René Descartes, semblanza

Por Santiago Fernández Burillo

 

 

(1596-1650)

Nace en La Haye, Turena-Poitou (1596). Hijo de Joaquim Des Cartes, consejero del Parlamento de Rennes (Bretaña). Huérfano a los ocho años, fue enviado en 1606 al colegio de La Flèche, de los jesuítas. Vivió allí de los 10 a los 16 años. Cursó el Bachillerato, con calificaciones muy buenas y guardó toda su vida el recuerdo de La Flèche como “una de las mejores escuelas de Europa”. Descartes agradecía haber sido formado en la filosofía escolástica: el orden aristotélico de los saberes era, en su opinión, la base indispensable. Lo que no le impidió ser el adversario de ese orden. Años más tarde, responde a la consulta de un amigo recomendándole que confíe la educación de su hijo a los jesuítas. Así, la Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola (1491-1556), para fomentar la cultura y la educación cristiana, formó intelectualmente a Descartes, que adquirió en La Flèche, además, una sólida formación religiosa.

Esto era en la Francia de Richelieu, que combatió el luteranismo dentro de sus fronteras, pero se alió con potencias protestantes para debilitar a la casa de Austria. El Cardenal simboliza la instrumentalización política de la Iglesia: subordinó la catolicidad a la nación, sometió el pueblo y la nobleza al absolutismo. “No he tenido otros enemigos que los del Estado”, declaró antes de morir. Traicionó la moral por la grandeza de Francia. Era también la Francia de Montaigne y Charron, los “libertinos” amigos de acumular dudas. Y la Francia espiritual de San Francisco de Sales (1567-1622), de San Vicente Paúl, de santa Juana Chantal y del jansenismo y Port-Royal.

Acabados sus estudios, se trasladó a París y se procuró la formación de un “gentilhomme”. Residía en un barrio nuevo (Quartier Saint Germain), estudiaba música, danza, esgrima y equitación. Se preparaba para los salones elegantes y el ejército, ocupaciones de la nobleza en el siglo XVII. Pertenecía a esa clase social.

En la “Rendición de Breda” (1624) o Las lanzas, de Velázquez, contemplamos una escena de la guerra de los “Treinta Años”. Descartes había residido en esa ciudad poco antes (1617-1619), sirviendo la bandera de Mauricio de Nassau, de la casa de Orange y aliado de Francia. Estaba en el ejército, pero no en la guerra. Gozaba de tiempo libre. En Breda se encontró con que alguien había fijado el cartel de un problema matemático. El joven se siente retado y pide a un desconocido que le traduzca el texto al francés o al latín. El desconocido es el profesor Isaac Beeckman (1588-1637), de Dordrecht, que se sonríe: “Si halláis la solución, enviádmela. Tened, mi dirección”. Al día siguiente Beeckman recibe con sorpresa la solución correcta. Nace la amistad entre el profesor y el soldado. Beeckman será su confidente y amigo. En un futuro, Holanda, el país de las mil sectas, será también residencia habitual del filósofo.

Eran las vísperas de la guerra de los Treinta Años. A la hora de las hostilidades, pasó de los Orange al ejército del católico Maximiliano de Baviera. Descartes no sigue el modelo de Richelieu. En la era del triunfo del pragmatismo político, el joven Descartes es todavía un caballero que se mueve por principios. De Holanda se traslada a Frankfort para asistir a la coronación del emperador Fernando II de Habsburgo (1619), archiduque de Austria (1578-1637), hermano de Carlos V y tío de Felipe II. Se enroló para la campaña de Bohemia y estuvo con el ejército imperial, acampado durante el invierno junto al Danubio, en Neuburg. Junto a una estufa, Descartes trabaja largas tardes; es un invierno frío y gris. En aquel recogimiento, el joven pensador realiza un hallazgo (probablemente la ecuación de la recta), que le lleva a concebir el proyecto de una matemática universal; ese sería el método para una nueva concepción del mundo. La matemática, exacta y sencilla, podría “explicarlo todo”. Si se podía calcular la línea, también superfícies y volúmenes. Hasta entonces, Geometría y Aritmética habían sido dos ciencias diferentes; pero la expresión algebráica de la línea significó su unidad. La unidad de la matemática sugiere a Descartes la unidad del método.

Tras este descubrimiento —cuyo alcance poderoso él comprende—, concibe la idea de “matematizar” el mundo. El universo entero sería objeto sencillo para el saber humano. Sueña con ello durante tres noches; está conmocionado por las nuevas ideas, y las considera un encargo de Dios. He aquí el sentido de su vida: ha nacido para hacer una aportación de alcance insospechado. En consecuencia, hace la promesa de ir a pie al santuario de la Virgen de Loreto (Italia) en agradecimiento.

Acabada la acampada, participó en la campaña y en la batalla de la Montaña Blanca, y entró con los vencedores en Praga (1620). Mas ahora tenía un buen motivo para dejar la carrera militar. Abandona Hungría (1621) y retorna a Francia, pasando por Holanda.

Conocemos una anécdota del viaje que nos lo pinta de cuerpo entero. Alquila una barca para atravesar un río. Los barqueros hablan en holandés de robar al joven soldado ignorando que los entiende; René se alza, desenvaina la espada y el grupo queda reducido. El noble dominaba por su educación superior y la profesión de las armas. Vuelto a La Haye, vende las propiedades de su padre y vive el resto de su vida sin necesidad de trabajar. Pasa un año en París y viaja a Italia, para cumplir su promesa.

Loreto es una pequeña población próxima a Ancona (Las Marcas), en lo alto de una colina poblada de laureles, desde la que se otea el Adriático, en la mitad noreste de la península italiana. El joven pensador deja París en 1623, pasa por Suiza, los Alpes, el Tirol, Venecia, Ferrara, Rávena, recorre media Italia y cumple su voto visitando la “santa casa” de Loreto. Luego se traslada a Roma, donde conoce a Pierre de Bérulle (1575-1629), fundador del Oratorio.

De vuelta a Francia, frecuenta la sociedad culta. Se cuentan entre sus amigos los teólogos M. Mersenne y C. Clerselier, el matemático Claude Mydorgue con quien investigó la óptica de los espejos hiperbólicos. También tiene amistad con miembros del Oratorio, los PP. Condren y Gibieuf. La orientación filosófica de los oratorianos era agustiniana. En La Flèche habría recibido una formación de inspiración aristotélica; ahora conoce la obra de san Agustín. En fin, el cardenal De Bérulle lo animó a poner su talento al servicio de la fe, escribiendo contra los libertinos, ateos y escépticos de la época. De modo que, sin abandonar los estudios matemáticos, empezó un Traité de la divinité en 1628.

A partir de 1629 reside en Holanda. Está llevando a término un nuevo sistema de la ciencia, las raíces serían la metafísica, el tronco la física y las ramas tres ciencias que darán frutos prácticos: la mecánica, el derecho y la medicina. La imagen del árbol proviene de los estoicos pero formula la aspiración moderna al saber unificado, plasmada más tarde en la Encyclopédie o en los ambiciosos “sistemas” de Hegel y de Comte.

Cuando Descartes conoció la condena de Galileo (22 de junio de 1633) por la Inquisición romana, aplazó la publicación de la obra, que defendía la misma concepción de la realidad material y de los astros. Como Galileo, Decartes no supeditó la fe a las teorías físicas; ninguno de los dos dejó de cultivar la matemática por culpa de la religión. Pero en aquel tiempo las instituciones eclesiásticas eran un poder nacional e internacional al mismo tiempo; administraban el Estado en Roma y media Italia, influían en las principales monarquías de Europa, como Francia, España y Austria . La intromisión del poder político en el religioso, y viceversa, se consideraba “normal”.

Galileo gozó de la simpatía de influyentes eclesiásticos, su “caso” responde más a una pérdida de confianza que a razones doctrinales. En la misma línea, Descartes buscó la simpatía del estamento eclesiástico, representado en el claustro de la facultad de Teología de la Sorbona. Para ellos, escribe una metafísica, las Meditationes de prima philosophia (París, 1641) y la presenta “para que la corrijan”. Perdidas las esperanzas de apoyo universitario o eclesiástico, publica los Principia Philosophiae, en Amsterdam, en 1644, dedicados a la princesa Isabel de Bohemia.

Por fin Cristina de Suecia lo llamó a su corte en el momento preciso en que la vida se le había hecho tan incómoda en Francia como en Holanda. Se le recibió en Estocolmo como a gran personaje. Desde el uno de setiembre de 1649 a enero de 1650, Descartes vivió el otoño dorado de su vida, escuchado con admiración y tratado con respeto en la corte de una reina protectora de la ciencia. Su estado de humor era magnífico, compuso versos, una comedia y un ballet. Por fin sonaba la hora del éxito social del gentilhombre. Pero aquel invierno contrajo una pulmonía y murió cristianamente el 11 de febrero de 1650, a la edad de 54 años. Sus restos fueron trasladados a París en 1667, sepultado en la iglesia de Saint-Étienne-du-Mont, primero, hoy reposa en Saint-Germain-des-Prés.

El racionalismo

El niño cree; su saber y poder dependen de su credulidad. A los ojos de Descartes, nacer niños es un inconveniente, pues todo lo que sabemos alguna vez lo creímos. Creíamos porque ignorábamos, de modo que aprendíamos sin vigilancia de la razón. Mas ahora, ¿cómo saber que no fuimos víctimas del engaño o de los errores de otros? Nada es más fácil que engañar a un niño: “como nacimos niños y obtuvimos diversos juicios a partir de las cosas sensibles, antes de tener el uso íntegro de nuestra propia razón, muchos juicios nos apartan del conocimiento de la verdad”. Nacer pequeños es un defecto, la razón es adulta.

Es un dogma del racionalismo. Estamos en los inicios de un nuevo estilo de pensar, que erigirá como ideal la razón emancipada y hará de la sospecha un método.

Contra toda la tradición, el niño es mal modelo: confía en sus sentidos. Descartes no confía. Al contrario: si un juicio es recibido, probablemente es un error. La razón no es lúcida cuando recibe ideas, sino cuando las produce; no está la certeza en confiar, sino en controlar. Por eso, es necesario dudar de todo lo recibido, para hallar la primera certeza; al querer eliminar todas las ideas de su mente, halló que sólo quedaba esta: pienso. Y Descartes afirma que mi pensar es mi ser: “Pienso, luego existo”, puso así el pensamiento por encima del ser. De ahí, lo que entendemos, puede ser; lo que no entendemos, no puede ser. Eso origina la fe en el progreso sin límites: todo lo que podamos llegar a pensar, llegará a existir. Y la incredulidad: lo que no comprendemos, es imposible. El misterio queda abolido, la razón humana será la medida de la realidad.

Cartesianismo

Nuestro cartesianismo viene de la escuela. La mentalidad del bachiller es cartesiana.

Son cartesianos los ejes de coordenadas y nuestra idea de la orientación.

Es cartesiano nuestro afán de “ideas claras y distintas”, nuestra predisposición a la duda metódica. Aún más, la máxima típicamente cartesiana, “pienso, luego existo”, no es un enigma para nuestra época subjetivista, también para nosotros la interioridad es el criterio; y la subjetividad tiene la última palabra.

Científico y filósofo

Descartes es uno de los últimos sabios universales. Le debemos la geometría analítica, que permitió tratar las líneas como ecuaciones y constituye el lenguaje de la física moderna; descubrió las leyes de la refracción y confirmó la circulación de la sangre. Adoptó la astronomía de Copérnico y propuso un modelo teórico de universo. Su teoría de los animales-máquina anticipó aspectos de la medicina moderna, para ésta, el cuerpo y su funcionamiento se asemeja a un mecanismo desmontable.

Descartes es también el padre de la filosofía moderna; aunque en esta línea cuenta con pocos partidarios incondicionales. No obstante, se le reconoce como autor de la mentalidad moderna. La filosofía que inauguró no se transmite como una tradición consolidada, sino como crisis y permanente estado de revisión. Como crítico, el pensamiento occidental es post-cartesiano. De ahí ha salido una visión del universo totalmente racional, como la de Hegel, y un desprecio de la razón hasta el nihilismo, como el de Nietzsche. La herencia de Descartes es puro problema.

Curioso creyente

Cuando un ministro protestante le persuadía de abrazar el cristianismo reformado, Descartes respondió: “Tengo la religión de mi rey”. Aquél insistió: la respuesta era impropia de un intelectual; Descartes añadió: “La religión de mi nodriza” (J’ai la religion de ma nourrice).

Valoraciones

«René Descartes es el verdadero iniciador de la filosofía moderna, porque hizo del pensar el principio. Es imposible representarse en toda su amplitud la influencia que este hombre ha ejercido sobre su época y sobre los tiempos modernos. Es también un héroe, que ha empezado las cosas enteramente por el principio, y ha puesto un solar firme, de nuevo, para la filosofía, en el que ella ha vuelto sobre sí misma, después de mil años» (Hegel).

«¿Hubo jamás audacia tan bella y tan noble (...) y tan coronada por la fortuna? Descartes, en la historia del pensamiento, será siempre este caballero francés que partió con tanta decisión» (Ch. Péguy).

«Descartes tiene bajo su influencia algunos siglos de historia humana, y algunos desastres de los que aún no vemos el fin» (Jacques Maritain)

Gentileza de http://www.arvo.net/para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL