Analogías y diferencias entre Ética, Deontología y Bioética
José
María Barrio Maestre. Profesor Titular Universidad Complutense de Madrid
1. El tema de la Ética
El asunto fundamental del que la Ética se ocupa es la felicidad humana, mas
no una felicidad ideal y utópica, sino aquella que es asequible, practicable
para el hombre. Al menos así aparece en lo que podríamos llamar la
tradición clásica de pensamiento moral desde Aristóteles hasta Kant,
excluyendo a éste último.
Como todo ser vivo, el hombre no se conforma con vivir simplemente. Pretende
vivir bien. Una vez garantizado el objetivo de la supervivencia, se
plantea otros fines. Para comprender el significado de lo ético, lo
primero que hace falta es entender que la finalidad de la vida humana no
estriba sólo en sobrevivir, es decir, en continuar viviendo; si la vida fuese
un fin en sí mismo, si careciese de un "para qué", no tendría
sentido. Así se comprende la exhortación del poeta latino Juvenal:
"Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al decoro y, por
salvar la vida, perder aquello que le da sentido" (Summum crede nefas
animam praeferre pudori / et propter vitam vivendi perdere causas. Satirae,
VIII, 83-84).
Tener sentido implica estar orientado hacia algo que no se posee en plenitud.
Ciertamente algo de esa plenitud hay que poseer para aspirar inteligentemente
a ella: al menos algún conocimiento, a saber, el mínimo necesario para
hacerse cargo de que a ella es posible dirigirse. Con todo, el dirigirse hacia
dicha plenitud se entiende desde su no perfecta posesión. Soy algo a lo que
algo le falta.
Cuando el hombre piensa a fondo en sí mismo se da cuenta de que con vivir no
tiene suficiente: necesita vivir bien, de una determinada manera, no de
cualquiera. Dicho de otro modo: vivir es necesario pero no suficiente. De ahí
que surja la pregunta: para qué vivir (la cuestión del sentido) y, en
función de ello, cómo vivir. Justamente ahí comienza la Ética.
La felicidad se nos antoja, en primer término, como una plenitud a la que
todos aspiramos y, por tanto, de cuya medida completa carecemos. Sin embargo,
esa "medida" no es en rigor cuantificable. La felicidad más bien
parece una cualidad. Podríamos describirla como cierto "logro".
Así lo hace Aristóteles, para quien la felicidad es "vida lograda"
(eudaimonía), a saber, una vida que, una vez vivida y contemplada a
cierta distancia -examinada, analizada- comparece ante su respectivo titular
como algo que sustancialmente ha salido bien; una vida, en fin, que merece la
pena haber vivido.
Tal característica de lo "logrado" se especifica, a su vez, en dos
modos prácticos del bien: lo que me sale bien y lo que hago
bien. En la vida hay acontecimientos que me salen al paso, y otros que hago yo
surgir de manera propositiva. En la biografía de todo ser humano se articulan
elementos que él ha hecho intervenir por su propia iniciativa, de manera
planificada, con acontecimientos imprevistos, y a menudo imprevisibles. Tanto
unos como otros implican una importante carga ética: lo que hago, porque lo
he traído yo al ser, a la realidad de mi vida o del cosmos; y lo que me pasa,
porque aun no habiéndolo planificado yo, me pide una respuesta, me planta
cara y me desafía, supone un reto que me obliga a poner en juego los recursos
de mi propia identidad moral, identidad que quedará en evidencia por la forma
de encarar el destino. Si bien en el segundo aparece más bien como re-activo,
en ambos casos se advierte que el ser humano es un ser activo. Y la ética
pone de relieve, en primer término, esta índole activa: se refiere a la praxis
humana, al obrar -activo o reactivo- que implica libertad y que, por tanto, no
está sujeto a una determinación unívoca (ad unum) .
El hombre puede actuar o reaccionar ante una concreta situación de muy
variadas maneras, y entre ellas la ética pretende poder dilucidar cuál es la
mejor, la más correcta o conveniente de cara al sentido último de la
existencia humana, a esa plenitud que, a fin de cuentas, resultará, en
conjunto, del buen obrar (eupraxía).
1.1.- La felicidad y el placer. Como todo ser vivo, el hombre es
más activo que pasivo. La felicidad a la que se ve llamado no es una
situación pasiva en la que pueda llegar a encontrarse. Ahí estriba el
desenfoque fundamental del planteamiento hedonista, que también se presenta
como una visión ética de la vida. El hedonismo no yerra por afirmar el valor
del placer, sino por entender éste como el fin (telos) de la praxis, y
no como una consecuencia suya. Robert Spaemann lo ilustra mediante el
siguiente experimento mental: "Imaginemos un hombre que está fuertemente
atado sobre una mesa en una sala de operaciones. Está bajo el efecto de los
narcóticos. Se le han introducido unos hilos en la cubierta craneal, que
llevan unas cargas exactamente dosificadas a determinados centros nerviosos,
de modo que este hombre se encuentra continuamente en un estado de euforia; su
rostro refleja gran bienestar. El médico que dirige el experimento nos
explica que este hombre seguirá en ese estado, al menos, diez años más. Si
ya no fuera posible alargar más su situación se le dejaría morir
inmediatamente, sin dolor, desconectando la máquina. El médico nos ofrece de
inmediato ponernos en esa misma situación. Que cada cual se pregunte ahora si
estaría alegremente dispuesto a trasladarse a ese tipo de felicidad" (Spaemann,
1995, 40).
No es exactamente lo mismo felicidad que bienestar, al igual que la vida buena
no coincide necesariamente con "darse la buena vida", en el sentido
que solemos atribuir a esta expresión en castellano. Cualquiera que sabe algo
de la vida distingue claramente entre dos tipos de bienes muy comunes:
"pasarlo" bien, y "hacerlo" bien. El primero puede ser
fuente de alegrías "pasajeras", sin duda necesarias a veces. Pero
sólo el segundo proporciona satisfacciones profundas. Hay momentos
divertidos, alegrías inesperadas, y otras alegrías trabajadas con esfuerzo
durante un período más o menos prolongado, quizá menos chispeantes y
explosivas que las primeras, pero mucho más plenas, porque para el hombre es
más relevante lo que él hace que lo que le ocurre.
"La palabra "placer" -señala A. Millán-Puelles- se puede usar
en dos acepciones: el placer de los sentidos o el del espíritu. Generalmente
se toma en la acepción puramente sensorial. Pues bien, los placeres
sensoriales, en principio, tampoco son ilícitos. Lo que es ilícito es
convertir la búsqueda de ellos en la orientación de nuestra conducta, no
porque sean placeres, sino porque son meros placeres sensoriales, y el hombre
no es un gato ni un perro, sino un ser dotado de espíritu. Por tanto,
orientar nuestra vida sólo hacia los placeres sensoriales es gatearnos,
perrificarnos: es bestializarnos. Es lo que decía Boecio; es peor aún,
porque un perro no se perrifica (no se degrada). El hombre sí que se degrada
cuando pone como norma orientadora de su conducta la sola búsqueda de
placeres sensoriales. Pero insisto en que no se trata de que los placeres
sensoriales, en principio, sean necesariamente malos. Lo que es esencialmente
malo es orientar la totalidad de nuestra conducta a la búsqueda de los
placeres sensoriales, no porque sean placeres, sino por ser exclusivamente
sensoriales. Porque, en tanto que sensoriales, sólo responden a la parte
animal de nuestro ser, que no es la más noble, la más alta, aquella a la que
Aristóteles llama hegemonikón, la rectora de nuestra conducta, la que
ha de tener la hegemonía" (Millán-Puelles, 1996, 37-38).
El placer verdaderamente humano -el que mejor se corresponde con su
realidad activa- no es el que se busca por sí mismo, sino el que surge como
resultado de la acción buena, el obrar pleno de sentido. El placer que se
plantea autotélicamente, como un fin en sí mismo o, más bien, como lo en
sí mismo bueno -tal es la postura genuinamente hedonista- no puede sustraerse
a la siguiente doble dificultad: por un lado, es menos satisfactorio que
aquél que resulta de la buena acción, de la acción que no tiene como
sentido directo mi propia satisfacción sino la satisfacción de un sentido
fuera de mí. Así lo testifican las múltiples experiencias de sentirse uno
mejor haciendo un favor a otro que recibiéndolo de él. Spaemann aduce
incluso una fundamentación hedonística de la idea evangélica según la cual
es mejor dar que recibir (1995, 38). Por otro lado, el placer autotélico,
precisamente por no hacer justicia al carácter activo del hombre, es irreal,
en el sentido de que aliena al hombre de su propia realidad, primeramente
porque tal placer es egoísta y el hombre no puede disfrutar de ningún bien
sin la compañía de amigos, como dice Aristóteles (la praxis principal es la
convivencia, la amistad política); y en segundo término, porque un placer
que se busca por sí mismo sólo proporciona satisfacciones que, aunque
eventualmente puedan ser muy intensas, suelen ser muy poco extensas, y sólo
se mantienen buscando mayores dosis del principio hedónico activo,
estableciéndose así un ciclo perverso que suele acabar en un embotamiento
mental que hace imposible percibir las realidades superiores, dejando al
hombre en un estado de enajenación que fácilmente precipita en la evasión y
el vértigo.
Por su parte, no puede obviarse el hecho de que no todo dolor es malo. El
propio Epicuro reconoce que no es lícito evitar cualquier dolor. La pena por
la muerte de un amigo, o la indignación frente a la injusticia -la
indignación implica un cierto dolor, una desazón anímica- o, sencillamente,
el displacer que supone el mal sabor de una medicina que necesito tomar para
curarme, son ejemplos de dolor que no es noble o conveniente evitar.
El auténtico placer, el que mejor corresponde a la realidad humana, es el que
se acomoda a ella. Nunca la evasión de la realidad puede ser fuente de
satisfacción profunda. Dicho de otro modo, todo verdadero placer es, ante
todo, placer verdadero. (Tampoco la cuestión del placer se sustancia de una
manera meramente técnica, como pone de manifiesto el citado experimento de
Spaemann.)
1.2.- La virtud. El planteamiento aristotélico se atiene mejor
a la realidad que el hedonista. El Estagirita otorga al placer un papel
importante en la vida lograda, pero secundario. En el centro de ella está la
eupraxis, el buen obrar; hablando propiamente, la virtud.
La virtud (areté) puede definirse como un hábito operativo bueno, es
decir, el buen obrar que se configura como una costumbre, como un modo
ordinario y habitual de conducirse. El placer (hedoné) es una
consecuencia necesaria de la virtud. Es imposible que el obrar virtuoso no
satisfaga ciertas inclinaciones humanas naturales. La esencia de la felicidad
es la virtud, pero el placer es un matiz o coloreamiento que la acompaña
siempre. Ciertamente, cuando la virtud no está todavía arraigada, obrar
según su pauta quizá no produce placer en el sentido corriente de la
expresión. Pero una vez que la virtud se ha afirmado, lo que supone más
esfuerzo es no secundarla. Para la persona que tiene el hábito de trabajar
mucho, por ejemplo, la mera representación mental de verse a sí misma
perdiendo el tiempo, mano sobre mano, se le hace no sólo ingrata, sino
absurda: no se ve a sí misma de ese modo; igual que para quien tiene el
hábito de comportarse lealmente: no se concibe a sí mismo traicionando la
confianza de un amigo. Por virtud de su herencia cultural greco-latina, el
modo de pensar europeo -aunque no sólo de los europeos: hay ahí algo más
que un patrón cultural- siempre tuvo en cuenta que existen acciones que no es
posible realizar moralmente. Los viejos juristas romanos lo formulaban así:
"Las acciones que contradicen las buenas costumbres han de considerarse
como aquellas que nos es imposible llevar a cabo" (Digesto XXVII) .
Es una forma muy exacta de expresar la imposibilidad moral de ciertas
acciones que repugnan al hombre virtuoso y bueno. "Un buen hombre sería
aquel cuya conciencia de que "no me es lícito hacer esto" se cambia
en "no puedo (físicamente) hacerlo"" (Spaemann, 1995, 83).
Un rasgo propio de la virtud es que, una vez que está bien asentada, los
actos congruentes con ella surgen con naturalidad, sin un especial esfuerzo,
mientras que los actos contrarios a la virtud encuentran una resistencia casi
física. En rigor, deber hacer algo implica poder no hacerlo, al igual que
deber evitarlo implica poder hacerlo. Pero el hombre virtuoso encuentra
subjetivamente imposible aquello que va, como dicen los griegos, contra la
piedad o contra las buenas costumbres. Le resulta incluso estéticamente
repulsiva la idea de contrariar la obligación del respeto debido a los demás
porque posee una noción clara del decoro, de la honestidad, de aquello que
Sócrates llamaba la "belleza del alma". Aristóteles lo resumió de
forma paladina: "No es noble quien no se goza en las acciones
honestas".
Por supuesto que para conseguir la virtud hace falta una generosa inversión
de esfuerzo inicial: superar la resistencia e imprimir en los primeros pasos
un especial ímpetu para que dejen profundamente marcada la huella que
facilite y oriente otros pasos en esa misma dirección. Ocurre lo mismo al
ponerse a andar: una vez vencida la inercia al primer paso, el segundo cuesta
menos, y así sucesivamente, hasta que llega un momento en que lo que más
cuesta es detenerse. En la vida moral pasa algo parecido. Conseguir una virtud
exige, primero, una orientación inteligente de la conducta: saber lo que uno
quiere y aspirar a ello eficazmente, poniendo los medios. Hace falta emplear
un esfuerzo moral, eso que entendemos como fuerza de voluntad. (La palabra
"virtud" proviene del latín vis, fuerza). Cuando ese modo de
obrar se troquela en nuestra conducta y uno se habitúa, ya no es necesario el
derroche inicial, y actuar según esa pauta requiere cada vez menos empeño.
Siempre hace falta un esfuerzo, al menos para mantener la trayectoria sin que
se tuerza ni se pierda, pues por lo mismo que se adquiere -la repetición de
los actos respectivos- un hábito puede perderse si se deja de poner por obra.
Pero el esfuerzo necesario para mantener un hábito ya consolidado es menor
que el que se consume en adquirirlo por vez primera. La virtud, por eso,
supone una cierta economía del esfuerzo, de manera que cuando nos
acostumbramos a conducir nuestra acción según una pauta habitual, podemos
emplear el esfuerzo "sobrante" en la adquisición de nuevas pautas
y, así, ir poco a poco construyendo nuestra propia identidad moral. En este
sentido se ha dicho que la ética es una facilitación de la existencia
(Lorda, 1999).
Los actos virtuosos producen cierta satisfacción de la inclinación adquirida
en la que la virtud consiste. Cuando se afianza una buena costumbre, el
comportamiento fluye con espontaneidad, y de ahí que Aristóteles designe las
virtudes con el nombre de segundas naturalezas.
"Naturalezas", porque son manadero del que surgen o nacen (nascor)
ciertas conductas, operaciones o pasiones; y "segundas", porque son
adquiridas, a diferencia de la naturaleza esencial, que no se adquiere sino
que se posee innatamente. Las segundas naturalezas -los hábitos morales, las
costumbres- habilitan, cualifican y matizan nuestra propia naturaleza
esencial, desarrollándola operativamente.
Según la concepción aristotélica, la ética tiene que ver con lo que uno
acaba siendo como consecuencia de su obrar libre. Si el obrar sigue al ser y
el modo de obrar al modo de ser (operari sequitur esse, et modus operandi
sequitur modum essendi, como reza el viejo lema latino), no menos cierto
es que también el ser -moral- es consecuencia del obrar, y parte sustantiva
de nuestra identidad como personas se constituye como una prolongación
ergonómica de lo que vamos haciendo con nosotros mismos, si bien esto no
excluye que en nosotros hay algo hecho no por nosotros, de suerte que, más
que autores de nuestra propia biografía, bien puede decirse que somos co-autores.
Ahí entra en juego el asunto del destino.
1.3.- El destino. En un alarde de sentido común, Aristóteles
atribuye a la buena suerte, junto con la virtud y el placer, un papel no poco
importante en la configuración de la vida lograda. En principio no depende de
nosotros, y puede sorprender que el Estagirita aborde el tratamiento del
destino (el fatum) en el marco de la ética, pues ésta es práctica
-se refiere a la acción humana libre- mientras que el fatum parece que
nada tiene que ver con la libertad. El destino engloba los eventos y
circunstancias que pueblan nuestra biografía sin que nosotros hayamos tenido
que ver con su aparición, en tanto que el obrar moral es aquel que hacemos
surgir por iniciativa nuestra. "¿Por qué aquello sobre lo que no
podemos influir es objeto de una reflexión práctica, siendo así que ésta
no parece tener consecuencias prácticas?", se pregunta Spaemann (1995,
113).
Aquí tenemos la idea griega de un determinismo ejercido por la situación de
los astros en el mundo supralunar sobre la vida de los hombres en el mundo
sublunar. Es el tema de la astrología. Tanto el destino griego como la
providencia cristiana, con sus irreductibles diferencias, aluden a ciertos
elementos de nuestra biografía que no proceden de la libre iniciativa humana.
A partir de ellos sí tiene sentido la libertad, pero sin ser ellos resultado
de previsión o planificación alguna por nuestra parte.
El espacio de la ética se juega precisamente en esta mutua imbricación
sinérgica entre lo que me es dado y lo que yo me doy libremente. Spaemann
reflexiona sobre las implicaciones éticas del destino: "A diferencia de
los animales, los hombres, al actuar, modifican a la vez las condiciones que
enmarcan su comportamiento. Esto es lo que llamamos historia. Pero eso sólo
lo pueden hacer a condición de que acepten previamente determinado marco de
su actividad. Quien no puede o no quiere hacerlo sigue siendo un niño. A esas
condiciones dadas de antemano pertenece no sólo el cuadro exterior de nuestra
actividad, sino también nuestro modo de ser, nuestra naturaleza, nuestra
biografía. (...) Nuestro ser-así no es una magnitud fija que determina
nuestra actividad, sino que, por el contrario, viene configurado continuamente
por nuestras acciones. Pero es cierto que tampoco nuestra actividad comienza
de cero. (...) Y si es cierto que cada una de nuestras acciones ejerce un
influjo indirecto sobre nosotros mismos configurándonos, eso significa
también que nuestra actividad anterior reviste para nosotros el carácter de
destino" (Spaemann, 1995, 115).
Aristóteles entiende que una vida humana difícilmente puede considerarse
lograda si el destino no es favorable, pero sí que es una actitud moralmente
positiva ser capaz de llevarse bien con el destino, eso que la tradición
moral conoce con el nombre de serenidad y que Spaemann ha descrito
admirablemente como "la actitud de aquel que acepta voluntariamente, como
un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar; la actitud de quien
acepta los límites" (Spaemann, 1995, 119; Barrio, 1999).
2. La Deontología
2.1.- El concepto de deontología en general. En su acepción más
habitual, el término deontología suele usarse para designar la
"moral profesional", situándola así como una parte de la moral,
una "moral especializada". Mas esto no puede hacerse sin precisar
que, ante todo, la deontología es un capítulo de la Ética general,
concretamente la teoría de los deberes (tá déonta) . Los deberes
profesionales son sólo una parte muy restrictiva de los deberes en general, y
de éstos hemos de ocuparnos en primer término.
La relación entre ética y deontología es análoga a la que se establece
entre felicidad y deber, nociones que en definitiva constituyen sus
respectivos núcleos temáticos. El deber es algo más restringido que la
felicidad y, así, cabe entender la deontología como una parte especial de la
ética, siendo ésta, a su vez, un desarrollo de la filosofía de la
naturaleza y, en último término, de la filosofía primera o metafísica. De
esta forma lo ha entendido la tradición aristotélica. En efecto, no cabe
reducir el bien al bien moral. Lo primero que hay que decir del bien (tó
agathón) es que es un aspecto del ser (tó on) , y la ética se
sitúa en el planteamiento de lo que un tipo especial de ente que es el hombre
(anthropos) necesita para bien-ser o bien-vivir. Para cualquier ser
viviente, su ser es su vivir (vita viventibus est esse, decían los
aristotélicos medievales). Por tanto, la ética, en primer lugar, aparece
como la clave de la mejor vida (aristobía) ; el "ideal del
sabio" griego es, en definitiva, el de la vida buena, un ideal ético en
sentido estricto. En esta clave se puede comprender el concepto aristotélico
de felicidad como plenitud de vida o vida lograda (eudaimonía) .
El bien moral, en concreto, es la virtud (areté) , y ésta adquiere el
carácter de lo debido (tó deon) . De todas formas, el deber posee
relevancia moral únicamente por su conexión con la vida buena, porque
cualifica ciertas acciones como los mejores medios que se han de poner para
lograr esa plenitud en la que la felicidad consiste. La ética, entonces, se
configura como el saber práctico que tiene por objeto un objetivo:
traer al ser aquellas acciones que, puesto que en sí mismas están llenas de
sentido, conducen a la plenitud a quien las pone por obra.
Esta concepción supone que, como se apuntó más arriba, el hombre,
moralmente, es hijo de lo que hace más que de lo que con él hacen los
elementos, tanto la herencia como el ambiente. El bien hace buena la voluntad
que lo quiere, y ésta, a su vez, hace bueno al hombre, en sentido moral. El
valor moral de las acciones -y, así, su condición de debidas o prohibidas-
no depende sólo de la intención subjetiva con la que se realizan (finis
operantis) , ni tampoco de las circunstancias, si bien ambos elementos
poseen relevancia a la hora de emitir el juicio moral. Éste también ha de
tener en cuenta la acción misma y la finalidad objetiva en la que
naturalmente termina (finis operis) .
Ambos "fines" -el subjetivo y el objetivo, digamos, lo que el agente
desea lograr con su acción y lo que de suyo logra si ésta se lleva a efecto-
conforman lo que podríamos llamar la sustancia moral de la acción y,
entre ellos, es el fin subjetivo el más importante en la valoración ética
global. De esta suerte cabe decir que no puede ser bueno algo que se hace en
contra de la propia conciencia subjetiva. Pero eso no significa que lo sea
todo lo que se hace de acuerdo con ella. El primer deber que cualquiera puede
encontrar en su conciencia moral, si mira bien, es el de formarla para que sea
una buena conciencia, es decir, estudiar, buscar la verdad, consultar con las
personas prudentes para salir de dudas, etc. (Laun, 1993).
En otro nivel se encuentran las circunstancias moralmente relevantes,
aquellos elementos que, podríamos decir, rodean la acción matizando
eventualmente su cualidad moral: el modo de realizarla (quommodo) , el
lugar (ubi) , la cantidad (quanto) , el motivo u ocasión (cur)
, el sujeto agente o paciente (quis) , el momento (quando) ,
los medios empleados (quibus auxiliis) .
El bien moral es muy exigente, de manera que para que la acción sea buena -en
el sentido de moralmente debida- se hace preciso que lo sea en todos sus
aspectos, sustancia y circunstancia, mientras que basta que falle uno de ellos
para que se pervierta su bondad. Es lo que suelen expresar los latinos con el
adagio: bonum ex integra causa, malum ex quocumque deffectu.
2.2.- La deontología como ética profesional. Aristóteles ha
acuñado la distinción conceptual, de gran alcance para la filosofía
práctica, entre poíesis y praxis, entre producir y actuar. La
rectitud del producir se mide por el producto y ha de ser determinada en
función de las reglas del arte (techné) ; estriba en un resultado
objetivo y en la nueva disposición de las cosas que sobreviene como
consecuencia del producir. Por el contrario, la rectitud del actuar es de
índole estrictamente ética: radica en el actuar mismo, en su adecuación a
una situación, en su inserción dentro del plexo de las relaciones morales,
en su "belleza". Como es natural, todo producir se halla inscrito en
un contexto práctico, y por ello tampoco está exento de una evaluación
moral. Pero la determinación del producir correcto pertenece a la técnica,
al ámbito de los medios, mientras que el actuar honesto tiene razón de fin.
Podemos distinguir, así, el buen hacer del obrar bien. El "robo
del siglo", por poner un ejemplo, es una operación que, como producto,
está muy bien hecha -entre los latrocinios es, sin duda, el mejor del siglo-,
aunque difícilmente lo calificaríamos como una buena acción.
En la más amplia significación del término, cabría hablar de una
concepción poética del obrar moral en Aristóteles. Llevar a efecto
buenas acciones, producir estados de cosas matizados por cualidades éticas de
valor positivo no incluye, pero tampoco excluye, la intención correcta: un
buen propósito -aunque no se lleve a efecto- es también una buena acción en
sentido moral, aunque carezca de significado y cualidad técnica todo hacer
que no sea, además, un producir.
En un sentido vulgar se habla de deontología en referencia al buen hacer que
produce resultados deseables, sobre todo en el ámbito de las profesiones. Un
buen profesional es alguien que, en primer lugar, posee una destreza técnica
que le permite, en condiciones normales, realizar su tarea con un aceptable
nivel de competencia y calidad. Las reglas del buen hacer -perfectum
officium, acción llevada a cabo conforme a los imperativos de la razón
instrumental- constituyen, sin duda, deberes profesionales. Y esto no es en
modo alguno ajeno al orden general del deber ético. Aún más: las
obligaciones éticas comunes para cualquier persona son, además, obligaciones
profesionales para muchos. Al menos así se ha visto tradicionalmente en
ciertas profesiones de ayuda como el sacerdocio, la educación y, en no menor
medida, la medicina o la enfermería. En último término, esto se puede decir
de todas las profesiones honradas, pues en todas se da, de manera más o menos
directa, la índole del servicio a las personas. Pero en ésas es más
patente, para el sentido común moral, que no es posible, por ejemplo, ser un
buen maestro sin intentar ser buena persona. Es verdad que no se educa, o no
se ejerce buena medicina, sólo con buenas intenciones, pero tampoco sin
ellas.
Si la deontología profesional no se resuelve sólo con los parámetros
éticos comunes, tampoco la ética se reduce a la satisfacción de ciertos
protocolos deontológicos. En efecto, la cuestión del bien no se sustancia
con el cumplimiento de una normativa: no es que el bien moral estribe en
cumplir la ley, sino que hay que cumplirla porque lo que preceptúa es bueno,
caso de que efectivamente lo sea. Es anterior, con prioridad de naturaleza, el
bien a la ley. La conciencia del deber no puede separarse de lo en cada caso
debido, aunque indudablemente sea distinto lo que formalmente significa deber
y lo que materialmente constituyen en concreto nuestros deberes, lo cual ha de
ser determinado en relación al ser específico y al ser individual y
circunstanciado de cada persona. Millán-Puelles, en este sentido, habla de la
relatividad de la materia del deber, compatible con el carácter absoluto que
le corresponde por su forma (Millán-Puelles, 1996, 71 ss.).
Ambas tesis recogen elementos esenciales del eudemonismo aristotélico y del
deontologismo, por ejemplo en versión kantiana. Aun con todo, la teoría
kantiana del imperativo categórico, que subraya explícitamente el carácter
absoluto de la forma del deber, no resuelve las aporías principales que se
derivan de una separación entre la forma y la materia moral. El filósofo
alemán propone poco menos que una alternativa entre actuar por deber (voluntas
moraliter bona) , y actuar conforme al deber (voluntas bone
morata) . A su juicio, los "mandatos o leyes de la moralidad" -a
diferencia de los que únicamente poseen valor hipotético, como las
"reglas de la habilidad" o los "consejos de la sagacidad"-
revisten una obligatoriedad que es independiente de la concreta volición de
un objetivo, de manera que ningún mandato moral preceptúa lo que hay que
hacer si se quiere obtener tal o cual fin o bien, sino algo cuyo cumplimiento
es un deber, aunque se oponga radicalmente al deseo o a la inclinación
natural (Millán-Puelles, 1984, 264). En el planteamiento kantiano aparecen
contrapuestas la buena intención y la buena acción, dialéctica que el
idealismo alemán categorizará más tarde con los términos de Moralität
y de Sittlichkeit, respectivamente. De nuevo se echa en falta aquí el
equilibrio que encontrábamos en la posición aristotélica. El Estagirita
entiende que no cabe hacer el bien, al menos de manera habitual, sin procurar
ser bueno.
En resumen, la analogía fundamental que cabe establecer entre ética y
deontología se detecta no tanto por el lado de la norma como por el de la
buena acción. La ética tiene que ver con lo que el hombre es naturalmente,
siendo la naturaleza un cierto plexo de tendencias inmanentes al ser humano
cuya plenitud está teleológicamente incoada y apuntada por la misma
inclinación. (La naturaleza metafísica, en el contexto aristotélico, es
también instancia moral de apelación). Pero tal naturaleza necesita ser
trabajada, desarrollarse prácticamente para obtener su perfecta complexión o
acabamiento. Éste no acontece automáticamente, siguiendo unas normas fijas o
como por instinto, sino de manera libre y propositiva. (Y por esa misma razón
puede también no acontecer). De ahí que la ética haya de contar, como
referentes normativos, tanto con la naturaleza (metafísica) como con la
razón (Rhonheimer, 1999).
La ética depende esencialmente de la antropología. Justamente el
inacabamiento humano abre el espacio propio de la deontología, de lo que el
ser humano todavía debe desarrollar para que lo que efectivamente es se
acerque, se corresponda lo más posible con la plenitud a la que por su ser
natural -naturaleza racional y libre- aspira. "Sé lo que eres",
"confirma con tu obrar lo que por naturaleza eres", "procura
que tu conducta no desmienta, sino que confirme, tu ser", serían
fórmulas expresivas del mandato moral básico, al cual todos los deberes en
definitiva se reducen; en palabras de Millán-Puelles, a la libre
afirmación de nuestro ser (Millán-Puelles, 1994).
El problema ético no estriba en cómo adaptar la conducta a la norma, sino en
cómo ajustarla al ser humano y a su verdad inmanente, no exenta de
consecuencias prácticas. En cambio, el papel de la deontología, en su
acepción vulgar, es adecuar la conducta profesional a las expectativas
sociales. El criterio último del juicio moral es la conciencia, mientras que
la regla de la deontología -insisto, en su acepción menos estrecha- es el
imaginario sociocultural operante en calidad de elemento motivador, corrector
y espectador de la conducta profesional. Como aquí se propone, no se trata de
dos reglas alternativas o dialécticamente contrapuestas, sino mutuamente
inclusivas. Ahora bien, tal inclusividad se percibe desde el paradigma de la
ética eudemonista, no desde el deontologismo.
Al hablar de moral profesional se suele aludir a los códigos de conducta que
deben regir la actuación de los representantes de una profesión. La
estructura de las sociedades industrializadas conduce a que las relaciones
entre las personas estén mediatizadas por el significado de la profesión
como prestación de un servicio con contrapartida económica. Las profesiones,
hoy en día, implican un conectivo social de gran extensión e intensidad,
tanto en las sociedades primarias como en las agrupaciones de segundo nivel, e
incluso en el contexto del mundo "globalizado". Por supuesto que el
mundo de la vida (Lebenswelt) está entreverado de relaciones mucho
más primarias que las profesionales, que a veces se sitúan en un ámbito
próximo a la "tecnoestructura" político-económica.
En las sociedades primarias son más sustantivas las relaciones familiares, de
amistad, de vecindad; en fin, las relaciones inmediatamente éticas. Pero las
relaciones profesionales tienen un papel creciente en la articulación del
tejido ético de la sociedad, sobre todo en la medida en que la profesión se
entiende como un trabajo que ha de desarrollarse en interdependencia con
otros, en un plexo de relaciones humanas de mutuas prestaciones de servicios.
Lo que en primer término destaca en toda profesión -y lo que le confiere su
peculiar dignidad como trabajo ejercido por personas- es el servicio a la
persona, tanto al beneficiario de la respectiva prestación, como al
trabajador mismo, a su familia y, por extensión, a las demás familias que
constituyen la sociedad.
Se entiende que las profesiones -cada vez más especializadas- han de
garantizar la calidad en la prestación del correspondiente servicio. Para
ejercer ese control de calidad se instituyen colegios profesionales que
elaboran códigos de buenas prácticas. Se procura acreditar así los
servicios profesionales por la capacidad técnica específica exigible al
profesional, por una digna retribución de honorarios profesionales, por el
establecimiento de criterios para el acceso, la formación continuada y la
promoción dentro de la carrera respectiva, etc.
En el fondo, se trata de ofrecer un respaldo corporativo al ejercicio
decoroso, y garantizar la buena imagen de la profesión ante los clientes y la
sociedad. Se establecen para ello mecanismos de control deontológico, como
los antiguos tribunales de honor, encargados de prevenir malas prácticas, e
incluso pomoviendo la separación de la profesión para quienes las ejercitan.
3. Bioética
3.1.- Las condiciones del debate bioético. El lector atento habrá
advertido a estas alturas que empleo las voces "ética" y
"moral" como términos estrictamente sinónimos. No ignoro la
diferencia conceptual que algunos proponen, sobre todo dentro de la tradición
kantiana. En la literatura filosófica de nuestro entorno cercano ha hecho
cierta fortuna la diáiresis entre ethica docens y ethica utens (J.L.
Aranguren), que vendría a señalar que hay, por un lado, una ética que se
enseña, que se profesa teóricamente y, por otro, una ética que se practica,
que se vive. Esto último sería lo que llaman moral. Tal distinción,
en último término, vendría a justificar la separación entre lo que se
denomina "ética pública" (la que encuentra su espacio en la
reflexión y el debate social) y "moral privada", que debe reducirse
al ámbito de la vida personal de cada quien. Semejante modo de entender las
cosas -más cercano a consideraciones de índole sociológica que a la
reflexión ética- a no pocos parece obligado, toda vez que en las sociedades
modernas de cultura liberal ya no se puede pretender unanimidad en las
valoraciones morales.
No comparto este punto de vista. En primer término hay que subrayar que la
etimología para nada justifica una tal distinción. La palabra griega ethos
-con "épsilon"- significa exactamente lo mismo que la voz latina mos,
moris, de donde procede la nuestra "moral": en ambos casos,
costumbre, hábito, uso, modo estable de obrar. En griego existe también la
palabra ethos escrita con "eta", y significa casa,
habitación, guarida o patria, de la misma forma que del tema de genitivo de mos,
moris procede nuestra voz "morada". Meditando en esta
anfibología, Heidegger observa que hay una profunda concomitancia entre ambos
sentidos. En efecto, las costumbres firmemente asentadas en nuestra vida le
suministran un cierto arraigo y cobijo, una bóveda axiológica que nos
protege y permite que nos sintamos en nuestro sitio, que estemos afianzados en
la existencia y que nuestra conducta no esté hecha de improvisaciones y
bandazos, sino que tenga cierta regularidad, pauta o criterio. En definitiva,
le dan estabilidad y coherencia. En este sentido, todo habitus es un
cierto habitaculum.
Por otra parte, es imposible una vida moral sin una cierta reflexión moral.
No se puede obrar moralmente sin deliberación racional. El ámbito ético es
el de lo posible por libertad, dice Kant, pero un momento esencial de la
volición libre es justamente la deliberación: hacerse cargo racionalmente de
los motivos de nuestra actuación, y ponderar los medios más practicables
para lograr el fin que nos proponemos al actuar. Ya hemos visto que el bien
moral no surge espontáneamente sino de manera propositiva: es menester
objetivarlo. Y sólo cuando se ha objetivado racionalmente cabe plantearlo
como objetivo para la libre decisión, adquiriendo así cualidad propiamente
moral.
Estas puntualizaciones no sobran aquí. El saber y la vida moral son
inseparables. Aristóteles decía que el fin de la ética no es saber en qué
consiste ser bueno, sino serlo, si bien esto no es posible sin aquello, aunque
sea en un nivel precientífico. Es el ethos quien precede y fundamenta
a la Ética, y no al contrario. Toda discusión ética seria tiene supuestos
que no entran en ella, y si el modus cogitandi excluye
metodológicamente el modus vivendi, es simplemente imposible llegar a
una conclusión sensata: el diálogo decae en una mera yuxtaposición de
éticas infelices, donde sólo importa ostentar una identidad
intelectual precisa y merecer la aprobación social
El problema de la actual discusión bioética es que está en trance de perder
su referencia ética. Parece que su único presupuesto ha de ser precisamente
la exclusión de todo presupuesto. En rigor, tal cosa no es posible en
ninguna discusión. Uno de los mentores más emblemáticos de la llamada
"ética discursiva", J. Habermas, reconoce en todo discurso, como un
a priori suyo, la búsqueda mancomunada de la verdad (kooperativen
Wahrheitssuche). Además de las creencias -explícitas o implícitas- de
los interlocutores en la discusión, hay también una lógica, una gramática
del pensamiento que opera como supuesto; hay, a su vez, actitudes morales que
no surgen del diálogo sino que lo hacen posible: la capacidad de escucha, el
respeto al oponente, la disposición a valorar sus argumentos y abrazar la
propuesta alternativa si en el desarrollo del diálogo se pone de manifiesto
su validez, etc. En todo diálogo hay elementos que no se discuten. Si todo
fuese discutible, nada en último término lo sería.
En un trabajo reciente me he ocupado de señalar los principales obstáculos
que bloquean el acceso a un verdadero diálogo en Bioética (Barrio, 2000). En
el fondo, casi todos tienen que ver con la vigencia del planteamiento
característico de la ética utilitarista o consecuencialista, la que sólo
atiende a los resultados de la acción, y no a la acción misma. Así, la
discusión acaba siendo un juego estratégico de poder donde para nada importa
la verdad, sino el encaje de intereses en liza para obtener consenso. Esto
vale para una negociación política, o para un debate jurídico, pero no para
la Ética. La política es siempre utilitarista, y si existen límites al
utilitarismo, entonces se trata de los límites que hay que poner a la
política, de límites éticos.
3.2.- La encrucijada actual de la Bioética. Es obvio que nadie
está obligado a lo imposible (ad impossibilia nemo tenetur) . Pero,
¿es igualmente obvia la inversa? En concreto, ¿se debe hacer todo lo que se
puede hacer? A no pocos parece que, estando en juego bienes como el progreso
de la ciencia, las expectativas de curación de enfermedades quizá hasta
ahora inatacables, etc., la investigación en biomedicina ha de explorar todas
las hipótesis y no cerrarse a ninguna posibilidad. Dicho en otros términos,
el porvenir de la investigación genética -y especialmente las perspectivas
que abre la eventual decodificación del genoma humano- parece que pone de
manifiesto la necesidad de hacer coincidir los límites de lo moralmente
correcto con los de lo técnicamente posible. Precisamente la expectativa
razonable de los beneficios futuros para la humanidad supondría la
obligación "ética", para la ciencia biomédica, de no poner otros
límites a la investigación. Tropezamos aquí con la vieja discusión sobre
los medios y los fines. ¿La bondad y justicia de ciertos fines justifica y
hace bueno cualquier medio eficaz para lograrlos?
La noción de límite ético sólo significa algo si se acepta que, mientras
que todo deber positivo -obligación- es también relativo a la persona y la
circunstancia, hay deberes de omisión -prohibiciones- que son absolutos e
incondicionados (Thomas, 2001). Una persona con una conciencia moral bien
dispuesta puede no tener claro qué debe hacer en un determinado momento, pero
no admite dudas en relación a la "imposibilidad" moral de ciertas
acciones intrínsecamente perversas, con independencia de sus resultados: lo
primero que exige la conciencia recta de una persona prudente es excluirlas de
la deliberación. Luego habrá que decidir qué se hace; pero primero hay que
tener claros los límites de lo que en ningún caso se debe hacer (Finnis,
1991, 93). El deber de intervenir siempre está sujeto a una ponderación en
la que ha de tenerse en cuenta el principio del mal menor, principio que, por
el contrario, no entra en juego cuando se trata del deber de omisión. La
omisión de una acción reprobable es una obligación absoluta.
A la pregunta de si es éticamente lícito todo lo técnicamente posible sólo
cabe una respuesta ética: no. Habrá muchos casos en que lo posible no
sólo sea lícito sino moralmente obligado, pero no siempre. Decir de alguien
que "es capaz de todo" puede ser una buena presentación en un
régimen totalitario o en una banda mafiosa, pero es un mérito al menos
equívoco si se miran las cosas desde el punto de vista ético.
El desafío más acuciante que ahora tiene la Bioética es, precisamente,
recuperar su significado ético. Eso implica asumir pacíficamente que hay
unos presupuestos absolutos en toda discusión moral. Un médico, por ejemplo,
puede no tener claro qué terapia seguir en un determinado caso, pero sí debe
tener nítido que él no está para matar. El carácter radicalmente
indisponible de la vida humana se le manifiesta como un deber de conciencia a
todo aquel que es todavía capaz de escucharla, y se concreta, en el caso del
médico, en el deber absoluto de omitir ciertas conductas esencialmente
ilícitas, como el aborto o la eutanasia, cualquiera que sea la persona, la
circunstancia o el resultado de esa acción inicua. Hay ciertas acciones que
son indignas, que nunca pueden ir en consonancia con el orden humano ni
cósmico, por mucho que llegaran a ser "normales" (con normalidad
estadística, no ética). Esas conductas intrínsecamente inordenables al
logro de la plenitud humana -de la felicidad- pueden calificarse, con todo
rigor, de inhumanas, y sólo quien es capaz de percibir esto es
verdaderamente libre y, como decían los griegos, amigo de sí mismo. En el
hipotético e indeseable caso de que el mundo decayera en la pura abyección,
obturándose el más elemental sentido del "decoro" moral, en esa
triste situación un Sócrates infeliz seguiría siendo preferible a un cerdo
satisfecho, como acaba reconociendo, pese a todo, uno de los más preclaros
representantes de la ética utilitarista, John Stuart Mill.
Tal es la enseñanza fundamental de la ética hipocrática. Hipócrates,
fundador de la Escuela de Cos, isla del mar Egeo, vivió en el siglo V-IV a.C.
Contemporáneo de Platón, enseñaba a sus discípulos que el médico es un hombre
bueno, perito en el arte de curar, y les comprometía con un principio
incondicional de conciencia que ha pasado a la historia de la medicina como
paradigma del buen hacer: "Dispensaré un profundo respeto a toda vida
humana desde la concepción hasta la muerte natural". Con esta frase,
ciertamente, no se dice nada concreto sobre lo que hay que hacer, pero la
actitud que preceptúa sí que tiene consecuencias muy concretas: "No
dispensaré a nadie un tóxico mortal activo, incluso aunque me sea solicitado
por el paciente; tampoco daré a una mujer embarazada un medio abortivo".
El juramento hipocrático no es un código de buenas prácticas, pero sí
marca un límite negativo. El estado actual de las discusiones bioéticas, sin
embargo, refleja una actitud para la cual el mencionado juramento habría de
ser calificado poco menos de fundamentalista. No hay duda de que en la
tradición hipocrática se ha consolidado como un tabú el valor de la
intangibilidad de la vida humana o, por decirlo con toda precisión, de su
"sacralidad". Tal valor no implica, como es natural, la prohibición
de intervenir en la vida humana, sino el deber de hacerlo siempre
"médicamente", es decir, con la intención de curar y, si esto no
es posible, al menos paliar el dolor, acompañar al paciente y a sus
familiares y tratar de sostenerles en las mejores condiciones posibles hasta
que la vida se extinga naturalmente.
Desgraciadamente, la ruptura del tabú se consumó con las legislaciones que
admiten el aborto provocado, con la consecuencia de que se otorga más valor a
la decisión (choice) de un ser humano que a la vida de otro, pequeño
quizá, pero humano: esto ya no es una hipótesis metafísica, sino una
evidencia experimental. (Luego se legitimó la fabricación in vitro de
seres humanos y, por fin, se ha planteado la destinación de embriones humanos
para fines de investigación, con las alternativas del "reciclaje" o
del "desecho"). Otra consecuencia: el trauma sociomoral derivado de
que las legislaciones permisivas, aunque lo sean en la forma de despenalizar,
generan en poco tiempo una conciencia de "normalidad". En efecto, en
el subconsciente colectivo de todo sistema político democrático y liberal,
todo lo que no está prohibido está permitido. Una consecuencia más: la
relativización del carácter fundamental -fundamento de todo sistema
político constitucional- de los derechos humanos, el primero de los cuales es
el derecho a la vida.
¿Qué salida hay para recuperar la Bioética? Ante todo, devolverle su
índole ética. Y para ello, rehabilitar el tabú -en el sentido
de presupuesto indiscutible, e indiscutido- del carácter absoluto e
incondicionado del deber de respetar la vida humana desde su concepción hasta
su muerte natural. El filósofo alemán Anselm Winfried Müller llama la
atención sobre los apuros argumentales en que puede verse quien, apoyado en
su sentido común, entiende que dar muerte a un inocente siempre es
rechazable, si ha de fundamentar demostrativamente que la vida humana es
"sagrada" y, por tanto, resulta indisponible. Ahora bien, Müller
convierte justamente esta debilidad retórica en una auténtica fuerza contra
la relativización de la prohibición de matar. El valor incondicional de la
vida humana no es argumentable; constituye, por el contrario, el fundamento de
toda argumentación ética y la medida de su rectitud. Quien niegue esa
indisponibilidad, lo que hace es no aceptar precisamente el criterio ético.
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Gentileza
de http://www.arvo.net/ para la
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