Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XIX

La felicidad en la tierra.

Justos e injustos. Dificultad. Preocupación general sobre la fortuna de los malos. Males generales. Alcanzan a todos. La virtud es más feliz. Leyes físicas y morales. Se debe prescindir de excepciones. Los criminales que caen bajo la ley. Los que la evitan. Ilusión de su dicha. Parangón de buenos y malos. De ambas clases los hay felices e infelices. La diferencia en la desgracia. La preocupación en contradicción con los proverbios. Los ambiciosos violentos. Su suerte. Los intrigantes. Sus padecimientos. El avaro. El pródigo. El disipador. Harmonía de la virtud con todo lo bueno. Hay justicia sobre la tierra.

     Mi estimado amigo: La discusión sobre las penas del purgatorio le ha recordado a V. el sufrimiento de los justos, y le hace encontrar dificultad en que todavía hayan de estar sujetos a nuevas expiaciones los que tantas y tan duras las padecen en la vida presente. «La virtud, dice V., está demasiado probada sobre la tierra, para que sea necesario que pase por un nuevo crisol en las penas de otro mundo. En esta tierra de injusticias e iniquidades, no parece sino que todo se halla trastornado, y que, reservada para los perversos la felicidad, se guardan para los virtuosos todo linaje de calamidades e infortunios. Por cierto que, si no tuviera el propósito firme de no dudar de la Providencia para no quemar las naves en todo lo tocante a las cosas de la otra vida, mil veces habría vacilado sobre este punto, al ver la desgracia de la virtud y la insolente fortuna del malvado. Quisiera que me respondiese V. a esta dificultad, no contentándose con ponerme delante de los ojos el pecado original y sus funestos resultados: porque, si bien podrá ser verdad que ésta sea una solución satisfactoria, no lo es para mí, que dudo de todos los dogmas de la religión incluso el de la degeneración primitiva.» No tenga V. cuidado que yo olvide la disposición de ánimo de mi contrincante, y que le arguya fundándome en principios que todavía no admite. Efectivamente: el dogma del pecado original da lugar a muy importantes consideraciones en la cuestión que nos ocupa; pero quiero prescindir absolutamente de ellas, y atenerme a principios que V. no puede recusar.

     Desde luego me parece que en la presente cuestión supone V. un hecho que, si no es falso, es cuando menos muy dudoso. Poco importa que la opinión de V. se halle acorde con la vulgar; yo creo que en esto hay una preocupación infundada, que, por ser bastante general, no deja de ser contraria a la razón y a la experiencia. Supone V., como tantos otros, que la felicidad en esta vida se halla distribuida de tal suerte, que les cabe a los malos la mayor parte, llevándose los virtuosos la más pequeña, acibarada, además, con abundantes sinsabores e infortunios. Repito que considero esta creencia como una preocupación infundada, incapaz de resistir el examen de la sana razón.

     Ya se ha observado que los virtuosos no pueden eximirse de los males que afectan a la humanidad en general, si no se quiere que Dios esté haciendo milagros continuos. Si van muchas personas por un camino de hierro, y entre ellas se encuentra una o más de señalada virtud, claro es que, si sobreviene un accidente, Dios no ha de enviar un ángel para que ponga en salvo de una manera extraordinaria a los viajeros virtuosos. Si pasan dos hombres por la calle, uno bueno, otro malo, y se desploma una casa sobre sus cabezas, los dos quedarán aplastados: las paredes, vigas y techumbres, no formarán una bóveda sobre la cabeza del hombre virtuoso. Si un aguacero inunda los campos y destruye las mieses, entre las cuales se hallan las de un propietario virtuoso, nadie exigirá de la Providencia que, al llegar las aguas a las tierras del hombre justo, formen un muro, como en otro tiempo las del mar Rojo. Si una epidemia diezma la población de un país, la muerte no ha de respetar a las familias virtuosas. Si una ciudad sufre los horrores de un asalto, la soldadesca desenfrenada no dejará de atropellar la casa del hombre justo, como atropella la del perverso. El mundo está sometido a ciertas leyes generales que la Providencia no suspende sino de vez en cuando; y que, por lo común, envuelven sin distinción a todos los que se hallan en las circunstancias a propósito para experimentar sus resultados. Sin duda que, a más de las exenciones abiertamente milagrosas, tiene la Providencia en su mano medios especiales con que libra al justo de una calamidad general o atenúa su desgracia; pero quiero prescindir de estas consideraciones, que me llevarían al examen de hechos siempre difíciles de averiguar, y, sobre todo, de fijar con precisión; admito, pues, sin repugnancia, que todos los hombres justos e injustos están igualmente sometidos a los males generales de la humanidad, ora provengan de la naturaleza física, ora dimanen de infaustas circunstancias sociales, políticas o domésticas. No creo que pretenda V. hacer por este motivo un cargo a la Providencia; pues le considero demasiado razonable para exigir milagros continuos que perturben incesantemente el orden regular del universo.

     Aparte, pues, las desgracias generales que alcanzan a los malos como a los buenos, según las circunstancias en que unos y otros se encuentran, y de las que no puede decirse que afectan más a los buenos que a los malos, veamos ahora si es verdad que la dicha se halle repartida de tal modo, que su mejor parte sea patrimonio del vicio. Yo creo, por el contrario, que, aun prescindiendo de beneficios especiales de la Providencia, las leyes físicas y morales del mundo son de tal naturaleza, que por sí solas, abandonadas a su acción natural y ordinaria, distribuyen de tal modo la dicha y la desdicha, que los hombres virtuosos son incomparablemente más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados.

     Convendrá V. conmigo en que el juicio sobre los grados de felicidad o desdicha no ha de fundarse en casos particulares, sino que debe estribar en el orden general, tal como resulta, y ha de resultar necesariamente, de la misma naturaleza de las cosas.

     El mundo está ordenado tan sabiamente, que la pena, más o menos clara, más o menos sensible, va siempre tras el delito. Quien abusa de sus facultades buscando placer, encuentra el dolor; quien se desvía de los eternos principios de la sana moral para proporcionarse una felicidad calculada sobre el egoísmo, se labra por lo común su desventura y ruina.

     No necesito hablar de la suerte que cabe a los grandes delincuentes, entregados a crímenes que puede alcanzar la acción de la ley. El encierro perpetuo, los trabajos forzados, la exposición a la vergüenza pública, un afrentoso patíbulo: he aquí lo que encuentran en el término de una carrera azarosa, llena de peligros, de sobresalto, de raptos de cólera y desesperación, de sufrimientos corporales, de calamidades y catástrofes sin cuento. Una vida y muerte semejantes nada tienen de feliz; en la embriaguez del desorden y del crimen esos desventurados quizás se imaginan que llegan a gozar; pero ¿llamaremos verdadero goce al que resulta del trastorno de todas las leyes físicas y morales, y que se pierde como una gota imperceptible en la copa de angustias y de tormentos agotada hasta las heces? Supongo, pues, que, cuando habla V. de la dicha de los malvados, no se refiere a los que caen bajo la acción de la justicia humana, sino que trata de aquellos que, mientras faltan a sus deberes atropellando los altos fueros de la justicia y de la moral, insultan a sus víctimas con la seguridad de que disfrutan, albergándose tal vez bajo doradas techumbres, en el esplendor de la opulencia y en los brazos del placer.

     No niego que, examinada la cosa superficialmente, hay algo que choca e irrita en la felicidad de esos hombres; no desconozco que, ateniéndose a las apariencias, no penetrando en el corazón de semejante dicha, y sobre todo limitándose a casos particulares, y no extendiendo la vista como debe extenderse en esta clase de investigaciones, se queda uno deslumbrado, y asaltan al espíritu los terribles pensamientos: «¿Dónde está la Providencia; dónde está la justicia de Dios?» Pero tan pronto como se medita algún tanto, y se toma el verdadero punto de vista, la ilusión desaparece, y se descubren el orden y la harmonía reinando en el mundo con admirable constancia.

     Aclaremos y fijemos las ideas. Me citará V. un hombre vicioso, y quizás perverso, que al parecer disfruta de felicidad doméstica, y obtiene en la sociedad una consideración que está muy lejos de merecer; sea en buena hora; no quiero entrar en disputas sobre lo que esta felicidad doméstica encierra de real o de aparente, y sobre la dicha interior que producen consideraciones no merecidas; quiero suponer que la felicidad sea verdadera, y que el goce que resulta de la consideración sea íntimo, satisfactorio; pero tampoco podrá V. negarme que, al lado de este hombre vicioso y perverso, se nos presentan otros, honrados y virtuosos, que disfrutan igual felicidad doméstica, y obtienen una consideración no inferior a la de aquél. Esta observación basta para restablecer el equilibrio y destruye por su base el hecho que V. daba por seguro de que el vicio es dichoso y la virtud desgraciada. Me presentará V. quizás un hombre dotado de grandes virtudes y oprimido con el peso de grandes infortunios: enhorabuena; pero yo puedo mostrarle a V. el reverso de la medalla, y ofrecerle otro hombre inmoral, afligido con infortunios no menores: y henos aquí otra vez con el equilibrio restablecido. La virtud se nos presenta infortunada; pero a su lado vemos gemir el vicio agobiado con el mismo peso.

     Ya puede V. notar que no aprovecho todas las ventajas que me ofrece la cuestión, y que le dejo a V. en el terreno más favorable; pues que supongo igualdad de sufrimiento en igualdad de circunstancias infortunadas, y prescindo de la desigualdad que naturalmente debe resultar de la diferente disposición interior de los que sufren la desgracia: lo que para el uno es consuelo, para el otro es remordimiento.

     Échase de ver fácilmente que con semejante estadística de paralelos no resolveríamos cumplidamente la cuestión; y que no podría citarse un caso en un sentido sin que se ofreciese otro parecido o igual en el sentido contrario. Observaré, no obstante, que a pesar de la preocupación que hay en este punto, y que llevo confesada desde el principio, la constante experiencia del infeliz término de los hombres malos ha producido la convicción de que, tarde o temprano, les alcanza la justicia divina, y el buen sentido del pueblo ha consignado esta verdad en proverbios sumamente expresivos. El vulgo habla incesantemente de la fortuna de los malos y desgracia de los buenos; pero siguiendo la conversación se le sorprende a cada paso en contradicción manifiesta, cuando refiere la maldición del cielo que ha caído sobre tal o cual individuo, sobre tal o cual familia, y anuncia las desgracias que no pueden menos de sobrevenir a otras que nadan en la opulencia y en la dicha. Esto ¿qué prueba? Prueba que la experiencia es más poderosa que la preocupación; y que el prurito de quejarse continuamente, de murmurar de todo, inclusa la Providencia, desaparece siquiera por momentos, ante el imponente testimonio de la verdad, apoyado en hechos visibles y palpables.

     Los que desean elevarse a grande altura sin reparar en los medios, no suelen encontrar la felicidad que apetecen. Si se arrojan a grandes crímenes conspirando contra la seguridad del Estado, en vez de conseguir su objeto, labran su propia ruina. Se puede asegurar que, para uno afortunado, hay cien desgraciados que sucumben sin realizar su designio; así lo enseña la historia, así nos lo muestra la experiencia de todos los días. Los hombres que quieren medrar trastornando el orden público, están condenados a incesantes emigraciones, y muchos acaban por perecer en un cadalso.

     Hay ambiciones que se alimentan de intrigas y bajezas, que no tienen el arrojo necesario para el crimen, y que, por consiguiente, pueden medrar sin grandes riesgos para la seguridad personal. Es cierto que algunas veces esos hombres, que suplen al vuelo del águila con la lenta tortuosidad del reptil, adelantan mucho en su fortuna, sin sufrir ninguna de aquellas terribles expiaciones a que están expuestos los que se lanzan por el camino de la violencia; pero ¿quién es capaz de contar los sinsabores, los pesares, las humillaciones vergonzosas que han debido de sufrir para llegar al colmo de sus deseos? ¿quién podría pintar los temores y el sobresalto en que viven recelosos de perder lo que han conseguido? ¿quién alcanza a describir las alternativas dolorosas por que han tenido que pasar y están pasando continuamente, según se inclina hacia ellos, o se retira en dirección opuesta, la gracia del protector que los ha encumbrado? ¿y qué idea debemos formarnos, en tal caso, de la felicidad de esos hombres, mayormente si consideramos cuánto ha de atormentarlos la memoria de sus villanías, y el remordimiento por los males que tal vez han causado a hombres beneméritos y a familias inocentes? La dicha no está en lo exterior, sino en lo interior; el hombre más rico, el más opulento, más considerado, más poderoso, será infeliz, si su corazón está destrozado por una pena cruel.

     Quien ama con exceso las riquezas hasta el punto de olvidar sus deberes con tal que pueda adquirirlas, en vez de lograr la felicidad, se acarrea la desdicha. Los hombres que para adquirir riquezas faltan a las leyes de la moral, se dividen en dos clases: unos trabajan simplemente por amontonarlas, y gozarse en la posesión de su tesoro; otros desean tenerlas para disfrutar el placer de gastarlas con lujosa profusión. Aquellos son los avaros; éstos son los pródigos. Veamos qué felicidad se encuentra por ambos caminos.

     El avaro disfruta un momento al pensar en las riquezas que posee, al contemplarlas en cautelosa soledad lejos de la vista de los demás hombres; pero este placer es amargado con innumerables sufrimientos. La habitación estrecha, desaseada, incómoda, bajo todos sentidos; los muebles pobres y viejos; el traje raído, mugriento, y recordando modas que pasaron hace largos años; la comida mala, escasa y pésimamente condimentada; la vajilla miserable y rota; los manteles sucios; frío en invierno; calor en verano; aborrecido de sus amigos y deudos; despreciado y ridiculizado por sus sirvientes; maldito por los pobres; sin encontrar en ninguna parte una mirada afectuosa, ni oír una palabra de amor ni un acento de gratitud: ésta es la dicha del avaro. Si V. la desea, yo por mi parte no pienso envidiársela.

     El pródigo no padece lo que el avaro; disfruta largamente, mientras hay dinero y salud; y, si llega a sus oídos el acento de las víctimas de su injusticia, experimenta algún consuelo con la expresión de gratitud de los que reciben sus favores. Pero, a más del remordimiento que siempre acompaña a los bienes mal adquiridos, a más del descrédito que consigo traen los procedimientos injustos, a más de las maldiciones que está condenado a escuchar quien se ha enriquecido a costa ajena, tiene la prodigalidad inconvenientes característicos, que al fin acaban por hacer desgraciado al que se había prometido ser feliz con la profusión de sus riquezas. Los placeres a que conduce la misma prodigalidad, estragan la salud, turban la paz doméstica, deshonran muchas veces a los ojos de la sociedad, y acarrean disgustos de mil clases. Por fin, hay en pos de estos males uno que viene a completarlos: la pobreza. Éstos no son cuadros ficticios, son realidades que encontrará V. por dondequiera, son ejemplos positivos a los que no falta otra cosa que nombres propios.

     La inmoralidad en el goce de los placeres de la vida está muy lejos de acarrear la felicidad a quien los disfruta. Esta es una verdad tan conocida, que es difícil insistir en ella sin repetir lugares comunes, que han llegado a ser vulgares. Las obras de medicina y de moral están llenas de avisos sobre los inconvenientes de la destemplanza: las enfermedades de todas especies; la vejez prematura; la abreviación de la vida; padecimientos superiores a toda ponderación: he aquí los resultados de una conducta desarreglada.

     Una mesa opípara, en magníficos salones, servida con lujo y esplendor, en brillante sociedad, en la algazara de los alegres convidados, seguida de los brindis, de festejos, de orquesta, de placeres de todos géneros, es ciertamente un espectáculo seductor: he aquí, mi estimado amigo, una felicidad incomparable, ¿no es verdad? Pues aguarde V. un poco; deje que la música termine, que se apaguen las bujías, los quinqués y las arañas, y que los convidados se retiren a descansar. Mientras el hombre sobrio y arreglado duerme tranquilamente, los criados del hombre feliz corren azorados por la casa; unos preparan bebidas demulcentes, otros disponen el baño; éstos salen precipitadamente en busca del facultativo, aquéllos golpean sin piedad la puerta del farmacéutico: ¿qué ha sucedido? Nada; la felicidad de la mesa se ha trocado en dolores agudísimos. El hombre venturoso no encuentra descanso ni en la cama, ni en el sofá, ni en la butaca, ni en el suelo: un frío sudor baña sus miembros; su faz está cadavérica, sus ojos desencajados, sus dientes rechinan, y clama a grandes gritos que se muere. Éstos son los percances de tamaña felicidad: para conocer cuán bien contrapesan semejantes padecimientos el placer de breves horas, sería bueno consultar al paciente y preguntarle si no renunciaría gustoso a todos los placeres y festines del mundo, con tal que pudiese aliviarse algún tanto en los dolores que sufre.

     Interminable sería si quisiese continuar el parangón entre los resultados del vicio y de la virtud; pero no intento repetir lo que se ha dicho ya mil veces, y que V. sabe tan bien como yo. Baste observar que la felicidad no está en las apariencias, sino en lo más íntimo del alma: al hombre que experimenta agudos dolores, que vive agobiado de pesares, devorado por una tristeza profunda, o lentamente consumido por un tedio insoportable, ¿de qué sirve la magnificencia de un palacio, ni el brillo de los honores, ni el incienso de la lisonja, ni la fama de su nombre? La dicha, repito, está en el corazón; quien no tiene en el corazón la dicha, es infeliz, sean cuales fueren las apariencias de ventura de que se halle rodeado. Ahora bien; en el ejercicio de la virtud están harmonizadas las facultades del hombre, en sus relaciones consigo mismo, con sus semejantes, con Dios, así con respecto a lo presente como a lo futuro; el vicio trastorna esta harmonía, perturba al hombre interior haciendo que la razón y la voluntad sean esclavas de las pasiones, debilita la salud, acorta la vida con los placeres de los sentidos, altera la paz doméstica, destruye la amistad, sacrifica lo futuro a lo presente; así el hombre marcha, por un camino de remordimiento y de agitación, hacia el umbral del sepulcro, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes. La felicidad de un ser no puede consistir en la perturbación de las leyes a que se halla sometido por su propia naturaleza; las del orden natural se hallan acordes con las del moral; quien las infringe, paga su merecido; en vez de felicidad, encuentra terribles desventuras.

     Ya ve V., mi querido amigo, que no es tan cierto como V. creía que la felicidad de la tierra sea únicamente para los malos, y la desdicha para solos los buenos: tengo por indudable que, si se pudiesen pesar en una balanza los grados de felicidad que se reparten entre la virtud y el vicio, pesarían mucho más los de aquélla que los de éste, y que le cabe al vicio una cantidad de sufrimientos incomparablemente mayor que los que experimenta la virtud. Sí: hay justicia también sobre la tierra: Dios ha querido permitir muchas iniquidades; ha querido que a veces disfrute el malvado una sombra de felicidad; pero ha querido también que aun en esta vida se palpase la terrible ley de expiación, y a esto hacen contribuir los mismos medios de que se vale el perverso para labrar su ventura. Queda de V. afectísimo y seguro servidor Q. S. M. B.

J. B.