Los sueños del que enseña
Por
Javier Aranguren
En "Lo que pesa el humo", Ediciones Rialp, Madrid 2001.
Cuando mis amigos me preguntan por qué hago lo que hago (dar
clases, y de filosofía, y tratando de motivar a alguien aunque muchos te
miran como si no fueras otra cosa que una molestia que se supera en junio o en
septiembre, poco más; algo que se olvida, al igual que nadie recuerda dónde
arrojó los billetes del autobús que tomó para la cita del sábado, o el
nombre de las compañeras de pupitre que reían junto a ella en los primeros
años de escuela); cuando me preguntan por qué me dedico a esto, yo me quedo
un instante parado y pienso en mis alumnos. Ellos son el motivo.
No me importa tanto el sueldo (pobre pero honrado, y suficiente para seguir
viviendo), ni el prestigio social (queda decorativo presumir de amigo
universitario, capaz de hablar de las cosas que pasaron en Camboya, o de cine,
o de libros y poemas), sino que lo que me motiva es el encuentro con caras que
miran ávidas cuando hablo (aunque, al mismo tiempo siempre haya un
desaprensivo que bosteza), mostrando un sincero deseo de ver un poco de luz o
-lo que resulta más difícil- dando a entender con su actitud que se dan
cuenta de que tratas de un problema real, y que te importa esa cuestión y que
te interesa que lo entiendan.
Carlos hace un comentario a la contra, pero siempre con respeto, y me pide
consejo y me presta libros. Iranzu levanta la mano, pienso que del mismo modo
en que los cruzados alzarían sus espadas antes de entrar en combate,
dispuesta a hacerme una pregunta imprevisible, como si su palabra fuera un
diestro mandoble, y provoca en mí un miedo alegre. Alaitz mira desde el fondo
del aula, dispuesta a que cuente más cosas y a que aclare alguna de las
perplejidades que les planteo, cosa que yo cortésmente deniego provocando un
refunfuño, y José María se queda preocupado cuando me escucha hablar de
cretinos y de pobreza; Cristina nos da su buen criterio desde su pasión por
lo correcto (siempre con el comentario fresco y optimista, maestra en eso de
vivir) al tiempo que Lucía reparte ánimos, riendo al llegar tarde de nuevo
con su aire de inocencia, y algunas personas asienten silenciosas durante todo
un curso, pasando todo lo que puedes decir por el filtro de su bic, para
deslumbrarte después al escribir lo que tú creías que sería un rutinario
examen.
Los alumnos son la savia de la que se nutre un profesor: trasmitir, dialogar,
relacionarse, establecer una unión que sólo se puede llevar a cabo en
confianza. Lo malo es que a veces ellos no lo saben, y nosotros tampoco.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL