Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta X

Escuela filosófica francesa de Mr. Cousín.

Razones que tiene el clero francés para levantar la voz contra ella. Lo que enseñaba Mr. Cousín en 1818 y en 1819. Su panteísmo. Citas justificadas. Con las teorías de monsieur Cousín; todos las religiones quedan reducidas a la nada. Conclusión.

     Mi estimado amigo: Voy a pagar el resto de la deuda que hace muchos días tengo contraída, de hacerle a V. una breve reseña de cierta escuela filosófica, que, nacida en Alemania y difundida por Francia, causa los mayores estragos a la religión, y tiende a comprometer gravemente el porvenir de la ciencia. Bien recordará V. lo que dije en mis anteriores sobre la filosofía alemana que tan abiertamente profesa el panteísmo, por más que de vez en cuando quiera envolverse en formas enigmáticas, hablando, en lenguaje ininteligible, de Dios, del hombre y de la naturaleza. Esta acusación procuraré fundarla en pasajes del mismo filósofo contra quien la dirigía; y creo que no le habrá quedado a V. ninguna duda de que la imputación no era calumniosa. Quizás le será difícil a V. persuadirse de que iguales cargos puedan hacerse a la escuela francesa que sigue las huellas de M. Cousín; porque, habiendo oído repetidas veces las invectivas de los universitarios contra la intolerancia del clero, se habrá usted imaginado que la filosofía del jefe del eclecticismo es inocente en todas sus partes; y que sólo cabe apellidarla impía en hombres que se alarmen, no por el error sino por la sola luz de la razón, y se empeñen en condenar el entendimiento humano a eterna inmovilidad y a la más estúpida ignorancia.

     No me costará mucho trabajo sacarle a V. de este error, y demostrarle hasta la última evidencia que no sin razón levanta la voz el clero francés contra el veneno que se procura ofrecer a los jóvenes en copa de oro.

     En primer lugar, debe saber V. que ya en 1819 enseñaba M. Cousín que no había demostración de la existencia y de los atributos de Dios, ni experimental, ni de otra clase. Es cierto que, al propio tiempo, afirmaba que la existencia de Dios es una verdad superior a todas las otras y hasta a los principios que se llaman axiomas; mas no deja de añadir lo siguiente: «Sea cual fuere la opinión que se adopte sobre el particular, queda establecido que ni la experiencia sola, ni la experiencia ayudada del raciocinio, puede alcanzar la existencia de los atributos esenciales de Dios.» ¿De qué servía el decir que la existencia de Dios es una verdad superior a todas las otras, si luego se la combatía por sus cimientos, asegurando que la razón no podía alcanzarla, y declarando, por consiguiente, vana ilusión la creencia en que estuvieron los filósofos de que habían conseguido por medio de las criaturas elevarse al conocimiento del Criador? ¿No podríamos suponer que en 1819 no se atrevía M. Cousín a manifestar su pensamiento todo entero; y que así tributaba aparentes homenajes a la verdad para poder continuar minándola, sin alarmar demasiado a los que no se hubieran podido resignar a la enseñanza del panteísmo? Bien pronto se convencerá V. de que esta conjetura no está destituída de fundamento.

     Leamos las palabras de su Curso de 1818, pág. 55, y por ellas echaremos de ver que el fondo de su filosofía era el mismo que hemos hecho notar en la escuela alemana. «El ser absoluto, dice, conteniendo en su seno el yo y no yo finito, y formando, por decirlo así el fondo idéntico de todas las cosas, uno y muchos a un tiempo, uno por la substancia, muchos por los fenómenos, se aparece a sí mismo en la conciencia humana.»

     No puede haber más que una substancia, añade en la página 139, la substancia de la verdad o la suprema inteligencia. Dios es el ser único y universal (pág. 274); Dios es la substancia universal, cuyas ideas absolutas componen la sola manifestación accesible a la inteligencia del hombre (página 390); Dios no es más que la verdad en su esencia (128); no es otra cosa que el mismo bien, el orden moral tomado substancialmente.» (Obras de Platón, tomo 1º, argumento del Euthyphron, página 3). «No sabemos de Dios otra cosa, sino que existe; y que se manifiesta a nosotros por la verdad absoluta.» (Curso de 1818, pág. 140.) «La materia, tal como se la define vulgarmente, no existe; pues que por lo común se la mira como una masa inerte, sin organización y sin regla, cuando en realidad está penetrada de un espíritu que la sostiene y ordena; ella no es, pues, otra cosa que el reflejo visible del espíritu invisible: el mismo ser que vive en nosotros, vive en ella; est Deus in nobis: est Deus in rebus» (pág. 265.) «Estudiad la naturaleza, elevaos a las leyes que la rigen y que hacen de ella una verdad viviente, una verdad que se ha hecho activa, sensible: en una palabra, Dios es la materia. Profundizad, pues, la naturaleza; cuanto más os penetraréis de sus leyes, más os acercaréis al espíritu divino que la anima. Estudiad sobre todo la humanidad, pues que ella es todavía más santa que la naturaleza, porque, estando animada de Dios como ésta, lo conoce así, mientras la naturaleza lo ignora: abarcad el conjunto de las ciencias físicas y de las morales: separad los principios que ellas encierran; poneos en presencia de estas verdades, referidlas al ser infinito que es su origen y sostén, y habréis conocido con respecto a Dios todo lo que de él nos es dado conocer en los estrechos límites de nuestra inteligencia finita» (págs. 141-142).

     Si V. reflexiona sobre estos pasajes de M. Cousín, mejor diré, con sólo que V. atienda al sentido literal y obvio de algunas de sus proposiciones, verá V. el panteísmo cubierto con un velo muy transparente. Según M. Cousín, no puede haber más que una substancia: Dios es el ser único y universal: el ser absoluto es uno por la substancia, y muchos por los fenómenos; el hombre no es más que una participación de ese ser absoluto, pues que el ser que contiene en sí el yo, y el no yo finito, y que constituye, por decirlo así, el fondo idéntico de todas las cosas, se aparece a sí mismo en la conciencia humana. Si estudiamos la naturaleza, si nos penetramos de sus leyes, nos acercaremos al espíritu divino que la anima, pues que en ella no es más que una verdad viviente, una verdad que ha pasado a ser activa, sensible: en una palabra, Dios en la materia. Todo lo que podemos saber de Dios, lo conocemos poniéndonos en presencia de los principios de las ciencias físicas y morales, y refiriéndolos al ser infinito que es su origen y su sostén. Para que no nos quedase duda de que M. Cousín no entendía estas palabras en sentido que pudiese ser aceptado por hombres que admiten la existencia de Dios como distinto de la naturaleza, tuvo buen cuidado el autor de explicarse más en otro lugar, revelando todo el fondo de su sistema: he aquí sus palabras: «Dios cuenta tantos adoradores cuantos son los hombres que piensan; pues que no es posible pensar sin admitir alguna verdad, aunque no fuese más que una sola» (ib., pág. 128). He aquí, según M. Cousín, reducida la adoración de Dios al conocimiento de una verdad cualquiera; así, por ejemplo, quien conozca un principio de matemáticas, sean cuales fueren su ignorancia o sus errores sobre todos los demás puntos naturales y sobrenaturales, este tal será un adorador de Dios. De esta suerte no es posible que haya ateos; pues que, como todo hombre admitirá cuando menos su propia existencia, ya admite una verdad, y, por consiguiente, adora a Dios. M. Cousín vio que esta consecuencia nacía de su doctrina, y lejos de rechazarla la abrazó y la consignó en sus escritos. He aquí cómo se expresa sobre el particular: «No hay ateos; el que hubiese estudiado todas las leyes de la física y de la química, aun cuando no resumiese su saber bajo la denominación de verdad divina o de Dios, sería, no obstante, más religioso, o, si se quiere, sabría más sobre Dios, que quien, después de haber recorrido dos o tres principios como el de la razón suficiente o el de causalidad, hubiese formado desde luego un todo al que llamara Dios. No se trata de adorar un

nombre, Dios, sino de encerrar en este título el mayor número de verdades Posible; pues que la verdad es la manifestación de Dios» (pág. 141). «Cuando habéis concebido una verdad como idea, dice en otro lugar, concebid que ella existe, y así la unís a la substancia; el que concibe la verdad, concibe, pues, la substancia, sea que él lo sepa o que lo ignore... Para saber si alguno cree en Dios, yo le preguntaría si cree en la verdad; de donde se sigue que la teología natural no es más que la ontología y que la ontología está en la psicología. La verdadera religión no es más que esta palabra añadida a la idea de la verdad, ella es» (pág. 385).

     Bien claro se echa de ver que el Dios de M. Cousín no es el Dios de los cristianos; pues no es otra cosa, según él, que la naturaleza misma, el conjunto de las leyes que la rigen, bastando conocer una cualquiera de ellas o una verdad, sea la que fuere, para eximirse de la nota de ateo. Creer en Dios, según M. Cousín, es creer en la verdad; la teología natural no es más que la ciencia de los seres en abstracto; y la religión no es otra cosa que una palabra, añadida a esta verdad: con esta teoría tenemos proclamado sin rodeos el panteísmo: según ella, Dios es todo, y todo es Dios: es decir, que el sér infinitamente perfecto, esencialmente distinto de la naturaleza, será una quimera; pues que no hay otro sér que la naturaleza misma: todo cuanto existe, todo será fenómenos de la substancia universal, de ese sér único que todo lo absorbe, que todo lo identifica en sí mismo, que es a un tiempo espíritu y materia, que es activo e inerte, que ha existido siempre y siempre existirá; y, por consiguiente, no hay creación, y todas las transformaciones que vemos en el universo, no son otra cosa que diferentes fases de un sér único que se modifica de varias maneras.

     No crea V., mi estimado amigo, que estas doctrinas de M. Cousín con respecto a Dios fuesen vertidas como al acaso, sin estar enlazadas con otros principios que las sostuviesen. Muy al contrario, ellas son las consecuencias del principio fundamental de los panteístas sobre la substancia; he aquí cómo la define en sus Fragmentos filosóficos (tom. 1º, página 312 de la 3ª edición): «La substancia es aquello que no supone nada fuera de sí, relativamente a la existencia.» Tenemos, pues, que la substancia ha de ser única, ya que en su esencia excluye la coexistencia de otros seres; luego todo cuanto existe, finito o infinito, no puede ser más que una substancia única; luego los seres que a nosotros nos parecen distintos, no son en realidad otra cosa que modificaciones del ser universal, único, que todo lo identifica en sí. Estos corolarios no asustan a M. Cousín, antes bien los adopta como la única doctrina razonable. «Una substancia absoluta, dice, debe ser única para ser absoluta... Las substancias relativas destruyen la idea misma de substancia; y substancias finitas que suponen fuera de ellas otra substancia con la cual se ligan, se parecen mucho a fenómenos» (página 63). «La substancia de las verdades absolutas, dice en otro lugar, es necesariamente absoluta; y, si es absoluta, es también única, porque, si no es única, se puede buscar alguna cosa que exista fuera de ella, y entonces se sigue que ella no es más que un fenómeno relativamente a este nuevo ser, el cual, si se dejase sospechar que fuera de él existía también alguna cosa, perdería a su vez la naturaleza de ser, y no sería más que un fenómeno. El círculo es infinito: o no hay substancia, o no hay más que una» (pág. 312).

     No cabe profesar con más claridad el principio fundamental de los panteístas; sólo faltaba saber si M. Cousín admitía en toda su extensión la doctrina de la escuela de Espinosa. Desgraciadamente encontramos un pasaje donde formula su pensamiento de la manera más explícita que imaginarse pueda, diciendo: «El Dios de la conciencia no es un Dios abstracto, un rey solitario, relegado más allá de la creación sobre el trono desierto de una eternidad silenciosa, y de una existencia absoluta que se parece a la misma nada. Es un Dios a un tiempo verdadero y real, a un tiempo substancia y causa, siempre substancia y siempre causa; no siendo substancia, sino en cuanto es causa, y causa, sino en cuanto es substancia; es decir, siendo causa absoluta, uno y muchos, eternidad y tiempo, espacio y número, esencia y vida, indivisibilidad y totalidad, principio, fin y medio, en la cumbre del ser y en su más humilde grado, infinito y finito a un tiempo, triple en fin, es decir, a un mismo tiempo Dios, naturaleza y humanidad. En efecto, si Dios no es todo, es nada; si es absolutamente indivisible en sí, es incomprensible; y su incomprensibilidad es para nosotros su destrucción. Incomprensible como fórmula y en la escuela, Dios es claro en el mundo que le manifiesta, y para el alma que le posee y le siente: estando en todas partes, vuelve en algún modo a sí mismo en la conciencia del hombre, del cual él constituye indirectamente el mecanismo y la triplicidad fenomenal, por el reflejo de su propia voluntad y la triplicidad substancial, de la cual él es la identidad absoluta» (tomo 1º, prefacio de la 1ª edición, pág. 76).

     Después de una declaración tan terminante, no creo, mi estimado amigo, que pueda V. dudar de la mente del filósofo; y, sean cuales fueren las declaraciones de cristianismo que en otras partes haya hecho M. Cousín, convendrá V. con nosotros en que se las debe mirar como una especie de cumplimientos que dispensa a la religión dominante, y no como la expresión de la fe, ni siquiera de sanas convicciones filosóficas. Yo por lo menos no alcanzo cómo puede profesarse más abiertamente el panteísmo, que diciendo claramente que Dios es uno y muchos, eternidad y tiempo, espacio y número, esencia y vida, indivisibilidad y totalidad, principio, fin y medio, en la cumbre de los seres y en su grado más humilde, infinito y finito a un mismo tiempo, y a un mismo tiempo Dios, naturaleza y humanidad, compendiando el pensamiento en estas inequívocas palabras: «Si Dios no es todo, es nada».

     Asentados semejantes principios, bien se deja suponer que las doctrinas morales de M. Cousín no serán muy conformes a la religión cristiana; pues que la profesión del panteísmo trae consigo el anonadamiento de la libertad humana. Porque es evidente que, siendo el hombre, según las doctrinas panteístas, un mero accidente de la substancia única, todo cuanto él piense, quiera o haga, serán modificaciones de la substancia universal; por lo mismo, desaparece la libertad del individuo, ya que éste no tiene una existencia distinta y propia, y cuanto en él se encierra pertenece al ser único que le absorbe. Así es que M. Cousín no tiene reparo en decir: «el hombre no es libre de una manera absoluta, porque esta fuerza de que está dotado, una vez caída en el espacio y en el tiempo, pierde de su carácter ilimitado y absoluto». (Introducción general al Curso de 1820, págs. 66 y 67.) En otro lugar, explicando lo que es libertad, dice: «Un ser es libre cuando lleva en sí mismo el principio de sus actos, cuando en el ejercicio de su fuerza sólo obedece a sus propias leyes.» (Curso de 1818, pág. 40.) De suerte que, según este filósofo, para ser libre no es necesario tener la elección entre obrar y no obrar, y entre obrar esto o aquello, sino que es suficiente el tener en sí mismo el principio de sus actos, y no obedecer más que a sus propias leyes. Así el bruto que tiene en sí mismo el principio de sus actos, el demente, el imbécil, en una palabra, todos los seres que tienen en sí mismos el principio de su acción, serán tan libres como el hombre en sano juicio y en la plenitud del conocimiento.

     La revelación y hasta todas las religiones quedan reducidas a la nada con las teorías de M. Cousín; y en vano es que este filósofo se empeñe en sostener que sus doctrinas no están reñidas con el cristianismo. Después de haber leído los anteriores pasajes, ciertamente encontrará V. muy peregrino el lenguaje de M. Cousín cuando se atreve a decir lo siguiente en el prefacio de sus Fragmentos: «¿Qué puede haber entre mí y la escuela teológica? ¿Por ventura yo soy un enemigo del cristianismo y de la Iglesia? En los muchos cursos que he hecho y libros que he escrito, ¿puédese acaso encontrar una sola palabra que se aparte del respeto debido a las cosas sagradas? Que se me cite una sola, dudosa o ligera, y la retiro, la repruebo como indigna de un filósofo. ¿Será tal vez que, sin quererlo ni saberlo yo, la filosofía que enseño haga vacilar la fe cristiana? Esto sería más peligroso, y, al mismo tiempo, menos criminal, porque no siempre es ortodoxo quien quiere serlo. Veamos cuál es el dogma que mi teoría pone en peligro. ¿Es el del Verbo, el de la Trinidad, u otro cualquiera? Dígase, pruébese o ensáyese de probarlo: ésta será cuando menos una discusión seria, verdaderamente teológica: yo la acepto de antemano, y la solicito.»

     Ya ve V., mi estimado amigo, que M. Cousín entiende la religión cristiana de un modo bien singular; pues que, después de haber profesado el panteísmo, es decir, después de haber destruido la idea fundamental de toda verdadera religión, que es la de un Dios esencialmente distinto de la naturaleza, todavía está empeñado en pasar plaza de verdadero fiel, y no quiere que se diga que se ha desviado de las doctrinas del cristianismo. V., que no tiene interés en ver las cosas al revés de lo que son, no podrá concebir cómo un hombre grave se atreve a consignar en sus obras semejantes palabras, después de haber manifestado en escritos anteriores cuál era su modo de pensar sobre las verdades a que rinde en el citado pasaje tan humilde acatamiento. Esta extrañeza se le desvanecerá a usted

algún tanto, cuando sepa que M. Cousín no admite, como él dice, la tiranía del principio absoluto de que jamás es lícito engañar, y que en su opinión hay engaños inocentes, los hay útiles y hasta obligatorios. (Traducción de Platón, t. 4, págs. 276-277.) Quien de tal modo niega a Dios su naturaleza, y al hombre su libre albedrío, no es mucho que no escrupulice en legitimar la mentira; lo singular es que él se haya podido hacer la ilusión de que semejante engaño en lo tocante a sus doctrinas había de alucinar a nadie. Es tan vivo el contraste, o, mejor diremos, la contradicción entre unos y otros pasajes, que para no verla sería preciso cerrar los ojos a lo que es más claro que la luz del día.

     Con esta breve reseña habrá formado V. concepto de lo que son esos sistemas filosóficos, en los cuales suponía V. tendencias espiritualistas muy sanas, y hasta muy conformes con la enseñanza del cristianismo. Así habrá podido V. rectificar, o, mejor diré, variar la opinión que había formado sobre el clero católico de Francia, imaginándose que sus clamores contra el veneno de alguno de los jefes de la Universidad eran declamaciones fanáticas, nacidas únicamente del espíritu de intolerancia, y del empeño de encerrar el entendimiento humano en los límites prescritos por el antojo de los eclesiásticos. Ahora, para en adelante, me tomaré la libertad de advertirle a V. que, cuando lea en alguna de nuestras publicaciones científicas y literarias fallos magistrales sobre este linaje de materias, no se deje V. sorprender fácilmente por el tono de seguridad con que se expresa el escritor; que las más veces, lejos de enterarse a fondo del estado de la cuestión, no hace más que traducir al pie de la letra las palabras de algún periódico de allende los Pirineos. Y como quiera que los que más en boga andan en ciertas regiones, no son los más adictos a las doctrinas católicas, acontece que el fallo emitido con aire de imparcialidad y de pleno conocimiento de causa, es copia literal de una de las partes, sin que el escritor español se haya tomado la pena de escuchar los descargos que hubiera alegado la otra. Pero basta de la filosofía de Schelling, Hégel y Cousín, pues que, si mucho no me engaño, debe de estar V. medianamente fatigado, con la substancia universal, y las transformaciones, y los fenómenos, y el ser único que se revela a sí mismo en la conciencia humana, y semejantes abstracciones, de la alta concepción de esos filósofos que se levantan a inmensa altura sobre el resto de la humanidad, olvidándose en su atrevido vuelo, de llevar consigo las nociones del sentido común. Nosotros, que a tanto no alcanzamos, cuidaremos de no desviarnos hasta tal punto de los senderos trazados por una razón juiciosa, sin que nos importe mucho el que se nos diga que recibimos la inspiración de musa pedestre. Entre tanto vea V. en qué puede complacerle este su atento y S. S. Q. B. S. M.

J. B.