Por Jaime Balmes
La
visión beatífica.
Dificultad del escéptico. El conocimiento y el afecto en sus relaciones con la felicidad. Dos conocimientos de intuición y de concepto. En qué consiste el dogma de la visión beatífica. Sublimidad de este dogma.
Mi
estimado amigo: Las últimas palabras de mi carta anterior han excitado en V. el
deseo de que yo me extienda en algunas aclaraciones sobre la visión beatífica,
porque, según dice, nunca ha podido formarse una idea bien clara de lo que
entendemos por esta soberana felicidad. Por cierto que me ha complacido
sobremanera el que se me llame la atención hacia este punto, que no deja en el
alma las dolorosas impresiones con que nos afligen algunos de los examinados en
otras cartas. Al fin se trata de felicidad, y ésta no puede causar más
afecciones ingratas que el temor de no conseguirla.
Según
veo, no comprende V. bien «cómo puede constituir felicidad cumplida un simple
conocimiento; y no ha de ser otra cosa la visión intuitiva de Dios. No puede
negarse que el ejercicio de las facultades intelectuales nos proporciona algunos
goces; pero también es positivo que éstos necesitan la concomitancia del
sentimiento, sin el cual son fríos y severos como la razón de la cual
dimanan.» Quisiera V. que nos hubiésemos hecho cargo los católicos de «este
carácter de nuestro espíritu, el cual, si bien por medio del entendimiento
llega a los objetos, no se une íntimamente con ellos de manera que le produzcan
el goce, hasta que viene el sentimiento a realizar esa misteriosa expansión del
alma, con la cual nos adherimos al objeto percibido, estableciéndose entre él
y nosotros una afectuosa compenetración.» Estas palabras de V. encierran un
fondo de verdad, en cuanto para la felicidad del ser inteligente exigen, a más
del acto intelectual, la unión de amor. Es indudable que, si falta esta
última, el conocimiento puro no nos ofrece la idea de felicidad. Sea cual fuere
el objeto conocido, no nos haría felices, si lo contemplásemos con
indiferencia. Admito sin dificultad que el alma no sería dichosa si, conociendo
el objeto que la ha de hacer feliz, no le amase. Sin amor no hay felicidad.
Pero,
si bien es verdadera en el fondo la doctrina de V., está aplicada con mucha
inexactitud e inoportunidad, cuando se pretende fundar en ella un argumento en
contra de la visión beatífica, tal como la enseñan los católicos. La eterna
bienaventuranza la hacemos consistir en la visión intuitiva de Dios; mas no por
esto excluimos el amor, antes por el contrario, decimos que este amor está
necesariamente ligado con la visión intuitiva. Por manera que los teólogos han
llegado a disputar si la esencia de la bienaventuranza consistía en la visión
o en el amor; pero todos están de acuerdo en que éste es cuando menos una
consecuencia necesaria de aquélla. Bien se conoce que hace largo tiempo ha dado
V. de mano a los libros místicos, y aun a todos los que tratan de religión,
puesto que piensa mejorar la felicidad cristiana con este filosófico
sentimentalismo, que está muy lejos de levantarse a la purísima altura del
amor de caridad que reconocemos los católicos, imperfecto en esta vida, y
perfecto en la otra.
El
simple conocimiento de que V. habla al tratar de la visión intuitiva
de Dios, me hace sospechar con harto fundamento que no comprende V. bien lo que
entendemos por visión intuitiva, y que confunde este acto del alma con el
ejercicio común de las facultades intelectuales, a la manera que le
experimentamos en esta vida. Séame, pues, permitido entrar en algunas
consideraciones filosóficas sobre los diferentes modos con que podemos conocer
un objeto.
Nuestro
entendimiento puede conocer de dos maneras: por intuición o por conceptos. Hay
conocimiento de intuición, cuando el objeto se ofrece inmediatamente a la
facultad perceptiva, sin que ésta necesite combinaciones de ninguna clase para
completar el conocimiento. En esta operación, el entendimiento se limita a
contemplar lo que tiene delante: no compone, no divide, no abstrae, no aplica,
no hace nada más que ver lo que está patente a los ojos. El objeto,
tal como es en sí, le es dado inmediatamente, se le presenta con toda claridad;
y, si bien termina objetivamente la operación, y en este sentido ejercita la
actividad del sujeto, influye también a su vez sobre éste, señoreándole, por
decirlo así, y embargándole con su íntima presencia.
El
conocimiento por concepto es de naturaleza muy diferente. El objeto no es dado
inmediatamente a la facultad perceptiva: ésta se ocupa en una idea que en
cierto modo es obra del entendimiento mismo, el cual ha llegado a formarla
combinando, dividiendo, comparando, abstrayendo, y recorriendo a veces la
dilatada cadena de un discurso complicado y penoso.
Aunque
estoy seguro de que no se ocultará a la penetración de V. la profunda
diferencia que hay entre estas dos clases de conocimiento, voy a hacerla
sensible en un ejemplo que está al alcance de todo el mundo. El conocimiento
intuitivo se puede comparar a la vista de los objetos; el que se hace
por conceptos es semejante a la idea que nos formamos por medio de las
descripciones. V., como aficionado a las bellas artes, habrá admirado mil veces
las preciosidades de algunos museos, y habrá leído las descripciones de otras
que no le ha sido dado contemplar. ¿Encuentra V. alguna diferencia entre un
cuadro visto y un cuadro descrito? Inmensa, me dirá V. El
cuadro visto me presenta de golpe su belleza; no necesito producir, me basta
mirar; no combino, contemplo; mi alma está más bien pasiva que activa; y, si
en algún modo ejerce su actividad, es para abrirse más y más a las gratas
impresiones que recibe, como las plantas se dilatan con suave expansión para
ser mejor penetradas por una atmósfera vivificante. En la descripción,
necesito ir recogiendo los elementos que se me dan, combinarlos con arreglo a
las condiciones que se me determinan, y elaborar de esta manera el conjunto del
cuadro, con imperfección, de una manera incompleta, sospechando la distancia
que va de la idea a la realidad, distancia que se me presenta instantáneamente,
tan pronto como se ofrece la ocasión de ver el cuadro descrito.
He
aquí un ejemplo, que, aunque inexacto, nos da una idea de la diferencia de
estas dos clases de conocimiento, y que manifiesta en algún modo la distancia
que va del conocimiento de Dios a la visión de Dios. En
aquél tenemos reunidas en un concepto las ideas de ser necesario, inteligente,
libre, todopoderoso, infinitamente perfecto, causa de todo, fin de todo; en
ésta, se ofrecerá la esencia divina inmediatamente a nuestro espíritu, sin
comparaciones, sin combinaciones, sin raciocinios de ninguna especie:
íntimamente presente a nuestro entendimiento, le dominará, le embargará; los
ojos del alma no podrán dirigirse a otro objeto, y entonces experimentaremos de
una manera purísima, inefable, para el débil mortal, aquella compenetración
afectuosa, aquella íntima unión del seráfico amor, descrito con tan
magníficas pinceladas por algunos Santos, que, llenos del Espíritu Divino,
presentían en esta vida lo que bien pronto habían de experimentar en la
mansión de los bienaventurados.
Permítame
V. que le manifieste la extrañeza que me causa el notar que V. no ha sentido la
belleza y sublimidad del dogma católico sobre la felicidad de los
bienaventurados. Prescindiendo de toda consideración religiosa, no puede
imaginarse cosa más grande, más elevada, que el constituir la dicha suprema en
la visión intuitiva del Ser infinito. Si este pensamiento fuese debido a una
escuela filosófica, no habría bastantes lenguas para ponderarle. El autor que
le hubiese concebido sería el filósofo por excelencia, digno de la apoteosis,
y de que le tributasen incienso todos los amantes de una filosofía sublime. El
vago idealismo de los alemanes, ese confuso sentimiento de lo infinito que
respira en sus enigmáticos escritos; esa tendencia a confundirlo todo en una
unidad monstruosa, en un ser obscuro e ignorado, que se llama absoluto; todos
esos sueños, todos esos delirios, encuentran admiradores y entusiastas, y
conmueven profundamente algunos espíritus, sólo porque agitan las grandes
ideas de unidad e infinidad; ¿y no tendrá derecho a la admiración y
entusiasmo la sublime enseñanza de la Iglesia católica, que, presentándonos a
Dios como principio y fin de todas las existencias, nos le ofrece de una manera
particular como objeto de las criaturas intelectuales, cual un océano de luz y
de amor en que irán a sumergirse las que lo hayan merecido por la observancia
de las leyes emanadas de la sabiduría infinita? ¿No es digno de admiración y
de entusiasmo, aun cuando se le mirara como un simple sistema filosófico, el
augusto dogma que nos presenta a todos los espíritus finitos sacados de la nada
por la palabra todopoderosa, dotados de una centella intelectual, participación
e imagen de la inteligencia divina, destinados a morar por breve espacio de
tiempo en uno de los globos del universo, donde puedan contraer mérito para
unirse con el mismo Ser que los ha criado, y vivir después con Él en intimidad
de conocimiento y de amor, por la eternidad?
Si
esto no es grande, si esto no es sublime, si esto no es digno de excitar la
admiración y el entusiasmo, no alcanzo en qué consisten la sublimidad y la
grandeza. Ninguna secta filosófica, ninguna religión ha tenido un pensamiento
semejante. Bien puede asegurarse que las primeras palabras del catecismo
encierran infinitamente más sublimidad de la que se contiene en los más altos
conceptos de Platón, apellidado por sobrenombre el Divino. Es lamentable que
Vds., preciados de filósofos, traten con tamaña ligereza misterios tan
profundos. Cuanto más se medita sobre ellos, más crece la convicción de que
sólo han podido emanar de la inteligencia infinita. En medio de las sombras que
los rodean, al través de los augustos velos que encubren a nuestra vista
profundidades inefables, se columbran destellos de vivísima luz, que,
fulgurando repentinamente, iluminan el cielo y la tierra. Durante los momentos
felices en que la inspiración desciende sobre la frente del mortal, se
descubren tesoros de infinito valor en aquello mismo que el escéptico mira
desdeñoso cual miserable pábulo de la superstición y del fanatismo. No se
deje V. dominar, mi estimado amigo, por esas mezquinas preocupaciones que
obscurecen el entendimiento y cortan al espíritu sus alas: medite, profundice
V. enhorabuena las verdades religiosas: ellas no temen el examen, porque están
seguras de alcanzar victoria tanto más cumplida, cuanto sea más dura la prueba
a que se las sujete. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.
J.
B.