Por Jaime Balmes
Contradicciones
de los incrédulos.
La moral de los hombres irreligiosos. Defensa de la moral del Evangelio. Las pasiones. Actos internos y externos. Diferencia capital entre la religión cristiana y los filósofos que la combaten. Vicio radical del sistema de los incrédulos. Aplicación al principio de fraternidad universal. Sabiduría de la moral evangélica. Suavidad de los incrédulos convertida en crueldad. Observaciones sobre la Providencia. Importancia de la religión.
Mi
estimado amigo: El método que va siguiendo usted en la discusión epistolar que
hemos entablado, me va manifestando una verdad, que, si bien ya la tenía
conocida, me la hace V. mucho más evidente: hablo de la poca fijeza y exactitud
en la moral; vicio de que adolecen generalmente los que no están fundados sobre
el sólido cimiento de la religión. Con mucha verdad se ha dicho que la moral
sin dogma era justicia sin tribunales. Óyeseles a Vds. ponderar y ensalzar con
entusiasmo la sublime doctrina de Jesucristo en todo lo concerniente a la
conducta del arreglo del hombre; confiesan que nada hay superior ni igual entre
los filósofos antiguos y modernos; reconocen que nada hay que añadir ni
quitar; todo esto con una sinceridad y una expresión de buena fe, que no le
dejan a uno duda de que, si rechazan los dogmas de la religión cristiana, al
menos abrazan como convicción filosófica la moral que ella nos enseña. Cuando
he aquí que a lo mejor, hablando de puntos de alta importancia, se disparan de
improviso con la exposición de una doctrina que no puede conciliarse con la
moral del Evangelio, pues que se halla en abierta oposición con lo que éste
prescribe. Así me ha sucedido con la última de V., en la cual, después de
resignarse a abandonar la trinchera en la que se había hecho fuerte,
pretendiendo que nuestra religión se empeñaba en luchar con lo más íntimo de
la naturaleza, al prohibir como cosa mala el amor propio, me viene V.
modificando su argumento, pero en realidad proponiéndose un objeto semejante.
Dice
V. que está de acuerdo conmigo en que la religión no destruye sino que
rectifica el amor propio; y no tiene V. inconveniente en reconocer que las
objeciones de su carta anterior estribaban en un supuesto falso. No obstante,
deseando no abandonar el terreno sin combatir, se empeña V. en sostener que la
manera con que la religión rectifica el amor propio es demasiado dura, y
contraria por demás a los instintos de la naturaleza. Aquí tiene su
aplicación lo que le estaba diciendo poco antes, a saber, que los hombres
irreligiosos caen con frecuencia en una contradicción patente, alabando, de una
parte, la moral de Jesucristo, y atacándola, por otra, sin consideración ni
miramiento. V. pertenece al número de aquellos que se glorían de reconocer la
santidad de la moral evangélica, y, sin embargo, no tiene reparo en condenarla
por lo que prescribe con respecto a las pasiones. Y ¿sabe usted que el declarar
una moral mala, o inútil, o inaplicable en lo relativo a las pasiones, es
condenarla poco menos que en su totalidad? ¿No ha advertido V. que la mayor
parte de los preceptos de la moral se rozan con el arreglo y represión de las
pasiones? Si, pues, la del Evangelio no sirve para ellas, ¿para qué servirá?
Afirma
V. que los preceptos evangélicos son duros en demasía, por oponerse a
irresistibles instintos de la naturaleza; y, por lo que toca a algunos de sus
consejos, se adelanta V. a decir que difícilmente se le persuadirá de que sean
conformes a la razón y a la prudencia. Asienta V. por principio que el secreto
de dirigir las pasiones es dejarles respiradero para evitar la explosión,
añadiendo que el olvido de esta máxima es uno de los defectos capitales de que
adolece la moral del Evangelio. No lleva V. a mal que se declaren culpables los
actos que introducirían la perturbación en las familias, y aun aquellos que
tienden a multiplicar la población, encargando a la caridad pública el fruto
de la incontinencia; pero no puede persuadirse de que el rigor se haya de llevar
hasta el punto de prohibir el mismo pensamiento, declarando culpable a los ojos
de Dios aquel que admitiera la liviandad en su corazón, por más que se
abstenga de todo cuanto repugne a la naturaleza o pueda acarrear algún daño a
la familia y a la sociedad. Dejando aparte la discusión a que bajo muchos
aspectos podría dar lugar la objeción de usted, y ciñéndonos al punto de
vista de la prudencia, que es el que V. encarece principalmente, sostengo que la
moral del Evangelio es tan profundamente sabia y cuerda en su pretendida dureza,
que sería mucho más dura si se amoldase a las doctrinas de V. Extravagante
aserción ha de parecer esta que acabo de emitir, y, no obstante, me lisonjeo de
poderla apoyar con tales razones, que se vea V. precisado a subscribir a mi
dictamen.
Ya
que V. parece aficionado al estudio del corazón, me atreveré a preguntarle si,
en el supuesto de haberse de prohibir un acto es más difícil alcanzar la
obediencia prohibiendo también el deseo, o dejándole campear libremente. Tengo
por seguro que es harto más fácil lograr que el hombre evite aquello que no
puede ni desear, que no el que, siéndole permitido el deseo, haya de abstenerse
de la obra. Se ha dicho muy bien que del pensamiento a la ejecución va tan poca
distancia como de la cabeza al brazo, y la experiencia está enseñando todos
los días que quien ha concebido deseos vehementes de poseer un objeto, deja con
mucha dificultad de emplear los medios para lograrlo. Cabalmente en la materia
de que estamos tratando, se ciega de tal modo la razón, y preponderan de tal
suerte las pasiones, que el que se deja arrastrar por ellas se degrada y
embrutece, olvidando lastimosamente su honor, sus bienes, su salud y hasta su
vida. Y con una pasión semejante, ¿cree V. que la prudencia aconseja permitir
el deseo y prohibir la ejecución? Afirma usted sin vacilar que es dura la
prohibición que se extiende al deseo, sin advertir que sólo en el sistema de
V. hay la verdadera crueldad, pues que se pone al hombre en el tormento de
Tántalo, haciendo correr a las inmediaciones de sus sedientos labios, aguas
frescas y cristalinas que no se le permite probar. Reflexione V. maduramente
sobre estas observaciones y se convencerá de que la verdadera dureza está en
la moral de V. y no en la del Evangelio; que en la de usted, bajo la apariencia
de indulgente suavidad, se pone en verdadera tortura al corazón; y que en la
del Evangelio, con una severidad prudente y oportuna, se procura a las almas
virtuosas la tranquilidad y la calma. El hombre que sabe no serle lícito
deleitarse ni siquiera en un pensamiento malo, lo rechaza con fuerza desde el
momento que se le ocurre,:y así no da lugar a que la pasión se exalte y le
ciegue; el que creyese no caber pecado sino en la ejecución, procuraría
complacer las inclinaciones de la naturaleza, engañándose a sí mismo con la
esperanza de que el placer del pensamiento y del deseo no le arrastraría hasta
cometer el acto; pero, desde el momento que la razón y la voluntad hubiesen
abdicado su soberanía, aun cuando fuese con la condición expresa de que no se
los había de llevar más allá de lo que permitieran los deberes, fuérales
imposible contener las pasiones turbulentas, que, engreídas con la primera
concesión, no cederían hasta satisfacerse cumplidamente.
Una
diferencia capital existe entre la religión cristiana y los filósofos que bajo
distintos nombres la combaten: aquélla asienta por principio que es preciso
atajar las pasiones en su cuna, creyendo que será tanto más difícil
dirigirlas o sujetarlas cuanto más incremento se les haya dejado tomar,
mientras éstos se conducen por la regla de que conviene permitir que las
pasiones, aun las de tendencias más aviesas, se desenvuelvan hasta cierto
punto, en el cual afirman que es necesario detenerlas. Y ¡cosa notable!, así
se portan los filósofos que no disponen de otros medios para dominar el
corazón que estériles discursos, cuya impotencia se manifiesta siempre que se
hallan en lucha con una pasión algo vehemente; y la religión obra en sentido
contrario, ella que abunda de medios eficacísimos para obrar sobre el
entendimiento y la voluntad, y señorear al hombre entero. La religión fundada
por el mismo Dios se atiene a una regla prudente, estimando en más la
precaución del mal que no el tener que remediarlo, procurando curarlo cuando es
pequeño por ahorrar la dificultad de hacerlo cuando sea grande; y el débil
mortal se atreve a soltar el dique a las aguas, afirmando que conviene dejarlas
correr libres, y que basta el que, cuando lleguen al límite prefijado, se les
diga: «de aquí no pasaréis, y aquí quebrantaréis el orgullo de vuestras
olas».
Yo
no sé si se habrá convencido V., mi estimado amigo, con las razones que acabo
de alegar en defensa de la moral del Evangelio y en contra del sistema
filosófico. Como quiera, no podrá V. negarme que estas consideraciones no son
para despreciadas, dado que se fundan en la misma naturaleza del hombre y en lo
que nos está enseñando la experiencia de todos los días. Lo que hemos
aplicado a la pasión más turbulenta y peligrosa de las que afligen a los
míseros humanos, puede decirse de todas las demás, bien que de ella se
verifica de una manera particular aquello de que no hay más remedio que la
fuga. Sentencia profundamente sabia y prudente, que advierte al hombre de lo
mucho que importa no perder el dominio sobre sí mismo, porque no le sería
fácil encadenar las pasiones, una vez hubiese llegado a soltarlas.
Sucede
con el individuo lo propio que con la sociedad: si el poder supremo, cuyo cargo
es gobernar, principia a ceder a las exigencias de los que deben obedecer,
éstas van cada día en aumento, la autoridad se degrada a proporción que
pierde terreno, hasta que al fin se llega a una completa anarquía o se apela a
una reacción violenta, para recobrar lo perdido y restablecer derechos que
jamás se debieran haber abdicado. Las leyes de orden tienen una analogía
singular, aun en sus aplicaciones a cosas de naturaleza muy diferente; pudiera
decirse que es una misma ley, sin más modificaciones que las absolutamente
indispensables para atenderá la especie del sujeto que por ellas se ha de
regir.
He
dicho que cuanto acababa de afirmar sobre la pasión voluptuosa era también
aplicable a las demás, y voy a hacérselo sentir a V., atacándole por la parte
más sensible, que es la filantropía, ya que Vds. los filósofos no pueden
tolerar que se ponga en duda su ardiente amor a la humanidad. Están Vds.
encareciendo continuamente el precepto de fraternidad universal, que, según la
religión de Jesucristo, enlaza a todos los hombres como miembros de una misma
familia. Infiérese de dicho mandamiento la prohibición de dañar al prójimo,
y, según nuestros principios, no sólo no podernos dañarle, pero ni aun tener
este deseo; por manera que pecamos con sólo complacernos en nuestro corazón un
pensamiento de venganza.
Ahora
bien, aplicando al caso presente la teoría de V., resultará que debe
condenarse por sobrado dura la moral cristiana en esta parte, y para seguir los
consejos de una suave prudencia, será preciso contentarse con declarar
que es malo el cometer un acto que dañe a nuestros hermanos, pero no lo es el
deseo, si nos limitamos a él. Así la bella fraternidad de Vds. se podrá
expresar de esta suerte: «Hombres, no os causéis daño, ni de obra, ni de
palabra, porque con esto faltaríais a las reglas de la sana moral, y
ofenderíais al Dios que os ha criado, no para que os perjudiquéis mutuamente,
sino para que viváis en pacífica harmonía. Hasta aquí llega la obligación;
pero entrando en el santuario de vuestro interior, sois dueños de desear a los
demás hombres todo el mal que os pluguiere, seguros de que con ello no
cometeréis ninguna falta, pues que Dios no es tan duro que haya querido, no
sólo prohibir los hechos, sino también el pensamiento y el deseo.» ¿No le
parece a V. que el precepto de la caridad, de la fraternidad universal, es cosa
curiosa y peregrina, si la explicamos de esta manera? Y, sin embargo, es
evidente que de esta suerte lo explica V., no habiendo yo hecho otra cosa que
reunir las partes del sistema para que se notara más vivamente el contraste.
El
vicio radical de dicho sistema es poner en desacuerdo lo interior con lo
exterior, es suponer que conviene limitar las obligaciones morales a los actos
externos, es establecer una especie de moral civil que en último análisis
vendría a parar a una jurisprudencia puramente humana, sin otro objeto que
impedir el que se perturbase la tranquilidad pública. A este resultado conducen
las doctrinas de V.; y nada extraño es que así sea, puesto que es muy natural
que, en desterrando a Dios del mundo, o no admitiendo religión alguna, es
decir, quitando la influencia divina sobre los actos del hombre, queden éstos
considerados en el orden puramente externo, y no tengan importancia a los ojos
del filósofo, sino en cuanto son capaces de producir algún bien exterior o de
causar algún mal. Quitando Vds. a Dios, o, lo que viene a parar a lo mismo,
destruyendo la religión, destruyen también la conciencia, destruyen al hombre
interior, y reducen toda la moral a una combinación de utilidades bien
calculadas.
Estas
consecuencias le serán a V. desagradables, y no me cabe duda de que hará un
esfuerzo por rechazarlas; mas, para evitar disputas, le ruego a V. que vuelva a
seguir el hilo del raciocinio que me ha conducido a ellas, pues estoy cierto de
que, haciéndolo así con imparcialidad y buena fe, no podrá menos de reconocer
que mis palabras nada tienen de falso ni hiperbólico.
Entre
tanto, y para hacer sentir más y más los errores o inconvenientes de la
doctrina que V. abrazaba con tanta seguridad, voy a hacer una aplicación de
ella al mismo precepto de fraternidad universal, no considerado en su parte
prohibitiva, sino en la preceptiva. Dando por sentado que el mal está
únicamente en los actos externos, deberemos convenir también en que la bondad
de las acciones estará también en lo exterior: así ejerceremos un acto
laudable haciendo bien al prójimo, mas no deseándoselo. Y ¿sabe V. a dónde
nos conduce este principio? ¿Sabe V. que nada menos se logra con él que
destruir de un golpe esa fraternidad universal tan encarecida por la
filantropía de los filósofos. ¿Qué es el amor que se limita a los actos
exteriores? ¿Es verdadero amor el que no está en el corazón? ¿No es esto lo
mismo que nos está indicando el lenguaje cuando distingue entre la beneficencia
y la benevolencia, es decir, entre hacer el bien y el desearlo? Así la primera
como la segunda, ¿no son virtudes muy loables? Quien no puede ser benéfico por
faltarle los medios necesarios, ¿no es muy laudable que sea benévolo, esto es,
que tenga deseos de hacer el bien, ya que no le sea posible realizarlo? Quien
hace el bien ¿no lo desea antes de ponerlo en práctica? Es decir, el hombre
benéfico ¿no es antes benévolo? ¿Y no es benéfico por lo mismo que es
benévolo? Yo no sé si usted mirará las cosas desde este punto de vista, pero
de mí sabré decirle que considero tan enlazados el deseo y el acto, que se me
presentan como cosas de un mismo orden, y como que la una es complemento de la
otra. Más diré, limitándome a la beneficencia: cuando me figuro a un hombre
que hace el bien por un motivo cualquiera, pero que al mismo tiempo no abriga en
su corazón un afectuoso deseo que le impulsa a estos actos, es decir, cuando
veo la beneficencia separada de la benevolencia, o no concibo allí un acto de
virtud, o por lo menos la encuentro manca, despojada de los más bellos adornos
que la hacían agradable y encantadora.
Ya
ve V., mi querido amigo, que la religión cristiana no anda tan desacertada en
entrometerse en los actos internos, en extender sus mandamientos y sus
prohibiciones hasta lo más recóndito que ejecutamos en el fondo de la
conciencia; y que el tacharla de dura por este procedimiento, es dar por el pie,
no sólo a la moral religiosa, sino también a la enseñada por la luz de la
razón. Así se enlazan las cosas que parecen más distantes; así se encadenan
las verdades con tan estrecha intimidad, que quien se atreve a negar una, se ve
forzado a desechar muchas otras, que él tal vez respeta y venera con toda
sinceridad y acatamiento. De estas consideraciones desearía yo que sacase V.
una consecuencia que le he indicado varias veces, y que no me cansaré de
repetirle, y es la importancia de que, al examinar las cuestiones religiosas, no
nos empeñemos en aislarlas demasiado, pues que corremos peligro de mutilar la
verdad, y una verdad mutilada es un error. Los incrédulos y los escépticos
incurren casi siempre en este defecto: toman un dogma, un precepto moral, una
práctica, una ceremonia de la religión, la separan de todo lo demás, la
analizan prescindiendo de todas las relaciones que tiene con otros dogmas,
preceptos y prácticas o ceremonias; no miran el objeto sino por un lado, y de
esta manera consiguen que la ceremonia parezca ridícula, que la práctica sea
irracional, que el precepto sea cruel, que el dogma sea absurdo. No hay orden de
verdades que no venga al suelo si de este modo se las examina; porque entonces
no se las considera como son en sí, sino como las ha arreglado allá en su
mente el antojo del filósofo. En tal caso se crean fantasmas que no existen, se
huye el cuerpo a los verdaderos enemigos, para pelear con otros imaginarios, con
lo cual es poco peligroso el entrar en la lucha, partiendo de un tajo
descomunales jayanes.
En
la parte moral, mayormente cuando se trata de los sentimientos más dulces y
seductores, no es difícil alucinar a los incautos ofreciéndoles como una
expansión inocente lo que es un veneno mortífero. Así, por ejemplo, en la
dificultad que V. me propone en su apreciada, ¿qué cosa más conforme a los
instintos de la naturaleza, a los más suaves impulsos del corazón, que la
doctrina por usted sustentada? «¿Qué, decía V., no basta prohibir los actos
que podrían producir malos resultados a la sociedad, a la familia, o al
individuo, que sea preciso penetrar hasta lo interior del alma y allí
complacerse en atormentar el corazón, obligándole a abstenerse hasta de
aquellas exhalaciones que, más bien que crímenes, deberán ser a los ojos de
Dios inocentes desahogos de la naturaleza? Si el mal no se consuma, ¿a quién
daña el deseo? ¿Es posible que el Criador pueda ofenderse de los actos más
inofensivos de su criatura?» He aquí lo que se apellidan golpes sentimentales,
y que son argumentos decisivos para las almas candorosas y ardientes, que están
ansiosas de una doctrina que excuse sus debilidades, aflojando algún tanto la
austeridad de la moral que aprendieron en el catecismo.
Pero
he aquí también sofismas peligrosos, que a nada conducen para el bienestar y
consuelo de aquello en cuyo favor se hacen, y que, antes al contrario, los
extravían y corrompen de una manera lastimosa. «¿Qué, se podría replicar
imitando el propio tono, seréis tan crueles que permitáis arrimar a los labios
sedientos el fresco y sabroso licor, y no consintáis probarlo? ¿Seréis tan
crueles que soltéis la rienda a la pasión en las regiones interiores y no le
dejéis un desahogo en lo exterior? ¿Seréis tan crueles que desencadenéis las
tempestades en el fondo del corazón, que allí conservéis a éste agitado y
combatido por todos lados, sin dejar que el desahogo le alivie de sus penas, y
que, extendiéndose la borrasca, se haga menos intensa y dolorosa? O cerrad
enteramente la puerta al daño, o permitidle el remedio: no pongáis de tal
suerte en lucha al hombre interior con el exterior, al corazón con las obras;
ya que de humanos os preciáis, procurad que no sea tan cruel vuestra mentida
indulgencia.»
Por
lo que toca al otro punto de si Dios puede indignarse por los actos interiores
de su criatura: ¡Qué!, Podríamos decir, si relaciones hay entre Dios y el
hombre, si el Criador no ha abandonado a su criatura, si la mira todavía como
digno objeto de sus cuidados, ¿no es claro, no es evidente, que el
entendimiento y la voluntad, es decir, lo más precioso que hay en el hombre, lo
que le hace capaz de conocer y amar a su Hacedor, lo que le ensalza sobre los
brutos, lo que le constituye rey de la creación, no es aquello, repetiremos, lo
que debe suponerse objeto de la solicitud del Supremo Hacedor, y que Éste no
atiende a los actos exteriores sino en cuanto manan del santuario de la
conciencia, donde se complace en ser conocido, amado y adorado? ¿Qué es el
hombre, si prescindimos de su interior? ¿Qué es la moral, si no la aplicamos
al entendimiento y a la voluntad? ¿Es fundada, es razonable siquiera, una
doctrina que, aparentando sobreabundancia de sentimientos de humanidad, y
blasonando de dignidad e independencia, mata tan despiadadamente al hombre en lo
que tiene de más independiente y más digno?
Persuádase
V., mi querido amigo, de que no hay verdad, no hay dignidad en nada de lo que se
opone a la religión; que lo que a primera vista parece más noble y generoso,
es en realidad bajo y degradante; y a propósito de sentimientos filantrópicos,
guárdese V. de esas inspiraciones repentinas que se le ofrecerán como
argumentos decisivos, y que, examinados a la luz de la religión y hasta de la
sana filosofía, no son más que raciocinios infundados, o bien que, estribando
sobre principios erróneos, conducen a establecer el predominio del cuerpo sobre
el espíritu, y a desencadenar sobre la tierra las pasiones voluptuosas.
Ínterin vea V. en qué puede complacerle este su amigo y S. S. Q. B. S. M.
J.
B.