Educar la inteligencia
Por Mª Ángeles Almacellas Bernadó
La
vocación y la misión de todo ser humano consiste en lograr el ideal adecuado
a su dignidad. Educar es, pues, ofrecer ese supremo valor –el ideal humano-
a la inteligencia y a la voluntad. Es de enorme importancia enseñar desde muy
temprano a los niños a reflexionar sobre sus experiencias, para no quedarse
en sus impresiones, deseos e impulsos inmediatos y dejar, así su vida vacía
de sentido. Esto exige educar la inteligencia para alcanzar la capacidad de
pensar con rigor y la voluntad de vivir de forma creativa[1].
Pensamiento riguroso
El niño tiene en sí mismo la capacidad de pensar, y a nosotros nos
corresponde enseñarle a pensar bien. A nuestro alrededor hay realidades que,
en sí mismas, no tienen poder de iniciativa, como un martillo, una piedra,
unos zapatos... Estos “objetos” están frente al hombre, le son distintos,
externos y extraños, y él puede analizarlos sin comprometer su propio ser.
Sin embargo hay otras realidades que, aun presentando las mismas
características que un “objeto” –ocupan un lugar en el espacio, son
mensurables, asibles, etc...-, en cierto sentido son indelimitables. Por
ejemplo, una persona. En cuanto ser corpóreo, puede ser pesada, medida,
tocada..., pero ¿puede delimitarse lo que abarca en el aspecto familiar, el
ético, el religioso, el afectivo...? Está claro que no, pues el ser humano,
aunque tiene una dimensión objetiva, constituye todo un ámbito de realidad.
Y la misma diferencia existe entre los meros hechos de la vida cotidiana y los
acontecimientos. Cada día aterrizan cientos de aviones que realizan
travesías intercontinentales. Pero, la primera vez que un avión consiguió
sobrevolar el Atlántico, su hazaña supuso todo un acontecimiento de enormes
repercusiones para el futuro. A diario disfruta el niño del amor abnegado de
sus padres, de sus cuidados y atenciones. Pero hay un día al año de
resonancia muy especial: el aniversario de su nacimiento. Constituye un
ámbito de agradecimiento, porque un día vino a la existencia; de alegría,
porque ahora forma parte de la familia; de gozo, por poder compartir la vida
con él. Es la fiesta de la participación en el hogar.
Si vemos todo borrosamente y no distinguimos unas realidades de otras,
empobrecemos peligrosamente nuestra existencia, pues sólo los ámbitos pueden
encontrarse entre sí, no los objetos. Con meros objetos no podemos tener
experiencias de encuentro, que son las que llevan al hombre a su realización
personal. Por eso, lo decisivo en la vida es elevar todo lo posible los
objetos a condición de ámbitos, y evitar en toda circunstancia practicar el
reduccionismo, que consiste en reducir de valor las realidades y
acontecimientos de la vida.
Dimensiones de una inteligencia madura
La distinción aquilatada de los diversos modos de realidad encierra una
extraordinaria importancia pedagógica, pues nos encamina por la vía de la
madurez humana. Al ajustar su mente a cada tipo de realidades y
acontecimientos, el niño descubre qué actitud corresponde a cada modo o
nivel de realidad. Con ello, pone en tensión la mente y cultiva las tres
dimensiones de la inteligencia madura: largo alcance, amplitud y profundidad.
Largo alcance (ver más allá de lo inmediato)
Debemos ejercitar la capacidad de superar las apariencias, penetrar en cada
una de las realidades y captar su sentido profundo. Esto supone hacer justicia
a cada realidad y reconocer en cada instante en qué nivel de realidad nos
estamos moviendo. La mera libertad de movimientos puede parecer, a primera
vista, la forma óptima de libertad, cuando la capacidad de movimientos es
total. Pero una inteligencia de largo alcance penetra más allá de la
apariencia y se percata enseguida de que la libertad de maniobra es una forma
muy sencilla y pobre de libertad. El que sigue en cada momento la voz de sus
impulsos y de sus apetencias más inmediatas, lejos de ser libre, es esclavo
de sus propias pulsiones. La auténtica libertad consiste en elegir
únicamente las posibilidades que nos ayuden a crecer como personas y alcanzar
el ideal ajustado al ser humano.
2. Amplitud (considerar varios aspectos de la realidad al mismo tiempo)
Para comprender el rango y el valor de nuestras acciones, debemos
contemplarlas en el contexto concreto en que están inmersas. La relación
sexual íntima, por ejemplo, es vehículo expresivo del amor entre dos
personas. Pero, si se la desgaja de éste, se la vacía de sentido, se la
rebaja de rango; del nivel 2 de la creatividad se la reduce al nivel 1 de la
mera búsqueda de gratificaciones personales[2]. Esta forma de ver en conjunto
constituye la segunda condición de la inteligencia madura: la amplitud.
3. Profundidad (ahondar en la articulación profunda de las experiencias y
descubrir su sentido)
Una inteligencia penetrante tiende a conocer a fondo el lenguaje de la vida
creativa, a tener una idea clara de la plenitud de sentido de cada término,
de la densidad de contenido que le corresponde, de su verdadero poder
expresivo.
Al oír, por ejemplo, la palabra libertad, debemos ponerla en relación con
todos los términos vinculados a ella: creatividad, valores, sentido de la
vida, obligación, normas, cauces... Una inteligencia madura ahonda en las
implicaciones últimas de cada realidad o suceso de la vida humana.
Las tres dimensiones de la inteligencia exigen poner la mente en tensión para
ver más allá de lo inmediato, considerar varios aspectos de la realidad al
mismo tiempo y poner de relieve su sentido. Una inteligencia madura supone el
ejercicio de un pensamiento riguroso y la voluntad de vivir de forma creativa.
Si aprende a reflexionar, a no quedarse en la primera impresión u opinión,
el niño contempla las realidades con hondura y en su mutua vinculación. Al
pensar con rigor, descubre las leyes básicas del desarrollo humano y prevé
qué actitudes lo van a llevar a su plenitud como persona y cuáles, por el
contrario, anularán la formación armónica de su personalidad. Así, es
capaz de elaborar sus propios juicios de manera coherente y bien fundamentada
antes de formarse una opinión o adoptar una actitud. Porque pensar con rigor
no implica sólo dominar los preceptos de la lógica; supone una actitud
colaboradora con las realidades del entorno. Por eso, estudiar cómo pensar
con rigor nos lleva naturalmente a reflexionar sobre la creatividad.
La creatividad
Actualmente, en todos los ámbitos y especialmente en la escuela, se intenta
fomentar la creatividad, que el diccionario define como “la capacidad de
hacer surgir algo de la nada”. A partir de esta primera y elemental
definición, la palabra se abre a un abanico de interpretaciones. Suele
entenderse, ante todo, por creatividad la actividad de un artista que da a luz
obras sobresalientes. Esto es cierto, pero no agota el significado del
vocablo.
Si queremos “educar en la creatividad” y que nuestro proyecto educativo
sea coherente y eficaz, es indispensable clarificar debidamente qué implica
la actividad creadora, qué exigencias plantea, cuál es su articulación
interna. En primer lugar, la persona creativa ¿hace siempre surgir algo de la
nada? Si entendemos que no hay una materia previa que sustente a la
experiencia creativa, o que ésta no existía antes de que se la hiciera
brotar, ciertamente surge de la nada. Pero una experiencia creativa no puede
darse a solas; es fruto de una experiencia reversible; implica la apertura del
sujeto creador a realidades de su entorno; no a meros objetos, sino a
realidades que tienen rango de ámbitos. De ahí que la creatividad presente
diversos grados, desde la actividad artística de los grandes genios
universales hasta la de la persona más humilde y sencilla, que sabe
distinguir los objetos de los ámbitos y crea relaciones de encuentro.
Somos creativos cuando asumimos activamente alguna posibilidad que nos brinda
la realidad y colaboramos a que surja algo nuevo dotado de valor. Asumir “activamente”
quiere decir que ofrecemos, al mismo tiempo, nuestras propias posibilidades.
Esas posibilidades recibidas permiten a nuestras potencialidades desarrollar
capacidades propias. Y, como fruto de ese encuentro, se alumbra algo nuevo que
encierra cierto valor. A solas, nuestras potencias tienen un radio de acción
muy limitado, si es que tienen alguno. Una persona puede estar dotada de una
gran capacidad para la interpretación musical; sus potencias le permitirían
llegar a ser un virtuoso del piano, pero, si no tiene posibilidad de acercarse
a tal instrumento, sus potencias no podrán desarrollarse.
Saint-Exupéry recuerda un viaje en un tren repleto de gente de extracción
social baja. Un niño pequeño dormía arrebujado entre sus padres. El autor
francés se quedó mirando la carita del niño y recordó la figura del gran
compositor Wolfang Amadeus Mozart. Y pensó que probablemente ese niño
tuviera en sí potencias como para llegar a ser un gran músico, pero temió
que la vida no le iba a ofrecer las posibilidades necesarias, con lo cual sus
potencias quedarían ahogadas en agraz. Después de una larga reflexión,
cuando el escritor separa ya definitivamente los ojos del niño, en su fuero
interno lo considera como un “Mozart asesinado” (“Mozart assassiné”)[3].
Ser creativo significa que uno está abierto a las realidades del entorno, se
esfuerza en captar sus diversas posibilidades y está dispuesto a entrar en
relación de trato con ellas y dar lugar a realidades nuevas y valiosas: obras
de arte, tal vez, pero también toda suerte de experiencias reversibles y,
sobre todo, relaciones de encuentro personal.
Además, y esto encierra enorme importancia para la educación de los niños,
el ejercicio de la creatividad desarrolla al máximo en el hombre la capacidad
de admiración. Ésta constituye el antídoto de la tendencia al reduccionismo,
a reducir el valor de cuanto nos rodea y amenguar, así, nuestra capacidad
creadora en todos los sentidos. La quiebra de la creatividad nos lleva al
escepticismo, al nihilismo y consiguientemente, al absurdo. Debemos
esforzarnos en enseñar a los niños a admirar lo valioso, para que se abran a
los valores en actitud creativa, y se entusiasmen con ellos al sentir que los
llevan al cumplimiento de su propia vocación: ser personas en plenitud.
La creatividad suscita entusiasmo por los valores, y éstos a su vez potencian
la creatividad. Si no se propicia que el niño se abra activamente a las
realidades valiosas que se le ofrecen, no sentirá entusiasmo. Sin entusiasmo
no tendrá motivación alguna para cumplir las condiciones del encuentro. De
éstas depende toda relación de intimidad entre esa realidad valiosa y él.
Sin tal intimidad, la realidad valiosa se le aparecerá como extraña, y no le
interesará, le dejará indiferente. La indiferencia lleva al hombre al
desinterés y la apatía, actitudes ambas de efectos temibles que inquietan
sobremanera a los educadores.
Todos podemos ser creativos, al menos en el sentido de fundar vínculos
valiosos con las realidades circundantes. Pero, para estar en condiciones de
realizar experiencias creativas, debemos reconocer las realidades que son
susceptibles de ofrecer posibilidades y distinguirlas de los meros objetos
manipulables. Ello exige desarrollar un pensamiento riguroso. Si deseamos
fomentar la creatividad, hemos de aprender a pensar bien, ya que creatividad y
pensamiento riguroso se exigen mutuamente.
Pensar bien significa básicamente penetrar a fondo en el núcleo de cada
realidad o acontecimiento, y hacerles justicia, no violentarlos. Esto supone
la utilización precisa de los vocablos adecuados a la cuestión que se está
tratando, pues, de lo contrario, se traiciona la realidad, y la comunicación
se empobrece hasta hacer inviable el encuentro. Una forma correcta de
expresarse facilita la creatividad y el encuentro, mientras que una manera
pobre o inadecuada de utilizar el lenguaje no sólo bloquea en el niño las
posibilidades creativas sino que lo deja inerme ante los ardides de cualquier
manipulador.
Lenguaje y pensamiento están íntimamente ligados: es necesario un
pensamiento riguroso para aquilatar bien el sentido de las palabras y frases
que pronunciamos, para vincular los conceptos y dar razón de lo que creemos,
y también, como es lógico, para saber qué significa e implica lo que
hacemos.
Una mente rígida, sin capacidad de profundizar, se quedará encapsulada en
cada concepto. Por el contrario, el que vive creativamente es capaz de
penetrar en el sentido del lenguaje creativo, que exige tensión de mente y
estilo relacional de pensar. Pero la flexibilidad de mente no es innata, y
aprender a pensar con rigor y vivir de forma creativa exige la ayuda de un
método adecuado para educar la inteligencia, que implica tanto el análisis
teórico como la entrega a actividades creativas[4].
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[1] Para todo el tema de pensamiento riguroso y creatividad, véase Alfonso
López Quintás, Inteligencia creativa, BAC, Madrid, 1998.
[2] Para el tema del amor personal, véase A. López Quintás, El amor humano.
Su sentido y su alcance. Edibesa, Madrid, 41992.
[3] Cfr. A. de Saint-Esupéry, Terre des hommes, Folio, Gallimard, 1994, pp.
181-182.
[4] En la obra de M. Ángeles Almacellas y Teresita Piscitello Educar la
inteligencia. Descubrimiento de los valores a través de la literatura y el
cine (Editorial Galeón, Córdoba, Argentina, 2000) se expone ampliamente esta
propuesta educativa.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL