El
entendimiento, el corazón y la imaginación
§
I
Discreción
en el uso de las facultades del alma. La reina Dido. Alejandro
He
dicho (Cap. XII) que para conocer la verdad de ciertas materias era necesario
desplegar a un mismo tiempo diferentes facultades del alma, y entre ellas he
contado el sentimiento. Ahora añadiré que si bien esto es preciso cuando se
trata de aquellas verdades, cuya naturaleza consiste en relaciones con dicho
sentimiento, como todo lo bello o tierno, o melancólico o sublime, no lo es
cuando la verdad pertenece a un orden distinto que nada tiene que ver con
nuestra facultad de sentir.
Si
quiero apreciar todo el mérito de Virgilio en el episodio de Dido es menester
que no raciocine con sequedad, sino que imagine y sienta; pero si me propongo
juzgar bajo el aspecto moral la conducta de la reina de Cartago es preciso que
me despoje de todo sentimiento y que deje encomendado a la fría razón el
fallar conforme a los eternos principios de la virtud.
Al
leer a Quinto Curcio admiro al héroe macedón, y me complazco en verle cuando
se arroja impávido al través del Gránico, vence en Arbela, persigue y anonada
a Darío y señorea el Oriente. En todo esto hay grandeza, hay rasgos que no
fueran debidamente apreciados si se cerrara el corazón a todo sentimiento. La
sublime narración del sagrado Texto (Machab., lib. I, capítulo I) no será
estimada en su justo valor por quien no haga más que analizar con frialdad. «Y
sucedió que después que Alejandro Macedón, hijo de Filipo, que fue el primero
que reinó en Grecia, salido de la tierra de Cethim, derrotó a Darío, rey de
los persas y de los medos; dio muchas batallas y conquistó las fortalezas de
todos, y mató a los reyes de la tierra. Y pasó hasta los confines del mundo, y
se apoderá de los despojos de numerosas gentes, y la tierra calló en su
presencia...» Cuando uno llega a esta expresión el libro se cae de las
manos y el asombro se apodera del alma. En presencia de un hombre la tierra
calló... Sintiendo con viveza la fuerza de esta imagen se forma la mayor
idea que formarse pueda del héroe conquistador. Si para conocer esta verdad
abstraigo, y discurro, y cavilo, y ahogo mis sentimientos, nada comprenderé; es
preciso que me olvide de toda filosofía, que no sea más que hombre, y que,
dejando la fantasía en libertad y el corazón abierto, mire al hijo de Filipo,
saliendo de la tierra de Cethim, marchando con pasos de gigante hasta la
extremidad del orbe y contemple la tierra que amedrentada calla. Pero si me
propongo examinar la justicia y la utilidad de aquellas conquistas, entonces
será preciso cortar el vuelo a la imaginación, amortiguar los sentimientos de
admiración y entusiasmo; será preciso olvidar al joven monarca rodeado de sus
falanges y descollando entre sus guerreros como el Júpiter de la fábula entre
el cortejo de los dioses; será necesario no pensar más que en los eternos
principios de la razón y en los intereses de la humanidad. Si al hacer este
examen dejo campear la fantasía y dilatarse el corazón, erraré, porque la
radiante aureola que orla las sienes del conquistador me deslumbrará, me
quitará la osadía de condenarle, me inclinará a la indulgencia por tanto
genio y heroísmo, y se lo perdonaré todo cuando vea que en la cumbre de su
gloria, a la edad de treinta y tres años, se postra en un lecho y conoce
que se muere. Et
post hoe decidit in lectum, et cognovit quia moreretur. (Machab.,
lib. I, cap. I.)
§
II
Influencia
del corazón sobre la cabeza. Causas y efectos
A
cada paso se observa la mucha influencia que sobre nuestra conducta tienen las
pasiones, y el insistir en probar esto sería demostrar una verdad demasiado
conocida. Pero no se ha reparado tanto en los efectos de las pasiones sobre el
entendimiento, aun con respecto a verdades que nada tienen que ver con nuestras
acciones. Quizá sea éste uno de los puntos más importantes del arte de
pensar, y por lo mismo lo expondré con algún detenimiento.
Si
nuestra alma estuviese únicamente dotada de inteligencia, si pudiese contemplar
los objetos sin ser afectada por ellos, sucedería que en no alterándose dichos
objetos los veríamos siempre de una misma manera. Si el ojo es el mismo, la
distancia la misma, el punto de vista el mismo, la cantidad y la dirección de
la luz las mismas, la impresión que recibamos no podrá menos de ser siempre la
misma. Pero cambiada una cualquiera de estas condiciones, cambiará la
impresión, el objeto será más o menos grande, los colores más o menos vivos
o quizá del todo diferentes: su figura sufrirá considerables modificaciones o
tal vez se convertirá en otra nada semejante. La luna conserva siempre su misma
figura, y, no obstante, nos presenta de continuo variedad de fases; una roca
informe y desigual se nos ofrece a lo lejos como una cúpula que corona un
soberbio edificio, y el monumento que mirado de cerca es una maravilla del arte,
se divisa a larga distancia como una peña irregular, desgajada, caída a la
ventura en las faldas del monte.
Lo
propio sucede con el entendimiento: los objetos son a veces los mismos, y, no
obstante, se ofrecen muy diferentes no sólo a distintas personas, sino a una
misma, sin que para esta mudanza sea necesario mucho tiempo. Quizá un instante
de intervalo es suficiente para cambiar la escena; nos hallamos ya en otra
parte, se ha corrido un velo y todo ha variado, todo ha tomado otras formas y
colores; diríase que los objetos han sido tocados con la varita de un mago.
¿Y
cuál es la causa? Es que el corazón se ha puesto en juego, es que nosotros nos
hemos mudado, nos parece que se han mudado los objetos. Así, al darse a la vela
la embarcación que nos lleva, el puerto y las costas huyen a toda prisa; cuando
en realidad nada se ha movido, sino la nave.
Y
nótese que esta mudanza no se realiza tan sólo cuando el ánimo se conmueve
profundamente y puede decirse que las pasiones están levantadas; en medio de
una calma aparente sufrimos a menudo esta alteración en la manera de ver,
alteración tanto más peligrosa cuanto menos se hacen sentir las causas que la
producen. Se han dividido en ciertas clases las pasiones del corazón humano;
pero sea que no se hayan comprendido todas en la clasificación filosófica, sea
que cada una de ellas entrañe en su seno otras muchas que deben ser
consideradas como sus hijas o como transformaciones de una misma, lo cierto es
que quien observe con atención la variedad y graduación de nuestros
sentimientos creerá estar asistiendo a las mudables ilusiones de una visión
fantasmagórica. Hay momentos de calma, y de tempestad, de dulzura y de acritud,
de suavidad y de dureza, de valor y de cobardía, de fortaleza y de abatimiento,
de entusiasmo y de desprecio, de alegría y de tristeza, de orgullo y de
anonadamiento, de esperanza y de desesperación, de paciencia y de ira, de
postración y de actividad, de expansión y de estrechez, de generosidad y de
codicia, de perdón y de venganza, de indulgencia y de severidad, de placer y de
malestar, de saboreo y de tedio, de gravedad y de ligereza, de elevación y de
frivolidad, de seriedad y de chiste, de...; pero ¿adónde vamos a parar
enumerando la variedad de disposiciones que experimenta nuestra alma? No es más
mudable e inconstante el mar azotado por los huracanes, mecido por el céfiro,
rizado con el aliento de la aurora, inmóvil con el peso de una atmósfera de
plomo, dorado con los rayos del sol naciente, blanqueado con la luz del astro de
la noche, tachonado con las estrellas del firmamento, ceniciento como el
semblante de un difunto, brillante con los fuegos del mediodía, tenebroso y
negro como la boca de una tumba.
§
III
Eugenio:
sus transformaciones en veinticuatro horas
Érase
una hermosa mañana de abril; Eugenio se había levantado muy temprano, había
extendido maquinalmente el brazo a su librería y con el tomito en la mano, pero
sin abrir, se había asomado al balcón, que daba vista a una risueña campiña.
¡Qué día más bello! ¡Qué hora tan embelesante! El sol se levanta en el
horizonte matizando las nubecillas con primorosos colores y desplegando en todas
direcciones madejas de luz, como la dorada cabellera ondeante sobre la cabeza de
un niño; la tierra ostenta su riqueza y sus galas; el ruiseñor gorjea y trina
en la cercana arboleda; el labrador se encamina a su campo, saludando al luminar
del día con cantares de dicha y de amor. Eugenio contempla aquella escena con
un placer inexplicable. Su ánimo, tranquilo, sosegado, apacible, se presta
fácilmente a emociones gratas y suaves. Goza de completa salud, disfruta de
pingüe fortuna; los negocios de la familia andan con viento en popa, y cuantos
le rodean se esmeran en complacerle. Su corazón no está agitado por ninguna
pasión violenta; anoche concilió sin dificultad el sueño, que no se ha
interrumpido hasta el rayar del alba, y espera que las horas se adelanten para
entregarse al ordinario curso de sus tranquilas tareas.
Abre
por fin el libro: es una novela romántica. Un desgraciado, a quien el mundo no
ha podido comprender, maldice a la sociedad, a la humanidad entera; maldice a la
tierra y al cielo; maldice lo pasado, lo presente y lo futuro; maldice al mismo
Dios; se maldice a sí mismo, y, cansado de mirar un sol helado y sombrío, una
tierra mustia y agostada, de arrastrar una existencia que pesa sobre su
corazón, que le oprime, que le ahoga como los brazos del verdugo al infeliz
ajusticiado, se propone dar fin a sus días. Miradle: ya está en el borde del
precipicio fatal, ya vuelve en torno su cabeza desgreñada, su semblante
pálido, sus ojos hundidos e inflamados, sus facciones alteradas, y antes de
consumar el atentado se queda un momento en silencio y luego reflexiona sobre la
Naturaleza, sobre los destinos del hombre, sobra la injusticia de la sociedad.
«Esto es exagerado -dice con impaciencia Eugenio-; en el mundo hay mucho malo,
pero no lo es todo. La virtud no está todavía desterrada de la tierra; yo
conozco muchas personas que, sin atroz calumnia, no pueden ser contadas entre
los criminales. Hay injusticias, es cierto; pero la injusticia no es la regla de
la sociedad, y, si bien se observa, los grandes crímenes son excepciones
monstruosas. La mayor parte de los actos que se cometen contra la virtud
proceden de nuestra debilidad; nos dañan a nosotros mismos, pero no traen
perjuicios a otros, no aterrorizan al mundo, y los más se consuman sin llegar a
su noticia. Ni es verdad que el bienestar sea tan imposible; los infortunados
son muchos, pero no todo dimana de injusticia y crueldad; en la misma naturaleza
de las cosas se encuentra la razón de estos males, que además no son ni tantos
ni tan negros como se nos pintan aquí. No sé qué modo de mirar los objetos
tienen esos hombres; se quejan de todo, blasfeman de Dios, calumnian a la
humanidad entera y cuando se elevan a consideraciones filosóficas llevan el
alma por una región de tinieblas donde no encuentra más que un caos
desesperante. Cuando vuelve de semejantes excursiones no sabe pronunciar otras
palabras que maldición y crimen. Esto es insoportable, esto
es tan falso en filosofía como feo en literatura.» Así discurría Eugenio, y
cerraba buenamente el libro, y apartaba de su mente aquellos tétricos
recuerdos, entregándose de nuevo a la contemplación de la bella Naturaleza.
Pasan
las horas, suena la de comenzar sus tareas; y aquel día parece el de las
desgracias. Todo va mal; diríase que le han alcanzado a Eugenio las maldiciones
del suicida. Muy de mañana corre por la casa un mal humor terrible; N ha pasado
malísima noche; M se ha levantado indispuesto, y todos son más agrios que zumo
de fruta verde. A Eugenio se le pega también algo de la malignidad atmosférica
que le rodea, pero todavía conserva alguna cosa de las apacibles emociones de
la salida del sol.
El
día se va encapotando, el tiempo no será tan bueno como se prometía el
espectador de la mañana. Sale Eugenio a sus diligencias, la lluvia comienza, el
paraguas no basta para cubrir al viandante, y en una calle estrecha y atestada
de lodo se encuentra Eugenio con un caballo que galopa, sin atender a que los
chispazos de fango de sus cascos dejan al pobre pasajero pedestre hecho una
lástima de pies a cabeza. Ya es preciso retroceder, volverse a casa, entre
irritado y mohino, no maldiciendo tan alto como el romántico, pero sí haciendo
no muy piadosa plegaria para el caballo y el jinete. La vida no es ya tan bella,
pero todavía es soportable; la filosofía se va encapotando como el tiempo,
pero el sol no ha desaparecido aún. Los destinos de la humanidad no son
desesperantes, pero los lances de los hombres son algo pesados. Al fin siempre
sería mejor que las caras domésticas no fueran de cuaresma, que las calles
estuviesen limpias, o que, si estaban sucias, no galopasen los caballos a la
inmediación de los transeúntes.
Sobre
una desgracia viene otra. Reparado Eugenio del primer descalabro, vuelve a sus
diligencias, dirigiéndose a casa de su amigo, quien le ha de comunicar noticias
satisfactorias con respecto a un negocio de importancia. Por lo pronto es
recibido con frialdad; el amigo procura eludir la conversación sobre el punto
principal, y finge ocupaciones apremiadoras que le obligan a aplazar para otro
día el tratar del asunto. Eugenio se despide algo desabrido y receloso, y se
devana los sesos por adivinar el misterio; pero una feliz casualidad le hace
encontrar con otro amigo, que le revela la trama del primero, y le avisa que no
se duerma si no quiere ser víctima de la perfidia más infame. Marcha presuroso
a tomar sus providencias, acude a otros que puedan informarle de la verdadera
situación de las cosas, le explican la traición, se compadecen de su
desgracia; pero todos convienen en que ya es tarde. La pérdida es crecida y
además irreparable; el pérfido ha tomado sus medidas con tanta precaución que
el desgraciado Eugenio no ha advertido la estratagema hasta que se ha visto
enredado sin remedio. Acudir a los tribunales es imposible, porque el negocio no
lo consiente; reprochar al pérfido la negrura de su acción es desahogo
estéril; con tomar una venganza nada se remedia y se aumentan los males del
vengador. No hay más que resignarse. Eugenio se retira a su casa, entra en su
gabinete, se entrega a todo el dolor que consigo trae el frustrarse tantas
esperanzas y un cambio inevitable en su posición social. El libro está
todavía sobre la mesa, su vista le recuerda las reflexiones de la mañana y
exclama en su interior: «¡Oh cuán miserablemente te engañabas cuando
reputabas exageración las infernales pinturas que del mundo hacen esos hombres!
No puede negarse, tienen razón; esto es horrible, desconsolador, desesperante,
pero es la realidad. El hombre es un animal depravado; la sociedad es una cruel
madrastra, mejor diré un verdugo, que se complace en atormentarnos, que nos
insulta y se mofa de nuestras angustias al mismo tiempo que nos cubre de
ignominia y nos da la muerte. No hay buena fe, no hay amistad, no hay gratitud,
no hay generosidad, no hay virtud sobre la tierra: todo es egoísmo, miras
interesadas, perfidias, traición, mentira. Para tanto padecer, ¿por qué se
nos ha dado la vida? ¿Dónde está la Providencia, dónde la justicia de Dios,
dónde...?».
Aquí
llegaba Eugenio, y, como ven nuestros lectores, la dulce y apacible y juiciosa
filosofía de la mañana se había trocado en pensamientos satánicos, en
inspiraciones de Belzebub. Nada se había mudado en el mundo, todo proseguía en
en ordinaria carrera, y ni el hombre ni la sociedad podían decirse peores, ni
entregados a otros destinos, por haberle sucedido a Eugenio una desgracia
improvista. Quien se ha mudado es él: sus sentimientos son otros; su corazón,
lleno de amargura, derrama la hiel sobre el entendimiento, y éste, obedeciendo
a las inspiraciones del dolor y de la desesperación, se venga del mundo
pintándole con los colores más horribles. Y no se crea que Eugenio procede de
mala fe: ve las cosas tal como las expresa, así como las expresaba por la
mañana, tal como a la sazón las veía.
Dejando
a Eugenio en el terrible dónde..., que, a no dudarlo habría abortado
una blasfemia horripilante si no se interrumpiera el monólogo con la llegada de
un caballero que, con la libertad de amigo, penetra en el gabinete sin detenerse
en antesalas.
-Vamos,
mi querido Eugenio, ya sé que te han jugado una mala partida.
-¡Cómo
ha de ser!
-Es
mucha perfidia.
-Así
anda el mundo.
-Lo
que importa es remediarlo.
-¿Remedio?...
Es imposible....
-Muy
sencillo.
-Me
gusta la frescura.
-Todo
está en aprontar más fondos, aprovechar el correo de hoy y ganarle por la
mano.
-¿Pero
cómo los apronto? Sus cálculos estriban sobre la imposibilidad en que me hallo
de hacerlo, y como sabía el estado de mis negocios, efecto de los desembolsos
hechos hasta aquí para el maldito objeto, está bien seguro que no podré
tomarle la delantera.
-Y
si esos fondos estuviesen ya prestos...
-No
soñemos...
-Pues
mira: estábamos reunidos varios amigos para el negocio que tú no ignoras, se
nos ha referido lo que te acaba de suceder y el desastre que iba a ocasionarte.
La profunda impresión que me ha producido puedes suponerla, y habiendo pedido
permiso a los socios para abandonar por mi parte el proyecto y vecir a ofrecerte
mis recursos, todos, instantáneamente, han seguido mi ejemplo; todos han dicho
que arrostraban con gusto el riesgo de aplazar sus operaciones y de sacrificar
su ganancia hasta que tú hubieses salido airoso del negocio.
-Pero
yo no puedo consentir...
-Déjate...
-Pero
y si esos caballeros, a quienes no conozco siquiera...
-Tu
desconfianza estaba ya prevista; aprovecha el correo; yo me voy, y en esta
cartera encontrarás todo lo que se necesita. Adiós, mi querido Eugenio.
La
cartera ha caído al lado del libro fatal; Eugenio se avergüenza de haber
anatematizado la humanidad sin excepciones; la hora del correo no le permito
filosofar, pero siente que su filosofía toma un sesgo menos desesperante. A la
mañana siguiente el sol asomará hermoso y radiante como hoy, el ruiseñor
cantará en el ramaje, el labrador se dirigirá a sus faenas y Eugenio volverá
a ver las cosas como las veía antes de sus fatales aventuras. En veinticuatro
horas, que, por cierto, no han alterado nada ni en la naturaleza ni en la
sociedad, la filosofía de Eugenio ha recorrido un espacio inmenso para volver
como los astros al mismo punto de donde partiera.
§
IV
Don
Marcelino: sus cambios políticos
Don
Marcelino acaba de salir de unas elecciones en que los partidarios han luchado
en tremenda batalla. La fuerza muscular ha tenido también su voto; se han
blandido puñales, se han menudeado los garrotazos, la campanilla del presidente
ha resonado entre el ruido de voces estentóreas y de pulmones de bronce. Don
Mareelino pertenece al partido derrotado y ha tenido que salvarse a escape. Lo
que es valor, ya se ve, no le faltaba; pero ha sido preciso no olvidar las
consideraciones de prudencia y decoro.
La
desagradable impresión no se le borrará en algunos días, y es notable que
ella basta para echar a perder sus ideas liberales. «Desengáñense ustedes,
señores -dice con el tono de la más profunda convicción-: esto es una farsa,
un absurdo; nos hemos empeñado en una barbaridad; no hay más remedio que un
brazo fuerte; el absolutismo tiene sus inconvenientes, pero del mal el menos. El
gobierno representativo, el gobierno de la razón ilustrada y de la voluntad
libre es muy hermoso en las páginas de las obras de derecho constitucional y en
los artículos de periódicos, pero en la realidad no medran más que la
intriga, la inmoralidad y, sobre todo, la impudencia, y la audacia. Yo ya estoy
desengañado y he palpado bien aquello de: Otros vendrán que me abonarán.»
A
consecuencia de los disturbios, la autoridad militar toma una actitud imponente,
declara el estado de sitio, la Constitución se suspende, los revoltosos se
amedrentan y la ciudad recobra su calma. Don Marcelino, puede entregarse sin
recelo a sus paseos ordinarios; reina la mayor seguridad de día como de noche,
y así el cuitado elector va olvidando la escena de los campanillazos, gritos,
garrotes y puñales.
Ocúrresele
entretanto hacer un viaje y necesita su pasaporte. A la entrada de la casa de la
policía hay numerosa guardia de tropa; D. Marcelino se va a entrar por la
primera puerta que se le ofrece, y el granadero le dice: «Atrás.» Encamínase
a la otra, y el centinela le grita en alta y destemplada voz: «Paisano, la
capa.» Quítase el embozo, prosigue algo mohíno, y los esbirros que se
resienten de la rigidez gubernativa le dicen en ademán descortés: «No vaya
usted tan aprisa, aguarde usted su turno.» Llegado a la mesa, el oficial le
dirige mil preguntas investigadoras, le mira de pies a cabeza, como si
sospechase que el pobre D. Marcelino es uno de los jefes del motín del otro
día. Al fin le entrega el pasaporte con ademán desdeñoso, baja la cabeza y no
se digna devolver el saludo que el viajero le dirige con afabilidad y cortesía.
El
paciente se marcha muy disgustado, pero no piensa que aquella escena haya debido
modificar sus opiniones políticas. Reúnese con sus amigos; la conversación
gira sobre las últimas ocurrencias, y se eleva poco a poco hasta la región de
las teorías de gobierno. Don Marcelino ya no será el absolutista del otro
día.
-¡Qué
-escándalo -dice uno de los circunstantes-; yo no puedo recordarlo sin detestar
esas trampas!
-Ciertamente
-responde D. Marcelino-, pero en todo hay inconvenientes; mire usted: el
absolutismo proporciona quietud; pero, ¿qué sé yo?, también tiene sus cosas.
A los hombres no conviene gobernarles con palo, y al fin es necesario no olvidar
la dignidad propia.
-¿Pero
la olvidan, por ventura, los que viven bajo un gobierno absoluto?
-Yo
no digo eso, pero sí que es preciso no precipitarse en condenar las formas
representativas, porque no puede negarse que las absolutas tienen cierta rigidez
de que se resienten hasta las últimas ruedas del gobierno.
El
lector conocerá que D. Marcelino, sin advertirlo siquiera, piensa en la escena
del pasaporte; el rudo «atrás» del granadero; el grito del centinela:
«Paisano, la capa»; la descortesía de los esbirros y del oficial han bastado
para introducir en sus ideas políticas una reforma de alguna consideración.
Desgraciadamente,
el oficial de la policía había llevado muy lejos sus sospechas. Librado el
pasaporte, no pudo menos de indicar a su principal que se le había presentado
un sujeto, de quien recelaba, según las señas, no fuese uno de los que buscaba
la autoridad. Sin saber cómo, en el acto de subir D. Marcelino a la diligencia
es detenido, conducido a la cárcel y allí se le fuerza a pasar algunos días,
sin que basten a libertarle las vehementes presunciones que en su favor ofrecen
un traje muy decente y cómodo, un cuerpo bien nutrido y un semblante pacato. No
se necesitaba más para que acabasen de desplomarse con estrépito sus
convicciones absolutistas, ya algo desmoronadas con el negocio del pasaporte. Lo
brusco de la captura, lo incómodo de la cárcel, lo pesado y quisquilloso y
ofensivo de los interrogatorios bastan y sobran para que salga D. Marcelino de
la prisión con su liberalismo rejuvenecido, con su afición a la tabla de
derechos, con su odio a la arbitrariedad, con su aversión al gobierno militar,
con su vehemente deseo de que la seguridad personal y demás garantías
constitucionales sean una verdad. Su fe política es en la actualidad muy viva;
en cuanto a firmeza, aguardad que vengan otras elecciones o que un día de ruido
le asusten las carreras y los gritos de la calle. Será difícil que las nuevas
convicciones resistan a tan dura prueba.
§
V
Anselmo:
sus variaciones sobre la pena de muerte
Anselmo,
joven aficionado al estudio de las altas cuestiones de legislación, acaba de
leer un elocuente discurso en contra de la pena de muerte. Lo irreparable de la
condenación del inocente, lo repugnante y horroroso del suplicio, aun cuando lo
sufra el verdadero culpable; la inutilidad de tal castigo para extirpar ni
disminuir el crimen, todo está pintado con vivos colores, con pinceladas
magníficas; todo realzado con descripciones patéticas, con anécdotas que
hacen estremecer. El joven se halla profundamente conmovido, imagínase que
medita, y no hace más que sentir; cree ser un filólofo que juzga, cuando no es
más que un hombre que se compadece. En su concepto, la pena de muerte es
inútil, y aun cuando no fuera injusta es bastante la inutilidad para hacer su
aplicación altamente criminal. Este es un punto en que la sociedad debe
reflexionar seriamente para libertarse de esa costumbre cruel que le han legado
generaciones menos ilustradas. Las convicciones del nuevo adepto nada dejan que
desear; en ellas se combinan razones sociales y humanitarias; al parecer, nada
fuera capaz de conmoverlas.
El
joven filósofo habla sobre el particular con un magistrado de profundo saber y
dilatada experiencia, quien opina que la abolición de la pena de muerte es una
ilusión irrealizable. Desenvuelve, en primer lugar, los principios de justicia
en que se funda, pinta con vivos colores las fatales consecuencias que
resultarían de semejante paso, retrata a los hombres desalmados, burlándose de
toda otra pena que no sea el último suplicio, recuerda las obligaciones de la
sociedad en la protección del débil y del inocente, refiere algunos casos
desastrosos en que resaltan la crueldad del malvado y los padecimientos de la
víctima; el corazón del joven ya experimenta impresiones nuevas; una santa
indignación levanta su pecho, el celo de la justicia le inflama; su alma
sensible se identifica y eleva con la del magistrado; se enorgullece de saber
dominar los sentimientos de injusta compasión, de sacrificarlos en las aras de
los grandes intereses de la humanidad, e imaginándose ya sentado en un
tribunal, revestido con la toga de un magistrado, parece que el corazón le
dice: «Sí, también sabrías ser justo, también sabrías vencerte a ti mismo;
también sabrías, si necesario fuese, obedecer a los impulsos de tu conciencia,
y con la mano en el corazón y la vista en Dios pronunciar la sentencia fatal en
obsequio de la justicia.»
§
VI
Algunas
observaciones para precaverse del mal influjo del corazón
Nada
más importante para pensar bien que el penetrarse de las alteraciones que
produce en nuestro modo de ver la disposición de ánimo en que nos hallamos. Y
aquí se encuentra la razón de que nos sea tan difícil sobreponernos a nuestra
época, a nuestras circunstancias peculiares, a las preocupaciones de la
educación, al influjo de nuestros intereses; de aquí procede que se nos haga
tan duro el obrar y hasta el pensar conforme a las prescripciones de la ley
eterna, el comprender lo que se eleva sobre la región del mundo material, el
posponer lo presente a lo futuro. Lo que está delante de nuestros ojos, lo que
afecta en la actualidad, he aquí lo que comúnmente decide de nuestros actos y
aun de nuestras opiniones.
Quien
desea pensar bien es preciso que se acostumbre a estar mucho sobre sí,
recordando continuamente esta importantísima verdad; es necesario que se
habitúe a concentrarse, a preguntarse con mucha frecuencia: «¿Tienes el
ánimo bastante tranquilo? ¿No estás agitado por alguna pasión que te
presenta las cosas diferentes de lo que son en sí? ¿Estás poseído de algún
afecto secreto que sin sacudir con violencia tu corazón le domina suavemente,
por medio de una fascinación que no adviertes? En lo que ahora piensas, juzgas,
prevés, conjeturas, ¿obras quizá bajo el imperio de alguna impresión
reciente que trastornando tus ideas te muestra trastornados los objetos? Pocos
días, o pocos momentos antes, ¿pensabas de esta manera? ¿Desde cuándo has
modificado tus opiniones? ¿No es desde que un suceso agradable o desagradable,
favorable o adverso han cambiado tu situación? ¿Te has ilustrado más sobre la
materia, has adquirido nuevos datos o tienes tan sólo nuevos intereses? ¿Qué
es lo que ha sobrevenido, razones o deseos? Ahora que estás agitado por una
pasión, señoreado por tus afectos, juzgas de esta manera y tu juicio te parece
acertado; pero si con la imaginación te trasladas a una situación diferente,
si supones que ha transcurrido algún tiempo, ¿conjeturas si las cosas se te
presentarán bajo el mismo aspecto, con el mismo color?».
No
se crea que esta práctica sea imposible; cada cual puede probarlo por
experiencia propia, y echará de ver que le sirve admirablemente para dirigir el
entendimiento y arreglar la conducta. No llega por común a tan alto grado la
exaltación de nuestros afectos que nos prive completamente del uso de la
razón; para semejantes casos no hay nada que prescribir, porque entonces hay la
enajenación mental, sea duradera o momentánea. Lo que hacen ordinariamente las
pasiones es ofuscar nuestro entendimiento, torcer el juicio, pero no cegar del
todo aquél ni destituirnos de éste. Queda siempre en el fondo del alma una luz
que se amortigua, mas no se apaga; y el que brille más o menos en las ocasiones
críticas depende, en buena parte, del hábito de atender a ella, reflexionar
sobre nuestra situación, de saber dudar de nuestra aptitud para pensar bien en
el acto, de no tomar los chispazos de nuestro corazón por luz suficiente para
guiarnos y de considerar que no son propios sino para deslumbrarnos.
§
VII
El
amigo convertido en monstruo
Que
las pasiones nos ciegan es una verdad tan trivial que nadie la desconoce. Lo que
nos falta no es el principio abstracto y vago, sino una advertencia continuada
de sus efectos, un conocimiento práctico, minucioso, de los trastornos que esta
maligna influencia produce en nuestro entendimiento; lo que no se adquiere sin
penoso trabajo, sin dilatado ejercicio. Los ejemplos aducidos más arriba
manifiestan bastante la verdad cuya exposición me ocupa; no obstante, creo que
no será inútil aclararla con algunos otros.
Tenemos
un amigo cuyas bellas cualidades nos encantan, cuyo mérito nos apresuramos a
encomiar siempre que la ocasión se nos brinda y de cuyo afecto hacia nosotros
no podemos dudar. Niéganos un día un favor que le pedimos, no se interesa
bastante por la persona que le recomendamos, recíbenos alguna vez con frialdad,
nos responde con tono desabrido o nos da otro cualquier motivo de resentimiento.
Desde aquel instante experimentamos un cambio notable en la opinión sobre
nuestro amigo; tal vez una revolución completa. Ni su talento es tan claro, ni
su voluntad tan recta, ni su índole tan suave, ni su corazón tan bueno, ni su
trato tan dulce, ni su presencia tan afable, en todo hallamos que corregir, que
enmendar; en todo nos habíamos equivocado; el lance que nos afecta ha
descorrido el velo, nos ha sacado de la ilusión; y fortuna si el hombre modelo
no se ha trocado de repente en un monstruo.
¿Es
probable que fuera tanto nuestro engaño? No; lo es, sí, que nuestro afecto
anterior no nos dejaba ver sus lunares y que nuestro actual resentimiento los
exagera o los finge. Por ventura, ¿no creíamos posible que el amigo pudiese
negarse a prestar un favor, o se portase mal en un negocio, o en un momento de
mal humor se olvidase de su ordinaria afabilidad y cortesía? Ciertamente que
esto no era imposible a nuestros ojos: si se nos hubiese preguntado sobre el
particular hubiéramos respondido que era hombre y, por lo mismo, estaba sujeto
a flaquezas, pero que esto nada rebajaba de sus excelentes prendas. Pues ahora,
¿por qué tanta exageración? El motivo está patente: nos sentimos heridos; y
quien piensa, quien juzga, no es el entendimiento ilustrado con nuevos datos,
sino el corazón, irritado, exasperado, quizá sediento de venganza.
¿Queremos
apreciar lo que vale nuestro nuevo juicio? He aquí un medio muy sencillo.
Imaginémonos que el lance desagradable no ha pasado con nosotros, sino con una
persona que nos sea indiferente; aun cuando las circunstancias sean las mismas,
aun cuando las relaciones entre el amigo ofensor y la persona ofendida sean tan
afectuosas y estrechas como las que mediaban entre él y nosotros, ¿sacaremos
del hecho las mismas consecuencias? Es seguro que no; conoceremos que ha obrado
mal, se lo diremos quizá con libertad y entereza, habremos tal vez descubierto
una mala cualidad de su índole que se nos había ocultado; pero no dejaremos
por esto de reconocer las demás prendas que le adornan, no le juzgaremos
indigno de nuestro aprecio, proseguiremos ligados con él con los mismos
vínculos de amistad. Ya no será un hombre que nada tiene laudable, sino una
persona que, dotada de mucho bueno, está sujeta a lo malo. Y estas variaciones
de juicio sucederán aun suponiendo al amigo culpable en realidad, aun olvidado
el ser muy fácil que nuestra pasión o interés nos hayan cegado
lastimosamente, haciendo que no atendiésemos a los gravísimos y justos;
motivos que le habrán impulsado a obrar de la manera que nosotros reprendemos,
haciéndonos prescindir de antecedentes que conocíamos muy bien, de la conducta
que nosotros hemos observado, y, en fin, trastornando de tal manera nuestro
juicio, que un proceder muy justo y razonable nos haya parecido el colmo de la
injusticia, de la perfidia, de la ingratitud. ¡Cuántas veces nos bastaría,
para rectificar nuestro juicio, el mirar la cosa con ánimo sosegado, como
negocio que no nos interesa!
§
VIII
Cavilosas
variaciones de los juicios políticos
¿Están
en el Poder nuestros amigos políticos o aquellos que más nos convienen, y dan
algunas providencias contrarias a la ley? «Las circunstancias -decimos- pueden
más que los hombres y las leyes; el gobierno no siempre puede ajustarse a
estricta legalidad; a veces, lo más legal es lo más ilegítimo; y, además,
así los individuos, como los pueblos, como los gobiernos, tienen un instinto de
conservación que se sobrepone a todo, una necesidad a cuya presencia ceden
todas las consideraciones y todos los derechos.» La infracción de la ley, ¿se
ha hecho con lisura, confesándola sin rodeos y excusándose con la necesidad?
«Bien hecho -decimos-; la franqueza es una de las mejores prendas de todo
gobierno; ¿de qué sirve engañar a los pueblos y empeñarse en gobernar con
ficciones y mentiras?» ¿Se ha procurado no quebrantar la ley, pero se la ha
aludido con una cavilación fútil, interpretándola en sentido abiertamente
contrario a la mente del legislador? «La ocurrencia ha sido feliz -decimos-; al
menos se muestra tan profundo respeto a la ley, que no se le desmiente ni en la
última extremidad. La legalidad es cosa sagrada, contra la cual es preciso no
atentar nunca; no hace poco el gobierno que, no pudiendo salvar el fondo, deja
intactas las formas. Si algo hay de arbitrariedad, al menos no se presenta con
la irritante férula del despotismo. Esto es preciso para la libertad de los
pueblos.»
Los
hombres del poder, ¿son nuestros adversarios? El asunto es muy diferente. «La
ilegalidad no era necesaria, y, además, aun cuando lo fuese, la ley es antes
que todo. ¿Adónde vamos a parar si se concede a los gobiernos la facultad de
quebrantarla cuando lo juzguen necesario? Esto equivale a autorizar el
despotismo; ningún gobernante infringe las leyes sin decir que la infracción
está justificada por necesidad urgente e indeclinable».
El
gobierno, ¿ha confesado abiertamente la infracción de la ley? «Esto es
intolerable -exclamamos-; esto es añadir a la infracción el insulto; siquiera
se hubiese echado mano de algún ligero disfraz...; es el último extremo de la
impudencia, es la ostentación de la arbitrariedad más repugnante. Está visto,
en adelante no será menester andarse con rodeos; no hiciera más el autócrata
de las Rusias.»
El
gobierno ¿ha procurado salvar las formas, guardando cierta apariencia de
legalidad? «No hay peor despotismo -exclamamos- que el ejercido en nombre de la
ley; la infracción no es menos negra por andar acompañada de pérfida
hipocresía. Cuando un gobierno, en casos apurados, quebranta la ley y lo
confiesa paladinamente, parece que con su confesión pide perdón al público y
le da una garantía de que el exceso no será repetido; pero el cometer
ilegalidades a la sombra de la misma ley es profanarla torpemente, es abusar de
la buena fe de los pueblos, es abrir la puerta a todo linaje de desmanes. En no
respetando la mente de la ley, todo se puede hacer con la ley en la mano; basta
asirse de una palabra ambigua para contrariar abiertamente todas las miras del
legislador.»
§
IX
Peligro
de la mucha sensibilidad. -Los grandes talentos. -Los poetas
Hay
errores de tanto bulto, hay juicios que llevan tan manifiesto sello de la
pasión, que no alucinan a quien no está cegado por ella. No está la principal
dificultad en semejantes casos, sino en aquellos en que, por presentarse más
disfrazados, no se conoce el motivo que habrá falseado el juicio.
Desgraciadamente, los hombres de elevado talento adolecen muy a menudo del
defecto que estamos censurando. Dotados por lo común de una sensibilidad
exquisita, reciben impresiones muy vivas, que ejercen grande influencia sobre el
curso de sus ideas y deciden de sus opiniones. Su entendimiento penetrante
encuentra fácilmente razones en apoyo de lo que se propone defender, y sus
palabras y escritos arrastran a los demás con ascendiente fascinador.
Esta
será, sin duda, la causa de la volubilidad que se nota en hombres de genio
reconocido; hoy ensalzan lo que mañana maldicen; es para ellos un dogma
inconcuso lo que mañana es miserable preocupación. En una misma obra se
contradicen, tal vez de una manera chocante, y os conducen a consecuencias que
jamás hubierais sospechado fueran conciliables con sus principios. Os
equivocaríais si siempre achacaseis a mala fe estas singulares anomalías; el
autor habrá sostenido el sí y el no con profunda convicción, porque, sin que
él lo advirtiese esta convicción sólo dimanaba de un sentimiento vivo,
exaltado; cuando su entendimiento se explayaba con pensamientos admirables, por
su belleza y brillantez, no era más que un esclavo del corazón, pero esclavo
hábil, ingenioso, que correspondía a los caprichos de su dueño ofreciéndole
exquisitas labores.
Los
poetas, los verdaderos poetas, es decir, aquellos hombres a quienes ha otorgado
el Criador elevada concepción, fantasía creadora y corazón de fuego, están
más expuestos que los demás a dejarse llevar por las impresiones del momento.
No les negaré la facultad de levantarse a las más altas regiones del
pensamiento, ni diré que les sea imposible moderar el vuelo de su ingenio y
adquirir el hábito de juzgar con acierto y tino; pero, a no dudarlo, habrán
menester más caudal de reflexión y mayor fuerza de carácter que el común de
los hombres.
§
X
El
poeta y el monasterio
Un
viajero poeta, atravesando una soledad, oye el tañido de una campana, que le
distrae de las meditaciones en que estaba embelesado. En su alma no se albergaba
la fe, pero no es inaccesible a las inspiraciones religiosas. Aquel sonido
piadoso en el corazón del desierto cambia de repente la disposición de su
espíritu y le lleva a saborearse en una melancolía grave y severa. Bien pronto
descubre la silenciosa mansión donde buscan asilo, lejos del mundo, la
inocencia y el arrepentimiento. Llega, apéase, llama, con una mezcla de respeto
y de curiosidad; y al pisar los umbrales del monasterio se encuentra con un
venerable anciano, de semblante sereno, de trato cortés y afable. El viajero es
obsequiado con afectuosa cordialidad, es conducido a la iglesia, a los
claustros, a la biblioteca, a todos los lugares donde hay algo que admirar o
notar. El anciano monje no se aparta de su lado, sostiene la conversación con
discernimiento y buen gusto, se muestra tolerante con las opiniones del recién
venido, se presta a cuanto puede complacerle y no se separa de él sino cuando
suena la hora del cumplimiento de sus deberes. El corazón del viajero está
dulcemente conmovido; el silencio, interrumpido tan sólo por el canto de los
salmos; la muchedumbre de objetos religiosos que inspiran recogimiento y piedad,
unidos a las estimables cualidades y a la bondad y condescendencia del anciano
cenobita, inspiran al corazón del viajero sentimientos de religión, de
admiración y gratitud, que señorean vivamente su alma. Despidiéndose de su
venerable huésped, se aleja meditabundo, llevándose aquellos gratos recuerdos
que no olvidará en mucho tiempo. Si en semejante situación de espíritu le
place a nuestro poeta intercalar en sus relaciones de viaje algunas reflexiones
sobre los institutos religiosos, ¿qué os parece que dirá? Es bien claro. Para
él la institución estará en aquel monasterio, y el monasterio estará
personificado en el monje cuya memoria le embelesa. Contad, pues, con un
elocuente trozo en favor de los institutos religiosos, un anatema contra los
filósofos que los condenan, una imprecación contra los revolucionarios que los
destruyen, un lágrima de dolor sobre las ruinas y las tumbas.
Pero
¡ay del monasterio y de todos los institutos monásticos si el viajero se
hubiese encontrado con un huésped de mal talante, de conversación seca y
desabrida, poco aficionado a bellezas literarias y artísticas y de humor nada
bueno para acompañar curiosos! A los ojos del poeta, el monje desagradable
habría sido la personificación del instituto, y en castigo del mal
recibimiento hubiera sido condenado este género de vida, y acusado de abatir el
espíritu, estrechar el corazón, apartar del trato de los hombres, formar
modales ásperos y groseros y acarrear innumerables males sin producir ningún
bien. Y, sin embargo, la realidad de las cosas habría permanecido la misma en
uno y otro supuesto, mediando sólo la casualidad que depara al viajero acogida
más o menos halagüeña.
§
XI
Necesidad
de tener ideas fijas
Las
reflexiones que preceden muestran la necesidad de tener ideas fijas y opiniones
formadas sobre las principales materias; y cuando esto no sea dable, lo mucho
que importa el abstenerse de improvisarlas, abandonándonos a inspiraciones
repentinas. Se ha dicho que los grandes pensamientos nacen del corazón; y
pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los grandes errores. Si
la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a demostrarlo. El
corazón no piensa ni juzga, no hace más que sentir; pero el sentimiento es un
poderoso resorte que mueve el alma y despliega y multiplica sus facultades.
Cuando el entendimiento va por el camino de la verdad y del bien, los
sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los
sentimientos innobles o depravados pueden extraviar al entendimiento más recto.
Hasta los sentimientos buenos, si se exaltan en demasía, son capaces de
conducirnos a errores deplorables.
§
XII
Deberes
de la oratoria, de la poesía y de las bellas artes
Nacen
de aquí consideraciones muy graves sobre el buen uso de la oratoria y, en
general, de todas las artes que o llegan al entendimiento por conducto del
corazón o al menos se valen de él como de un auxiliar poderoso. La pintura, la
escultura, la música, la poesía, la literatura en todas sus partes tienen
deberes muy severos que se olvidan con demasiada frecuencia. La verdad y la
virtud, he aquí los dos objetos a que se han de dirigir: la verdad para el
entendimiento, la virtud para el corazón; he aquí lo que han de proporcionar
al hombre por medio de las impresiones con que le embelesan. En desviándose de
este blanco, en limitándose a la simple producción del placer, son estériles
para el bien y fecundas para el mal.
El
artista que sólo se propone halagar las pasiones, corrompiendo las costumbres,
es un hombre que abusa de sus talentos y olvida la misión sublime que le ha
encomendado el Criador al dotarle de facultades privilegiadas que le aseguran
ascendiente sobre sus semejantes; el orador que sirviéndose de las galas de la
dicción y de su habilidad para mover los afectos y hechizar la fantasía,
procura hacer adoptar opiniones erradas, es un verdadero impostor, no menos
culpable que quien emplea medios quizá más repugnantes, pero mucho menos
peligrosos. No es lícito persuadir cuando no es lícito convencer; cuando la
convicción es un engaño la persuasión es una perfidia. Esta doctrina es
severa, pero indudable; los dictámenes de la razón no pueden menos de ser
severos cuando se ajustan a las prescripciones de la ley eterna, que es severa
también porque es justa e inmutable.
Inferiremos
de lo dicho que los escritores u oradores dotados de grandes cualidades para
interesar y seducir son una verdadera calamidad pública cuando las emplean en
defensa del error. ¿Qué importa el brillo si sólo sirve a deslumbrar y
perder? Las naciones modernas han olvidado estas verdades al resucitar entre
ellas la elocuencia popular que tanto dañó a las antiguas repúblicas; en las
asambleas deliberantes donde se ventilan los altos negocios del Estado, donde se
falla sobre los grandes intereses de la sociedad, no debiera resonar otra voz
que la de una razón clara, sesuda, austera. La verdad es la misma, la realidad
de las cosas no se muda porque se haya excitado el entusiasmo de la asamblea y
de los espectadores y se haya decidido una votación con los acentos de un
orador fogoso. Es o no verdad lo que se sustenta, es o no útil lo que se
propone: he aquí lo único a que se ha de atender; lo demás es extraviarse
miserablemente, es olvidarse del fin de la deliberación, es jugar con los
grandes intereses de la sociedad, es sacrificarlos al pueril prurito de ostentar
dotes oratorias, a la mezquina vanidad de arrancar aplausos.
Ya
se ha observado que todas las asambleas, y muy particularmente en el principio
de las revoluciones, adolecen de espíritu de invasión y se distinguen por sus
resoluciones desatinadas. La sesión comienza tal vez con felices auspicios,
pero se retoma un sesgo peligroso; los ánimos se conmueven, la mente se ofusca,
la exaltación sube de punto, llega a rayar en frenesí; y una reunión de
hombres que por separado habrían sido razonable se convierten en una turba de
insensatos y delirantes. La causa es obvia: la impresión, del momento es viva,
prepondera sobre todo, lo señorea todo; con la simpatía natural al hombre se
propaga como un fluido eléctrico, y corriendo adquiere velocidad y fuerza; lo
que al principio era chispa es a pocos momentos una conflagración espantosa.
El
tiempo, los desengaños y escarmientos amaestran algún tanto a las naciones,
haciendo que se vaya embotando la sensibilidad y no sea tan peligrosa la
fascinación oratoria; triste remedio para el mal la repetición de sus daños.
Como quiera, ya que no es posible cambiar el corazón de los hombres, serán
dignos de gloria y prez los oradores esclarecidos que emplean en defensa de la
verdad y de la justicia las mismas armas que otros usan en pro del error y del
crimen. Al lado del veneno la Providencia suele colocar el antídoto.
§
XIII
Ilusión
causada por los pensamientos revestidos de imágenes
A
más del peligro de errar que consigo trae la moción de los afectos hay otro,
tal vez menos reparado y que, sin embargo, es de mucha trascendencia, cual es el
de los pensamientos revestidos con una imagen brillante. Es indecible el efecto
que este artificio produce; tal pensamiento, no más que superficial, pasa por
profundo merced a su disfraz grave y filosófico; tal otro, que presentado
desnudo fuera una vulgaridad, mostrándose con nobles atavíos oculta su origen
plebeyo, y una proposición que enunciada con sequedad mostraría de bulto que
es inexacta o falsa, o quizá un solemne despropósito, es contada entre las
verdades que no consienten duda si anda cubierta con ingenioso velo.
He
dicho que los daños en este punto son de mucha trascendencia, porque suelen
adolecer de semejante defecto los autores profundos y sentenciosos; y como
quiera que sus palabras se escuchan con tanto respeto y acatamiento cuanto es
más fuerte el tono de convicción con que se expresan, resulta que el lector
incauto recibe como axioma inconcuso o máxima de eterna verdad lo que a veces
no es más que un sueño del pensador o un lazo tendido adrede a la buena fe de
los poco avisados[i]
Filosofía
de la Historia
§
I
En
qué consiste la filosofía de la Historia. -Dificultad de adquirirla
No
trato aquí de la Historia bajo el aspecto crítico, sino únicamente bajo el
filosófico. Lo relativo a la simple investigación de los hechos está
explicado en el Capítulo XI.
¿Cuál
es el método más a propósito para comprender el espíritu de una época,
formarse ideas claras y exactas sobre su carácter, penetrar las causas de los
acontecimientos y señalar a cada cual sus propios resultados? Esto equivale a
preguntar cuál es el método conveniente para adquirir la verdadera filosofía
de la Historia.
¿Será
con la elección de los buenos autores? ¿Pero cuáles son los buenos? ¿Quién
nos asegura que no los ha guiado la pasión? ¿Quién sale fiador de su
imparcialidad? ¿Cuántos son los que han escrito la Historia del modo que se
necesita para enseñarnos la filosofía que le corresponde? Batallas,
negociaciones, intrigas palaciegas, vidas y muertes de príncipes, cambios de
dinastías, de formas políticas, a esto se reducen la mayor parte de las
historias; nada que nos pinte al individuo con sus ideas, sus afectos, sus
necesidades, sus gustos, sus caprichos, sus costumbres; nada que nos haga
asistir a la vida íntima de las familias y de los pueblos; nada que en el
estudio de la Historia nos haga comprender la marcha de la Humanidad. Siempre en
la política, es decir, en la superficie; siempre en lo abultado y ruidoso,
nunca en las entrañas de la sociedad, en la naturaleza de las cosas, en
aquellos sucesos que, por recónditos y de poca apariencia, no dejan de ser de
la mayor importancia.
En
la actualidad se conoce ya este vacío y se trabaja por llenarle. No se escribe
la Historia sin que se procure filosofar sobre ella. Esto, que en sí es bueno,
tiene otro inconveniente, cual es que en lugar de la verdadera filosofía de la
Historia se nos propina con frecuencia la filosofía del historiador. Más vale
no filosofar que filosofar mal; si queriendo profundizar la Historia la
trastorno, preferible sería que me atuviese al sistema de nombres y fechas.
§
II
Se
indica un medio para adelantar en la filosofía de la Historia
Preciso
es leer las historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que existen;
sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender la
filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con
discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los monumentos
de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a lo
que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.
Pero
este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchoo imposible, difícil para
todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que en muchos
casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de un edificio,
la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer insignificante y
en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y más claro, y más
verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.
Un
historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres patriarcales:
recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y agota el caudal de
su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme comprender lo que eran
aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo que se llama una descripción
completa. A pesar de cuanto me dice, yo encuentro otro medio más sencillo, cual
es el asistir a las escenas donde se me presenta en movimiento y vida lo que
trato de conocer. Abro los escritores de aquellas épocas, que no son ni en
tanto número ni tan voluminosos, y allí encuentro retratos fieles que enseñan
y deleitan. La Biblia y Homero nada me dejan que desear.
§
III
Aplicación
a la Historia del espíritu humano
La
inteligencia humana tiene su historia, como la tienen los sucesos exteriores;
historia tanto más preciosa cuanto nos retrata lo más íntimo del hombre y lo
que ejerce sobre él poderosa influencia. Hállanse a cada paso descripciones de
escuelas y del carácter y tendencia del pensamiento en esta o aquella época;
es decir, que son muchos los historiadores del entendimiento; pero si se desea
saber algo más que cuatro generalidades, siempre inexactas y a menudo
totalmente falsas, es preciso aplicar la regla establecida: leer los autores de
la época que se desea conocer. Y no se crea que es absolutamente necesario
revolverlos todos, y que así este método se haga impracticable para el mayor
número de los lectores, una sola página de un escritor nos pinta más al vivo
su espíritu y su época que cuanto podrían decirnos los más minuciosos
historiadores.
§
IV
Ejemplo
sacado de las fisonomías que aclara lo dicho sobre el modo de adelantar en la
filosofía de la Historia
Si
el lector se contenta con lo que le dicen los otros, y no trata de examinarlo
por sí mismo, logrará tal vez un conocimiento histórico, pero no intuitivo;
sabrá lo que son los hombres y las cosas, pero no lo verá; dará
razón de la cosa, pero no será capaz de pintarla. Una comparación aclarará
mi pensamiento. Supongamos que se me habla de un sujeto importante que no puedo
tratar ni ver, y, curioso yo de saber algo de su figura y modales, pregunto a
los que le conocen personalmente. Me dirán, por ejemplo, que es de estatura
más que mediana, de espaciosa y despejada frente, cabello negro y caído con
cierto desorden, ojos grandes, mirada viva y penetrante, color pálido,
facciones animadas y expresivas; que en sus labios asoma con frecuencia la
sonrisa de la amabilidad, y que de vez en cuando anuncia algo de maligno; que su
palabra es mesurada y grave, pero que con el calor de la conversación se hace
rápida, incisiva y hasta fogosa, y así me irán ofreciendo un conjunto físico
y moral para darme la idea más aproximada posible; si supongo que estas y otras
noticias son exactas, que se me ha descrito con toda fidelidad el original,
tengo una idea de lo que es la persona que llamaba mi curiosidad, y podré dar
cuenta de ella a quien, como yo, estuviese deseoso de conocerla. Pero ¿es esto
bastante para formar un concepto cabal de la misma, para que se me presente a la
imaginación tal como es en sí? Ciertamente que no. ¿Queréis una prueba?
Suponed que el que ha oído la relación es un retratista de mucho mérito:
¿será capaz de retratar a la persona descrita? Que lo intente, y, concluida la
obra, preséntese de improviso el original; es bien seguro que no se le
conocerá por la copia.
Todos
habremos experimentado por nosotros mismos esta verdad: cien y cien veces
habremos oído explicar la fisonomía de una persona; a nuestro modo, nos hemos
formado en la imaginación una figura en la cual hemos procurado reunir las
cualidades oídas; pues bien: cuando se presenta la persona encontramos tanta
diferencia que nos es preciso retocar mucho el trabajo, si no destruirle
totalmente. Y es que hay cosas de que es imposible formarse idea clara y exacta
sin tenerlas delante, y las hay en gran número y sumamente delicadas,
imperceptibles por separado y cuyo conjunto forma lo que llamamos la fisonomía.
¿Cómo explicaréis la diferencia de dos personas muy semejantes? No de otra
manera que viéndolas; se parecen en todo, no sabríais decir en qué discrepan;
pero hay alguna cosa que no las deja confundir: a la primera ojeada lo
percibís, sin atinar lo que es.
He
aquí todo mi pensamiento. En las obras críticas se nos ofrecen extensas y tal
vez exactas descripciones del estado del entendimiento en tal o cuál época, y,
a pesar de todo, no la conocemos aún; si se nos presentasen trozos de
escritores de tiempos diferentes no acertaríamos a clasificarlos cual conviene,
y nos fatigaríamos en recordar las cualidades de unos y de otros, pero esto no
nos evitaría el caer en equivocaciones groseras, en disparatados anacronismos.
Con mucho menos trabajo saliéramos airosos del empeño si hubiésemos leído
los autores de que se trata, quizá no disertaríamos con tanto aparato de
erudición y crítica, pero juzgaríamos con harto más acierto. «El giro del
pensamiento -diríamos-, el estilo el lenguaje revelan un escritor de tal
época; este trozo es apócrifo; aquí se descubre la mano de tal otro tiempo»,
y así andaríamos clasificando sin temor de equivocarnos, por más que no
pudiésemos hacernos comprender bien de aquellos que, como nosotros, no
conociesen de vista a aquellos personajes. Si entonces se nos dijera: «¿Y tal
cualidad?, ¿cómo es que no se encuentra aquí?, ¿por qué otra se halla en
mayor grado?, ¿por qué...?» «Imposible será -replicaríamos quizá
nosotros- satisfacer todos los escrúpulos de usted; lo que puedo asegurar es
que los personajes que figuran aquí los tengo bien conocidos y que no puedo
equivocarme sobre los rasgos de su fisonomía, porque los he visto muchas veces[ii].»
Religión
§
I
Insensato
discurrir de los indiferentes en materia de religión
Impropio
fuera de este lugar un tratado de religión, pero no lo serán algunas
reflexiones para dirigir el pensamiento en esta importantísima materia. De ella
resultará que los indiferentes o incrédulos son pésimos pensadores.
La
vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta
de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por
experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos
de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis
sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los
hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al
malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y,
además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes
eternas, me haya de caber. Cuando suene la última hora será preciso morir y
encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío,
tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se
pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal.
Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la
religión, la necesidad que tengo de saber lo qué hay de verdad en ella, y que
si digo: «Sea lo que fuere de la religión, ni quiero pensar en ella», hablo
como el más insensato de los hombres.
Un
viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle,
ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que
se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados
lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se
atreviese. El insensato dice: «¿Qué me importan a mí esas cuestiones?» y se
arroja al río sin mirar por dónde. He aquí el indiferente en materias de
religión.
§
II
El
indiferente y el género humano
La
humanidad entera se ha ocupado y se está ocupando de la religión; los
legisladores la han mirado como el objeto de la más alta importancia; los
sabios la han tomado por materia de sus más profundas meditaciones; los
monumentos, los códigos, los escritos de las épocas que nos han precedido nos
muestran de bulto este hecho que la experiencia cuida de confirmar; se ha
discurrido y disputado inmensamente sobre la religión; las bibliotecas están
atestadas de obras relativas a ella, y hasta en nuestros días la Prensa va
dando otras a luz en número muy crecido; cuando, pues, viene el indiferente y
dice: «Todo esto no merece la pena de ser examinado; yo juzgo sin oír: estos
sabios son todos unos mentecatos; éstos legisladores, unos necios; la humanidad
entera es una miserable ilusa; todos pierden lastimosamente el tiempo en
cuestiones que nada importan», ¿no es digno de que esa humanidad, y esos
sabios, y esos legisladores se levanten contra él, arrojen sobre su frente el
borrón que él les ha echado y le digan a su vez: «¿Quién eres tú, que así
nos insultas, que así desprecias los sentimientos más íntimos del corazón y
todas las tradiciones de la humanidad; que así declaras frívolos lo que en
toda la redondez de la tierra se reputa grave e importante? ¿Quién eres tú?
¿Has descubierto, por ventura, el secreto de no morir? Miserable montón de
polvo, ¿olvidas que bien pronto te dispersará el viento? Débil criatura,
¿cuentas acaso con medios para cambiar tu destino en esa región que
desconoces? La dicha o la desdicha, ¿son para ti indiferentes? Si existe ese
juez, de quien no quieres ocuparte, ¿esperas que se dará por satisfecho si al
llamarte a juicio le respondes: «¿Y a mi qué me importaban vuestros mandatos
ni vuestra misma existencia?» Antes de desatar tu lengua con tan insensatos
discursos date una mirada a ti mismo, piensa, en esa débil organización que el
más leve accidente, es capaz de trastornar, y que brevísimo tiempo ha de
bastar a consumir, y entonces siéntate sobre una tumba, recógete y medita.»
§
III
Tránsito
del indiferentismo al examen. -Existencia de Dios
Curado
el buen pensador de achaque del indiferentismo, convencido profundamente de que
la religión es el asunto de más elevada importancia, debiera pasar más
adelante y discurrir de esta manera: «¿Es probable que todas las religiones no
sean más que un cúmulo de errores y que la doctrina que las rechaza a todas
sea verdadera?»
Lo
primero que las religiones establecen o suponen es la existencia de Dios.
¿Existe Dios? ¿Existe algún Hacedor del Universo? Levanta los ojos al
firmamento, tiéndelos por la faz de la tierra, mira lo que tú mismo eres, y
viendo por todas partes grandor y orden di, si te atreves: «El acaso es quien
ha hecho el mundo; el acaso me ha hecho a mí; el edificio es admirable, pero no
hay arquitecto; el mecanismo es asombroso, pero no hay artífice; el orden
existe sin ordenador, sin sabiduría para concebir el plan, sin poder para
ejecutarle.» Este raciocinio, que tratándose de los más insignificantes
artefactos sería despreciable y hasta contrario al sentido común, ¿se podrá
aplicar al universo? Lo que es insensato con respecto a lo pequeño, ¿será
cuerdo con relación a lo grande?
§
IV
No
es posible que todas las religiones sean verdaderas
Son
muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes puntos de la
tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con
respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos
dicen que el Mesías no ha venido; los cristianos, que sí; los musulmanes
respetan a Mahoma como insigne profeta; los cristianos le miran como solemne
impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de
dogma y de moral; los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas
partes, unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir que todas las
religiones son verdaderas.
Además,
toda religión se dice bajada del cielo; la que lo sea será la verdadera, las
restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura.
§
V
Es
imposible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios
¿Es
posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se dé
igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad infinita no
puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle grato el mal;
luego, al afirmar que todas las religiones son igualmente buenas, que con todos
los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la
verdad y bondad del Criador.
§
VI
Es
imposible que todas las religiones sean una invención humana
¿No
sería lícito pensar que no hay ninguna religión verdadera, que todas son
inventadas por el hombre? No. ¿Quién fue el inventor? El origen de las
religiones se pierde en la noche de los tiempos: allí donde hay hombres, allí
hay sacerdote, altar y culto. ¿Quién será ese inventor, cuyo nombre se
habría olvidado, y cuya invención se habría difundido por toda la tierra,
comunicándose a todas las generaciones? Si la invención tuvo lugar entre
pueblos cultos, ¿cómo se logró que la adoptasen los bárbaros y hasta los
salvajes? Si nació entre bárbaros, ¿cómo no la rechazaron las naciones
cultas? Diréis que fue una necesidad social y que su origen está en la misma
cuna de la sociedad. Pero entonces se puede preguntar: ¿Quién conoció esta
necesidad, quién discurrió los medios de satisfacerla, quién excogitó un
sistema tan a propósito para enfrenar y regir a los hombres? Y una vez hecho el
descubrimiento, ¿quién tuvo en su mano todos los entendimientos y todos los
corazones para comunicarles esas ideas y sentimientos que han hecho de la
religión una verdadera necesidad y, por decirlo así, una segunda naturaleza?
Vemos
a cada paso que los descubrimientos más útiles, más provechosos, más
necesarios permanecen limitados a esta o aquella nación, sin extenderse a las
otras durante mucho tiempo y no propagándose sino con suma lentitud a las más
inmediatas o relacionadas; ¿cómo es que no haya sucedido lo mismo en lo
tocante a la religión? ¿Cómo es que en la invención maravillosa hayan tenido
conocimiento todos los pueblos de la tierra, sea cual fuere su país, lengua,
costumbres, barbarie o civilización, grosería o cultura?
Aquí
no hay medio: o la religión procede de una revelación primitiva o de una
inspiración de la naturaleza; en uno y otro caso, hallamos su origen divino; si
hay revelación, Dios ha hablado al hombre; si no la hay, Dios ha escrito la
religión en el fondo de nuestra alma. Es indudable que la religión no puede
ser invención humana, y que, a pesar de lo desfigurada y adulterada que la
vemos en diferentes tiempos y países, se descubre en el fondo del corazón
humano un sentimiento descendido de lo alto; al través de las monstruosidades
que nos presenta la Historia columbramos la huella de una revelación primitiva.
§
VII
La
revelación es posible
¿Es
posible que Dios haya revelado algunas cosas al hombre? Sí. Él, que nos ha
dado la palabra, no estará privado de ella; si nosotros poseemos un medio de
comunicarnos recíprocamente nuestros pensamientos y afectos, Dios, todopoderoso
e infinitamente sabio, no carecerá seguramente de medios para transmitirnos lo
que fuere de su agrado. Ha criado la inteligencia, ¿y no podría ilustrarla?
§
VIII
Solución
de una dificultad contra la revelación
Pero
Dios, objetará el incrédulo, es demasiado grande para humillarse a conversar
con su criatura; mas entonces también deberíamos decir que Dios es demasiado
grande para haberse ocupado en criarnos. Criándonos nos sacó de la nada;
revelándonos alguna verdad perfecciona su obra; ¿y cuándo se ha visto que un
artífice desmereciese por mejorar su artefacto? Todos los conocimientos que
tenemos nos vienen de Dios, porque Él es quien os ha dado la facultad de
conocer, y Él es quien o ha grabado en nuestro entendimiento las ideas o ha
hecho que pudiéramos adquirirlas por medios que todavía se nos ocultan. Si
Dios nos ha comunicado un cierto orden de ideas, sin que nada haya perdido de su
grandor, es un absurdo el decir que se rebajaría si nos transmitiese otros
conocimientos por conducto distinto del de la naturaleza. Luego la revelación
es posible, luego quien dudare de esta posibilidad ha de dudar al mismo tiempo
de la omnipotencia, hasta de la existencia de Dios.
§
IX
Consecuencia
de los párrafos anteriores
Importa
muchísimo el encontrar la verdad en materias de religión (§§ I y II); todas
las religiones no pueden ser verdaderas (§ IV); si hubiese una revelada por
Dios, aquélla sería la verdadera (§ V); la religión no ha podido ser
invención humana (§ VI); la revelación es posible (§ VII); lo que falta,
pues, averiguar es si esta revelación existe y dónde se halla.
§
X
Existencia
de la revelación
¿Existe
la revelación? Por el pronto salta a los ojos un hecho que da motivo a pensar
que sí. Todos los pueblos de la tierra hablan de una revelación, y la
humanidad no se concierta para tramar una impostura. Esto prueba una tradición
primitiva, cuya noticia ha pasado de padres a hijos, y que, si bien ofuscada y
adulterada, no ha podido borrarse de la memoria de los hombres.
Se
objetará que la imaginación ha convertido en voces el ruido del viento y en
apariciones misteriosas los fenómenos de la Naturaleza, y así el débil mortal
se ha creído rodeado de seres desconocidos que le dirigían la palabra, y le
descubrían los arcanos de otros mundos. No puede negarse que la objeción es
especiosa; sin embargo, no será difícil manifestar que es del todo
insubsistente y fútil.
Es
cierto que cuando el hombre tiene idea de la existencia de seres desconocidos, y
está convencido de que éstos se ponen en relación con él, fácilmente se
inclina a imaginar que ha oído acentos fatídicos y se han ofrecido a sus ojos
espectros venidos del otro mundo. Mas no sucede ni puede suceder así en no
abrigando el hombre semejante convicción, y mucho menos si ni aun llega a tener
noticia de que existen dichos seres, pues entonces no es dable conjeturar de
dónde procedería una ilusión tan extravagante. Si bien se observa, todas las
creaciones de nuestra fantasía, hasta las más incoherentes y monstruosas, se
forman de un conjunto de imágenes de objetos que otras veces hemos visto y que
a la sazón reunimos del modo que place a nuestro capricho o nos sugiere nuestra
cabeza enfermiza. Los castillos encantados de los libros de caballería, con sus
damas enanos, salones, subterráneos, hechizos y todas sus locuras, son un
informe agregado de partes muy reales que la imaginación del escritor componía
a su manera, sacando al fin un todo que sólo cambia en los sueños de un
delirante. Lo propio sucede en lo demás; la razón y la experiencia están
acordes en atestiguarnos este fenómeno ideológico. Si suponemos, pues, que no
se tiene idea alguna de otra vida distinta de la presente, ni de otro mundo que
el que está a nuestra vista, ni de otros vivientes que los que moran con
nosotros en la tierra, el hombre fingirá gigantes, fieras monstruosas y otras
extravagancias por este estilo, mas no seres invisibles, no revelaciones de un
cielo que no conoce, no dioses que le ilustren y dirijan. Ese mundo nuevo,
ideal, puramente fantástico, no le ocurrirá siquiera, porque semejante
ocurrencia no tendrá, por decirlo así, punto de partida, carecerá de
antecedentes que puedan motivarla. Y aun suponiendo que este orden de ideas se
hubiese ofrecido a algún individuo, ¿cómo era posible que de ello participase
la humanidad entera? ¿Cuándo se habrá visto semejante contagio intelectual y
moral?
Sea
lo que fuere del valor de estas reflexiones, pasemos a los hechos; dejemos lo
que haya podido ser y examinemos lo que ha sido.
§
XI
Pruebas
históricas de la existencia de la revelación
Existe
una sociedad que pretende ser la única depositaria e intérprete de las
revelaciones con que Dios se ha dignado favorecer al linaje humano; esta
pretensión debe llamar la atención del filósofo que se proponga investigar la
verdad.
¿Qué
sociedad es ésa? ¿Ha nacido de poco tiempo a esta parte? Cuenta dieciocho
siglos de duración, y estos siglos no los mira sino como un periodo de su
existencia, pues subiendo más arriba va explicando su no interrumpida
genealogía y se remonta hasta el principio del mundo. Que lleva dieciocho
siglos de duración, que su historia se enlaza con la de un pueblo cuyo origen
se pierde en la antigüedad más remota es tan cierto como que han existido las
repúblicas de Grecia y Roma.
¿Qué
títulos presenta en apoyo de su doctrina? En primer lugar, está en posesión
de un libro que es, sin disputa, el más antiguo que se conoce, y que además
encierra la moral más pura, un sistema de legislación admirable y contiene una
narración de prodigios. Hasta ahora nadie ha puesto en duda el mérito,
eminente, de este libro, siendo esto tanto más de extrañar cuanto una gran
parte de él nos ha venido de manos de un pueblo cuya cultura no alcanzó ni con
mucho a la de otros pueblos de la antigüedad.
¿Ofrece
la dicha sociedad algunos otros títulos que justifiquen sus pretensiones? A
más de los muchos, a cuál más graves e imponentes, he aquí uno que por sí
solo basta. Ella dice que se hizo la transición de la sociedad vieja a la nueva
del modo que estaba pronosticado en el libro misterioso; que llegada la plenitud
de los tiempos apareció sobre la tierra un Hombre-Dios, quien fue a la vez el
cumplimiento de la ley antigua y el autor de la nueva; que todo lo antiguo era
una sombra y figura, que este Hombre-Dios fue la realidad; que Él fundó la
sociedad que apellidamos Iglesia católica, le prometió su asistencia hasta la
consumación de los siglos, selló su doctrina con su sangre, resucitó al
tercer día de su crucifixión y muerte, subió a los cielos, envió al
Espíritu Santo, y que al fin del mundo ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos.
¿Es
verdad que en este Hombre se cumpliesen las antiguas profecías? Es innegable;
leyendo algunas de ellas parece que uno está leyendo la historia evangélica.
¿Dio
algunas pruebas de la divinidad de su misión? Hizo milagros en abundancia, y
cuanto él profetizó o se ha cumplido exactamente o se va cumpliendo con
puntualidad asombrosa.
¿Cuál
fue su vida? Sin tacha en su conducta, sin límite para hacer el bien. Desprecio
las riquezas y el poder mundano, arrostró con serenidad las privaciones, los
insultos, los tormentos y, por fin, una muerte afrentosa.
¿Cuál
es su doctrina? Sublime cual no cupiera jamás en mente humana; tan pura en su
moral, que le han hecho justicia sus más violentos enemigos.
¿Qué
cambio social produjo este Hombre? Recordad lo que era el mundo romano y ved lo
que es el mundo actual; mirad lo que son los pueblos donde no ha penetrado el
cristianismo y lo que son aquellos que han estado siglos bajo su enseñanza y la
conservan todavía, aunque algunos alterada y desfigurada.
¿De
qué medios dispuso? No tenía donde reclinar su cabeza. Envió a doce hombres
salidos de la ínfima clase del pueblo; se esparcieron por los cuatro ángulos
de la tierra, y la tierra los oyó y creyó.
Esta
religión, ¿ha pasado por el crisol de la desgracia? ¿No ha sufrido
contrariedad de ninguna clase? Ahí está la sangre de infinitos mártires, ahí
los escritos de numerosos filósofos que la han examinado, ahí los muchos
monumentos que atestiguan las tremendas luchas que ha sostenido con los
príncipes, con los sabios, con las pasiones, con los intereses, con las
preocupaciones, con todos cuantos elementos de resistencia pueden combinarse
sobre la tierra.
¿Dé
qué medios se valieron los propagadores del cristianismo? De la predicación y
del ejemplo, confirmados por los milagros. Estos milagros la crítica más
escrupulosa no puede rechazarlos, que si los rechaza poco importa, pues entonces
confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros.
El
cristianismo ha contado entre sus hijos a los hombres más esclarecidos por su
virtud y sabiduría; ningún pueblo antiguo ni moderno se ha elevado, a tan alto
grado de civilización y cultura como los que le han profesado; sobre ninguna
religión se ha disputado ni escrito tanto como sobre la cristiana; las
bibliotecas están llenas de obras maestras de crítica y filosofía debidas a
hombres que sometieron humildemente su entendimiento en obsequio de la fe; luego
esa religión está a cubierto de los ataques que se pueden dirigir contra las
que han nacido y prosperado entre pueblos groseros e ignorantes. Ella tiene,
pues, todos los caracteres de verdadera, de divina.
§
XII
Los
protestantes y la Iglesia católica
En
los últimos siglos los cristianos se han dividido: unos han permanecido adictos
a la Iglesia católica, otros han conservado del cristianismo lo que les ha
parecido bien, y a consecuencia del principio fundamental que han asentado y que
entrega la fe a discreción de cada creyente se han fraccionado en innumerables
sectas.
¿Dónde
estará la verdad? Los fundadores de las nuevas sectas son de ayer; la Iglesia
católica señala la sucesión de sus pastores, que sube hasta Jesucristo; ellos
han enseñado diferentes doctrinas, y una misma secta las ha variado repetidas
veces; la Iglesia católica ha conservado intacta la fe que le transmitieron los
apóstoles; la novedad y la variedad se hallan, pues, en presencia de la
antigüedad y de la unidad; el fallo no puede ser dudoso.
Además,
los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación; los
protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse, y así ellos
mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda
acarrearnos la condenación eterna. Ellos, en favor de su salvación, no tienen
sino un voto; nosotros, en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun
cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos aconseja
que no abandonásemos la fe de nuestros padres.
En
esta breve reseña se contiene el hilo del discurso de un católico, que,
conforme a lo que dice San Pedro, quiera estar preparado para dar cuenta de su
fe, y manifestar que, ateniéndose a la católica, no se desvía de las reglas
de bien pensar. Ahora añadiré algunas observaciones que sirvan a prevenir
peligros en que zozobra con harta frecuencia la fe de los incautos.
§
XIII
Errado
método de algunos impugnadores de la religión
En
el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por
objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él
levantan las creen suficientes para destruir la verdad de la religión o, al
menos, para ponerla en duda. Eso es proceder de un modo que atestigua cuán poco
se ha meditado sobre el estado de la cuestión.
En
efecto; no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra
inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra
este o aquel puedan objetarse; la religión misma es la primera en decirnos que
estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras
estamos en esta vida es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios
al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues,
«yo no quiero creer porque no comprendo» es enunciar una contradicción; si lo
comprendieses todo, claro es que no se te hablaría de fe. El argumento contra
la religión fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas es hacerle un
cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual, en
cierto modo, hace estribar su edificio. Lo que se ha de examinar es si ella
ofrece garantías de veracidad y de que no se engaña en lo que propone;
asentado el principio de su infalibilidad, todo lo demás se allana por sí
mismo, pero si éste nos falta es imposible dar un paso adelante. Cuando un
viajero de cuya inteligencia y veracidad no podemos dudar nos refiere cosas que
no comprendemos, ¿por ventura le negarernos nuestra fe? No, ciertamente. Luego,
una vez asegurados de que la Iglesia no nos engaña, poco importa que su
enseñanza sea superior a nuestra inteligencia.
Ninguna
verdad podría subsistir si bastasen a hacernos dudar de ella algunas
dificultades que no alcanzásemos a desvanecer. De esto se seguiría que un
hombre de talento esparciría la incertidumbre sobre todas las materias cuando
se encontrase con otros que no le igualasen en capacidad, porque es bien sabido
que en mediando esta indiferencia no le es dado al inferior deshacerse de los
lazos con que le enreda el que le aventaja.
En
las ciencias, en las artes, en los negocios comunes de la vida hallamos a cada
paso dificultades que nos hacen incomprensible una cosa de cuya existencia no
nos es permitido dudar. Sucede a veces que la cosa no comprendida nos parece
rayar en lo imposible; mas si por otra parte sabemos que existe, nos guardamos
de declararla tal, y, conservando la convicción de su existencia, recordamos el
poco alcance de nuestro entendimiento. Nada más común que oír: «No comprendo
lo que ha contado fulano, me parece imposible; pero, en fin, es hombre veraz y
que sabe lo que dice; si otro lo refiriera no lo creería, pero ahora no pongo
duda en que la cosa es tal como él la afirma.»
§
XIV
La
más alta filosofía, acorde con la fe
Imagínanse
algunos que se acreditan de altos pensadores cuando no quieren creer lo que no
comprenden, y éstos justifican el famoso dicho de Bacon: «Poca filosofía
aparta de la religión; mucha filosofía conduce a ella.» Y a la verdad, si se
hubiesen internado en las profundidades de las ciencias, conocieran que un denso
velo encubre a nuestros ojos la mayor parte de los objetos, que sabemos
poquísimo de los secretos de la Naturaleza, que hasta de las cosas en
apariencia más fáciles de comprender se nos ocultan por lo común los
principios constitutivos, su esencia; conocieran que ignoramos lo que es este
universo que nos asombra, que ignoramos lo que es nuestro cuerpo, que ignoramos
lo que es nuestro espíritu, que nosotros somos un arcano a nuestros propios
ojos, y que hasta ahora todos los esfuerzos de la ciencia han sido impotentes
para explicar los fenómenos que constituyen nuestra vida, que nos hacen sentir
nuestra existencia; conocieran que el más precioso fruto que se recoge en las
regiones filosóficas más elevadas es una profunda convicción de nuestra
debilidad e ignorancia. Entonces infirieran que esa sobriedad en el saber
recomendada por la religión cristiana, esa prudente desconfianza de las fuerzas
de nuestro entendimiento están de acuerdo, con las lecciones de la más alta
filosofía, y que así el Catecismo nos hace llegar desde nuestra infancia al
punto más culminante que señalara a la ciencia la sabiduría humana.
§
XV
Quien
abandona la religión católica no sabe dónde refugiarse
Hemos
seguido el camino que puede conducir a la religión católica; echemos una
ojeada sobre el que se presenta si nos apartamos de ella. Al abandonar la fe de
la Iglesia, ¿dónde nos refugiamos? Si en el protestantismo, ¿en cuál de sus
sectas? ¿Qué motivos de preferencia nos ofrece la una sobre la otra?
Discernirlo será imposible, abrazar a ciegas una cualquiera nos lo será
todavía más, y, por otra parte, esto equivaldría a no profesar ninguna. Si en
el filosofismo, ¿qué es el filosofisino incrédulo? Es una negación de todo,
las tinieblas, la desesperación. ¿Andaremos en busca de otras religiones?
Ciertamente que ni el islamismo ni la idolatría no nos contarán entre sus
adeptos.
Abandonar,
pues, la religión católica será abjurarlas todas, será tomar el partido de
vivir sin ninguna; dejar que corran los años, que nuestra vida se acerque a su
término fatal, sin guía para lo presente, sin luz para el porvenir; será
taparse los ojos, bajar la cabeza y arrojarse a un abismo sin fondo.
[i]
Podría escribirse una excelente obra con el título de Moral literaria y
artística. El asunto es tan útil como fecundo. Si esta obra la ejecutase
un escritor de crítica segura y delicada y de moral pura, podría ser de
gran provecho. El abuso, cada día mayor, que de las más bellas dotes de
alma se está haciendo para extraviar y corromper aumentaría la importancia
de semejante trabajo. Ojalá que esta indicación despierte la voluntad de
alguno que se sienta con fuerzas para ello.
[ii]
La filosofía de la Historia, si bien ha adelantado algo en los últimos
tiempos es, sin embargo, una ciencia muy atrasada. Probablemente sufrirá
modificaciones no menos profundas que otra ciencia, también nueva: la
economía política. Para los católicos hay en esta clase de estudios el
grave inconveniente de que varias de las obras principales que en esta
materia se han escrito han salido de manos de protestantes o escépticos,
así es que se las encuentra llenas de errores, y equivocaciones en lo
concerniente a la Iglesia. Verdad es que últimamente en Inglaterra, en
Francia y en Alemania se está rehaciendo la Historia en un sentido
favorable al catolicismo; pero esta es una mina riquísima de la cual no se
ha explotado más que una pequeña parte. Los tesoros abundan: sólo se
necesita trabajo.
[iii]
Figúranse algunos que la religiosidad es signo de espíritu apocado y
capacidad escasa, y que, por el contrario, la incredulidad es indicio de
talento y grandeza de ánimo. Yo sostengo que con la Historia en la mano se
puede demostrar que en todos tiempos y países los hombres más eminentes
han sido religiosos.