La eliminación de las vidas inútiles

Reflexiones sobre la eutanasia

Por Antonio Ruiz Retegui (*)

La cuestión de la eutanasia parece a primera vista un cuerpo extraño en un mundo y en una civilización amante de la vida. Se le llama eutanasia para suavizar lingüísticamente lo que todo el mundo reconoce como matar a una persona, aunque la persona esté en un situación muy dolorosa, precaria, molesta o simplemente inútil. Como sucede siempre que se trata de las cosas más importantes, tras las posturas prácticas se encuentran visiones de fondo de la persona y aun del mundo.

La violenta eliminación de las vidas molestas o inútiles no es un episodio aislado en nuestro mundo, sino una consecuencia que, a pesar de la repugnancia natural, logra imponerse como resultado de la lógica interna de la visión del mundo que nos configura.

Evidentemente, la actuación de esta lógica ha de derivar sus consecuencias de modo que desplacen a otra visión del mundo, a otras actitudes respecto a los valores fundamentales de la vida humana. Parece que si no se hace una revisión de fondo de los presupuestos va a ser muy difícil impedir que se imponga lo que no es más que su consecuencia lógica. Aunque también podría ser que la monstruosidad de la consecuencia sea la que provoque la revisión y el rechazo de aquellos presupuestos.

En la cuestión de la eutanasia hay implicadas muchas cosas, la más directa e importante de las cuales es la propia visión de la vida humana. La expresión "vida" para referirse a la persona humana está lejos de ser unívoca. Aunque pueda hablarse de vida orgánica, y de funcionamiento fisiológico de los organismos vivos, el contenido más significativo y pleno de la noción de vida está en las dimensiones de trascendencia. Una abundante y fina fenomenología ha ofrecido en la últimas décadas descripciones de la vida, en sus diversas formas, en términos de relación con el mundo o con el medio. En este ámbito, etólogos muy poco interesados en mostrar la diferencia específica de la conducta humana respecto de la conducta animal, han ofrecido estudios muy significativos sobre la peculiaridad de la conducta humana como comportamiento que eleva las cosas del mundo con las que trata a la categoría de "objetos", de seres, que se consideran como siendo en sí mismas, ob-iectum, como opuestas y distintas del sujeto personal que las considera.

Por esto, la vida puede definirse en su sentido más significativo por su relación a esos "objetos". La vida no es separable de sus contenidos, es decir, de la relación con los seres que constituyen el ámbito en el que la vida tiene lugar.

Distintos niveles de intensidad vital

Por supuesto que es condición imprescindible que exista un organismo con ciertas características para que esas relaciones puedan darse, pero la vida se define mejor por sus contenidos intencionales que por
sus órganos materiales. Definir la vida por sus contenidos intencionales implica reconocer que la vida puede tener niveles muy distintos de intensidad. Para alcanzar los objetos en puridad es preciso una actividad muy intensa que haga que el ser que vive esté particularmente despierto. Cuanta más calidad ontológica tenga el objeto en cuestión, más intensa ha de ser la actividad de la vida que a él se refiera. Por esto la calidad de la vida humana se ha podido expresar en términos de sueño o de vigilia.

Vista la vida desde su dimensión intencional, es decir, desde su contenido, se está abocado a considerar la actividad propia del ser vivo como acción inmanente y libre, y también a considerar diferencias en la calidad de vida según la afinidad de ser con los objetos. Esto significa considerar la virtud como perfección de la vida en cuanto que dispone al sujeto vivo respecto a los posibles objetos-contenido de su vida (proyectos, valores, objetivos, ideales). Es decir, esto conduce a considerar la naturaleza humana como finalizada, que se perfecciona más con unos contenidos y se perfecciona menos o incluso se daña con otros.

Como sabemos, esta visión implica el reconocimiento de naturalezas, finalidades, virtudes, libertad, etc. El proyecto intelectual de la modernidad se caracteriza por su negativa a pagar ese precio y, por tanto, por su negativa a considerar a la persona desde la perspectiva que hemos expuesto brevemente. El giro que lleva a cabo la nueva visión es no considerar la vida desde sus contenidos intencionales, sino desde las afecciones subjetivas que esos supuestos contenidos intencionales le causa. En este modo de ver se intenta hacer una separación nítida -errada y peligrosa- entre la afección del sujeto y el objeto correspondiente. [...]

Si no obstante se pretende esa separación, se hace en el presupuesto de que el estado subjetivo del viviente es causado por un determinado objeto que es, en principio, separable de él: se podrían disponer las cosas químicamente de modo que se provocara el mismo efecto subjetivo. Parece que al primer derivado del ácido barbitúrico que tenía efectos sedantes e hipnóticos se le puso el nombre de "veronal" porque tenía un efecto tan grato que el que lo tomaba se encontraba tan bien como si estuviera en Verona. Es exactamente lo que venimos diciendo: la contemplación de Verona sería la causa eficiente de un efecto, un estado en la persona que puede ser provocado químicamente a través del veronal. Las consecuencias de este cambio de perspectiva en la consideración de los diversos estados en que se puede encontrar la vida humana son difíciles de sobrevalorar.

Las virtudes, sustituidas por las grageas

La primera de ellas es que potencialmente todos los estados de la persona se consideran dominables técnicamente. El hombre ya no es considerado como un ser capaz de relacionarse con los demás y por tanto posible sujeto de alegrías y dolores según reciba amor, amistad, traiciones... sino como un organismo sobre el que se puede intervenir. La alegría, el amor, la felicidad... ya no serán fines que han de ser buscados con el atento y esforzado ejercicio de la libertad, e incluso con la ayuda de la fortuna en el acontecer de las circunstancias. Ahora, con el cambio de perspectiva, han pasado a ser estados neurofisiológicos que, en principio, son dominables técnicamente. Ante los reveses o las desgracias de la vida ya no se pensará que hay que saber sufrir con paciencia y fortaleza, sino que hay que acudir al técnico farmacológico para que dé analgésicos o sedantes. Las virtudes han sido sustituidas por las grageas. Sólo desde esta perspectiva puede entenderse la declaración de la Organización Mundial de la Salud según la cual la salud a la que todos los hombres tienen -químicamente- derecho incluye el "total bienestar físico, intelectual o social", es decir, psíquico, afectivo, espiritual.

Esta perspectiva tiende a subsumir todas las dimensiones de la vida humana en la dimensión fisiológica, es decir, contempla todas las dimensiones de la vida desde la exclusiva perspectiva de la causalidad material. Esto quiere decir que se tiende a producir una identificación total entre el hombre y su cuerpo, y entre el cuerpo y su funcionamiento fisiológico. Entonces la vida humana se identifica con el funcionamiento corporal, mientras que las dimensiones intencionales o trascendentes quedan reducidas a la condición de epifenómenos de la realidad biológica fundamental.

La "abolición del hombre"

La actitud concorde con esta perspectiva es la de eliminar cualquier tipo de experiencia humana que conduzca a plantearse el problema de la trascendencia. Quizá la situación humana que más directa y universalmente conduce a plantearse el problema de la trascendencia es la proximidad de la muerte. Por lo tanto esa situación ha de ser evitada. La perspectiva de la muerte ha de ser enervada, privada de su aguijón.

En esta perspectiva es donde se sitúa la eutanasia. Si la irrupción de la muerte no puede evitarse, queda aún un medio para dominarla, para impedir que irrumpa con su dominio arrebatador. Se le puede cerrar la puerta provocando, antes de que llegue la muerte dominadora, la muerte no necesaria (cfr. J. Ratzinger, Escatología).
No se trata de un simple hedonismo, ni de un vitalismo orgánico. Éstas son algunas de sus manifestaciones solamente. La mentalidad eutanásica es la muestra más patente de que el hombre no está dispuesto a aceptar otros significados en el mundo aparte de los que él ponga. Como expresó magistralmente C. S. Lewis hace casi medio siglo, este proyecto se presentó al principio bajo el aspecto de un dominio sin precedentes sobre la naturaleza, pero escondía un contenido terrorífico de dominio del hombre sobre el propio hombre, en el cual dominio latía a su vez simple y llanamente la abolición del hombre.

La defensa de la eutanasia equivale a la defensa del suicidio. Ciertamente esta denominación, tan propia de todos los sistemas hedonistas, aún no se ha manifestado en plenitud, pero su contenido es inequívoco y, aunque por ahora resulta chocante, está ya en la lógica dominante. Es lógico que en esta situación de confusión sobre cuestiones fundamentales referentes a la vida humana, el quinto mandamiento del Decálogo -que es el que ordena el cuidado de la vida del hombre- sea objeto de interpretaciones controvertidas y que sea invocado a la vez desde posturas opuestas.

En la base de esas confusiones está la confusión radical entre vida de la persona y su vida biológica. Confusión que es resultado del abandono de la perspectiva intencional en la consideración del hombre y de sustitución por la perspectiva de los estados subjetivos. Esto equivale a considerar exclusivamente al hombre desde la causalidad material, y consecuentemente a perder los aspectos en que en el complejo ser humano se da el "exceso de forma". Por este "exceso de forma" que tiene lugar en el hombre, la perspectiva desde la causa material es más peligrosamente reduccionista. Ciertamente el tratamiento desde la causalidad material es legítimo: éste es precisamente el tratamiento de la ciencia. Pero entonces conviene recordar que en la tradición universal, y especialmente en la occidental, encontramos ejemplos notables de cómo se protegía la dignidad total del ser humano precisamente cuando era más patente que se lo estaba tratando desde su corporalidad material. Estos ejemplos a que me reitero son la dignidad que rodeó hasta hace muy poco la figura del médico, el peculiar sentido del honor que se desarrollaba entre los militares y el ritual que algunas veces rodeó el cumplimiento de la pena capital.

El riesgo de confundir "médico" y "científico"

El médico, especialmente en el tiempo posterior al desarrollo científico de la medicina, tiene una actividad propia que incide directamente sobre la corporalidad. La medicina farmacológica o quirúrgica trata sobre todo con el cuerpo humano como sistema bioquímico. Por esto se consideraba particularmente propio del médico un especial desarrollo del sentido de la persona. "No existen enfermedades, sino enfermos". A quienes trataban a la persona por su corporalidad se les pedía que tuvieran especialmente despierto el sentido de la persona en su totalidad, para que de ese modo superasen el riesgo de reduccionismo que tiende a imponer su método. Pero si el médico privilegia su actividad científico-positiva -su competencia técnica- de modo que arrase sus preocupaciones humanistas, aumentará su capacidad de dominio, pero dejará de ser médico y pasará a ser un técnico, poseedor de habilidades ambiguas, indiferentes, que pueden usarse para la finalidad que se decida. La medicina así quedará gravemente dañada, pues no decae de una situación de nobleza a una situación indiferente. La transformación del médico en un científico es altamente peligrosa, pues desde la nueva perspectiva la tendencia será ver en el enfermo no una persona que sufre, sino "un caso" concreto dentro del conjunto del progreso de una ciencia experimental. Como ha señalado Spaemann, el lugar propio del médico está entre el brujo o hechicero - que, podríamos decir, pretende actuar casi exclusivamente desde la causalidad formal-, y el científico - que sólo considera la materialidad -. Si no debe confundirse con el brujo, tampoco debe confundirse con el científico: con ambos debe guardar cuidadosamente la distancia. Y lógicamente la mentalidad actual le impulsa enérgicamente a guardar la distancia con el primero, mientras le impulsa a confundirse con el segundo.

Modos históricos de enfatizar la dignidad de la persona conducida a la muerte

La milicia es otro ámbito en el que, por razón distinta, se trata a la persona desde una consideración material. La guerra se basa en la violencia y la violencia es mecánica. La actuación propia del militar en su ámbito propio es una actuación mecánica, y él mismo se expone a ser tratado mecánicamente, es decir, desde la más nítida materialidad. Quizá por esto la convicción de que la persona es más que su propia corporalidad material afectable por la barra de acero afilada como la espada o por el trozo de metal con gran cantidad de movimiento, tendió a expresarse por medio de un fuerte desarrollo del sentido del honor peculiar propio de los militares. La vistosidad y riqueza de los uniformes y ceremonias militares tiene más que ver con este sentido de la dignidad y del honor de las personas que se instrumentalizan mecánicamente por su corporalidad que con la necesaria homogeneidad de aspecto del ejército. Resulta significativo que cuando el desarrollo de la técnica ha encubierto más a la persona del guerrero, haciendo casi desaparecer el brillo de las virtudes heroicas, en las representaciones futuristas de guerras estelares de ciencia ficción, aparecen personajes en los que se da una curiosa mezcla de las tecnologías más sofisticadas, futuristas e incluso irreales, con aspectos que parecen retrotraerse a los de los héroes de la guerra de Troya: parecen personajes de las guerras antiguas con armas ambiguas, espadas de rayos mortales, lanzas de láser, etc., etc., incluso naves espaciales con aspecto de caballos, dragones o animales mitológicos o de las sagas clásicas.

Aunque pueda parecer más polémico o difícil de aceptar, aludiré también a algunos rituales de ejecución de la pena capital. Hay aún gran contraste entre los sistemas modernos de ejecutar la pena de muerte y ciertos sistemas antiguos. En algunos casos de siglos pasados se realizaba de modo que el reo de ninguna forma era despojado de su dignidad personal. Más aún, como su corporalidad iba a ser máximamente vulnerada, se pretendía afirmar con el mismo énfasis la dignidad y el honor de quien iba a morir. En ocasiones esto suponía un riesgo grave de aumentar la dificultad de ejecución y consiguientemente el dolor, como era el caso de la decapitación de la cabeza erguida con golpe de espada: era muy posible que el golpe fallara, haciendo más torturante y difícil la ejecución. También la decapitación en el tajo por golpe de hacha estaba a veces rodeada de un ritual entre el verdugo y el reo (petición de perdón por parte del verdugo, entrega de unas monedas por parte del reo para que realizara limpiamente su trabajo) que mostraba que el que iba a ser decapitado sería despojado de su vida física, pero no de su dignidad, ni de su honor. Por esto puede decirse que en esos casos no se violaba el valor humano que el quinto mandamiento protege.

Lógicamente, cuando se desemboca en la identificación sin residuos entre vida humana y vida física, todas esas ceremonias y rituales resultan ridículos y macabros, la pena de muerte o es abolida o se lleva a cabo de modo técnicamente seguro y poco doloroso. No es casual que en la revolución más típica del racionalismo moderno, la Revolución Francesa, la pena capital, ampliamente ejecutada, se realizara con un medio que, siendo equivalente al hacha, le añadiera un cepo para asegurar mecánicamente el golpe. Pero entonces ya no se trata de lo mismo que se hacía antiguamente: entonces se trataba de vida humana, de honor, dignidad, etc.; ahora parece tratarse más bien de eliminar completamente un elemento discordante o dañino: se pretenderá no hacerle daño, pero tampoco se trata de salvar nada de él, ni de su honor, ni de su dignidad. Algunas ejecuciones actuales o recientes tienen más parecido con el sacrificio de los animales que con las ejecuciones antiguas a las que me he referido.

Superar la modernidad, contemplar el valor absoluto de la persona

Me parece que, en este tiempo de lógica eutanásica, el mundo podría aprender mucho de muchos pueblos antiguos, e incluso, por paradójico que pueda parecer, del modo como en algunos casos ejecutaban la pena de muerte.

En cualquier caso, sea la que sea la importancia que se le quiera dar a estos ejemplos, es especialmente importante que el valor absoluto de la persona, su dignidad sean especialmente contemplados y afirmados cuando se la va a tratar de un modo particularmente parcial. Pero a la vez, es necesario decir que esa afirmación enfática de la dignidad de la persona no basta en un mundo en el que se reduce a una perspectiva exclusivista desde la causalidad material. En la medida en que esta perspectiva se va imponiendo de modo más total y exclusivo, la afirmación de la dignidad, por enfática que sea, resulta gratuita, injustificada y totalmente vulnerables, es decir, abocada a la afirmación de M. Foucault cuando decía que "el hombre es un invento del siglo XVIII".

Nuestro tiempo requiere una superación decidida de la angostura del proyecto intelectual de la modernidad, requiere que levante la cabeza de la pura perspectiva de la causalidad material, del matematicismo, y descubra las formas, el exceso de forma que hay en el existente humano, su hermosura, su vinculación con lo Absoluto, con lo Metafísico, y que vuelva a reconocer que es esa vinculación el fundamento de su belleza, de su gracia. Entonces, a la pregunta "¿cómo le gustaría morir?" ya no se responderá: "de repente", sino "me gustaría hacer el último tramo de mi vida con plena conciencia y en gracia de Dios". Entonces volverá a resonar, plena de sentido, la plegaria "De la muerte repentina e insospechada, líbranos, Señor".



(*)Antonio Ruíz Retegui es físico y doctor en Teología
Artículo publicado en la revista Atlántida de enero/marzo 1991, p 56 s
Editado en este sitio el 7.IV.2002

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