Por Jaime Balmes
Mudanza
del incrédulo.
Nueva dificultad contra la invocación de los Santos. Valor de la oración de un hombre por otro. Inclinación natural a esta oración. Tradición universal en su favor. Consecuencias en pro del dogma católico.
Mi
estimado amigo: Me alegro que la carta anterior no le haya producido a V. una
impresión desfavorable; y que no se niegue a reconocer la belleza y la
filosofía que se encierran en el dogma católico, «presentado desde este punto
de vista». No quiero, sin embargo, que se atribuya al modo de presentar la cosa
lo que sólo pertenece a la cosa misma. Para tomar este punto de vista que a V.
le agrada, no he necesitado salir de la realidad, sino mostrar los objetos tales
como eran, indicando las consideraciones a que brindaban las mismas dificultades
que se me habían propuesto.
Se
inclina V. a creer que, para deshacerme de mi adversario, he procurado atacarle
por el flanco más débil; pero que he evitado el presentar el dogma en todo su
conjunto. Ya no es V. enemigo de las imágines de los Santos en las iglesias, lo
que quiere decir que ha dejado V. de ser iconoclasta. Ahora se ha refugiado en
otra trinchera, y dice que, si bien no le parece mal que se perpetúe la memoria
de las virtudes de los Santos en cuadros y estatuas, y hasta se les tribute en
las funciones religiosas un homenaje de acatamiento y veneración, no ve la
necesidad de admitir esa comunicación incesante entre los vivos y los muertos,
poniendo a éstos por intercesores en cosas que podemos pedir directamente por
nosotros mismos. Añade V. que, siendo uno de los caracteres principales del
cristianismo el unir íntimamente al hombre con Dios, con unión imperfecta en
esta vida, y perfecta en la mansión de la gloria, debe tenerse por más propio,
más digno, y sobre todo más elevado, el que el hombre dirija por sí mismo sus
plegarias a Dios, sin valerse de mediadores, y que no traslademos a las cosas
del cielo los costumbres que tenemos acá en la tierra. Es una fortuna que sea
V. quien propone la dificultad, fundándola en semejante principio; porque es
bien seguro que, si por una u otra causa hubiese yo dicho que el hombre se
había de dirigir inmediatamente a Dios, me hubiera V. censurado
porque, sin consideración a la pequeñez humana, salvaba yo la distancia que va
de lo finito a lo infinito. De esta manera, siempre ven ustedes la sinrazón de
nuestra parte: si nos levantamos muy alto, dicen que exageramos, que nos
desvanecemos, que nos olvidamos de la pequeñez humana; si abatimos el vuelo, en
consideración a esta misma pequeñez, se dice que vamos arrastrando y que
perdemos de vista la sublimidad de la humana naturaleza. Es preciso tener
serenidad para sufrir con calma acusaciones tan opuestas; pero éste es un
sacrificio que debemos hacer en obsequio de la causa de la verdad, la cual tiene
derecho a exigirnos éste y otros mucho mayores.
El
dogma de que la invocación de los Santos es, no sólo lícita, sino también
provechosa, puede sufrir, como todas las verdades católicas, el examen de la
razón, sin peligro de salir desairado. Para fijar las ideas y evitar la
confusión de las mismas, planteemos la cuestión en un terreno despejado. ¿Hay
algún inconveniente en admitir que Dios oye las oraciones de los justos cuando
ruegan, no para sí, sino para otros? Desearía que V. me dijese si a los ojos
de una sana razón no es esto muy conforme a todas las ideas que tenemos de la
bondad y misericordia de Dios, y de la predilección con que distingue a los
justos. Si admite V. un Dios, y no un Dios cruel que no cuide de las obras de
sus manos y cierre sus oídos a las plegarias del infeliz mortal que implora su
auxilio, debe V. admitir también que la oración del hombre dirigida a Dios, no
es una cosa vana, sino que puede producir y produce saludables efectos. Ahora
bien; ¿hay cosa más natural, más conforme a la sana razón, más acorde con
los sentimientos de nuestra alma, que el rogar a Dios no sólo para nosotros,
sino también para los objetos de nuestro cariño? La madre que tiene en sus
brazos a su tierno hijo, levanta los ojos al cielo implorando para él la bondad
del Eterno; la esposa ruega por el esposo; la hermana por el hermano; los hijos
por los padres; y el anciano moribundo reúne en torno de su lecho a su
descendencia y extiende sobre ella su mano trémula, dándole su bendición, y
rogando al cielo que la bendiga. La oración del hombre en favor de sus
semejantes es una inclinación innata en nuestro corazón; se la halla en todas
las edades, sexos y condiciones, en todos tiempos y países; se la ve expresada
a cada paso en el grito de la naturaleza que nos hace invocar a Dios al
presenciar un peligro ajeno.
La
comunicación de las criaturas intelectuales en el seno de la divinidad, el
recíproco auxilio que pueden prestarse con sus oraciones, es una tradición
universal del género humano; tradición ligada con los sentimientos del
corazón más íntimos y más dulces, pintada por todos los historiadores,
cantada por todos los poetas, inmortalizada en el lienzo y en el mármol por
innumerables artistas, admitida por todas las religiones, expresada en todos los
cultos con ceremonias solemnes. Recorred la historia de los tiempos más
remotos, consultad los poetas más antiguos, escuchad las narraciones populares
cuyo origen se pierde en la obscuridad de los tiempos heroicos y fabulosos,
examinad los monumentos y las bellezas, orgullo de los pueblos más cultos;
siempre, en todas partes, encontraréis el mismo hecho. Hay una guerra: la
juventud de un pueblo está corriendo peligros en el campo de batalla; las
esposas, los hijos, los padres de los combatientes, imploran sobre éstos el
auxilio divino, ora en el retiro del hogar doméstico, ora en los templos
públicos con solemnes sacrificios. Hay un viajero de quien hace largo tiempo no
se han recibido noticias: su familia desolada teme que haya sido víctima de
algún accidente funesto; pero abriga todavía alguna esperanza: quizás vaga
solitario y perdido por tierras desconocidas; quizás juguete de las olas ha
sido arrojado a playas inhospitalarias; ¿cuál es la inspiración de aquella
familia? Levantar los ojos y las manos al cielo, orar, implorando la divina
misericordia en favor de aquel desventurado. La historia, la poesía, las bellas
artes, son un no interrumpido testimonio de la existencia de este sentimiento,
de esa firmísima creencia de que a los ojos del Altísimo son aceptas las
plegarias que el hombre le dirige en favor de otro hombre.
Ahora
bien, ¿hay algún inconveniente en que deseemos los unos las oraciones de los
otros, aun de los que viven sobre la tierra? Claro es que no; de lo contrario,
sería preciso desechar todas las religiones, y hasta ponernos en contradicción
abierta con uno de los sentimientos más tiernos, más puros, que se abrigan en
el corazón humano. No creo que la filosofía de V. llegue a un extremo tan
deplorable; no, no puede V. profesar una doctrina la cual ahoga el grito de la
naturaleza, que resuena agudo y tierno al pie de la cuna, y se exhala apagado y
fatídico en los umbrales del sepulcro. No, no puede V. profesar una doctrina
que responde con la sonrisa de la duda a la plegaria de la madre que ora por su
hijo, de la esposa que ora por su esposo, del hijo que ora por su padre, del
anciano que ora por su descendencia, del pobre socorrido que ora por su
bienhechor, del amigo que ora por su amigo, de pueblos enteros que oran por los
valientes que defienden la independencia de su país, o llevan a países remotos
el nombre de su patria bajo un pabellón victorioso.
Las
consecuencias de lo dicho apenas necesito sacarlas: usted las habrá visto ya, y
por cierto sin mucho trabajo. Según nuestra doctrina, los Santos son hombres
justos que disfrutan en la gloria el premio de sus virtudes; ellos no necesitan
orar para sí, pues que están exentos de todos los males y peligros, y han
conseguido cuanto cabe desear; pero pueden orar por nosotros: si esto podían
hacerlo en la tierra, ¿cuánto más podrán hacerlo en el cielo? Si los
mortales oramos por otros mortales, ¿no podrían o no querrían orar por
nosotros los que han conseguido una felicidad inmortal? Sus oraciones son
aceptas a Dios de una manera particular, son un incienso agradable que humea
incesantemente ante el trono del Eterno. Ellos vivieron como nosotros en esta
tierra de infortunio, y no se han olvidado de nosotros. La Iglesia nos dice:
«Implorad la intercesión de los Santos, rogadles que oren por vosotros; esto
es lícito, esto es grato a los ojos de Dios; esto os será muy provechoso en
vuestras necesidades.» He aquí el dogma. Si la filosofía de V. lo encuentra
poco acorde con la razón natural y los sentimientos del corazón humano, me
compadezco de V. y de su filosofía, y no acierto a comprender los principios en
que la funda. A decir verdad, espero que cederá usted gustoso a la luz de unas
razones a las cuales no veo que se pueda contestar nada sólido, ni siquiera
especioso. En cuyo caso, no puedo menos de recordarle a V. la necesidad, tantas
veces inculcada, de no proceder con ligereza en materias tan graves, y de
reflexionar que en los dogmas mirados por la incredulidad con indiferencia y
desprecio, se ocultan tesoros de sabiduría, que se encuentran tanto más
profundos, cuanto más se los examina a la luz de la filosofía y de la
historia. De V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.
J.
M.