Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XVI

Los que viven fuera de la Iglesia.

Equivocación del escéptico. Justicia de Dios. La culpa supone la libertad. Se establecen algunos principios. Cuestión de doctrinas y de aplicación. Se deslindan y caracterizan estas dos cuestiones. Se aclara la materia con un corto diálogo. Observaciones sobre la obscuridad de los misterios.

     Mi estimado amigo: Mucho me alegro que la carta anterior haya disipado el horror que le inspiraba el dogma católico sobre la suerte de los niños que mueren sin bautismo, manifestándole que atribuía a la Iglesia una doctrina que ella jamás reconoció por suya: el haberse V. convencido de la equivocación que en este punto padecía, hará menos difícil el que se persuada de que está igualmente equivocado en lo tocante a la doctrina de la Iglesia sobre la suerte de los que viven fuera de su seno. Está V. en la creencia de que es un dogma de nuestra religión que todos los que no viven en el seno de la Iglesia católica serán por este mero hecho condenados a penas eternas: éste es un error que nosotros no profesamos, ni podemos profesar, porque es ofensivo a la justicia divina. Para proceder con buen orden y claridad, voy a exponer sucintamente la doctrina católica sobre este particular.

     Dios es justo: y, como tal, no castiga ni puede castigar al inocente: cuando no hay pecado, no hay pena, ni la puede haber.

     El pecado, dice San Agustín, es voluntario, de tal manera, que, si deja de ser voluntario, ya no es pecado. La voluntad que se necesita para hacernos culpables a los ojos de Dios, es la de libre albedrío. Para constituir la culpa no bastaría la voluntad, si ésta no fuese libre.

     No se concibe el ejercicio de la libertad, si no va acompañado de la deliberación correspondiente; y ésta implica conocimiento de lo que se hace, y de la ley que se observa, o se infringe. Una ley no conocida no puede ser obligatoria.

     La ignorancia de la ley es culpable en algunos casos, es decir, cuando el que la padece ha podido vencerla: entonces la infracción de la ley no es excusable por la ignorancia.

     La Iglesia, columna y firmamento de la verdad, depositaria de la augusta enseñanza del Divino Maestro, no admite el error de que todas las religiones sean indiferentes a los ojos de Dios, y que el hombre pueda salvarse en cualquiera de ellas, de tal modo, que no esté ni siquiera obligado a buscar la verdad en un asunto tan importante. Estas monstruosidades las condena la Iglesia con mucha razón; y no puede menos de condenarlas, so pena de negarse a sí propia. Decir que todas las religiones son indiferentes a los ojos de Dios, equivale a decir que todas son igualmente verdaderas, lo que en último resultado viene a parar a que todas son igualmente falsas. La religión que, enseñando dogmas opuestos a los de otras religiones, las tuviese a todas por igualmente verdaderas, sería el mayor de los absurdos, una contradicción viviente.

     La Iglesia católica se tiene a sí misma por la verdadera Iglesia, fundada por Jesucristo, iluminada y vivificada por el Espíritu Santo, depositaria del dogma y de la moral, y encargada de conducir a los hombres, por el camino de la virtud, a la eterna bienaventuranza. En este supuesto, proclama la obligación en que todos estamos de vivir y morir en su seno, profesando una misma fe, recibiendo la gracia por sus sacramentos, obedeciendo a sus legítimos pastores, y muy particularmente al sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, el romano Pontífice.

     Ésta es la enseñanza de la Iglesia; y no veo que se le pueda objetar nada sólido, aun examinada la cuestión en el terreno de la filosofía. De los principios arriba enunciados, unos son conocidos por la simple razón natural, otros por la revelación. A la primera clase pertenecen los que se refieren a la justicia divina y a la libertad del hombre; corresponden a la segunda los que versan sobre la autoridad e infalibilidad de la Iglesia. Estos últimos, considerados en sí mismos, nada encierran contrario a la justicia y a la misericordia divina; porque es evidente que Dios, sin faltar a ninguno de estos atributos, ha podido instituir un cuerpo depositario de la verdad y sometido a las leyes y condiciones que hayan sido de su agrado en los arcanos inescrutables de su infinita sabiduría.

     Hasta aquí se ha examinado la cuestión de derecho, o sea de doctrinas; descendamos ahora a la cuestión de hecho, en la cual se fundan las dificultades que a V. le abruman. Es necesario no perder de vista la diferencia de estas dos cuestiones: una cosa son las doctrinas, otra su aplicación; aquéllas son claras, explícitas, terminantes; ésta se resiente de la obscuridad a que están sujetos los hechos, cuya exacta apreciación depende de muchas y muy varias circunstancias.

     Debe tenerse por cierto que no se condenará ningún hombre por sólo no haber pertenecido a la Iglesia católica, con tal que haya estado en ignorancia invencible de la verdad de la religión, y, por consiguiente, de la ley que le obligaba a abrazarla. Esto es tan cierto, que fue condenada la siguiente proposición de Bayo: «La infidelidad puramente negativa es pecado.» La doctrina de la Iglesia sobre este punto se funda en principios muy sencillos: no hay pecado sin libertad, no hay libertad sin conocimiento.

     Cuándo existe el conocimiento necesario para constituir una verdadera culpa a los ojos de Dios en lo tocante a no abrazar la verdadera religión; quiénes se hallan en ignorancia vencible, quiénes en ignorancia invencible; entre los cismáticos, entre los protestantes, entre los infieles, hasta dónde llega la ignorancia invencible, quiénes son los culpables a los ojos de Dios por no abrazar la verdadera religión, quiénes son los inocentes: éstas son cuestiones de hecho, a las que no desciende la enseñanza de la Iglesia. Ésta nada enseña sobre dichos puntos: se limita a establecer la doctrina general, y deja su aplicación a la justicia y a la misericordia de Dios.

     Permítame V. que le llame la atención sobre esta diferencia, a la que no siempre se atiende como sería menester. Los incrédulos nos abruman con preguntas sobre la suerte de los que no pertenecen a la Iglesia católica; y como que nos exigen que los salvemos a todos, so pena de que nuestros dogmas sean acusados de ofensivos a la justicia y misericordia de Dios. Con esto nos tienden un lazo, en el cual es muy fácil que se dejen enredar los incautos, incurriendo en uno de dos extremos: o echando al infierno a todos los que no pertenecen a la Iglesia, o abriendo las puertas del cielo a los hombres de todas las religiones. Lo primero puede dimanar del celo para poner en salvo nuestro dogma sobre la necesidad de la fe para salvarse; y lo segundo puede nacer de un espíritu de condescendencia y del deseo de defender el dogma católico de las acusaciones de duro e injusto. Yo creo que no hay necesidad de incurrir en ninguno de estos extremos, y que la posición de un católico es en este punto más desembarazada de lo que parece a primera vista. ¿Se le pregunta sobre la doctrina, o, valiéndome de otras palabras, sobre la cuestión de derecho? Puede presentar el dogma católico con entera seguridad de que nadie podrá tacharlo de contrario a la razón. ¿Se le pregunta sobre los hechos? Puede confesar francamente su ignorancia, y envolver en ella al mismo incrédulo, que por cierto no sabe más sobre el particular que el católico a quien impugna.

     Para que V. se convenza de lo expedita que es nuestra posición, con tal que sepamos colocarnos en ella y mantenernos constantemente en la misma, voy a hacer un ensayo en forma de diálogo entre un incrédulo y un católico.

     INCRÉDULO. El dogma católico es injusto porque condena a los que no viven en la Iglesia, no obstante haber muchos que no pueden tener conocimiento de la verdadera religión.

     CATÓLICO. Esto es falso; cuando hay ignorancia invencible, no hay pecado; y tan lejos está la Iglesia de enseñar lo que V. dice, que antes bien enseña lo contrario. Los hombres que hayan tenido ignorancia invencible de la divinidad de la Iglesia católica, no son culpables a los ojos de Dios de no haber entrado en ella.

     INCRÉDULO. Pero, ¿cuándo, en quiénes se hallará esta ignorancia invencible? Señáleme V. un límite que separe estas dos cosas, según las diferentes circunstancias en que se hallan los hombres y los pueblos.

     CATÓLICO. ¿Tendrá V. la bondad de señalármelo a mí?

     INCRÉDULO. Yo no lo sé.

     CATÓLICO. Pues yo tampoco, y así estamos iguales.

     INCRÉDULO. Es verdad; pero Vds. hablan de condenación, y yo no me acuerdo de ella.

     CATÓLICO. Es cierto; pero advierta V., que nosotros sólo hablamos de condenación con respecto a los culpables, y no creo que nadie se atreva a negarme que la culpa merezca pena; pero, cuando V. me viene preguntando quiénes y cuántos son, la ignorancia es igual por parte de ambos. Yo me atengo a la doctrina; y para su aplicación me limito a preguntar quiénes son los culpables. Si V. no me lo puede decir, es injusto el exigirme que yo se lo diga.

     Por este pequeño diálogo se echa de ver que hay aquí dos cosas: por una parte, el dogma, que, a más de ser enseñado por la Iglesia, está de acuerdo con la sana razón; por otra, la ignorancia de los hombres, que no conocemos bastante los secretos de la conciencia para poder determinar siempre a punto fijo en qué individuos, en qué pueblos, en qué circunstancias deja la ignorancia de ser invencible en materia de religión, y constituye una culpa grave a los ojos de Dios.

     Nada más fácil que extenderse en conjeturas sobre la suerte de los cismáticos, de los protestantes y aun de los infieles; pero nada más difícil que apoyarlas en fundamentos sólidos. Dios, que nos ha revelado lo necesario para santificarnos en esta vida y alcanzar la felicidad eterna, no ha querido satisfacer nuestra curiosidad haciéndonos saber cosas que de nada nos servirían. Estas sombras de que están rodeados los dogmas de la religión, nos son altamente provechosas para ejercitar la sumisión y la humildad, poniéndonos de manifiesto nuestra ignorancia, y recordándonos la degeneración primitiva del humano linaje. Preguntar por qué Dios ha llevado la luz de la verdad a unos pueblos y permitido que otros continuasen sumidos en las tinieblas, equivale a investigar la razón de los secretos de la Providencia, y a empeñarse en rasgar el velo que cubre a nuestros ojos los arcanos de lo pasado y de lo futuro. Sabemos que Dios es justo, y que al propio tiempo es misericordioso; sentimos nuestra debilidad, conocemos su omnipotencia. En nuestro modo de concebir, se nos presentan a menudo graves dificultades para conciliar la justicia con la misericordia, y no figurarnos a un ser sumamente débil cual víctima de un ser infinitamente fuerte. Estas dificultades se disipan a la luz de una reflexión severa, profunda, y, sobre todo, exenta de las preocupaciones con que nos ciegan las inspiraciones del sentimiento. Y si, merced a nuestra flaqueza, restan todavía algunas sombras, esperemos que se desvanecerán en la otra vida, cuando, libertados del cuerpo mortal que agrava al alma, veremos a Dios como es en sí y presenciaremos el encuentro amistoso de la misericordia y de la verdad y el santo ósculo de la justicia y de la paz. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. S. M. B.

J. B.