Por Jaime Balmes
La
transición social.
Postración de un espíritu escéptico. Examínase si la transición es característica de nuestra época. Pruebas históricas de que es general a todos los tiempos. Examínase si el progreso es la ley de las sociedades. Admítese este principio, pero con alguna restricción. La civilización antigua y la moderna. Nuestros males no son tantos como los de otros tiempos. Causas que contribuyen a abultarlos. El cristianismo nada tiene que temer de las transiciones sociales.
Mi
apreciado amigo: Si no tuviera otras pruebas de la verdad que se encierra en
aquella doctrina de los católicos de que la fe es un don de Dios, no
me inclinaría poco a tenerla por cierta la experiencia de lo que he visto en V.
y otros que han tenido la desgracia de apartarse de la fe de sus mayores.
Disputan, escuchan, al parecer con docilidad, hacen concebir las mayores
esperanzas de que van a rendirse a la evidencia de los argumentos con que se los
apremia, pero al fin salen con un frío qué sé yo, que hiela la
sangre, y disipa de un golpe todas las ilusiones del fiel que estaba anhelando
el momento de ver entrar en el redil la oveja extraviada. Así lo hace V. en su
última; nada tiene que objetarme a lo que he dicho sobre la sangre de los
mártires, confiesa que ninguna religión puede presentar un argumento
semejante, manifiéstase satisfecho del contenido de mis anteriores con respecto
a los varios puntos que formaban el objeto de sus dudas; y, cuando me saltaba el
corazón de alegría pensando que iba V. a decidirse, no diré a entrar de nuevo
en el número de los creyentes, pero sí a engolfarse más y más en la
discusión con el deseo de hallar definitivamente la verdad, me encuentro con la
desolante cláusula que me ha llenado de una profunda tristeza. «¿Qué sabemos
nosotros, dice V. con un abatimiento que me penetra el corazón, qué sabemos
nosotros? ¡El hombre es tan poca cosa!... Volvemos la vista en derredor, y no
vemos más que tinieblas. ¿Quién sabe dónde está la verdad? ¿quién sabe lo
que será con el tiempo de esa fe, de esa Iglesia, que V. cree que ha de durar
hasta la consumación de los siglos? Yo no desprecio la religión, veo que el
catolicismo es un hecho tan grande que no acierto a explicarle por causas
ordinarias; V. apela a la historia, usted me apremia a que le cite algo de
semejante; ya le he dicho otras veces que no me agrada atrincherarme en
impotentes negativas, que no me gusta resistirme a la evidencia de los hechos;
pero ¿qué quiere V. que le diga? No puedo creer. Estoy contemplando
la sociedad actual, y me parece que su inquietud está dando indicios de que el
mundo se halla en vísperas de acontecimientos colosales; con una revolución
intelectual y moral debe inaugurarse indudablemente la nueva era, y entonces
quizás se aclare un tanto ese negro horizonte donde nada se descubre sino error
e incertidumbre. Dejemos que transcurra esa época de transición, que tal vez
nuevos tiempos nos descifrarán el enigma.»
En
medio de mi aflicción, no crea V., mi estimado amigo, que yo extrañe semejante
lenguaje; no es usted el primero de quien lo he oído; pero permítame cuando
menos que le haga advertir que con sus palabras a nada responde, nada prueba,
nada afirma, nada niega; no hace más que desahogarse estérilmente pintando con
pocas palabras el verdadero estado de su espíritu. Tiene a la vista la verdad,
y no se siente con fuerza para abrazarla; se abalanza hacia ella un momento, y
luego, dejándose caer desfallecido, dice «no puedo». Entonces habla
V. de este porvenir de que usted mismo se reía en una de sus anteriores, habla
de esa transición que no sabe en qué consiste; duda, fluctúa,
aguarda para más allá el resolverse, lo aplaza para los tiempos futuros, para
esos tiempos ¡ay! en que V. habrá, ya dejado de existir!... ¡Triste consuelo!
¡Engañosa esperanza!
Pero,
si V. desfallece, mi querido amigo, no debo yo desfallecer; Dios ha comenzado la
obra, Él la acabará; yo tengo un dulce presentimiento de que V. no morirá en
brazos del escepticismo. V. dice que desea de corazón encontrar la verdad;
persevere V. en su propósito; yo confío que no dejará de mostrársela el que
vertió su sangre por V. en la cima del Calvario.
Bien
se deja conocer que no estará V. muy dispuesto para recibir una contestación
que verse principalmente sobre asuntos puramente religiosos; el escepticismo del
siglo ha vuelto a ejercer su ascendiente sobre V. de una manera lastimosa, y,
saliendo de golpe del terreno de la discusión, se ha echado a divagar por las
regiones del socialismo y del porvenir, hablándome de transiciones,
de época crítica, y de no sé cuántas cosas por este tenor. Dicho
tengo ya que le seguiré a V. por donde le pluguiere; si hoy no le gusta que
tratemos de dogmas, los dejaremos a un lado; y, toda vez que me habla de transición,
de transición le hablaré yo.
Díjele
a V. en una de mis anteriores que no creía característico de nuestra época la
transición, y que ésta había sido común a todos los siglos, por no poder
convenir en que bajo este concepto se verifique ahora algo que con más o menos
semejanza no se haya verificado siempre. Pero, cuando esto afirmo, hablo
principalmente de los pueblos que se mueven, no de aquellos que, helados en
medio de su carrera, permanecen fijos como estatuas al través de la corriente
de los siglos. Si a éstos exceptuamos, y dirigimos a los demás nuestras
miradas, veremos, en primer lugar, que los griegos y romanos vivieron en
perpetua transición. Nada tiene que ver el siglo de Dracón con el de Solón,
ni el de éste con el de Alcibíades; y ni a uno ni otro se parecen el de
Alejandro y el de Demetrio. Y, sin embargo, estos siglos estaban muy cercanos
unos de otros; lo que nos indica que la sociedad griega pasaba
incesantemente de un estado a otro muy diferente. No es muy largo el espacio
transcurrido entre Bruto que arrojó a Tarquino y Bruto matador de César; pero
véase cuántas y cuán variadas fases presenta el estado social y político de
los romanos. Observaciones análogas podrían hacerse con respecto a otros
pueblos antiguos; y, aun por lo tocante a los que llamamos inmóviles, es
menester no olvidar que nos son poco canocidos, que su historia íntima, la que
nos retrataría sus ideas religiosas, sus costumbres domésticas, su
organización social, su legislación, ha quedado en la mayor parte oculta a
nuestros ojos, sepultada en los escombros de los tiempos, sin que hayamos
adquirido apenas otras noticias que las transmitidas por historiadores
extranjeros, más que un conocimiento muy ligero y superficial. La ciencia
moderna se esfuerza en suplir este defecto, pero ¿cuán difícil no es acertar
la verdad, a tanta distancia de épocas, en lenguas tan poco parecidas, en ideas
y costumbres tan desemejantes? Como quiera, todavía puede afirmarse que dichos
pueblos han estado muy distantes de hallarse en completa inmovilidad; y que,
además de lo que sobre los mismos nos manifiestan las escasas noticias que de
ellos poseemos, la simple reflexión sobre la naturaleza de las cosas es
bastante para inducirnos a conjeturar que los cambios y modificaciones han sido
en mayor número de lo que sabemos, y de mayor importancia de la que nosotros
calculamos; y que, por tanto, se ha verificado también entre los mismos el
hallarse a menudo en estado de transición.
Pero,
dejando los pueblos antiguos o poco conocidos y pasando a los modernos, a contar
desde la aparición del cristianismo, saltan a los ojos el cambio y las
modificaciones que incesantemente han experimentado; sin que sea dable
pronosticar ninguna mudanza a la sociedad actual, que no se haya realizado
equivalente o mayor en las anteriores. Aun cuando diéramos por supuesto que se
han de cumplir las más exageradas predicciones de algunos socialistas, y poner
en ejecución los planes que nos parecen más descabellados, no fuera más
diferente del actual el estado social nuevo, del que lo son los varios por donde
han pasado los pueblos cristianos.
Si
los hombres que vivían cuando la esclavitud era general, y se la consideraba
como una condición indispensable en toda sociedad bien organizada, hubiesen
oído hablar de un estado semejante al que disfrutan los pueblos europeos, no
habrían acertado a concebir ni cómo podía mantenerse el orden público, ni
distribuirse el trabajo, ni proporcionarse comodidades y placeres a las clases
ricas; en una palabra, creyeran imposible que sociedades tan numerosas pudiesen
subsistir faltándoles esa base, para ellos tan necesaria e imprescindible.
Decid a un señor feudal encastillado en su fortaleza que vendrá un día en que
todos sus títulos serán menospreciados, en que su nombre y el de todos los de
su clase caerán en olvido, en que sus descendientes andarán confundidos en
medio de los descendientes de esos vasallos pobres y desvalidos que mira con
orgulloso desdén, sumisos y humillados al pie de sus almenas; decidle que ese
mismo pueblo se levantará contra el, y peleará por largo tiempo, y triunfará,
y llegará a ser rico, poderoso, influyente, eclipsando todo el esplendor de sus
señores, y llenando el mundo con la fama de sus hechos; decídselo, y os
escuchará con asombro, y se imaginará que le referís cuentos de hadas, y que
no le habláis de veras, o que no estáis en sano juicio. ¿Qué más? No es
necesarío que las metamorfosis sociales las toméis tan de lejos, para que
parezcan increíbles; a esos nobles del tiempo de Carlos V y de Francisco I, a
esos descendientes de los antiguos señores, que van trocando ya la
independencia de sus antepasados en heroica fidelidad a sus reyes, que se van
trasladando de los campos a las capitales, y caminan rápidamente a pasar de
guerreros a cortesanos, anunciadles que dentro de tres siglos no serán ellos
los que ocupen los altos puestos del Estado, los que guíen los ejércitos a la
victoria, los que ejerzan las funciones de la magistratura, y que su voto en los
grandes negocios no será considerado como de más valer que el de los
descendientes de esos plebeyos que riegan con su sudor las tierras, que ejercen
los oficios humildes, y que, reunidos en modestos gremios, parecen contentarse
con la posición social que les ha cabido después de la guerra de sus
antepasados los Comunes; y bien puede asegurarse que esos nobles no os
comprenderán, que no creerán nada de cuanto les pronosticáis; y, por más que
os esforcéis en mostrarles las señales que ya bien claras se divisan no en
mucha lontananza, pensarán que tomáis por una realidad las ilusiones de
vuestra fantasía.
Trasladaos
a la Europa de los siglos XI y XII, a la Europa de Suger y de San Bernardo, y
anunciad a los hombres de aquella época que los ricos monasterios, las
opulentas abadías que compiten en esplendor y magnificencia con los castillos
de los señores feudales desaparecerán con el tiempo, y que en épocas no muy
remotas no quedarán de ellas más que algunas ruinas, objeto de la curiosidad
de los arqueólogos; que ese clero cuya influencia en todos los negocios es
inmensa, y cuyo poder y riquezas no ceden a los de otra clase cualquiera, se
verá limitado al recinto de los templos, despojado de sus privilegios, privado
de sus bienes, escatimados sus derechos a la enseñanza, considerado el ministro
de la Religión en la categoría del más humilde ciudadano, si es que todavía
no se le rebaja de este nivel negándole lo que a todos se concede; anunciadles,
repito, esa mudanza, y veréis cómo la dan por imposible, cómo no conciben su
realización a no ser suponiendo que la invasión sarracena ha conseguido
sojuzgar el poder cristiano, o que nuevas hordas de pueblos desconocidos se han
derramado por la Europa, y cambiado su faz. No alcanzarán a concebir que, sin
irrupciones de pueblos bárbaros, sin conquista de sarracenos, antes bien
después de su completa derrota, se llegase, por el simple curso de las ideas y
de los acontecimientos, a producir cambios tan profundos en la sociedad.
Todas
las revoluciones que pueden sobrevenir, al fin no podrán llegar a otro
resultado que a alterar la posición y relaciones de los individuos y de las
clases. Supóngase las mudanzas que se quieran, y difícilmente se imaginará
ninguna, ni con respecto a la propiedad, ni a la organización del trabajo, ni a
la distribución de sus productos, ni a la condición doméstica, ni al rango
social, ni a la influencia política, que sea de más importancia y magnitud que
las verificadas en los tiempos que nos han precedido. La transición ha
existido como existe ahora; las naciones europeas han pasado incesantemente por
diferentes estados, o dejando completamente el que tenían, o modificándole de
mil maneras hasta transformarle en otro que en nada se le parece.
Yo
desearía, mi estimado amigo, que V. anduviese haciendo suposiciones hasta las
más arbitrarias y caprichosas, y las cotejase con los hechos históricos que
nadie ignora, y estoy seguro de que se quedaría V. convencido de la verdad de
lo que acabo de establecer. ¿Se quiere suponer que las clases menesterosas
saldrán del abatimiento en que se hallan, acercándose mucho a las medias, y
aun a las superiores? Véase si los jornaleros de ahora distan más de sus
dueños, que los esclavos de sus amos, y los vasallos de sus señores; es cierto
que no, y, sin embargo, ni rastro queda en Europa de la antigua esclavitud, y
sólo se conservan leves vestigios del vasallaje, y los descendientes de los que
vivían sometidos a estas condiciones, se hallan en la misma categoría que los
nietos de aquellos que un día se vieran colocados a inmensa distancia, así por
lo tocante a riquezas, como a honores, consideraciones, y todo linaje de
distinción y poderío. ¿Se quiere suponer que la propiedad sufrirá
modificaciones profundas, que su distribución estará sometida a leyes muy
diferentes? Compárense los siglos medios con el nuestro; parangónese, por
ejemplo, la Francia de Carlomagno con la Francia de Napoleón, la de San Luis
con la de Luis Felipe. ¿Se quiere imaginar una nueva organización del trabajo,
sujetando a otras reglas al operario y al capitalista, alterando notablemente
sus relaciones, y variando las bases actuales sobre la repartición de los
productos? Comparad al colono de ahora con el vasallo del señor feudal, al
jornalero de nuestros tiempos con el esclavo de los tiempos antiguos. ¿La
industria y el comercio deben estar en el porvenir sujetos a nuevas leyes que
alterarán la organización interior de los pueblos y sus relaciones en lo
exterior? Abrid nuestros códigos de comercio, dad una ojeada a nuestros usos y
costumbres sobre este particular, y cotejadlo todo con lo que estaba en
práctica entre nuestros mayores. Por vasta que sea la escala en que estos ramos
se desenvuelvan, por mayor pujanza y poderío que lleguen a adquirir,
¿distarán más del estado actual que el que dista éste del en que se
encontraban cuando la Iglesia en sus concilios atendía paternalmente a la
protección del naciente tráfico mercantil? Las poderosas compañías
comerciales de Francia, de Bélgica, de Alemania, de Inglaterra, de los Estados
Unidos, ¿no le parece a V. que distan algo de aquellas caravanas de mercaderes,
cuya seguridad en los caminos podían afianzar a duras penas las excomuniones de
la Iglesia? ¿no le parece a V. que en esto ha habido no pequeña transición?
¿Y
qué no podríamos decir, si atendiéramos a las mudanzas sociales y políticas,
a la diversidad de posiciones que respectivamente han perdido o conquistado las
diferentes clases? Un abismo tan profundo nos separa de nuestros antepasados,
que, si ellos se levantaran del sepulcro, nada comprenderían de lo que estamos
presenciando. ¿Dónde está el poder del feudalismo, de la nobleza y del clero?
¿Qué se hicieron las prerrogativas, los privilegios, los honores que
disfrutaban? ¿En qué se parecen los tronos de ahora a los tronos de entonces?
¿Qué tienen de semejante nuestras formas de gobierno con las antiguas? ¿Qué
nuestra administración? ¿Qué nuestros sistemas de hacienda? ¿Qué nuestras
guerras, y nuestra diplomacia? Pensamos de otra manera, sentimos de otra manera,
obramos de otra manera, vivimos de otra manera; nuestra condición, así
particular como pública, se ha cambiado tan completamente, que para comprender
lo que fue, nos vemos precisados a hacer un esfuerzo de imaginación, la que,
sin embargo, sólo es bastante para ofrecernos cuadros muy imperfectos y
descoloridos. ¿Por qué nos parecen tan poéticos aquellos tiempos, mi estimado
amigo? ¿por qué figuran tanto en nuestra literatura? Porque distan
inmensamente de la realidad que tenemos a la vista.
Quiero
yo inferir de aquí que, cuando se nos anuncian grandes mudanzas en la
organización de los pueblos, no debemos resistirnos a creerlas por la sola
razón de que nos parezcan muy extrañas; porque, si bien se observa, la
sociedad actual no dista menos de las anteriores de lo que distaría de la
presente la venidera, en las varias combinaciones que se pueden concebir y
ensayar. La instabilidad es uno de los caracteres distintivos de las cosas
humanas; y poco ha reflexionado sobre la naturaleza del hombre, poco se ha
aprovechado de las lecciones de la historia y de la experiencia, quien
pronostica demasiada duración a lo que de suyo es tan flaco y deleznable. Que
la sociedad esté bajo un poder revolucionario o conservador, que se procure
impulsarla o detenerla, ella varía siempre, pasa sin cesar de un estado a otro,
ora mejor, ora peor.
Esta
alternativa entre mejor y peor me lleva, mi querido amigo, a otra cuestión, a
que, según se deja entender, es V. un poco aficionado, como no puede menos de
serlo, atendido el espíritu de nuestra época. Dícese a cada paso que el
progreso es la ley de las sociedades; que no se desvían jamás de ella, y que
en medio de las más terribles revoluciones y catástrofes camina la hurnanidad
hacia un destino, que, no sabiéndose cuál es, se tiene cuidado de cubrirle con
un velo dorado. No seré yo quien desaliente el movimiento de la humanidad,
disipando lisonjeras esperanzas; bien que tampoco puedo consentir que se
establezca, con demasiada generalidad y sin las correspondientes aclaraciones,
una proposición que, según como se entiende, se halla en contradicción con la
filosofía, la historia y la experiencia.
Es
muy frecuente hablar de perfección, de perfectibilidad, de ley de progreso, sin
distinguir nada, sin fijar nada; sin expresar si se trata de las sociedades
tomadas en particular o en conjunto; es decir, sin deterrninar si la ley cuya
existencia se afirma, rige en toda la sociedad, o tan solamente es propia del
género humano, considerado con abstracción de esta o aquella de sus partes. A
los que digan que el progreso hacia la perfección es la ley constante de toda
sociedad, yo me atreveré a preguntarles: ¿cuál es el progreso que se descubre
en el norte de África, en las costas de Asia, comparando su estado actual con
el que tenían cuando nos daban hombres como Tertuliano, San Cipriano, San
Agustín, Filón, Josefo, Orígenes, San Clemente, y otros que sería largo
enumerar?
Esto
no tiene réplica, así como, por otra parte, nada prueba contra los que afirman
que, si bien esta o aquella sociedad decae, la humanidad progresa, que la
civilización transmigra, que unos pueblos adquieren lo que otros pierden, y
que, de esta suerte, existe una verdadera compensación. Así, por ejemplo, en
el caso presente, se ha resarcido e indemnizado la humanidad de sus pérdidas en
África y en Asia, con el inmenso desarrollo que ha logrado en Europa y
América; pues, si se compararan los millones de hombres que viven actualmente
bajo un régimen civilizado, sería incomparablemente mayor el número a lo que
era entonces;.y, si se añaden las ventajas que la civilización moderna lleva a
la antigua, no sólo por traer consigo un mayor y más perfecto desarrollo
intelectual y moral, sino también por ofrecer mayor suma de comodidades
materiales, y disminuir sobremanera los males que afligen a la triste humanidad,
será tanta y tan palpable la diferencia, que no será posible establecer
siquiera un razonable parangón.
Confieso,
mi estimado amigo, que estas reflexiones son de gran peso; y que, a mi juicio,
deciden la cuestión, desde el punto de vista histórico, considerando en masa
la humanidad, y habida razón de las compensaciones arriba indicadas; por manera
que tengo por demostrado que la humanidad ha progresado siempre, que su estado
fue mejor en los siglos medios que durante la civilización antigua, y que
actualmente se aventaja en mucho a la de todos los tiempos anteriores.
¿Cómo,
me dirá V., es posible olvidar la confusión y las calamidades de la época de
la irrupción, y la tenebrosa ignorancia, la asquerosa corrupción que la
siguieron? ¿Podremos decir que la humanidad del tiempo de Atila era comparable
con la del siglo de Augusto? Yo creo, sin embargo, que esto, tan falso y absurdo
a primera vista, es rigurosamente verdadero, y además susceptible de una
demostración tan cabal, que nada deje que desear. La difusión de las
verdaderas ideas sobre Dios, el hombre y la sociedad, y las relaciones que entre
sí tienen, la propagación de la civilización a un sinnúmero de pueblos que
antes vivían en la más abyecta barbarie, la abolición de la esclavitud, la
extensión a la generalidad de los hombres del goce de los derechos de hombre,
esto se andaba realizando en la época de que tratamos, y nada de esto se
realizaba en el siglo de Augusto; con perdón, pues, de los manes de Virgilio y
de Horacio, opto desde luego por los tiempos apellidados bárbaros.
¿Se
sonríe V. de la paradoja, mi estimado amigo? ¿Imagínase tal vez que ni yo
mismo creo lo que acabo de decir? Pues viva V. seguro de que hablo de todas
veras, y que mis palabras son la expresión de convicciones profundas. Ya
indicaba en una de mis anteriores que en ciertas materias quizás no llevaba V.
tan lejos como yo el espíritu de examen, y que estaba medianamente tocado de
escepticismo: esto produce que, en cuanto se me alcanza, no me dejo deslumbrar
por nombres, ni por opiniones recibidas; y por más seguridad con que
oiga afirmar una cosa, me ocurre desde luego un ¿quién sabe?... que
me pone desconfiado y meditabundo. A pesar de todo, paréceme que difícilmente
me absolverá V. de la blasfemia que acabo de proferir contra el siglo de
Augusto; y así menester, será alegar descargos. Escúchelos V. sin
prevención, que al fin no fuera extraño que se conformase con mi modo de
opinar.
Y,
a la verdad, deslumbradores son los rayos de la ciencia, hechiceros los cantos
de la poesía, seductor el brillo de las artes; pero si nada de esto sirve para
el bien de la humanidad, si únicamente se limita a realzar el esplendor, y
acrecentar y avivar los placeres de unos pocos que moran en opulentos palacios,
comiendo del sudor del pueblo, disipando los tesoros que se han amontonado de
las provincias estrujándolas con la mayor crueldad, ¿qué gana en ello el
humano linaje? ¿Esta civilización y cultura son acaso más que bellas
mentiras? Hay paz, pero esta paz es el silencio de los oprimidos; hay goces,
pero son los goces de unos pocos, y la abyección de todos; hay ciencias, bellas
artes; pero, postradas a los pies del poderoso, no llenan su misión, que es
mejorar la condición intelectual, moral y material del hombre; todo es vicio,
prostitución, lisonja; perezca, pues, todo, diría quien desde entonces pudiera
extender sus miradas a los tiempos futuros; haya guerra, pero guerra
regeneradora que ha de cambiar la faz del mundo, llamando a la civilización
cristiana cien y cien pueblos bárbaros, destronando a la opresora del orbe, y
dando principio a las grandes naciones que nos asombrarán con sus adelantos y
poderío; haya calamidades públicas, que al menos no serán ni tan sensibles ni
tan afrentosas como esa esclavitud que pesa sobre el mayor número de los
individuos que forman la sociedad antigua, y se andará preparando la era
dichosa en que para disfrutar de los derechos de ciudadano bastará ser hombre;
perezcan, nada importa, las ciencias y las bellas artes, si están reservados a
los siglos venideros genios prodigiosos como Tasso, Milton y Chateaubriand,
Miguel Ángel y Rafael, Descartes, Bossuet y Leibnitz; hágase trizas esa
civilización falsa, esa cultura raquítica que sanciona el monopolio de las
ventajas sociales, y ceda su puesto a otra civilización y cultura más
grandiosas, más esplendidas, y, sobre todo, más justas y equitativas, que
llamen a la participación de ellas un mayor número de individuos, abriendo las
puertas para que puedan disfrutarlas todos, en cuanto lo consienta la naturaleza
del hombre y de los objetos sobre que ejerce su actividad.
En
pos de la irrupción y ondulaciones de los pueblos bárbaros, vino el
feudalismo; sistema social y político contra el cual podrá decirse todo lo que
se quiera; pero indudablemente fue un verdadero progreso, supuesto que,
erigiéndose, por decirlo así, en soberanía la propiedad territorial, se
asentaba un principio que, modificado y corregido por el transcurso del tiempo,
podía servir mucho para la organización de las sociedades modernas. Había
desorden, opresión, vejaciones, males sin cuento, es verdad; pero al menos se
comenzaba a establecer un sistema, se daba asiento a los pueblos vencedores, se
arraigaba el amor a la vida agrícola y el respeto a la propiedad, se
desarrollaba el espíritu de familia; y las inclinaciones del corazón,
encontrando objetos más estables y apacibles, se hacían por necesidad menos
turbulentas, se preparaban a la tranquilidad y a la dulzura. Malos como eran los
tiempos de los siglos XII y XIII, ¿quién no los prefiriera a los que siguieron
después de la disolución del imperio de Carlomagno?
Nadie
negará que hasta principios del siglo XVI sociedades europeas andaban
mejorándose rápidamente; por manera que, no verificándose en ningún otro
punto del globo decadencia notable, ya que los demás pueblos puede decirse que
en general permanecieron estacionarios, todavía debemos confesar que el linaje
humano progresaba. Los grandes descubrimientos que tuvieron lugar en el siglo
XV, hacían esperar que en el XVI se inauguraría una era de prosperidad y
ventura que, rebosando en Europa, se derramaran por todas las regiones de la
tierra. Desgraciadamente el cisma de Lutero vino a desvanecer en buena parte tan
halagüeñas esperanzas, y las calamidades que han caído sobre la Europa
durante los tres últimos siglos, podrían hacernos dudar de la proposición que
llevamos establecida.
Como
quiera, aun llevando en cuenta los males acarreados por los cismas religiosos, y
la incredulidad e indiferentismo, que han sido su consecuencia, no me parece que
pueda negarse que la humanidad en general haya carecido de la compensación
arriba indicada. Tomando las cosas en su raíz, es decir, desde que Lutero y sus
secuaces dividieron en dos la gran familia europea, debe considerarse que las
sucesivas conquistas que ha ido haciendo el catolicismo en las Indias orientales
y occidentales, resarcen quizás con ventaja las pérdidas que en Europa ha
sufrido la unidad de la fe. Si a esto añadimos que allí donde no se ha
establecido la Religión Católica, al menos se han propagado algunas luces del
cristianismo por medio de una u otra de las sectas disidentes, lo que, tal como
sea, siempre es muy preferible a la idolatría o embrutecimiento en que estaban
sumidos aquellos países; si atendemos a los progresos que allí mismo ha tenido
el desarrollo intelectual, moral y material del individuo y de la sociedad,
resultará que, aun dando a la historia de los tres últimos siglos en Europa
los más negros colores, la humanidad no ha perdido, antes se halla recompensada
con usura.
Y
no es verdad tampoco que la Providencia haya de tal suerte castigado el orgullo
europeo en los tres últimos siglos, que al propio tiempo no haya derramado
sobre nosotros un raudal de inestimables beneficios. El país donde nacieron
hombres tan eminentes en todos los ramos de conocimientos, que cuenta en todas
las regiones asombrosos genios, y que bajo el aspecto de la religión y de la
moral puede ofrecer un San Ignacio de Loyola, un San Francisco de Sales, un San
Vicente de Paúl y cien y cien otros de heroicas virtudes que realizaron sobre
la tierra la vida de los ángeles, no puede quejarse de que sea poco favorecido
de la Providencia; no puede lamentarse, en medio de sus revoluciones materiales
y morales, de que le haya cabido mayor parte en el infortunio, de la que caber
suele a la desgraciada humanidad.
Esta
última consideración, mi estimado amigo, me lleva a examinar cuál es la causa
de esta desazón que de continuo nos atormenta a los europeos, y a cuantos han
participado de nuestra civilización. A oírnos cuál nos quejamos de la suerte,
cuál afeamos nuestra situación presente, cuál ennegrecemos el porvenir,
diríase que soportamos mayor suma de males que ningún pueblo de la tierra; y,
aun comparándonos con nuestros antepasados, parecería que fueron mucho más
dichosos. Nunca hablaron ellos tanto de transición, de necesidad
de nuevas organizaciones, de insuficiencia de todo cuanto existe;
nunca anunciaron como nosotros esa época que ha de venir realizando el siglo de
oro, so pena de hundirse el mundo en un caos, precediendo una conflagración
espantosa.
Cada
época ha sufrido sus males, y ha tenido más o menos cercanas mudanzas
profundas; cada época se ha encontrado con necesidades, o del todo
desatendidas, o mal satisfechas; cada época ha llevado en su seno un germen de
muerte para lo existente, que debía ceder su puesto a lo que se encerraba en el
porvenir. Añadiré, además, que dudo mucho que los tiempos presentes deban en
nada posponerse a los pasados, considerando los pueblos civilizados en general,
y prescindiendo de dolorosas excepciones que por necesidad deberán ser
pasajeras; y me inclino a creer que no son mayores nuestros males, sino que se
abultan en gran manera por dos motivos: 1º Porque reflexionamos demasiado sobre
ellos; semejantes al enfermo que aguza sus dolencias haciéndolas objeto
continuo de sus pensamientos y palabras. 2º A causa de que tenemos mayor
libertad para quejarnos, así de viva voz como por escrito, añadiéndose,
además, que la prensa, no siempre con recta intención, lo exagera todo.
Se
habla, por ejemplo, de pauperismo; convengo en que es una llaga dolorosa y que
merece llamar la atención de todos los hombres amantes de la humanidad; pero lo
que desearía saber es qué resultado nos daría el mismo asunto, si lo
examinásemos con relación a los tiempos que nos precedieron. ¿Qué mayor y
más doloroso pauperismo que la antigua esclavitud? Ni en el número de los
infelices, ni en el grado de su infelicidad, ¿es comparable aquel estado con el
de las clases inferiores de nuestra época? Ya sé que algunos se han adelantado
a decir que la suerte de los esclavos negros es preferible a la de nuestros
jornaleros; no negaré que, si se consideran no más que algunos extremos
excepcionales, así en el bien como en el mal; si se torna un esclavo negro, a
quien le haya cabido un amo racional, prudente, compasivo, que se guíe por las
inspiraciones de la sana razón y de la caridad cristiana, y se le compara con
alguno de los jornaleros más desgraciados, se podrá sostener quizás el
parangón; pero, hablando en general, y poniendo de una parte la masa de los
esclavos negros, y de otra la de los jornaleros europeos, ¿será preferible la
suerte de aquéllos a la de éstos? ¿Podrá ni siquiera comparársele? No lo
creo; y, aun cuando no fuera dable señalar hechos positivos, que por cierto no
faltan, bastaría la simple consideración de la naturaleza de las cosas para no
dejar indeciso el juicio.
Cuando,
abolida la esclavitud en Europa, le sucedió el feudalismo, durando largos
siglos con más o menos pretensiones, no creo tampoco que la clase pobre se
hallase en mejor estado del en que actualmente se encuentra: léase la historia
de aquellos tiempos, y no quedará sobre esto ninguna duda. Figurémonos por un
momento que las innumerables legiones de folletistas, periodistas y escritores
de obras que actualmente inundan los países civilizados, hubiesen aparecido de
repente en medio del feudalismo; que hubiesen podido recorrer el castillo del
orgulloso señor, examinando sus cómodos aposentos, su lujoso aparato; que le
hubiesen visto salir a una partida de caza, con sus briosos caballos, sus
gallardas escuderos, sus innumerables perros, insultando con la riqueza de sus
aderezo la miseria y la desnudez de sus vasallos; que hubiesen presenciado las
injustas exigencias, las arbitrariedades, la crueldad con que vejaban a sus
súbditos; y supongamos por un momento que en las reducidas poblaciones que
allá y acullá se andaban formando, y que conquistaban tan trabajosamente su
independencia, hubiesen aparecido por ensalmo las prensas de París y de
Londres, y, aprendiendo también de repente los pueblos a leer, se hubiesen
hallado con infinitos escritos donde se narrasen y pintasen con los colores que
suponer se dejan, las violencias, las injusticias, el destemplado lujo de los
señores, y la opresión, la miseria, las calamidades de los vasallos: ¿no os
parece que el cuadro resultaría negro, que un clamor general se levantaría de
los cuatro ángulos de la tierra, pidiendo venganza? ¿No os parece que se
pondría también de acuerdo todo el mundo en que jamás fueron mayores los
males de la humanidad; que jamás fue más urgente aplicarle un remedio, que
jamás fue más necesaria, más inminente, una profunda mudanza en la
organización social?
Volvamos
la medalla y miremos su reverso: imaginémonos que en nuestro siglo callan de
repente la prensa y la tribuna, que se desvía de la política la atención
pública, que no se piensa en las cuestiones sobre la organización social, que
los amos se ocupan únicamente de sus negocios, los jornaleros de su trabajo,
que nadie cuida de contar cuántos pobres hay en Inglaterra, en Francia y los
demás países, que no circulan las narraciones de los padecimientos de las
clases menesterosas, con el cálculo de las onzas de pan o de patatas que tocan
al infeliz trabajador o a sus hijos, y con la descripción de la triste y
mugrienta habitación en que se ve precisado a albergarse, y que, con todo,
siguiese como ahora el movimiento de la industria, y se ocupasen los mismos
brazos, y fuesen los mismos los salarios, y el mismo el precio de los alimentos
y vestidos, ¿no es claro que nuestro estado social no se mostraría con tan
negros colores, ni veríamos tan amenazador el porvenir?
Véase
pues, mi estimado amigo, con cuánta razón he dicho que nuestros males eran
mayores porque pensábamos demasiado en ellos, porque, hay mil medios y motivos
de recordarlos, de exagerarlos, y porque el estado actual de la civilización
lleva necesariamente consigo el acto reflejo de ocuparse en sí misma. Y no crea
V. que yo esté mal avenido con que se dé la conveniente publicidad a los
sufrimientos del pobre, ni que desee que se imponga silencio a la clase que
sufre, para que no cause siquiera el padecimiento de algunas molestias y
zozobras a la clase que goza; sólo he querido indicar un carácter de nuestra
época, señalando la razón de que parezca tener otras particularidades, que se
le atribuyen como propias, no obstante, de serle comunes con todas las que la
han precedido. Que, por lo tocante a las simpatías en favor de la clase
menesterosa, a nadie cedo; y, respetando como es debido la propiedad y demás
legítimas ventajas de las clases altas, no dejo de conocer la sinrazón y la
injusticia que a menudo las deslustra y las daña.
Me
inclino a creer que, si V. no ha adoptado mis opiniones en todas sus partes, al
menos convendrá en que no son para desatendidas, supuestos los argumentos en
que las he apoyado; y estoy seguro de que en adelante, se parará V. algo más
en el verdadero sentido de la palabra transición, y no le dará tanta
importancia como antes le concedía. Ciertamente no alcanzo cómo se ha podido
meter tanto ruido con estas y otras expresiones semejantes, cuando, bien
analizadas, no se encuentra que signifiiquen otra cosa que la instabilidad de
las cosas humanas: instabilidad cuyo conocimiento no data ciertamente de los
tiempos modernos.
Así,
tampoco concibo cómo se atreven algunos a pronosticar la muerte del
catolicismo, fundándose en que el nuevo estado a que van a pasar las
sociedades, no podrá consentir ni los dogmas ni las formas de esta religión
divina; como si el mundo hubiese permanecido durante diez y ocho siglos sin
ninguna clase de mudanza; como si la fe y las augustas instituciones que nos
dejó Jesucristo, necesitasen para conservarse de las obras del hombre.
¿Acaso
la organización social del primer siglo del cristianismo no era muy diferente
de la del tiempo de Teodosio el Grande? ¿Acaso la Europa de los bárbaros se
parecía en nada a la Europa del imperio? ¿Acaso la época del feudalismo se
asemejaba a los trastornos de la irrupción de las hordas del Norte, ni la
prepotencia de los barones a la pujanza de la monarquía? ¿Acaso el siglo de
Francisco I fue el siglo de Luis XIV, ni éste el de Luis Felipe? Verificáronse
en ese espacio de diez y ocho siglos revoluciones colosales, pasaron sobre la
sociedad europea vicisitudes innumerables, la vida pública y privada de los
pueblos se modificó, se cambió de mil maneras; y, sin embargo, la religión,
permaneciendo la misma, sin prestarse a ninguna de aquellas transacciones que la
destruirían por su base, ha podido y sabido acomodarse a lo que demandaba la
diversidad de tiempos y de circunstancias; sin hacer traición a la verdad, no
ha perdido de vista el curso de las ideas; sin sacrificar a las pasiones la
santidad de la moral, ha tenido en cuenta las mudanzas de los hábitos y de las
costumbres; sin alterar su organización interior en lo que tiene de inalterable
y de eterno, ha creado infinita variedad de instituciones acomodadas a las
necesidades de los pueblos sometidos a su fe.
Ignora
V. estos hechos, mi estimado amigo? ¿hay en ellos algo que consienta ni disputa
siquiera? Deje V., pues, esas palabras vanas que nada significan, que sólo
sirven a nutrir con vagas generalidades ese fatal estado de duda y de
escepticismo que es la verdadera agonía del espíritu. Bien conoce V. que no
aborrezco el progreso de la sociedad, que lo miro como un beneficio de la
Providencia, que no soy pesimista, ni me complazco en condenar todo cuanto
existe y todo cuanto se columbra en el porvenir; pero deseo que se distinga lo
bueno de lo malo, la verdad del error, lo sólido de lo fútil; deseo hacer lo
que Vds, los escépticos nos exigen, y que, sin embargo, no practican: examinar
con buena fe, juzgar con imparcialidad. Queda de V. su affmo. Q.
B. S. M.
J.
B