Los límites en la investigación biomédica

Por Gonzalo Herranz(*)
del Departamento de Humanidades Biomédicas.
Universidad de Navarra



El pasado 14 de septiembre se cumplían cincuenta años del histórico discurso de Pío XII sobre los límites éticos a la investigación. El discurso figura por derecho propio en las antologías de ética de la investigación biomédica y ha sido citado en muchos libros y artículos. El núcleo de su mensaje -nunca los intereses de la ciencia o de la sociedad pueden prevalecer sobre los del individuo- está, desde 1975, en la Declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial. Con ocasión del aniversario, Gonzalo Herranz ha escrito en Diario Médico (13.IX.2002) el siguiente artículo:



EN 1997, ceremonias y congresos conmemoraron los 50 años del Código de Nuremberg. Se repitió entonces hasta la saciedad que el Código, además de ser el referente jurídico por el que se condenó a los médicos nazis por practicar experimentos inhumanos en los campos de concentración, representó el nacimiento de la ética de la experimentación biomédica. Se ha afirmado que Nuremberg divide la historia en un antes y un después.

No, eso no es cierto. Para el médico que investiga, el Código es, y seguirá siendo, una guía ética, con defectos, como todo lo humano, pero iluminadora y exigente. Eso no impide reconocer que careció de impacto inmediato. Las grandes revistas médicas lo trataron de modo vergonzante. Por más de dos decenios, nadie se acordó de él.

Las bien pensantes asociaciones médicas de entonces decidieron que las diez normas éticas del Código no iban dirigidas a sus miembros, sino a los pérfidos médicos nazis que habían sido ya ajusticiados.

Hace 50 años, pasadas las penurias de la posguerra, la investigación biomédica se encaminaba hacia su "primera edad de oro". Políticos y pueblo estaban convencidos de que, en la segunda guerra mundial, los científicos habían sido tan importantes como los generales. Creían firmemente que la ciencia iba a ganar también las batallas de la paz contra la enfermedad y la pobreza. Los antibióticos curaban infecciones hasta poco antes mortales, los psicofármacos prometían una vida sin ansiedad ni depresiones, se trabajaba ya en el trasplante de órganos. El dinero empezaba a fluir hacia hospitales y laboratorios. El optimismo era general.

Cobayas humanos

Hubo médicos que aprovecharon la coyuntura para actuar como si, en investigación, todo valiera. Incluían en sus ensayos a pacientes sin advertírselo, y los sometían a intervenciones de alto riesgo o a tratamientos temerarios. Consideraban esos médicos que su conducta se justificaba por los resultados esperados de curar y prevenir enfermedades, de extender los conocimientos, de dar brillo social a la ciencia, de cultivar su propio prestigio. Ante la escalada de agresividad, se pudo hablar con fundamento de cobayas humanos.

Pero también hubo médicos que se preocuparon por el sesgo que iban tomando las cosas. Ante la tolerancia de las autoridades sanitarias, de los organismos de investigación, de las universidades y de los mismos colegios de médicos, acudieron al Papa Pío XII para pedirle que se pronunciara sobre los límites morales de la investigación biomédica.

El Papa aceptó la invitación y aprovechó la audiencia concedida a los participantes en el Primer Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso para darles su parecer. Lo hizo justamente el 14 de septiembre de 1952. El Papa dijo que asumía el papel de intérprete de la conciencia moral.

Ante investigadores y médicos, hizo hincapié en tres ideas básicas:
1. Que el investigador no puede abdicar de su responsabilidad ética. "El hombre dentro del médico", les dijo, "en lo que tiene de más serio y de más profundo, no se contenta con examinar sus experimentos desde el punto de vista médico; quiere también ver claro lo que es moralmente lícito." Aunque hoy los investigadores cuentan con la ayuda inestimable de los comités de ética de investigación, no pueden dimitir del deber de analizar éticamente sus proyectos; es decir, no pueden, como hombres, anestesiar o embrutecer su sensibilidad ética.

El individuo, por delante
2. Que los intereses de la ciencia y de la sociedad, del investigador y del propio sujeto no tienen valor absoluto: han de someterse a normas morales superiores.

La ciencia es un gran bien, cuya adquisición es un acto moralmente noble. Pero no es el valor más alto al que hayan de someterse todos los otros valores. El Papa lo muestra con un argumento sencillo, muy humano y profesional, cuando afirma que los derechos personales del paciente a la vida física y espiritual, al respeto de su integridad humana, o a mantener una relación confiada con su médico, son valores que sobrepujan éticamente al interés de la ciencia. Podrán parecernos valores vulgares en comparación con las sofisticadas construcciones de la ciencia, pero sin esos valores comunes no podría haber medicina.

El Papa afirmó que la sociedad es un recurso esencial, querido por la naturaleza y por Dios para humanizarnos. Por ello, el bien común, la salud pública, el bienestar social son valores de altísima calidad. Pero a esos bienes, añadió, no se puede sacrificar a las personas.

Hay una sacralidad individual, superior e intangible, más valiosa que los intereses de la comunidad.


Recordaba Pío XII que los grandes procesos de la postguerra habían mostrado cómo, en nombre y para beneficio de la sociedad y del Estado, el ser humano había sufrido experiencias atroces. Y recordaba que el desprecio de la persona se posesiona del alma del médico cuando éste, con una objetividad tranquila, diseña y realiza experimentos que buscan el beneficio de muchos, pero que vulneran el respeto ético que a toda persona se debe.

El Papa condenó con firmeza el paternalismo duro del investigador:

"El médico no tiene sobre el paciente más poder y derechos que los que éste le conceda".

Sin el consentimiento libre e informado del sujeto, o de quien cuida de él, el investigador no puede tocarle, no es su dueño. Recordó Pío XII que tampoco el sujeto de investigación es dueño absoluto de sí mismo: como administrador del cuerpo y de la vida que ha recibido de Dios, goza de un derecho limitado, aunque exclusivo, de disponer de sí mismo con prudencia y justicia.

No puede conceder a otros más derechos que los que él legítimamente posee: no le es lícito hipotecar su integridad o su libertad en investigaciones médicas que impliquen destrucción, merma o atentado a su dignidad.

La autonomía personal tiene un límite: el marcado por la responsabilidad que compete a cada uno de cuidar de sí, del hombre que a cada uno se nos ha confiado.

No es un freno al progreso

3. Terminaba el Papa su histórico discurso apuntando que podría parecer antipático, incluso incomprensible, señalar límites a la ciencia, aunque fuera en nombre de la ética. Pío XII insistió en que tales límites no eran un freno al progreso, sino el cauce por el que ha de circular la corriente impetuosa del pensamiento y la acción. La ética pone límites a la ciencia para incrementar su fuerza, su utilidad y su eficacia; para evitar que se desborde, anegue y destruya. La ética, terminaba diciendo el Papa, ha contribuido a todo lo mejor y más hermoso que el hombre ha producido.

El discurso, que figura por derecho propio en las antologías de ética de la investigación biomédica, ha sido citado en muchos libros y artículos. El núcleo de su mensaje -nunca los intereses de la ciencia o de la sociedad pueden prevalecer sobre los del individuo- está, desde 1975, en la Declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial.

El discurso del 14 de septiembre de 1952 se mantiene vivo, fresco y actual.



(*) Gonzalo Herranz Rodríguez, Profesor de Ética Médica y Director del Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra. Nacido en Porriño, Pontevedra, el 27 de enero de 1931. Estudios de Medicina en Santiago de Compostela y Barcelona. Formación posgraduada en Barcelona, Tübingen y Bonn. Catedrático (1970-1986), de Histología y Anatomía Patológica (Universidades de Oviedo y Navarra). Decano de la Facultad de Medicina, Universidad de Navarra (1974-1978). Profesor Ordinario de Ética Médica, desde 1987. Director del Departamento de Bioética (1987-1998) y de Humanidades Biomédicas (1999-), Universidad de Navarra.

Presidente (1984 a 1995) y Secretario (1995-) de la Comisión Central de Deontología de la Organización Médica Colegial de España. Vicepresidente de la Comisión de Ética del Comité Permanente de los Médicos de la Comunidad Europea (1986-1988) y (1988-). Vicepresidente de la Federación Mundial de Médicos que respetan la vida humana (1986-1992). Consultor de la Congregación vaticana para la Educación Católica (1989-). Académico y Miembro del Consejo Directivo de la Academia Pontifica para la Vida (1994). Miembro del Comité Internacional de Bioética, de la UNESCO (1996-1998). Vocal de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida (1997-). Miembro del Consejo Asesor Nacional del Instituto de Bioética, Fundación de Ciencias de la Salud (1999-). Premio Médico Humanista del Año de España (1995).

Experto en diferentes ocasiones (1986, 1987, 1989, 1991) ante el Parlamento Europeo (Bruselas y Estrasburgo), la Comisión de la Comunidad Europea (Programa AIM, 1989, 1990) y ante el Congreso de los Diputados de España (1995). Miembro del Grupo de Trabajo que redactó los Principios de Ética Europea de la Conferencia Internacional de Ordenes Médicas (1986-1987).

Ha publicado 65 artículos sobre diferentes áreas de la Patología y otros 75 sobre cuestiones de Bioética y Deontología médica. Autor de unos Comentarios al Código de Deontología médica (3 ediciones).

Ha sido invitado a pronunciar conferencias en Universidades y Asociaciones médicas de España, Alemania, Argentina, Bélgica, Brasil, Chile, Colombia, Filipinas, Francia, Holanda, Irlanda, Italia, Méjico, Perú, Portugal y Suiza. Ha participado en Congresos o Simposios sobre Ética médica en Atenas, Barcelona, BeerSheba, Bellagio, Bogotá, Bolonia, Buenos Aires, Bruselas, Colonia, Dublín, Freiburg i Br, Ginebra, Ciudad de Guatemala, Lugano, Lisboa, Madrid, Madeira, Manila, Ciudad de Méjico, Milán, Nueva York, Ostende, Palma, París, Porto, Reykjavik, Roma, Santiago de Chile, Valencia, Vicenza y Washington.

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