Inteligencia y afecto. Notas para una paideia cristiana
Lección inaugural del Emmo. y Rvm. Sr. Cardenal Paul Poupard, Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, Universidad Católica San Antonio, Murcia (España), 22 De Noviembre De 2001.
Sumario:
INTRODUCCIÓN
I. LA VOCACIÓN DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA LA LUZ DE LA INTELIGENCIA ELOGIO
DE LA RAZÓN VERDAD Y TOLERANCIA
II. ALGUNAS EXIGENCIAS DE LA DIAKONÍA DE LA VERDAD
III. LA EDUCACIÓN DEL CORAZÓN ENSEÑAR A AMAR LOS LUGARES DE LA PEDAGOGÍA
DEL AMOR LA VERDAD Y EL AMOR CONCLUSIÓN
INTRODUCCIÓN
«Escribir un poema después de Auschwitz es algo bárbaro». Así se
expresaba Theodor W. Adorno, uno de los padres de la Escuela de Frankfurt,
para indicar la inutilidad de todo esfuerzo racional o estético tras una
tragedia de dimensiones tales como la Shoah. Escribir un poema o hacer
filosofía parecerían un sarcástico desprecio a la memoria de las víctimas
del genocidio o, simplemente, una tarea absurda después del colosal
sinsentido de la razón que fue el Holocausto.
De la misma manera, podríamos preguntarnos nosotros si tiene realmente
sentido hoy, apenas dos meses después de otra tragedia que ha sacudido a la
humanidad, inaugurar el curso Académico en la Universidad Católica San
Antonio con una solemne disertación académica acerca de principios
educativos. Estas disquisiciones lejanas de la realidad cotidiana, ¿no
constituirán también un ultraje a la memoria de los muertos en el atentado
contra las Torres Gemelas de Nueva York? ¿Hay lugar para un discurso racional
ante lo que parece la victoria suprema de la irracionalidad, del absurdo y del
sinsentido?
La respuesta es sí, rotundamente. Yo estaría traicionando hoy mi vocación
si renunciara a hablar en esta hora triste de la humanidad, si—como dice el
reciente Premio Príncipe de Asturias George Steiner— renunciase a usar la
palabra humana para tratar de expresar el horror que excede la razón. El
cristiano es el hombre del Logos, la Palabra encarnada, por medio de la cual
todas las cosas han sido hechas (Jn 1,3), aquélla que da consistencia a todo
lo que existe (Col 1,17). Una palabra que es también, al mismo tiempo,
palabra de la cruz, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles,
pero para nosotros, los creyentes, fuerza de Dios y Sabiduría de Dios (1Co
1,24), capaz de iluminar aun la tinieblas más profundas de la muerte.
Es precisamente la gravedad de la hora presente la que impone con
perentoriedad reflexionar acerca de los fundamentos. Aplicarse con esfuerzo a
una búsqueda de racionalidad constituye el mejor homenaje a la memoria de las
víctimas.
LA VOCACIÓN DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA
Decía Chesterton que uno de los males de nuestro tiempo consiste precisamente
en el hecho de que cuando las cosas van mal, recurrimos al experto3. El
experto es la persona que sabe cómo funcionan las cosas y es capaz, por
tanto, de mejorar su eficiencia y rendimiento. Pero en una situación grave,
lo que necesitamos no es preguntar el cómo, sino el porqué y tener el coraje
de plantear grandes preguntas que afectan a los fines y no a los medios. En
una situación excepcional, lo que hace falta es el hombre poco práctico, el
contemplativo, aquel que se ha dedicado a considerar el porqué y el para qué
de las cosas. Haber olvidado esta regla fundamental, invirtiendo la relación
entre medios y fines es lo que denuncia con vigor Paul Ricoeur cuando habla de
la hipertrofia de los medios y la atrofia de los fines que caracteriza nuestra
sociedad. Nadie se pregunta por qué o para qué existen las cosas, mientras
que los medios para satisfacer las necesidades inmediatas o remotas crecen
exponencialmente en cantidad y calidad.
En el momento presente, una Universidad Católica que quiera ser fiel a su
vocación, no ha de preguntarse sólo cómo ha de hacer para mejorar el
rendimiento, aumentar su cuota de mercado, captar nuevos alumnos y conseguir
mejores resultados en la incorporación al mercado de trabajo. Este es el
trabajo del experto, del hombre de los medios. La vocación de la Universidad,
sin embargo, contempla los fines. Y es sobre estos acerca de lo que quisiera
hablaros hoy.
Quisiera evocar a este propósito unas palabras iluminadoras de las que fui
testigo de excepción. Se trata de uno de los momentos más significativos de
mi experiencia en el mundo de la cultura y de las instituciones de
investigación y de enseñanza. Era el uno de junio de 1980. Como Rector del
Instituto Católico de París, me correspondió el singular honor de acoger a
Juan Pablo II, el primer Papa que visitaba esa institución, heredera de la
tradición espiritual del Colegio fundado por Jean Sorbonne, cuyo centenario
celebramos este año, en donde enseñaron santo Tomás de Aquino, san
Buenaventura, el beato Federico Ozanam, y tantos otros. No corrían tiempos
fáciles para la Universidad católica, acosada por la hostilidad de los
gobiernos y por la contestación interna. Muchos católicos comprometidos,
acaso de buena fe, pensaban que la Iglesia debía renunciar a sus
instituciones educativas, buscando una mayor inserción en la cultura
contemporánea. En aquella encrucijada, la visita del Papa significaba un
espaldarazo a la acción humanizadora de la Iglesia en el campo de la
enseñanza, en el que había sido pionera durante siglos, y en particular, una
apuesta por la universidad católica. Las esclarecedoras palabras que
pronunció entonces, y que quiso después recoger en la Constitución
Apostólica sobre las Universidades Católicas Ex Corde Ecclesiae, la Charta
Magna de las Universidades Católicas, aún resuenan en mi memoria:
Por su vocación la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la
investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes,
libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del
saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de
veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de
descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea
privilegiada es la de “unificar existencialmente en el trabajo intelectual
dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen
antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente
de la verdad”.
En realidad, el Papa Juan Pablo II estaba glosando la idea de Universidad que
ya vuestro rey sabio, Alfonso X, había recogido en la ley de Las partidas con
una preciosa definición: «ayuntamiento de profesores y alumnos por el
saber». Una definición que es todo un programa y que recoge en apretada
síntesis la vocación de toda universidad y especialmente la universidad
católica. En efecto, aquellas palabras me reafirmaron en una convicción: la
Universidad no puede perder su vocación originaria para adaptarse servilmente
a las exigencias del mercado y transformarse en una escuela profesional de
alto nivel.
La Universidad no es una fábrica de titulados, no ha de regirse sólo por
criterios de eficiencia y rendimiento económico, por muy necesarios que estos
sean. Sus alumnos no son «jóvenes profesionales», como pomposamente
proclama la publicidad de alguna universidad, buscando arrancar clientes a la
competencia. Quienes en ella enseñan no son funcionarios, sino profesores, es
decir, aquellos que han hecho profesión de consagrarse al estudio de la
verdad. El objetivo de la Universidad no es únicamente conseguir la
inserción en el mercado de trabajo, sino antes y sobre todo, la búsqueda de
la verdad, en esa relación única que se establece entre el maestro y el
alumno, verdadera comunión de vida, «ayuntamiento», en las palabras del rey
sabio. Decir Universidad es decir universalidad en el saber, la pasión por el
conocimiento en toda su extensión, de la que participan todas las facultades,
para superar la fragmentación de saberes en que tiende a encerrarse el
conocimiento. La Universidad, y más aún la Universidad Católica, puede
aplicarse con justo título las palabras del comediógrafo latino, homo sum;
humanum nihil a me alienum puto.
Nada de lo humano puede ser ajeno a la Universidad, comenzando por la persona
humana. ¿Qué clase de Universidad sería aquella que ignora al hombre como
objeto de estudio, aquélla que, por aumentar su rendimiento con vistas a
satisfacer la demanda de puestos de trabajo en el mercado, elimina como
superfluas las grandes cuestiones de la existencia humana, Dios, el sentido de
la vida, la muerte, la justicia, la paz tal y como se nos presentan en la
literatura, la historia, la reflexión ética y la búsqueda del fundamento de
las cosas? ¿Qué médicos, informáticos, fisioterapeutas, periodistas,
ingenieros, publicistas serán aquellos que saben cómo funcionan las cosas,
pero no para qué? ¿De qué sirve construir puentes, proyectar complejos
industriales, diseñar sofisticados programas informáticos o conocer las más
avanzadas técnicas de cultivo celular, si no sabemos para qué los queremos?
Una sociedad que olvida los fines y se vuelca en los medios, corre el riesgo
de convertirse en alguna de las peores pesadillas diseñadas por la novela de
anticipación: un mundo hiperespecializado en el que se ha perdido de vista el
horizonte del sentido último de la existencia. «Nos habéis dado relojes,
pero nos habéis quitado el tiempo», se quejaba el jefe de una tribu remota
de África ante el colonizador europeo. También acaso un día tengamos que
lamentarnos nosotros diciendo: «nos habéis dado computadores y teléfonos
celulares, pero nos habéis quitado el alma».
En realidad, detrás de cada modelo universitario se esconde un modelo de
hombre. La Universidad será lo que sea el modelo de hombre que está en su
base. Serán, pues, el homo oeconomicus, el homo faber, o el hombre corpore et
anima unus, el hombre creado a imagen y semejanza de Dios y rescatado en
Cristo, quienes determinen qué tipo de Universidad tendremos.
Aquellas palabras del Papa que he citado antes estaban apuntando a un modelo
de hombre concreto. Al señalar la búsqueda de la verdad como expresión del
quehacer universitario, el Pontífice colocaba en el centro de la comunidad
universitaria a la persona humana, dotada de capacidad racional y de voluntad
libre, que es quien experimenta el gozo por la verdad, y el inagotable deseo
humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la
obra y de su artífice. Una visión que conlleva al mismo tiempo el horror a
la mentira y a la impostura, el vivo deseo de evitar todo sofisma y de
aprisionar la verdad en la injusticia, como previene San Pablo.
Este es el modelo de hombre subyacente a la Universidad Católica, en función
de la cual se organiza toda la vida universitaria, desde los planes de estudio
a la distribución de los espacios en el campus, de la selección del
profesorado a la actividad del personal no docente. Se trata de una comunidad
articulada enteramente al servicio de la verdad. La diakonía de la verdad
sintetiza y expresa el ideal de la paideia cristiana en la universidad. Este
es el desafío permanente de una universidad católica.
II. LA LUZ DE LA INTELIGENCIA
Organizar una comunidad universitaria en torno al servicio de la verdad, no es
sólo una opción por el conocimiento; está preñada también de
consecuencias éticas que afectan directamente la vida de todos y cada uno de
sus miembros. En ella está implícita la humildad, el deseo de constante
superación, la honradez intelectual, la repugnancia ante cualquier forma de
favoritismo o corrupción, el deseo sincero de apertura al Otro, como lugar
donde se manifiesta la verdad. Pero es evidente que no puede darse un servicio
a la verdad si previamente no se admite pacíficamente la existencia de una
verdad objetiva y de la capacidad humana de alcanzarla, siquiera en modo
limitado e imperfecto, con la luz de su inteligencia. La diakonía de la
verdad implica una defensa de la razón.
Reivindicar ante un auditorio universitario la importancia de la razón como
elemento constitutivo de una paideia cristiana, podría parecer superfluo,
cuando no ofensivo, si no fuera porque esta facultad humana ha sido objeto de
despiadados ataques, que, la han dejado maltrecha y abandonada al borde del
camino, como a aquel hombre de la parábola que subía a Jerusalén.
Entendámonos: el problema de nuestro tiempo no es el mero abandono de la
razón, para regresar a formas de pensamiento pre-lógico, o al mito, sino la
mutilación de la razón que ha conducido a la esquizofrénica situación en
la que conviven simultáneamente, con frecuencia en el mismo individuo, un
racionalismo miope con un irracionalismo salvaje.
No pretendo trazar ahora la historia del desarrollo del pensamiento en los
últimos siglos. Baste indicar aquí someramente algunas etapas de esta
progresiva reducción de la visión cristiana de la inteligencia y la razón.
Para cualquiera es evidente que vivimos en un mundo dominado por una cultura
que ha hallado en la ciencia su máxima expresión de racionalidad y en la
informática su instrumento de aplicación. Racionalizar, optimizar, son dos
neologismos que han hecho fortuna y encuentran aplicación en todos los campos
de actividad humana: se racionalizan los costos, la gestión, la salud. La
ciencia se presenta con frecuencia como la panacea que promete el remedio
universal a todos los males. No hay prácticamente actividad humana a la que
este tipo de racionalidad no prometa un futuro lleno de ventajas de todo tipo,
ya sea el deporte, el placer, la comunicación, el transporte, la enseñanza.
Esta es la imagen idílica que incansablemente transmite uno de los creadores
de la industria informática, propietario del sistema operativo que usan
millones de hombres en todo el mundo.
Podríamos encontrar motivos para alegrarnos del futuro venturoso que esta
revolución nos promete, si no fuera porque ésta sería producto, no de la
razón humana, sino de una peligrosa deformación suya. Es el resultado de un
proceso que a lo largo de los cuatro últimos siglos, ha ido excluyendo
progresivamente la razón humana de diversos ámbitos. Cuando Descartes
definió al hombre como máquina pensante, un ángel manejando una máquina,
estaba sentando las bases para una escisión fundamental en el hombre,
separando alma y cuerpo, y abandonado éste a una racionalidad puramente
mecanicista. El empirismo británico no es más que la continuación de esta
escisión en un plano diferente, y, si aceptamos el célebre dictum, «Ohne
Hume, kein Kant», sin Hume, Kant no habría existido, debemos aceptar
también como inevitable la reducción kantiana. Al declarar incognoscible el
noúmeno, la esencia íntima de las cosas, Kant no hacía sino firmar la
capitulación de la razón en una batalla perdida hace tiempo. Sólo así pudo
afirmar que para hacer un sitio a la fe, tuvo que eliminar a la razón.
La consecuencia paradójica de este proceso, que llega hasta el pensamiento
débil, es la irrupción en la vida de los hombres, contemporáneamente, de la
racionalidad científica y del irracionalismo. Así, no es extraño ver a un
científico serio creer, de modo absolutamente irracional, que algunas cosas o
números traen buena o mala suerte. Ejecutivos agresivos de la new-economy
llenan sus estantes con libros de esoterismo y filosofía oriental. Los mismos
que pasan horas durante el día entre sofisticados aparatos de computación y
comunicación, abarrotan por la noche una sala de conferencias para escuchar
al Dalai Lama. Religiosidad salvaje y techno-pop conviven amistosamente, no
sólo en una misma ciudad, ¡sino en una misma cabeza! Y no hay que mirar
únicamente a la religión para comprobar esta paradoja. Como observa
agudamente Peter Berger, un físico nuclear que jamás escribiría un
artículo científico sin comprobar cuidadosamente una y otra vez cada
elemento de su demostración, puede realizar afirmaciones dogmáticas acerca
de asuntos políticos, artísticos o culturales sin basarse en ninguna
demostración, sino en una fe ciega en un movimiento o un régimen sobre el
que ha proyectado ideas casi religiosas7.
Elogio de la razón
Es por ello tanto más llamativo que haya sido Juan Pablo II quien haya hecho
la defensa más apasionada de la razón en estos últimos tiempos. A ella
dedicó la encíclica Fides et Ratio, que podría haber titulado también
Elogio de la razón. Como subrayando la confianza en esta maravillosa facultad
que Dios ha dado al hombre, el mismo pontífice, en el histórico Jubileo de
los Científicos, venidos en peregrinación a Roma el pasado año, afirmó
solemnemente: «La fe no teme a la razón»8. Es decir: a una razón abierta a
todas las dimensiones de lo humano, en la que nunca puede faltar la dimensión
trascendente. Si es cierto que «un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha
ciencia acerca a Dios», la mucha razón no aleja, sino que acerca a Dios.
Lo que el Papa denuncia en su Encíclica es la abdicación de la razón de su
función primera, que es la búsqueda de la verdad. Cuando ello sucede, la
razón estrecha su horizonte de búsqueda y se empequeñecen sus contenidos.
Cuando la razón prescinde del diálogo con el pensamiento de la fe, —como
afirmó Jaspers—, acaba en una ‘seriedad que se va vaciando de contenido’.
No es de extrañar entonces que este racionalismo empobrecido y asfixiante sea
incapaz de colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano, y haya
desembocado finalmente en las modernas formas de nihilismo e irracionalismo
que llamamos el pensamiento débil. Es en este contexto donde se produce el
mal llamado “retorno de Dios”, como si Dios hubiese estado ausente del
mundo, que en realidad es la difusión de nuevas formas de religiosidad
salvaje. Alguno podría pensar que este panorama intelectual ofrece un campo
propicio para la religión. Se equivoca radicalmente. De nuevo es el mismo
Juan Pablo II quien recuerda que es ilusorio pensar que la fe, ante una razón
débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser
reducida a mito o superstición. Para salvar la fe, es necesario, recuperar el
optimismo racional que va de la mano con la pasión por la verdad última y el
anhelo por su búsqueda.
De nuevo es Juan Pablo II quien propone metas dignas a los hombres de nuestro
tiempo, cuando escribe: «En definitiva, se nota una difundida desconfianza
hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte de quienes
consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación
del intelecto a la realidad objetiva. ... No obstante, a la luz de la fe que
reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos,
cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse
metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia ...
testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión
por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de
descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y
a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se
hace abogada convencida y convincente de la razón10.
Verdad y tolerancia
Hablar de verdad no es tarea fácil hoy. La cultura en que vivimos aborrece
las convicciones fuertes y tiende a ver en la verdad un testigo incómodo de
la pertenencia a una fe, un fardo pesado que vincula a normas, un estorbo
constante a la propia libertad, entendida como autodeterminanción y
autodecisión ilimitadas11. Hablar de una verdad objetiva, absoluta,
independiente del punto de vista del sujeto, evoca en los espíritus de
nuestros contemporáneos el espectro de la intolerancia, como si las
convicciones fuertes estuvieran inexorablemente condenadas a convertirse en
semillas de las que crecerán nuevos Auschwitz o nuevos Gulags. Con respecto a
la religión hemos escuchado estos días, con demasiada frecuencia quizá, que
las religiones monoteístas, llevan consigo intrínsecamente un germen de
intolerancia y violencia precisamente por su apelación a una verdad revelada
e indiscutible.
De ahí la apelación al relativismo que se convierte entonces en la falsa
vía hacia la construcción de una sociedad tolerante. Al afirmar que todas
las opiniones tienen el mismo valor se cree poder evitar el indebido
predominio de una idea sobre otra, y por tanto, de una persona o grupo sobre
otros. Y en esto consiste precisamente la falacia del relativismo: en que
traspone indebidamente la virtud de la modestia y la tolerancia del ámbito
personal al de las ideas. Un hombre humilde no debería considerarse superior
a otro, y un hombre tolerante, debería soportar pacientemente los defectos
del prójimo. Pero la humildad no se puede aplicar a las ideas, como si no
hubiera unas mejores que otras, ni la tolerancia puede consistir en una
aceptación de lo que es objetivamente erróneo. Dicho de otro modo: los
hombres de hoy afirman lo que nunca debería afirmarse: el yo. Y ponen en duda
precisamente lo que nunca debería dudarse: la verdad. No son el
reconocimiento de la existencia de la Verdad y de la posibilidad de conocerla
los causantes de la intolerancia, sino más bien la ignorancia de ésta, o la
falta de respeto a ella. La causa de los males del mundo no son las grandes
ideas, las ideas fuertes, sino más bien la ausencia de éstas. La verdad no
es un producto del hombre. El hombre no la crea, sino que la reconoce, y por
ello la Verdad no puede ser instrumento de opresión o de dominio. Como decía
hermosamente el cardenal Newman, más que abrazar yo la Verdad, soy abrazado
por ella. La Verdad exige respeto, humildad, búsqueda paciente. Quien busca
la verdad con ansia, sabe que puede hallar fragmentos preciosos de ella en los
lugares u opiniones más variopintos. Y aunque se opone con firmeza al
engaño, al error y a la mentira, está pronto a reconocer cuanto de bueno,
hermoso y verdadero hay en toda doctrina humana.
Para ello es preciso recuperar una mística de la Verdad, aprendiendo en la
escuela de los grandes buscadores de la verdad de todos los tiempos. San
Agustín, Edith Stein, la multitud de convertidos del siglo XX, que llegaron a
la luz de la fe tras una afanosa búsqueda, han de ser los maestros de esta
hora. Eran hombres y mujeres que deseaban conocer la verdad acerca del mundo,
de Dios, saber por qué existimos, adónde vamos. No se resignaron a vivir sin
una respuesta exhaustiva a estas preguntas y anduvieron errantes durante años
hasta que la encontraron.
Una gran mujer de nuestro tiempo, Simone Weil, escribía a propósito de esta
búsqueda: «para mí personalmente la vida no tiene otro sentido y no lo ha
tenido nunca, que la espera de la verdad». Es necesario en algún momento de
nuestra vida haber experimentado esta pasión por conocer la verdad, haber
sentido hambre y sed de la verdad, anhelando con todas las fibras de nuestro
ser que nos sea concedido alcanzarla.
El verdadero objetivo de la vida es el conocimiento existencial, integral de
la verdad, la comunión con ella, la vida en ella. La verdad es la
iluminación y la transfiguración tanto de la existencia como del universo.
El Logos iluminador actúa de forma individual también en toda conquista de
la verdad, fragmentada en las verdades parciales del conocimiento científico.
Algunas exigencias de la diakonía de la verdad
Esta que podemos llamar espiritualidad de la verdad, no queda reducida al
ámbito de la mística. No es tarea para unos pocos privilegiados. Al
contrario, se traduce en exigencias bien precisas en la vida universitaria.
Permitidme que esboce tan sólo algunas de ellas.
1º. Aprender a pensar con rigor. “Aude sapere”, atrévete a pensar, era
el lema de la Ilustración, que se presentaba como una instancia de
pensamiento crítico, no vinculado a la tradición y al argumento de
autoridad. Muchos siglos antes, ya Agustín había dicho intellectum valde
ama, ama mucho la inteligencia, y Pascal invitaba travailler à bien penser.
La Universidad ha de ser la escuela del pensamiento riguroso para develar los
sofismas del lenguaje, que es el primer instrumento de manipulación de las
conciencias. Es necesario un sano ejercicio intelectual para no convertirse en
presa fácil de la publicidad engañosa, de la trivialidad o la manipulación
de los medios de comunicación, cuando se alejan de su vocación de servicio a
la verdad, de los discursos llenos de fáciles promesas de los políticos.
Unos sólidos conocimientos del arte de la lógica y del razonamiento que en
otros tiempos se usaban, puede aportar mucho en todas las disciplinas.
2º. En segundo lugar y como consecuencia de ello, es necesario un sano
espíritu crítico. No se trata de la crítica desenfrenada que goza
únicamente destruyendo sin aportar nada, sino de tener valor para someter a
examen las cosas que recibimos, confrontándolas con la verdad. Un espíritu
crítico así, no se contenta con negar, busca la verdad, pues el hombre no
está hecho para la duda, sino para la certeza. El espíritu deconstructivo
nos hace hijos espirituales de Mefistófeles, quien, en el Fausto de Goethe,
se define a sí mismo como espíritu de contradicción: «Ich bin der Geist,
der stets verneint!», es decir: «Soy el espíritu que siempre dice que
no»12. El sano espíritu crítico implica también, y sobre todo, dejarse
criticar, someter a la valoración crítica de los compañeros el propio
trabajo, que exige grandes dosis de humildad y un honrado deseo de mejorar.
3º. El deseo de investigar, de innovar, de ir más allá, de superar
fronteras. Una universidad católica, tanto más conforme a su vocación es
cuanto más investiga, más aporta. ¿Por qué han de vivir las universidades
católicas del pensamiento, de la ciencia, la investigación que se desarrolla
en otras partes? Aunque sea partiendo de modestos comienzos, la Universidad
católica debe fomentar la realización de tesis de doctorado, de nuevos
proyectos de investigación, de inventar. Una universidad católica no
debería ir nunca a remolque ni estar a la defensiva, esperando las novedades
que otros producen, sino pionera en la investigación.
4. Finalmente, last, but not least, la apertura a la realidad en todas sus
dimensiones. Una universidad católica es el lugar ideal para realizar el
proyecto originario de la universidad, la universitas studiorum, donde las
distintas facultades pueden intercambiar los resultados de su investigación,
hacer partícipes a los demás miembros de la comunidad universitaria de los
últimos avances en sus respectivos campos. Es el lugar donde un alumno de
ciencia puede ponerse en contacto con las grandes cuestiones del hombre tal y
como las presentan las humanidades, y un estudiante de letras, adquirir las
nociones de cultura científica y tecnológica imprescindibles para comprender
el mundo en que vivimos.
Estas son tan sólo algunas de las exigencias concretas e inmediatas que
impone la diakonía de la verdad en la vida universitaria. Gracias a ellas, se
irá realizando el ideal de hombre que subyace a la Universidad católica, el
hombre abierto a lo real en todas sus dimensiones, realista, crítico, más
consigo mismo que con los demás, que busca la verdad para hallarla, y cuando
la halla encuentra aún motivos mejores para seguir buscando.
III. LA EDUCACIÓN DEL CORAZÓN
La razón, no es el único componente de la paideia cristiana en torno a la
cual debe articularse la universidad. El hombre no es sólo razón, sino
también corazón, afectividad, sentimiento. La crisis de la razón de la que
hemos hablado, viene de la mano de una crisis no menor del sentimiento. Al
escindirse de la razón, el sentimiento queda abandonado a la fuerza
arrolladora de la pasión, al exceso del sentimentalismo inútil, al
vagabundeo afectivo permanentemente en busca de relaciones que den sentido a
la existencia. Por ello, si la Universidad católica debe ayudar a sanar las
mentes, no es menos urgente sanar los corazones.
Enseñar a amar
La Universidad tiene que enseñar a amar. Esta es una convicción que albergo
desde hace mucho tiempo, desde mis primeros años de ministerio sacerdotal
como capellán de estudiantes. Muchos años después, me impresionó leer una
confidencia de Juan Pablo II en el libro-entrevista Cruzando el umbral de la
esperanza, en la que afirmaba lo mismo. Hablando de los jóvenes, el
periodista había planteado al Papa, cómo creía que eran los jóvenes de
hoy. El Papa respondió sin dudar: «Se podría decir que son los de siempre.
Hay algo en el hombre que no experimenta cambios, como ha recordado el
Concilio en la Gaudium et spes (n.10). Esto queda confirmado en la juventud
quizá más que en otras edades». Y a continuación añadía que lo que hay
de eterno en el joven es precisamente la vocación al amor:
«Esta vocación al amor es, de modo natural el elemento más íntimamente
unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía
una llamada interior en esa dirección. Hay que preparar a los jóvenes para
el matrimonio, hay que enseñarles el amor»13. En ese mismo libro, el Papa ha
escrito que la persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es
el amor. El hombre vive de amor, necesita sentirse amado, saber que su vida
tiene importancia a los ojos de alguien. Y necesita, por lo mismo, aprender a
amar, a entregar su vida, pues el hombre sólo se realiza en la libre
donación de su vida.
los lugares de la pedagogía del amor
Esta pedagogía del amor tiene lugar de muchos modos. El lugar primero y
natural donde se aprende a amar es, por vocación, la familia misma. Allí es
donde se aprenden las primeras lecciones de generosidad, de escucha, de
paciencia, de sufrimiento, de atención premurosa por el otro. No es
casualidad que la crisis de la afectividad esté estrechamente vinculada a la
crisis de la institución familiar. Después, el círculo de amistades, los
diversos elementos del tejido social, deberían contribuir a este proceso, del
cual la Universidad no puede quedar excluida.
Al decir que la Universidad ha de ser también una escuela de amor desearía
despejar cuanto antes dos equívocos al respecto. Debería ser obvio que no
estoy aquí sugiriendo que la Universidad proponga cursos de preparación al
matrimonio, o de educación sexual. Tales cursos son sumamente necesarios,
sobre todo cuando están bien orientados y no se limitan a proporcionar mera
información acerca de las diversas técnicas de contracepción. Tampoco me
estoy refiriendo, al hablar de educación para el amor, a las obras de
voluntariado social vinculadas a las actividades de extensión universitaria.
Entiendo por educación al amor una dimensión mucho más profunda de la
persona. El amor, viene antes de las obras de caridad, aunque si no halla una
traducción en éstas, queda en meras palabras. La educación al amor no puede
quedar relegada a un aspecto marginal de la formación universitaria, a las
actividades extraescolares, o al tiempo libre, a algún curso opcional de
libre configuración. No puede ser algo añadido, sino el aspecto central de
la formación en la Universidad, según una concepción antropológica
cristiana.
Educar para el amor significa, ante todo, colocar en el centro de la
Universidad el primer mandamiento: “Escucha Israel, amarás al Señor con
todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser”, y el segundo, que es
semejante a este: “y al prójimo como a ti mismo”. Significa hacer una
opción radical por el otro, especialmente por el más débil, el más
necesitado de atención. Significa subvertir el orden de valores vigente, que
privilegia al fuerte, al sano, al bello, en una palabra, a quien tiene, y
margina sin piedad a quien no se ajusta al canon estético de nuestro tiempo.
Enseñar a amar significa aprender a liberarse de los obstáculos interiores
que impiden la escucha y la atención al otro. No es casualidad que el
mandamiento principal comience con un verbo que implica una actitud receptiva:
«¡Escucha Israel!». Antes de hacer, hay que escuchar, antes de amar, es
preciso primero volver la mirada del corazón al otro y dejarse interpelar por
ella. Si no, la práctica del amor se convierte en mera expresión del
activismo y el deseo de protagonismo que coloca al propio yo al frente de
todo.
La fuerza que deriva del mandamiento del amor, se va desplegando después en
todos los aspectos de la vida universitaria. Tiene un lugar privilegiado, que
es la relación entre el profesor y el alumno. Alguien ha observado que el
fabuloso progreso de los medios de comunicación social está sustituyendo
paulatinamente la figura del maestro y del educador, con las consecuencias que
vemos a diario. En el proceso de maduración de la persona humana no puede
faltar la figura del maestro. La relación que se establece entre maestro y
alumno no puede desaparecer, so pena de convertir la educación en un mero
proceso mecánico, sin relación con la vida, que acaso un día pueda ser
sustituido por la simple implantación de un chip de memoria, como algunos
escenarios futuristas nos muestran. La Universidad católica, si quiere
sobrevivir en medio de la despiadada competencia de nuestro tiempo, no
necesita sólo de expertos, sino sobre todo de maestros.
Queridos profesores, permitidme que os haga una invitación, que es al tiempo
un ruego, como uno que conoce la universidad: sed maestros de vuestros
alumnos, y no sólo docentes. Dedicadles todo el tiempo que sea necesario, sin
tasarlo mezquinamente. Prolongad la lección en el trato personal con vuestros
alumnos, haciendo de vuestro despacho una especie de «confesionario laico»,
como se decía del de Giner de los Ríos. Estimulad, en el trato personal con
ellos, la pasión por el saber, el deseo de aspirar a metas más altas, de no
conformarse con los logros adquiridos. Demostradles con vuestra vida que es
posible realizar la síntesis entre el conocimiento y el amor: que a un mayor
conocimiento del mundo y de la realidad, corresponde una vida moral más
íntegra, que saber más significa también ser más sabio y, por tanto,
mejor.
La educación al amor no tiene lugar sólo en la relación de tipo vertical
que se establece entre profesor y alumno, sino también, por decirlo así, en
sentido horizontal, entre iguales, en el grupo de amigos. La Universidad es
tiempo de creación de amistades sólidas y duraderas. Los largos años de
vida en común, forjados en los bancos de clase, en las interminables horas de
biblioteca, en los laboratorios, en la fotocopiadora, en la cafetería,
verdadera alma de la universidad, en los jardines del campus, crean vínculos
muy fuertes que duran después toda la vida. Pero para que ayuden a crecer,
deben estar basados en algo más profundo que la simple camaradería. Las
grandes amistades son aquellas que se fundan en la pasión común por la
verdad, por el saber, en el gusto compartido por el arte y por las cosas
bellas, en el afán de justicia y la lucha por un mundo mejor, y también en
un buen vaso de vino compartido al calor de la amistad.
La historia de la humanidad nos muestra algunos ejemplos de amistades nacidas
durante los años de estudio. Basilio y Gregorio se conocieron en Atenas
mientras estudiaban filosofía. Recordando la amistad en el ocaso de su vida,
Gregorio dirá que eran «un alma sola en dos cuerpos». Siendo estudiante
universitario en la Sorbona, un maduro estudiante español trabó amistad con
el joven retoño de una noble familia navarra. Ignacio de Loyola ganó para
Cristo a Francisco Javier, y éste, ganó para Cristo un mundo. Javier,
misionero en la India, leía de rodillas las cartas de Ignacio y sus
compañeros, y recortando sus firmas, las llevaba consigo custodiadas junto a
su corazón. Sí, la Universidad es tiempo de amistades fuertes, entre
estudiantes y profesores, las amistades que llenan de sentido la vida en los
momentos difíciles y que animan en la búsqueda de los grandes ideales.
No puedo dejar sin mencionar aún un elemento imprescindible en esta
pedagogía del amor. Puesto que de ella participan todos los elementos de la
vida universitaria, no quedan tampoco ajenos los grandes desconocidos de la
vida universitaria, sin cuya contribución una universidad no podría
desenvolverse. Me refiero al personal de servicio, muchos de cuyos miembros
han convertido su humilde oficio en una cátedra desde la que se imparten las
más altas lecciones de la vida. Recuerdo aquí al hermano Gárate, un
humildísimo hermano jesuita, que ejerció durante cuarenta años el modesto
oficio de portero en la Universidad de Deusto. Juan Pablo II lo beatificó
recientemente, reconociendo públicamente la santidad del humilde religioso
sin estudios que en la ciencia de la vida aventajó a muchos distinguidos
catedráticos y fue verdadero maestro y padre para muchos alumnos.
La verdad y el amor
Para hacer de la educación al amor un principio educativo, es necesario
superar la escisión, más aún, la contraposición que la cultura de nuestro
tiempo ha operado entre la verdad y el amor, que no es sino una más de las
contraposiciones de nuestro tiempo: entre libertad y obediencia a la verdad,
sentimiento y razón. A causa del reduccionismo del que antes hablamos, con
frecuencia se presenta el amor como incompatible con la verdad. Ambas, sin
embargo, se exigen mutuamente. Así lo recordó el papa Juan Pablo II en la
homilía de canonización de santa Teresa Benedicta de la Cruz, más conocida
como Edith Stein. Filosofa judía, convertida a Cristo, muerta en el campo de
concentración de Auschwitz por odio a la fe, fue toda su vida una apasionada
buscadora de la verdad. Ella, decía el Papa, nos enseña la íntima conexión
entre la verdad y el amor.
«En nuestro tiempo... está muy difundida la convicción de que se debe
servir a la verdad en contra del amor, o viceversa. Pero la verdad y el amor
se necesitan mutuamente. Sor Teresa Benedicta así lo atestigua. La
"mártir por amor", que dio su vida por los amigos, no se dejó
superar por nadie en el amor. Al mismo tiempo, buscó con toda su alma la
verdad.... Sor Teresa Benedicta de la Cruz nos dice: no aceptéis nada como
verdad que esté privado de amor. Y no aceptéis nada como amor que esté
privado de verdad. La una sin el otro se convierten en una mentira
destructora».
La verdad sin el amor, se convierte en una dictadura insoportable. El amor sin
la verdad, se convierte en una engañosa tiranía. No se puede optar por el
amor en contra de la verdad. Ni tampoco usar la verdad ignorando el amor.
Aisladas la una de la otra, emprenden un rumbo enloquecido y destructor. Así,
observaba Chesterton, algunos científicos se ocupan de la verdad, pero su
verdad es inmisericorde; y algunos humanitaristas se ocupan sólo de
compasión, pero ésta es falsa. Ambas realidades exigen una respuesta
armónica por parte del hombre. La Universidad ha de convertirse en el lugar
privilegiado de elaboración de esta síntesis, el taller donde se forja, en
el interior de la persona, la pasión por la verdad y el amor sin fronteras.
CONCLUSIÓN
Va siendo hora de concluir este coloquio acerca de la idea de hombre y de la
vocación de la Universidad. Todo cuanto hemos dicho podría parecer un ideal
remoto e inalcanzable. Este ideal de paideia que hemos expuesto sucintamente,
¿no es poco realista para una universidad del tercer milenio? ¿No deberemos
plegarnos a los condicionamientos que imponen las circunstancias y renunciar a
estos ideales, hermosos, sí, pero inalcanzables? ¿Realmente una universidad
católica debe ser diferente de las demás? Son preguntas que surgen
inevitablemente.
Dejadme por ello que termine esta intervención diciendo: sí, es posible.
Para nosotros existe un modelo concreto donde hallar respuesta a todas
nuestras inquietudes. Es Cristo, el nuevo Adán, el modelo de hombre, a quien
siento la urgencia de anunciaros. Es en Cristo donde se realiza de forma
suprema la síntesis entre la verdad y el amor. Aquél que afirma de sí mismo
«Yo soy la verdad» (Jn 14,6), es el mismo que da la vida por sus amigos como
prueba suprema de amor (Jn 15,13), Aquel que ha sido enviado, porque el Padre
ha amado el mundo y quiere salvarlo (Jn 3,16).
Es en el contacto vivo con Jesucristo, en la experiencia de comunión con él,
y sólo a través de ella, donde la persona humana llega a descubrir la
hondura de su dignidad y la sublimidad de su vocación. Cito unas palabras del
Papa Juan Pablo II en su encíclica programática, Redemptor hominis, n 10:
«El hombre no puede vivir sin amor. ... Por esto precisamente, Cristo
Redentor ... revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es ... la
dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión, el hombre
vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propio de su humanidad.
... El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo ... debe ...
acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser,
debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la
Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo
proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también
de profunda maravilla de sí mismo. ... En realidad, ése profundo estupor
respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir,
Buena Nueva. Se llama también cristianismo.
No es este el momento de proponer nuevas ideas. El mundo está cansado de
ideologías y programas. Anhela hechos concretos, plasmados en una vida
concreta. Espera, aun sin saberlo, los testigos de una nueva humanidad. Cuanto
hemos dicho quedará en letra muerta si no hay hombres y mujeres, profesores,
alumnos y personal de servicio, en esta universidad de San Antonio, dispuestos
a entrar en Cristo con todo su ser, a dejarse transformar por el Evangelio y
convertirse en evangelizadores de sus mismos compañeros.
El hombre de hoy, si tiene dificultades para la fe, si tiene dificultades para
esperar, es porque le es difícil entregarse y comprometerse de veras; porque
le es difícil responder al amor y dar un sí al amor verdadero. Creer en el
amor es creer en la palabra de amor que alguien me dirige, creer en el amor
que alguien me tiene. Este tipo de confianza no puede nunca demostrarse como
conclusión apodíctica de un discurso de razón. ¡Ni siquiera en el orden
humano! Por mucho que oigamos palabras de afecto, o veamos gestos, siempre hay
que dar un paso más y creer que allí hay amor. Hay que abrirse a esa
realidad que se nos manifiesta, que se nos revela, y dar un sí confiado; dar
una aceptación que sepa discernir, que sepa ver la pureza de amor que hay
detrás de unos determinados gestos o de unas palabras, para entregarse
libremente al don del amor, en una entrega que no conozca reservas egoístas,
sino que sea proporcionada a la calidad del amor ofrecido.
Ante las experiencias frustrantes del desamor cotidiano, es necesario ayudar
al hombre de hoy a atravesar el umbral de la esperanza. Es necesario que en su
conciencia resurja con fuerza la certeza de que alguien le ama infinitamente
tal y como es, la certeza de que existe alguien que tiene en sus manos el
destino de este mundo que pasa y de que ese alguien es Amor, fuente incesante
de comunión. Es necesario que el hombre contemporáneo comprenda que no es
ésta una promesa vana, sino una realidad a la que se puede entregar con
confianza. Podrá entonces atravesar el umbral de la esperanza; cruzarlo sin
miedo, sin detenerse ante él.
Para atravesar el umbral de la esperanza el hombre debe dejarse conducir. La
fe es precisamente esa respuesta confiada a la llamada de la gracia. Jesús
quiere despertar en los hombres la fe, desea ardientemente que respondan a la
palabra del Padre. Pero lo quiere respetando siempre la dignidad del hombre.
El hombre está llamado a dar su respuesta a Dios en condiciones de una gran
libertad interior, para que en él refulja el esplendor de la verdad y del
amor que es tan esencial a la dignidad de la persona humana. Para poder llegar
a esta respuesta, es necesario que el hombre experimente el respeto profundo
con que lo ama Jesucristo. Que experimente la humildad amorosa con que
Jesucristo le ofrece la redención. Esto fue lo que el mismo Jesús quiso
significar con su actitud de siervo cuando, en la última cena, lavó los pies
a sus discípulos. Este es el mensaje que he venido a traeros, no como
maestro, sino como testigo. Esta es la tarea a la que está llamada la
Universidad Católica San Antonio para el nuevo milenio que comienza. Sólo
así podrá convertirse, como el pequeño grano de mostaza, en el germen
prometedor de una nueva civilización del amor. Muchas gracias.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL