Libertad para la plenitud

Por Antonio Orozco-Delclós

 

 

Reducir la libertad a liberación o liberaciones es un riesgo a superar. La libertad no se nos ha dado para liberarnos de ataduras, obstáculos, límites. En todo caso las liberaciones han de servir a la libertad: son medios, no fines.

El fin de la libertad, es decir, lo que satisface plenamente su energía (enérgeia) en busca de la verdad, la bondad y la belleza, es su logro más elevado y esencial, el amor. La criatura desea, Dios "no puede". Dios ama, Dios es amor. Por consiguiente, advierte Leonardo Polo, hay más en la voluntad que el deseo. El amor es superior, lo supremo. Y qué hay en el amor más allá de la tendencia a poseer y de la posesión misma? "Obviamente, el donar. Donar es dar sin perder (...) el ganar sin adquirir o el adquirir dando".

La creación es donación del ser. La criatura, dice Polo, no "toma parte en el ser de Dios, porque Dios no tiene partes". Ser criatura es exactamente tener el ser íntegra y continuamente recibido de Dios que lo otorga. Si una criatura es creada a imagen y semejanza de Dios, entonces su vivir ha de ser donación. Es recibir (sin eso no sería nada) y a la vez dar (sin dar negaría su propio destino; quedaría inacabado, truncado, frustrado).

La voluntad creada es deseo de tener y poseer, pero no es sólo anhelo, es energía vital para aportar algo grande a las personas, algo que trasciende a la persona individual. No puede ser de otra manera, porque la persona es constitutivamente un ser relacional, no puede detenerse ni centrarse en sí misma. La perfección de la libertad como dominio sobre sí mismo, aunque es necesaria, no es lo último, no es lo satisfactorio (no sacia). Ya soy perfecto. Ya tengo incluso el dominio de mí. Bueno, ¿y ahora qué? ¿qué hago con esa perfección, con ese dominio? ¿autocomplacerme? Imposible.

Poner la meta del vivir en la consecución de perfecciones para complacerme en ellas, tiende al solipsismo, el pecado de la soledad estéril. El solipsismo filosófico ha sido una doctrina profesada explícitamente por filósofos como Brunschvicg e implícitamente por la filosofía que en los últimos siglos ha encerrado al yo en sí mismo sin posibilidad de «trascender», esto es, conocer y amar lo que está fuera, más allá de mí. Brunschvicg llegó a pensar que el universo y los demás sólo existen cuando yo pienso en ello; si me doy la vuelta y pienso en otra cosa, dejan de existir.

Es una tentación no trivial. Es posible imaginarlo, aunque sea imposible vivir en coherencia con semejante idea. De hecho, al menos desde el siglo XVII hasta nuestros días -para defenderla o combatirla- ha entretenido a filósofos como Merleau-Ponty de una parte, y a idealista radicales y existencialistas, por otra. Jean Paul Sartre llega a afirmar que los otros son el infierno; que no cabe posibilidad de intercambio de intimidades, verdadera comunicación entre personas. Si éste fuera el destino del hombre sería una condena, tendría razón cuando afirma que el hombre es una pasión inútil.

El intelecto nos hace capaces de ser omnia, todo, cognoscitivamente. La voluntad nos lanza a la trascendencia, a la realidad misma, a incorporar la perfección perfectiva de la realidad buena. La realidad óptima es la persona, mejor, las personas, porque las personas somos constitutivamente seres referidos a las demás. Una persona sola, destinada a la soledad, es inconcebible, sería la tragedia misma. Por eso la voluntad es tanto voluntad de recibir el bien ajeno como aportar el propio al mundo, especialmente a los semejantes, otros "yo". La energía propia de la voluntad implica la existencia de otras personas que me aporten y a las que yo aporte. ¿Aportar qué? Verdad, bondad, belleza, liberad, alegría, en suma, amor, felicidad.

La libertad no es individualista, el crecimiento en libertad no cabe en un individuo aislado . Es impertinente decir que la libertad mía termina donde comienza la de los demás. Es ésta una noción reductiva de la libertad y de la vida social. Más bien es preciso decir que la libertad comienza en el encuentro con las demás libertades. La libertad es energía para la donación, para el incremento de bondad en el seno de la humanidad. La libertad personal no es un límite para la libertad ajena, sino capacidad de enlazar energías personales (libertades personales), para desencadenar sinérgia de libertad, para potenciar la aportación de bondad, de bien, de bienes en el seno de la gran sociedad humana. Cabe decir que el fin que satisface a la persona es la donación de bondad. La bondad sin donación es solipsista, insatisfactoria, frustrante. «Las cosas carecerían de sentido a nuestros ojos si los otros no estuviesen ahí para verlas conmigo» (G. Gerber).

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