I. "PERSONA" Y "DIGNIDAD"
Curiosidades semánticas
Por Antonio Orozco-Delclós
I.
QUÉ ES LA PERSONA Y CUÁL SU DIGNIDAD
«Despierta, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que
fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen, que fue destruida en Adán, ha sido
restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas visibles, como usas
de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos; y
todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración conviértelo en
motivos de alabanza y gloria del Creador» (LEON MAGNO, Sermón 7 en la Navidad
del Señor, 2.6; LIT HOR VIERNES V T.O.)
La
palabra castellana "persona" viene del adjetivo latino personus, que
significa resonante; personare equivale a "sonar fuerte", hacerse
oír. Lo cual parece relacionar esta palabra con la griega prósopon, que
significaba "cara" y también "máscara" (trágica o
cómica) que se ponían los actores de teatro, y -a la vez que les disfrazaba
del personaje que representaban-, les servía de amplificador de la voz. La
concavidad de la máscara reforzaba la voz, ocultaba al actor y por medio de
la máscara el actor también "re-presentaba" un personaje. Para los
griegos, pues, "prósopon" no tenía el sentido que nosotros le
damos a la palabra "persona". Rara vez alude a persona en los textos
filosóficos griegos, donde, por lo demás, aparece con escasa frecuencia.
Entre los presocráticos, prósopon quiere decir "cara",
"rostro", e incluso se dice de la faz de Helios, el Sol. En Platón,
también significa "rostro". Aristóteles habla largamente del
"prósopon" (cara) y sus partes (nariz, orejas, etc.); también se
refiere con el mismo término a la cara de la luna; y en algún lugar advierte
-al margen del uso común de la palabra- que "prósopon" se debe
decir sólo del hombre; el pez o el buey no tienen "prosopón"
(rostro), sino lo que nosotros podríamos denominar, por ejemplo, "jeta".
El "rostro" refleja un ser superior al del que sólo tiene "jeta".
Entre nosotros suele decirse que "el rostro es el espejo del alma".
Pues bien, aunque los orígenes de la palabra "persona" no se
refieren a lo que hoy entendemos por tal, es cierto que siempre ha sugerido
alguna realidad por alguna razón excelente o superior. En latín, la voz
"personare" indica un sonido que posee la fuerza necesaria para
sobresalir. No es de maravillar que la palabra "persona" acabe por
significar de modo eficaz lo más sobresaliente que hay en el universo: el ser
inteligente, con entendimiento racional.
De otra parte, la palabra "dignidad" significa también, fundamental
y primariamente, "preeminencia", "excelencia" (excellere,
destacar). Digno es aquello por lo que algo destaca entre otros seres, en
razón del valor que le es propio. De aquí que, en rigor, hablar de
"dignidad de la persona" resulta un pleonasmo, o se trata quizá de
una redundancia intencionada, para resaltar o subrayar la altura del rango que
ocupa este tipo de seres en el orden del universo. "Digno" es
aquello que debe ser tratado con "respeto", es decir, "con
miramiento" (respectus), con veneración.
ÉXITO Y CRISIS DE LA DIGNIDAD PERSONAL
Hoy casi nadie niega en teoría que todo hombre es "persona". Tiempo
ha habido en el que se discutió sobre si la mujer lo era; o si los negros,
indios y esclavos en general, tenían "alma". Se trataba de
dilucidar -o de confundir, según los casos- la igualdad o desigualdad radical
entre los seres humanos todos. Hoy, las expresiones "dignidad
humana", "dignidad personal", "derechos humanos",
están siendo muy empleadas, y esto es bueno.
Pero en la práctica a menudo se olvida, o se niega incluso, esa
"igualdad" radical, en lo que atañe a derechos y deberes
consiguientes. Es de lamentar que con mucha frecuencia no se usan tales
términos desde una intensa valoración del ser personal, sino más bien como
una lanzadera para reivindicar presuntas "mejoras" sociales, que no
pocas veces resultan verdaderos atentados y lesiones al respeto debido a la
persona. En la práctica se niega la igualdad de derechos - lo cual es tanto
como negar la igualdad de "ser" o de "naturaleza" - a los
seres humanos no nacidos, o nacidos con alguna deficiencia notable, o a los
enfermos que suponen una carga para la familia o para la sociedad, a los
deficientes mentales, etcétera. En los últimos lustros se extiende además
la práctica de la manipulación genética en embriones humanos, como si
fueran simples objetos, medios o instrumentos para beneficio de los (adultos)
poderosos del momento o de la circunstancia.
Se ha dicho que "uno de los fenómenos más sobresalientes de nuestros
días es la ambigua situación de la dignidad humana. Es, sin lugar a dudas,
una de las nociones más invocadas. Sus excelencias son cantadas con acentos
graves. Defenderla constituye el gran reto y la exigencia inaplazable de los
sistemas políticos a la altura de nuestro tiempo. Vulnerarla supone, en fin,
la expresión del mal radical, el indicio de una intolerable actitud
profanadora del más íntimo e inviolable recinto personal. A la vez es una de
las ideas más amenazadas. La degradación y el envilecimiento humano,
síntomas claros de la crisis de la civilización contemporánea, están más
generalizados en nuestros días que en cualquier otro periodo de la humanidad.
Los atentados contra el hombre, realizados según se dice, en nombre de su
dignidad, han adquirirdo un grado de crueldad y refinamiento difícil de
imaginar en épocas pasadas. La banalización de la sexualidad es un fenómeno
habitual. La violencia y la tortura, formas extremas ambas de atentar contra
la persona y su dignidad, forman parte de la vida cotidiana.
«Todo ello ha hecho del presente una época de hastío hacia el hombre, que
es considerado como mono desnudo, rata pérfida y perturbador de la
naturaleza. La literatura contemporánea contiene numerosos testimonios de esa
situación equívoca. Junto con el elogio encendido de la dignidad, se
describe al hombre -sin reparar en la contradicción entre ambas cosas-, como
ser aislado de los demás por abismos tan hondos que ni siquiera la buena
voluntad puede franquear. La extrema inaccesibilidad del otro, la
imposibilidad de entenderse con él de forma duradera, de atender a los
requerimientos de su dignidad, no se ha percibido nunca tan dolorosamente como
en nuestro siglo. "Vivir significa estar solo, dice Hermann Hesse, nadie
conoce al otro, todos estamos huérfanos". Entre los hombres parece
levantarse un muro que les impide acercarse y tratarse de acuerdo con las
exigencias de su valor incomparable. Con estas desgarradoras palabras lo ha
expresado Albert Camus: "nos miramos y no nos vemos, estamos cerca y no
podemos aproximarnos"» (J.L. del Barco, Bioética. Consideraciones
filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, Madrid 1992, prólogo,
pág. 11-13).
Esta dolorosa realidad ha de tener una causa. Lo patológico no es originario.
Y todo coincide con un desaforado anhelo de emancipación por parte del
hombre. Borracho de mayoría de edad no ha caído en la cuenta de que se
halla, en muchos aspectos, todavía en la inmadurez de la adolescencia; que no
está en condiciones de entender el agustiniano ama y haz lo quieras, porque
ha adulterado la noción misma de amor. La ha invertido hasta el punto de
centrarlo en el yo en lugar de hacerlo en el tú. El verdadero sentido del
amor está en el otro, no en mí. Amor es lo que me convierte en yo para el
otro. Amar según el decir de los clásicos es, en cierto sentido,
"descentrarse"; dicho de modo positivo: centrarse en otro que da
sentido a mi vivir.
Y aunque no pienso que la dignidad de la persona no pueda percibirse al margen
de la fe cristiana, es un hecho que la pérdida del sentido de esa dignidad
coincide con la pérdida del sentido cristiano de la vida y del amor, con la
negación teórica o práctica de Dios creador.
"HYPÓSTASIS" Y "SUBSTANCIA"
Es de notar que cuando los autores cristianos abordaron filosóficamente el
estudio de la persona, no tomaron como punto de referencia las expresiones
griegas a las que hemos hecho referencia más arriba. La noción de persona en
la filosofía cristiana es incomparablemente más elevado que la griega de los
clásicos. Los cristianos se sirvieron del término griego hypóstasis, que se
traduce por "subsistencia" o "propiedad".
La famosa definición de Boecio, tan influyente - persona es una sustancia
individual de naturaleza racional -, parte de la noción aristotélica de
"ousía", "substancia", pensada primariamente para las
cosas en general. Una substancia es un ser que subyace y sostiene un conjunto
de modalidades o "accidentes" que inhieren en ella, pero ella no
inhiere en nada, sino que ella misma es o puede ser el sujeto de inhesión de
otras realidades como la cantidad y las cualidades de diversa índole.
Por "persona" se entiende en la filosofía medieval una hypóstasis
o suppositum, que como tal no se distingue de las demás sustancias, pero cuya
naturaleza es racional. Lo que hace que la persona sea un ser superior no es
el hecho de ser substancia, sujeto subsistente (en sí y no en otro), sino la
racionalidad. La persona es una sustancia individual de naturaleza racional.
La racionalidad se entiende como una cualificación de la sustancia que la
eleva por encima de todas las demás y le presta una excelencia que merece un
"miramiento" particular.
LA FILOSOFÍA CRISTIANA DA UN PASO DE GIGANTE
El cristianismo no sólo fue el ámbito en donde el estudio de la persona como
tal adelantó extraordinariamente, sino que ha sido donde se descubrió en
profundidad su valor excelente, su dignidad incomparable. Cuando se ve
irrumpir la racionalidad en la naturaleza, se descubre un ser de tal
categoría, que puede constituir un punto de partida para conocer mejor el Ser
de Dios. Dios se revela como Ser personal: tres Personas en una sola
naturaleza, es el misterio supremo y fontal del cristianismo.
Esto no significa que la idea cristiana de Dios arranque de una idea previa de
hombre. Al contrario. Una característica diferencial de la cosmovisión
cristiana se debe a que Dios se ha revelado como el Absoluto, infinitamente
trascendente a todo cuanto existe, a todo lo que se ve y se entiende en el
universo. Dios es infinito, todopoderoso, omnisciente... Dios es EL QUE ES; la
plenitud del Ser, piélago de infinitas perfecciones, cada una de ella de
grado infinito. Es decir, Dios no es semejante a ninguna criatura, siempre
limitada y contingente.
Sin embargo, la revelación divina contiene la enseñanza asombrosa de que
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y además, Dios no ha tenido
inconveniente en hacerse hombre asumiendo una naturaleza humana perfecta.
No piensa el cristiano que el hombre sea semejante a aquellos dioses que se
habían inventado en el mundo pagano - Zeus, Júpiter, etcétera - a imagen y
semejanza del hombre, con pasiones semejantes o más desorbitadas aún que las
de los humanos; sino que el Dios de Moisés, el Dios de los israelitas y de
los cristianos dice que ha creado al hombre a su imagen, a imagen del Dios
único, que es puro Espíritu.
Estas nociones, en cierto modo correlativas, de Dios trascendente y hombre
imagen de Dios, proporcionan una valoración del hombre radicalmente diversa y
superior a cualquier otra noción meramente racional. El sujeto humano, a la
luz superior de la Revelación divina aparece con una dignidad que se alza por
encima de todo el universo material.
Cuando el hombre se da cuenta de que es imagen hecha a semejanza de la
Trinidad, es lógico que exclame como Ernest Psichari: "Se me ha
concedido el permiso formidable de ser un hombre". Ser hombre, ser
persona, ser, en fin, racional, por mucho que conlleve "animalidad",
es un don que invita a imitar a Dios como hijos suyos queridísimos (como dice
San Pablo).
Se comprende que con la difusión y arraigo del cristianismo a la largo y a lo
ancho del mundo, haya ido desapareciendo, o al menos atenuándose todo lo que
contraviene la dignidad que se descubre en la persona: han ido desapareciendo
los sacrificios humanos (tanto en las religiones de Oriente como en las de la
antigua América), los infanticidios, la esclavitud, y tantas formas de
injusticia. En cambio, se han ido multiplicando las formas de vivir la
misericordia con los más necesitados y el respeto a la intimidad de las
conciencias.
Por el contrario, cuando el cristianismo ha retrocedido y la sociedad se ha
paganizado, han rebrotado todas aquellas barbaridades antiguas, aunque
revestidas de flamantes etiquetas de civilización y progreso: desde los
campos nazis de exterminio hasta la legalización del aborto procurado...,
como si de acciones humanitarias se tratara. Esta comparación irrita a los
abortistas, pero carecen de premisas para descalificarla.
Estamos en una época difícil, en la que junto a logros evidentes en algunos
aspectos y relaciones sociales, hay retrocesos trágicos que no sólo nos
retrotraen a formas bárbaras de explotación del hombre por el hombre, sino
que hunden y envilecen a la persona hasta límites increíbles: la
manipulación genética -ya mencionada- y el tráfico de drogas, son ejemplos
elocuentes de la absurda tolerancia práctica de lo horrible en el seno de la
sociedad civilizada, revestido de sofisticados formalismos.
Digo que todos esos abusos coinciden sospechosamente con la pérdida del
sentido cristiano de la vida. Al negar o ignorar a Dios, se pierde de vista el
norte, punto de referencia, el modelo de conducta. Y corruptio optimi pessima,
la corrupción de lo mejor concluye en la peor de las corrupciones.
Es obvia la urgencia de hacer todo lo posible por frenar esa ola de
envilecimiento del hombre, de desprecio práctico de la dignidad de la
persona. Y uno de los medios más eficaces - aunque no sea suficiente - es el
que señalaba Schelling en su juventud: "... el hombre se engrandece en
la medida en que se conoce a sí mismo y su propia fuerza. Proveed al hombre
de la consciencia de lo que efectivamente es y aprenderá de una vez lo que ha
de ser; respetadlo teóricamente, y el respeto práctico será una
consecuencia inmediata (...) El hombre ha de ser bueno teóricamente para
llegar a serlo también en la práctica".
El hombre, por el hecho de ser persona posee una verdadera e insondable
excelencia, cuyos fundamentos pretendemos ver en nuestro estudio. Y la
excelencia o dignidad la tiene con independencia de que sea o no consciente de
ella, y del juicio que se haya formado sobre el asunto, porque no es el juicio
del hombre lo que hace la realidad, sino la realidad la que fecunda el
pensamiento y presta veracidad a sus juicios.
Pero, paradójicamente, el hombre se conduce a sí mismo no tanto por lo que
es como por la idea que se ha formado de sí. El hombre es en cierto modo
"causa sui", en el sentido de que es él mismo, desde sí mismo,
quien tiene que desarrollar activamente sus virtualidades nativas.
El hombre actual -a pesar de las expresas y reiteradas proclamaciones de su
propia dignidad- suele tener un concepto muy bajo de sí mismo, y, en
consecuencia, se comporta a menudo con inaudita vileza. Pero también es
cierto que el hundimiento clamoroso de un ser determinado constituye una
prueba irrefutable de su nobleza posible, tanto mayor cuanto más grande ha
sido su caída. "No ofende quien quiere, sino quien puede". Una
piedra no es "ciega", por lo mismo que excluye en su naturaleza la
facultad de ver. Si el hombre desciende a abismos de vileza es, justamente,
por su nobleza original.
La consideración de la verdad de la naturaleza humana es sin duda uno de los
medios más eficaces para ayudar al hombre a salir de los callejones sin
salida en donde él mismo se ha metido.
CONTINÚA EL MAYOR REDUCCIONISMO DE LA HISTORIA
En el Museo de Historia de Washington hay una pequeña sala dedicada "al
hombre". En una de sus paredes hay una lámina que ostenta la
representación de una figura humana adaptada al tipo de 77 kilogramos de
peso. Transparentes vasijas de diversos tamaños contienen los productos
naturales y químicos que se encuentran en un organismo humano de proporciones
semejantes: 40 kilos de agua, 17 de grasa, 4 de fosfato de cal, 1 y medio de
albúmina, 5 de gelatina. Otros frascos de menor capacidad corresponden al
carbonato cálcico, almidón, azúcar, cloruro de sodio y de calcio,
etcétera. El hombre - sea político o militar, poeta, cantante, ministra o
castañera -, parece reducirse allí a una suma de unos cuantos elementos de
la tabla de Mendeleiev. No es de maravillar que "el pequeño dios del
mundo" -como llama el Fausto de Goethe al hombre- salga un tanto
deprimido del Museo de Historia de Washington.
En la historia del pensamiento hay conceptos de "anthropós" para
todos los gustos. Desde el "homo mensura" (Protágoras) o "sol
y dios de sí mismo" (Feuerbach) hasta el paquete de átomos a lo
Demócrito y Carl Sagan. El materialismo no ha avanzado mucho desde sus viejos
orígenes y sus variedades no se distinguen demasiado entre sí. Para Karl
Marx el intelecto no es más que una secreción del cerebro, que a su vez es
un producto de la materia evolucionada. Según Carl Sagan, científico de la
NASA, presentador y artífice de la famosa serie televisiva titulada
"Cosmos" (hay también versión bibliográfica que lamentablemente
circula por bastantes colegios), dice: "yo soy el conjunto de agua, de
calcio, de moléculas orgánicas llamado Carl Sagan. Tú eres un conjunto de
moléculas casi idénticas, con una etiqueta colectiva diferente".
Carl Sagan sabe - como bien dice - que "hay quien encuentra esta idea
algo degradante para la dignidad humana", pero apostilla: "para mí
es sublime que nuestro universo permita la evolución de maquinarias
moleculares tan intrincadas y sutiles como nosotros".
Si el concepto atomista del hombre y del cosmos es sublime o más bien
ridícula es cuestión en la que de momento preferimos no entrar. Con el mismo
apellido en la etiqueta, pero distinto nombre de pila, la escritora Françoise
Sagan nos define así a los humanos: "simple respiración provisional en
la millonésima parte de uno de los millares de millones de galaxias". Es
innegable que las magnitudes siderales - ¡la cantidad! - impresionan
profundamente a un materialista.
Ahora bien, ¿el hombre no es "nada más" que lo afirmado por los
Sagan, los Demócritos, los Marx y demás materialistas que en el mundo han
sido? ¿El pensamiento y la persona, la libertad y el amor no son más que una
combinación -aunque complejísima - de elementos materiales? El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿no es más que el resultado de la
combinación de letras surgida por azar, o por alguna oculta e ignota
necesidad de las letras mismas? ¿No habrá detrás el ingenio de una potencia
misteriosa y viva, trascendente e irreductible a "letras", llamada
Miguel de Cervantes? Detrás de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿no habrá
más que un cúmulo de notas ordenadas por unas neuronas que a su vez han sido
ordenadas "por el azar", o más bien habrá que pensar en la
existencia de un genio llamado Beethoven, irreductible a neuronas? ¿"Las
Hilanderas" del Museo del Prado, no son nada más que una azarosa
combinación de pigmentos o sustancias coloreadas? ¿No habrá que pensar más
bien en la existencia de un genio llamado Velázquez, irreductible a pigmento,
por excelente que fuera? Y detrás de Velázquez, de Cervantes, de la
gravitación universal y de la evolución de la semilla en árbol, ¿no habrá
que descubrir una Sabiduría infinita y creadora?
Es muy fácil advertir que el materialismo carece de cualquier fundamento o
sentido racional y que sólo puede incurrirse en él partiendo del prejuicio -
juicio acrítico - que pretende sostener la inexistencia de Dios.
Si Dios no existiera, obviamente, nada existiría. Pero si imaginamos la
absurda hipótesis de la no existencia de Dios, afirmando simultáneamente la
existencia del universo, lo más lógico es concluir con Jean Paul Sartre -
quien negó a Dios para declarar sin límites la dignidad y autonomía del
hombre -, que "el hombre es una pasión inútil", "el niño es
un ser vomitado al mundo" y "la libertad es una condena".
LA EXISTENCIA HUMANA COMO "PERMISO"
Sin embargo, contemporáneamente a J. P. Sartre, en 1931, Ernest Psichari
escribía aquella frase ya citada, en la que subyace una antropología
exultante. Ernest Psichari entendía su propia existencia como un don, como
una gracia, y la expresaba poéticamente como un "permiso", tan
gratuito y valioso que despertaba toda su capacidad de admiración y gratitud.
Ser hombre era para él un regalo del Creador.
J. P. Sartre, después de negar la existencia del Donador, para no deberse a
nada ni a nadie, cual adolescente sin remedio, para gozar de una libertad y
autonomía absolutas, acaba interpretándose a sí mismo como un absurdo, como
un ser de azaroso origen, carente de finalidad y de sentido.
Estos son los dos polos entre los que bascula el pensamiento del hombre sobre
sí mismo: optimismo, pesimismo; felicidad, angustia; esperanza,
desesperación.
LA CADENCIA TOTALITARIA DEL MATERIALISMO
Es claro que el materialismo -aunque no cesa de intentarlo-, no puede fundar
ningún concepto de hombre o de persona con alguna dignidad esencial, superior
a la de los seres irracionales, pues a la sombra del materialismo, por muy
evolucionado que esté, el hombre nunca llegará a ser más que un ilustre
simio, un chimpancé evolucionado, el individuo de una especie egregia, pero
que, por no ser nada más, podrá ser sacrificado en aras de la colectividad,
cuando parezca requerirlo el bienestar o la simple voluntad de la mayoría (o
quizá minoría, que para el caso es lo mismo) dominante.
Para Marx el individuo humano, lo que nosotros llamamos persona humana, no
tenía otro valor que el de servir al género humano (al "hombre
genérico", diría él), a la especie. En consecuencia, sus seguidores no
han tenido ni tienen inconveniente en sacrificar la persona a los intereses de
los poderosos. Es lógico. Cuando una persona estorba a la comunidad política
dominante, se la aparta de la circulación, se la encierra en un hospital
psiquiátrico, o se la ridiculiza y desacredita, porque todo vale en la
"ética" colectivista, con tal de salvar al colectivo. Para una
clase política de este estilo, los eliminables serán los que opinen de modo
opuesto. Para los individuos particulares, los adversarios serán los que lo
sean del bienestar personal. Las consecuencias son bien elocuentes en la
conclusión del imperio soviético.
El aborto procurado es quizá la más trágica y sangrienta consecuencia del
materialismo hedonista. Pero también cabe pensar en las demás lacras que
padece la humanidad, desde la muerte de millones de hambrientos, hasta tantos
que aún siguen privados de libertad por razón de sus principios religiosos o
políticos.
Todos estos males no desaparecerán de la tierra hasta tanto no llegue a ser
de dominio público la verdad sobre el hombre. Y esta es precisamente la
cuestión que ahora debe ocuparnos, sin pre-juicios y sin prescindir del
conocimiento cierto que sobre el asunto se ha ido acumulando al través de los
siglos. Sería absurdo que en materia de conocimiento, sobre todo de
conocimiento vital y urgente, anduviéramos con remilgos a la hora de aceptar
verdades, sólo porque no las hemos descubierto nosotros sino nuestros
vecinos, o nuestros antepasados.
QUÉ SIGNIFICA SER HOMBRE
¿En qué quedamos, pues, ser hombre es un permiso, un don formidable o más
bien una pasión inútil, o tal vez todo lo contrario?
Advirtamos ante todo, que estas preguntas, tal como las hemos formulado, no
pueden ser preguntas primeras, porque no se refieren a cuestiones sustantivas,
sino adjetivas. Antes de responder cabalmente de un modo pesimista u optimista
a la pregunta por el valor del ser humano, es preciso preguntarse por lo
sustantivo: ¿qué "es" el hombre? O si se quiere, ¿cuál es su
esencia, cuál es su naturaleza? Se trata de saber en definitiva: quién soy
"yo", quién eres "tú". ¿Qué "es", en el
fondo, en su raíz y esencia la vida (humana)? Esta es la cuestión que
debemos plantearnos audazmente, sin miedo a la verdad. ¿Por qué habríamos
de temer la verdad, sobre todo "a priori"?
Sin embargo hay miedo a la pregunta, hay miedo a la respuesta. Quizá tenga
mucha razón Martín Buber cuando escribe: "Sabe el hombre desde los
primeros tiempos, que él es el objeto más digno de estudio, pero parece como
si no se atreviera a tratar ese objeto como un todo, a investigar su ser y su
sentido auténticos.
"A veces inicia la tarea, pero pronto se ve sobrecogido y exhausto por
toda la problemática de esta ocupación con su propia índole y vuelve atrás
con una tácita resignación, ya sea para considerar al hombre como dividido
en secciones a cada una de las cuales podrá atender en forma menos
problemática, menos exigente y menos comprometedora"
¿Será, la vida, "un frenesí" (como se pregunta el Segismundo de
Calderón)? ¿quizá "una sombra, una ficción, en el que el mayor bien
es pequeño, pues toda la vida es sueño y los sueños son"? ¿Somos
víctimas de una mala pasada del azar o del mal pensamiento de algún genio
maligno que nos ha puesto en ese estado de tanta perplejidad existencial?
Las épocas en las que se ha extendido el pensamiento teocéntrico, en las que
se ha solido reconocer que Dios existe y es creador de cuanto existe, el
concepto de hombre ha adquirido, aun entre sombras, destellos de luz y alegres
colores. En cambio, las épocas más bien antropocéntricas, que han querido
exaltar al hombre afirmando que nada hay por encima de su cabeza, han
concluido en profundas depresiones nihilistas, en culturas de muerte, donde
-como en la nuestra-, la vida no vale más que para gozarla sensitivamente o
para librarse de ella si el placer es imposible o improbable.
LA PARADOJA INEXORABLE DEL HUMANISMO ATEO
"Quizá una de las más vistosas debilidades de la civilización actual
-decía no hace mucho Juan Pablo II- esté en una inadecuada visión del
hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y se ha
hablado del hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin
embargo, paradójicamente es también la época de las más hondas angustias
del hombre respecto a su identidad y de su destino, del rebajamiento del
hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados
como jamás lo fueron antes.
"¿Cómo se explica esta paradoja? Podemos decir que es la paradoja
inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una
dimensión esencial de su ser -el absoluto-, y puesto así frente a la peor
reducción del mismo ser".
Ya se dio cuenta Aristóteles, hace 24 siglos, que al hombre no se le puede
condenar a ser sencillamente hombre, sin más. El horizonte vital de la
persona no puede reducirse a lo sensitivo, espacial y temporal. Porque todo
eso es - si se compara con la más profunda tensión humana - tremendamente
limitado, finito, contingente.
A los hombres nos fascina el mundo sensorial, y sentimos la tentación de
rendirnos sin condiciones a sus encantos inmediatos. Pero al poco de gozarlo,
el encanto se nos esfuma, se desvanece, desaparece de nuestro corazón como el
agua entre los dedos. ¿Por qué? Porque el "ser" del hombre es
más, supera, trasciende infinitamente el orden de los sentidos, de lo
material e incluso de lo temporal.
La misma "in-satisfacción" o "in-comodidad" que - no
sólo a la larga, sino bastante a la corta - produce la hartura de los
sentidos, es un testimonio elocuente de la desproporción que existe entre el
"ser" del hombre y el "ser" de lo que se le ha ofrecido
para su satisfacción.
El hombre insaciable de sensaciones manifiesta que "es más" que
sensación. El hombre "supera infinitamente al hombre", decía
Pascal. En otros términos: el hombre nace para ser infinitamente más de lo
que es; para superarse a sí mismo más allá de toda previsión biológica.
Lo presentimos, lo atisbamos, pero la fascinación sensorial puede vencer ese
impulso originario al infinito y eludir la profundidad de la pregunta
"¿Qué es el hombre?".
No basta saber su composición química, sus posibilidades de supervivencia,
sus capacidades físicas, sus gustos, sus aficiones, sus posibles enfermedades
y cómo puedan curarse o no curarse. No basta con saber que tiene una
dimensión bioquímica, una dimensión biológica, una dimensión biopsíquica,
y quizá otras que pueden ser objeto de observación en un laboratorio, en un
quirófano o en un hospital psiquiátrico. No basta saber qué hace el hombre,
qué es capaz de hacer y de no hacer en un momento dado, cuáles son sus
expectativas de vida. Se trata de saber qué es el hombre en sí mismo: cuál
es el quid del ser humano. Se trata de conocer al hombre en profundidad, en su
origen y en su fin, en el núcleo más íntimo de su existir. Ahí ha de estar
la clave de nuestra existencia, ahí la respuesta definitiva que resuelva el
dilema: don inestimable o pasión inútil.
PUEBLERINISMO CIENTIFISTA
Es lamentable que, en general, no se haya sabido cultivar en nuestra época,
junto a la necesaria especialización de la investigación científica, la
síntesis de los saberes. Esto - sumado a los prejuicios ya apuntados - no ha
favorecido el esclarecimiento del "ser" del hombre. La ramificación
de las Ciencias no había de concluir necesariamente en el cientifismo, que es
una especie de catetismo o paletismo intelectual que amenaza al científico,
no menos que al resto de los humanos.
El paleto no sabe circular por la ciudad inmensa porque sólo ha conocido el
horizonte de su pueblo angosto. El pueblerino cree que su pueblo -quizá
mugriento- es la maravilla cósmica suprema. El médico que - según la
leyenda - dijo que no existía el alma, porque había hecho la autopsia a un
cadáver y no la había encontrado por ninguna parte, es un exponente
elocuente, no de hombre de ciencia, claro es, sino de catetismo cientifista.
Es el especimen prototipo de pueblerinismo cultural. Cree que sólo existe,
que sólo es verdad lo que puede comprobar con sus ojos, o con las
herramientas de su laboratorio.
Un premio Nobel de Medicina o de Ciencias puede ser - no lo son la mayoría,
desde luego - un perfecto pueblerino cientifista, porque puede saber mucho de
la pata delantera izquierda de la mosca tse-tsé, pero simultáneamente puede
no saber nada del campeonato de fútbol que se está celebrando en el mundo,
ni de quien fue Tutankamon, ni de quiénes, cuándo y por qué escribieron los
Evangelios. Un premio Nobel se supone que es hombre con superior índice de
inteligencia, pero puede no haberle dedicado siquiera dos minutos a leer el
Evangelio e ignorarlo por completo, y sin embargo hablar de ello como si fuera
el Papa. Un premio Nobel, quiero decir, con todos mis respetos, puede no saber
casi nada de "lo que es" el hombre.
CÓMO PUEDE CAERSE EN EL NIHILISMO
Tampoco tienen por qué saberlo sociólogos, psicólogos, paleontólogos,
neurólogos, etnólogos, etcétera, por el simple hecho de cultivar una
ciencia particular. Porque todas las ciencias particulares, cuando estudian al
hombre, lo hacen bajo una perspectiva determinada, limitada. La
paleontología, la sociología, la psicología, la etnología, la neurología
humana, la etología comparada, la psicología social, la antropología
económica, la medicina, la psiquiatría, la bioquímica, la fisiología,
etcétera - hacen estudios que son inevitablemente sectoriales, estudian
algún aspecto, dimensión o sector del ente humano, pero no alcanzan la
esencia de su ser. Y si no son conscientes de su propia limitación, ocurre lo
que sucede cuando se ve un cilindro sólo desde una sección particular.
Tomemos, por ejemplo, un cilindro de un metro de alto por un metro de
diámetro. Practicamos una sección horizontal y una sección vertical.
El científico verdadero -como el filósofo y el teólogo- es alguien que
cultiva apasionadamente una ciencia, sabiendo tanto los límites de la misma
como sus mejores posibilidades. Sólo así el científico podrá llegar a ser
también sabio, ir más allá de su ciencia y razonar sobre los datos que le
ofrece para integrarlos en un concepto superior.
Ninguna de las ciencias particulares puede decirnos qué es el hombre. El
hombre puede ser objeto de estudio de múltiples disciplinas:
-la Antropología metafísica estudia lo constitutivo esencial del ser humano.
-la Antropología fenomenológica, estudia al hombre tal como aparece a la
observación de los "fenómenos" o apariencias de su vida.
-la Antropología sociológica, etudia las condiciones y datos sociales del
ser humano.
-la Antropología cultural, histórica, estudia la articulación y
combinación de las diferentes vertientes humanas en orden a la constitución
de una unidad, de un hecho personal humano, del hombre considerado en su
"hic et nunc" geográfico e histórico.
-la Antropología teológica estudia al hombre desde el punto de vista de
Dios, que se nos revela en la Sagrada Escritura y la Tradición, interpretadas
auténticamente por el Magisterio de la Iglesia.
De ahí resultan diversas "secciones" del ser humano y según cuál
de ellas tomemos como punto de referencia, contemplaremos al homo religiosus,
al homo theoreticus, al homo políticus, al homo asceticus, al homo socialis,
al homo oeconomicus, al homo faber, al homo eroticus.
El que sólo sabe hacer y ver secciones podrá confundir el cilindro con el
círculo, y también con el cuadrado. Incluso podrá llegar a la conclusión
de que como el cilindro "es" un círculo y también un cuadrado, el
círculo y el cuadrado "son" lo mismo, es decir, el cilindro es un
absurdo. Algo semejante le pasó a Jean Paul Sartre: se fijó en unas pocas
dimensiones humanas y llegó a la conclusión de que el hombre es un absurdo:
una pasión inútil, un ser vomitado al mundo, condenado a ser libre y abocado
a la nada.
También puede suceder que al advertir que el absurdo no puede ser, porque lo
absurdo es lo contradictorio (el círculo cuadrado) y lo contradictorio no
puede existir en parte alguna de la realidad, se llegue a la conclusión de
que el cilindro humano tan circular como cuadrangular, no es más que una vana
ilusión de la mente. En realidad, el cilindro no existe..., el hombre no
existe, el mundo no existe: es la nada, el nihilismo (teórico o quizá sólo
práctico, pero con fundamento en una teoría implícitamente nihilista)
A lo largo de la Historia del pensamiento se ha llegado más de una vez a
nihilismos semejantes. Pero sin necesidad de ir tan lejos, es muy frecuente la
negación del alma espiritual, por el hecho de que no se puede ver desde
ninguna de las secciones que pueden hacerse en lo visible del hombre, el
cuerpo humano (que no se vea es muy lógico porque el alma no es cuerpo
visible, no es material, sino lo que hace que el cuerpo viva)
Ahora bien, para llegar al reconocimiento de la existencia del alma espiritual
e inmortal no hay más remedio que ver al hombre no desde una sección
limitada, sino desde la sección rigurosamente vertical, que es la única que
puede revelar lo característico del ser humano: el ser humano es un cilindro
que hacia arriba es literalmente ilimitado, no tiene límites
espacio-temporales, no tiene techo, no tiene límite vertical.
CÓMO SE PUEDE CAER EN EL ULTRAEVOLUCIONISMO
Otro ejemplo gráfico nos puede ayudar a entender otro error frecuente: el que
confunde el ser humano con otros de especies inferiores.
Si proyectamos sobre un mismo plano inferior, un cilindro, una esfera y un
cono, el resultado, en los tres casos es el mismo: un círculo ambiguo y
tentador para espíritus simplistas.
Por un camino semejante se llega a afirmar sin rubor que el hombre viene a ser
lo mismo que el chimpancé o el lagarto: ¡se parecen tanto! ¡Son tan grandes
las semejanzas!
Es cierto que hay seres humanos que presentan un "look" muy
semejante al del chimpancé y se diría de ellos que acaban de descender de
algún árbol selvático. Pero basta preguntarles la hora para advertir que el
hombre tiene un mundo invisible en la mirada y en la voz que supera
infinitamente al del chimpancé; y llegamos a la conclusión cierta de que
mucho mayores son las desemejanzas que las semejanzas resultantes de la
comparación entre un individuo humano y un simio.
«Veis al hombre en su silencio y os parece nada más que un ser animal más o
menos perfecto. Pero poco a poco se animan sus facciones, un principio de
expresión ilumina sus labios, vibra el aire en una variedad sutil, y esta
vibración material, materialmente percibida por el sentido, trae en sí esta
cosa inmaterial desveladora del espíritu: la idea.
»¡Cómo! Oís el rumor del viento, y el ruido del agua, y el fragor del
trueno, que dejan en vuestro espíritu una gran vaguedad del sentimiento; y
bastará con que un niño muy pequeño, que apenas se hace oír, diga
suavemente: ¡Madre! para que, ¡oh maravilla!, todo el mundo espiritual vibre
vivamente en el fondo de vuestras entrañas. Un sutil movimiento del aire os
hace presente la inmensa variedad del mundo y suscita en vosotros un fuerte
presentimiento de lo infinito desconocido». Son palabras de Joan Maragall, en
su Elogio de la palabra.
Hay que fijarse en las apariencias, pero no fiarse demasiado. No podemos
quedarnos en ellas como hace la mera fenomenología (el fenomenismo). La
fenomenología es un método de gran ayuda para el acceso al conocimiento de
la realidad, pero con la condición de que sea seria, rigurosa, circunspecta,
que vaya dando vueltas en torno al objeto de estudio - el cilindro, el hombre
-, hasta alcanzar una imagen lo más completa posible, que integre todas las
dimensiones observables, las diversas perspectivas tomadas. Y sobre todo ha de
ser conciente de su insuficiencia. Además de ver, oler, palpar - sentir - hay
que juzgar y razonar sobre lo visto, oído, palpado, en una palabra, percibido
y entendido.
Entonces estaremos en condiciones de dar un paso adelante, de traspasar los
fenómenos para dar con el sujeto mismo, es decir, con lo que subyace bajo los
fenómenos, lo que sustenta las diversas dimensiones contempladas. En otros
términos, estaremos en condiciones de formular la pregunta meta-física (la
metafísica continua el conocimiento iniciado por la física, mediante el
discurso ordenado y riguroso de la razón): ¿qué es esto que tiene tales
dimensiones, que presenta tales cualidades, y ofrece una cara con dimensión
sin límite?
Vale la pena dedicar un nuevo espacio a esta cuestión.
Antonio Orozco
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