Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XVII

La visión beatífica.

Dificultad del escéptico. El conocimiento y el afecto en sus relaciones con la felicidad. Dos conocimientos de intuición y de concepto. En qué consiste el dogma de la visión beatífica. Sublimidad de este dogma.

     Mi estimado amigo: Las últimas palabras de mi carta anterior han excitado en V. el deseo de que yo me extienda en algunas aclaraciones sobre la visión beatífica, porque, según dice, nunca ha podido formarse una idea bien clara de lo que entendemos por esta soberana felicidad. Por cierto que me ha complacido sobremanera el que se me llame la atención hacia este punto, que no deja en el alma las dolorosas impresiones con que nos afligen algunos de los examinados en otras cartas. Al fin se trata de felicidad, y ésta no puede causar más afecciones ingratas que el temor de no conseguirla.

     Según veo, no comprende V. bien «cómo puede constituir felicidad cumplida un simple conocimiento; y no ha de ser otra cosa la visión intuitiva de Dios. No puede negarse que el ejercicio de las facultades intelectuales nos proporciona algunos goces; pero también es positivo que éstos necesitan la concomitancia del sentimiento, sin el cual son fríos y severos como la razón de la cual dimanan.» Quisiera V. que nos hubiésemos hecho cargo los católicos de «este carácter de nuestro espíritu, el cual, si bien por medio del entendimiento llega a los objetos, no se une íntimamente con ellos de manera que le produzcan el goce, hasta que viene el sentimiento a realizar esa misteriosa expansión del alma, con la cual nos adherimos al objeto percibido, estableciéndose entre él y nosotros una afectuosa compenetración.» Estas palabras de V. encierran un fondo de verdad, en cuanto para la felicidad del ser inteligente exigen, a más del acto intelectual, la unión de amor. Es indudable que, si falta esta última, el conocimiento puro no nos ofrece la idea de felicidad. Sea cual fuere el objeto conocido, no nos haría felices, si lo contemplásemos con indiferencia. Admito sin dificultad que el alma no sería dichosa si, conociendo el objeto que la ha de hacer feliz, no le amase. Sin amor no hay felicidad.

     Pero, si bien es verdadera en el fondo la doctrina de V., está aplicada con mucha inexactitud e inoportunidad, cuando se pretende fundar en ella un argumento en contra de la visión beatífica, tal como la enseñan los católicos. La eterna bienaventuranza la hacemos consistir en la visión intuitiva de Dios; mas no por esto excluimos el amor, antes por el contrario, decimos que este amor está necesariamente ligado con la visión intuitiva. Por manera que los teólogos han llegado a disputar si la esencia de la bienaventuranza consistía en la visión o en el amor; pero todos están de acuerdo en que éste es cuando menos una consecuencia necesaria de aquélla. Bien se conoce que hace largo tiempo ha dado V. de mano a los libros místicos, y aun a todos los que tratan de religión, puesto que piensa mejorar la felicidad cristiana con este filosófico sentimentalismo, que está muy lejos de levantarse a la purísima altura del amor de caridad que reconocemos los católicos, imperfecto en esta vida, y perfecto en la otra.

     El simple conocimiento de que V. habla al tratar de la visión intuitiva de Dios, me hace sospechar con harto fundamento que no comprende V. bien lo que entendemos por visión intuitiva, y que confunde este acto del alma con el ejercicio común de las facultades intelectuales, a la manera que le experimentamos en esta vida. Séame, pues, permitido entrar en algunas consideraciones filosóficas sobre los diferentes modos con que podemos conocer un objeto.

     Nuestro entendimiento puede conocer de dos maneras: por intuición o por conceptos. Hay conocimiento de intuición, cuando el objeto se ofrece inmediatamente a la facultad perceptiva, sin que ésta necesite combinaciones de ninguna clase para completar el conocimiento. En esta operación, el entendimiento se limita a contemplar lo que tiene delante: no compone, no divide, no abstrae, no aplica, no hace nada más que ver lo que está patente a los ojos. El objeto, tal como es en sí, le es dado inmediatamente, se le presenta con toda claridad; y, si bien termina objetivamente la operación, y en este sentido ejercita la actividad del sujeto, influye también a su vez sobre éste, señoreándole, por decirlo así, y embargándole con su íntima presencia.

     El conocimiento por concepto es de naturaleza muy diferente. El objeto no es dado inmediatamente a la facultad perceptiva: ésta se ocupa en una idea que en cierto modo es obra del entendimiento mismo, el cual ha llegado a formarla combinando, dividiendo, comparando, abstrayendo, y recorriendo a veces la dilatada cadena de un discurso complicado y penoso.

     Aunque estoy seguro de que no se ocultará a la penetración de V. la profunda diferencia que hay entre estas dos clases de conocimiento, voy a hacerla sensible en un ejemplo que está al alcance de todo el mundo. El conocimiento intuitivo se puede comparar a la vista de los objetos; el que se hace por conceptos es semejante a la idea que nos formamos por medio de las descripciones. V., como aficionado a las bellas artes, habrá admirado mil veces las preciosidades de algunos museos, y habrá leído las descripciones de otras que no le ha sido dado contemplar. ¿Encuentra V. alguna diferencia entre un cuadro visto y un cuadro descrito? Inmensa, me dirá V. El cuadro visto me presenta de golpe su belleza; no necesito producir, me basta mirar; no combino, contemplo; mi alma está más bien pasiva que activa; y, si en algún modo ejerce su actividad, es para abrirse más y más a las gratas impresiones que recibe, como las plantas se dilatan con suave expansión para ser mejor penetradas por una atmósfera vivificante. En la descripción, necesito ir recogiendo los elementos que se me dan, combinarlos con arreglo a las condiciones que se me determinan, y elaborar de esta manera el conjunto del cuadro, con imperfección, de una manera incompleta, sospechando la distancia que va de la idea a la realidad, distancia que se me presenta instantáneamente, tan pronto como se ofrece la ocasión de ver el cuadro descrito.

     He aquí un ejemplo, que, aunque inexacto, nos da una idea de la diferencia de estas dos clases de conocimiento, y que manifiesta en algún modo la distancia que va del conocimiento de Dios a la visión de Dios. En aquél tenemos reunidas en un concepto las ideas de ser necesario, inteligente, libre, todopoderoso, infinitamente perfecto, causa de todo, fin de todo; en ésta, se ofrecerá la esencia divina inmediatamente a nuestro espíritu, sin comparaciones, sin combinaciones, sin raciocinios de ninguna especie: íntimamente presente a nuestro entendimiento, le dominará, le embargará; los ojos del alma no podrán dirigirse a otro objeto, y entonces experimentaremos de una manera purísima, inefable, para el débil mortal, aquella compenetración afectuosa, aquella íntima unión del seráfico amor, descrito con tan magníficas pinceladas por algunos Santos, que, llenos del Espíritu Divino, presentían en esta vida lo que bien pronto habían de experimentar en la mansión de los bienaventurados.

     Permítame V. que le manifieste la extrañeza que me causa el notar que V. no ha sentido la belleza y sublimidad del dogma católico sobre la felicidad de los bienaventurados. Prescindiendo de toda consideración religiosa, no puede imaginarse cosa más grande, más elevada, que el constituir la dicha suprema en la visión intuitiva del Ser infinito. Si este pensamiento fuese debido a una escuela filosófica, no habría bastantes lenguas para ponderarle. El autor que le hubiese concebido sería el filósofo por excelencia, digno de la apoteosis, y de que le tributasen incienso todos los amantes de una filosofía sublime. El vago idealismo de los alemanes, ese confuso sentimiento de lo infinito que respira en sus enigmáticos escritos; esa tendencia a confundirlo todo en una unidad monstruosa, en un ser obscuro e ignorado, que se llama absoluto; todos esos sueños, todos esos delirios, encuentran admiradores y entusiastas, y conmueven profundamente algunos espíritus, sólo porque agitan las grandes ideas de unidad e infinidad; ¿y no tendrá derecho a la admiración y entusiasmo la sublime enseñanza de la Iglesia católica, que, presentándonos a Dios como principio y fin de todas las existencias, nos le ofrece de una manera particular como objeto de las criaturas intelectuales, cual un océano de luz y de amor en que irán a sumergirse las que lo hayan merecido por la observancia de las leyes emanadas de la sabiduría infinita? ¿No es digno de admiración y de entusiasmo, aun cuando se le mirara como un simple sistema filosófico, el augusto dogma que nos presenta a todos los espíritus finitos sacados de la nada por la palabra todopoderosa, dotados de una centella intelectual, participación e imagen de la inteligencia divina, destinados a morar por breve espacio de tiempo en uno de los globos del universo, donde puedan contraer mérito para unirse con el mismo Ser que los ha criado, y vivir después con Él en intimidad de conocimiento y de amor, por la eternidad?

     Si esto no es grande, si esto no es sublime, si esto no es digno de excitar la admiración y el entusiasmo, no alcanzo en qué consisten la sublimidad y la grandeza. Ninguna secta filosófica, ninguna religión ha tenido un pensamiento semejante. Bien puede asegurarse que las primeras palabras del catecismo encierran infinitamente más sublimidad de la que se contiene en los más altos conceptos de Platón, apellidado por sobrenombre el Divino. Es lamentable que Vds., preciados de filósofos, traten con tamaña ligereza misterios tan profundos. Cuanto más se medita sobre ellos, más crece la convicción de que sólo han podido emanar de la inteligencia infinita. En medio de las sombras que los rodean, al través de los augustos velos que encubren a nuestra vista profundidades inefables, se columbran destellos de vivísima luz, que, fulgurando repentinamente, iluminan el cielo y la tierra. Durante los momentos felices en que la inspiración desciende sobre la frente del mortal, se descubren tesoros de infinito valor en aquello mismo que el escéptico mira desdeñoso cual miserable pábulo de la superstición y del fanatismo. No se deje V. dominar, mi estimado amigo, por esas mezquinas preocupaciones que obscurecen el entendimiento y cortan al espíritu sus alas: medite, profundice V. enhorabuena las verdades religiosas: ellas no temen el examen, porque están seguras de alcanzar victoria tanto más cumplida, cuanto sea más dura la prueba a que se las sujete. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.