Por Jaime Balmes
Sencilla
demostración de la existencia de Dios. Eternidad de las penas del infierno.
Errado método que suelen seguir en las disputas los enemigos de la religión. Método que debiera observarse. Dogma de la Iglesia sobre la eternidad de las penas. La misericordia no excluye la justicia. El sentimiento. Abuso que de él se hace. Reflexión sobre su influencia en los errores de nuestra época. Aplicación al dogma de la eternidad de las penas. Razones naturales que apoyan al dogma. Imposibilidad de comprender los misterios. Nuestra ignorancia hasta en las cosas naturales. La duración eterna y la temporal. El purgatorio. Observaciones sobre un carácter distintivo del hombre en esta vida con respecto a las cosas futuras. Necesidad de una impresión aterradora. La explicación filosófica. Los frailes y los poetas. Magnífico pasaje de Virgilio.
Mi
querido amigo: Cuando, según me indica V. en su última, veo que llegaremos a
entablar una seria disputa sobre materias religiosas, me ha llenado de indecible
consuelo la seguridad que me da V. de no haber llegado su extravío al extremo
de poner en duda la existencia de Dios: esto allana sobremanera el camino a la
discusión, pues que no es posible dar en ella un solo paso sin estar de acuerdo
sobre esta verdad fundamental. Y no sin motivo he querido cerciorarme de las
ideas que sobre este particular profesaba usted; pues que nunca podré olvidar
lo que me sucedió con otro escéptico, de quien sospechando yo si tal vez hasta
ponía en duda la existencia de Dios, o si al menos no la concebía tal como es
menester, y dirigiéndole en consecuencia algunas preguntas, me salió con una
extraña ocurrencia, que fuera chistosa, a no ser sacrílega. Advirtiéndole yo
que ante toda discusión era necesario estar los dos de acuerdo sobre este
punto, me respondió con la mayor serenidad que imaginarse pueda: «me parece
que podemos pasar adelante; porque opino que es de poca importancia el aclarar
si Dios es una cosa distinta de la naturaleza, o si es la misma naturaleza».¡A
tanto llega la confusión de ideas trastornadas por la impiedad, y este hombre,
por otra parte, era de más que mediana instrucción, y de ingenio muy
despejado!
Desde
luego le doy a V. mil satisfacciones por haberme atrevido a indicarle mis
recelos en este punto, bien que difícilmente me arrepiento de semejante
conducta, porque cuando menos ha producido un gran bien, cual es, el que V. se
explica sobre este particular de tal modo, que, revelando mucho buen sentido, me
hace concebir grandes esperanzas de que no serán estériles mis esfuerzos. Una
y mil veces he leído aquellas juiciosas palabras de su apreciada, en las que
expone el punto de vista desde el cual considera esta importante verdad.
Permítame V. que se las reproduzca en la mía, y que le recomiende
encarecidamente que no las olvide jamás. «Nunca me he devanado mucho los sesos
en buscar pruebas de la existencia de Dios; la historia, la física, la
metafísica, servirán para esta demostración todo lo que se quiera; pero yo
confieso ingenuamente que para mi convicción no he menester tanto aparato
científico. Saco la muestra de mi faltriquera, y al contemplar su curioso
mecanismo y su ordenado movimiento, nadie sería capaz de persuadirme de que
todo aquello se ha hecho por casualidad, sin la inteligencia y el trabajo de un
artífice: el universo vale, a no dudarlo, algo más que mi muestra; alguien,
pues, debe de haber que lo haya fabricado. Los ateos me hablan de casualidad, de
combinaciones de átomos, de naturaleza, y de qué se yo cuántas cosas; pero,
sea dicho con perdón de estos señores, todas estas palabras carecen de
sentido.» Nada tengo que advertir a quien con tanto pulso aprecia el valor de
los dos sistemas; estas palabras tan sencillas como profundas, las estimo yo en
más que un tomo lleno de razones.
Pasando
al punto de que me habla V. en su apreciada, comenzaré por decirle que me ha
hecho gracia el que V. abra la discusión religiosa, atacando el dogma de la
eternidad de las penas. No esperaba yo que acometiera V. tan pronto por este
flanco; y, vaya dicho entre los dos, esta anomalía me ha dado a entender que V.
le ha cobrado al infierno un poquito de miedo. La cosa no es para menos, y el
negocio es grave, urgente: de aquí a pocos años hay que saber por experiencia
propia lo que hay sobre este particular, y dice V. muy bien que para los que se
engañan en esta materia, el chasco debe de ser pesado en demasía».
No
tengo dificultad en abordar por este lado las cuestiones religiosas; pero no
puedo menos de observar que no es éste el mejor método para dejarlas aclaradas
cual conviene. Las doctrinas católicas forman un conjunto tan trabado, y en que
se nota tan recíproca dependencia, que no se puede desechar una sin desecharlas
todas, y, al contrario, admitidos ciertos puntos capitales, es imposible
resistirse a la admisión de los demás. Sucede muy a menudo que los
impugnadores de esas doctrinas escogen por blanco una de ellas, tomándola en
completo aislamiento, y amontonando las dificultades que de suyo presenta,
atendida la flaqueza del entendimiento del hombre. «Esto es inconcebible,
exclaman; la religión que lo enseña no puede ser verdadera»; como si los
católicos dijésemos que los misterios de nuestra religión están al alcance
del hombre; como si no estuviéramos asegurando continuamente que son muchas las
verdades a cuya altura no puede elevarse nuestra limitada comprensión.
Al
leer u oír la relación de un fenómeno o suceso cualquiera, nos informamos
ante todo de la inteligencia y veracidad del narrador; y, en estando bien
asegurados, por este lado, por más extraña que la cosa contada nos parezca, no
nos tomamos la libertad de desecharla. Antes que se hubiese dado la vuelta al
mundo, pocos eran los que comprendían cómo era posible que volviese por
oriente la nave que había dado la vela para occidente; pero ¿bastaba esto para
resistirse a dar crédito a la narración de Sebastián de Elcano, cuando
acababa de dar cima a la atrevida empresa del infortunado Magallanes? Si,
levantándose del sepulcro uno de nuestros mayores, oyera contar las maravillas
de la industria en los países civilizados, ¿debería, por ventura, andar
mirando detalladamente la relación que se le hace de las funciones de esta o
aquella máquina, de los agentes que la impulsan, de los artefactos que produce,
y desechar en seguida lo que a él le pareciese incomprensible? Por cierto que
no: y, procediendo conforme a razón y a sana prudencia, lo que debiera hacer
sería asegurarse de la veracidad de los testigos, examinar si era posible que
ellos hubiesen sido engañados, o si podrían tener algún interés en engañar;
y, cuando estuviese bien cierto de que no mediaba ninguna de estas
circunstancias, no podría, sin temeridad, rehusar el asenso a lo que se le
refiriera, por más que a él le fuera inconcebible, y le pareciese que pasaba
los límites de la posibilidad.
De
una manera semejante conviene proceder cuando se trata de materias religiosas:
lo que se debe examinar es si existe o no la revelación, y si la Iglesia es o
no depositaria de las verdades reveladas: en teniendo asentadas estas dos bases,
¿qué importa que este o aquel dogma se muestren más o menos plausibles, que
la razón se halle más o menos humillada, por no llegar a comprenderlos?
¿Existe la revelación? ¿Esta verdad es revelada? ¿Hay algún juez competente
para decidirlo? ¿Qué dice sobre el dogma en cuestión el indicado juez? He
aquí el orden lógico de las ideas, he aquí el orden lógico de las
cuestiones, he aquí la manera de ilustrarse sobre estas materias: lo demás es
divagar, es exponerse a perder tiempo en disputas que a nada conducen.
Lejos
de mí el intento de huir, por medio de estas observaciones, el cuerpo a la
dificultad; pero nunca habrá sido fuera del caso el emitirlas para que se
tengan presentes cuando sea menester. Voy al punto de la dificultad. Dice V. que
«se le hace muy cuesta arriba el dar crédito a lo que nos están enseñando
los predicadores sobre las penas del infierno, y que repetidas veces ha oído
cosas que de puro horribles rayaban en ridículas». Resérvome para más allá
el decirle a V. cosas curiosas sobre esos horrores; por ahora, y no sabiendo a
punto fijo cuáles son los motivos de queja que tiene V. sobre el particular, me
contentaré con advertir que nada tiene que ver el dogma católico con esta o
aquella ocurrencia que haya podido venirle a un orador. Lo que enseña la
Iglesia es que los que mueren en mal estado de conciencia, es decir, en
pecado grave, sufren un castigo que no tendrá fin. He aquí el dogma; lo
demás que puede decirse sobre el lugar de este castigo , sobre el grado y la
calidad de las penas, no es de fe: pertenece a aquellos puntos sobre los que es
lícito opinar en diferentes sentidos, sin apartarse de la fe católica. Lo que
sí sabemos, pues que la Escritura lo dice expresamente, es que estas penas
serán horrorosas: y bien, ¿para qué necesitamos saber lo demás? ¡Penas
terribles, y sin fin!... ¿No basta esta sola idea para dejarnos con escasa
curiosidad sobre el resto de las cuestiones que aquí se pueden ofrecer?
«¿Cómo
es posible, dice V., que un Dios infinitainente misericordioso castigue con
tanto rigor?» ¿Cómo es posible, contestaré, yo, que un Dios infinitamente
justo no castigue con tanto rigor, después de haber procurado llamarnos al
camino de la salvación por los muchos medios que nos proporciona durante el
curso de nuestra vida? Cuando el hombre ofende a Dios, la criatura ultraja al
Criador, el ser finito al Ser infinito; esto reclama, pues, un castigo en cierto
modo infinito. En el orden de la justicia humana es más o menos criminal el
atentado, según es la clase y la categoría de la persona ofendida: ¿con qué
horror es mirado el hijo que maltrata a sus padres? ¿qué circunstancia más
agravante que la de ofender a una persona en el acto mismo en que nos está
dispensando un beneficio? Pues bien, aplíquense estas ideas; adviértase que en
la ofensa del hombre a Dios hay la rebelión de la nada contra un Ser infinito,
hay la ingratitud del hijo con el padre, hay el desacato del súbdito contra su
supremo Señor, de una débil criatura contra el Soberano de cielo y tierra:
¡cuántos motivos para afear la culpa! ¡Cuántos títulos para aumentar la
severidad de la pena! Por un simple acto contra la vida o la propiedad de un
individuo, castiga la ley humana al reo con la pena de muerte; es decir, con la
mayor de las penas que sobre la tierra existen, esforzándose en cierto modo en
aplicar un castigo infinito, pues que priva al ajusticiado de todos los bienes
de la sociedad para siempre; ¿por qué, pues, el Juez Supremo no podrá
castigar también al culpable con penas que duren para siempre? Y nótese bien
que la justicia humana no se satisface con el arrepentimiento; consumado el
crimen, le sigue la pena, y no basta que el criminal haya mudado de vida; Dios
pide un corazón contrito y humillado; no quiere la muerte del pecador, sino que
se convierta y viva, y no descarga sobre el delincuente el golpe fatal sin
haberle puesto a la vista la vida y la muerte, sin haberle dejado la elección,
sin haberle ofrecido la mano con cuya ayuda pudiera apartarse del borde del
precipicio. ¿A quién, pues, podrá culpar el hombre sino a sí mismo? ¿Qué
tienen de repugnante ni de cruel esas ideas? Fácil es alucinar a los incautos,
pronunciando enfáticamente los nombres de eternidad de penas y de misericordia
infinita; pero examínese a fondo la materia; atiéndase a todas las
circunstancias que la rodean, y se verán desaparecer como el humo las
dificultades que a primera vista se habían ofrecido. El secreto de los sofismas
más engañosos consiste en el artificio de presentar los objetos no más que
por un lado; de aproximar de golpe dos ideas, que, si parecen contradictorias,
es porque no se atiende a las intermedias que las enlazan y hermanan. Es fácil
observar que los autores más célebres entre los enemigos de la religión,
resuelven a menudo las cuestiones más graves y complicadas con una salida
ingeniosa, o una reflexión sentimental. Ya se ve, como todas las cosas
presentan tan diferentes aspectos, no es difícil a un ingenio perspicaz coger
dos puntos cuyo contraste hiera vivamente el ánimo de los lectores; y, si a
esto se añade algo que pueda interesar el corazón, no cuesta mucho trabajo dar
al traste, en el ánimo de los incautos, con el sistema de doctrinas más bien
cimentado.
Ya
que acabo de mentar el sentimentalismo, no puedo pasar por alto el abuso que se
hace de este linaje de argumentos, dirigiéndose al corazón en muchos casos en
que sólo se debe hablar al entendimiento. Así, en el asunto que nos está
ocupando, ¿cómo resiste un corazón sensible al horrendo espectáculo de un
infeliz condenado a padecer para siempre? Se ha dicho que los grandes
pensamientos salen del corazón; y en esto, como en todas las proposiciones
demasiado generales, hay una parte de verdad y otra de falsedad; porque, si bien
es indudable que en muchas cosas es el sentimiento un excelente auxiliar para
comprender a fondo ciertas verdades, también lo es que no debe nunca tomársele
por principal guía, y que no se le ha de permitir jamás que llegue a dominar
los eternos principios de la razón. Los derechos y deberes de padres e hijos,
de marido y mujer, y todas las relaciones de familia, no se comprenderán
quizás tan perfectamente si, analizados a la sola luz de una filosofía
disecante, no se escuchan, al propio tiempo, las inspiraciones del corazón;
pero, en cambio, también se trastornarán los sanos principios de la moral, y
se introducirá el desorden en las familias, si, prescindiendo de los severos
dictámenes de la razón, sólo nos empeñamos en regirnos por lo que nos
sugiere la volubilidad de nuestros afectos.
Mucho
me engaño si no se encuentra aquí uno de los más fecundos manantiales de los
errores de nuestra época. Si bien se observa, el espíritu humano esta
atravesando un período, que tiene por carácter distintivo el desarrollo
simultáneo de todas las facultades. Éstas pierden quizá bajo ciertos
aspectos, absorbiendo una gran porción de las fuerzas y energía que en otra
situación corresponderían a las otras; pero la que gana indudablemente es el
sentimiento; no en la parte que tiene de desprendimiento y elevación, sino en
cuanto es un placer, un goce del alma. Así notamos que no prevalece en la
literatura la imaginación, ni tampoco el discurso, sino el sentimiento en sus
más raros y extravagantes matices, llamando en su auxilio la razón y la
fantasía, no como amigos, sino como dependientes. De donde resulta que la
filosofía se resiente también del mismo defecto, y que de su tribunal rara vez
salen bien librados los austeros principios de la moral eterna. Este sentimiento
muelle se esfuerza en divinizar el goce, busca una excusa a todas las acciones
perversas, califica de deslices los delitos, de faltas las caídas más
ignominiosas, de extravíos los crímenes; procura desterrar del mundo toda idea
severa, ahoga los remordimientos, y ofrece al corazón humano un solo ídolo, el
placer; una sola regla, el egoísmo.
Ya
ve V., mi querido amigo, que la existencia del infierno no se aviene con tanta
indulgencia; pero el error de los hombres no destruye la realidad de las cosas;
si el infierno existía en tiempo de nuestros padres, existe todavía en el
nuestro; y en nada inmutan el hecho, ni la austeridad de los pensamientos de los
antepasados, ni la indulgencia y molicie de los nuestros. Cuando el hombre se
separe de esta carne mortal, se encontrará en presencia del Supremo Juez, y
allí no llevará por defensor el mundo. Estará solo, con su conciencia
desplegada, patente a los ojos de Aquel a cuya vista nada hay invisible, nada
que pueda ocultarse.
Estas
reflexiones sobre la relación entre el carácter del desarrollo del espíritu
humano en este siglo, y las ideas que han cundido en contra de la eternidad de
las penas, son susceptibles de muchas aplicaciones a otras materias análogas.
El hombre ha creído poder cambiar y modificar las leyes divinas, del modo que
lo hace con la legislación humana, y como que se ha propuesto introducir en los
fallos del Soberano Juez la misma suavidad que ha dado a los de los jueces
terrenos. Todo el sistema de legislación criminal tiende claramente a disminuir
las penas, haciéndolas menos aflictivas, despojándolas de todo lo que tienen
de horroroso, y economizando al hombre los padecimientos tanto como es posible.
Más o menos, todos cuantos en esta época vivimos, estamos afectados de esta
suavidad: la pena de muerte, los azotes, todo cuanto trae consigo una idea
horrorosa o aflictiva, es para nosotros insoportable; y se necesitan todos los
esfuerzos de la filosofía, y todos los consejos de la prudencia, para que se
conserven en los códigos criminales algunas penas rigurosas. Lejos de mí el
oponerme a esta corriente; y ojalá fuera hoy el día en que la sociedad no
hubiese menester para su buen orden y gobierno el hacer derramar sangre ni
lágrimas; pero quisiera también que no se abusase de este exagerado
sentimentalismo, que se notase que no es todo filantropía lo que bajo este velo
se oculta, y que no se perdiese de vista que la humanidad bien entendida es algo
más noble y elevado que aquel sentimiento egoísta y débil que no nos permite
ver sufrir a los otros, porque nuestra flaca organización nos hace partícipes
de los sufrimientos ajenos. Tal persona se desmaya a la vista de un desvalido, y
tiene las entrañas bastante duras para no alargarle una pequeña limosna.
¿Qué son en tal caso la sensibilidad y la humanidad? La primera, un efecto de
la organización; la segunda, puro egoísmo.
Pero
no mira Dios las cosas con los ojos del hombre, ni están sometidos sus
inmutables decretos a los caprichos de nuestra enfermiza razón: y no cabe mayor
olvido de la idea que debemos formarnos de un Ser eterno e infinito, que el
empeñarnos en que su voluntad se haya de acomodar a nuestros insensatos deseos.
Tan acostumbrado está el presente siglo a excusar el crimen, a interesarse por
el criminal, que se olvida de la compasión que, con título sin duda más
justo, es debida a la víctima; y de buena gana dejaría a ésta sin reparación
de ninguna clase, con el solo objeto de ahorrar a aquél los sufrimientos que
tiene merecidos. Táchese cuanto se quiera de duro y cruel el dogma sobre la
eternidad de las penas, dígase que no puede conciliarse con la Misericordia
divina tan tremendo castigo; nosotros responderemos que tampoco puede componerse
con la divina Justicia, ni con el buen orden del universo, la falta de ese
castigo; diremos que el mundo estaría encomendado al acaso; que en gran parte
de sus acontecimientos se descubriera la más repugnante injusticia, si no
hubiese un Dios terriblemente vengador, que está esperando al culpable más
allá del sepulcro, para pedirle cuenta de su perversidad durante su
peregrinación sobre la tierra.
¿Y
qué? ¿No vemos a cada paso ufana y triunfante la injusticia, burlándose del
huérfano abandonado, del desvalido enfermo, del pobre andrajoso y hambriento,
de la desamparada viuda, e insultando con su lujo y disipación la miseria y
demás calamidades de esas infelices víctimas de sus tropelías y despojos?
¿No contemplamos con horror padres sin entrañas, que con su conducta disipada
llenan de angustia la familia de que Dios les ha hecho cabezas, llevando al
sepulcro a una consorte virtuosa, dejando a sus hijos en la miseria, y no
transmitiéndoles otra herencia que el funesto recuerdo y los dañosos
resultados de una vida escandalosa? ¿No se encuentran a veces hijos
desnaturalizados, que insultan cruelmente las canas de quien les diera el ser,
que le abandonan en el infortunio, que no le dirigen jamás una palabra de
consuelo, y que con su desarreglo y su insolente petulancia abrevian los días
de una afligida ancianidad? ¿No se hallan infames seductores que, después de
haber sorprendido el candor y mancillado la inocencia, abandonan cruelmente a su
víctima, entregándola a todos los horrores de la ignominia y de la
desesperación? La ambición, la perfidia, la traición, el fraude, el
adulterio, la maledicencia, la calumnia y otros vicios que tanta impunidad
disfrutan en este mundo, donde tan poco alcanza la acción de la justicia, donde
son tantos los medios de eludirla y sobornarla, ¿no han de encontrar un Dios
vengador que les haga sentir todo el peso de su indignación? ¿no ha de haber
en el cielo quien escuche los gemidos de la inocencia cuando demanda venganza?
Que
no es verdad, no, que el culpable experimente ya en esta vida todo lo bastante
para el castigo de sus faltas; atorméntanle, sí, los remordimientos roedores,
agréganse las enfermedades que sus desarreglos le han acarreado, abrúmanle las
desastrosas consecuencias de su perversa conducta; pero tampoco le faltan medios
para embotar algún tanto el punzante estímulo de su conciencia, tampoco carece
de artificios para neutralizar los malos efectos de sus bacanales, tampoco
escasea de recursos para salir airoso de los malos pasos a que sus extravíos le
conducen. Y, además, ¿qué son estos padecimientos del malvado en comparación
de los que sufre también el justo? Las enfermedades le abruman, la pobreza le
acosa, la maledicencia y la calumnia le denigran, la injusticia le atropella, la
persecución no le deja sosiego; las tribulaciones de espíritu se agregan
también, y, semejante al divino Maestro, sufre en esta vida los tormentos, las
angustias, el oprobio de la cruz. Si su paciencia es mucha, si acierta a
resignarse como verdadero cristiano, hace algún tanto más llevaderos sus
padecimientos; pero no deja por esto de sentirlos, y a menudo más duros de los
que han caído sobre el hombre manchado con cien crímenes. Sin las penas y los
premios de la otra vida, ¿donde está la justicia? ¿dónde la Providencia?
¿dónde el estímulo para la virtud, y el freno para el vicio?
Pregúntame
V., mi estimado amigo, si comprendo perfectamente cuál es el objeto que Dios se
pueda proponer en prolongar por toda la eternidad las penas de los condenados; y
adelántase a contestar a la razón que podía señalarse de que así se
satisface la divina Justicia, y se aparta a los hombres del camino del vicio,
con el temor de tan horrendo castigo. Dice V., por lo tocante al primer punto,
«que jamás ha podido concebir la razón de tanto rigor; y que, aun cuando no
deja de columbrar la relación que existe entre la eternidad de la pena y la
especie de infinidad de la ofensa por la cual se impone, sin embargo, le queda
todavía alguna obscuridad que no acierta a disipar.» Muy errado anda V., mi
apreciado amigo, si se imagina que a todos los demás no les sucede lo mismo;
pues que sabido es que el entendimiento humano se anubla, tan pronto como toca
en los umbrales de lo infinito. De mí sabré decir que tampoco concibo estas
verdades con entera claridad; y que, por más firme certeza que de ellas
abrigue, no puedo lisonjearme que se presenten a mi espíritu con aquella
evidencia que las pertenecientes a un orden finito y puramente humano; pero,
lejos de que me desanime esta niebla, que procede al propio tiempo de la
debilidad de nuestros alcances, y de la sublime naturaleza de los objetos, he
considerado repetidas veces que, si por este motivo debiera negar mi asenso, no
podría prestarle tampoco a muchas otras verdades de las que me sería imposible
dudar, aunque en ello me esforzara. Estoy seguro de la creación, no sólo por
lo que me enseña la religión revelada, sino también por lo que me dicta la
razón natural: y, no obstante, cuando medito sobre ella, cuando quiero formarme
una idea clara y distinta de aquel acto sublime en que Dios dijo: hágase la
luz, y la luz fue hecha, siéntese mi entendimiento con cierta flaqueza,
que no le permite comprender con toda perfección el tránsito del no ser al
ser. Estoy cierto, y V. conmigo, de la existencia de Dios, de su infinidad,
eternidad, inmensidad, y demás atributos; pero, ¿nos es dado acaso formarnos
ideas bien claras de lo que por estos nombres se expresa? Es bien seguro que no;
y lea usted todo cuanto han escrito sobre ello los teólogos y filósofos más
esclarecidos, y echará de ver que, más o menos, adolecían del mismo achaque
que nosotros.
Si
quisiera dar más amplitud a estas reflexiones, fácil sería encontrar mil y
mil ejemplos de esta debilidad de nuestro entendimiento, hasta en las cosas
físicas y naturales; pero esto me empeñaría en largas discusiones sobre las
ciencias humanas, alejándome del principal objeto. Además, que no dudo
bastará lo dicho para dejar sentado que no debe hacer mella en un espíritu
sólido esta obscuridad de que están rodeados a nuestra vista algunos objetos;
y que, mientras sobre ellos podamos adquirir por conducto seguro la competente
certeza, no conviene abstenerse de prestar asenso por el solo asomo de algunas
dificultades más o menos graves, más o menos embarazosas.
No
son muchas las materias en que pueden señalarse, en apoyo de una verdad,
razones más satisfactorias que las arriba indicadas en pro de la justicia de la
eternidad de las penas; sea cual fuere el concepto que V. forme de mis
reflexiones, al menos no podrá negarme que no son para despreciadas por el
simple obstáculo de una dificultad, que más bien se funda en un
sentimentalismo exagerado que en un raciocinio sólido y convincente. Por tanto,
sólo me resta recordarle que no se trata de saber si nuestro entendimiento
comprende o no con toda claridad el dogma del infierno, sino de averiguar si en
realidad este dogma es verdadero y si los fundamentos en que le apoyamos sus
sostenedores tienen las señales características que puedan convencer de que
realmente ha sido revelado por Dios. ¿De qué nos serviría el comprenderlo
más o menos claramente, si tuviésemos el tremendo infortunio de haberle de
sufrir?
Por
lo que toca al segundo punto que V. indica en su apreciada, no estoy de acuerdo
en que una pena de duración limitada pudiese ejercer sobre el ánimo de los
hombres una impresión equivalente, y de idénticos resultados, en cuanto al
arreglo de la conducta. Pretende V. que, en estando acompañada la pena de mucha
duración, o de un tormento muy terrible, bastaría para enfrenar las pasiones,
poniéndose un límite a los malos deseos; con cuya observación se da por el
pie a la razón que señalamos los cristianos de que la existencia del infierno
es una salvaguardia de la moral. Pero a mí me parece que V. no ha sondeado lo
suficiente este asunto, y no ha reparado en que, si bien es verdad que la idea
del tormento nos espanta y aterra cuando se ha de sufrir en esta vida, nos causa
muy ligera impresión si se ha de reservar para la otra. Dos pruebas daré de
esto, una experimental, otra científica.
El
dogma del purgatorio lleva ciertamente una idea terrible; y así los libros de
devoción, como los predicadores, están pintando continuamente aquel lugar de
expiación con los colores más espantosos. Los fieles lo creen así; lo están
oyendo sin cesar, oran por los parientes y amigos difuntos, que pueden estar
detenidos en él; pero, hablando ingenuamente, ¿es mucho el miedo que se tiene
al purgatorio? Por sí solo, ¿fuera un dique bastante robusto para oponerse al
ímpetu de las pasiones? Dígalo cada cual por experiencia propia: díganlo
también por la ajena, cuantos han tenido ocasión de observarlo. Las penas que
para aquel lugar se nos anuncian son terribles, es verdad; su duración puede
ser mucha, es cierto; el alma no saldrá de allí hasta haber pagado el último
cuadrante, no tiene duda; pero aquella pena tendrá fin, estamos seguros de que
no puede durar siempre, y, colocados en medio del riesgo de largos padecimientos
en la otra vida, y de la necesidad de suportar leves molestias en la presente,
repetidas veces preferimos aventurarnos a lo primero para preservarnos de lo
segundo.
De
esto, que la experiencia nos está mostrando a cada paso, nos señala la razón
las causas; bastando para conocerlas una sencilla consideración de la
naturaleza humana. Mientras vivimos en esta tierra, se halla nuestro espíritu
unido al cuerpo, que nos transmite sin cesar las impresiones de todo cuanto le
rodea. Posee, a la verdad, nuestra alma algunas facultades que, elevadas por
naturaleza sobre todo lo corpóreo y sensible, se rigen por otros principios,
versan sobre más altos objetos, y habitan, por decirlo así, en una región que
de suyo nada tiene que ver con todo cuanto existe material y terreno. Sin
desconocer, empero, la dignidad de estas facultades, ni la altura de la región
en que moran, menester es confesar que es tal la influencia que sobre las mismas
ejercen las otras de un orden inferior, que a menudo las hacen descender de su
elevación, y, en vez de obedecerlas como a señoras, las relucen a la clase de
esclavas. Cuando las cosas no lleguen a este extremo, resulta al menos con
demasiada frecuencia que las facultades superiores están sin funcionar, como
adormecidas; de suerte que el entendimiento columbra apenas como en obscura
lontananza las verdades que forman su más noble y principal objeto, y la
voluntad no se dirige tampoco al suyo sino, con el mayor descuido y flojedad.
Hay un infierno que temer, un cielo que esperar; pero todo esto está en la otra
vida, se reserva para una época más distante, son cosas que pertenecen a un
orden enteramente distinto, a un modo nuevo, en el cual creemos firmemente, pero
del que no recibimos impresiones directas, de momento; y así es que necesitamos
hacer un esfuerzo de concentración y reflexión para penetrarnos del inmenso
interés que para nosotros tienen, y de que en su comparación es nada todo
cuanto nos rodea. Viene, entre tanto, a herir nuestra imaginación, a excitar
nuestros sentimientos, algún objeto de la tierra, ora inspirándonos algún
temor, ora halagándonos con algún placer; el otro mundo desaparece a nuestros
ojos, como objeto que perdiéramos de vista en un remoto confín; el
entendimiento vuelve a caer en su entorpecimiento, la voluntad en su languidez;
y si uno y otra se excitan de nuevo es para contribuir al mayor desarrollo de
las otras facultades. El hombre se guía casi siempre por las impresiones de
momento; sacrifica lo venidero a lo presente; y, cuando pesa en la balanza de su
juicio las ventajas y los inconvenientes que una acción le puede acarrear, la
distancia o la proximidad de la realización de estos inconvenientes y ventajas
es una de las circunstancias más influyentes en su elección. ¿Cómo no ha de
suceder esto en lo tocante a los negocios de la otra vida, si se verifica lo
mismo con respecto a los de la presente? ¿No es infinito el número de los que
sacrifican las riquezas, el honor, la salud, la vida, a un placer de momento? Y
esto ¿por qué? Porque el objeto que halaga está presente, y los males,
distantes; y el hombre se hace la ilusión de evitarlos, o bien se resigna a
sufrirlos, como quien se arroja a un precipicio con los ojos vendados.
De
esto se infiere no ser verdad lo que V. afirma, que bastase el temor de una pena
muy duradera para que produjese un mismo o semejante efecto, que la eternidad
del infierno. No es verdad; antes al contrario, puede asegurarse que desde el
momento que se separase de la idea de las penas la de eternidad, perderían la
mayor parte de su horror, y quedarían reducidas a la misma línea que las del
purgatorio. Si los castigos de la otra vida han de producir un temor bastante a
contenernos en nuestras depravadas inclinaciones, han de tener un carácter
formidable, espantoso, que su mero recuerdo, ofreciéndose de vez en cuando a
nuestro espíritu, le produzca un saludable estremecimiento que dure aún en
medio de la disipación y distracciones de la vida como el pavoroso sonido del
sonoro metal que retiembla largo rato después de recibido el golpe.
No
pondré fin a esta carta sin contestar a la objeción insinuada por V., y de que
en apariencia se halla muy satisfecho, porque, según dice, «si bien no es más
que una conjetura, no puede negársele que es muy especiosa, muy filosófica, y
quizá no destituida de fundamento». Explica usted enseguida el sistema que tan
en gracia le ha caído, y que consiste en considerar el dogma del infierno como
una fórmula en que se expresa el pensamiento de intolerancia que preside a las
doctrinas y conducta de la Iglesia católica. Permítame V. que transcriba sus
propias palabras, que de esta suerte no mediará el peligro de una mala
inteligencia: «Ya se ve: se quería sujetar el entendimiento y el corazón del
hombre ciñéndolos con un aro de hierro; faltaban en lo humano los medios de
realizarlo, y ha sido preciso hacer intervenir la justicia de Dios. ¿No se
podría sospechar que los ministros de la religión católica, quizás más
engañados que engañadores, han apelado al recurso, común entre los poetas, de
desenlazar una situación complicada llamando en su auxilio algún Dios; ó,
hablando en términos literarios, empleando la máquina? Mucho me engaño si en
la pretendida justicia de un Dios inexorable no se trasluce el sacerdote
católico con su terquedad inflexible». Algo duro se muestra V., mi estimado
amigo, en el pasaje que acabo de insertar, y por más sorpresa que le hayan de
causar mis palabras, me atrevo a decirle que, lejos de encontrarle filosófico,
como acostumbra, le hallo aquí, primero muy inexacto, y después ligero en
demasía. Inexacto, porque supone que el dogma de la eternidad de las penas
pertenece exclusivamente a los católicos, cuando le profesan también los
protestantes; ligero, porque ha pretendido convertir en expresión del
pensamiento dominante en el cristianismo un hecho creído generalmente por el
humano linaje.
El
prurito, tan común de nuestra época hasta entre los escritores de primera
nota, de señalar una razón filosófica fundada en una observación nueva y
picante, le ha extraviado a V. de una manera lastimosa, haciéndole perder de
vista por un momento lo que no ignoran cuantos saben medianamente la historia.
En resumen, quería V. significar que esto era una invención de los sacerdotes
cristianos, bien que salvando su buena fe, con suponerles víctimas de una
ilusión; pero, ¿cómo ha podido olvidar que siglos antes de aparecer el
cristianismo estaba la creencia del infierno generalmente extendida y arraigada?
Algo
satírico está V. con los «buenos frailes que se complacen en asustar a niños
y mujeres con las horrendas descripciones de tormentos fraguados en
imaginaciones descompuestas y groseras; y que difícilmente puede suportar sin
reírse o sin fastidiarse un hombre de sana razón y de buen gusto.» Bien se
conoce que quiere V. hacer pagar caros a los pobres predicadores los ratos que
le llevaba al sermón su buena madre, y que sin duda hubiera V. empleado de
mejor gana en sus juegos y entretenimientos; pero, sea dicho sin ánimo de
ofender, y únicamente en defensa de la verdad, da V. aquí un solemne tropiezo,
en que sólo puede consolarle el tener muchos compañeros de infortunio, entre
los que se proponen burlarse con demasiada ligereza de los dogmas y prácticas
de nuestra religión. Y. se ríe de las exageraciones de los frailes en
esta materia, que se le hacen insuportables por descabelladas y de mal gusto;
pues bien, yo le emplazo a V. a que me cite la descripción que le parezca más
descabellada entre las que haya oído de boca de un predicador, y me obligo a
presentarle otra sobre el mismo objeto que no le irá en zaga a la primera, ni
en lo feo, ni en lo extravagante, ni en lo horrible. ¿Y sabe V. de quién
serán esas descripciones y rasgos? Nada menos que de Virgilio, de Dante, de
Tasso, de Milton. No advertía V. que a la espalda del buen capuchino a quien
tan despiadadamente acometía V., tropezaba con una reserva tan respetable en
materias de razón y de buen gusto. A veces la precipitación en el juzgar nos
es más dañosa que la misma ignorancia. Sucédenos a menudo que despreciamos
una expresión, en odio o desprecio de la persona que la dice; expresión que
nos pareciera admirable, si la oyésemos en boca de otro que nos inspirase más
respeto. Por esto decía graciosamente Montaigne que se divertía en sembrar en
sus escritos las sentencias de filósofos graves, sin nombrarlos; con la mira de
que sus lectores críticos, creyendo habérselas sólo con Montaigne, injuriasen
a Séneca, y dieran de narices sobre Plutarco.
No
es fácil decir a punto fijo la variedad de horrores del infierno, pero lo
cierto es que así cristianos como gentiles han convenido en mostrárnoslos con
espantosos colores. Virgilio no era ni fraile, ni predicador, ni cristiano, ni
escaseaba de buen gusto, y, sin embargo, difícil es reunir más
horrores de los que nos presenta, no sólo en el infierno, sino ya en el camino.
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Vestibulum
ante ipsum primisqne in faucibus Orci, |
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Lectus
et ultrices posuere cubilia curae; |
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Pellentesque
habitant Morbi, tristisque Senectus |
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Et
Metus, et malesuada Fames, et turpis Egestas, |
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Terribiles
visu formae: Letumque, Laborque: |
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Tum
consanguineus Leti Sopor, et mala mentis |
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Gaudia,
mortiferumque adverso in limine Bellum |
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Ferreique
Eumenidum thalami, et Discordia demens |
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Vipereum
crinem vittis innexa cruentis. |
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[...] |
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Multaque
praeterea variarum monstra ferarum. |
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Centauri
in foribus stabulant, Scyllaeque biformes, |
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Et
centum geminis Briareus, ac bellua Lernae |
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Horrendum
stridens flammisque armata Chimaera: |
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Gorgones,
Harpyaeque, et forma tricorporis umbrae. |
Antes
de llegar a la fatal mansión, nos encontramos ya con cabelleras de víboras,
con hidras que rugen con horrible estridor, con monstruos armados
de fuego, y junto con los gozos vedados, mala mentis gaudia, el
llanto y los remordimientos vengadores, luctus et ultrices curae.
Pero,
sigamos adelante, y el horror se aumenta hasta el extremo.
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[...] |
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Hinc
via Tartarei quae fert Acherontis ad undas. |
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Turbidus
hic coeno vastaque voragine gurges |
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Aestuat,
atque omnem Cocyto eructat arenam. |
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Portitor
has horrendus aquas et flumina servat |
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Terribile
squalore Charon: cui plurima mento |
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Canities
inculta iacet stant lumina flamma, |
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Sordidus
ex humeris nodo dependet amictus. |
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[...] |
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Respicit
Aeneas subito: sub rupe sinistra |
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Moenia
lata videt, triplici circumdata muro: |
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Quae
rapidus flammis ambit torrentibus amnis |
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Tartareus
Phlegeton, torquetque sonantia saxa. |
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Porta
adversa, ingens, solidoque adamante columnae: |
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Vix
ut nulla virum, non ipsi excindere ferro |
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Coelicolae
valeant: stat ferrea turris ad auras: |
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Tisiphoneque
sedens, palla succinta cruenta, |
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Vestibulum
insomnis servat noctesque diesque. |
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Hinc
exaudiri gemitus, et saeva sonare |
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Verbera:
tum stridor ferri, tractaeque catenae. |
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[...] |
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Gnossius
haec Rhadamanthus habet durissima regna: |
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Castigatque,
auditque dolos: subigitque fateri |
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Quae
quis apud superus, furto laetatus inani, |
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Distulit
in seram commisa piacula mortem. |
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Continuo
sontes ultrix accincta flagello |
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Tisiphone
quatit insultans: torvosque sinistra |
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Intentans
angues, vocat agmina saeva sororum. |
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Tum
deum horrisono stridentes cardine sacrae |
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Panduntur
portae. Cernis custodia qualis. |
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Vestibulo
sedeat? facies quae limina servet? |
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Quinquaginta
atris immanis hiatibus Hydra |
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Saevior
intus habet sedem: |
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[...] |
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Necnon
et Tityon terrae omniparentis alumnum |
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Cernere
erat: per tota novem cui iugera corpus |
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Porrigitur;
rostroque immanis vultur obunco |
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Immortale
iecur tundens, foecundaque poenis |
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Viscera
rimaturque epulis, habitatque sub alto |
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Pectore:
nec fibris requies datur ulla renatis. |
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Quid
memoren Lapithas, Ixiona, Pirithoumque? |
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Quos
super altra silex iamiam lapsura, cadentique |
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Imminet
assimilis. Lucent genialibus altis |
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Aurea
fulcra toris, epulaeque ante ora paratae |
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Regifico
luxu: Furiarum maxima iuxta |
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Accubat,
et manibus prohibet contingere mensas, |
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Exurgitque
facem attollens, atque intonat ore, |
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Hic
quibus invisi fratres, dum vita manebat, |
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Pulsatusve
parens, et traus innexa clienti; |
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Aut
qui divitiis soli incubuere repertis, |
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Nec
partem posuere suis, quae maxima turba est; |
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Quique
ob adulterium caesi, quique arma secuti |
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Impia,
nec veriti dominorum fallere dextras; |
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Inclusi
poenam expectant. Ne quare doceri |
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Quam
poenam, aut quae forma viros fortunave mersit. |
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Saxum
ingens volvunt alii, radiisque rotarum |
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Districti
pendent; sedet aeternumque sedebit |
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Infelix
Theseus; phlegyasque miserrimus omnes |
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Admonet,
et magna testatur voce per umbras: |
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Discite
iustitiam moniti, et non temnere Divos. |
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Vendidit
hic auro patriam, dominumque potentem |
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Imposuit:
fixit leges pretio atque refixit. |
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Hic
thalamum invasit natae vetitosque hymenaeos. |
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Ausi
omnes immane nefas ausoque potiti. |
Triples
murallas bañadas con un río de fuego, gemidos, ruido de azotes, estrépito de
cadenas, serpientes y la hidra con cincuenta bocas, buitre que roe las entrañas,
y otros objetos semejantes: he aquí lo que nos presenta el poeta en la
mansión, según él mismo dice, de los defraudadores, adúlteros, crueles
con sus padres, incestuosos, traidores a su patria, y culpables de otros
crímenes. Mucho dudo que V. hay oído cosas más horribles. Y, como si no le
bastara el espantoso cuadro que acaba de pintar con inimitable pincel, exclama:
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Non,
mihi si linguae centum sint: oraque centum, |
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Ferrea
vox, omnes scelerum comprehendere formas, |
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Omnia
poenarum percurrere nomina possim. |
(Aeneid.,
L. 6.) |
Cien
lenguas, cien bocas, férrea voz, ¡no le bastarían para nombrar siquiera
la variedad de penas de aquella mansión de horror!
Como
quiera, dentro de medio siglo la cuestión del infierno estará prácticamente
resuelta para los dos: ruego al cielo que lo sea felizmente para ambos; pero, si
V. tiene la temeridad de aventurarse a lo que pueda suceder, me quedaré
llorando su funesta ceguera, suplicando al Señor se digne iluminarle antes que
llegue el día de la ira, en que a la presencia del Juez Supremo velarán su faz
los ángeles tutelares, no sabiendo qué alegar en descargo de V. para librarle
de la tremenda sentencia. De V. su affmo. Q.
B. S. M.
J.
B.