Por Jaime Balmes
Los
que viven fuera de la Iglesia.
Equivocación del escéptico. Justicia de Dios. La culpa supone la libertad. Se establecen algunos principios. Cuestión de doctrinas y de aplicación. Se deslindan y caracterizan estas dos cuestiones. Se aclara la materia con un corto diálogo. Observaciones sobre la obscuridad de los misterios.
Mi
estimado amigo: Mucho me alegro que la carta anterior haya disipado el horror
que le inspiraba el dogma católico sobre la suerte de los niños que mueren sin
bautismo, manifestándole que atribuía a la Iglesia una doctrina que ella
jamás reconoció por suya: el haberse V. convencido de la equivocación que en
este punto padecía, hará menos difícil el que se persuada de que está
igualmente equivocado en lo tocante a la doctrina de la Iglesia sobre la suerte
de los que viven fuera de su seno. Está V. en la creencia de que es un dogma de
nuestra religión que todos los que no viven en el seno de la Iglesia católica
serán por este mero hecho condenados a penas eternas: éste es un
error que nosotros no profesamos, ni podemos profesar, porque es ofensivo a la
justicia divina. Para proceder con buen orden y claridad, voy a exponer
sucintamente la doctrina católica sobre este particular.
Dios
es justo: y, como tal, no castiga ni puede castigar al inocente: cuando no hay
pecado, no hay pena, ni la puede haber.
El
pecado, dice San Agustín, es voluntario, de tal manera, que, si deja de ser
voluntario, ya no es pecado. La voluntad que se necesita para hacernos culpables
a los ojos de Dios, es la de libre albedrío. Para constituir la culpa no
bastaría la voluntad, si ésta no fuese libre.
No
se concibe el ejercicio de la libertad, si no va acompañado de la deliberación
correspondiente; y ésta implica conocimiento de lo que se hace, y de la ley que
se observa, o se infringe. Una ley no conocida no puede ser obligatoria.
La
ignorancia de la ley es culpable en algunos casos, es decir, cuando el que la
padece ha podido vencerla: entonces la infracción de la ley no es excusable por
la ignorancia.
La
Iglesia, columna y firmamento de la verdad, depositaria de la augusta enseñanza
del Divino Maestro, no admite el error de que todas las religiones sean
indiferentes a los ojos de Dios, y que el hombre pueda salvarse en cualquiera de
ellas, de tal modo, que no esté ni siquiera obligado a buscar la verdad en un
asunto tan importante. Estas monstruosidades las condena la Iglesia con mucha
razón; y no puede menos de condenarlas, so pena de negarse a sí propia. Decir
que todas las religiones son indiferentes a los ojos de Dios, equivale a decir
que todas son igualmente verdaderas, lo que en último resultado viene a parar a
que todas son igualmente falsas. La religión que, enseñando dogmas opuestos a
los de otras religiones, las tuviese a todas por igualmente verdaderas, sería
el mayor de los absurdos, una contradicción viviente.
La
Iglesia católica se tiene a sí misma por la verdadera Iglesia, fundada por
Jesucristo, iluminada y vivificada por el Espíritu Santo, depositaria del dogma
y de la moral, y encargada de conducir a los hombres, por el camino de la
virtud, a la eterna bienaventuranza. En este supuesto, proclama la obligación
en que todos estamos de vivir y morir en su seno, profesando una misma fe,
recibiendo la gracia por sus sacramentos, obedeciendo a sus legítimos pastores,
y muy particularmente al sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, el romano
Pontífice.
Ésta
es la enseñanza de la Iglesia; y no veo que se le pueda objetar nada sólido,
aun examinada la cuestión en el terreno de la filosofía. De los principios
arriba enunciados, unos son conocidos por la simple razón natural, otros por la
revelación. A la primera clase pertenecen los que se refieren a la justicia
divina y a la libertad del hombre; corresponden a la segunda los que versan
sobre la autoridad e infalibilidad de la Iglesia. Estos últimos, considerados
en sí mismos, nada encierran contrario a la justicia y a la misericordia
divina; porque es evidente que Dios, sin faltar a ninguno de estos atributos, ha
podido instituir un cuerpo depositario de la verdad y sometido a las leyes y
condiciones que hayan sido de su agrado en los arcanos inescrutables de su
infinita sabiduría.
Hasta
aquí se ha examinado la cuestión de derecho, o sea de doctrinas; descendamos
ahora a la cuestión de hecho, en la cual se fundan las dificultades que a V. le
abruman. Es necesario no perder de vista la diferencia de estas dos cuestiones:
una cosa son las doctrinas, otra su aplicación; aquéllas son claras,
explícitas, terminantes; ésta se resiente de la obscuridad a que están
sujetos los hechos, cuya exacta apreciación depende de muchas y muy varias
circunstancias.
Debe
tenerse por cierto que no se condenará ningún hombre por sólo no haber
pertenecido a la Iglesia católica, con tal que haya estado en ignorancia
invencible de la verdad de la religión, y, por consiguiente, de la ley que le
obligaba a abrazarla. Esto es tan cierto, que fue condenada la siguiente
proposición de Bayo: «La infidelidad puramente negativa es pecado.» La
doctrina de la Iglesia sobre este punto se funda en principios muy sencillos: no
hay pecado sin libertad, no hay libertad sin conocimiento.
Cuándo
existe el conocimiento necesario para constituir una verdadera culpa a los ojos
de Dios en lo tocante a no abrazar la verdadera religión; quiénes se hallan en
ignorancia vencible, quiénes en ignorancia invencible; entre los cismáticos,
entre los protestantes, entre los infieles, hasta dónde llega la ignorancia
invencible, quiénes son los culpables a los ojos de Dios por no abrazar la
verdadera religión, quiénes son los inocentes: éstas son cuestiones de hecho,
a las que no desciende la enseñanza de la Iglesia. Ésta nada enseña sobre
dichos puntos: se limita a establecer la doctrina general, y deja su aplicación
a la justicia y a la misericordia de Dios.
Permítame
V. que le llame la atención sobre esta diferencia, a la que no siempre se
atiende como sería menester. Los incrédulos nos abruman con preguntas sobre la
suerte de los que no pertenecen a la Iglesia católica; y como que nos exigen
que los salvemos a todos, so pena de que nuestros dogmas sean acusados de
ofensivos a la justicia y misericordia de Dios. Con esto nos tienden un lazo, en
el cual es muy fácil que se dejen enredar los incautos, incurriendo en uno de
dos extremos: o echando al infierno a todos los que no pertenecen a la Iglesia,
o abriendo las puertas del cielo a los hombres de todas las religiones. Lo
primero puede dimanar del celo para poner en salvo nuestro dogma sobre la
necesidad de la fe para salvarse; y lo segundo puede nacer de un espíritu de
condescendencia y del deseo de defender el dogma católico de las acusaciones de
duro e injusto. Yo creo que no hay necesidad de incurrir en ninguno de estos
extremos, y que la posición de un católico es en este punto más desembarazada
de lo que parece a primera vista. ¿Se le pregunta sobre la doctrina, o,
valiéndome de otras palabras, sobre la cuestión de derecho? Puede presentar el
dogma católico con entera seguridad de que nadie podrá tacharlo de contrario a
la razón. ¿Se le pregunta sobre los hechos? Puede confesar francamente su
ignorancia, y envolver en ella al mismo incrédulo, que por cierto no sabe más
sobre el particular que el católico a quien impugna.
Para
que V. se convenza de lo expedita que es nuestra posición, con tal que sepamos
colocarnos en ella y mantenernos constantemente en la misma, voy a hacer un
ensayo en forma de diálogo entre un incrédulo y un católico.
INCRÉDULO.
El dogma católico es injusto porque condena a los que no viven en la Iglesia,
no obstante haber muchos que no pueden tener conocimiento de la verdadera
religión.
CATÓLICO.
Esto es falso; cuando hay ignorancia invencible, no hay pecado; y tan lejos
está la Iglesia de enseñar lo que V. dice, que antes bien enseña lo
contrario. Los hombres que hayan tenido ignorancia invencible de la divinidad de
la Iglesia católica, no son culpables a los ojos de Dios de no haber entrado en
ella.
INCRÉDULO.
Pero, ¿cuándo, en quiénes se hallará esta ignorancia invencible? Señáleme
V. un límite que separe estas dos cosas, según las diferentes circunstancias
en que se hallan los hombres y los pueblos.
CATÓLICO.
¿Tendrá V. la bondad de señalármelo a mí?
INCRÉDULO.
Yo no lo sé.
CATÓLICO.
Pues yo tampoco, y así estamos iguales.
INCRÉDULO.
Es verdad; pero Vds. hablan de condenación, y yo no me acuerdo de ella.
CATÓLICO.
Es cierto; pero advierta V., que nosotros sólo hablamos de condenación con
respecto a los culpables, y no creo que nadie se atreva a negarme que la culpa
merezca pena; pero, cuando V. me viene preguntando quiénes y cuántos son, la
ignorancia es igual por parte de ambos. Yo me atengo a la doctrina; y para su
aplicación me limito a preguntar quiénes son los culpables. Si V. no me lo
puede decir, es injusto el exigirme que yo se lo diga.
Por
este pequeño diálogo se echa de ver que hay aquí dos cosas: por una parte, el
dogma, que, a más de ser enseñado por la Iglesia, está de acuerdo con la sana
razón; por otra, la ignorancia de los hombres, que no conocemos bastante los
secretos de la conciencia para poder determinar siempre a punto fijo en qué
individuos, en qué pueblos, en qué circunstancias deja la ignorancia de ser
invencible en materia de religión, y constituye una culpa grave a los ojos de
Dios.
Nada
más fácil que extenderse en conjeturas sobre la suerte de los cismáticos, de
los protestantes y aun de los infieles; pero nada más difícil que apoyarlas en
fundamentos sólidos. Dios, que nos ha revelado lo necesario para santificarnos
en esta vida y alcanzar la felicidad eterna, no ha querido satisfacer nuestra
curiosidad haciéndonos saber cosas que de nada nos servirían. Estas sombras de
que están rodeados los dogmas de la religión, nos son altamente provechosas
para ejercitar la sumisión y la humildad, poniéndonos de manifiesto nuestra
ignorancia, y recordándonos la degeneración primitiva del humano linaje.
Preguntar por qué Dios ha llevado la luz de la verdad a unos pueblos y
permitido que otros continuasen sumidos en las tinieblas, equivale a investigar
la razón de los secretos de la Providencia, y a empeñarse en rasgar el velo
que cubre a nuestros ojos los arcanos de lo pasado y de lo futuro. Sabemos que
Dios es justo, y que al propio tiempo es misericordioso; sentimos nuestra
debilidad, conocemos su omnipotencia. En nuestro modo de concebir, se nos
presentan a menudo graves dificultades para conciliar la justicia con la
misericordia, y no figurarnos a un ser sumamente débil cual víctima de un ser
infinitamente fuerte. Estas dificultades se disipan a la luz de una reflexión
severa, profunda, y, sobre todo, exenta de las preocupaciones con que nos ciegan
las inspiraciones del sentimiento. Y si, merced a nuestra flaqueza, restan
todavía algunas sombras, esperemos que se desvanecerán en la otra vida,
cuando, libertados del cuerpo mortal que agrava al alma, veremos a Dios como es
en sí y presenciaremos el encuentro amistoso de la misericordia y de la verdad
y el santo ósculo de la justicia y de la paz. Queda de V. su afectísimo y S.
S. Q. S. M. B.
J. B.