Por
Jaime Balmes
Multitud
de religiones.
Profundo misterio que aquí se envuelve. Los católicos reconocen y lamentan este daño mucho más que todos los sectarios. Explicación del principio «quod nimis probat nihil probat», lo que prueba demasiado no prueba nada. Aplicación de este principio a la dificultad presente. Reglas de prudencia que conviene no perder de vista. Motivos de la permisión divina. Fatales consecuencias del pecado del primer padre. Impotencia de la filosofía en la explicación de los misterios del hombre.
Voy
a pagar, mi estimado amigo, la deuda que en mi anterior contraje, de responder a
la dificultad que V. me proponía, relativa a la permisión de Dios sobre tantas
y tan diferentes religiones. Éste es uno de los argumentos que sin cesar
producen los enemigos de la religión, y que suelen proponer con tal aire de
seguridad y de triunfo, como si él solo bastara a echarla por tierra. No se
crea que trate yo de desvanecer la dificultad, eludiendo el mirarla cara a cara,
ni de disminuir su fuerza presentándola cubierta con velos que la disfracen;
muy al contrario, opino que el mejor modo de desatarla es ofrecerla en toda su
magnitud. Añadiré, además, que no niego que haya en esto un misterio
profundo, que no me lisonjeo de señalar razones del todo satisfactorias en
esclarecimiento de la objeción indicada, pues estoy íntimamente convencido de
que éste es uno de los incomprensibles arcanos de la Providencia, que al hombre
no le es dado penetrar. Me parece, no obstante, que les hace a muchos más mella
de la que hacerles debiera; y tan distante me hallo de creer que en nada
destruya ni debilite la verdad de la Religión Católica, que antes juzgo que en
la misma fuerza de dicha dificultad podemos encontrar un nuevo indicio de que
nuestra creencia es la única verdadera.
Es
cierto que la existencia de muchas religiones es un mal gravísimo; esto lo
reconocemos los católicos mejor que nadie, pues que somos los que sostenemos
que no hay más que una religión verdadera, que la fe en Jesucristo es
necesaria para la eterna salvación, que es un absurdo el decir que todas las
religiones pueden ser igualmente agradables a Dios; y, por fin, los que tal
importancia damos a la unidad de la enseñanza religiosa, que consideramos como
una inmensa calamidad la alteración de uno cualquiera de nuestros dogmas. Por
donde se ve que no es mi ánimo atenuar en lo más mínimo la fuerza de la
dificultad ocultando la gravedad del mal en que estriba; y que a mis ojos es
mayor este daño que no a los del mismo que me la ofrece. Nadie aventaja ni aun
iguala a los católicos en confesar lo inmenso de esa calamidad del humano
linaje; porque sus creencias los precisan a mirarla como la mayor de todas. Los
que consideran como falsas todas las religiones, los que se imaginan que en
cualquiera de ellas puede el hombre hacerse agradable a Dios y alcanzar la
eterna salud, los que profesando una religión que creen única verdadera, no
profesan el principio de la caridad universal sin distinción de razas, pueden
contemplar con menos dolor esas aberraciones de la humanidad; pero esto no es
dado a los católicos, para quienes no hay verdad ni salvación fuera de la
Iglesia, y que, además, están obligados a mirar a todos los hombres como
hermanos, y desearles en lo íntimo del corazón que abran los ojos a la luz de
la fe, y que entren en el camino de la salud eterna. Bien se echa de ver que no
trato, como suele decirse, de huir el cuerpo a la dificultad, y que antes
procuro pintarla con vivos colores. Ahora voy a examinar su valor,
presentándola desde un punto de vista en que por desgracia no se la considera
comúnmente.
Tienen
los dialécticos un principio que dice: quod nimis probat nihil probat; lo
que prueba demasiado no prueba nada; lo que significa que, cuando un
argumento cualquiera no sólo concluye lo que nosotros nos proponemos, sino
también lo que a las claras es falso, de nada sirve para probar ni aún lo que
nosotros intentamos. La razón en que este principio se funda es muy clara: lo
que conduce a un resultado falso, ha de ser falso también; luego, por más
especioso que sea su argumento, por más apariencias que tenga de solidez, por
el lirismo hecho de llevarnos a una consecuencia falsa, nos da una infalible
señal de que o entraña alguna falsedad en las proposiciones de que se compone,
o algún vicio de razonamiento en el enlace de las mismas, y por tanto en la
deducción a que nos lleva. Si, por ejemplo, me propongo demostrar que la suma
de los ángulos de un triángulo es mayor que un recto, y con mi demostración
pruebo que dicha suma es mayor que dos rectos, esta demostración de nada
servirá, porque con ella pruebo demasiado, es decir, que es mayor que dos
rectos, lo que no puede ser; y este resultado será para mí una infalible
señal de que hay un vicio en la demostración, y que no puedo aprovecharme de
ella para probar nada.
Otros
ejemplos: si, examinando un antiguo manuscrito, pretendo desecharle como
apócrifo, y señalo para ello una razón crítica, de la que resulten
condenados también códices cuya autenticidad no admita duda, claro es que debo
apartarme de mi razonamiento, seguro de que está mal concebido: prueba
demasiado, y por lo mismo no prueba nada. Si, examinando la veracidad de la
narración de un viajero, me empeño en que se ha de dar fe a sus palabras
alegando razones de las que se infiere que es menester dar crédito a otras
relaciones conocidamente falsas, mi manera de discurrir sería mala también
porque probaría demasiado.
Perdone
V., mi querido amigo, si me he detenido algún tanto en desenvolver este
principio que en muchísimos casos sirve y de que pienso hacer uso en la
cuestión que nos ocupa: y con esto entenderá V. que no juzgo del todo
inútiles las reglas para bien discurrir, y que mi desconfianza en los
filósofos no se extiende a todo lo que se halla en la filosofía.
Apliquemos
estos principios. Se nos objeta a los católicos la multiplicidad de religiones,
como si a nosotros únicamente embarazara la dificultad, como si todos los que
profesan un culto, se cual fuere, no debiesen sobrellevar in solidum
todos los inconvenientes que de ahí pueden resultar. En efecto: si la
multiplicidad de religiones algo prueba contra la verdad de la católica, lo
mismo prueba contra la de todas; tenemos, pues, que no sólo viene al suelo la
nuestra, sino cuantas existen y han existido. Además: si la dificultad que se
levanta contra la permisión de este mal significa algo, es nada menos que una
completa negación de toda providencia, es decir, la negación de Dios, el
ateísmo. La razón es obvia: el mal de la multiplicidad de religiones es
innegable; está a nuestra vista en la actualidad, y la historia entera es un
irrefragable testimonio de que lo mismo ha sucedido desde tiempos muy remotos;
si se pretende, pues, que la Providencia no puede permitirlo, se pretende
también que la Providencia no existe, es decir, que no hay Dios.
Infiérese
de aquí que la permisión de la muchedumbre de religiones es una dificultad que
embaraza al católico y al protestante, al idólatra y al musulmán, al hombre
que admite una religión cualquiera, como al que no profesa ninguna, con tal que
no niegue la existencia de Dios. Por ejemplo: si se me presenta un mahometano
con su Alcorán y su Profeta, pretendiendo que su religión es verdadera y que
ha sido revelada por el mismo Dios, le podré objetar el argumento y decirle:
«Si tu creencia es verdadera ¿cómo es que Dios permite tantas otras? Si se
engañan miserablemente los que viven en religión diferente de la tuya, ¿por
qué, permite Dios que todos los demás pueblos del mundo permanezcan privados
de la luz?» A quien no niegue la existencia de Dios, imposible le ha de ser el
no admitir su bondad y providencia; un Dios malo, un Dios que no cuida de la
obra que él mismo ha criado, es un absurdo que no tiene lugar en cabeza bien
organizada; y hasta me atreveré a decir que menos imposible se hace el concebir
el ateísmo en todo su error y negrura, que no la opinión que admite un Dios
ciego, negligente y malo. Suponiendo, pues, la existencia de un Dios con bondad
y providencia, queda en pie la misma dificultad arriba propuesta: ¿Cómo es que
permite que el humano linaje yerre tan lastimosamente en el negocio más grave e
importante, que es la religión? Si se nos dijera que Dios se da por satisfecho
de los homenajes de la criatura, sean cuales fueren las creencias que profese y
el culto en que le tribute la expresión de su gratitud y acatamiento, entonces
preguntaremos: ¿cómo es posible que a los ojos de un Ser de infinita verdad
sean indiferentes la verdad y el error? ¿cómo es dable concebir que a los ojos
de la santidad infinita sean indiferentes la santidad y la abominación? ¿cómo
es posible que un Dios infinitamente sabio, infinitamente bueno, infinitamente
próvido, no haya cuidado de proporcionar a sus criaturas algunos medios para
alcanzar la verdad, para saber cuál era el modo que le era agradable de recibir
los obsequios y las súplicas de los mortales? Si las religiones sólo tuviesen
entre sí diferencias muy ligeras, el absurdo de darlas todas por buenas fuera
menos repugnante, pero recuérdese que casi todas ellas están diametralmente
opuestas en puntos importantísimos; que las unas admiten un solo Dios, y otras
los adoran en crecido número; que unas reconocen el libre albedrío del hombre,
y otras lo desechan; que unas asientan por uno de los principios fundamentales
la creación, otras se avienen con la eternidad de la materia; recórrase la
enorme variedad de sus respectivos dogmas, de su moral, de su culto, y dígase
si no es el mayor de los absurdos el suponer que Dios puede darse por satisfecho
con adoraciones tan contradictorias.
Vea
V., mi estimado amigo, cuán bien se aplica a esta cuestión el principio
dialéctico que más arriba he recordado; y cómo una dificultad que algunos se
empeñan en dirigir exclusivamente contra los católicos, no les toca a ellos
únicamente, sino a todos los hombres que profesan una religión, y aún a los
puros deístas. ¿Qué debe hacerse en semejantes casos? ¿Cómo se pueden
obviar tamañas dificultades? He aquí el camino que en mi concepto debe seguir
un hombre juicioso y prudente; he aquí la manera de discurrir más conforme a
razón: «El mal existe, es cierto; pero la Providencia existe también, no es
menos cierto; en apariencia son dos cosas que no pueden existir juntas; pero,
supuesto que tú sabes ciertamente que existen, esta apariencia de
contradicción no te basta para negar esa existencia; lo que debes hacer, pues,
es buscar el modo con que pueda desaparecer esta contradicción, y, en caso de
que no te sea posible, considerar que esta imposibilidad nace de la debilidad de
tus alcances.»
Si
bien se observa, en los negocios más comunes de la vida hacemos a cada paso un
raciocinio semejante. Nos encontramos con dos hechos cuya coexistencia nos
parece imposible; a nuestro juicio se excluyen, se repugnan; pero ¿nos
obstinamos por esto en negar que los hechos existan, cuando tenemos bastantes
motivos para darnos la competente certeza? De seguro que no. «Esto es para mí
un misterio, decimos; no lo entiendo, me parece imposible que así sea, pero veo
que así es.» En seguida, si la cosa merece la pena, buscamos la razón secreta
que nos explique el misterio; pero, si no damos con ella, no por esto nos
creemos con derecho a desechar aquellos extremos de cuya existencia no podemos
dudar, por más que nos parezcan contradictorios.
Por
donde verá V., mi estimado amigo, que una inconcebible ceguera nos impide a
menudo el emplear en el examen de las verdades más importantes, que son las
religiosas, aquellas reglas de prudencia de que nos valemos en los negocios más
comunes; y rechazamos como ofensiva de nuestra independencia y de la dignidad de
nuestra razón, aquella conducta que no vacilamos en seguir a cada paso en la
dirección y arreglo de nuestros más pequeños asuntos.
Tan
grabados tengo en mi ánimo estos principios enseñados por la buena lógica y
por la más sana prudencia, que me sirven sobremanera en muchas otras
dificultades pertenecientes a la religión y no dejan que se perturbe mi
espíritu a la vista de la obscuridad que en ellas descubro y que en mi
debilidad no soy bastante a desvanecer. ¿Qué consideraciones más espantosas
que las sugeridas por la terrible dificultad de conciliar la libertad humana con
los dogmas de la presciencia y predestinación? Si el hombre no atiende a más
que a la certeza e infalibilidad de la presciencia divina, quédase sobrecogido
de horror, erízansele los cabellos a la sola consideración de la fijeza del
destino, la sangre se le hiela en las venas al pensar que, antes de nacer él,
ya sabía Dios cuál había de ser su paradero; pero, tan luego como reflexiona
un instante, sobreponiéndose al terror y a la desesperación que se apoderaban
de su alma, encuentra abundantes motivos para sosegarse, halla aquí un misterio
pavoroso, es verdad, pero que no le abate ni desalienta.
«¿Eres
libre, se dice a sí mismo, para obrar el bien y el mal? Sí, dudarlo no puedes,
te lo enseña la fe, te lo dicta la razón, lo experimentas por el sentido
íntimo, y con experiencia tan clara, tan infalible, que no quedas más cierto
de tu existencia que de tu libre albedrío. Luego nada importa que no comprendas
cómo esta libertad se concilia con la presciencia de Dios.»
«Este
misterio que yo no comprendo, ¿debe alterar en algo mi conducta, volviéndome
flojo para el bien, y poco cuidadoso de evitar el mal? ¿es prudente, es lógico
el pensar que, haga yo lo que quiera, siempre se verificará lo que Dios tiene
previsto, y que, por consiguiente, son vanos todos mis esfuerzos en seguir el
camino de la virtud? No. ¿Y por qué? Porque lo que prueba demasiado no prueba
nada; y, si este raciocinio valiera, se seguiría que tampoco he de cuidar de
mis negocios temporales, porque al fin no será de ellos más de lo que Dios
tiene previsto; que por la misma razón no he de comer para sustentarme, ni
guarecerme de la intemperie, ni andar con tiento al pasar por la orilla de un
precipicio, ni medicarme cuando me halle indispuesto, ni retirarme cuando se me
viene encima un caballo desbocado, ni salir de una casa que se está
desplomando, y cien y cien otras locuras por este jaez; es decir, que el
atenerme a tal regla me privaría de sentido común, hasta de juicio; haría de
mí un loco rematado. Luego la tal regla es falsa, luego de nada debe servirme,
luego lo que he de hacer es dejarle a Dios sus incomprensibles arcanos, y
portarme yo como hombre recto, juicioso y prudente.»
A
esto vienen a parar muchas de las dificultades que contra la religión se
proponen: miradas superficialmente, ofrecen una balumba abrumadora; examinadas
de cerca, al tocarlas con la vara de la razón y del buen sentido, desaparecen
cual vanos fantasmas.
Veamos
ahora si se puede encontrar la razón de que Dios permita tal muchedumbre de
religiones, tal masa de informes errores en el punto que más interesa al humano
linaje. La explicación de este misterio, yo no alcanzo que pueda encontrarse
sino en otro misterio, en el dogma de la Religión Católica sobre la
prevaricación y consiguiente degeneración de la descendencia de Adán. El
pecado, y, como su consiguiente castigo, las tinieblas en el
entendimiento, la corrupción en la voluntad: he aquí la fórmula para
resolver el problema; revolved la historia, consultad la filosofía, nada os
dirán que pueda ilustraros, si no se atienen a este hecho misterioso, obscuro,
pero que, como ha dicho Pascal, es menos incomprensible al hombre que no lo es
el hombre sin él.
Ésta
es la única clave para descifrar el enigma; sólo por ella alcanzamos a
explicar esas lamentables aberraciones de la mayor parte de la humanidad; no hay
otro medio de dar una explicación plausible a esta calamidad inmensa, como ni a
tantas otras que afligen la infortunada prole de los primeros prevaricadores. El
dogma es incomprensible, es verdad; pero atreveos a desecharle, y el mundo se os
convierte en un caos, y la historia de la humanidad no es más que una serie de
catástrofes sin razón ni objeto, y la vida del individuo es una cadena de
miserias; y no encontráis por doquiera sino el mal, y el mal sin contrapeso,
sin compensación; todas las ideas de orden, de justicia, se confunden en
vuestra mente, y, renegando de la creación, acabáis por negar a Dios.
Sentad,
al contrario, este dogma como piedra fundamental; el edificio se levanta por sí
mismo, vivísima luz esclarece la historia del género humano, divisáis razones
profundas, adorables designios, allí donde no vierais sino injusticias, o
acaso; y la serie de los acontecimientos desde la creación hasta nuestros días
se desarrolla a vuestros ojos, como un magnífico lienzo donde encontráis las
obras de una justicia inflexible y de una misericordia inagotable, combinadas y
hermanadas bajo el inefable plan trazado por la sabiduría infinita.
Si
entonces me preguntáis ¿por qué tan considerable porción de la humanidad
está sentada en las tinieblas y sombras de la muerte? os diré que el primer
padre quiso ser como un Dios sabiendo el bien y el mal, que su pecado se ha
transmitido a toda su descendencia, y que en justo castigo de tanto orgullo
está el género humano tocado de ceguera. Esta calamidad, grande como es, no
necesita que se le señale otro manantial que a todas las otras que nos afligen.
Las terribles palabras que siguieron al llamamiento de Adán cuando le dijo
Dios: «Adán ¿dónde estás? resuenan dolorosamente todavía después de
tantos siglos: y en todos los acontecimientos de la historia, en todo el curso
de la vida, siempre se trasluce el terrible fulgor de la espada de fuego,
colocada a la entrada del Paraíso. El sudor del rostro, la muerte, se
os ofrecerán por doquiera: en
ninguna
parte notaréis que las cosas sigan el camino ordinario; siempre herirá
vuestros ojos la formidable enseña del castigo y de la expiación.
Cuanto
más se medita sobre estas verdades, más profundas se las encuentra: in
sudore vultus tui vesceris pane, comerás el pan con el sudor de tu rostro,
dijo Dios al primer padre; y con este sudor lo come toda su descendencia.
Recordad esa pena, y haced las aplicaciones a cuantos objetos os plazca, y no
hallaréis nada que de ella se exceptúe. No vive el hombre de sólo pan,
sino de toda palabra que procede de la boca de Dios; no se verifica, pues,
la terrible pena sólo con respecto al pedazo de pan que nos substenta, sino en
todo cuanto concierne a nuestra perfección. En nada adelanta el hombre sin
penosos trabajos, no llega jamás al punto que desea sin muchos extravíos que
le fatigan; en todo se realiza que la tierra, en vez de frutos, le da espinas
y abrojos. ¿Ha de descubrir una verdad? No la alcanza sino
después de haber andado largo tiempo tras extravagantes errores. ¿Ha de
perfeccionar un arte? Cien y cien inútiles tentativas fatigan a los que en ello
se ocupan, y a buena dicha puede tenerse si recogen los nietos el fruto de lo
que sembraron los abuelos. ¿Ha de mejorarse la organización social y
política? Sangrientas revoluciones preceden la deseada regeneración; y a
menudo, después de prolongados padecimientos, se hallan los infelices pueblos
en un estado peor del en que antes gemían. ¿Se ha de comunicar a un pueblo la
civilización o cultura de otro? La inoculación se hace con hierro y fuego:
generaciones enteras se sacrifican para alcanzar un resultado que no verán sino
generaciones muy distantes. No veréis el genio sin grandes infortunios; no la
gloria de un pueblo sin torrentes de sangre y de lágrimas; no el ejercicio de
la virtud sin penosos sinsabores; no el heroísmo sin la persecución; todo lo
bello, lo grande, lo sublime, no se alcanza sin dilatados sudores, ni se
conserva sin fatigosos trabajos; la ley del castigo, de la expiación, se
muestra por todas partes de una manera terrible. Ésta es la historia del hombre
y de la humanidad; historia dolorosa ciertamente, pero incontestable,
auténtica, escrita con letras fatales dondequiera que los hijos de Adán hayan
fijado su planta.
Yo
no sé, mi estimado amigo, por qué no ha llamado más la atención este punto
de vista, y por qué han debido escandalizarse tanto los filósofos de los
dogmas de la religión que tan en harmonía se encuentran con lo que nos están
diciendo los fastos de todos los tiempos y la experiencia de cada día. La
prevaricación y degeneración del humano linaje es el secreto para descifrar
los enigmas sobre la vida y los destinos del hombre; y, si a esto se añade el
adorable misterio de la reparación, comprada con la sangre del Hijo de Dios, se
forma el más admirable conjunto que imaginarse pueda; un sistema tan sublime,
que a la primera ojeada manifiesta su origen divino. No, no pudo nacer de cabeza
humana combinación tan asombrosa; no pudo el espíritu finito idear un plan tan
vasto, tan estupendo, donde se trabaran de tal suerte unos arcanos con otros
arcanos, que del fondo de su obscuridad pavorosa arrojaran rayos de vivísima
luz para esclarecer y resolver todas las cuestiones que sobre el origen y
destino del hombre andaba hacinando la filosofía.
Esto
es lo principal que tenía que decirle a V. sobre las dificultades propuestas;
ignoro si V. quedará enteramente satisfecho; sea como fuere, lo que puedo
asegurarle con toda la sinceridad y convicción de que soy capaz, es que, en las
obras de todos los filósofos, desde Platón hasta Cousín, no hallará V. sobre
el particular nada con que un espíritu sólido pueda contentarse, si no está
tomado de la religión. Ellos lo saben, y ellos propios lo confiesan. Una vez
han llegado a dudar de la divinidad del cristianismo, no saben de qué asirse;
acumulan sistemas sobre sistemas, palabras sobre palabras; si su espíritu no es
de alto temple, abandonan la tarea de investigar, fastidiados de no divisar en
ningún confín del horizonte un rayo de luz, y se abandonan al positivismo,
o, en otros términos, procuran sacar partido de la vida disfrutando de las
comodidades y placeres; si su alma ha nacido para la ciencia, si sedienta de
verdad no quiere abandonar la tarea de buscarla, por grandes que sean las
fatigas y patente la inutilidad de los esfuerzos, sufren durante toda su vida, y
acaban sus días con la duda en el entendimiento y la tristeza en el corazón.
En
la actualidad, entusiasta como es V. de la filosofía y admirador de ciertos
nombres, no comprenderá fácilmente toda la verdad y exactitud de mis palabras;
pero día vendrá en que recuerde mis avisos aún mucho antes de que blanqueen
su cabeza las canas. No, no necesitará V. que la tardía vejez, cargada de
escarmientos y desengaños, venga a abrirle los ojos: no sé si los abrirá V.
para ver y abrazar la verdadera religión, pero sí al menos para conocer la
futilidad de todos los sistemas filosóficos en lo tocante al origen, vida y
destino del hombre. ¿Qué más? Ni siquiera necesitará usted estudiarlos a
fondo para quedarse profundamente convencido de la impotencia del espíritu
humano, abandonado a sus propios recursos: en el vestíbulo mismo del templo de
la filosofía, encontrará la duda y el escepticismo; y penetrando en su
santuario oirá el orgullo disputando sobre objetos de poca entidad, ocupándose
en juegos de palabras simbólicas e ininteligibles, y procurando en cuanto le es
posible ocultar su ignorancia, eludiendo con una afectada preterición las
cuestiones que más de cerca nos interesan, cuales son, las relativas a Dios y
al hombre. No se deje V. deslumbrar con los vanos títulos con que se adornan
los diferentes sistemas, ni se abandone a supersticiosas creencias con respecto
a los pretendidos misterios de la filosofía alemana, ni tome V. por profundidad
de ciencia la obscuridad del lenguaje. No olvidemos que la sencillez es el
carácter de la verdad, y que poco fía de sus descubrimientos quien no se
atreve a presentarlos a la luz del día. Estos tan ponderados filósofos, que
rodeados de tinieblas viven como trabajadores que estuviesen explotando
riquísimas minas en las entrañas de la tierra, ¿por qué no nos manifiestan
el oro puro que han recogido? Otro día, si la oportunidad se brinda, entraremos
de nuevo en esta cuestión; entre tanto, disponga de su afectísimo y S. S. Q.
B. S. M.
J.
B.