FILOSOFÍA FUNDAMENTAL

 

Por D. Jaime Balmes

Presbítero.

 

 

TOMO I

 

PRÓLOGO

 

El título de Filosofía fundamental, no significa una pretensión vanidosa, sino el objeto de que se trata. No me lisonjeo en fundar de filosofía, pero me propongo examinar sus cuestiones fundamentales; por esto llamo á la obra: Filosofía fundamental. Me ha impulsado á publicarla el deseo de contribuir á que los estudios filosóficos adquieran en España mayor amplitud de la que tienen en la actualidad; y de prevenir, en cuanto alcancen mis débiles fuerzas, un grave peligro que nos amenaza: el de introducírsenos una filosofía plagada de errores trascendentales. A pesar de la turbación de los tiempos, se nota en España un desarrollo intelectual que dentro de algunos años se hará sentir con mucha fuerza; y es preciso guardarnos de que los errores que se han extendido por moda, se arraiguen por principios.

 

Tamaña calamidad solo puede precaverse con estudios sólidos y bien dirigidos: en nuestra época el mal no se contiene con la sola represión; es necesario ahogarle con la abundancia del bien. La presente obra ¿podrá conducir á este objeto? El público lo ha de

juzgar.

 

LIBRO PRIMERO

 

DE LA CERTEZA

 

 

CAPÍTULO I[1]

IMPORTANCIA Y UTILIDAD DE LAS CUESTIONES SOBRE LA CERTEZA

 

[1.] El estudio de la filosofía debe comenzar por el examen de las cuestiones sobre la certeza; antes de levantar el edificio es necesario pensar en el cimiento.

 

Desde que hay filosofía, es decir, desde que los hombres reflexionan sobre sí mismos y sobre los seres que los rodean, se han agitado cuestiones que tienen por objeto la base en que estriban los conocimientos humanos: esto prueba que hay aquí dificultades serias.

La esterilidad de los trabajos filosóficos no ha desalentado á los investigadores: esto manifiesta que en el último término de la investigación, se divisa un objeto de alta importancia.

 

Sobre las cuestiones indicadas han cavilado los filósofos de la manera mas extravagante; en pocas materias nos ofrece la historia del espíritu humano tantas y tan lamentables aberraciones. Esta consideración podría sugerir la sospecha de que semejantes investigaciones nada sólido presentan al espíritu y que solo sirven para alimentar la vanidad del sofista. En la presente materia, como en muchas otras, no doy demasiada importancia á las opiniones de los filósofos, y estoy lejos de creer que deban ser considerados como legítimos representantes de la razón humana; pero no se puede negar al menos, que en el orden intelectual son la parte mas activa del humano linaje. Cuando todos los filósofos disputan, disputan en cierto modo la humanidad misma. Todo hecho que afecta al linaje humano es digno de un examen profundo; despreciarle por las cavilaciones que le rodean, seria caer en la mayor de ellas: la razón y el buen sentido no deben contradecirse, y esta contradicción existiría si en nombre del buen sentido se despreciara como inútil lo que ocupa la razón de las inteligencias mas privilegiadas. Sucede con frecuencia que lo grave, lo significativo, lo que hace meditar á un hombre pensador, no son ni los resultados de una disputa, ni las razones que en ella se aducen, sino la existencia misma de la disputa. Esta vale tal vez poco por lo que es en sí, pero quizás vale mucho por lo que indica.

 

[2.] En la cuestión de la certeza están encerradas en algún modo todas las cuestiones filosóficas: cuando se la ha desenvuelto completamente, se ha examinado bajo uno ú otro aspecto todo lo que la razón humana puede concebir sobre Dios, sobre el hombre, sobre el universo. A primera vista se presenta quizás como un mero cimiento del edificio científico: pero en este cimiento, si se le examina con atención, se ve retratado el edificio entero: es un plano en que se proyectan de una manera muy visible, y en hermosa perspectiva, todos los sólidos que ha de sustentar.

 

[3.] Por mas escaso que fuere el resultado directo é inmediato de estas investigaciones, es sobre manera útil el hacerlas. Importa mucho acaudalar ciencia, pero no importa menos conocer sus límites. Cercanos á los límites se hallan los escollos, y estos debe conocerlos el navegante. Los límites de la ciencia humana se descubren en el examen de las cuestiones sobre la certeza.

 

Al descender á las profundidades á que estas cuestiones nos conducen, el entendimiento se ofusca y el corazón se siente sobrecogido de un religioso pavor. Momentos antes contemplábamos el edificio de los conocimientos humanos, y nos llenábamos de orgullo al verle con sus dimensiones colosales, sus formas vistosas, su construcción galana y atrevida; hemos penetrado en él, se nos conduce por hondas cavidades, y como si nos halláramos sometidos á la influencia de un encanto, parece que los cimientos se adelgazan, se evaporan, y que el soberbio edificio queda flotando en el aire.

 

[4.] Bien se echa de ver que al entrar en el examen de la cuestión sobre la certeza no desconozco las dificultades de que está erizada; ocultarlas no seria resolverlas; por el contrario, la primera condición para hallarles solución cumplida, es verlas con toda claridad, sentirlas con viveza. Que no se apoca el humano entendimiento por descubrir el borde mas allá del cual no le es dado caminar; muy al contrario esto le eleva y fortalece: así el intrépido naturalista que en busca de un objeto ha penetrado en las entrañas de la tierra, siente una mezcla de terror y de orgullo al hallarse sepultado en lóbregos subterráneos, sin mas luz que la necesaria para ver sobre su cabeza inmensas moles medio desgajadas, y discurrir á sus plantas abismos insondables.

 

En la oscuridad de los misterios de la ciencia, en la misma incertidumbre, en los asaltos de la duda que amenaza arrebatarnos en un instante la obra levantada por el espíritu humano en el espacio de largos siglos, hay algo de sublime que atrae y cautiva. En la contemplación de esos misterios se han saboreado en todas épocas los hombres mas grandes: el genio que agitara sus alas sobre el Oriente, sobre la Grecia, sobre Roma, sobre las escuelas de los siglos medios, es el mismo que se cierne sobre la Europa moderna. Platón, Aristóteles, san Agustín, Abelardo, san Anselmo, santo Tomás de Aquino, Luis Vives, Bacon, Descartes, Malebranche, Leibnitz; todos, cada cual á su manera, se han sentido poseídos de la inspiración filosófica, que inspiracion hay también en la filosofía, é inspiración sublime.

 

Todo lo que concentra al hombre llamándole á elevada contemplación en el santuario de su alma, contribuye á engrandecerle, porque le despega de los objetos materiales, le recuerda su alto origen, y le anuncia su inmenso destino. En un siglo de metálico y de goces, en que todo parece encaminarse á no desarrollar las fuerzas del espíritu, sino en cuanto pueden servir á regalar el cuerpo, conviene que se renueven esas grandes cuestiones, en que el entendimiento divaga con amplísima libertad por espacios sin fin.

 

Solo la inteligencia se examina á sí propia. La piedra cae sin conocer su caída; el rayo calcina y pulveriza, ignorando su fuerza; la flor nada sabe de su encantadora hermosura; el bruto animal sigue sus instintos, sin preguntarse la razón de ellos; solo el hombre, en frágil organización que aparece un momento sobre la tierra para deshacerse luego en polvo, abriga un espíritu que después de abarcar el mundo, ansía por comprenderse, encerrándose en sí propio, allí dentro, como en un santuario donde él mismo es á un tiempo el oráculo y el consultor. Quién soy, qué hago, qué pienso, por qué pienso, cómo pienso, qué son esos fenómenos que experimento en mí, por qué estoy sujeto á ellos, cuál es su causa, cuál el orden de su producción, cuáles sus relaciones; he aquí lo que se pregunta el espíritu; cuestiones graves, cuestiones espinosas, es verdad; pero nobles, sublimes, perenne testimonio de que hay dentro nosotros algo superior á esa materia inerte, solo capaz de recibir movimiento y variedad de formas, de que hay algo que con su actividad íntima, espontánea, radicada en su naturaleza misma, nos ofrece la imagen de la actividad infinita que ha sacado el mundo de la nada con un solo acto de su voluntad[I].

 

CAPÍTULO II[2]

VERDADERO ESTADO DE LA CUESTIÓN

 

[5.] ¿Estamos ciertos de algo? á esta pregunta responde afirmativamente el sentido común. ¿En qué se funda la certeza? ¿Cómo la adquirimos? estas son dos cuestiones difíciles de resolver en el tribunal de la filosofía.

 

La cuestión de la certeza encierra tres muy diferentes, cuya confusión contribuye no poco á crear dificultades y á embrollar materias que, aun deslindados con suma exactitud los varios aspectos que presentan, son siempre harto complicadas y espinosas.

 

Para fijar bien las ideas conviene distinguir con mucho cuidado entre la existencia de la certeza, los fundamentos en que estriba, y el modo con que la adquirimos. Su existencia es un hecho indisputable; sus fundamentos son objeto de cuestiones filosóficas; el modo de adquirirla es en muchos casos un fenómeno oculto que no está sujeto á la observación.

 

[6.] Apliquemos esta distinción á la certeza sobre la existencia de los cuerpos.

 

Que los cuerpos existen, es un hecho del cual no duda nadie que esté en su juicio. Todas las cuestiones que se susciten sobre este punto no harán vacilar la profunda convicción de que al rededor de nosotros existe lo que llamamos mundo corpóreo: esta convicción es un fenómeno de nuestra existencia, que no acertaremos quizás á explicar, pero destruirle nos es imposible: estamos sometidos á él como á una necesidad indeclinable.

 

¿En qué se funda esta certeza? Aquí ya nos hallamos no con un simple hecho, sino con una cuestión que cada filósofo resuelve á su manera:

 

Descartes y Malebranche recurren á la veracidad de Dios; Locke y Condillac se atienen al desarrollo y carácter peculiar de algunas sensaciones.

 

¿Cómo adquiere el hombre esta certeza? no lo sabe: la poseía antes de reflexionar; oye con extrañeza que se suscitan disputas sobre estas materias; y jamás hubiera podido sospechar que se buscase porque estamos ciertos de la existencia de lo que afecta nuestros sentidos.  En vano se le interroga sobre el modo con que ha hecho tan preciosa adquisión, se encuentra con ella como con un hecho apenas distinto de su existencia misma. Nada recuerda del orden de las sensaciones en su infancia; se halla con el espíritu desarrollado, pero ignora las leyes de este desarrollo, de la propia suerte que nada conoce de las que han presidido á la generación y crecimiento de su cuerpo.

 

[7.] La filosofía debe comenzar no por disputar sobre el hecho de la certeza sino por la explicación del mismo. No estando ciertos de algo nos es absolutamente imposible dar un solo paso en ninguna ciencia, ni tomar una resolución cualquiera en los negocios de la vida. Un escéptico completo seria un demente, y con demencia llevada al mas alto grado; imposible le fuera toda comunicación con sus semejantes, imposible toda serie ordenada de acciones externas, ni aun de pensamientos ó actos de la voluntad. Consignemos pues el hecho, y no caigamos en la extravagancia de afirmar que en el umbral del templo de la filosofía está sentada la locura.

 

Al examinar su objeto, debe la filosofía analizarle, mas no destruirle; que si esto hace se destruye á sí propia. Todo raciocinio ha de tener un punto de apoyo, y este punto no puede ser sino un hecho. Que sea interno ó externo, que sea una idea ó un objeto, el hecho ha de existir; es necesario comenzar por suponer algo; á este algo le llamamos hecho: quien los niega todos ó comienza por dudar de todos, se asemeja al anatómico que antes de hacer la disección quemase el cadáver y aventase las cenizas.

 

[8.] Entonces la filosofía, se dirá, no comienza por un examen sino por una afirmación; sí, no lo niego, y esta es una verdad tan fecunda que su consignación puede cerrar la puerta á muchas cavilaciones y difundir abundante luz por toda la teoría de la certeza.

 

Los filósofos se hacen la ilusión de que comienzan por la duda; nada mas falso; por lo mismo que piensan afirman, cuando no otra cosa, su propia duda; por lo mismo que raciocinan afirman el enlace de las ideas, es decir, de todo el mundo lógico.

 

Fichte, por cierto nada fácil de contentar, al tratarse del punto de apoyo de los conocimientos humanos, empieza no obstante por una afirmación, y así lo confiesa con una ingenuidad que le honra.  Hablando de la reflexión que sirve de base á su filosofía, dice: «Las reglas á que esta reflexión se halla sujeta, no están todavía demostradas; se las supone tácitamente admitidas. En su origen mas retirado, se derivan de un principio cuya legitimidad no puede ser establecida, sino bajo la condición de que ellas sean justas. Hay un círculo, pero círculo inevitable. Y supuesto que es inevitable, y que lo confesamos francamente, es permitido, para asentar el principio mas elevado, confiarse á todas las leyes de la lógica general. En el camino donde vamos á entrar con la reflexión, debemos partir de una proposición cualquiera que nos sea concedida por todo el mundo, sin ninguna contradicción.» (Fichte, Doctrina de la ciencia, 1.ª parte, § 1).

 

[9.] La certeza es para nosotros una feliz necesidad; la naturaleza nos la impone, y de la naturaleza no se despojan los filósofos. Vióse un día Pirron acometido por un perro, y como se deja suponer, tuvo buen cuidado de apartarse, sin detenerse á examinar si aquello era un perro verdadero ó solo una apariencia; riéronse los circunstantes echándole en cara la incongruencia de su conducta con su doctrina, mas Pirron les respondió con la siguiente sentencia que para el caso era muy profunda: «es difícil despojarse totalmente de la naturaleza humana.»

 

[10.] En buena filosofía, pues, la cuestión no versa sobre la existencia de la certeza, sino sobre los motivos de ella y los medios de adquirirla. Este es un patrimonio de que no podemos privarnos, aun cuando nos empeñemos en repudiar los títulos que nos garantizan su propiedad. ¿Quién no está cierto de que piensa, siente, quiere, de que tiene un cuerpo propio, de que en su alrededor hay otros semejantes al suyo, de que existe el universo corpóreo? Anteriormente á todos los sistemas, la humanidad ha estado en posesión de esta certeza, y en el mismo caso se halla todo individuo, aun cuando en su vida no llegue á preguntarse qué es el mundo, qué es un cuerpo, ni en qué consisten la sensación, el pensamiento y la voluntad. después de examinados los fundamentos de la certeza, y reconocidas las graves dificultades que sobre ellos levanta el raciocinio, tampoco es posible dudar de todo.  No ha habido jamás un verdadero escéptico en toda la propiedad de la palabra.

 

[11.] Sucede con la certeza lo mismo que en otros objetos de los conocimientos humanos. El hecho se nos presenta de bulto, con toda claridad, mas no penetramos su íntima naturaleza. Nuestro entendimiento está abundantemente provisto de medios para adquirir noticia de los fenómenos así en el orden material como en el espiritual, y posee bastante perspicacia para descubrir, deslindar y clasificar las leyes á que están sujetos; pero cuando trata de elevarse al conocimiento de la esencia misma de las cosas, ó investigar los principios en que se funda la ciencia de que se gloría, siente que sus fuerzas se debiliten, y como que el terreno donde fija su planta, tiembla y se hunde.

 

Afortunadamente el humano linaje está en posesión de la certeza independientemente de los sistemas filosóficos, y no limitada á los fenómenos del alma, sino extendiéndose á cuanto necesitamos para dirigir nuestra conducta con respecto á nosotros y á los objetos externos. Antes que se pensase en buscar si había certeza, todos los hombres estaban ciertos de que pensaban, querían, sentían, de que tenían un cuerpo con movimiento sometido á la voluntad, y de que existía el conjunto de varios cuerpos que se llama universo.  Comenzadas las investigaciones, la certeza ha continuado la misma entre todos los hombres, inclusos los que disputaban sobre ella; ninguno de estos ha podido ir mas allá que Pirron y encontrar fácil el despojarse de la naturaleza humana.

 

[12.] No es posible determinar hasta qué punto haya alcanzado á producir duda sobre algunos objetos el esfuerzo del espíritu de ciertos filósofos empeñados en luchar con la naturaleza; pero es bien cierto: primero, que ninguno ha llegado á dudar de los fenómenos internos cuya presencia sentía íntimamente; segundo, que si alguno ha podido persuadirse de que á estos fenómenos no les correspondía algún objeto externo, esta habrá sido una excepción tan extraña que, en la historia de la ciencia y á los ojos de una buena filosofía, no debe tener mas peso que las ilusiones de un maniático. Si á este punto llegó Berkeley al negar la existencia de los cuerpos, haciendo triunfar sobre el instinto de la naturaleza las cavilaciones de la razón, el filósofo de Cloyne, aislado, y en oposición con la humanidad entera, merecería el dictado que con razón se aplica á los que se hallan en situación semejante: la locura por ser sublime no deja de ser locura.

 

Los mismos filósofos que llevaron mas lejos el escepticismo, han convenido en la necesidad de acomodarse en la práctica á las apariencias de los sentidos, relegando la duda al mundo de la especulación. Un filósofo disputará sobre todo, cuanto se quiera; pero en cesando la disputa deja de ser filósofo, continúa siendo hombre á semejanza de los demás, y disfruta de la certeza como todos ellos. Así lo confiesa Hume que negaba con Berkeley la existencia de los cuerpos: «Yo como, dice, juego al chaquete, hablo con mis amigos, soy feliz en su compañía, y cuando después de dos ó tres horas de diversión vuelvo á estas especulaciones, me parecen tan frías, tan violentas, tan ridículas, que no tengo valor para continuarlas. Me veo pues absoluta y necesariamente forzado á vivir, hablar y obrar como los demás hombres en los negocios comunes de la vida.» (Tratado de la naturaleza humana, tomo 1.º).

 

[13.] En las discusiones sobre la certeza es necesario precaverse contra el prurito pueril de conmover los fundamentos de la razón humana. Lo que se debe buscar en esta clase de cuestiones es un conocimiento profundo de los principios de la ciencia y de las leyes que presiden al desarrollo de nuestro espíritu. Empeñarse en destruir estas leyes es desconocer el objeto de la verdadera filosofía; basta que las sometamos á nuestra observación, de la propia suerte que determinamos las del mundo material sin intención de trastornar el orden admirable que reina en el universo. Los escépticos que comienzan por dudar de todo para hacer mas sólida su filosofía, se parecen á quien, curioso de observar y fijar con exactitud los fenómenos de la vida, se abriese sin piedad el pecho y aplicase el escalpelo á su corazón palpitante.

 

La sobriedad es tan necesaria al espíritu para sus adelantos como al cuerpo para su salud; no hay sabiduría sin prudencia, no hay filosofía sin cordura. Existe en el fondo de nuestra alma una luz divina que nos conduce con admirable acierto, si no nos obstinamos en apagarla; su resplandor nos guía, y en llegando al límite de la ciencia nos le muestra, haciéndonos leer con claros caracteres la palabra basta. No vayáis mas allá; quien la ha escrito es el Autor de todos los seres, el que ha establecido las leyes que rigen al espíritu como al cuerpo, y que contiene en su esencia infinita la última razón de todo.

 

[14.] La certeza que preexiste á todo examen no es ciega; antes por el contrario, ó nace de la claridad de la visión intelectual, ó de un instinto conforme á la razón: no es contra la razón, es su basa.  Cuando discurrimos, nuestro espíritu conoce la verdad por el enlace de las proposiciones, como si dijéramos por la luz que refleja de unas verdades á otras. En la certeza primitiva, la visión es por luz directa, no necesita de reflexión.

 

Al consignar pues la existencia de la certeza no hablamos de un hecho ciego, no queremos extinguir la luz en su mismo origen, antes decimos que allí la luz es mas brillante que en sus raudales. Tenemos á la vista un cuerpo cuyos resplandores iluminan el mundo en que vivimos; si se nos pide que expliquemos su naturaleza y sus relaciones con los demás, ¿comenzaremos por apagarle? Los físicos para buscar la naturaleza de la luz y determinar las leyes á que está sometida, no han comenzado por privarse de la luz misma y ponerse á oscuras.

 

[15.] Este método de filosofar tiene algo de dogmatismo, pero dogmatismo tal que, como hemos visto, tiene en su apoyo á los mismos Pirron, Hume, Fichte, mal de su grado. No es un simple método filosófico, es la sumisión voluntaria á una necesidad indeclinable de nuestra propia naturaleza; es la combinación de la razón con el instinto, es la atención simultánea á las diferentes voces que resuenan en el fondo de nuestro espíritu. Pascal ha dicho: «la naturaleza confunde á los pirrónicos, y la razón á los dogmáticos.» Este pensamiento que pasa por profundo, y que lo es bajo cierto aspecto, encierra no obstante alguna inexactitud. La confusión no es igual en ambos casos: la razón no confunde al dogmático si no se la separa de la naturaleza; y la naturaleza confunde al pirrónico, ya sola, ya unida con la razón. El verdadero dogmático comienza por dar á la razón el cimiento de la naturaleza; emplea una razón que se conoce á sí misma, que confiesa la imposibilidad de probarlo todo, que no toma arbitrariamente el postulado que ha menester, sino que lo recibe de la naturaleza misma. Así la razón no confunde al dogmático que guiado por ella busca el fundamento que la puede asegurar. Cuando la naturaleza confunde á los pirrónicos atestigua el triunfo de la razón de los dogmáticos, cuyo argumento principal contra aquellos, es la voz de la misma naturaleza. El pensamiento de Pascal seria mas exacto reformado de esta manera: «La naturaleza confunde á los pirrónicos, y es necesaria á la razón de los dogmáticos.» Habría menos antítesis, pero mas verdad. La necesidad de la naturaleza no la desconocen los dogmáticos; sin esta basa la razón nada puede; para ejercer su fuerza exige un punto de apoyo; con él ofrecía Arquímedes levantar la tierra; sin él la inmensa palanca no hubiera movido un solo átomo (II).

 

CAPÍTULO III[3]

DOS CERTEZAS: LA DEL GÉNERO HUMANO Y LA FILOSOFÍA.

 

[16.] La certeza no nace de la reflexión; es un producto espontáneo de la naturaleza del hombre, y va aneja al acto directo de las facultades intelectuales y sensitivas. Como que es una condición necesaria al ejercicio de ambas, y que sin ella la vida es un caos, la poseemos instintivamente y sin reflexión alguna, disfrutando de este beneficio del Criador como de los demás que acompañan inseparablemente nuestra existencia.

 

[17.] Es preciso pues distinguir entre la certeza del género humano, y la filosófica; bien que hablando ingenuamente, no se comprende bastante lo que pueda valer una certeza humana diferente de la del género humano.

 

Prescindiendo de los esfuerzos que por algunos instantes hace el filósofo para descubrir la base de los humanos conocimientos, es fácil de notar que él mismo se confunde luego con el común de los hombres.  Esas cavilaciones no dejan rastro en su espíritu en lo tocante á la certeza de todo aquello de que está cierta la humanidad. Descubre entonces que no era una verdadera duda lo que sentía, aunque quizás él mismo se hiciese la ilusión de lo contrario; eran simples suposiciones, nada mas. En interrumpiendo la meditación, y aun si bien se observa, mientras ella dura, se halla tan cierto como el mas rústico, de sus actos interiores, de la existencia del cuerpo propio, de los demás que rodean el suyo, y de mil otras cosas que constituyen el caudal de conocimiento necesario para los usos de la vida.

 

Desde el niño de pocos años hasta el varón de edad provecta y juicio maduro, preguntadles sobre la certeza de la existencia propia, de sus actos, internos y externos, de los parientes y amigos, del pueblo en que residen y de otros objetos que han visto, ó de que han oído hablar, no observaréis vacilación alguna; y lo que es mas, ni diferencia de ninguna clase, entre los grados de semejante certeza; de modo que si no tienen noticia de las cuestiones filosóficas que sobre estas materias se agitan, leeréis en sus semblantes la admiración y el asombro de que haya quien pueda ocuparse seriamente en averiguar cosas tan claras.

 

[18.] Como no es posible saber de qué manera se van desenvolviendo las facultades sensitivas intelectuales y morales de un niño, no es dable tampoco demostrar á priori, por el análisis de las operaciones que en su espíritu se realizan, que á la formación de la certeza no concurren los actos reflejos; pero no será difícil demostrarlo por los indicios que de sí arroja el ejercicio de estas facultades, cuando ya se hallan en mucho desarrollo.

 

Si bien se observa, las facultades del niño tienen un hábito de obrar en un sentido directo, y no reflejo, lo cual manifiesta que su desarrollo no se ha hecho por reflexión, sino directamente.

 

Si el desarrollo primitivo fuese por reflexión, la fuerza reflexiva seria grande; y sin embargo no sucede así: son muy pocos los hombres dotados de esta fuerza, y en la mayor parte es poco menos que nula.  Los que llegan á tenerla, la adquieren con asiduo trabajo, y no sin haberse violentado mucho, para pasar del conocimiento directo al reflejo.

 

[19.] Enseñad á un niño un objeto cualquiera y lo percibe bien; pero llamadle la atención sobre la percepción misma, y desde luego su entendimiento se oscurece y se confunde.

 

Hagamos la experiencia. Supongamos un niño á quien se enseñan los rudimentos de la geometría.--¿Ves esta figura, que se cierra con las tres líneas? Esto se llama triángulo: las líneas tienen el nombre de lados, y esos puntos donde se reúnen las líneas se apellidan vértices de sus ángulos.—Lo comprendo bien.--¿Ves esa otra que se cierra con cuatro líneas? es un cuadrilátero; el cual como el triángulo, tiene también sus lados y sus vértices.—Muy bien.--¿Un cuadrilátero puede ser triángulo ó viceversa?--No señor.—Jamás?--Jamás.--¿Y por qué?--¿No ve V. que aquí hay cuatro y aquí tres lados? ¿cómo pueden ser una misma cosa?--Pero quién sabe?..... á ti te lo parece.....  pero.....--¿No señor, no lo ve V. aquí? este tres, ese otro cuatro, y no es lo mismo cuatro que tres.

 

Atormentad el entendimiento del niño tanto como queráis, no le sacaréis de su tema: siempre notaréis su percepción y su razón obrando en sentido directo, esto es, fijándose sobre el objeto; pero no lograréis que por sí solo dirija la atención á los actos interiores, que piense en su pensamiento, que combine ideas reflejas, ni que en ellas busque la certeza de su juicio.

 

[20.] Y he aquí un defecto capital del arte de pensar, tal como se ha enseñado hasta ahora. A una inteligencia tierna, se la ejercita luego con lo mas difícil que ofrece la ciencia, el reflexionar: lo que es tan desacertado como si se comenzase el desarrollo material del niño, por los ejercicios mas arduos de la gimnástica. El desarrollo científico del hombre se ha de fundar sobre el natural, y este no es reflejo sino directo.

 

[21.] Aplíquese la misma observación al uso de los sentidos.

 

¿Oye Vd. qué música? dice el niño.—Cómo, qué música?--No oye Vd.?  está Vd. sordo?--A ti te lo parece.—Pero señor, ¡si se oye tan bien!... ¿cómo es posible?--Pero, ¿cómo lo sabes?--Señor si lo oigo!.....

 

Y de ese lo oigo no se le podrá sacar, y no lograréis que vacile, ni que para deshacerse de las importunidades apele á ningún acto reflejo:

 

«yo la oigo; ¿no la oye Vd.?» para él no hay mas razón, y toda vuestra filosofía no valdría tanto como la irresistible fuerza de la sensación que le asegura de que hay música, y que quien lo dude, ó se chancea ó está sordo.

 

[22.] Si las facultades del niño se hubiesen desarrollado en una alternativa de actos directos y reflejos, si al irse cerciorando de las cosas hubiese pensado en algo mas que en las cosas mismas, claro es que una continuación de actos semejantes hubiera dejado huella en su espíritu, y que al encontrarse en una situación apremiadora en que se le preguntaban los motivos de su certeza, hubiera echado mano de los mismos medios que le sirvieron en el sucesivo desarrollo de sus facultades, se hubiera desentendido del objeto, se hubiera replegado sobre sí mismo, y de un modo ú otro habría pensado en su pensamiento, y contestado á la dificultad en el mismo sentido. Nada de esto sucede; lo que indica que no han existido tales actos reflejos, que no ha habido mas que las percepciones acompañadas de la conciencia íntima y de la certeza de ellas; pero todo en confuso, de una manera instintiva, sin nada que parecerse pudiera á reflexiones filosóficas.

 

[23.] Y es de notar que lo que acontece al niño, se verifica también en los hombres adultos, por claro y despejado que sea su entendimiento. Si no están iniciados en las cuestiones filosóficas, recibiréis á poca diferencia las mismas respuestas al proponerles dificultades sobre los expresados objetos, y aun sobre muchísimos otros en que al parecer podría caber mas duda. La experiencia prueba mejor que todos los discursos, que nadie adquiere la certeza por acto reflejo.

 

[24.] Dicen los filósofos que las fuentes de la certeza son el sentido íntimo ó la conciencia de los actos, los sentidos exteriores, el sentido común, la razón, la autoridad. Veamos con algunos ejemplos lo que hay de reflejo en todas estas fuentes, cómo piensa el común de los hombres, y hasta los mismos filósofos, cuando no piensan como filósofos sino como hombres.

 

[25.] Una persona de entendimiento claro, pero sin noticia de las cuestiones sobre la certeza, acaba de ver un monumento que deja en el alma una impresión viva y duradera, el Escorial por ejemplo. Al ponderar lo grato del recuerdo, suscitadle dudas sobre la existencia de este en su espíritu, y su correspondencia, ya con el acto pasado de ver, ya con el edificio visto; es bien seguro que si no piensa que os chanceais, le desconcertaréis completamente haciéndole sospechar que habéis perdido el juicio. Entre cosas tan diferentes como son: la existencia actual del recuerdo, su correspondencia con el acto pasado de ver, y la conveniencia de todo con el edificio visto, él no descubre diferencia alguna. Para este caso no sabe mas que un niño de seis años: «me acuerdo; lo vi; es tal como lo recuerdo:» he aquí toda su ciencia; nada de reflexión, nada de separación, todo directo y simultáneo.

 

Haced las suposiciones que bien os parezcan, no sacaréis del común de los hombres, con respecto al sentido íntimo, mas que lo que habéis sacado del recuerdo del Escorial: «es así y no hay mas.» Aquí no hay actos reflejos, la certeza acompaña al directo; y todas las reflexiones filosóficas no son capaces de añadir un adarme de seguridad, á la que nos da la fuerza misma de las cosas, el instinto de la naturaleza.

 

[26.] Ejemplo del testimonio de los sentidos.

 

Se presenta á nuestros ojos un objeto cualquiera, y si está á la correspondiente distancia y con la luz suficiente, juzgamos luego de su tamaño, figura y color; quedándonos muy seguros de la verdad de nuestro juicio, aun cuando en nuestra vida no hayamos pensado en las teorías de las sensaciones, ni en las relaciones de nuestros órganos entre sí y con los objetos externos. ningún acto reflejo acompaña la formación del juicio; todo se hace instintivamente, sin que intervengan consideraciones filosóficas. Lo vemos y nada mas; esto nos basta para la certeza. Solo después de haber manejado los libros donde se ventilan semejantes cuestiones, volvemos la atención sobre nuestros actos; y aun es de notar, que esta atención dura, interin nos ocupamos del análisis científico; pues en olvidándonos de esto, lo que sucede bien pronto, entramos de nuevo en la corriente universal, y solo echamos mano de la filosofía en casos muy contados.

 

Nótese que aquí se habla de la certeza del juicio formado á consecuencia de la sensación, solo en cuanto está ligado con los usos de la vida, y de ninguna manera en lo tocante á su mayor ó menor exactitud con respecto á la naturaleza de las cosas. Así, poco importa que los colores por ejemplo, sean considerados como calidades inherentes á los cuerpos, aun cuando esto sea ilusión; basta que el juicio formado no altere en nada nuestras relaciones con los objetos, sea cual fuere la teoría filosófica.

 

[27.] Ejemplo del sentido común.

 

En presencia de un concurso numeroso, arrojad á la aventura en el suelo un cajón de caracteres de imprenta, y decid á los circunstantes que resultarán escritos los nombres de todos ellos; por unanimidad se reirán de vuestra insensatez; y ¿en qué se fundan? ¿han reflexionado sobre el fundamento de su certeza? No, de seguro.

 

[28.] Ejemplo de la razón.

 

Todos raciocinamos, y en muchos casos con acierto. Sin arte, sin reflexión de ninguna clase, distinguimos con frecuencia lo sólido de lo fútil, lo sofístico de lo concluyente. Para esto no necesitamos atender al curso que sigue nuestro entendimiento; sin advertirlo siquiera nos vamos por el buen camino; y tal hombre habrá formado en su vida millones de raciocinios muy rigurosos y exactos, que no habrá atendido una sola vez al modo con que raciocina. Aun los mas versados en el artificio de la dialéctica se olvidan á menudo de ella; la practican quizás muy bien, pero sin atender expresamente á ninguna de sus reglas.

 

[29.] Los ideólogos escriben volúmenes enteros sobre las operaciones de nuestro entendimiento; y estas operaciones las ejecuta el hombre mas rústico sin pensar que las hace. ¡Cuánto no se ha escrito sobre la abstracción, sobre la generalización, sobre los universales! Y no hay hombre que no tenga todo esto muy bien arreglado en su cabeza, aunque no sepa que existe una ciencia que lo examina. En su lenguaje, hallaréis expresado lo universal y lo particular, notaréis que en su discurso cada cosa ocupa el puesto que le corresponde; sus actos directos no le ofrecen dificultad. Pero llamadle la atención sobre esos mismos actos, sobre la abstracción por ejemplo: lo que en el orden directo del pensamiento era tan claro y luminoso, se convierte en un caos al pasar al orden reflejo.

 

Se echa pues de ver que en el medio de suyo mas reflexivo, cual es el raciocinio, obra muy poco la reflexión, que tiene por objeto el mismo acto que se ejerce.

 

[30.] Ejemplo de la autoridad.

 

ningún habitante de países civilizados ignora que existe una nación llamada Inglaterra; y la mayor parte de ellos, no lo saben sino por haberlo oído ó leído, es decir, por autoridad. Claro es que la certeza de la existencia de la Inglaterra es tanta, que no la excede la de los mismos objetos que se tienen á la vista; y sin embargo, ¿cuántos son los que han pensado en el análisis de los fundamentos en que se apoya semejante certeza? Muy pocos. ¿Y esta será mayor en los que se hayan ocupado de ella que en los demás? No, seguramente. Luego en el presente caso y otros infinitos análogos, para nada intervienen los actos reflejos; la certeza se forma instintivamente, sin el auxilio de ningún medio parecido á los filosóficos.

 

[31.] Estos ejemplos manifiestan que la humanidad en lo tocante á la certeza, anda por caminos muy diferentes de los de la filosofía: el Criador que ha sacado de la nada á los seres, los ha provisto de lo necesario para ejercer sus funciones según el lugar que ocupan en el universo; y una de las primeras necesidades del ser inteligente era la certeza de algunas verdades. ¿Qué seria de nosotros si al comenzar á recibir impresiones, al germinar en nuestro entendimiento las primeras ideas, nos encontrásemos con el fatigoso trabajo de labrar un sistema que nos pusiese á cubierto de la incertidumbre? Si así fuese, nuestra inteligencia moriría al nacer; porque envuelta en el caos de sus propias cavilaciones en el momento de abrir los ojos á la luz, y cuando sus fuerzas son todavía tan escasas, no alcanzaría á disipar las nubes que se levantarían de todos lados, y acabarían por sumirla en una completa oscuridad.

 

Si los filósofos mas aventajados, si las inteligencias mas claras y penetrantes, si los genios de mas pujanza y brío, han trabajado con tan escaso fruto por asentar los principios sólidos que pudiesen servir de fundamento á las ciencias, ¿qué sucediera si el Criador no hubiese acudido á esta necesidad, proveyendo de certeza á la tierna inteligencia, del propio modo que para la conservación del cuerpo ha preparado el aire que le vivifica, y la leche que le alimenta?

 

[32.] Si alguna parte de la ciencia debe ser considerada como puramente especulativa, es sin duda la que versa sobre la certeza: y esta proposición por mas que á primera vista parezca una paradoja, es sin embargo una verdad nada difícil de demostrar.

 

[33.] ¿Qué puede proponerse en este particular la filosofía? ¿Producir la certeza? Esta existe, independiente de todos los sistemas filosóficos: nadie había pensado en semejantes cuestiones, cuando la humanidad estaba ya cierta de infinitas cosas. Todavía mas: después de suscitada la cuestión, han sido pocos los que se han ocupado de ella, comparados con la totalidad del género humano: lo mismo sucede ahora, y sucederá en adelante. Luego cuantas teorías se excogiten sobre este punto en nada pueden influir en el fenómeno de la certeza.  Lo que se dice con respecto á producirla, puede extenderse al intento de consolidarla. ¿Cuándo han tenido ó tendrán ni ocasión ni tiempo el común de los hombres, para ocuparse de semejantes cuestiones?

 

[34.] Si algo hubiera podido producir la filosofía en esta parte, habría sido el escepticismo; pues que la variedad y oposición de los sistemas eran mas propias para engendrar dudas que para disiparlas.  Afortunadamente, la naturaleza se resiste al escepticismo de una manera insuperable; y los sueños del gabinete de los sabios no trascienden á los usos de la vida del común de los hombres, ni aun de los mismos que los padecen ó los fingen.

 

[35.] El objeto mas razonable que en esta cuestión puede proponerse la filosofía es el examinar simplemente los cimientos de la certeza, solo con la mira de conocer mas á fondo al espíritu humano, sin lisonjearse de producir ninguna alteración en la práctica: á la manera que los astrónomos observan la carrera de los astros, y procuran averiguar y determinar las leyes á que está sujeta, sin que por esto presuman poder modificarlas.

 

[36.] Mas aun en esta suposición, se halla la filosofía en situación nada satisfactoria: porque si recordamos lo que arriba se lleva establecido, echaremos de ver que la ciencia observa un fenómeno real y verdadero, pero le da una explicación gratuita, haciendo de él un análisis imaginario.

 

En efecto, se ha demostrado con la experiencia que nuestro entendimiento no se guía por ninguna de las consideraciones que tienen presentes los filósofos; su asenso, en los casos en que va acompañado de mayor certeza, es un fruto espontáneo de un instinto natural, no de combinaciones; una adhesión firme arrancada por la evidencia de la verdad, ó la fuerza del sentido íntimo ó el impulso del instinto, no una convicción producida por una serie de raciocinios; luego esas combinaciones y raciocinios, solo existen en la mente del filósofo, mas no en la realidad; luego cuando se quieren señalar los cimientos de la certeza, se indica lo que tal vez pudiera ó debiera haber, pero no lo que hay.

 

Si los filósofos se guiasen por sus sistemas y no se olvidasen ó no prescindiesen de ellos, tan pronto como acaban de explicarlos, y aun mientras los explican, pudiera decirse que si no se da razón de la certeza humana, se da de la certeza filosófica; pero limitándose los mismos filósofos á usar de sus medios científicos, solo cuando los desenvuelven en sus cátedras, resulta que los pretendidos cimientos son una pura título que poco ó nada tiene que ver con la realidad de las cosas.

 

[37.] Esta demostración de la vanidad de los sistemas filosóficos en lo tocante á los fundamentos de la certeza, lejos de conducir al escepticismo, lleva á un punto directamente opuesto: porque haciéndonos apreciar en su justo valor la vanidad de las cavilaciones humanas, y comparando su impotencia con la irresistible fuerza de la naturaleza, nos aparta del necio orgullo de sobreponernos á las leyes dictadas por el Criador á nuestra inteligencia, nos hace entrar en el cauce por donde corre la humanidad en el torrente de los siglos, y nos inclina á aceptar con una filosofía juiciosa, lo mismo que de todos modos nos fuerzan á aceptar las leyes de nuestra naturaleza (III).

 

CAPÍTULO IV[4]

SI EXISTE LA CIENCIA TRASCENDENTAL EN EL ORDEN INTELECTUAL ABSOLUTO.

 

[38.] Los filósofos han buscado un primer principio de los conocimientos humanos: cada cual le ha señalado á su manera, y después de tanta discusión, todavía es dudoso quién ha acertado, y hasta si ha acertado nadie.

 

Antes de preguntar cuál era el primer principio, era necesario saber si existía. Esta última cuestión no puede suponerse resuelta en sentido afirmativo, pues como veremos luego, es susceptible de diferentes resoluciones según el aspecto bajo el cual se la mira.

 

El primer principio de los conocimientos puede entenderse de dos maneras: ó en cuanto significa una verdad única de la cual nazcan todas las demás; ó en cuanto expresa una verdad cuya suposición sea necesaria, si no se quiere que desaparezcan todas las otras. En el primer sentido se busca un manantial del cual nazcan todas las aguas que riegan una campiña; en el segundo, se pide un punto de apoyo para afianzar sobre él un gran peso.

 

[39.] ¿Existe una verdad de la cual dimanen todas las otras? En la realidad, en el orden de los seres, en el orden intelectual universal, sí; en el orden intelectual humano, no.

 

[40.] En el orden de los seres hay una verdad origen de todas; porque la verdad es la realidad, y hay un Ser, autor de todos los seres. Este ser es una verdad, la verdad misma, la plenitud de verdad; porque es el ser por esencia, la plenitud del ser.

 

Esta unidad de origen la han reconocido en cierto modo todas las escuelas filosóficas. Los ateos hablan de la fuerza de la naturaleza, los panteístas, de la sustancia única, de lo absoluto, de lo incondicional; unos y otros han abandonado la idea de Dios, y trabajan por reemplazarla con algo que sirva de origen á la existencia del universo y al desarrollo de sus fenómenos.

 

[41.] En el orden intelectual universal hay una verdad de la cual dimanan todas; es decir, que esa unidad de origen de todas las verdades, no solo se halla en las verdades realizadas, ó en los seres considerados en sí mismos, sino también en el encadenamiento de ideas que representan á estos seres. Por manera que si nuestro entendimiento pudiese elevarse al conocimiento de todas las verdades, abrazándolas en su conjunto, en todas las relaciones que las unen, vería que á pesar de la dispersión en que se nos ofrecen en las direcciones mas remotas y divergentes, en llegando á cierta altura van convergiendo á un centro, en el cual se enlazan, como las madejas de luz en el punto luminoso que las despide.

 

[42.] Los teólogos al paso que explican los dogmas de la Iglesia, siembran á menudo en sus tratados doctrinas filosóficas muy profundas.  Así santo Tomás en sus cuestiones sobre el entendimiento de los ángeles, y en otras partes de sus obras, nos ha dejado una teoría muy interesante y luminosa. según él, á proporción que los espíritus son de un orden superior, entienden por un menor número de ideas; y así continúa la disminución hasta llegar á Dios, que entiendo por medio de una idea única, que es su misma esencia. De esta suerte según el Santo Doctor, hay no solo un ser autor de todos los seres, sino también una idea única, infinita, que las encierra todas. Quien la posea plenamente lo verá todo en ella; pero como esta plenitud, que en términos teológicos se llama comprensión, es propia únicamente de la inteligencia infinita de Dios, las criaturas cuando en la otra vida alcancen la visión beatífica, que consiste en la intuición de la esencia divina, verán mas ó menos objetos en Dios según sea la mayor ó menor perfección con que le posean. ¡Cosa admirable! El dogma de la visión beatífica bien examinado, es también una verdad que derrama torrentes de luz sobre las teorías filosóficas! El sueño sublime de Malebranche sobre las ideas, era quizás una reminiscencia de sus estudios teológicos.

 

[43.] La ciencia trascendental, que las abraza y explica todas, es una quimera para nuestro espíritu mientras habita sobre la tierra; pero es una realidad para otros espíritus de un orden superior, y lo será para el nuestro cuando desprendido del cuerpo mortal, llegue á las regiones de la luz.

 

[44.] En cuanto podemos conjeturar por analogías, tenemos pruebas de que existe en efecto esa ciencia trascendental que las encierra todas, y que á su vez se refunde en un solo principio, ó mejor, en una sola idea, en una sola intuición. Observando la escala de los seres, los grados en que están distribuidas las inteligencias individuales, y el sucesivo progreso de las ciencias, se nos presenta la imagen de esta verdad de una manera muy notable.

 

Uno de los caracteres distintivos de la inteligencia es el generalizar, el percibir lo común en lo vario, el reducir lo múltiplo á la unidad; y esta fuerza es proporcional al grado de inteligencia.

 

[45.] El bruto está limitado á sus sensaciones, y á los objetos que se las causan. Nada de generalizar, nada de clasificar, nada que se eleve sobre la impresión recibida, y el instinto de satisfacer sus necesidades. El hombre, tan pronto como abre los ojos de su inteligencia, percibe desde luego un sinnúmero de relaciones; lo que ha visto en un caso lo aplica á otros diferentes: generaliza, encerrando en una idea muchísimas otras. Quiere el niño alcanzar un objeto, no puede llegar á él; y al instante improvisa su escalera arrimando una silla ó un banquillo. Un bruto estará mirando largas horas la tajada que le hechiza, pero que está colgada demasiado alto, sin que le ocurra que pudiera practicar la misma operación que el niño, y formar una escalera. Si se le disponen los objetos á propósito para subir, sube; pero es incapaz de pensar que en situaciones semejantes se debe ejecutar la misma operación. En un caso vemos un ser que tiene la idea general de un medio y de sus relaciones con el fin, y que cuando la necesita la emplea; en el segundo, vemos otro ser que tiene delante de sus ojos el fin y el medio, pero que no percibe su relación, y que por consiguiente no se eleva sobre la individualidad material de los objetos.

 

En el primero hay la percepción de la unidad; en el segundo, no hay ningún lazo que reúna la variedad de los hechos particulares.

 

En este ejemplo tan sencillo se nota que la infinidad de casos, en que por estar el objeto demasiado alto ofrece dificultad el alcanzarle, los tiene reducidos el niño á uno solo: posee por decirlo así la fórmula del pequeño problema.

 

Por cierto que él no se da cuenta á sí mismo de esta fórmula, es decir que no hace acto reflejo sobre ella: pero en la realidad la tiene, y la prueba es, que en ofreciéndose el caso, la aplica instantáneamente.  Aun mas: no le pongáis delante un objeto determinado, y habladle en general de cosas demasiado altas, indicándole velozmente unas tras otras; veréis que con la rapidez del relámpago aplica siempre la idea general de un medio auxiliar. Serán los brazos de sus padres, ó de un hermano mayor, ó de un criado; será una silla si está en su casa, será un montón de piedras si se halla en el campo; de todo se vale, en todo descubre la relación del medio con el fin. Cuando el fin se presenta, su atención se vuelve instantáneamente hácia el medio; la idea general, busca un caso en que individualizarse.

 

[46.] ¿Qué es un arte? ¿es un conjunto de reglas para hacer bien alguna cosa? ¿y cuándo es mas perfecto? lo es tanto mas, cuanto encierra mayor número de casos en cada regla, y por consiguiente cuanto es menor el número de estas. Antes de que se hubiesen formulado las de la arquitectura, se habían construido sin duda edificios sólidos, hermosos, y adaptados al uso á que se destinaban: pero el gran progreso de la inteligencia en lo relativo á la construcción de edificios consistió en encontrar lo que tenían de común los bien construidos; en fijar la causa de la solidez y de la belleza en sí mismas, pasando de lo individual á lo universal, es decir, formándose ideas generales de solidez y de belleza aplicables á un sin numero de casos particulares: simplificando.

 

[47.] Lo dicho de la arquitectura, puede extenderse á las demás artes liberales y mecánicas: en todas se encontrará que el adelanto de la inteligencia se cifra en reducir á la unidad la multiplicidad, en hacer que en el menor número de ideas posible, se encierre el mayor número de aplicaciones posible. Por esta razón los amantes de las letras y de las bellas artes, se afanan en busca de la idea de la belleza en general, con la mira de encontrar un tipo aplicable á todos los objetos literarios y artísticos. también podemos observar que los que se ocupan de artes mecánicas, discurren siempre por reducir sus procedimientos á pocas reglas, y aquel se tiene por mas adelantado que alcanza á combinar mayor variedad de los productos con mas sencillez en los medios, haciendo depender de una sola idea lo que otros tienen vinculado con muchas. Al contemplar una máquina que nos da admirables productos con una combinación muy sencilla, no tributamos menos elogios al artífice por lo segundo que por lo primero: «esto es magnífico, decimos, y lo mas asombroso es la sencillez con que se ejecuta.»

 

[48.] Hagamos aplicación de esta doctrina á las ciencias naturales y exactas.

 

El mérito del sistema actual de numeración consiste en encerrar en una sola idea la expresión de todos los números, haciendo el valor de cada guarismo, décuplo del que tiene á la derecha, y supliendo los huecos con el cero. La expresión de la infinidad de los números, está reducida á una sola regla, fundada en una sola idea: la relación del lugar con el décuplo del valor. La aritmética ha hecho un grande adelanto disminuyendo el número de sus operaciones fundamentales por medio de los logaritmos: reduciendo á sumar y restar las de multiplicar y dividir. El álgebra no es mas que la generalización de las expresiones y operaciones aritméticas: su simplificación. La aplicación del álgebra á la geometría, es la generalización de las expresiones geométricas: las fórmulas de las líneas, de las figuras, de los cuerpos, no son mas que la expresión de su idea universal. En ella, como en un tipo conserva el geómetra la idea matriz, generadora, bástanle las aplicaciones mas sencillas para formar cálculos exactos de todas las líneas de la misma clase que puedan ofrecérsele en la práctica. En la sencilla expresión dz/dx = A, apellidada coeficiente diferencial, se encierra la idea matriz del cálculo infinitesimal; ella dimanó de consideraciones geométricas, pero tan pronto como fue concebida en su universalidad, esparció sobre todos los ramos de las matemáticas y de las ciencias naturales un raudal de luz que hizo descubrir un nuevo mundo cuyos confines no se alcanzan. La prodigiosa fecundidad de este cálculo dimana de su simplicidad, de que generaliza por decirlo así de un golpe la misma álgebra y la geometría, reuniéndolas en un solo punto que es la relación de los límites de las diferencias de toda función.

 

[49.] Esta unidad de idea, es el objeto de la ambición de la humana inteligencia, y una vez encontrada es el manantial de los mayores adelantos. La gloria de los genios mas grandes se ha cifrado en descubrirla; el progreso de las ciencias ha consistido en aprovecharla. Vieta expone y aplica el principio de la expresión general de las cantidades aritméticas; Descartes hace lo mismo con respecto á las geométricas; Newton asienta el principio de la gravitación universal; él propio, al mismo tiempo que Leibnitz, inventa el cálculo infinitesimal; y las ciencias naturales y exactas alumbradas por una grande antorcha marchan á pasos agigantados por caminos antes desconocidos. ¿Y por qué? porque la inteligencia se ha aproximado á la unidad, ha entrado en posesión de una idea matriz en que se encierran otras infinitas.

 

[50.] Es digno de notarse que á medida que se va adelantando en las ciencias se encuentran entre ellas numerosos puntos de contacto, estrechas relaciones que á primera vista nadie hubiera podido sospechar. Cuando los matemáticos antiguos se ocupaban de las secciones cónicas estaban muy lejos de creer que la idea de la elipse hubiese de servir de base á un sistema astronómico; los focos eran simples puntos, la curva una línea y nada mas; las relaciones de aquellos con esta, eran objeto de combinaciones estériles, sin aplicación. Siglos después esos focos son el sol, y la curva las órbitas de los planetas. Las líneas de la mesa del geómetra representaban un mundo!.....

 

El íntimo enlace de las ciencias matemáticas con las naturales es un hecho fuera de duda; ¿y quién sabe hasta qué punto se enlazan unas y otras con las ontológicas, psicológicas, teológicas y morales? La dilatada escala en que están distribuidos los seres, y que á primera vista pudiera parecer un conjunto de objetos inconexos, va manifestándose á los ojos de la ciencia como una cadena delicadamente trabajada cuyos eslabones presentan sucesivamente mayor belleza y perfección. Los diferentes reinos de la naturaleza se muestran enlazados con íntimas relaciones; así las ciencias que los tienen por objeto, se prestan recíprocamente sus luces, y entran alternativamente la una en el terreno de la otra. La complicación de los objetos entre sí, trae consigo esa complicación de conocimientos; y la unidad de las leyes que rigen diferentes órdenes de seres, aproximan todas las ciencias y las encaminan á formar una sola. ¡Quién nos diera ver la identidad de origen, la unidad del fin, la sencillez de los caminos!  Entonces poseeríamos la verdadera ciencia trascendental, la ciencia única, que las encierra todas; ó mejor diremos, la idea única en que todo se pinta tal como es, en que todo se ve sin necesidad de combinar, sin esfuerzo de ninguna clase, como en un clarísimo espejo se retrata un magnífico paisaje, con su tamaño, figura y colores!  Entretanto, nos es preciso contentarnos con sombras de la realidad; y en el instinto de nuestro entendimiento para simplificar, para reducirlo todo ó aproximarlo cuando menos á la unidad, debemos ver el indicio, el anuncio, de esa ciencia única, de esa intuición de la idea única, infinita; así como en el deseo de felicidad que agita nuestro corazón, en la sed de gozar que nos atormenta, hallamos la prueba de que no acaba todo aquí, de que nuestra alma ha sido criada para la posesión de un bien que no se alcanza en la vida mortal.

 

[51.] Lo mismo que hemos observado en la escala de los seres, y en el progreso de las ciencias, podemos notarlo comparando hombres con hombres, y atendiendo el carácter que ofrece el punto mas elevado de la humana inteligencia: el genio. Los hombres de verdadero genio se distinguen por la unidad y amplitud de su concepción. Si tratan una cuestión difícil y complicada, la simplifican y allanan tomando un punto de vista elevado, fijando una idea principal que comunica luz á todas las otras; si se proponen contestar á una dificultad, señalan la raíz del error, y destruyen con una palabra toda la ilusión del sofisma; si emplean la síntesis, aciertan desde luego en el principio que ha de servir de base, y de un rasgo trazan el camino que se ha de seguir para llegar al resultado que se desea; si se valen del análisis atinan en el punto por donde debe empezar la descomposición, en el resorte oculto, y de un golpe por decirlo así, nos abren el objeto, nos ponen de manifiesto sus interioridades mas recónditas; si se trata de una invención, mientras los demás están buscando acá y acullá, ellos hieren el suelo con el pie, y dicen «el tesoro está aquí.» Nada de dilatados raciocinios; nada de rodeos: pocos pensamientos, pero fecundos: pocas palabras, pero en cada una de ellas engastada una perla de inmenso valor.

 

[52.] No cabe pues duda alguna de que en el orden intelectual hay una verdad de la cual dimanan todas las verdades, hay una idea que encierra todas las ideas; así nos lo enseña la filosofía, así nos los indican los esfuerzos, las tendencias naturales, instintivas, de toda inteligencia, cuando se afana por la simplificación y la unidad; así lo estima el sentido común, que considera tanto mas alto y noble el pensamiento, cuanto es mas vasto y mas uno (IV).

 

CAPÍTULO V[5]

NO EXISTE LA CIENCIA TRASCENDENTAL EN EL ORDEN INTELECTUAL HUMANO NO PUEDE DIMANAR DE LOS SENTIDOS.

 

[53.] En el orden intelectual humano, mientras vivimos sobre la tierra, no hay una verdad de la cual dimanen todas: en vano la han buscado los filósofos; no la han encontrado porque no era posible encontrarla. Y en efecto, ¿dónde se hallaría la deseada verdad?

 

[54.] ¿Dimanará de los sentidos?

 

Las sensaciones son tan varias como los objetos que las producen. Por ellas adquirimos noticia de cosas individuales y materiales; y en ninguna de estas ni en las sensaciones que de ellas dimanan, puede hallarse la verdad, fuente de todas las demás.

 

[55.] Observando las impresiones que por los sentidos recibimos, podemos notar que con respecto á producir certeza, todas son iguales entre sí. Tan ciertos estamos de la sensación que nos causa un ruido cualquiera como de la producida por la presencia de un objeto á nuestros ojos, de un cuerpo oloroso cercano al olfato, de uno sabroso aplicado al paladar, ó de otro que afecte vivamente el tacto. En la certeza producida por aquellas sensaciones no hay gradación, todas son iguales; porque si hablamos de la sensación misma, esta la experimentamos de una manera que no nos consiente incertidumbre; y si se trata de la relación de la sensación con la existencia del objeto externo que la causa, tan ciertos estamos de que á la sensación que se llama visión, corresponde un objeto externo visto, como que á lo que se apellida tacto, corresponde un objeto externo tocado.

 

Se infiere de lo dicho, que no hay una sensación origen de la certeza de las demás; en este punto todas son iguales; y para el común de los hombres no hay mas razón que los asegure de la certeza, sino que lo experimentan así. No ignoro que lo sucedido con los individuos á quienes se ha hecho la operación de las cataratas, indica que para apreciar debidamente el objeto sentido no es suficiente la simple sensación, y que unos sentidos auxilian á los otros; pero esto no prueba la preferencia de ninguno de ellos; pues así como el ciego á quien se dio repentinamente la vista, no formaba por la simple visión juicio exacto sobre el tamaño y distancia de los objetos vistos, sino que necesitaba el auxilio del tacto; así es muy probable que si suponemos á una persona con vista, privada de tacto desde su nacimiento, y se lo damos después repentinamente, tampoco formará juicio exacto de los objetos tocados, hasta que con el auxilio de la vista, se haya ido acostumbrando á combinar el nuevo orden de sensaciones con el antiguo, aprendiendo con el ejercicio á fijar las relaciones de la sensación con el objeto y á conocer por medio de aquella las propiedades de este.

 

[56.] El mismo hecho del ciego á quien se quitaron las cataratas, está contrariado por otros que conducen á un resultado directamente opuesto. La jóven á quien hizo la misma operación el oculista Juan Janin, y unos ciegos de nacimiento á quienes el profesor Luis de Gregori restituyó en parte la vista, no creyeron como el ciego de Cheselden, que los objetos estuviesen pegados á sus ojos, sino que luego los vieron como cosas realmente externas y separadas. Así lo refiere Rosmini (Ensayo sobre el origen de las ideas parte 5. cap. 4.  Tomo, 2. p. 286 citando el opúsculo «de las cataratas de los ciegos de nacimiento, observaciones teórico-químicas, del profesor de química y oftalmia Luis de Gregori, Romano.» Roma 1826); bien que dando la preferencia al de Cheselden que dice fue renovado en Italia por el profesor Jacobo de Pavía, con toda diligencia y con el mismo resultado en todas sus partes.

 

[57.] El modo con que esta combinación de unas sensaciones con otras nos enseña á juzgar bien de los objetos externos es difícil saberlo: porque cabalmente el desarrollo de nuestras facultades sensitivas é intelectuales se verifica antes que podamos reflexionar sobre él; y así nos encontramos ya ciertos de la existencia y propiedades de las cosas, sin que hayamos pensado en la certeza, ni mucho menos en los medios de adquirirla.

 

[58.] Pero aun suponiendo que después nos ocupemos de las sensaciones mismas, y de sus relaciones con los objetos, prescindiendo de la certeza que ya tenemos y haciendo como que la buscamos, es imposible hallar una sensación que pueda servir de punto de apoyo á la certeza de los demás. Las dificultades que estas nos ofrecieran las encontraríamos en aquella.

 

[59.] El fijar las relaciones del sentido de la vista con el del tacto, y el determinar hasta qué punto dependen uno de otro, da lugar á cuestiones que pienso examinar mas abajo con alguna extensión; y por lo mismo me abstendré de entrar en ellas por ahora, ya porque no son tales que puedan ventilarse por incidencia, ya también porque su resolución sea en el sentido que fuere, en nada se opone á lo que me propongo establecer aquí.

 

[60.] Nada adelantaríamos con saber que la certeza de todas las sensaciones está, filosóficamente hablando, vinculada en una. Toda sensación es un hecho individual contingente; ¿cómo podemos sacar de él la luz para guiarnos á las verdades necesarias? Considérese bajo el aspecto que se quiera la sensación, no es mas que la impresión que recibimos por conducto de los órganos. De la impresión estamos seguros porque está íntimamente presente á nuestra alma; de sus relaciones con el objeto que la produce, nos cercioramos por la repetición de ella, con el auxilio de otras sensaciones, ya del mismo sentido, ya de otros; pero todo instintivamente, con poca ó ninguna reflexión, y siempre condenados, por mas que reflexionemos, á llegar á un punto del cual no podemos pasar porque allí nos detiene la naturaleza.

 

[61.] Lejos pues de encontrar en ninguna sensación un hecho fundamental en que podamos apoyarnos para establecer una certeza filosófica, vemos un conjunto de hechos particulares, muy distintos entre sí, pero que se parecen en cuanto á producir en nosotros esa seguridad que se llama certeza. En vano es que se descomponga al hombre, que se le reduzca primero á una máquina inanimada, que luego se le otorgue un sentido haciéndole percibir diferentes sensaciones, que después se le conceda otro, haciéndole combinar las nuevas con las antiguas, y así se proceda sintéticamente hasta llegar á la posesión y ejercicio de todos; estas cosas son buenas para entretener la curiosidad, alimentar pretensiones filosóficas, y dar un viso de probabilidad á sistemas imaginarios; pero en la realidad se adelanta poco ó nada: las evoluciones que finge el observador, no se parecen á las de la naturaleza; y el verdadero filósofo debe examinar, no lo que en su concepto pudiera haber, sino lo que hay.

 

Condillac animando progresivamente su estatua y haciendo dimanar de una sensación todo el caudal de los conocimientos humanos, se parece á aquellos sacerdotes que se ocultaban dentro de la estatua del ídolo y desde allí emitían sus oráculos. No es la estatua que se va animando lo que piensa y habla, es Condillac que está dentro. Concedámosle al filósofo sensualista todo lo que quiera; dejémosle que arregle á su modo la dependencia respectiva de las sensaciones; todo se le desconcierta desde el momento en que le exigís que no discurra sino con sensaciones puras, por mas que las suponga transformadas. Pero reservemos estas cuestiones para el lugar en que examinaremos la naturaleza y el origen de las ideas.

 

[62.] ¿Por qué estoy seguro de que la grata sensación que experimento en el sentido del olfato procede de un objeto que se llama rosa?  Porque así me lo atestigua el recuerdo de mil otras ocasiones en que he experimentado la misma impresión, porque con el testimonio del olfato están de acuerdo el tacto y la vista. Pero ¿cómo puedo saber que estas sensaciones son algo mas que impresiones que recibe mi alma?  ¿por qué no he de creer que viene de una causa cualquiera sin relación á objetos externos? ¿Será porque dicen lo contrario los demás hombres?  ¿Me consta que existan? ¿Y cómo saben ellos lo que me dicen? ¿cómo sé que los oigo bien? La misma dificultad que se ofrece con respeto á los otros sentidos existe en cuanto al oído; si dudo del testimonio de tres, ¿por qué no dudo del de cuatro? No adelanto pues nada con el raciocinio; este me conduciría á cavilaciones tales, que me exigirían una duda imposible, que me arrancarían una seguridad de que no puedo desprenderme por mas esfuerzos que haga.

 

Además, si para apoyar la verdad de la sensación apelo á los principios del raciocinio, ya salgo del terreno de las sensaciones, ya no pongo en estas la verdad primitiva origen de las otras, no cumplo lo que había ofrecido.

 

[63.] De lo dicho resulta: 1.º que no se encuentra una sensación origen de la certeza de las otras, lo que me he contentado con indicarlo aquí, reservándome demostrarlo al tratar de las sensaciones;

 

2.° que aun cuando existiese esta sensación, no bastaría á fundar nada en el orden intelectual, pues con las solas sensaciones no es posible ni aun pensar; 3.º que las sensaciones lejos de poder ser la basa de la ciencia trascendental, no sirven por sí solas para establecer ninguna ciencia; pues de ellas, por ser hechos contingentes, no pueden dimanar las verdades necesarias (V).

 

CAPÍTULO VI[6]

CONTINÚA LA DISCUSIÓN SOBRE LA CIENCIA TRASCENDENTAL. INSUFICIENCIA DE LAS VERDADES REALES.

 

[64.] Ha sido conveniente rebatir de paso el sistema de Condillac, no por su importancia intrínseca, ni porque no esté ya bastante desacreditado, sino para dejar el campo libre á investigaciones mas elevadas, mas propiamente filosóficas. Es preciso no perder ocasión de indemnizar á la filosofía de los perjuicios que le irrogara un sistema tan vanidoso como estéril. Todo lo mas sublime de la ciencia del espíritu, desaparecía con el hombre-estatua, y las sensaciones transformadas; venguemos pues los derechos de la razón humana, manifestando que antes de entrar en las cuestiones mas trascendentales, le es indispensable descartar el sistema de Condillac; como para construir un buen camino se quita ante todo la broza que obstruye el paso.

 

[65.] Vamos ahora á probar que en el orden intelectual humano, tal como es en esta vida, no existe ningún principio que sea fuente de todas las verdades; porque no hay ninguna verdad que las encierre todas.

 

Las verdades son de dos clases: reales ó ideales. Llamo verdades reales á los hechos, ó lo que existe; llamo ideales el enlace necesario de las ideas. Una verdad real puede expresarse por el verbo ser tomado sustantivamente, ó al menos supone una proposición en que el verbo se haya tomado en este sentido; una verdad ideal se expresa por el mismo verbo tomado copulativamente, en cuanto significa la relación necesaria de un predicado con un sujeto, prescindiendo de la existencia de uno y de otro. Yo soy, esto es, yo existo, expresa una verdad real, un hecho. Lo que piensa existe; expresa una verdad ideal, pues no se afirma que haya quien piense ni quien exista, sino que si hay quien piensa, existe; ó en otros términos, se afirma una relación necesaria entre el pensamiento y el ser. A las verdades reales corresponde el mundo real, el mundo de las existencias; á las ideales el mundo lógico, el de la posibilidad.

 

El verbo ser se toma á veces copulativamente sin que la relación que por él se expresa sea necesaria; así sucede en todas las proposiciones contingentes, ó cuando el predicado no pertenece á la esencia del sujeto. A veces la necesidad es condicional, es decir que supone un hecho; y en tal caso tampoco hay necesidad absoluta, pues el hecho supuesto es siempre contingente. Cuando hablo de las verdades ideales, me refiero á las que expresan una relación absolutamente necesaria, prescindiendo de todo orden á la existencia; y por el contrario, comprendo entre las reales á todas las que suponen una proposición en que se haya establecido un hecho. A esta clase pertenecen las de las ciencias naturales, por suponer todas algún hecho objeto de observación.

 

[66.] Ninguna verdad real finita puede ser origen de todas las demás.  La verdad de esta clase es la expresión de un hecho particular, contingente; y que por lo mismo no puede encerrar en sí ni las demás verdades reales, ó sea el mundo de las existencias, ni tampoco las verdades ideales, que solo se refieren á las relaciones necesarias en el mundo de la posibilidad.

 

[67.] Si nosotros viésemos intuitivamente la existencia infinita, causa de todas las demás, conoceríamos una verdad real, origen de las otras; pero como esta existencia infinita no la conocemos por intuición, sino por discurso, resulta que no conocemos el hecho de la existencia en que se contiene la razón de todas las demás existencias.  después que por el discurso nos hemos elevado á dicho conocimiento, tampoco nos es posible explicar desde aquel punto de vista la existencia de lo finito por sola la existencia de lo infinito; porque si prescindimos de la existencia de lo finito, desaparece el discurso por el cual nos habíamos elevado hasta el conocimiento de lo infinito, y por consiguiente se hunde todo el edificio de nuestra ciencia. Dad á un hombre por medio del discurso la demostración de la existencia de Dios, y pedidle que prescindiendo del punto de partida, y fijándose solo en la idea de lo infinito explique la creación, no solo en su posibilidad sino en su realidad, no lo podrá verificar. Con solo prescindir de lo finito se hunde todo su discurso, sin que ningún esfuerzo sea bastante á evitarlo; se halla en el caso de un arquitecto á quien, habiendo construido una soberbia cúpula, se le exigiese que la sostuviera, quitando el cimiento al edificio.

 

[68.] Tómese una verdad real cualquiera, el hecho mas seguro, mas cierto para nosotros; nada se puede sacar de él si no se le fecunda con verdades ideales. Yo existo, yo pienso, yo siento. he aquí hechos indudables; pero ¿qué puede deducir de ellos la ciencia? nada: son hechos particulares, contingentes, cuya existencia ó no existencia, no afecta á los demás hechos ni alcanza al mundo de las ideas.

 

Estas verdades son de puro sentimiento; en sí solas nada tienen que ver con el orden científico, y solo se elevan hasta él, cuando se las combina con verdades ideales. Descartes, al consignar el hecho del pensamiento y de la existencia, pasaba sin advertirlo, del orden real al orden ideal, forzado por su propósito de levantar el edificio científico. Yo pienso, decía; si se hubiese limitado á esto, se habría reducido su filosofía á una simple intuición de su conciencia; pero quería hacer algo mas, quería discurrir, y por necesidad echaba mano de una verdad ideal: Lo que piensa existe. Así fecundaba el hecho individual, contingente, con la verdad universal y necesaria; y como había menester una regla para conducirse en adelante, la buscaba en la legitimidad de la evidencia de las ideas. Por donde se echa de ver como este filósofo, que con tanto afán buscaba la unidad, se encontraba desde luego con la triplicidad: un hecho, una verdad objetiva, un criterio. Un hecho en la conciencia del yo; una verdad objetiva en la relación necesaria del pensamiento con la existencia; un criterio, en la legitimidad de la evidencia de las ideas.

 

Se puede desafiar á todos los filósofos del mundo á que discurran sobre un hecho cualquiera sin el auxilio de las verdades ideales. La esterilidad que hemos encontrado en el hecho de la conciencia, se hallará en todos los demás. Esto no es una conjetura, es una demostración rigurosa. Solo una existencia contiene la razón de todas las demás; en no conociéndola pues de una manera inmediata, intuitiva, nos es imposible encontrar una verdad real origen de todas las otras.

 

[69.] Aun suponiendo que en el orden de la creación hubiese un hecho primitivo de tal naturaleza que todo el universo no fuera mas que un simple desarrollo suyo, tampoco habríamos encontrado la verdad real, fuente de toda ciencia; pues con esto nada adelantaríamos con respecto al mundo de la posibilidad, es decir, al orden ideal, infinitamente mayor que el de las existencias infinitas.

 

Supongamos que el progreso de las ciencias naturales conduzca al descubrimiento de una ley simple, única, que presida al desarrollo de todas las demás, y cuya aplicación, variada según las circunstancias, sea suficiente para dar razón de todos los fenómenos que ahora se reducen á muchas y muy complicadas. Este seria sin duda un adelanto inmenso en las ciencias que tienen por objeto el mundo visible; ¿pero qué sabríamos por esto del mundo de las inteligencias? ¿qué del mundo de la posibilidad? (VI).

 

CAPÍTULO VII[7]

ESTERILIDAD DE LA FILOSOFÍA DEL yo PARA PRODUCIR LA CIENCIA TRASCENDENTAL.

 

[70.] El testimonio de la conciencia es seguro, irresistible, pero nada tiene que ver con el de la evidencia. Aquel tiene por objeto un hecho particular y contingente, este una verdad necesaria. Que yo pienso ahora, es absolutamente cierto para mí; pero este pensar mío no es una verdad necesaria sino muy contingente, ya que podía muy bien suceder que jamás hubiese pensado ni existido; es un hecho puramente individual, pues no sale de mí, y su existencia y no existencia en nada afecta las verdades universales.

 

La conciencia es un áncora no un faro; basta para evitar el naufragio de la inteligencia, no para indicarle el derrotero. En los asaltos de la duda universal, ahí está la conciencia que no deja perecer; pero si le pedís que os dirija, os presenta hechos particulares, nada mas.

Estos hechos no tienen un valor científico sino cuando se objetivan, permítaseme la expresión; ó bien cuando reflexionando sobre ellos el espíritu, los baña con la luz de las verdades necesarias.

 

Yo pienso; yo siento; yo soy libre; he aquí hechos; pero ¿qué sacáis de ellos por sí solos? nada. Para fecundarlos es necesario que los toméis como una especie de materia de las ideas universales. El pensamiento se inmoviliza, se hiela, si no le hacéis andar con el impulso de estas ideas; la sensación os es común con los brutos; y la libertad carece de objeto, de vida, si no hay combinación de motivos presentados por la razón.

 

[71.] Aquí se encuentra la causa de la oscuridad y esterilidad de la filosofía alemana, desde Fichte. Kant, se fijaba en el sujeto, pero sin destruir la objetividad en el mundo interior; y por esto su filosofía, si bien contiene muchos errores, ofrece al entendimiento algunos puntos luminosos; pero fue mas allá, se colocó en el yo, no sirviéndose de la objetividad sino en cuanto le era necesaria para establecerse mas hondamente en un simple hecho de conciencia; así no encontró mas que regiones tenebrosas ó contradicciones.

 

La inteligencia de hombres de talento se ha fatigado en vano para hacer brotar un rayo de luz de un punto condenado á la oscuridad. El yo se manifiesta á sí mismo por sus actos; y para ser concebido de sí propio no disfruta de ningún privilegio sobre los seres distintos de él, sino el de presentar inmediatamente los hechos que pueden conducir á su conocimiento. ¿Qué sabría el alma de sí misma, si no sintiera su pensamiento, su voluntad, y el ejercicio de todas sus facultades? ¿Cómo discurre sobre su propia naturaleza sino fundándose en lo que le suministra el testimonio de sus actos? El yo pues no es visto por sí propio intuitivamente; no se ofrece á sus mismos ojos, sino medianamente, esto es por sus propios actos; es decir que en cuanto á ser conocido, se halla en un caso semejante al de los seres externos, que lo son por los efectos que nos causan.

 

El yo considerando en sí, no es un punto luminoso; es un sustentáculo para el edificio de la razón; mas no la regla para construirle. La verdadera luz se halla en la objetividad; pues en ella está propiamente el blanco del conocimiento. El yo no puede ni ser conocido, ni pensado de ninguna manera, sino en cuanto se toma á sí mismo por objeto, y por consiguiente en cuanto se coloca en la línea de los demás seres, para sujetarse á la actividad intelectual que solo obra en fuerza de las verdades objetivas.

 

[72.] La inteligencia no se concibe sin objetos al menos internos; y estos objetos serán estériles, si el entendimiento no concibe en ellos relaciones y por consiguiente verdades. Estas verdades, no tendrán ningún enlace, serán hechos sueltos, si no entrañan alguna necesidad; y aun las relaciones que se refieran á hechos particulares suministrados por la experiencia, no serán susceptibles de ninguna combinación, si al menos condicionalmente, no incluyen algo de necesario. El brillo de la luz en el aposento en que escribo es en sí un hecho particular y contingente; y la ciencia como tal, no puede ocuparse de él, sino sujetando el movimiento de la luz á leyes geométricas, es decir á verdades necesarias.

 

Luego el yo en sí mismo, como sujeto, no es punto de partida para la ciencia, aunque sea un punto de apoyo. Lo individual no sirve para lo universal, ni lo contingente para lo necesario. La ciencia del individuo A, es cierto que no existiría si el individuo A no existiese; pero esta ciencia que necesita del yo individual, no es la ciencia propiamente dicha, sino el conjunto de actos individuales con que el individuo percibe la ciencia. Mas lo percibido no es esto; lo percibido es común á todas las inteligencias; no necesita de este ó aquel individuo; el fondo de verdades que constituyen la ciencia no ha nacido de aquel conjunto de actos individuales, hechos contingentes que se pierden cual gotas imperceptibles en el océano de la inteligencias.

 

¿Cómo se quiere pues fundar la ciencia sobre el simple yo subjetivo? ¿Cómo de este yo se quiere hacer brotar el objeto? El hecho de la conciencia nada tiene que ver con la ciencia, sino en cuanto ofrece hechos á los cuales se pueden aplicar los principios objetivos, universales, necesarios, independientes de toda individualidad finita, que constituyen el patrimonio de la razón humana, pero que no han menester la existencia de ningún hombre.

 

[73.] Analícense cuanto se quiera los hechos de la conciencia, jamás se encontrará en ellos uno que pueda engendrar la luz científica.  Aquel acto será ó una percepción directa ó refleja. Si es directa, su valor no es subjetivo sino objetivo; no es el acto lo que funda la ciencia, sino la verdad percibida, no el sujeto sino el objeto, no el yo sino lo visto por el yo. Si el acto es reflejo, supone otro acto anterior, á saber, el objeto de la reflexión; no es pues aquel el primitivo sino este.

 

La combinación del acto directo con el reflejo, tampoco sirve para nada científico, sino en cuanto se somete á las verdades necesarias, objetivas, independientes del yo. ¿Qué es un acto individualmente considerado? un fenómeno interior. Y ¿qué nos enseña este fenómeno separado de las verdades objetivas? nada. El fenómeno representa algo en la ciencia, en cuanto es considerado bajo las ideas generales, de ser, de causa, de efecto, de principio ó de producto de actividad, de modificación, de sus relaciones con su sujeto que es el substratum de otros actos semejantes; es decir cuando es considerado como un caso particular, comprendido en las ideas generales, como un fenómeno contingente, apreciable con el auxilio de las verdades necesarias, como un hecho experimental, al cual se aplica una teoría.

 

El acto reflejo no es mas que el conocimiento de un conocimiento, ó sentimiento, ó de algún fenómeno interior sea cual fuere; y así toda reflexión sobre la conciencia presupone acto anterior directo. Este acto directo no tiene por objeto el yo; luego el conocimiento no tiene por principio fundamental el yo, sino como una condición necesaria (pues no puede haber pensamiento sin sujeto pensante), mas no como objeto conocido.

 

[74.] Estas consideraciones derriban por su cimiento el sistema de Fichte y de cuantos toman el yo humano por punto de partida en la carrera de las ciencias. El yo en sí mismo, no se nos presenta; lo que conocemos de él lo sabemos por sus actos, y en esto participa de una calidad de los demás objetos, que no nos ofrecen inmediatamente su esencia sino lo que de ella emana, por la actividad con que obran sobre nosotros.

 

De esta manera nos elevamos por raciocinio al conocimiento de las cosas mismas, guiados por las verdades objetivas y necesarias, que son la ley de nuestro entendimiento, el tipo de las relaciones de los seres, y por tanto una regla segura para juzgar de ellos. ¿Qué sabemos de nuestro espíritu? que es simple: ¿y esto, cómo lo sabemos? porque piensa, y lo compuesto, lo múltiplo, no puede pensar. he aquí como conocemos el yo. La conciencia nos manifiesta su actividad pensadora; esta es la materia suministrada por el hecho; pero luego viene el principio, la verdad objetiva, iluminando el hecho, mostrando la repugnancia entre el pensamiento y la composición, el enlace necesario entre la simplicidad y la conciencia.

 

Si bien se observa, este raciocinio se aplica no solo al yo, sino á todo ser que piense; y así es que la misma demostración la extendemos á todos; el yo pues que la aplica no crea esta verdad, solo la conoce, y se conoce á sí propio como un caso particular comprendido en la regla general.

 

[75.] El pretender que del yo subjetivo surja la verdad, es comenzar por suponer al yo un ser absoluto, infinito, origen de todas las verdades, y razón de todos los seres: lo que equivale á comenzar la filosofía divinizando el entendimiento del hombre. Y como á esta divinización no tiene mas derecho un individuo que otro, el admitirla equivale á establecer el panteísmo racional, que como veremos en su lugar, dista poco ó nada del panteísmo absoluto.

 

Suponiendo que las razones individuales no son mas que fenómenos de la razón única y absoluta; y que por tanto lo que llamamos espíritus, no son verdaderas substancias, sino simples modificaciones de un espíritu único, y las conciencias particulares meras apariciones de la conciencia universal, se concibe por qué se busca en el yo la fuente de toda verdad, y se interroga á la conciencia propia como una especie de oráculo por el cual habla la conciencia universal. Pero la dificultad está en que la suposición es gratuita: y que tratándose de buscar la razón de todas las verdades, se principia por establecer la mas incomprensible y repugnante de las proposiciones. ¿Quién es capaz de persuadirnos que nuestras conciencias no son mas que una modificación de una tercera? ¿Quién nos hará creer que eso que llamamos el yo, es común á todos los hombres, á todos los seres inteligentes, y que no hay mas diferencia que la de modificaciones de un ser absoluto? Este ser absoluto, ¿por qué no tiene conciencia de todas las conciencias que comprende? ¿Por qué ignora lo que encierra en sí, lo que le modifica? ¿Por qué se cree múltiplo si es uno? ¿Dónde está el lazo de tanta multiplicidad? ¿Las conciencias particulares, tendrán su unidad, su vínculo de todo lo que les acontece, á pesar de no ser mas que modificaciones; y este vínculo, esta unidad, faltarán á la substancia que ellas modifican?

 

[76.] Como quiera, aun con la suposición del panteísmo, nada adelantan en sus pretensiones los amigos de la filosofía del yo. Con su panteísmo, legitiman por decirlo así su pretensión, mas no logran lo que pretenden. Se llaman á sí mismos dioses; y así tienen razón en que en ellos está la fuente de verdad; pero como en su conciencia no hay mas que una aparición de su divinidad, una sola fase del astro luminoso, no pueden ver en ella otra cosa que lo que se les presenta; y su divinidad se encuentra sujeta á ciertas leyes que laimposibilitan para dar la luz que la filosofía le pide.

 

[77.] Si interrogamos nuestra conciencia sobre las verdades necesarias, notaremos que lejos de pretender ó fundarlas ó crearlas, las conoce, las confiesa independientes de sí misma. Pensemos en esta proposición: «es imposible que á un mismo tiempo, una cosa sea y no sea» y preguntémonos si la verdad de ella nace de nuestro pensamiento; desde luego la conciencia misma responde que no. Antes de que mi conciencia existiera, la proposición era verdad; si yo no existiese ahora, seria también verdad; cuando no pienso en ella, es también verdad; el yo no es mas que un ojo que contempla el sol, pero que no es necesario para la existencia del sol.

 

[78.] Otra consideración hay que demuestra la esterilidad de toda filosofía que busque en el solo yo el origen único y universal de los conocimientos humanos. Todo conocimiento exige un objeto; el conocimiento puramente subjetivo es inconcebible; aun suponiendo identidad entre el sujeto y el objeto, se necesita la dualidad de relación, real ó concebida; es decir que el sujeto en cuanto conocido, esté en cierta oposición al menos concebida, con el mismo sujeto en cuanto conoce. Ahora bien; ¿cuál es el objeto en el acto primitivo que se busca? Es el no yo? Entonces la filosofía del yo entra en el cauce de las demás filosofías: pues en este no yo están las verdades objetivas, ¿Es el yo? Entonces preguntaremos, si es el yo en sí, ó en sus actos; si es el yo en sus actos, entonces la filosofía del yo se reduce á un análisis ideológico, nada tiene de característico; si es el yo en sí, diremos que este no es conocido intuitivamente; y que menos que nadie pueden pretender á esta intuición, los que le llaman el absoluto. Para ellos mas que para los otros, es el yo un abismo tenebroso. En vano os inclináis sobre este abismo y gritáis para evocar la verdad; el sordo ruido que os llega á los oídos es el eco de vuestra voz misma, son vuestras palabras que la honda cavidad os devuelve mas ahuecadas y misteriosas.

 

[79.] Entre estos filósofos que se pierden en vanas cavilaciones, descuella el autor de la Doctrina de la ciencia, Fichte, de cuyo sistema ha dicho con mucha gracia Madama de Stael, que se parece algún tanto al despertar de la estatua de Pigmalion, que tocándose alternativamente á sí misma y á la piedra sobre que está sentada, dice: soy yo, no soy yo.

 

Fichte comienza su obra titulada Doctrina de la ciencia, diciendo que se propone buscar el principio mas absoluto, el principio absolutamente incondicional de todo conocimiento humano. he aquí un método erróneo; se comienza por suponer lo que se ignora, la unidad del principio, y ni aun se sospecha que en la basa del conocimiento humano puede haber una verdadera multiplicidad. Yo creo que la puede haber y la hay en efecto, que las fuentes de nuestro conocimiento son varias, de órdenes diversos, y que no es posible llegar á la unidad, sino saliéndose del hombre y remontándose á Dios. Lo repito, hay aquí una equivocación en que se ha incurrido con demasiada generalidad, resultando de ella el fatigar inútilmente los espíritus investigadores, y arrojarlos á sistemas extravagantes.

 

Pocos filósofos habrán hecho un esfuerzo mayor que Fichte para llegar á este principio absoluto. ¿Y qué consiguió? Lo diré francamente; nada: ó repite el principio de Descartes, ó se entretiene en un juego de palabras. Lástima da el verle forcejear con tal ahínco y con tan poco resultado. Ruego al lector que tenga paciencia para seguirme en el examen de la doctrina del filósofo alemán, no con la esperanza de adquirir una luz que le guíe en los senderos de la filosofía, sino para poder juzgar con conocimiento de causa, doctrinas que tanto ruido meten en el mundo.

 

«Si este principio, dice Fichte, es verdaderamente el mas absoluto, no podrá ser ni definido ni demostrado. Deberá expresar el acto que no se presenta ni puede presentarse entre las determinaciones empíricas de nuestra conciencia; por el contrario, sobre él descansa toda conciencia, y solo él la hace posible (1.° parte § 1.).« Sin ningún antecedente, sin ninguna razón, sin tomarse siquiera la pena de indicar en qué se funda, asegura Fichte que el primer principio deberá expresar un acto. ¿Por qué no podría ser una verdad objetiva? esto merecía cuando menos algún examen, ya que todas las escuelas anteriores, incluso la de Descartes, no habían colocado el primer principio entre los actos, sino entre las verdades objetivas.

 

El mismo Descartes al consignar el hecho del pensamiento y de la existencia, echa mano de una verdad objetiva. «Lo que piensa existe» ó en otros términos: «Lo que no existe, no puede pensar.»

 

[80.] La observación que precede, señala uno de los vicios radicales de la doctrina de Fichte y otros filósofos alemanes, que dan á la filosofía subjetiva, ó del sujeto, una importancia que no merece.  Ellos acusan á los demás de hacer con demasiada facilidad la transición del sujeto al objeto, y olvidan que al propio tiempo ellos pasan del pensamiento objetivo al sujeto puro, sin ninguna razón ni título que los autorice. Ateniéndonos al citado pasaje de Fichte, ¿qué será un acto que no se presenta, ni se puede presentar entre las determinaciones empíricas de nuestra conciencia? El principio buscado, por ser absoluto, no se exime de ser conocido, pues si no lo conocemos, mal podremos afirmar que es absoluto; y si no se presenta ni se puede presentar entre las determinaciones empíricas de nuestra conciencia, ni es, ni puede ser conocido. El hombre no conoce lo que no se presenta en su conciencia.

 

El principio absoluto en que toda conciencia descansa y que la hace posible, pertenece ó no á la conciencia. Si lo primero, sufre todas las dificultades que afectan á los demás actos de la conciencia; si lo segundo, no puede ser objeto de observación, y por consiguiente nada sabemos de él.

 

Para llegar al acto primitivo, separando del mismo todo lo que no le pertenece realmente, confiesa Fichte que es necesario suponer valederas las reglas de toda reflexión, y partir de una proposición cualquiera de las muchas que se podrían escoger entre aquellas que todo el mundo concede sin ningún reparo. «Concediéndosenos esta proposición, dice, se nos debe conceder al mismo tiempo como acto, lo que queremos poner como principio de la ciencia del conocimiento; y el resultado de la reflexión debe ser que este acto nos sea concedido como principio, junto con la proposición. Ponemos un hecho cualquiera de la conciencia empírica, y quitamos de él una tras otra todas las determinaciones empíricas, hasta que se reduzca á toda su pureza, sin contener mas que lo que el pensamiento no puede absolutamente excluir y de lo que nada puede quitar; (Ibíd.).»

 

Se ve por estas palabras que el filósofo alemán se proponía elevarse á un acto de conciencia enteramente puro, sin ninguna determinación.  Esto es imposible: ó Fichte toma el acto en un sentido muy lato, entendiendo por él el substratum de toda conciencia, en cuyo caso no hace mas que expresar en otros términos la idea de substancia; ó habla de un acto propiamente dicho, esto es, de un ejercicio cualquiera de esa actividad, de esa espontaneidad que sentimos dentro de nosotros; y en este concepto el acto de conciencia no puede estar libre de toda determinación so pena de destruir su individualidad y su existencia.  No se piensa sin pensar algo; no se quiere sin querer algo; no se siente sin sentir algo; no se reflexiona sobre los actos internos, sin que la reflexión se fije en algo.

 

En todo acto de conciencia hay determinación: un acto del todo puro, abstraído de todo, enteramente indeterminado, es imposible, absolutamente imposible; ya subjetivamente, porque el acto de conciencia aun considerado en el sujeto, exige una determinación; ya objetivamente, porque un acto semejante es inconcebible como individual, y por tanto como existente, pues que nada determinado ofrece al espíritu.

 

[81.] El acto indeterminado de Fichte no es mas que la idea de acto en general; el filósofo alemán creyó haber hecho un gran descubrimiento cuando en el fondo no concebía otra cosa que el principio de los actos, es decir la idea de la substancia aplicada á ese ser activo cuya existencia nos atestigua la conciencia misma.

 

Si he de decir ingenuamente lo que pienso, séame permitido manifestar que en mi concepto Fichte con todo el alambicar de su análisis, no ha hecho adelantar un solo paso á la filosofía en la investigación del primer principio. Por lo dicho hasta aquí se echa de ver que es muy fácil detenerle con solo pedirle cuenta de las suposiciones que hace desde la primera página de su libro. Sin embargo, para proceder en la impugnación con cumplida lealtad, no quiero extractar sus ideas, sino dejarle que las explique él mismo.

 

«Todo el mundo concede la proposición: A es A, así como que A = A, porque esto es lo que significa la cópula lógica, y esto es admitido sin reflexión alguna como completamente cierto. Si alguno pidiese la demostración, nadie pensaría en dársela sino que se sostendría que esta proposición es cierta absolutamente, es decir, sin razón alguna mas desarrollada. Procediendo así incontestablemente con el asentimiento general, nos atribuimos el derecho de poner alguna cosa absolutamente.»

 

«Al afirmar que la proposición precedente es cierta en sí, no se pone la existencia de A. La proposición A es A, no equivale á esta A es, ó hay un A. (Ser, puesto sin predicado, tiene un significado muy distinto de ser con predicado, según veremos después). Si se admite que A designa un espacio comprendido entre dos rectas, la proposición permanece exacta, aun cuando en este caso la proposición A es, sea de una falsedad evidente. Lo que se pone es, que si A es, A es así. La cuestión no está en si A es ó no; se trata aquí no del contenido de la proposición, sino únicamente de su forma; no de un objeto del cual se sepa algo, sino de lo que se sabe de todo objeto sea el que fuere.»

 

«De la certeza absoluta de la proposición precedente resulta que entre el si y el así hay una relación necesaria: ella es la que está puesta absolutamente y sin otro fundamento; á esta relación necesaria la llamo previsoriamente X.»

 

Todo este aparato de análisis no significa mas de lo que sabe un estudiante de lógica; esto es, que en toda proposición la cópula, ó el verbo ser, no significa la existencia del sujeto, sino su relación con el predicado; para decirnos una cosa tan sencilla no eran necesarias tantas palabras, ni tan afectados esfuerzos de entendimiento, mucho menos tratándose de una proposición idéntica.  Pero tengamos paciencia para continuar oyendo al filósofo alemán.

 

«¿Este A es ó no es? nada hay decidido todavía sobre el particular; se presenta pues la siguiente cuestión, bajo qué condición A es?

 

«En cuanto á X ella está en el yo y es puesta por el yo; porque el yo es quien juzga en la proposición expresada y hasta juzga con verdad, con arreglo á X como una ley; por consiguiente X es dada al yo; y siendo puesta absolutamente y sin otro fundamento, debe ser dada al yo por el yo mismo.»

 

[82.] A qué se reduce toda esa algarabía? hélo aquí traducido al lenguaje común; en las proposiciones de identidad ó igualdad, hay una relación, el espíritu la conoce, la juzga y falla sobre lo demás con arreglo á ella. Esta relación es dada á nuestro espíritu, en las proposiciones idénticas no necesitamos de ninguna prueba para el asenso. Todo esto es muy verdadero, muy claro, muy sencillo; pero cuando Fichte añade que esta relación debe ser dada al yo por el mismo yo, afirma lo que no sabe ni puede saber. ¿Quién le ha dicho que las verdades objetivas nos vienen de nosotros mismos? ¿tan ligeramente, de una sola plumada, se resuelve una de las principales cuestiones de la filosofía, cual es la del origen de la verdad? nos ha definido por ventura el yo? nos ha dado de él alguna idea? Sus palabras ó no significan nada ó expresan lo siguiente. Juzgo de una relación; este juicio está en mí; esta relación como conocida, y prescindiendo de su existencia real, está en mí; todo lo cual se reduce á lo mismo que con mas sencillez y naturalidad dijo  Descartes: «Yo pienso, luego existo.»

 

[83.] Examinando detenidamente las palabras de Fichte se ve con toda claridad que nada mas adelantaba sobre lo dicho por el filósofo francés. «No sabemos, continúa, si A está puesto, ni cómo lo es; pero debiendo X expresar una relación entre un poner desconocido de A y un poner absoluto del mismo A, en tanto por lo menos que la relación es puesta, A existe en el yo, y está puesto por el yo, lo mismo que X. X no es posible sino relativamente á un A; es así que X es realmente puesta en el yo; luego A debe estar puesto en el yo, si en él se encuentra la X.» ¡Qué lenguaje mas embrollado y misterioso para decir cosas muy comunes! ¡cuán grande parece Descartes al lado de Fichte! Ambos comienzan su filosofía por el hecho de conciencia que revela la existencia. El uno expresa lo que piensa con claridad, con sencillez, en un lenguaje que todo el mundo entiende y no puede menos de entender; y el otro para hacer como que inventa, para no manifestarse discípulo de nadie, se envuelve en una nube misteriosa, rodeada de tinieblas, y desde allí con voz ahuecada pronuncia sus oráculos. Descartes dice: «yo pienso, de esto no puedo dudar, es un hecho que me atestigua mi sentido íntimo; nada puede pensar sin existir; luego yo existo.» Esto es claro, es sencillo, ingenuo, esto manifiesta un verdadero filósofo, un hombre sin afectación ni pretensiones. El otro dice: «déseme una proposición cualquiera, por ejemplo A es A» explica en seguida que en las proposiciones el verbo ser no expresa la existencia absoluta del sujeto, sino su relación con el predicado; todo con un aparato de doctrina, que cansa por su forma y hace reír por su esterilidad; ¿y para qué? para decirnos que A está en el yo porque la relación del predicado con el sujeto ó sea la X, no es posible sino en un ser, pues que A significa un ser cualquiera.  Pongamos en parangón los dos silogismos. Descartes dice: «nada puede pensar sin existir, es así que yo pienso, luego existo.» Fichte dice literalmente lo que sigue: «X no es posible sino relativamente á un A; es así que X es realmente puesto en el yo; luego A debe estar puesto en el yo.» ¿Cuál es en el fondo la diferencia? ninguna, ¿Cuál es en la forma? la que va del lenguaje de un hombre sencillo á un hombre vano.

 

Repito que en el fondo los silogismos no son diferentes. La mayor de Descartes es: «nada puede pensar sin existir.» No la prueba, y confiesa que no se puede probar. La mayor de Fichte es: «X no es posible sino relativamente á un A» ó en otros términos: una relación de un predicado con un sujeto, en cuanto conocida, no es posible sin un ser que conozca. «Debiendo X expresar una relación entre un poner desconocido de A, y un poner absoluto del mismo A, en tanto por lo menos que _esta relación es puesta_» es decir en tanto que es conocida. ¿Y cómo prueba Fichte que un poner relativo, supone un poner absoluto, esto es, un sujeto en que se ponga? Lo mismo que Descartes: de ninguna manera. No hay A relativo, si no le hay absoluto; nada puede pensar sin existir; esto es claro, es evidente, y ni Descartes ni Fichte van mas allá.

 

La menor de Descartes es esta: yo pienso; la prueba de esta menor no la da el filósofo, se refiere al sentido íntimo y de allí confiesa que no puede pasar. La menor de Fichte, es la siguiente: X es realmente puesta en el yo, lo que equivale á decir, la relación del predicado con el sujeto es realmente conocida por el yo; y como la proposición podía ser escogida á arbitrio según el mismo Fichte, siendo indiferente la una ó la otra, decir la relación del predicado con el sujeto es conocida por el yo, es lo mismo que decir una relación cualquiera es conocida por el yo, lo que podía expresarse en términos mas claros: yo pienso.

 

[84.] Y nótese bien; si hay aquí alguna diferencia, toda la ventaja está de parte del filósofo francés. Descartes entiende por pensamiento todo fenómeno interno de que tenemos conciencia. Para consignar este hecho, no necesita analizar proposiciones, ni confundir el entendimiento, cuando cabalmente es menester mas claridad y precisión.  Para llegar al mismo hecho Fichte da largos rodeos, Descartes lo señala con el dedo, y dice: aquí está. Lo primero es propio del sofista, lo segundo del genio.

 

Estas formas del filósofo alemán aunque poco á propósito para ilustrar la ciencia, no tendrían otro inconveniente que el de fatigar al lector, si se las limitase á lo que hemos visto hasta aquí; pero desgraciadamente, ese yo misterioso que se nos hace aparecer en el vestíbulo mismo de la ciencia, y que á los ojos de la sana razón, no es ni puede ser otra cosa que lo que fue para Descartes, á saber, el espíritu humano que conoce su existencia por su propio pensamiento, va dilatándose en manos de Fichte como una sombra gigantesca, que comenzando por un punto acaba por ocultar su cabeza en el cielo y sus pies en el abismo. Ese yo sujeto absoluto, es luego un ser que existe simplemente porque se pone á sí mismo; es un ser que se crea á sí propio, que lo absorbe todo, que lo es todo, que se revela en la conciencia humana como en una de las infinitas fases que comparten la existencia infinita.

 

Basta la presente indicación para dar á conocer las tendencias del sistema de Fichte. Tratándose de la certeza y de sus fundamentos no seria oportuno adelantar lo que pienso decir largamente en el lugar que corresponde, al exponer la idea de sustancia y refutar el panteísmo.

 

Este es uno de los graves errores de la filosofía de nuestra época; en todas partes, y bajo todos los aspectos, es menester combatirle; y para hacerlo con fruto conviene detenerle en sus primeros pasos. Por esto, he examinado con detención la reflexión fundamental de Fichte en su Doctrina de la ciencia; despojándola de la importancia que el filósofo pretende atribuirle para establecer sobre ella una ciencia trascendental, pues que se lisonjea de poder determinar el principio absolutamente incondicional de todos los conocimientos humanos (VII).

 

CAPÍTULO VIII[8]

LA IDENTIDAD UNIVERSAL.

 

[85.] Para dar unidad á la ciencia apelan algunos á la identidad universal; pero esto no es encontrar la unidad, sino refugiarse en el caos.

 

Por de pronto la identidad universal, cuando no fuese absurda, es una hipótesis destituida de fundamento. Excepto la unidad de la conciencia, nada encontramos en nosotros que sea uno: muchedumbre de ideas, de percepciones, de juicios, de actos de voluntad, de impresiones las mas varias; esto es lo que sentimos en nosotros; multitud en los seres que nos rodean ó si se quiere en las apariencias; esto es lo que experimentamos con relación á los objetos externos. ¿Dónde están pues la unidad y la identidad, si no se las encuentra ni en nosotros, ni fuera de nosotros?

 

[86.] Si se dice que todo cuanto se nos ofrece no son mas que fenómenos, y que no alcanzamos á la realidad, á la unidad idéntica y absoluta que se oculta debajo de ellos, se puede replicar con el siguiente dilema: ó nuestra experiencia se limita á los fenómenos, ó llega á la naturaleza misma de las cosas; si lo primero, no podemos saber lo que bajo los fenómenos se esconde, y la unidad idéntica y absoluta nos será desconocida; si lo segundo, luego la naturaleza no es una sino múltipla, pues que encontramos por todas partes la multiplicidad.

 

[87.] Es curioso observar la ligereza con que hombres escépticos en las cosas mas sencillas, se convierten de repente en dogmáticos, precisamente al llegar al punto donde mas motivos se ofrecen de duda.  Para ellos el mundo exterior es ó una pura apariencia, ó un ser que nada tiene de semejante á lo que se figura el linaje humano; el criterio de la evidencia, el del sentido común, el del testimonio de los sentidos son de escasa importancia para obligar al asenso; solo el vulgo debe contentarse con fundamentos tan ligeros: el filósofo necesita otros mucho mas robustos. Pero, ¡cosa singular! el mismo filósofo que llamaba á la realidad apariencia engañosa, que veía oscuro lo que el humano linaje considera claro, tan pronto como sale del mundo fenomenal y llega á las regiones de lo absoluto, se encuentra alumbrado por un resplandor misterioso, no necesita discurrir, sino que por una intuición purísima ve lo incondicional, lo infinito, lo único, en que se refunde todo lo múltiplo, la gran realidad cimiento de todos los fenómenos, el gran todo que en su seno tiene la variedad de todas las existencias, que lo reasume todo, que lo absorbe todo en la mas perfecta identidad; fija la mirada del filósofo en aquel foco de luz y de vida, ve desarrollarse como en inmensas oleadas el piélago de la existencia, y así explica lo vario por lo uno, lo compuesto por lo simple, lo finito por lo infinito.  Para estos prodigios no ha menester salir de sí propio, le basta ir destruyendo todo lo empírico, remontarse hasta el acto puro, por senderos misteriosos á todos desconocidos menos á él. Ese yo que se creyera una existencia fugaz, dependiente de otra existencia superior, se asombra al descubrirse tan grande; en sí encuentra el origen de todos los seres, ó por mejor decir el ser único del cual todos los demás son modificaciones fenomenales; él es el universo mismo que por un desarrollo gradual ha llegado á tener conciencia de sí propio; todo lo que contempla fuera de sí y que á primera vista le parece distinto, no es mas que él mismo, no es mas que un reflejo de sí propio, que se presenta á sus ojos y se desenvuelve bajo mil formas como un soberbio panorama.

 

¿Creerán los lectores que finjo un sistema para tener el gusto de combatirle? nada de eso: la doctrina que se acaba de exponer es la doctrina de Schelling.

 

[88.] Una de las causas de este error es la oscuridad del problema del conocimiento. El conocer es una acción inmanente y al propio tiempo relativa á un objeto externo, exceptuando los casos en que el ser inteligente se toma por objeto á sí propio con un acto reflejo. Para conocer una verdad sea la que fuere, el espíritu no sale de sí mismo; su acción no se ejerce fuera de sí mismo: la conciencia íntima le está diciendo que permanece en sí y que su actividad se desenvuelve dentro de sí.

 

Esta acción inmanente se extiende á los objetos mas distantes en lugar y tiempo y diferentes en naturaleza. ¿Cómo puede el espíritu ponerse en contacto con ellos? ¿Cómo puede explicarse que estén conformes la realidad y la representación? Sin esta última no hay conocimiento; sin conformidad no hay verdad, el conocimiento es una pura ilusión á que nada corresponde, y el entendimiento humano es continuo juguete de vanas apariencias.

 

No puede negarse que hay en este problema dificultades gravísimas, quizás insuperables á la ciencia del hombre mientras vive sobre la tierra. Aquí se ofrecen todas las cuestiones ideológicas y psicológicas que han ocupado á los metafísicos mas eminentes. Pero como quiera que no es mi ánimo adelantar discusiones que pertenecen á otro lugar, me limitaré al punto de vista indicado por la cuestión que examino sobre la certeza y su principio fundamental.

 

[89.] Que existe la representación es un hecho atestiguado por el sentido íntimo; sin ella no hay pensamiento; y la afirmación yo pienso, es, si no el origen de toda filosofía, al menos su condición indispensable.

 

[90.] ¿De dónde viene la representación? ¿cómo se explica que un ser se ponga en tal comunicación con los demás, y no por una acción transitiva sino inminente? ¿cómo se explica la conformidad entre la representación y los objetos? Este misterio, ¿no está indicando que en el fondo de todas las cosas hay unidad, identidad, que el ser que conoce es el mismo ser conocido que se aparece á sí propio bajo distinta forma, y que todo lo que llamamos realidades no son mas que fenómenos de un mismo ser siempre idéntico, infinitamente activo, que desenvuelve sus fuerzas en sentidos varios, constituyendo con su desarrollo ese conjunto que llamamos universo? No: no es así, no puede ser así, esto es un absurdo que la razón mas extraviada no alcanza á devorar; este es un recurso tan desesperado como impotente para explicar un misterio si se quiere, pero mil veces menos oscuro que el sistema con que se le pretende aclarar.

 

[91.] La identidad universal nada explica, mas bien confunde; no disipa la dificultad, la robustece, la hace insoluble. Es cierto que no es fácil dar razón del modo con que se ofrece al espíritu la representación de cosas distintas de él; pero no es mas fácil el darla de cómo el espíritu puede tener representación de sí propio. Si hay unidad, sí hay completa identidad, entre el sujeto y el objeto, ¿cómo es que los dos se nos ofrecen cual cosas distintas? de la unidad ¿cómo sale esta dualidad? de la identidad ¿cómo puede nacer la diversidad?  Es un hecho atestiguado por la experiencia, y no por la experiencia de los objetos exteriores, sino por la del sentido íntimo, por lo mas recóndito de nuestra alma, que en todo conocimiento hay sujeto y objeto, percepción y cosa percibida, y sin esta diferencia no es posible el conocimiento. Aun cuando por un esfuerzo de reflexión nos tomamos por objetos á nosotros mismos, la dualidad aparece; si no existe la fingimos, pues sin esta ficción no alcanzamos á pensar.

 

[92.] Si bien se observa, aun en la reflexión mas íntima y concentrada, la dualidad se halla, no por ficción como á primera vista pudiera parecer, sino realmente. Cuando la inteligencia se vuelve sobre sí misma, no ve su esencia, pues no le es dada la intuición directa de sí propia; lo que ve son sus actos, y á estos toma por objeto. Ahora bien; el acto reflexivo no es el mismo acto reflexionado; cuando pienso que pienso, el primer pensar es distinto del segundo, y tan distinto, que el uno sucede al otro, no pudiendo existir el pensar reflexivo, sin que antes haya existido el pensar reflexionado.

 

[93.] Un profundo análisis de la reflexión confirma lo que se acaba de explicar. ¿Es posible reflexionar sin objeto reflexionado? Es evidente que no. ¿Cuál es este objeto en el caso que nos ocupa? El pensamiento propio; luego este pensamiento ha debido preexistir á la reflexión. Si se supone que no hay necesidad de que se sucedan en diferentes instantes de tiempo, y que la dependencia se salva á pesar de la simultaneidad, todavía queda en pie la fuerza del argumento; dado y no concedido que lo simultaneidad sea posible, no lo es al menos la dependencia, si no hay distinción. La dependencia es una relación; la relación supone oposición de extremos; y esta oposición trae consigo la distinción.

 

[94.] Que estos actos son distintos, aun cuando se supongan simultáneos, se puede demostrar todavía de otra manera. Uno de ellos, el reflexionado, puede existir sin el reflexivo. Se piensa continuamente sin pensar en que se piensa; y de toda reflexión sea la que fuere, se puede verificar lo mismo, ya sea no presentándose ella para ocuparse del acto pensado, ya desapareciendo y dejando solo al acto directo: luego estos actos son no solo distintos sino separables; luego la dualidad de sujeto y de objeto existe no solo con respecto al mundo exterior, sino en lo mas íntimo, en lo mas puro de nuestra alma.

 

[95.] No vale decir que la reflexión no tiene por objeto un acto determinado, sino el pensamiento en general. Esto es falso en muchos casos, pues no solo pensamos que pensamos, sino que pensamos una cosa determinada. Además, aun cuando la reflexión tenga por objeto algunas veces el pensamiento en general, ni aun entonces la dualidad desaparece: el acto subjetivo es en tal caso un acto individual, que existe en determinado instante de tiempo, y su objeto es el pensamiento en general, es decir, una idea representante de todo pensamiento, una idea que envuelve una especie de recuerdo confuso de todos los actos pasados, ó de eso que se llama actividad, fuerza intelectual.

 

La dualidad existe pues, mas evidente sí cabe, que cuando el objeto es un pensamiento determinado. En un caso se comparaban al menos dos actos individuales; mas en este se compara un acto individual con una idea abstracta, una cosa que existe en un instante de tiempo, con una idea que ó prescinde de él, ó abarca confusamente todo el trascurrido desde la época en que ha comenzado la conciencia del ser que reflexiona.

 

[96.] Estas razones tienen mucha mas fuerza dirigiéndose contra filósofos que ponen la esencia del espíritu, no en la fuerza de pensar, sino en el pensamiento mismo, que no dan al yo mas existencia de la que nace de su propio conocimiento, afirmando que solo existe porque se pone á sí mismo conociéndose, y que solo existe en cuanto se pone, es decir, en cuanto se conoce.

 

Con este sistema no solo existe la dualidad ó mas bien la pluralidad en los actos, sino en el mismo yo; porque ese yo es un acto, y los actos se suceden como una serie de fluxiones desenvueltas hasta lo infinito.

 

Así, lejos de salvarse la unidad absoluta, ni la identidad entre el sujeto y el objeto, se establece la pluralidad y multiplicidad en el sujeto mismo; y la misma unidad de conciencia, en peligro de ser rasgada por las cavilaciones filosóficas, tiene que guarecerse á la sombra de la invencible naturaleza.

 

[97.] Queda probado pues de una manera incontestable, que hay en nosotros una dualidad primitiva entre el sujeto y el objeto; que sin esta no se concibe el conocimiento; y que la representación misma es una palabra contradictoria, si de un modo ú otro no se admiten en los arcanos de la inteligencia cosas realmente distintas. Permítaseme recordar que de esta distinción hallamos un tipo sublime en el augusto misterio de la Trinidad, dogma fundamental de nuestra sacrosanta religión, cubierto con un velo impenetrable, pero de donde salen torrentes de luz para ilustrar las cuestiones filosóficas mas profundas. Este misterio no es explicado por el débil hombre; pero es para el hombre una explicación sublime. Así Platón se apoderó de las vislumbres de aquel arcano como de un tesoro de inmenso valor para las teorías filosóficas; así los santos padres y los teólogos al esforzarse por aclararle con algunas razones de congruencia, han ilustrado los mas recónditos misterios del pensamiento humano.

 

[98.] Los sostenedores de la identidad universal á mas de contradecir uno de los hechos primitivos y fundamentales de la conciencia, no adelantan nada para explicar ni el origen de la representación intelectual, ni su conformidad con los objetos. Es evidente que ningún hombre posee la intuición de la naturaleza del yo individual, y mucho menos del ser absoluto que estos filósofos suponen como el substratum, de todo lo que existe ó aparece. Sin esta intuición, no les será posible explicar à priori la representación de los objetos, ni tampoco la conformidad de estos con aquella. El hecho pues en que se quiere cimentar toda la filosofía, ó no existe, ó nos es desconocido, en ambos casos no puede servir para fundar un sistema.  Si este hecho existiese no se podría presentar á nuestro entendimiento por medio de una enunciación á que llegásemos por raciocinio. Ha de ser mas bien visto que conocido; ó ha de ocupar el primer lugar ó ninguno. Si empezamos por raciocinar sin tomarle á él por fundamento, estribamos en lo aparente para llegar á lo verdadero; nos valemos de la ilusión para alcanzar la realidad. Así resulta evidentemente del sistema de nuestros adversarios, que, ó la filosofía debe comenzar por la intuición mas poderosa que imaginarse pueda, ó no le es dable adelantar un paso.

 

[99.] Las escuelas distinguían entre el principio de ser y el de conocer, principium essendi et principium cognoscendi; mas esta distinción no tiene cabida en el sistema filosófico que impugnamos; el ser se confunde con el conocer; lo que existe, existe porque se conoce, y solo existe en cuanto se conoce. Deducir la serie de los conocimientos es desenvolver la serie de la existencia. No hay ni siquiera dos movimientos paralelos, no hay mas que un movimiento; el yo es el universo, el universo es el yo; todo cuanto existe es un desarrollo del hecho primitivo, es el mismo hecho que se despliega ofreciendo diferentes formas, extendiéndose como un océano infinito: su lugar es un espacio sin límites, su duración la eternidad (VIII).

 

CAPÍTULO IX[9]

CONTINÚA EL EXAMEN DEL SISTEMA DE LA IDENTIDAD UNIVERSAL.

 

[100.] Estos sistemas tan absurdos como funestos, y que bajo formas distintas y por diversos caminos, van á parar al panteísmo, encierran no obstante una verdad profunda, que desfigurada por vanas cavilaciones, se presenta como un abismo de tinieblas, cuando en sí es un rayo de vivísima luz.

 

El espíritu humano busca con el discurso lo mismo á que le impele un instinto intelectual: el modo de reducir la pluralidad á la unidad, de recoger por decirlo así la variedad infinita de las existencias en un punto del cual todas dimanen y en que se confundan. El entendimiento conoce que lo condicional ha de refundirse en lo incondicional, lo relativo en lo absoluto, lo finito en lo infinito, lo múltiplo en lo uno. En esto convienen todas las religiones, todas las escuelas filosóficas. La proclamación de esta verdad no pertenece á ninguna exclusivamente; se la encuentra en todos los países del mundo, en los tiempos primitivos, junto á la cuna de la humanidad. Tradición bella, tradición sublime, que conservada al través de todas las generaciones, entre el flujo y reflujo de los acontecimientos, nos presenta la idea de la divinidad presidiendo al origen y al destino del universo.

 

[101.] Sí: la unidad buscada por los filósofos es la Divinidad misma, es la Divinidad cuya gloria anuncia el firmamento y cuya faz augusta nos aparece en lo interior de nuestra conciencia con resplandor inefable. Sí: ella es la que ilumina y consuela al verdadero filósofo, y ciega y perturba al orgulloso sofista; ella es la que el verdadero filósofo llama Dios, á quien acata y adora en el santuario de su alma, y la que el filósofo insensato apellida el yo con profanación sacrílega; ella es la que considerada con su personalidad, con su conciencia, con su inteligencia infinita, con su perfectísima libertad, es el cimiento y la cúpula de la religión; ella es la que distinta del mundo le ha sacado de la nada, la que le conserva, le gobierna, le conduce por misteriosos senderos al destino señalado en sus decretos inmutables.

 

[102.] Hay pues unidad en el mundo; hay unidad en la filosofía; en esto convienen todos; la diferencia está en que unos separan con muchísimo cuidado lo infinito de lo finito, la fuerza creatriz de la cosa creada, la unidad de la multiplicidad, manteniendo la comunicación necesaria entre la libre voluntad del agente todopoderoso y las existencias finitas, entre la sabiduría de la soberana inteligencia y la ordenada marcha del universo; mientras los otros tocados de una ceguera lamentable, confunden el efecto con la causa, lo finito con lo infinito, lo vario con lo uno; y reproducen en la región de la filosofía el caos de los tiempos primitivos; pero todo en dispersión, todo en confusión espantosa, sin esperanza de reunión ni de orden: la tierra de esos filósofos está vacía, las tinieblas yacen sobre la faz del abismo, mas no hay el espíritu de Dios llevado sobre las aguas para fecundar el caos y hacer que surjan de las sombras y de la muerte piélagos de luz y de vida.

 

Con los absurdos sistemas excogitados por la vanidad filosófica, nada se aclara; con el sistema de la religión que es al propio tiempo el de la sana filosofía y el de la humanidad entera, todo se explica; el mundo de las inteligencias como el mundo de los cuerpos es para el espíritu humano un caos desde el momento en que desecha la idea de Dios; ponedla de nuevo, y el orden reaparece.

 

[103.] Los dos problemas capitales: ¿de dónde nace la representación intelectual? ¿de dónde su conformidad con los objetos? tienen entre nosotros una explicación muy sencilla. Nuestro entendimiento aunque limitado, participa de la luz infinita: esta luz no es la que existe en el mismo Dios, es una semejanza comunicada á un ser, criado á imagen del mismo Dios.

 

Con el auxilio de esta luz resplandecen los objetos á los ojos de nuestro espíritu; ya sea que aquellos estén en comunicación con este por medios que nos son desconocidos; ya sea que la representación nos haya sido dada directamente por Dios á la presencia de los objetos.

 

La conformidad de la representación con la cosa representada, es un resultado de la veracidad divina. Un Dios infinitamente perfecto no puede complacerse en engañar á sus criaturas. Esta es la teoría de Descartes y Malebranche: pensadores eminentes que no sabían dar un paso en el orden intelectual sin dirigir una mirada al Autor de todas las luces, que no acertaban á escribir una página donde no pusiesen la palabra Dios.

 

[104.] Como veremos en su lugar, admitía Malebranche que el hombre lo ve todo en Dios mismo, aun en esta vida; pero su sistema lejos de identificar el yo humano con el ser infinito, los distinguía cuidadosamente, no encontrando otro medio para sostener é iluminar al primero que acercarle y unirle al segundo. Basta leer la obra inmortal del insigne metafísico para convencerse de que su sistema no era el de esa intuición primitiva, purísima, que es un acto despegado de todo empirismo, y que parece salir de las regiones de la individualidad, de esa intuición del hecho simple, origen de todas las ideas y de todos los hechos, y en que, uno de los dogmas de nuestra religión; la visión beatífica, parece realizado sobre la tierra, en la región de la filosofía. Estas son pretensiones insensatas, que estaban muy lejos del ánimo y del sistema de Malebranche (IX).

 

CAPÍTULO X[10]

EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN. MÓNADAS DE LEIBNITZ.

 

[105.] La pretensión de encontrar una verdad real en que se funden todas las demás, es sumamente peligrosa, por mas que á primera vista parezca indiferente. El panteísmo ó la divinización del yo, dos sistemas que en el fondo coinciden, son una consecuencia que difícilmente se evita, si se quiere que toda la ciencia humana nazca de un hecho.

 

[106.] La verdad real, ó el hecho que serviría de base á toda ciencia, debiera ser percibido inmediatamente. Sin esta inmediación le faltaría el carácter de origen y cimiento de las demás verdades; pues que el medio con que le percibiríamos, tendría mas derecho que él al título de verdad primera. Si este hecho mediador fuese causa del otro, es evidente que este último no seria el primero; y si la anterioridad no se refiriese al orden de ser sino de conocer, entonces resultarían las mismas dificultades que tenemos ahora para explicar la transición del sujeto al objeto, ó sea la legitimidad del medio que nos haría percibir el hecho primitivo.

 

Siendo necesaria la inmediación, la unión íntima de la inteligencia con el hecho conocido, claro es que como esta inmediación no la tiene el yo sino para sí mismo y para sus propios actos, el hecho buscado ha de ser el mismo yo. Lo que tenemos inmediatamente presente son los hechos de nuestra conciencia; por ellos nos ponemos en comunicación con lo que es distinto de nosotros mismos. En el caso pues de deberse encontrar un hecho primitivo origen de todos los demás, este hecho seria el mismo yo. En no admitiendo esta consecuencia, es necesario declarar inadmisible la posibilidad de encontrar el hecho fuente de la ciencia trascendental. he aquí como las pretensiones filosóficas en apariencia mas inocentes, conducen á resultados funestos.

 

[107.] Hay aquí un efugio, bien débil por cierto, pero que es bastante especioso para que merezca ser examinado.

 

El hecho, origen científico de todos los demás, no es necesario que sea origen verdadero. Distinguiendo entre el principio de ser y el principio de conocer, parecen quedar salvadas todas las dificultades.  Es absurdo, y además contrario al sentido común, que el yo sea origen de todo lo que existe; pero no lo es que sea principio representativo de todo lo que se conoce y se puede conocer. La representación no es sinónima de causalidad. Las ideas representan y no causan los objetos representados. ¿Por qué pues no se podría admitir que existe un hecho representativo de todo lo que el humano entendimiento puede conocer? Es cierto que la percepción de este hecho ha de ser inmediata, que se le ha de suponer íntimamente presente á la inteligencia que le percibe, por cuyo motivo no puede ser otra cosa que el mismo yo; pero esto no diviniza al yo, solo le concede una fuerza representativa que puede haberle sido comunicada por un ser superior. Hace del yo, no una causa universal, sino un espejo en que reflejan el mundo interno y el externo.

 

Esta explicación recuerda el famoso sistema de las mónadas de Leibnitz, sistema ingenioso, arranque sublime de uno de los genios mas poderosos que honraron jamás al humano linaje. El mundo entero formado de seres indivisibles, todos representativos del mismo universo del cual forman parte, pero con representación adecuada á su categoría respectiva y con arreglo al punto de vista que les corresponde según el lugar que ocupan; desenvolviéndose en una serie inmensa que principiando por el orden mas inferior va subiendo en gradación continua hasta los umbrales de lo infinito; y en la cúspide de todas las existencias la mónada que contiene en sí la razón de todas, que las ha sacado de la nada, les ha dado la fuerza representativa, las ha distribuido en sus convenientes categorías estableciendo entre todas ellas una especie de paralelismo de percepción, de voluntad, de acción, de movimiento, de tal suerte que sin comunicarse nada las unas á las otras, marchen todas en la mas perfecta conformidad, en inefable armonía; esto es grande, esto es bello, esto es asombroso, esta es una hipótesis colosal que solo concebir pudiera el genio de Leibnitz.

 

[108.] Pagado este tributo de admiración al eminente autor de la Monadología, advertiré que su concepción gigantesca es solo una hipótesis que todos los recursos del talento de su inventor no bastaron á fundar en ningún hecho que le diera visos de probabilidad.  Prescindiré también de las dificultades gravísimas que, contra la voluntad del autor sin duda, ofrece esta hipótesis á la explicación del libre albedrío: me ceñiré al examen de las relaciones de dicho sistema con la cuestión que me ocupa.

 

En primer lugar, siendo la representación de las mónadas una mera hipótesis, no sirve para explicar nada, á no ser que la filosofía se convierta en un juego de combinaciones ingeniosas. El yo es una mónada, esto es, una unidad indivisible; en esto no cabe duda; el yo es una mónada representativa del universo; esta es una afirmación absolutamente gratuita. Hasta que se la pruebe de un modo ú otro, tenemos derecho á no querer ocuparnos de ella.

 

[109.] Pero supongamos que la fuerza representativa tal como la entiende Leibnitz, exista en el yo; esta hipótesis no destruye lo que se ha dicho contra el origen primitivo de la ciencia trascendental. Si bien se observa, la hipótesis de Leibnitz explica el origen de las ideas, mas no su enlace. Hace del alma un espejo en que por efecto de la voluntad creatriz, se representa todo; pero no explica el orden de estas representaciones, no da razón de cómo unas nacen de otras, ni les señala otro vínculo que la unidad de la conciencia. Este sistema pues, se halla fuera de la cuestión; no disputamos sobre el modo con que las representaciones existen en el alma, ni sobre la procedencia de ellas, sino que examinamos la opinión que pretende fundar toda la ciencia en un solo hecho, desenvolviendo todas las ideas, como simples modificaciones del mismo. Esto jamás lo ha dicho Leibnitz; ni en sus obras se encuentra nada que indique semejante pensamiento. Además, las diferencias entre el sistema del autor de la Monadología y el de los filósofos alemanes que estamos impugnando, son demasiado palpables para que puedan ocultarse á nadie. 

 

1.º Tan lejos está Leibnitz de la identidad universal, que establece una pluralidad y multiplicidad infinitas: sus mónadas son seres realmente distintos y diferentes entre sí.

 

2.º Todo el universo compuesto de mónadas ha procedido según Leibnitz, de una mónada infinita; y esta procedencia no es por emanación sino por creación.

 

3.º En la mónada infinita ó en Dios, pone Leibnitz la razón suficiente de todo.

 

4.º El conocimiento les ha sido dado á las mónadas libremente por el mismo Dios.

 

5.º Dicho conocimiento y la conciencia de él, les pertenece á las mónadas individualmente, sin que Leibnitz pensase ni remotamente en ese absoluto, fondo de todas las cosas, que con sus trasformaciones se eleva de naturaleza á conciencia, ó desciende de la región de la conciencia y se convierte en naturaleza.

 

[110.] Estas diferencias tan marcadas, no han menester comentarios; ellas manifiestan hasta la última evidencia que los filósofos alemanes modernos no pueden escudarse con el nombre de Leibnitz; bien que á decir verdad no es este el flaco de esos filósofos; lejos de buscar guías, todos aspiran á la originalidad, siendo esta una de las principales causas de sus extravagancias. Hegel, Schelling y Fichte todos pretenden ser fundadores de una filosofía; y Kant abrigaba la misma ambición, hasta el punto de hacer alteraciones gravísimas en su segunda edición de la Crítica de la razón pura, por temor de que se le tuviese por plagiario del idealismo de Berkeley (X).

 

CAPÍTULO XI[11]

EXAMEN DEL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN.

 

[111.] Todo lo conocemos por la representación; sin ella el conocimiento es inconcebible; no obstante ¿qué es la representación considerada en sí? Lo ignoramos; nos ilumina para lo demás, pero no para conocerla á ella misma.

 

Bien se echa de ver que no disimulo las gravísimas dificultades que ofrece la solución del presente problema; por el contrario las señalo con toda claridad para evitar desde el principio la vana presunción, que pierde en las ciencias como en todo. Mas no se crea que intente desterrar esta cuestión del dominio de la filosofía; opino que las dificultades aunque son muchas y espinosas, permiten sin embargo conjeturas bastante probables.

 

[112.] La fuerza representativa puede dimanar de tres fuentes: identidad, causalidad, idealidad. Me explicaré. Una cosa puede representarse á si misma; esta representación es la que llamo de identidad. Una causa puede representar á sus efectos; esto entiendo por representación de causalidad. Un ser, sustancia ó accidente, puede ser representativo de otro, distinto de él y que no es su efecto; á este llamo representación de idealidad.

 

No veo que puedan señalarse otras fuentes de la representación; y así teniendo la división por completa, voy á examinar sus tres partes, llamando muy especialmente sobre este punto la atención del lector, por ser uno de los mas importantes de la filosofía.

 

[113.] Lo que representa ha de tener alguna relación con la cosa representada. Esencial ó accidental, propia ó comunicada, la relación ha de existir. Dos seres que no tienen absolutamente ninguna relación, y sin embargo, el uno representante del otro, son una monstruosidad.  Nada hay sin razón suficiente; y no existiendo ninguna relación entre el representante y el representado, no habría razón suficiente de la representación.

 

Téngase en cuenta que por ahora prescindo de la naturaleza de esta relación, no afirmo que sea real ni ideal, solo digo que entre lo representante y lo representado ha de haber algún vínculo sea el que fuere. Sus misterios, su incomprensibilidad, no destruirían su existencia. La filosofía será impotente quizás para explicar el enigma, pero es bastante á demostrar que el vínculo existe. Así es que prescindiendo de toda experiencia, se puede demostrar à priori que hay una relación entre el yo y los demás seres, por el mero hecho de existir la representación de estos en aquel.

 

La incesante comunicación en que están las inteligencias entre sí y con el universo, prueba que hay un punto de reunión para todo. La sola representación es de ello una prueba incontestable; tantos seres en apariencia dispersos é indiferentes unos á otros, están íntimamente unidos en algún centro; por manera que el simple fenómeno de la inteligencia nos conduce á la afirmación del vínculo común, de la unidad en que se enlaza la pluralidad. Esta unidad es para los panteístas la identidad universal, para nosotros es Dios.

 

[114.] Adviértase que esta relación entre lo representante y lo representado, no es necesario que sea directa ó inmediata; basta que sea con un tercero; así han de admitirla tanto los que explican la representación por la identidad, como los que dan razón de ella por las ideas intermedias, sin que para el caso presente, haya ninguna diferencia entre los que las consideran producidas por la acción de los objetos sobre nuestro espíritu, y los que las hacen dimanar inmediatamente de Dios.

 

[115.] Todo la que representa contiene en cierto modo la cosa representada; esta no puede tener carácter de tal si de alguna manera no se halla en la representación. Puede ser ella misma ó una imagen suya, pero esta imagen no representará al objeto si no se sabe que es imagen. Toda idea pues, encierra la relación de objetividad, de otro modo no representaría al objeto, sino á sí misma. El acto de entender es inmanente, pero de tal modo que el entendimiento sin salir de sí, se apodera del objeto mismo. Cuando pienso en un astro colocado á millones de leguas de distancia, mi espíritu no va ciertamente al punto donde el astro se halla; pero por medio de la idea salva en un instante la inmensa distancia y se une con el astro mismo. Lo que percibe, no es la idea sino el objeto de ella; si esta idea no envolviese una relación al objeto, dejaría de ser idea para el espíritu, no le representaría nada, á no ser que se representase á sí misma.

 

[116.] Hay pues en toda percepción una unión del ser que percibe con la cosa percibida; cuando esta percepción no es inmediata, el medio ha de ser tal que contenga una relación necesaria al objeto; se ha de ocultar á sí propio para no ofrecer á los ojos del espíritu sino la cosa representada. Desde el momento que él se presenta, que es visto ó solamente advertido, deja de ser idea y pasa á ser objeto. Es la idea un espejo que será tanto mas perfecto cuanto mas completa produzca la ilusión. Es necesario que presente los objetos solos, proyectándolos á la conveniente distancia, sin que el ojo vea nada del cristalino plano que los refleja.

 

[117.] Esta unión de lo representante con lo representado, de lo inteligente con lo entendido, puede explicarse en algunos casos por la identidad. En general no se descubre ninguna contradicción en que una cosa se represente á si misma á los ojos de una inteligencia, si se supone que de un modo ú otro estén unidas. En el caso pues de que la cosa conocida sea ella misma inteligente, no se ve ninguna dificultad en que ella sea para sí misma su propia representación y que de consiguiente se confundan en un mismo ser la idealidad y la realidad.  Si una idea puede representar á un objeto, ¿por qué este no se podrá representar á sí mismo? si un ser inteligente puede conocer un objeto, mediante una idea, ¿por qué no le podrá conocer inmediatamente? La unión de la cosa entendida con la inteligente será para nosotros un misterio, es verdad; ¿pero lo es menos la unión, que se hace por medio de la idea? A esta se puede objetar todo lo que se diga contra la cosa misma; y aun si bien se considera, mas inexplicable es el que una cosa represente á otra, que no que se represente á sí misma. Lo representante y lo representado tienen entre sí una especie de relación de continente y contenido; fácilmente se concibe que lo idéntico se contenga á sí mismo, pues que la identidad expresa mucho mas que el contener; pero no se concibe tan bien cómo el accidente puede contener á la substancia, lo transitorio á lo permanente, lo ideal á lo real. Es pues la identidad un verdadero principio de representación.

 

[118.] Aquí advertiré lo siguiente, que es muy necesario para evitar equivocaciones.

 

1º. No afirmo la relación necesaria entre la identidad y la representación; de lo contrario se afirmaría que todo ser ha de ser representativo, ya que todo ser es idéntico consigo mismo. Establezco esta proposición: «la identidad puede ser origen de representación;» pero niego las siguientes: «la identidad es origen necesario de representación;» «la representación es signo de identidad.»

 

2º. Nada determino con respecto á la aplicación de las relaciones entre la representación y la identidad en lo que concierne á los seres finitos.

 

3º. Prescindo de la dualidad que existe por solo suponer sujeto y objeto, y no entro en ninguna cuestión sobre la naturaleza de esta dualidad.

 

 [119.] Fijadas las ideas, advertiré que tenemos una prueba irrecusable de que no hay repugnancia intrínseca entre la identidad y la representación, en dos dogmas de la religión católica; el de la visión beatífica y el de la inteligencia divina. El dogma de la visión beatífica nos enseña que el alma humana en la mansión de los bienaventurados, está unida íntimamente con Dios, viéndole cara á cara, en su misma esencia. Nadie ha dicho que esta visión se hiciese por medio de una idea, antes bien los teólogos enseñan lo contrario, entre ellos Santo Tomás. Tenemos pues la identidad unida con la representación, es decir la esencia divina representándose ó mas bien presentándose á sí propia á los ojos del espíritu humano. El dogma de la inteligencia divina nos enseña que Dios es infinitamente inteligente. Dios, para entender, no sale de sí mismo, no se vale de ideas distintas, se ve á sí mismo en su esencia. Dios no se distingue de su esencia; tenemos pues la identidad unida con la representación, y el ser inteligente identificado con la cosa entendida (XI).


[1] Conviene distinguir entre la certeza y la verdad: entre las dos hay relaciones íntimas, pero son cosas muy diferentes. La verdad es la conformidad del entendimiento con la cosa. La certeza es un firme asenso á una verdad, real ó aparente.

La certeza no es la verdad, pero necesita al menos la ilusión de la verdad. Podemos estar ciertos de una cosa falsa; mas no lo estaríamos, sino la creyésemos verdadera.

No hay verdad hasta que hay juicio, pues sin juicio no hay mas que percepción, no comparación de la idea con la cosa; y sin comparación no puede haber conformidad ni discrepancia. Si concibo una montaña de mil leguas de elevación, concibo una cosa que no existe, mas no yerro mientras me guardo de afirmar la existencia de la montaña. Si la afirmo, entonces hay oposición de mi juicio con la realidad, lo que constituye el error.

El objeto del entendimiento es la verdad; por esto necesitamos al menos la ilusión de ella para estar ciertos; nuestro entendimiento es débil; y de aquí es que su certeza está sujeta al error. Lo primero es una ley del entendimiento, lo segundo un indicio de su flaqueza.

La filosofía, ó mejor, el hombre, no puede contentarse con apariencias, ha menester la realidad; quien se convenciere de que no tiene mas que apariencia, ó dudase de si tiene algo mas, perdería la misma certeza; esta admite la apariencia, con la condición de que le sea desconocida.

[2] El mismo Pirron, no dudaba de todo como creen algunos: admitía las sensaciones en cuanto pasivas, y se resignaba á las consecuencias de estas impresiones, conviniendo en la necesidad de acomodarse en la práctica á lo que ellas nos indican. Nadie hasta ahora ha negado las apariencias; las disputas versan sobre la realidad; sosteniendo los unos que el hombre debe contentarse con decir: parece; y otros que puede llegar á decir: es. Conviene tener presente esta distinción, que evita confusión de ideas en la historia de la filosofía, y conduce á esclarecer las cuestiones sobre la certeza. Así de las tres cuestiones: hay certeza; en qué se funda; cómo se adquiere; la primera está resuelta en un mismo sentido por todas los escuelas, en cuanto se refiere á un hecho de nuestra alma; con solo admitir las apariencias admitían la certeza de ellas.

[3] Para formarse ideas claras sobre el desarrollo del entendimiento y demás facultades de nuestro espíritu véase lo que digo en la obra titulada El Criterio, particularmente en los capítulos I, II, III, XII, XIII, XIV, XVIII y XXII.

[4] Pongo á continuación los notables pasajes de Santo Tomás, á que me he referido en el texto, sobre la unidad y multiplicidad de ideas.  Creo que los leerán con gusto todos los amantes de una metafísica sólida y profunda.

In omnibus enim substantiis intellectualibus, invenitur virtus intellectiva per influentiam divini luminis. Quod quidem in primo principio est unum et simplex, et quanto magis creatura intellectuales distant à primo principio, tanto magis dividitur illud lumen, et diversificatur, sicut accidit in lineis à centro egredientibus. Et inde est quod Deus per suam essentiam omnia intelligit; superiores autem intellectualium substantiarum, etsi per plures formas intelligant, tamen intelligunt per pauciores et magis universales, et virtuosiores ad comprehensionem rerum, propter efficaciam virtutis intellectivæ, quæ est in eis. In inferioribus autem sunt formæ plures et minus universales, et minus efficaces ad comprehensionem rerum in quantum deficiunt à virtute intellectiva superiorum. Si ergo inferiores substantiæ haberent formas in illa universalitate, in qua habent superiores; quia non sunt tantæ efficaciæ in intelligendo, non acciperent per eas perfectam cognitionem de rebus, sed in quadam communitate, et confusione, quod aliqualiter apparet in hominibus. Nam qui sunt debilioris intellectus, per universales conceptiones magis intelligentium, non accipiunt perfectam cognitionem, nisi eis singula in speciali explicentur (1 p., q. 89, art, 1.).

Intellectus quanto est altior et perspicacior tanto ex uno potest plura cognoscere. Et quia intellectus divinus est altissimus, per unam simplicem essentiam suam onmia cognoscit: nec est ibi aliqua pluralitas formarum idealium, nisi secundum diversos respectus divinæ essentiæ ad res cognitas; sed in intellectu creato multiplicatur secundum rem quod est unum secundum rem in mente divina, ut non possit omnia per unum cognoscere: ita tamen quod quanto intellectus creatus est altior, tanto pauciores habet formas ad plura cognoscenda efficaces. Et hoc est quod Dio. dicit, 12. cæ. hier. quod superiores ordines habent scientiam magis universalem in inferioribus. Et in Lib.  de causis dicitur, quod intelligentiæ superiores habent formas magis universales: hoc tamen observato, quod in infimis angelis sunt formæ adhuc universales in tantum, quod per unam formam possunt cognoscere omnia individua unius speciei; ita quod illa species sit propria uniuscuiusque particularium secundum diversos respectus eius ad particularia, sicut essentia divina efficitur propria similitudo singulorum secundum diversos respectus; sed intellectus humanus qui est ultimus in ordine substantiarum intellectualium habet formas in tantum particulatas quod non potest per unam speciem nisi unum quid cognoscere. Et ideo similitudo speciei existens in intellectu humano non sufficit ad cognoscenda plura singularia; et propter hoc intellectui adjuncti sunt sensus quibus singularia accipiat (Quodlib.  7. art. 3.).

Respondeo dicendum, quod ex hoc sunt in rebus aliqua superiora, quod sunt uni primo, quod est Deus, propinquiora et similiora. In Deo autem tota plenitudo intellectualis cognitionis continetur in uno, scilicet in essentia divina, per quam Deus omnia cognoscit. Quæ quidem intelligibilis plenitudo, in intelligibilibus creaturis inferiori modo et minus simpliciter invenitur. Unde oportet, quod ea quæ Deus cognoscit per unum, inferiores intellectus cognoscant per multa: et tanto amplius per plura, quanto amplius intellectus inferior fuerit.  Sic igitur quanto Angelus fuerit superior, tanto per pauciores species universitatem intelligibilium apprehendere poterit, et ideo oportet quod eius formæ sint universaliores, quasi ad plura se extendentes unaquæque earum. Et de hoc, exemplum aliqualiter in nobis perspici potest: sunt enim quidam, qui veritatem intelligibilem capere non possunt; nisi eis particulatim per singula explicetur. Et hoc quidem ex debilitate intellectus eorum contingit. Alii vero qui sunt fortioris intellectus, ex paucis multa capere possunt (1 p., q. 55.  art. 3.).

[5] He aquí explicada por el mismo Condillac la idea de su hombre estatua: «Para llenar este objeto nos imaginamos una estatua organizada interiormente como nosotros y animada de un espíritu, sin ninguna especie de ideas, suponiéndola además de un exterior toda de mármol que no le permitía el uso de ningún sentido, nos reservamos la libertad de abrírselos á las diferentes impresiones de que son susceptibles, según mejor nos pareciese.

«Creímos deber empezar por el olfato, porque esto es el sentido que parece contribuir menos á los conocimientos del espíritu humano. En seguida examinamos los otros; y después de haberlos considerado separadamente y en conjunto, vimos que la estatua llegaba á ser un animal capaz de velar por su conservación.

«El principio que determina el desarrollo de sus facultades es simple; las sensaciones mismas le contienen; porque siendo todas por necesidad agradables ó desagradables, la estatua está interesada en gozar de las unas y evitarse las otras. El lector se convencerá de que este interés es suficiente para dar lugar á las operaciones del entendimiento y de la voluntad. El juicio, la reflexión, los deseos, las pasiones no son otra cosa que la sensación misma que se transforma de diferentes maneras; por esta razón nos pareció inútil el suponer que el alma recibe inmediatamente de la naturaleza todas las facultades de que está dotada: la naturaleza nos da órganos para advertirnos por el placer, lo que debemos buscar, y por el dolor, lo que debemos huir; pero se detiene allí, y deja á la experiencia el cuidado de hacernos contraer hábitos y de acabar la obra que ella comenzó.

«Este objeto es nuevo, y manifiesta toda la sencillez de las vías del Autor de la naturaleza: ¿no es cosa digna de admiración el que haya bastado hacer al hombre sensible al placer y al dolor, para que naciesen en él ideas, deseos, hábitos, talentos de toda especie?» (Tratado de las sensaciones, Idea de la obra).

Lo que admira no es el sistema de Condillac, sino la candidez de su autor: y todavía mas el que siquiera por breve tiempo, haya podido tener numerosos secuaces un sistema tan superficial y tan pobre.  Proponese el autor la dificultad de que no siendo todo lo que hay en el alma mas que la sensación transformada, es extraño que los brutos que también tienen sensaciones, no estén dotados de las mismas facultades que el hombre. ¿Atinaría el lector en la profunda razón señalada por el filósofo francés? mucho lo dudamos. Ele aquí, como un pensamiento curioso: «el órgano del tacto es en los brutos menos perfecto, y por consiguiente no puede ser para ellos la causa ocasional de todas las operaciones que se notan en nosotros.» Bien hizo en adoptar el lema: nec tamen quasi Pythius Apollo.

[6] En estas materias, son dignas de leerse las obras de los escolásticos: al tratar del objeto de la ciencia, son á un tiempo exactos y profundos. Difícilmente se puede excogitar nada con respecto á clasificaciones de verdades, que ellos no hayan explicado ó indicado.

[7] No se crea que juzgo con demasiada severidad las formas adoptadas por los filósofos alemanes. Sabido es como habla de ellos Madama de Stael; pero felizmente puedo citar en mi apoyo un juez mas competente todavía, Schelling, uno de los jefes de la filosofía alemana. Dice así: «Los alemanes han filosofado tan largo tiempo entre sí solos, que poco á poco se han apartado en sus ideas y en su lenguaje, de las formas universalmente inteligibles, llegando á tomar por medida del talento filosófico los grados de apartamiento de la manera común de pensar y de expresarse; fácil me seria citar ejemplos; ha sucedido á los alemanes lo que á las familias que se separan del resto del mundo para vivir únicamente entre ellas, y que acaban por adoptar, á mas de otras singularidades, expresiones que les son propias y que solo ellas mismas pueden entender. después de algunos esfuerzos infructuosos para difundir en el extranjero la filosofía de Kant, renunciaron á hacerse inteligibles á las demás naciones, acostumbráronse á mirarse como el pueblo escogido de la filosofía, y la consideraron como una cosa que existió por sí misma con existencia absoluta e independiente; olvidando que el objeto de toda filosofía, objeto al cual se falta con harta frecuencia, pero que jamás debe perderse de vista, es obtener el asentimiento universal, haciéndose universalmente inteligible. No es esto decir que las obras de pensamiento deban ser juzgadas como ejercicios de estilo; pero toda filosofía que no puede ser inteligible para todas las naciones ilustradas y accesible á todas las lenguas, no puede ser por lo mismo una filosofía verdadera y universal. (_Juicio de M. de Schelling sobre la filosofía de M. Cousin y sobre el estado de la filosofía francesa y de la filosofía alemana en general_. 1834).

Lisonjéase M. Schelling de que la filosofía alemana irá entrando en mejor camino con respecto á la claridad, y añade: «el filósofo que hace diez años no habría podido apartarse del lenguaje y de las formas de la escuela so pena de dañar á su reputación científica, podrá en adelante libertarse de semejantes trabas; la profundidad la buscará en los pensamientos; y una incapacidad absoluta de expresarse con claridad, no será mirada como la señal del talento y de la inspiración filosófica.» Nada tengo que añadir al pasaje de Schelling; solo recordaré á su autor aquello de mututo nomine, de te fabula ista narratur.

 

[8] La lectura de la obra de Schelling, titulada Sistema del idealismo trascendental_, no deja ninguna duda sobre su modo de pensar con respecto á esa identidad, que en el fondo no es ni puede ser otra cosa que el panteísmo; sin embargo, en obsequio de la verdad confesaré que Schelling parece haber modificado su doctrina, o temido sus consecuencias, si hemos de atenernos á las indicaciones que se hallan en su discurso pronunciado en la apertura de su curso de filosofía en Berlin el 15 de noviembre de 1841. En él se lee el siguiente pasaje, digno de llamar la atención de todos los hombres pensadores. «Los dificultades y los obstáculos de todas clases contra los que lucha la filosofía, son visibles, y en vano los quisiéramos disimular.

»Jamás se verificó contra la filosofía, reacción mas poderosa de parte de la vida activa y real, que en la época presente; esto prueba que la filosofía ha penetrado hasta en las cuestiones mas vitales de la sociedad, en las que á nadie es permitido ser indiferente. Mientras una filosofía se halla en los primeros rudimentos de su formación, y aun en los primeros pasos de su marcha, nadie se ocupa de ella, sino los mismos filósofos: los demás hombres aguardan á la filosofía en su última palabra; pues no adquiere importancia para el público en general, sino por sus resultados.

»Confieso que no se debe tomar por resultado práctico de una filosofía sólida y meditada profundamente, lo que se le antoja á cualquiera señalar como tal; si así fuese, el mundo debería someterse á las doctrinas mas contrarias á la sana moral, aun á aquellas que zapasen sus cimientos. No, nadie juzga una filosofía por las conclusiones prácticas sacadas por la ignorancia o la presunción. Además, que en este punto tampoco seria posible el engaño: el público rechazaría una filosofía que tuviese tales resultados, sin querer ni aun juzgarla en sus principios; diría que nada entiende sobre el fondo de las cuestiones, ni la marcha artificial e intrincada de los argumentos; mas sin pararse en esto, decidiría bien pronto que una filosofía que conduce á tales conclusiones, no puede ser verdadera en sus bases. Lo que la moral romana ha dicho de lo útil, nihil utile nisi quod honestum, se aplica igualmente á la investigación de la verdad; ninguna filosofía que se respete, confesará que lleve á la irreligión. Sin embargo, la actual filosofía se halla precisamente en situación tal que por mas que prometa un resultado religioso, nadie se lo concede; pues que las deducciones que de ella se sacan, convierten los dogmas de la religión cristiana en una vana fantasmagoría. »En esto convienen abiertamente algunos de sus discípulos mas fieles; la sospecha sea o no fundada, basta su existencia, y que esta opinión se haya establecido. »Pero en último resultado la vida activa tiene siempre razón; de suerte que la filosofía está expuesta á grandes riesgos. Los que hacen la guerra á una cierta filosofía, están muy cercanos á condenarlas todas; ellos que dicen en su corazón: no haya mas filosofía en el mundo. Yo mismo no estoy exento de sus condenaciones; pues que el primer impulso de esta filosofía, al presente tan mal conceptuada, á causa de sus resultados religiosos, se pretende que soy yo quien lo he dado.

»¿Cómo me defenderé? por cierto que yo no atacaré jamás una filosofía por sus últimos resultados; pero la juzgaré en sus primeros principios como debe hacerlo todo espíritu filosófico. Además, es bastante sabido que desde luego me he manifestado poco satisfecho de la filosofía de que hablo, y poco de acuerdo con ella................

»El mundo moral y espiritual se halla tan dividido, que debe ser un motivo de contento el hallar siquiera por un instante, un punto de reunión. Además, el destruir es cosa muy triste cuando no se tiene nada con que reemplazar lo destruido: «hazlo mejor» se dice al que solo sabe criticar................

»Yo me consagro pues todo entero á la misión de que estoy encargado; para vosotros viviré, para vosotros trabajaré sin descanso, mientras haya en mí un soplo de vida, y me lo permita Aquel sin cuya voluntad no puede caer de nuestras cabezas un cabello, y menos aun salir de nuestra boca una palabra profundamente sentida; Aquel, sin cuya

inspiración no puede brillar en nuestro espíritu una idea luminosa, ni un pensamiento de verdad y de libertad alumbrar nuestra alma.»

Este pasaje manifiesta todo lo embarazoso de la posición del filósofo alemán, y las consecuencias irreligiosas que se achacan á sus doctrinas; es consolador el verle tributar un cierto homenaje á la verdad, pero aflige el notar que todavía pretende salvar su inconsecuencia.

[9] En estos últimos tiempos no ha faltado quien pretendiese contar al ilustre Malebranche entre los partidarios del panteísmo. No se concibe cómo Mr. Cousin ha podido decir: «Malebranche es con Espinosa, el mas grande discípulo de Descartes: ambos han sacado de los principios de su común maestro, las consecuencias que en los mismos se contenían. Malebranche es al pie de la letra el Espinosa cristiano» (Fragmentos filosóficos, tom. 2, pág. 167). No se concibe, repito, cómo ha podido asentar tamaña paradoja quien haya leído siquiera las obras del insigne metafísico. Basta echar la vista sobre sus escritos para ver en ellos el espiritualismo mas elevado unido con el respeto mas profundo á los dogmas de nuestra religión sacrosanta. Al exponer los varios sistemas filosóficos sobre el origen de las ideas y el problema del universo, se me ofrecerán nuevas ocasiones de vindicar al sabio y piadoso autor de la investigación de la verdad; pero no he querido dejar la presente, sin hacerle la debida justicia defendiéndole de esas imputaciones que él, si viviese, rechazaría con horror como intolerables calumnias. ¡Quién se lo dijera al escribir aquellas páginas donde á cada paso se encuentran Dios, el espíritu, la religión cristiana, la verdad eterna, el pecado original, con numerosos textos de la Sagrada Escritura y de san Agustín, que andando el tiempo había de verse al lado de Espinosa, bien que con el absurdo epíteto de Espinosa cristiano! Esta es á veces la triste suerte de los grandes hombres, de ser tenidos por jefes de sectas que ellos detestaron. Malebranche llamaba á Espinosa el impío de nuestros días, y M. Cousin se atreve á llamar á Malebranche el Espinosa cristiano.

[10] No ignoro las dificultades á que están sujetos los sistemas de Leibnitz; pero es preciso dejar bien consignado que en la mente de este grande hombre no tenían cabida las erróneas doctrinas de los modernos alemanes. «La última razón de todas las cosas, dice en su Monadología, se halla en una substancia necesaria donde está el origen de todas las mudanzas, á la que llamamos Dios.

»Siendo esta substancia la razón suficiente de todo el universo, no hay mas que un Dios, y este Dios basta.

»Como esta substancia suprema, que es única, universal y necesaria, no tiene nada fuera de ella que sea independiente de la misma, debe ser incapaz de límites y contener tantas realidades como es posible.

»De donde se infiere que Dios es absolutamente perfecto; pues que la perfección no es otra cosa que el grandor de la realidad positiva tomada precisamente, dejando á un lado los límites en las cosas que los tienen. Donde no hay límites, como se verifica en Dios, la perfección es absolutamente infinita.

»De aquí se deduce que las criaturas reciben sus perfecciones de la acción de Dios; pero tienen sus imperfecciones de su propia naturaleza, incapaz de ser ilimitada, en lo que se distinguen de Dios.

»Es verdad también que en Dios se halla no solo el manantial de las existencias, sino también el de las esencias, en cuanto reales, ó en lo que la posibilidad contiene de real.»

En su disertación sobre la filosofía platónica, combate las tendencias panteístas de Valentín Vegelio con estas palabras: «Yo quisiera que Valentín Vegelio explicando en un tratado particular la vida bienaventurada por la transformación en Dios, y preconizando con frecuencia una muerte y un reposo de este género, no hubiese dado motivo á la sospecha de que él y otros quietistas adoptaban esta opinión. Al mismo punto se dirige Espinosa bien que por otro camino: no admite mas que una sola substancia que es Dios, las criaturas son modificaciones de esta substancia, como las figuras que con el movimiento nacen y perecen de continuo en la cera blanda. Síguese de esto lo mismo que de la opinión de Almerio, que el alma no subsiste después de la muerte, sino por su ser ideal en Dios, como ha existido allí desde toda la eternidad.

«Pero yo nada encuentro en Platón para creer que su opinión haya sido que los espíritus no conservan su propia substancia. Esta doctrina es incontestable á los ojos de todos los que razonan sabiamente en filosofía; y ni aun es posible formarse idea de la opinión contraria, á no ser que nos figuremos á Dios y al alma como seres corpóreos, pues de otro modo las almas no podrían ser sacadas de Dios como partículas: pero es absurdo formarse semejantes ideas de Dios y del alma» (T. 2, diss. de phil. platonica, p. 224, epist. ad Hanschium, an. 1707, y se halla entre los Pensamientos de Leibnitz sobre la religión y la moral publicados por M. Emery).

Tan lejos estaba Leibnitz de abrigar tendencia al panteísmo, ni de reputarle por una filosofía elevada, que antes bien, como acabamos de ver, le considera como el resultado de una imaginación grosera. Es muy notable que así bajo el aspecto metafísico como histórico, está completamente de acuerdo Leibnitz con Santo Tomás, manifestando ambos las mismas ideas con palabras muy semejantes. Busca el santo Doctor si el alma es hecha de la substancia de Dios, y con esta ocasión examina el origen del error, y dice lo siguiente: «Respondeo dicendum, quod dicere animam esse de substantia Dei, manifestam improbabilitatem continet. Ut enim ex dictis patet, anima humana est quandoque intelligens in potentia, et scientiam quodammodo à rebus acquirit, et habet diversas potentias quæ omnia aliena sunt à Dei natura, qui est actus purus, et nihil ab alio accipiens, et nullam in se diversitatem habens, ut supra probatum est.

»Sed hic error principium habuisse videtur ex duabus positionibus antiquorum. Primi enim, qui naturas rerunt considerare inceperunt, imaginationem transcendere non valentes, nihil præter corpora esse possuerunt. Et ideo Deum dicebant esse quoddam corpus, quod aliorum corporum judicabant esse principium. Et quia animam ponebant esse de natura illius corporis, quod dicebant esse principium, ut dicitur in primo de anima, per consequens sequebatur quod anima esset deo substantia Dei. Juxta quam positionem etiam Manichari, Deum esse quamdam lucem corpoream existimantes, quamdam partem illius lucis animam esse possuerunt corpori alligatam. Secundo vero processuoi fuit ad hoc quod aliqui aliquid incorporeum esse apprehenderunt: non tamen á corpore separatum, sed corporis formam. Unde et Varro dixit quod Deus est anima, mundum intuitu, vel motu et ratione gubernans: ut Augu. narrat 7 de civit. Dei. Sic igitur illius totalis animæ partem, aliqui possuerunt animam hominis: sicut homo est pars totius mundi: non valentes intellectu pertingere ad distinguendos spiritualium substantiarum gradus, nisi secundum distinctionas corporum. Hæc autem omnia sunt impossibilia, ut supra probatum est, unde manifeste falsum est animam esse de substantia Dei(1 p. q. 90. art. 1).

[11] En los escolásticos se encuentra á menudo que el entendimiento es la misma cosa entendida, aun tratándose de los entendimientos creados; pero esta identidad se limita á un orden puramente ideal, y no significa mas que la íntima unión de la idea con el entendimiento.  Sabido es cuánta importancia tienen en la filosofía escolástica las materias y formas; y esta distinción se la aplica también á los fenómenos de la inteligencia. Bien que la idea era considerada como una cosa distinta del entendimiento, no obstante como este era perfeccionado por ella y puesto en relación con la cosa representada, se decía que el entendimiento era la misma cosa entendida. Así deben explicarse los pasajes que se encuentran en Santo Tomás y otros escolásticos; pues aunque las expresiones de que se valen, consideradas aisladamente, serian inexactas; no lo son si se atiende al sentido que ellos les atribuyen y que resulta bien claro de los principios en que se fundan. Por ejemplo Santo Tomás (quodlibet 7.  art. 2) para probar que el entendimiento criado no puede entender muchas cosas á un mismo tiempo dice: «Sed quod intellectus simul intelligat plura intelligibilia, primò et principaliter, est impossibile. Cuius ratio est, quia _intellectus secundum actum est omninò, id est perfectè res intellecta: ut dicitur_ in 3. de anima.  _Quod quidem intelligendum, est non quòd essentia intellectus fiat res intelecta_ vel species eius; sed quia completè informatur per speciem rei intellectæ, dum eam actu intelligit. Unde intellectum simul plura intelligere primò, idem est acsi res una simul esset plura. In rebus enim materialibus videmus quod una res numero non potest esse simul plura in actu, sed plura in potentia.................................

»Unde patet quòd sicut una res materialis non potest esse simul pluraactu, ita unus intellectus non potest simul plura intelligere primo. Et hoc est quòd Alga, dicit, quòd sicut unum corpus non potest simul figurari pluribus figuris: ita unus intellectus non potest simul plura intelligere. Nec potest dici quod intellectus informetur perfectè simul pluribus speciebus intelligibilibus, sicut unum corpus simul informatur figura et colore: quia figura et color non sunt formæ unius generis, nec in eodem ordine accipiuntur quia non ordinantur ad perficiendum in esse unius rationis: sed omnes formæ intelligibiles in quantum huiusmodi, sunt unius generis, et in eodem ordine se habent ad intellectum, in quantum perficiunt intellectum in hoc quod est esse intellectum. Unde plures species intelligibiles se habent sicut figuræ plures; vel plures colores qui simul in actu in eodem esse non possunt secundum idem.»

Por el anterior pasaje se echa de ver que el sentido de la identidad del entendimiento con la cosa entendida, no era otro que el explicado al principio de esta nota, á saber, el de la unión íntima de la idea ó especie inteligible con el entendimiento, como una forma con su materia; forma que perfeccionaba al entendimiento, haciéndole pasar del estado de potencia al de acto, y poniéndole en relación con la cosa representada.