
objetivo principal del uso de la facultad sexual.
Tal opinión contradice la doctrina y la práctica pastoral de la Iglesia
católica. Sea lo que fuere de ciertos argumentos de orden biológico o
filosófico de que se sirvieron a veces los teólogos, tanto el Magisterio de
la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de
los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto
intrínseca y gravemente desordenado 19. La razón principal es que el uso
deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales
contradice esencialmente a su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo
determine. Le falta, en efecto, la relación sexual requerida por el orden
moral; aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y
de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero 20. A esta
relación regular se le debe reservar toda actuación deliberada de la
sexualidad. Aunque no se puede asegurar que la Sagrada Escritura reprueba este
pecado bajo una denominación particular del mismo, la tradición de la
Iglesia ha entendido, con justo motivo, que está condenado en el Nuevo
Testamento cuando en él se habla de "impureza", de
"lascivia" o de otros vicios contrarios a la castidad y a la
continencia.
Las encuestas sociológicas pueden indicar la frecuencia de este desorden
según los lugares, la población o las circunstancias que tomen en
consideración. Pero entonces se constatan hechos. Y los hechos no constituyen
un criterio que permita juzgar del valor moral de los actos humanos 21. La
frecuencia del fenómeno en cuestión ha de ponerse indudablemente en
relación con la debilidad innata del hombre a consecuencia del pecado
original; pero también con la pérdida del sentido de Dios, con la
depravación de las costumbres engendrada por la comercialización del vicio,
con la licencia desenfrenada de tantos espectáculos y publicaciones; así
como también con el olvido del pudor, custodio de la castidad.
La sicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en tema de
masturbación para formular un juicio equitativo sobre la responsabilidad
moral y para orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez de
la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de esa edad, el
desequilibrio síquico o el hábito contraído pueden influir sobre la
conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no haya
siempre falta subjetivamente grave. Sin embargo, no se puede presumir como
regla general la ausencia de responsabilidad grave. Eso sería desconocer la
capacidad moral de las personas.
En el ministerio pastoral deberá tomarse en cuenta, en orden a formar un
juicio adecuado en los casos concretos, el comportamiento de las personas en
su totalidad; no sólo en cuanto a la práctica de la caridad y de la
justicia, sino también en cuanto al cuidado en observar el precepto
particular de la castidad. Se deberá considerar en concreto si se emplean los
medios necesarios, naturales y sobrenaturales, que la ascética cristiana
recomienda en su experiencia constante para dominar las pasiones y para hacer
progresar la virtud.
10. Pecado grave y opción fundamental
El respeto de la ley moral en el campo de la sexualidad, así como la
práctica de la castidad, no se ven poco comprometidos, sobre todo en los
cristianos menos fervorosos, por la tendencia actual a reducir hasta el
extremo, al menos en la existencia concreta de los hombres, la realidad del
pecado grave; si no es que se llega a negarla.
Algunos llegan a afirmar que el pecado mortal que separa de Dios sólo se
verifica en el rechazo directo y formal de la llamada de Dios, o en el
egoísmo que se cierra al amor del prójimo completa y deliberadamente. Sólo
entonces tendría lugar una opción fundamental, es decir, una de aquellas
decisiones que comprometen totalmente una persona, y que serían necesarias
para constituir un pecado mortal. Por ella tomaría o ratificaría el hombre,
desde el centro de su personalidad, una actitud radical en relación con Dios
o con los hombres. Por el contrario, las acciones que llaman periféricas (en
las que niegan que se dé por lo regular una elección decisiva), no
llegarían a cambiar una opción fundamental. Y tanto menos, cuanto que,
según se observa, con frecuencia proceden de los hábitos contraídos. De
esta suerte, esas acciones pueden debilitar las opciones fundamentales, pero
no hasta el punto de poderlas cambiar por completo. Ahora bien, según esos
autores, un cambio de opción fundamental respecto de Dios ocurre más
difícilmente en el campo de la actividad sexual donde, en general, el hombre
no quebranta el orden moral de manera plenamente deliberada y responsable,
sino más bien bajo la influencia de su pasión, de su debilidad, de su
inmadurez; incluso, a veces, de la ilusión que se hace de demostrar así su
amor por el prójimo. A todo lo cual se añade con frecuencia la presión del
ambiente social.
Sin duda que la opción fundamental es la que define en último término la
condición moral de una persona. Pero una opción fundamental puede ser
cambiada totalmente por actos particulares, sobre todo cuando éstos hayan
sido preparados, como sucede frecuentemente, con actos anteriores más
superficiales. En todo caso, no es verdad que actos singulares no son
suficientes para constituir un pecado mortal.
Según la doctrina de la Iglesia, el pecado mortal que se opone a Dios no
consiste en la sola resistencia formal y directa al precepto de la caridad; se
da también en aquella oposición al amor auténtico que esté incluida en
toda transgresión deliberada, en materia grave, de cualquiera de las leyes
morales.
El mismo Jesucristo indicó el doble mandamiento del amor como fundamento de
la vida moral. Pero de ese mandamiento depende toda la ley y los profetas 22;
incluye, por consiguiente, todos los demás preceptos particulares. De hecho,
al joven rico que le preguntaba: "¿qué de bueno haré yo para obtener
la vida eterna?", Jesús le respondió: "Si quieres entrar en la
vida eterna, guarda los mandamientos...: no matarás, no adulterarás, no
hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y
ama al prójimo como a ti mismo" 23.
Por lo tanto, el hombre peca mortalmente no sólo cuando su acción procede de
menosprecio directo del amor de Dios y del prójimo, sino también cuando
consciente y libremente elige un objeto gravemente desordenado, sea cual fuere
el motivo de su elección. En ella está incluido, en efecto, según queda
dicho, el menosprecio del mandamiento divino; el hombre se aparta de Dios y
pierde la caridad. Ahora bien, según la tradición cristiana y la doctrina de
la Iglesia, y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la
sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda
violación directa de este orden es objetivamente grave 24.
Es verdad que en las faltas de orden sexual, vista su condición especial y
sus causas, sucede más fácilmente que no se les de un consentimiento
plenamente libre; y eso invita a proceder con cautela en todo juicio sobre el
grado de responsabilidad subjetiva de las mismas. Es el caso de recordar en
particular aquellas palabras de la Sagrada Escritura: "El hombre mira las
apariencias, pero Dios mira el corazón" 25. Sin embargo, recomendar esa
prudencia en el juicio sobre la gravedad subjetiva de un acto pecaminoso
particular no significa en modo alguno sostener que en materia sexual no se
cometen pecados mortales.
Los Pastores deben, pues, dar prueba de paciencia y de bondad; pero no les
está permitido ni hacer vanos los mandamientos de Dios, ni reducir
desmedidamente la responsabilidad de las personas: "No menoscabar en nada
la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las
almas. Pero esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de
que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para
juzgar, sino para salvar, El fue ciertamente intransigente con el mal, pero
misericordioso con las personas" 26.
11. La virtud de la castidad
Como se ha dicho más arriba, la presente Declaración se propone llamar la
atención de los fieles, en las circunstancias actuales, sobre ciertos errores
y desórdenes morales de los que deben guardarse. Pero la virtud de la
castidad no se limita a evitar las faltas indicadas. Tiene también otras
exigencias positivas y más elevadas. Es una virtud que marca toda la
personalidad en su comportamiento, tanto interior como exterior.
Ella debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida a
unas, en la virginidad o en el celibato consagrado, manera eminente de
dedicarse más fácilmente a Dios sólo con corazón indiviso 27; a otras, de
la manera que determina para ellas la ley moral, según sean casadas o
celibatarias. Pero en ningún estado de vida se puede reducir la castidad a
una actitud exterior. Ella debe hacer puro el corazón del hombre, según la
palabra de Cristo: "Habéis oído que fue dicho: no adulterarás. Pero yo
os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en
su corazón" 28.
La castidad está incluida en aquella "continencia" que san Pablo
menciona entre los dones del Espíritu Santo, mientras condena la lujuria como
un vicio especialmente indigno del cristiano, que excluye del reino de los
cielos 29. "La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os
abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa tener a su mujer en santidad
y honor, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a Dios;
que nadie se atreva a ofender a su hermano... Que no nos llamó Dios a la
impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no
desprecia al hombre sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo" 30.
"Cuanto a la fornicación y cualquier género de impureza o avaricia, que
ni siquiera pueda decirse que lo hay entre vosotros, como conviene a santos...
Porque habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es
adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de
Dios. Que nadie os engañe con palabras de mentira, pues por éstos viene la
cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía. No tengáis parte con ellos.
Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad,
pues, como hijos de la luz" 31.
El Apóstol precisa, además, la razón propiamente cristiana de la castidad,
cuando condena el pecado de fornicación no solamente en la medida en que
perjudica al prójimo o al orden social, sino porque el fornicario ofende a
quien lo ha rescatado con su sangre, a Cristo, del cual es miembro, y al
Espíritu Santo, de quien es templo: "¿No sabéis que vuestros cuerpos
son miembros de Cristo?... Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su
cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo. O ¿no
sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?
Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro
cuerpo" 32.
Cuanto más comprendan los fieles la excelencia de la castidad y su función
necesaria en la vida de los hombres y de las mujeres, tanto mejor percibirán,
por una especie de instinto espiritual, lo que ella exige y aconseja; y mejor
sabrán también aceptar y cumplir, dóciles a la doctrina de la Iglesia, lo
que la recta conciencia les dicte en los casos concretos.
12. Las exigencias de la vida cristiana
El Apóstol San Pablo describe en términos patéticos el doloroso conflicto
que existe en el interior del hombre esclavo del pecado entre la ley de su
mente y la ley de la carne en sus miembros, que le tiene cautivo 33. Pero el
hombre puede lograr la liberación de su "cuerpo de muerte" por la
gracia de Jesucristo 34. De esta gracia gozan los hombres que ella misma ha
justificado, aquellos que la ley del espíritu de vida en Cristo libró de la
ley del pecado y de la muerte 35. Por ello les conjura el Apóstol: "Que
ya no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, sometido a sus
concupiscencias" 36.
Esta liberación, aunque da aptitud para servir a una vida nueva, no suprime
la concupiscencia que proviene del pecado original ni las incitaciones al mal
de un mundo "en que todo está bajo el maligno" 37. Por ello anima
el Apóstol a los fieles a superar las tentaciones mediante la fuerza de Dios
38, y a "resistir a las insidias del diablo" 39 por la fe, la
oración vigilante 40 y una austeridad de vida que someta el cuerpo al
servicio del Espíritu 41.
El vivir la vida cristiana siguiendo las huellas de Cristo exige que cada cual
"se niegue a sí mismo, y tome cada día su cruz" 42 sostenido por
la esperanza de la recompensa: "Que si padecemos con Él, también con
Él viviremos; si sufrimos con Él, con Él reinaremos" 43.
En la línea de estas invitaciones apremiantes hoy también, y más que nunca,
deben emplear los fieles los medios que la Iglesia ha recomendado siempre para
mantener una vida casta: disciplina de los sentidos y de la mente, prudencia
atenta a evitar las ocasiones de caídas, guarda del pudor, moderación en las
diversiones, ocupación sana, recurso frecuente a la oración y a los
sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Los jóvenes, sobre todo,
deben empeñarse en fomentar su devoción a la Inmaculada Madre de Dios y
proponerse como modelo la vida de los santos y de aquellos otros fieles
cristianos, particularmente jóvenes, que se señalaron en la práctica de la
castidad.
En particular es importante que todos tengan un elevado concepto de la virtud
de la castidad, de su belleza y de su fuerza de irradiación. Es una virtud
que hace honor al ser humano y que le capacita para un amor verdadero,
desinteresado, generoso y respetuoso de los demás.
13. Deberes de los obispos, de los teólogos, de los sacerdotes,
de los padres de familia, de los que operan en los medios de comunicación
social. Responsabilidad de todos.
Corresponde a los obispos enseñar a los fieles la doctrina moral que se
refiere a la sexualidad, cualesquiera que sean las dificultades que el
cumplimiento de este deber encuentre en las ideas y en las costumbres que hoy
se hallan extendidas. Esta doctrina tradicional debe ser profundizada,
expresada de manera apta para esclarecer las conciencias de cara a las nuevas
situaciones creadas, enriquecida con el discernimiento de lo que de verdadero
y útil se puede decir sobre el sentido y el valor de la sexualidad humana.
Pero los principios y las normas de vida moral reafirmadas en la presente
Declaración se deben mantener y enseñar fielmente. Se tratará en particular
de hacer comprender a los fieles que la Iglesia los conserva no como
inveteradas tradiciones que se mantienen supersticiosamente (tabús), ni en
virtud de prejuicios maniqueos, según se repite con frecuencia, sino porque
sabe con certeza que corresponden al orden divino de la creación y al
espíritu de Cristo; y, por consiguiente, también a la dignidad humana.
Misión de los obispos es, asimismo, la de velar para que en las facultades de
teología y en los seminarios sea expuesta una doctrina sana a la luz de la fe
y bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia. Deben igualmente cuidar de
que los confesores iluminen las conciencias, y de que la enseñanza
catequética se dé en perfecta fidelidad a la doctrina católica.
A los obispos, a los sacerdotes y a sus colaboradores corresponde poner en
guardia a los fieles contra las opiniones erróneas frecuentemente propuestas
en libros, revistas y conferencias públicas.
Los padres en primer lugar, pero también los educadores de la juventud, se
esforzarán por conducir a sus hijos y alumnos a la madurez sicológica,
afectiva y moral por medio de una educación integral. Para ello les
impartirán una información prudente y adaptada a su edad, y formarán
asiduamente su voluntad para las costumbres cristianas; no sólo con los
consejos, sino sobre todo con el ejemplo de su propia vida, mediante la ayuda
de Dios que les obtendrá la oración. Tendrán también cuidado de
protegerlos de tantos peligros que los jóvenes no llegan a sospechar.
Los artistas, los escritores y cuantos disponen de los medios de comunicación
social deben ejercitar su profesión de acuerdo con su fe cristiana,
conscientes de la enorme influencia que pueden ejercitar. Tendrán presente
que "todos deben respetar la primacía absoluta del orden moral
objetivo" 44, y que no se puede dar preferencia sobre él a ningún
pretendido objetivo estético, ventaja material o resultado satisfactorio. Ya
se trate de creación artística o literaria, ya de espectáculos o de
informaciones, cada cual en su campo debe dar prueba de tacto, de discreción,
de moderación y de justo sentido de los valores. De esta suerte, lejos de
añadir favor a la licencia creciente de las costumbres, contribuirán a
frenarla e incluso a sanear el clima moral de la sociedad.
Por su parte, todo el laicado fiel, en virtud de su derecho y de su deber de
apostolado, tomará en serio el trabajar en el mismo sentido.
Finalmente, conviene recordar a todos que el Concilio Vaticano II
"declara que los niños y los adolescentes tienen derecho a que se les
estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su
adhesión personal y también a que se les estimule a conocer y amar más a
Dios. Ruega, pues, encarecidamente, a todos los que gobiernan los pueblos, o
están al frente de la educación, que procuren que nunca se vea privada la
juventud de este sagrado derecho" 45.
Su Santidad, Pablo VI por la divina Providencia, en audiencia concedida al
infrascrito Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 7 de
noviembre de 1975, aprobó esta Declaración acerca de la ética sexual, la
confirmó y ordenó que se publicara.
Dado en Roma, en la sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la
Fe, el 29 de diciembre de 1975.
Cardenal Franjo SEPER, Prefecto
Jerôme HAMER, arzobispo titular de Lorium, Secretario.