III (n. 10) Preparando el reconocimiento del padre: segunda semana de vida

Por Natalia López Moratalla

 

1. La anidación en el útero materno
2. Simbiosis con la madre: ni parte de ella, ni injerto extraño

 

1. La anidación en el útero materno

En los cuatro o cinco primeros días de vida, mientras el embrión, blastocisto, se mueve a lo largo del oviducto hacia el útero, se expande dentro de la zona pelúcida. Durante esta etapa, la zona pelúcida evita que el blastocisto se adhiera a la pared del oviducto. Cuando el embrión llega al útero, debe “eclosionar” de la zona de modo de poder adherirse a la pared uterina. La implantación del blastocisto humano comienza hacia finales de la primera semana y se completa hacia el final de la segunda semana. Aproximadamente 6 días después de la fecundación (día 20 de un ciclo menstrual de 28 días), el blasocisto se adhiere al epitelio endometrial, generalmente a través del polo embrionario, el polo que contiene la masa celular interna.

Tan pronto como se adhiere al epitelio endometrial, el trofoblasto comienza a proliferar rápidamente y se diferencia gradualmente en dos capas. A continuación, y también aproximadamente en el día 6, unas extensiones del trofoblasto se extienden a través del epitelio del endometrio e invaden el tejido materno. Hacia finales de la primera semana, el blastocisto está implantado superficialmente en la capa compacta de endometrio y obtiene su nutrición de los tejidos maternos erosionados: las células del estroma materno que se encuentran alrededor del sitio de la implantación se cargan de glucógeno y de lípidos.

El embrión comienza a producir una hormona (la gonadotrofina coriónica humana, hCG) que entra a la circulación materna. Esta hormona mantiene la actividad del ovario durante la gestación y constituye la base de los tests de embarazo.

El embrión de 10 días está totalmente embebido en el endometrio. El final de la segunda semana (días 13 y 14) se caracteriza por la aparición de las vellosidades coriónicas primarias, la primera etapa en el desarrollo de la placenta.

Terminada la anidación las células de la masa interna se han organizado como disco embrionario bilaminar. La siguiente etapa, conocida como gastrulación transforma con una segunda diferenciación celular el disco embrionario en trilaminar. A partir de las células de estas tres capas embrionarias se formaran todos los órganos y tejidos.

La figura (tomada de www.visembryo.com) muestra de forma esquemática las dos primeras semana de vida del embrión: en la primera semana se constituye en blastocisto y comienza a anidar en el útero, y en la segunda semana mientras sigue desarrollándose hasta gástrula se embebe por completo en el endometrio materno.

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2. Simbiosis con la madre: ni parte de ella, ni injerto extraño

La relación, o dialogo molecular, madre-hijo tiene un carácter de simbiosis. Efectivamente, diversos datos acerca de la tolerancia fetomaternal han mostrado que el embrión al implantarse establece una simbiosis. Ni se comporta como injerto, ni es una parte del cuerpo materno.

Puesto que todos los seres humanos difieren entre sí y llevan “etiquetas” que los individualizan, los órganos transplantados de una persona a otra son rechazados, a no ser que se amordace el sistema de reconocimiento de lo propio, el sistema inmunitario. El cigoto es la célula originaria en la cual la mitad de los “marcadores de lo propio” provienen del padre, y la otra mitad de la madre. El huevo fecundado y la placenta son “mitad” extraños al organismo materno.

En ciertos casos de procreación médicamente asistida, el embrión procede de la fecundación de un ovocito y de un espermio proveniente de donantes: él es totalmente extraño a la madre que lo lleva y puede ser rechazado.

Además, mientras que sin un tratamiento inmunosupresivo apropiado, los transplantes de órgano entre donantes y receptores incompatibles acaban en un rechazo cada vez más fuerte, de una gestación a otra, las placentas son cada vez mejor toleradas y (cada vez de mayor tamaño); los embarazos sucesivos favorecen una tolerancia inmunitaria de la madre cada vez mayor hacia los tejidos paternos. Más aún, rechazan todo injerto de órganos, incluidos aquellos procedentes de tejidos de su propio feto.

Hoy se sabe que toda una red de sustancias inhibitorias actúan localmente para mantener la tolerancia inmunológica de la madre para el niño que gesta. Para un inmunólogo “clásico”, el feto no es rechazado porque no existen marcadores de lo propio (antígenos de histocompatibilidad, HLA) en la superficie de las células que separan la madre del feto, es decir, en la superficie del trofoblasto, las células de la capa más externa de la placenta. Aunque esta hipótesis no es correcta, sin embargo, la teoría de una barrera neutra entre la madre y el feto es parcialmente verdadera.

En efecto, existe en la placenta una zona en contacto con la sangre materna en la que el trofoblasto, que forma la primera línea de separación de las vellosidades de la placenta y de la sangre materna, que no expresa ningún antígeno de histocompatibilidad, pero eso no es todo. La placenta segrega factores inmunosupresores específicos, entre ellos una proteína llamada HLA G soluble, que es capaz de inhibir los linfocitos T incluso después de la activación de sus receptores, provocando hasta su eliminación.

3. Presentación de los antígenos del padre

Este marcador HLA G, en la superficie del trofoblasto, presenta al sistema inmunitario de la madre, lo que en el embrión es del padre; y de esta forma el embrión es tolerado por la madre, a pesar de que tiene antígenos que pertenecen a su padre, gracias a toda una red de sustancias que inhiben localmente el sistema inmunitario, y que se sintetizan tras la presentación.

Los linfocitos B que producen anticuerpos contra estos antígenos “extraños”. Pero las moléculas liberadas por la placenta inhiben estos anticuerpos potencialmente peligrosos.

De igual forma, los linfocitos T citotóxicos y las células asesinas naturales deberían ser activadas por la presencia de moléculas heredadas del padre. De nuevo, factores inmunosupresores segregados por la placenta y por el útero inactivan las células que podrían amenazar al feto.

Por tanto, en buena medida es la HLA-G “la” molécula del mantenimiento del embarazo permitiendo al embrión vivir en una autentica simbiosis con la madre. Pero no es la única. El troflobasto humano expresa también HLA-C. Y existe un autentica “red local de citoquinas”. De hecho, el embrión y la placenta se encuentran inmersas en una multidud de citoquinas segregadas por la madre, o por el trofoblasto (la “piel” del embrión), como puede verse en la figura (tomada de Temas 25. Investigación y Ciencia, 2001).


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En las primeras etapas de vida, el embrión comienza a ayudar a la madre a tolerar lo que por pertenecer al padre lleva de diferente: un dialogo programado y muy elaborado, que “plantea cuestiones y respuestas moleculares”, se instaura entre la madre y el embrión, que prologa otros diálogos que se establecen desde el principio entre la madre y su hijo. La aceptación para gestar el hijo pasa por este dialogo “tolerante” desde el momento de las primeras fases de la vida.

Bibliografía :
Chenguang Xu, et al “A critical Role for Murine Complement regulator Crry in fetomaternal tolerance “ Science vol. 287 , 2000, pag. 498-501.
Guleria I y Pollard, J.D. “ The trophoblast is a component of the immune system during pregnancy” Nature Medicine 6, 2000, 589-593.
Le-Bouteiller, P “The funcionality of HLA-G is emergging” Immunol Rev. 1999, 167233-44.

Gentileza de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL