¿Qué es un maestro?
Por
Javier Aranguren
En "Lo que pesa el humo", Ediciones Rialp, Madrid 2001.
Recuerdo al profesor Keating (Cf. La película de P. Weir,
"El club de los poetas muertos", USA, 1990.) mandando arrancar una
,pedante página de un libro pedante de literatura en la que se trataba de
reducir la poética a física o ingeniería. Por aquel entonces la suya me
pareció una actitud admirable: con lo que me han aburrido siempre las
técnicas, las definiciones y el encorsetamiento de lo académico, ¡a qué
esperamos para vivir la poesía, en vez de limitarnos a definirla!
Ya he hablado de ese grupo de amigos que leíamos a Eliot: nos hubiera
encantado también emborracharnos con la elegancia triste de Sebastián Flyte
(Uno de los protagonistas de la película "Retorno a Brideshead), pero
nuestro bolsillo y un poco de prudencia nos evitó -literalmente- ese trago.
Con Keating, casi al unísono, quise arrancar hojas y hojas que quedaban en mi
cabeza como recuerdos semi-traumáticos de los rutinarios años de colegio, de
los grises momentos que deparaba la vida universitaria, con tantas clases,
libros de estudiantes de derecho y la lluvia.
Pero en realidad todo era mentira: en una película de apenas dos horas de
duración, que además tiene que terminar de modo más o menos dramático
(«¡Oh, Capitán, mi Capitán!», gritan, y todos a soltar la lagrimilla),
necesitando de una muerte por suicidio para conseguir la catarsis (acción en
la que Weir peca de irresponsable y por la que tantos adolescentes tiemblan de
emoción ante lo que llegan a creer que es un acto auténtico y valiente), no
me parece que dé tiempo ni para reflejar la realidad de la educación ni para
caer en la cuenta de lo difícil de la meta.
Y ésta es el juego de equilibrio de profesores más o menos motivados, que
combinan su docencia con horas de investigación y con tareas tan grises como
la corrección de ejercicios, los días de tormenta, las noches en vela por
los niños o por el nervio, tantas cosas. Enseñar implica la repetición de
una lección al siguiente grupo, con la consiguiente dificultad de vivir el
descubrimiento de la verdad como si fuera, otra vez, una experiencia nueva.
Quizás el primer día puedes arrancar las páginas del libro, ahora bien,
¿al siguiente qué haces?, ¿contarles tus noviazgos?, ¿ir de aventurero? Y
hay que saber que los alumnos cabales -quitando a tres o cuatro pobres que
suspiran- aman lo serio, desean aprender, saben que lo que buscan no es la
experiencia subjetiva de un profesor iluminado, sino la luz sincera de una
cosa que se llama verdad y que ha de servirles de sendero hasta que la muerte
los separe de esta vida.
El Club de los Poetas Muertos no nos cuenta nada del Keating resfriado, del
aburrido, del que creía tener inspiración y se da cuenta de que en esa
jornada los chicos no enganchan con él, del que está quizás quemado porque
su jefe le ha tratado mal, o del que se pregunta cómo llenar su vida con un
amor más estable que los alumnos, ya que cada año desaparecen todos,
dejándole de nuevo entre las manos a un grupo de desconocidos que no saben
nada y a los que se tendrá que ganar intelectual y humanamente.
Los verdaderos Maestros no son los actores, expertos en convertir las
lecciones en teatros de guiñol, que confunden enseñar con distraer y que no
exigen, movidos por el miedo de que pierdan una relación tan interesada como
débil. Tampoco lo son los hombres rancios, que ven en el alumno un obstáculo
inevitable entre él y sus amados y solitarios libros, y que convierten las
lecciones en un castigo para ellos mismos y para sus oyentes. Aquellos que
saben meter ilusión, y que no renuncian a la exigencia porque aman más la
verdad que el aplauso, esos sí que se acercan a mi ideal. Ahora bien, saben
que -como toda utopía- ese sueño armónico entre la verdad, el esfuerzo, el
entusiasmo y el cariño no siempre se realiza.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL