Por Jaime Balmes
La
severidad de las comunidades religiosas.
Sus razones. Qué es el religioso. Sus peligros. Contraste. Actividad humana. Necesidad de un pábulo. Leyes e instituciones. Su necesidad de preservativos. Gradación de los tránsitos del bien al mal. Ejemplo de la infracción de las leyes. Las formalidades. Las leyes más fuertes no son las más observadas. Sabiduría de los fundadores de los institutos religiosos. Abundancia de ocupaciones y prácticas. Ley de la distribución de fuerzas entre las facultades del alma. Dicho de Chateaubriand sobre San Jerónimo, San Bernardo, Santa Teresa de Jesús.
Mi
apreciado amigo: Ha podido V. notar en mi carta anterior que exponía mis ideas
con la mayor brevedad posible, y para esto tenía una razón especial, que
consistía en el temor de que el asunto se le hiciese pesado; pues que daba yo
por cierto que las comunidades religiosas no habrían sido el objeto favorito de
los estudios de V., y que, por consiguiente, sólo podría soportar algunas
indicaciones rápidas en las que la memoria de los claustros no le hiciese
perder el recuerdo del mundo. Ahora veo que su espíritu de V. va tomando una
dirección algo más seria; y no cree ya que objetos cuya historia ocupa largos
siglos, y que de tal modo se enlazan con el desarrollo social de las naciones
modernas, puedan ser conocidos con un estudio superficial, ni deban ser
condenados con ocurrencias agudas. Al fin va V. penetrándose de la injusticia y
frivolidad del método volteriano, que traduce sus difiicultades en sarcasmos, y
contesta a las razones más sólidas con una sonrisa burlona. El error es más
tolerable cuando va acompañado de cierto amor a la razón y sentimientos de
equidad. Mis observaciones sobre las comunidades religiosas le parecen a V.
dignas de atención; esto me basta, pues que mi objeto no era otro que excitar
la curiosidad de V. por si lograba que algún día estudiase a fondo estas
materias con el detenimiento que su gravedad reclama. Mal podía lisonjearme de
circunscribir esta cuestión a los reducidos límites de una carta, cuando estoy
persuadido de que podría escribirse sobre este punto una interesante obra y de
no escasas dimensiones. Como quiera, ya que V. se empeña en continuar
discutiendo, no tengo inconveniente en satisfacer sus deseos.
Considera
V. los institutos religiosos bajo el aspecto de la severidad, pareciéndole
ésta un tanto excesiva, atendida la humana flaqueza; e innecesaria, además,
para conseguir el objeto que los fundadores se proponían. Yo tengo sobre este
particular convicciones muy diferentes; y para ello me fundo, no precisamente en
el respeto debido a la sabiduría y santidad de aquellos ilustres varones, sino
en razones nacidas de la naturaleza misma del corazón humano. Voy a exponerlas
brevemente.
La
vida religiosa aísla en cierto modo de los demás hombres al individuo que la
profesa. Con los votos se rompen los lazos que le unen al mundo; la amistad y la
familia desaparecen, en cuanto se opongan al objeto del instituto. El religioso
es un hombre que, aunque mora sobre la tierra, está enteramente consagrado a
las cosas del cielo. La propiedad, ese poderoso vínculo que liga a los
individuos y a las familias, que los hace pegar, por decirlo así, a un lugar
determinado, como se pega la planta a la tierra de donde recibe su vida, no
existe para el religioso; no sólo no la tiene, sino que se ha privado de la
facultad de tenerla; por amor de Jesucristo, se ha hecho pobre para siempre; se
ha condenado a no poseer nada. Con el voto de castidad está privado de la
familia; y con la vida común no puede tener aquellas relaciones domésticas que
substituyen en el corazón a las de la familia propia. La obediencia no le
permite elegir el lugar de su habitación, ni tampoco entregarse a sus
ocupaciones predilectas. Es un hombre excepcional en todo; que en todo se mueve
por reglas diferentes de las del común de los hombres.
Este
individuo, aislado de esta manera, sin más contacto con el mundo que el que le
permiten las prescripciones a que se halla sometido, no deja de ser hombre, no
se ha convertido en ángel; tiene sus flaquezas, sus deseos, sus caprichos;
abriga un corazón que late, que está sometido a las mismas impresiones que el
de los que viven en medio del mundo. Lleno de juventud y de vida, su pensamiento
vuela más allá del recinto monástico; su corazón se dilata, necesita
satisfacerse con algunos objetos que si no los encuentra en su instituto, irá a
buscarlos en otra parte. ¡Desgraciado, si aflojada la severidad de la
disciplina religiosa, teniendo un pie en el claustro, pone el otro en los
umbrales del mundo; si quiere vivir en dos elementos, a manera de anfibio que
tan pronto se sepulta en las inmensidades de un lago, como respira un aire que
abrasa, en el ardor de los arenales! Los resultados no pueden menos de ser
funestos: se establece una implacable lucha entre las influencias de elementos
tan contrarios; el infortunado se halla sometido a la acción de dos fuerzas
opuestas; su alma necesita dividirse en dos partes, por decirlo así; su
corazón, sujeto a violentas alternativas de expansión y compresión, se rompe
y destroza.
Entonces,
resulta por necesidad un chocante desacuerdo entre el instituto y la conducta,
entre las palabras y las obras: siendo el desorden tanto más monstruoso, cuanto
es más vivo el contraste. He aquí una razón profunda de la severidad de los
fundadores: he aquí por qué lo que a primera vista pudiera parecer
exageradamente riguroso, es altamente cuerdo y previsor. Un hombre sin
propiedad, sin familia, sin libertad en sus actos, consagrado por voto a la
práctica de las virtudes evangélicas, y que, sin embargo, se olvidase de sus
deberes y reuniese en torpe mezcolanza el traje de la austeridad con la
relajación del mundo, sería un objeto repugnante.
Ahora
bien, en el fondo del alma humana hay un caudal de actividad que se despliega
con el ejercicio de diferentes facultades: el entendimiento, la voluntad, la
imaginación, el corazón, necesitan pábulos en que cebarse; mientras el hombre
vive, sus facultades viven con él; vano empeño sería pretender ahogarlas; lo
que conviene es moderarlas, dirigirlas, subordinar a las más nobles, las menos
nobles; procurar que la expansión y energía de aquéllas no permitan a éstas
traspasar los límites señalados por la razón y la moral. La indulgencia con
las malas pasiones, con los instintos peligrosos, lejos de producir el
saludable desahogo que usted se promete, levantarían en el corazón
movimientos tempestuosos, y acabarían pronto con toda disciplina. La historia
de la Iglesia nos ofrece repetidos ejemplos que confirman esta verdad y
justifican la previsión de los fundadores de los institutos religiosos. La
naturaleza humana es tan débil, son tantos los pliegues de nuestro corazón,
son tan varias e ingeniosas las ilusiones con que procuramos engañarnos, que la
experiencia atestigua no estar de sobra ninguna precaución cuando se trata de
evitar abusos; mayormente, si es preciso extender la vista más allá de la
esfera individual y ocuparse en instituciones que han de vivir largos siglos.
Esta consideración me lleva naturalmente al examen de lo que V. llama «pequeñeces
que se pueden despreciar sin perjuicio de la disciplina».
Todas
las leyes, todas las instituciones aplicables a los hombres, necesitan, a más
de su constitutivo esencial, fuertes preservativos contra la destructiva acción
del tiempo y del contacto humano. El mundo moral, a semejanza del físico, está
sujeto a un continuo flujo y reflujo de acción y reacción. A todo lo que debe
durar mucho tiempo, no le basta abrigar un poderoso principio de vida que
rechace la corrupción y la muerte de las regiones del corazón y de las
vísceras indispensables a las principales funciones del organismo; es necesario
que los preservativos se hallen a larga distancia del centro de la vida, en
todos los puntos de la periferia, como centinelas avanzados que rechazan la
corrupción y la muerte, mucho antes que lleguen a entablar su lucha destructora
en los puntos más delicados de la organización.
Eche
V. una ojeada sobre las leyes sin observancia, sobre las costumbres corrompidas,
sobre las instituciones políticas o sociales que han perdido su fuerza; siga
usted la historia de la decadencia de las cosas mejores; y notará que en el
bien como en el mal hay en el mundo una ley por la cual se hacen los tránsitos
de un extremo a otro, no repentinamente, sino por una gradación suave y muchas
veces imperceptible.
¿Por
qué ha caído en desuso una ley utilísima, hasta el punto de que nadie repara
en infringirla abiertamente? ¿Se comenzó por quebrantarla sin rebozo? De
ninguna manera. Lo que se hizo fue principiar por el descuido de una formalidad,
al parecer de poca importancia: la prescripción de la ley quedaba cumplida; lo
que se dejaba sin observancia era una cosa insignificante, puramente
reglamentaria, que ni se hallaba en la mente del legislador, ni siquiera formaba
parte de la ley. La rendija estaba abierta; el tiempo debía encargarse de
ensancharla.
La
ley, mientras estaba cubierta por la formalidad llamada insignificante, no se
hallaba en contacto inmediato con las resistencias que encontraba en la
ejecución. La formalidad era una especie de cuerpo tupido y elástico, que
quebrantaba el ímpetu de los choques, y no dejaba que saliesen lastimados los
artículos de la ley. La formalidad ha desaparecido; los artículos se hallan
descubiertos, desnudos; encontrando una resistencia, ellos tendrán que sufrir
el roce o el golpe; y será más fácil que los lastime. Y esa resistencia más
o menos fuerte, la encuentra toda ley; porque la ley sería inútil, si no
tuviese por objeto el restringir en algo la libertad, el oponerse a fuerzas que
quieren extralimitarse.
¿Qué
sucede en tal caso? Antes se luchaba con la formalidad, ahora se lucha con el
mismo texto de la ley: su letra está terminante; pero su espíritu, cosa de
suyo algo vaga, se presta a interpretaciones favorables. El legislador dijo
esto; no cabe duda; pero su mente no podía ser tan rígida; las circunstancias
han variado notablemente; y, además, el caso de que se trata hic et nunc,
es de tal naturaleza, que, si el legislador pudiera ser consultado, se pondría
de parte de la interpretación benigna. También se ha de tener presente que el
artículo a cuya letra se quiere faltar, es de los menos importantes; si se
tratase de alguno fundamental, ya sería otra cosa; entonces se observarían con
todo rigor la mente y la letra. La transacción se ha consumado, mi apreciado
amigo; el artículo de la ley es quebrantado, la rendija se ha convertido en un
anchuroso boquerón: bien pronto entrarán por él cuantos deseen marchar a su
objeto por el camino más corto; con el tránsito continuo la abertura se hará
más espaciosa, y la ley, sin ser derogada, quedará anulada completamente. La
infracción había comenzado por la formalidad insignificante, y el resultado ha
sido quedar reducida la pobre ley a una insignificante formalidad; porque tales
somos los hombres: cuando hay algo que contraría nuestras pasiones o intereses,
atropellamos por todo, rompiendo primero las formas, destruyendo después el
fondo más íntimo de los objetos; pero cuando los intereses y las pasiones
pueden ya obrar holgadamente, sin encontrar ninguna resistencia, entonces nos
acordamos de alguna formalidad inofensiva, la ponemos en práctica, y con la
mayor seriedad del mundo nos hacemos la ilusión de que ebservando la
formalidad, observamos todavía la difunta ley.
La
historia de la infracción de las leyes es la historia de la corrupción de las
costumbres, de la decadencia de las instituciones más robustas, de la
degeneración de las cosas más santas. Nuestro corazón es profudamente sagaz;
somos más hipócritas con nosotros mismos, que con los otros. Las arterías que
empleamos para engañarlos a ellos, no tienen comparación, ni en número ni en
calidad, con las que inventamos y practicamos para engañarnos a nosotros
mismos.
Toda
ley, toda institución, deben estar rodeadas de fuertes preservativos. La
habilidad del legislador, del fundador o del institutor, se manifiesta en el
modo con que ha sabido tomar las avenidas por donde su obra debía recibir los
ataques de las pasiones y flaquezas humanas. Una ley puede ser muy severa, estar
acompañada de una sanción terrible, y, sin embargo, no servir para su objeto,
y estar segura de ser luego quebrantada; así como otra muy suave en el fondo,
puede estar combinada tan sabiamente, rodeada de tan oportunos preservativos,
que se estrellen en ellos los ataques más impetuosos, y posea fuerza bastante
para triunfar de las mayores resistencias.
A
la luz de estas observaciones, comprenderá V. sin dificultad la dilatada
previsión encerrada en las minuciosidades que le escandalizan a V. En
general, los fundadores de los institutos religiosos se distinguieron no sólo
por su santidad, sino por un profundo conocimiento del corazón humano. No
pocos, entre ellos, habrían sido excelentes legisladores. Tan distante me hallo
de tener por excesivas las precausiones que a V. le parecen tales, que, por el
contrario, creo no se los pudiera culpar, y antes bien alabar, si las hubiesen
tomado mayores. La acción del tiempo y el fuego de las pasiones humanas ejercen
de continuo un roce, destructor, que muchas veces no ha menester choques
violentos para acabar con las cosas más robustas. Juzgue V. lo que sucedería,
si no se hubiesen tomado a tiempo las precauciones convenientes.
No
comprende V. la razón del «cúmulo de obligaciones con que se hallan abrumados
algunos institutos religiosos»: siendo ésta una objeción general, sólo se le
puede contestar con reflexiones generales. Una de éstas, y que me parece
decisiva, la tengo ya indicada anteriormente. La actividad, y sobre todo en
individuos aislados, necesita un pábulo continuo. La llama de la vida ha de
consumir algo; si la dejamos encerrada, ociosa en nuestro interior, nos devora a
nosotros mismos. Sin mucha ocupación, sin multiplicadas prácticas, ¿cómo se
llena la vida de un solitario? ¿cómo se evita que se levanten en su corazón
formidables borrascas, o que sucumba bajo el peso de un tedio insoportable?
Estas consideraciones son bastantes para desvanecer las prevenciones de V.
contra lo que apellida «exagerado misticismo de algunos institutos
religiosos», pero, como este último punto es de la más alta importancia,
quiero someter al buen juicio de V. otras reflexiones, que me parecen dignas de
atención.
Es
un hecho fundamental, constantemente observado, que, la actividad de nuestras
facultades gasta de un fondo común, y que el aumento de fuerza en las unas
suele llevar consigo disminución en las otras. No es posible tener en muchos
sentidos un mismo grado de actividad; y de aquí ha nacido el proverbio de las
escuelas: «pluribus intentus minor est ad singula sensus». Cuando las
facultades animales tienen un gran desarrollo, las intelectuales y morales
padecen debilidad; y, por el contrario, cuando la parte superior del hombre, el
entendimiento y la voluntad, se desenvuelven con grande energía, las pasiones
se enflaquecen y pierden su imperio sobre la conducta. Los grandes pensadores se
han distinguido, casi siempre, por su alejamiento de los placeres de la vida; y
los hombres entregados a la sensualidad, rara vez se distinguen por la
elevación de sus pensamientos. Quien está dominado por pasiones brutales,
pierde aquella delicadeza de sentimientos que hace percibir inefables bellezas
en el orden moral y hasta en el físico; y un continuado ejercicio de
sentimientos exquisitos y puros, que saliendo de la esfera de la sensibilidad
común, parecen tocar a las regiones de un modo ideal, se opone al desarrollo de
las pasiones groseras, que lastiman el alma, arrastrándola por un lodazal
inmundo.
Ya
habrá V. comprendido a dónde voy a parar con estas observaciones: me propongo
nada menos que defender el misticismo en el terreno de la filosofía; y
manifestar la utilidad de que se le desenvuelva fuertemente en los institutos
religiosos. La imaginación necesita espectáculos en que pueda saborearse; el
corazón ha menester de objetos que exciten su amor; si no se le ofrecen en el
terreno de la virtud, irá a tomarlos en el del vicio, y la llama no dirigida
hacia Dios, se enderezará hacia las criaturas. ¿Le parece a V. que un corazón
como el de Santa Teresa de Jesús podía vivir sin amar? Si no se hubiese
consumido con la llama purísima del amor divino, se hubiera abrasado con el
fuego impuro del amor terreno. En vez de un ángel que excita la admiración de
los mismos incrédulos que han leído por casualidad alguna de sus páginas
admirables, tal vez hubiéramos tenido que deplorar los extravíos de una mujer
peligrosa, trasladando al papel sus pasiones con caracteres de fuego.
Chateaubriand,
hablando de San Jerónimo, ha dicho con profunda verdad: «aquella alma de fuego
necesitaba de Roma o del desierto.» ¡A cuántas y cuántas almas no pudiera
aplicarse el pensamiento del ilustre poeta! El gran corazón de San Bernardo,
¿qué hubiera hecho de su sensibilidad, si no hubiese encontrado un inmenso
pábulo en las cosas divinas? Aquella actividad inagotable, que atendía a las
ocupaciones de religioso, a las de consejero de reyes y papas, y caudillo de un
movimiento europeo que lanzaba el occidente sobre el oriente, ¿en qué se
hubiera cebado, si desde sus primeros años no hubiese tenido un objeto
infinito, Dios?
Hago
estas indicaciones con la rapidez que exige la brevedad de una carta; V. podrá
fácilmente desenvolverlas, aplicándolas a muchos personajes y a varias
situaciones de la historia de la Iglesia en todos los siglos. No todos los
hombres son como San Jerónimo y San Bernardo; pero todos necesitan ocuparse y
amar. Si no se ocupan bien, se ocupan mal; el ocio no suele ser otra cosa que la
práctica del vicio. Si no se ama lo bueno, se ama lo malo; si no arde en
nuestro pecho la llama que purifica, arde la llama que afea. Queda de V. su
afectísimo y S. S. Q. S. M. B.
J.
B.