El hombre como buscador

Una lectura práctico-existencial de la Fides et ratio.

Por Ana Marta González

 

 

Mi acercamiento a la Fides et Ratio es un acercamiento parcial, condicionado en gran medida por mis intereses filosóficos, que se encuadran en el ámbito de la filosofía práctica. Considero, sin embargo, que se trata de un acercamiento propiciado por uno de los aspectos más novedosos de la Encíclica, a saber: la interpretación peculiar que se hace de la conocida frase intellego ut credam, que da título al tercer capítulo de los siete que integran el documento.

Como es sabido, tradicionalmente se empleaba la expresión intellego ut credam para referirse a los preambula fidei, es decir, aquellas verdades que, siendo accesibles a la razón, constituyen como un pórtico a las verdades de la fe, tales como la existencia de Dios, la creación del hombre y del mundo, o la inmortalidad del alma humana. En esta ocasión, sin embargo, la expresión intellego ut credam no es interpretada por el Santo Padre en un sentido prioritariamente temático, como apuntando directamente a los preambula fidei, sino en un sentido existencial, significando con ello al sujeto que poniendo en juego su entendimiento busca creer, y no tanto al conjunto de verdades que, desde un punto de vista objetivo, pueden servir para mostrar la razonabilidad de la fe.

Sin duda, aquellas verdades podrán constituir hitos singulares en la búsqueda que cada hombre lleve a cabo a lo largo de su vida; pero lo que aquí parece interesar más al Santo Padre no es tanto recordar los preambula fidei cuanto subrayar el carácter profundamente humano de la búsqueda de la verdad, una búsqueda que es, ella misma, el mejor preámbulo para la fe.

La oportunidad de este acercamiento se pone de relieve tan pronto consideramos que la misma situación actual de la filosofía se encuentra marcada por un tono general de escepticismo que se refleja también en otros sectores de la cultura. En este sentido, el contexto cultural en el que se escribe la Fides et Ratio dista mucho del que rodeaba a León XIII cuando escribió la Aeterni Patris, también sobre las relaciones entre fe y razón. Al racionalismo de entonces ha sucedido la razón débil de ahora. Si León XIII consideró necesario salir al paso de una razón que prácticamente pretendía hacer superflua la fe, Juan Pablo II considera necesario subrayar la capacidad humana de alcanzar el conocimiento de la verdad, como preámbulo necesario para una fe con contenido.

Lo interesante, con todo, es que al poner el acento no tanto en las verdades concretas, cuanto en la misma dinámica de búsqueda de la verdad, Juan Pablo II sitúa el problema en un plano práctico y existencial, pues es claro que el sujeto de la búsqueda no es un puro entendimiento, sino un hombre, un hombre que, según la escueta frase de Aristóteles en la Ética a Nicómaco, se podría definir en función de la elección, como inteligencia deseosa o deseo inteligente[1]. La razón es clara: una inteligencia sola no busca nada; una inteligencia deseosa, por el contrario, sí. Ahora bien: hablar de inteligencia deseosa –y mejor aún, de deseo inteligente– es hablar de la elección, esto es, de la condición práctica del hombre.

En este sentido, dedicar el capítulo intellego ut credam a la imagen del buscador, constituye una muestra de que se ha operado un giro en la interpretación habitual de este lema, pasando de una aproximación más especulativa a una aproximación más práctica. En esto cabe reconocer una indicación muy importante para nosotros, a saber: que la réplica al escepticismo no es primordialmente una tarea de la razón teórica, cuanto de la razón práctica. El propio Aristóteles nos parece señalar este camino en la Metafísica[2]. Pero ahora no quisiera dirigir por ahí mis reflexiones. Lo que me interesa, más bien, es poner de manifiesto con algún detalle la argumentación desarrollada por Juan Pablo II en este capítulo de la Fides et Ratio, que lleva por título Intellego ut credam.

1. La búsqueda de Dios por parte del hombre.

Curiosamente el capítulo titulado Intellego ut credam se abre con dos referencias explícitas a la sabiduría de la fe. En primer lugar Juan Pablo II parte del texto de los Hechos de los Apóstoles donde Pablo se dirige a los atenienses, para enlazar después con la liturgia del Viernes Santo. Este modo de proceder, precisamente en un capítulo que ha de examinar la apertura de la inteligencia hasta la fe, puede interpretarse como la invitación a una lectura inteligente la Sagrada Escritura y de los mismos textos de la liturgia, que también en lo que tienen de obras humanas, pueden considerarse fuentes de conocimiento por todas las personas, tengan o no tengan fe.

En todo caso, con el primer pasaje el Santo Padre pretende llamar la atención sobre “una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios”[3]. «Nostalgia de Dios» es el nombre que da la Revelación al anhelo de trascendencia que anida en el interior del hombre, y que la misma Revelación sitúa en el origen de la búsqueda con la que viene a identificarse la vida humana. Así, ya en ese texto de los Hechos de los Apóstoles, se habla de un Dios que “creó, de un solo principio, todo el linaje humano […] con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban”[4].

La idea de la búsqueda de Dios por parte del hombre, base de cualquier religión natural, encuentra de este modo su lugar propio en el contexto de la religión revelada, con la particularidad de que, a la luz de la Revelación, es Dios y no el hombre el que ha tomado la iniciativa, el que ha hablado primero, el primero en buscar al hombre. En consecuencia, desde la perspectiva abierta por la Revelación, la búsqueda del hombre se descubre ella misma como una respuesta al amor originario de Dios, expresado ya en el mismo acto de la creación. Así lo recuerda una de las peticiones de la Iglesia en la liturgia del Viernes Santo, que Juan Pablo II trae a nuestra consideración: “Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti…”[5].

En el contexto de la Revelación, por tanto, la búsqueda misma puede interpretarse claramente ya como una cierta respuesta, una respuesta que llega a ser plena en el acto de fe. En general puede decirse esto de toda búsqueda. No buscaríamos lo que de algún modo no presintiéramos: en este sentido toda búsqueda es por sí misma una cierta respuesta. Sin embargo, la consideración de la propia vida como respuesta es más urgente cuando nos situamos en la perspectiva de la fe, porque en este caso consideramos las cosas estrictamente desde el punto de vista de Dios, y somos capaces de reconocer la misma creación como llamada originaria.

Por el contrario, la responsabilidad por la propia vida es menos patente cuando nos situamos sin más en la perspectiva de la religiosidad natural. En ésta, puede decirse, tiene más peso la actitud por la que el hombre busca. La religación con el origen, base de la religión natural, no deja de ser una virtud humana, por mucho que refiera a Dios en mayor medida que las restantes virtudes morales[6]. Sin duda también aquí se puede hablar de una cierta respuesta: de lo contrario no percibiríamos la cesación o el debilitamiento de la búsqueda como una frustración existencial, como una traición a lo más profundo de nosotros mismos. Sin embargo, me atrevo a decir que la perspectiva prevalente en el caso de la religión natural es la perspectiva del buscador, y no tan claramente la de la respuesta. De cualquier forma, en la raíz de esa búsqueda
–que en el caso de la religión natural ha alcanzado a definir parcialmente su objeto–, se encuentra lo que Juan Pablo II designa cuando habla de la «nostalgia de Dios».

Según Juan Pablo II, esta nostalgia ha operado en la historia de la humanidad como general fermento de cultura: “de diferentes modos y en diversos tiempos –observa– el hombre ha demostrado que sabe expresar este deseo íntimo”[7]. Tal deseo se encontraría en la base de las diversas manifestaciones artísticas, y también de la actividad filosófica, que habría asumido de manera peculiar este movimiento, expresando “con sus medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del hombre”[8].

Como veremos enseguida, en la actividad filosófica el deseo de Dios se expresa inmediatamente como deseo de verdad. En todo caso, según Juan Pablo II, arte y filosofía comunicarían en su raíz, que no es otra que la nostalgia de Dios. Lo implícito en sus palabras, en efecto, es que este deseo de Dios precede a toda diversificación del espíritu. Tanto las artes como la filosofía constituyen manifestaciones del afán de búsqueda que define radicalmente a todo hombre.

2. La búsqueda filosófica.

Considerada en sí misma, sin embargo, la búsqueda es una tarea humana que arraiga en la condición práctica del hombre: en su ser una inteligencia deseosa, o, mejor aún, un deseo inteligente. Si podemos hablar de la filosofía como búsqueda esto es sólo porque la filosofía se alimenta del estado de viator que define la condición humana. En la raíz de la búsqueda filosófica se encuentra también, aunque implícita, la nostalgia de Dios. Un modo errado de concebir la filosofía académica tiende fácilmente a ocultar este aspecto[9]. Juan Pablo II, por el contrario, subraya la dimensión radicalmente existencial de la búsqueda filosófica, sin dejar por eso de apuntar lo específico de este modo de búsqueda, así como su especial relevancia para la fe. Ésta reside principalmente en el hecho de que la fe no es un mero acto subjetivo, sino que supone sustancialmente el asentimiento a unas verdades que se deben poder expresar y transmitir con palabras y, por tanto, racionalmente. En este sentido, la peculiaridad de la filosofía consistiría en profundizar en ese deseo de Dios característico de todo hombre, modulando racionalmente la búsqueda.

Esa «modulación» racional de la búsqueda tiende a concretarse en juicios universales que pretenden reflejar el aspecto permanente de las cosas. La filosofía, en efecto, tiene querencia por lo permanente, interesándose por desentrañar los modos y maneras que adopta lo permanente a lo largo del tiempo y de la historia. Pero sería un error limitar la querencia por lo permanente a la filosofía. A su modo esta querencia se encuentra igualmente en el arte. Lo peculiar no es el amor por aquello que trasciende el cambio, sino el procurar alcanzarlo mediante la sola actividad intelectual. Ahí precisamente podríamos reconocer la cruz de la filosofía: es posible que la sola actividad intelectual no presente al buscador, en su estado de viator, todo lo que éste realmente busca[10]. En todo caso, y dado que permanentes hay pocas cosas, la filosofía se descubre a sí misma como un saber pobre en contenidos, por más que rico en consecuencias.

Fecundo en consecuencias, por ejemplo, es el juicio universal con el que Aristóteles abre su Metafísica, y que Juan Pablo II trae a nuestra consideración en esta encíclica: “todo hombre desea por naturaleza saber”[11]; un juicio que Juan Pablo II glosa de un modo muy pertinente para nuestro tema, poniéndolo en conexión con la búsqueda de la verdad por parte del hombre. Efectivamente, el deseo de saber, el deseo de conocer, se deja expresar como deseo de conocer la verdad, pues de entrada parece claro que un conocimiento falso no es un verdadero conocimiento[12].

Ciertamente un hombre puede tener por verdadero lo que es falso, pero tan pronto reconozca la falsedad de su conocimiento, dejará de considerarlo como tal. En este sentido se puede decir que todo hombre desea conocer la verdad en general y en absoluto, la verdad simpliciter. Al mismo tiempo, sin embargo, es preciso advertir que el hombre no accede a la verdad mediante un único acto de conocimiento[13]. No conocemos la verdad sin más, sino verdades parciales, aspectuales, que debemos ir articulando y contrastando racionalmente poco a poco. Ahora bien: desde el punto de vista práctico esto es decisivo, pues reconocer la necesidad de articular y contrastar las diferentes verdades supone reconocer también el carácter temporal de nuestro proceso de conocimiento, lo cual, a su vez, comporta admitir que, en una medida no pequeña, el error forma parte del descubrimiento de la verdad, de una manera semejante a como los tropezones en la oscuridad nos permiten apreciar y desear la libertad de movimientos de la que gozamos a la luz del día.

Por otro lado, y en la medida en que la articulación de las distintas verdades se realiza siempre desde una perspectiva más o menos singular –y, por tanto, más o menos compartida–, se debe reconocer un espacio para la diversidad de articulaciones, sin que ello impida reconocer algunas más universales que otras. En todo caso, la singularidad de la perspectiva define en buena parte el criterio de clasificación de las verdades. A lo largo de la historia de la filosofía se han hecho numerosas clasificaciones de las verdades, atendiendo a diversos criterios, ya modales, ya temáticos, ya de otro tipo. Precisamente Juan Pablo II lleva a cabo en esta ocasión una clasificación de las verdades que merece cierta atención[14].

Así, menciona en primer lugar las verdades que “se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente”, verdades que refiere a “la vida diaria y a la investigación científica”. En segundo lugar menciona “las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto”, que como precisa poco más adelante, “no se limitan a las meras doctrinas, algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión”, sino que abarca las concepciones filosóficas con las que cada hombre orienta su vida. Finalmente se refiere a “las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía”, y que “se encuentran en las respuestas que las diversas tradiciones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas”.

Lo más llamativo en esta clasificación es el criterio con el que se ha llevado a cabo, un criterio que, en buena parte, permanece implícito. De entrada, en efecto, la división atiende al tipo de conocimiento que está en la base de las verdades mencionadas: ya un conocimiento experiencial, ya un conocimiento especulativo, ya un conocimiento relativo a las cuestiones últimas, en parte emparentado con el filosófico pero que, según anota, tiene su origen en las tradiciones religiosas. Sin embargo, en esta manera de tipificar el conocimiento se ha tomado como punto de partida la experiencia de la verdad que hacemos en la vida ordinaria, considerada en sentido amplio: una vida en la que hay lugar tanto para la especulación filosófica como para la experiencia religiosa, y en la que las llamadas «verdades científicas» son recibidas en un plano distinto, no tan existencial como el de la filosofía o el de la religión, sino más bien en un plano pragmático, que discurre más en el nivel del «saber cómo» que en el del «saber para qué».

Desde esta perspectiva, por lo demás, se entiende la equiparación de las verdades referidas a la vida diaria y las de la investigación científica que lleva a cabo en el primer término de la división. Esta equiparación, que tomada absolutamente podría considerarse incorrecta, tomada desde el punto de vista de la vida ordinaria se encuentra totalmente justificada: la ciencia (léase ciencia moderna) se integra en nuestra vida ordinaria en la calidad de un «saber-cómo» que no plantea más problemas. Por su parte, la descripción de las verdades filosóficas, que en la clasificación propuesta parecen sugerir una reducción de la filosofía a sus aspectos más existenciales en perjuicio de las formas más «duras» y abstractas de filosofía, se cumple sin embargo cuando adoptamos la perspectiva de la vida ordinaria, donde efectivamente se desvelan las implicaciones existenciales comprometidas incluso en las argumentaciones aparentemente más abstractas.

La vida ordinaria, por tanto, se presenta como el topos natural de la verdad, donde la verdades mismas, en plural, encuentran su último y radical sentido, o, por complicar las cosas, su verdad propia. Hay, en efecto, una verdad de las verdades, y ésta encuentra su topos natural en la vida ordinaria. Es en la vida ordinaria donde el hombre se justifica[15] y donde deben encontrar su asiento y su coherencia tanto las verdades científicas como las verdades filosóficas y religiosas. Las verdades inconexas pueden ser útiles para fines parciales, pero no cooperan a la verdad de la vida que figura en el horizonte de la búsqueda del hombre. Articular las verdades parciales en la verdad de la vida, sin embargo, requiere que adoptemos un punto de vista práctico. Por eso, además de referirse a la investigación de la verdad en el ámbito teórico, Juan Pablo II pone empeño en referirse a la investigación de la verdad “que se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar”[16].

En rigor, prescindir de la investigación relativa al «saber obrar», restringiendo el conocimiento de la verdad al plano teórico sería contradictorio con la naturaleza misma de la búsqueda, que, como se ha dicho, es una búsqueda de todo el hombre, y por tanto no puede quedarse en una búsqueda puramente intelectual. Por el contrario, al ser la misma vida la que impulsa a la búsqueda de la verdad, la verdad a la que se aspira en último término debe ser una verdad vital, una verdad relevante para la vida, más aún, una verdad de la que esté hecha la propia vida. De este tipo es precisamente la verdad práctica, la verdad de la acción. “Con el propio obrar ético
–escribe Juan Pablo II– la persona actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad”[17].

Tal vez conviene aclarar que el obrar ético del hombre no es un aspecto entre otros de su vida, sino su vida misma. La vida humana es radicalmente moral. En este sentido, tiene importancia resaltar que la verdad de la vida es una verdad práctica. Escribe Tomás de Aquino: “se dice que la vida es verdadera, como cualquier otra cosa, en tanto en cuanto alcanza su regla y medida, que es la ley divina, por conformidad a la cual tiene rectitud. Y tal verdad o rectitud es común a cualquier virtud”[18].

Sin duda es cierto que “la verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida? ¿hacia dónde se dirige?”[19]. Ésa, como subraya Juan Pablo II, es la pregunta radical, la pregunta genuinamente filosófica a la que no se sustrae en modo alguno el hombre corriente[20]; una pregunta que se presenta urgida por la experiencia de la muerte[21], y a la que, en consecuencia –y a diferencia de lo que puede ocurrir en el campo de las ciencias experimentales[22]–, no cabe dar una respuesta puramente hipotética[23]. No en vano, podríamos añadir, la filosofía se ha comprendido desde Sócrates como una meditación sobre la muerte[24]. El pensamiento de la muerte, en efecto, sitúa al hombre ante las preguntas fundamentales, no tanto porque la filosofía se ocupe únicamente de la muerte, sino porque es a la luz de la muerte como se define la perspectiva propiamente filosófica, con la que el hombre se ocupa de las demás cuestiones[25].

Sin embargo, la dilucidación de esa pregunta se alimenta de nuestra ordinaria experiencia práctica y reclama igualmente un compromiso práctico. Ahora bien, la praxis es, por de pronto, experiencia de la alteridad. Si hubiera que designar con una palabra lo específico de la praxis ética frente a la relación puramente técnica esta palabra sería «trato». Actuar –y no sólo producir– es tanto como tratar. “Llamamos trato al modo de obrar en el que el agente no es exclusivamente fin y en el que no se plantean o persiguen exclusivamente fines, sino a aquel que se halla con el otro en relación mutua”[26]. Existe un modo de enfrentarse a la realidad predominantemente técnico, que sólo reconoce el sentido puesto por uno mismo. Pero ese modo de enfrentarse a la realidad no es humano. Humano es contextualizar la técnica en una praxis. El trato cuidadoso con la realidad nos predispone a reconocer un sentido personal detrás de ella. Esa actitud, sin duda, es contemplativa, pero emerge de una manera de tratar la realidad que es predominantemente ética. En este sentido habría que decir con Spaemann que “la razón surge en el trato y permanece unida a él. El trato es más originario que la razón”[27] .

En la pregunta por el sentido, por tanto, se funden reflexión y vida. La luz que moviliza la búsqueda es una luz nacida en el trato. Esa luz se puede asignar a la razón teórica, pero ha de quedar claro que la razón teórica no es sinónima aquí de «razón objetiva». También la teoría es praxis, y praxis perfecta. La praxis imperfecta, la praxis ética, dispone para la contemplación. Por ello subrayar el carácter articulador de la verdad práctica no es, en modo alguno, accidental al tema general de la encíclica: explorar la relación entre razón y fe. El lugar propio donde esa relación puede transformarse en una articulación fecunda no es el discurso teórico que investiga las relaciones entre filosofía y teología, sino la existencia práctica del hombre que piensa y cree, con una única inteligencia.

4. La definición el hombre como “buscador”.

No es el deseo de verdades, sino el deseo de verdad sin más, lo que permite definir al hombre como buscador[28], y entender su vida entera bajo la perspectiva de la búsqueda, incluso cuando el hecho mismo de buscar no comparece con tanta claridad a la conciencia. En este sentido, el propio Juan Pablo II advierte que “no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa transparencia ni de manera consecuente”[29]. Ello puede deberse a muchas causas accidentales, pero fundamentalmente se debe a que el ámbito en el que discurre habitualmente nuestra vida no es el de la lucidez total. Como observa Eliot, no pueden los humanos soportar demasiada realidad[30]. Por el contrario, lo ordinario en el hombre es la media luz, unida, eso sí, a la tensión hacia la luz completa.

La raíz de la tensión, por lo demás, reside en lo paradójico de nuestra condición: por nuestros orígenes orgánicos podríamos pertenecer al mundo de los seres cerrados en torno a sí mismos. Sin embargo, la nuestra es una estructura instintual abierta, por sí misma reveladora de que la plenitud humana no puede ser jamás una plenitud biológica. Lejos de esto advertimos en nosotros el principio de una vida que ya no es puramente orgánica, en razón de lo cual consideramos indigno, como Aristóteles, no aspirar a una vida más alta[31]. Ahí tenemos el motor de la búsqueda.

Desde cierto punto de vista podría decirse que la búsqueda se inicia con la vida misma, es decir, con su mismo origen orgánico. Naturalmente se trata de una vida inconsciente. Sin embargo, en la medida en que es el mismo crecimiento orgánico el que va haciendo posible la emergencia y el despliegue de la vida intelectual, puede interpretarse la totalidad de la vida con la clave de la búsqueda. En una primera etapa del desarrollo, primordialmente biológica, la vida intelectual se iría abriendo paso gradualmente desde sus orígenes inmemoriales en el inconsciente hasta la posesión efectiva del uso de razón; en una segunda etapa, sin olvidar jamás del todo sus orígenes orgánicos, la búsqueda comenzaría a ser un acontecimiento propiamente biográfico, escrito con mayor o menor conciencia, según los momentos.

No es difícil reconocer, en efecto, que la búsqueda es más intensa en algunos momentos de la vida que en otros; que en algunas ocasiones decae, para resurgir más tarde. A nadie se le oculta tampoco que existen numerosos obstáculos a la búsqueda. El primero señalado por Juan Pablo II es precisamente el «límite originario de nuestra razón»[32].

Entiendo que el límite de la razón tiene, en este contexto, un sentido más radical que la elemental incapacidad de un individuo para dominar la totalidad de las ciencias. Considero que con esta expresión Juan Pablo II se refiere, ante todo, a la constitutiva incapacidad de la razón humana para hacerse con su propio origen por la sencilla razón de que, en el origen, ella no estaba: no ya en el origen del mundo y de la historia, sino en su propio origen. La razón humana, en efecto, no es originaria, sino que tiene supuestos de muy diversa índole, entre los que sin duda se cuentan los supuestos orgánicos y culturales, aunque no sólo ellos. En rigor habría que decir que si los supuestos orgánicos y culturales llegan a constituirse en «supuestos de la razón» es porque hay un principio intelectual anterior a ellos, que, sin embargo, no llega a manifestarse sino a través de ellos, y, precisamente, bajo la forma de razón, esto es, de pensamiento discursivo. Ese principio es el intelecto, que, según dice Aristóteles «viene de fuera»[33]. De Dios, dirá Tomás de Aquino.

Según esto, Dios se encuentra más allá del límite de la razón, a parte ante, por decirlo así. De este modo, sin embargo, Dios no constituiría objeto de búsqueda, a menos que la religación con el origen sea percibida como fuente de sentido de la propia vida. Pero este es un acontecimiento biográfico, como la búsqueda, y como ella con una estructura teleológica. Esto quiere decir que, al tiempo que supone la vida orgánica, va más lejos que ella, en la medida en que aspira a dotarla de sentido.

Ahora bien: el proceso de dotar de sentido a la propia vida no es simple. Con relativa frecuencia es un proceso que se alimenta de experiencias negativas, de las que brota la reflexión: los «momentos de gracia» de los que habla Flannery O"Connor[34]. Sin duda supone reflexión, volver en sí, con el fin de orientar la vida que queda por delante. Pero no se puede decir que sea un proceso puramente intelectual. Precisamente la alusión al «empeño» justifica el considerarlo un proceso moral. Y aquí tenemos otro aspecto del límite de la razón.

En efecto: el acontecimiento por el cual dotamos de sentido a la propia vida, o, mejor aún, el proceso de impregnar de sentido la propia vida, supone rebasar de otra manera el límite de la razón, obligándola a descender del plano de las verdades universales al terreno de la existencia concreta, lo cual no puede hacerse sin cierto empeño moral. Aquí tropezamos con el segundo obstáculo para la búsqueda señalado por Juan Pablo II: «la inconstancia del corazón»[35], obstáculo que admite ser glosado con las palabras que él mismo escribe a continuación: “otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces, en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias”[36].

El hombre tiene nostalgia de Dios, y desea la verdad, pero al mismo tiempo desea muchas otras cosas. Descubrir que todas las demás cosas encuentran su lugar justo en la medida en que el deseo de Dios y de verdad ocupa el primero no es un descubrimiento fácil. Con todo, resulta menos fácil –al menos de entrada– el poner por obra dicho descubrimiento[37]. Y, sin embargo, ninguna de estas dificultades autoriza a prescindir de la verdad como criterio de la propia vida. Lejos de esto, la verdad se constituye por sí sola en criterio de nuestra vida, incluso si este no es nuestro deseo, de tal modo que nuestra vida en general se define como lograda o truncada precisamente en función de ella.

En cualquier caso, lo que permite la calificación global de la vida es el éxito de la búsqueda, que se encuentre lo buscado. En este encuentro reside la verdad de la propia vida. Dicha verdad no es algo puramente objetivo (significado sin sentido), ni tampoco puramente subjetivo (sentido sin significado). La verdad de la vida, hemos dicho antes, es práctica. Esto implica que incorpora la pregunta radical por el sentido[38], pero con un contenido que responde a las exigencias intrínsecas de nuestra naturaleza.

Con la verdad de la vida ocurre lo mismo que con la felicidad, porque, en rigor, son la misma cosa. Cuando Aristóteles o Tomás de Aquino hablaban de la felicidad como fin de la vida no la consideraban únicamente un estado subjetivo, ni tampoco un estado objetivo de cosas. La felicidad comprendía ambos aspectos en el mismo acto y debía comprenderse ella misma como acto. A este propósito, y haciendo uso de una distinción aristotélica, Tomás de Aquino, distingue con precisión en la felicidad entre el finis cuius y finis quo: si el primero se concreta en Dios, el segundo en cambio designa la actividad mediante la cual le es posible al hombre la unión con Dios[39]. Importante es, en este contexto, subrayar que se trata de una actividad vital, que, antecedente y concomitantemente, supone un acto de voluntad[40]. Y es que la condición humana es tal que, lo buscado –finalmente Dios– sólo se encuentra en el acto mismo de buscarlo: “el que busca, encuentra”[41]; no porque al término de la búsqueda se encuentre lo buscado, sino porque lo buscado se halla en el mismo acto de buscarlo.

Ahora bien, si la vida es búsqueda, el fin de la vida no se encuentra fuera de ella: el fin de la vida humana no es algo distinto de ella, sino vivir de cierta manera. Esa manera tiene para el cristiano una forma muy precisa: la caridad. Vivir según la caridad, en efecto, es tanto como vivir según Dios. En este sentido resulta claro que el cristiano no vive en la verdad si no vive según la caridad. Sin embargo, la vida humana tiene además una materia que, para ser informada por la caridad, debe gozar ella misma de una cierta rectitud, es decir, debe ordenarse ella misma según las restantes virtudes[42] y por tanto secundum naturam. Con otras palabras: la vida cristiana requiere una consistencia humana, sin la cual la búsqueda misma puede malograrse. A su vez, esa consistencia humana constituye de por sí el mejor de los preámbulos para la fe, en la medida en que es reflejo de una búsqueda en la que, de manera confusa, se encuentra implícito lo buscado.

5. Un deseo natural no puede ser vano.

“Se puede definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad”[43]. El argumento con el que Juan Pablo II justifica esta afirmación tiene un claro precedente aristotélico. Así como Aristóteles había anotado repetidas veces que un deseo natural no puede ser vano, Juan Pablo II señala algo semejante: “No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza sea del todo inútil y vana”[44]. Pensar lo contrario nos llevaría directamente al terreno de las filosofías del absurdo. A esto apunta el Santo Padre cuando observa que “la sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener que prescindir de ella comprometería la existencia”[45].

La única prueba de este argumento es, en efecto, una prueba por reducción al absurdo, al absurdo práctico, en este caso. Como observa Aristóteles, si no deseáramos nada de modo natural, no desearíamos nada en absoluto[46]. Ahora bien: en este deseo conviene distinguir dos aspectos, que pueden motivar dos interpretaciones contrapuestas. En efecto, de una parte, cabe interpretar el deseo natural como el deseo de algo infinito que no se sacia con ningún bien particular, en razón de lo cual la búsqueda sigue siempre abierta, pero con una dirección precisa –el mismo bien infinito–. De otra, sin embargo, cabe interpretarlo como un deseo infinito de algo en cada caso distinto, lo cual explicaría nuestro estar abocados a progresar indefinidamente de deseo en deseo. Sin duda también en este caso la búsqueda sigue abierta, pero sin una dirección precisa, pues aunque todavía entonces el deseo tendría un objeto, el objeto en cuestión cambiaría de una vez para otra.

Aunque tal y como han sido expuestas se trata de interpretaciones encontradas, la contraposición obedece a no tomar en consideración los dos aspectos entrañados en el mismo deseo natural. Todo deseo, en efecto, tiene una materia
–es deseo de algo– y una forma –una razón de bien–. Adoptando un punto de vista material, el deseo natural puede traducirse –y se traduce en la práctica– en un deseo indefinido de bienes particulares. Sin embargo, todavía entonces la forma del deseo es infinita. Desde un punto de vista existencial la diferencia reside en el modo de encauzar la infinitud del deseo. En las mismas condiciones, una persona puede llegar a vislumbrar que la infinitud del deseo requiere la existencia de un bien infinito, mientras que otra no lo vislumbra todavía, limitando su vida a progresar indefinidamente de bien particular en bien particular. En los dos casos, es la forma infinita del deseo lo que explica el carácter humanamente interminable de la búsqueda[47]: que dure tanto como la vida. Pero sólo el primero de ellos alcanza a descubrir en la infinitud del deseo su trascendencia.

6. Trascendencia y dinámica de la búsqueda.

Que la búsqueda sea humanamente interminable constituye de por sí una pista que permite descubrir la trascendencia de su objeto. Pero la pista no obliga a seguirla: la trascendencia, finalmente, es libre[48]. Sin embargo, la negativa a la trascendencia, una vez que se ha avistado en el horizonte, condiciona la vida en otros términos: desechar la pista de manera consciente puede abocar a la infinitud del círculo hermenéutico, o a adoptar una postura más o menos pragmática[49], más o menos afín a las filosofías del absurdo. Sin duda, «incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia la existencia del hombre[50]. Pero es posible evitarla, porque –insisto– la trascendencia es libre.

Ciertamente, la negativa a la verdad no siempre es lúcida. El pecado del hombre no es el pecado del ángel[51]. De ahí que la negativa del hombre se traduzca por lo general, en una vida «vivida sin pena ni gloria», como refleja un personaje de Richard Ford[52]. Son opciones posibles, aunque desgraciadas. «Momentos de gracia», por el contrario, son aquellos acaso especialmente dolorosos, pero orientadores de la existencia[53], y que, en general, redundan en una visión positiva de las cosas que se extiende también a la media luz característica de la vida ordinaria.

En todo caso, los «momentos de gracia» desvelan de manera particular la estructura y la dinámica de la búsqueda de la verdad de la vida. La búsqueda en cuestión reproduce en buena parte la dinámica seguida en el descubrimiento de la verdad práctica: «ensayo, error, corrección de ensayo». Afirmando esto damos por supuesto que el descubrimiento de la verdad de la acción y, más en general, de la verdad de la vida, supone el error práctico[54]. Este punto de vista –por lo demás consecuencia de reconocer que la prudencia no es una virtud natural[55]–, se encuentra parcialmente recogido en lo que Stuart Mill calificaba como experiments in living[56]. Desde esta perspectiva, por tanto, se entiende que en la búsqueda de la verdad el error práctico desempeñe, paradójicamente, un papel primordial[57].

Si no tuviéramos una mínima experiencia del error práctico no estaríamos en condiciones de seguir la argumentación dialéctica con la que Aristóteles, y después Tomás de Aquino abren la Ética a Nicómaco y la Prima Secundae respectivamente. Como se recordará, a la pregunta por la felicidad, planteada en los primeros compases de estas dos obras, sigue una serie de preguntas destinadas a concretar el posible fin del hombre. Así, por ejemplo, Tomás de Aquino se va cuestionando sucesivamente si el fin del hombre consiste en las riquezas, en los honores, etc. En mi opinión, la argumentación dialéctica que allí desarrolla admite e incluso reclama una interpretación existencial que presupone, como digo, una mínima experiencia del error práctico, asumida, eso sí, en el contexto de una disposición básica de rectitud interior. Cuando hay rectitud interior la vida se convierte en un cierto experimento en la que incluso los resultados aparentemente negativos, pueden ser asumidos de manera positiva, por cuanto redundan en un conocimiento práctico de aquello en lo que no consiste en absoluto el fin del hombre[58]. Desde aquí se entiende también que la verdad de la vida no dependa tanto de haber llevado una existencia perfecta desde el comienzo cuanto de la capacidad de detectar los propios errores y reconocerlos como tales. Como ha subrayado Viktor Frankl, a menudo es la experiencia del dolor, el haber sufrido mucho, lo que pone al sujeto en condiciones de reflexionar sobre su vida y plantearse la cuestión del sentido con sinceridad, sin cinismo[59].

La rectitud interior es, pues, fundamental. Pero lo es también la libertad, porque sin ella no puede hablarse propiamente de búsqueda personal. En este sentido, y desde el momento en que la búsqueda supone el error práctico, entiendo también que defender la búsqueda significa estar dispuesto a defender el uso erróneo de la libertad ajena: entre otras cosas porque desconocemos la percepción que de sus propios actos tiene la otra persona. Sin defender la libertad ajena, incluso errónea, no es cierto que se defienda en general la libertad. Si no se quiere dañar el trigo es preciso no arrancar la cizaña. Ciertamente, en la medida en que los errores o equivocaciones tienen consecuencias negativas para uno mismo y para los demás, forma parte de la defensa de la libertad el mostrar al interesado estas consecuencias negativas: fundamentalmente porque la ausencia de conocimiento disminuye la libertad de nuestras decisiones, y un individuo solo no siempre alcanza a percibir las implicaciones de su conducta. Saber lo que uno está haciendo cuando elige actuar o vivir de una manera no es fácil si uno está solo.

7. La búsqueda entre la tradición y la crítica.

Desde aquí se advierte claramente la diferencia que hay entre buscar la verdad de la propia vida partiendo de una tradición y buscarla al margen de ella; entre buscar solo o contar con otros para la búsqueda. En rigor nadie puede buscar solo. Lo quiera o no está dando cosas por supuestas. El hombre
–escribe Juan Pablo II– “nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree”[60].

Sin duda, la confluencia de varias tradiciones puede generar cierta perplejidad moral. Pero, en contra de lo que se oye a menudo, la multiplicidad de tradiciones no conduce de por sí al relativismo; mas bien multiplica las oportunidades de búsqueda, urgiendo incluso la necesidad de una síntesis personal. En todo caso, la confluencia de tradiciones, en la medida en que es experimentada como tal, constituye por sí sola una cultura peculiar, con su peculiar mundo de valores, en el que el hombre es educado, inicialmente, de manera acrítica. De hecho el hombre se introduce en el mundo inicialmente de este modo: de manera acrítica, esto es, confiando.

Ahora bien, “cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas”[61]. Sólo a partir de ahí comienza a desarrollar su vida. En este sentido, el propio ejercicio de la razón supone un acto de confianza. Por eso afirma Juan Pablo II que “el hombre, ser que busca la verdad, es también aquél que vive de creencias”[62]. Esta afirmación, escandalosa para la razón ilustrada, encuentra un eco especial entre nosotros desde la rehabilitación de la tradición por parte de Gadamer[63]. Al mismo tiempo, sin embargo, es preciso subrayar que la búsqueda por la que definimos al hombre no tiene por objeto final una creencia, sino una visión[64]. Es el deseo de ver la verdad lo que moviliza la búsqueda y es también ese deseo el que se encuentra en la base de la actividad crítica del pensamiento, una actividad crítica que, a menudo, se dirige a examinar los propios presupuestos. Como observa poco antes Juan Pablo II, “el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento”[65]. Y, con todo, la crítica no está llamada a tener, en la vida del hombre, la última palabra: lo impide la misma tensión hacia la verdad. Por ello, lo ordinario es que, “tras este paso, las mismas verdades sean «recuperadas» sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo”[66].

En este punto quisiera subrayar que la apertura a la trascendencia, característica de la búsqueda, supone la máxima actividad crítica de la razón, que no quiere perderse verdad alguna, tampoco la que le supera. No es la razón crítica la que con más virulencia se opone a la trascendencia, sino la crítica reductiva, que aprisiona la verdad dentro de sus límites estrechos, la que la rechaza. Esa crítica reductiva –esa «crítica acrítica»– es, en el fondo, el fruto de una razón impaciente, pues no es otra cosa que el deseo de tener ya la verdad lo que pierde al hombre, lo que le cierra a la trascendencia.

La crítica máxima, por el contrario, logra trascender los propios límites de la razón. Se dice a sí misma: tal vez haya más luz en el Universo que mi pequeña linterna. Una razón auténticamente crítica es necesariamente humilde: no tiene reparos en reconocer que la creencia y la tradición constituyen otras tantas fuentes de luz para la vida. Yendo más lejos no tendrá inconveniente en admitir que creencia y tradición no son únicamente condiciones que favorecen la búsqueda personal, sino, más que eso, factores que la hacen radicalmente posible. Juan Pablo II menciona expresamente otro supuesto, que está implícito en los anteriores, y, más generalmente, en la alusión a la confianza como base para el ejercicio de la razón: el diálogo confiado y la amistad sincera: “no se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar”[67].

Recordar y reconocer estos supuestos es, por lo general, una cuestión de justicia, y siempre una condición de progreso personal y colectivo. Colectivo porque la ciencia y la cultura de un pueblo se edifican a partir de sus herencias. Y personal porque, en la medida en que una tradición conforma un conjunto de conocimientos y prácticas acrisolados por el tiempo, la búsqueda en el seno de una tradición constituye un punto de partida mucho más seguro que preserva de errores fundamentales acerca de la propia vida, mientras que la búsqueda al margen de una tradición deja al individuo en peores condiciones, más expuesto a errar en puntos fundamentales, y en la tesitura de reinventar continuamente la propia existencia.


Ana Marta González
Departamento de Filosofía, Universidad de Navarra


[1] “La elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y esta clase de principio es el hombre”, Aristóteles, Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139 b 4-6.

[2] Aristóteles, Metafísica, IV, 4, 1008 b 14-19.

[3] Juan Pablo II, Fides et Ratio, §24 b.

[4] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 24 a.

[5] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 24 b.

[6] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 81, a. 6.

[7] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 24 c.

[8] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 24 c.

[9] En la Academia de Platón, de donde hemos tomado nosotros el adjetivo «académico», la filosofía mantenía esa tensión vital que, se echa en falta a menudo en nuestro modo académico de abordar las cuestiones. La actividad teórica desarrollada por Platón, en efecto, no era en modo alguno algo falto de vida, pues mantenía esa tensión hacia la verdad, que, además de ser un valor por sí misma, resulta fecunda también para la praxis ordinaria. J. Pieper, Was heißt akademisch?, oder der Funktionär und der sophist, Hochland Bücherei, Kösel Verlag, München, 1952.

[10] Es la contraposición entre la sabiduría del mundo y la sabiduría revelada en la cruz de Cristo. “La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y, a la vez, de salvación”, Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 23 b.

[11] Juan Pablo II, Fides et Ratio, §25 a.

[12] A. Millán Puelles, Léxico Filosófico, Rialp, Madrid, 1984, 590.

[13] Tomás de Aquino, De Veritate, q. 16, a. 1, sol.

[14] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 30.

[15] “El ser humano no puede vivir fuera de la cotidianidad; le es constitutivamente imposible dejar de referirse a una cierta casa y a esa medida de su existir temporal que es la costumbre […]. La cotidianidad es un radical humano, y no se puede quitar […]. Es el lenguaje básico para el entendimiento de un grupo humano”, R. Alvira, La razón de ser hombre. Ensayo acerca de la justificación del ser humano, Rialp, Madrid, 1998, 202-204.

[16] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 25b.

[17] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 25b.

[18] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2 ad 3.

[19] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 26.

[20] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 27.

[21] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 26.

[22] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 27a.

[23] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 27a.

[24] “…me resulta lógico que un hombre que de verdad ha dedicado su vida a la filosofía en trance de morir tenga valor y esté bien esperanzado de que allá va a obtener los mayores bienes, una vez que muera […]. El riesgo que corren cuantos rectamente se dedican a la filosofía de que les pase inadvertido a los demás que ellos no se cuidan de ninguna otra cosa, sino de morir y de estar muertos…”, Platón, Fedón, 63 e 11-64 a 8.

[25] Incluso la perspectiva pragmatista de Rorty, se podría definir filosóficamente por referencia a la muerte, precisamente por pretender ignorarla. Según Rorty no se puede pensar en la muerte, sino tan sólo en la vida de otra persona tras la propia muerte, o sobre las consecuencias que tendrá la propia muerte: “Wir pragmatisten denken nur an das, was änderbar ist. Die Lebensbedingungen können wir ändern. Den Tod können wir nicht andern”, V. Friedrich, “Was können wir ändern. Ein Gespräch mit Richard Rorty”, Information Philosophie, 1994 (3), 14-21.

[26] R. Spaemann, Felicidad y Benevolencia, Rialp, Madrid, 1991, 255.

[27] R. Spaemann, 255.

[28] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[29] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[30] T. S. Eliot, Cuatro cuartetos, I, 50, Cátedra, Madrid, 1987, 85.

[31] “No hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros”, Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 30-35. Como sabemos, esta vida más alta se identifica en él con la vida contemplativa, orientada al conocimiento de los primeros principios y causas, conocimiento que él reserva a la Teología (llamada desde Andrónico de Rodas, Metafísica): “esta disciplina comenzó a buscarse cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente, que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma. Por eso también su posesión podría con justicia ser considerada impropia del hombre. Pues la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos; de suerte que, según Simónides, ‘sólo un dios puede tener este privilegio’, aunque es indigno de un varón no buscar la ciencia a él proporcionada”, Aristóteles, Metafísica, I, 2, 982 b 22-32. Conviene recordar que toda la Metafísica de Aristóteles constituye un itinerario racional –penoso en algunos momentos– hacia el conocimiento de Dios.

[32] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[33] Aristóteles, De gen. anim., 736 b; Acerca del alma, III, 430 a 19.

[34] A. Méndiz, “Flannery O"Connor: Profecía y violencia”, Nuestro Tiempo, septiembre 1997, 78-87, 79.

[35] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[36] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[37] Es la experiencia de Lyovin que nos refiere Tolstoi en Anna Karenina. Después de su conversión, relatada con todo detalle a lo largo de un capítulo advierte, tras un enfado con el cochero, que esa profunda transformación no había modificado su carácter: “Al momento se dio cuenta con tristeza de lo equivocado que estaba al pensar que su nuevo estado espiritual le cambiaría al entrar en contacto con la realidad”, L. Tolstoi, Ana Karenina, II, Alianza Editorial, Madrid, 1990, 965-973.

[38] A. M. González, “Verdad y libertad. Su conexión en la acción humana”, en La libertad sentimental, J. Aranguren (ed.), Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 1999, 108-109.

[39] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 1, a. 8.

[40] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 4, a. 4.

[41] Mt. 7, 8.

[42] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 65, a. 2; II-II, q. 23, a. 8.

[43] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[44] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 29 a.

[45] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 29 b.

[46] “Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él, y no elegimos todo por otra cosa –pues así se seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano–, es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor”, Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 2, 1094 a 1-4.

[47] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 33 c.

[48] De ahí, por ejemplo, el paradójico final del libro de Flannery O"Connor titulado Violents beart it away (en castellano Los profetas), donde la misma profecía no se presenta como la interpretación necesaria del mundo, más verdadera, que su alternativa naturalista. La autora sitúa al lector ante la alternativa representada por sus personajes. Como observa Carol Schloss, O"Connor no decide la cuestión de si el comportamiento final del protagonista –el joven Tarwater que, tras haberse resistido a lo largo de toda la narración, finalmente se identifica con los profetas del Antiguo Testamento– ha de valorarse como la salvación de una vida o como su destrucción. C. Shloss, Flannery O"Connor"s Dark Comedies. The Limits of Inference, Lousiana State University Press, Baton Rouge and London, 1980, 83.

[49] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991. El empeño de Rorty, a lo largo del libro es mostrar que la ironía
–co­mo cauce para la autorrealización individual– no es incompatible con el liberalismo como forma de convivencia. Admite que en el plano teórico ambas pretensiones son inconmensurables. Sin embargo, él no juzga necesario apelar a ninguna filosofía abarcante empeñada en justificar en el orden teórico la identidad entre ser justo y autorrealizarse. Teorías como esa –Rorty lo reconoce– presuponen la apelación a algo así como una naturaleza común. Y, según dice, tenemos razones culturales para oponernos a eso, para esquivar toda cuestión planteada en términos de «la naturaleza del hombre» y, en cambio, limitarnos a preguntas del tipo: “qué significa vivir en una sociedad rica y democrática de finales del siglo XX” (15): en suma, disolver las pretensiones de absoluto en experiencias de lo contingente. En esta línea escribe: “Yo quisiera reemplazar tanto las experiencias religiosas como las filosóficas de un fundamento suprahistórico o de una convergencia en el final de la historia, por una narración histórica acerca del surgimiento de las instituciones y las costumbres liberales: las instituciones y las costumbres elaboradas para hacer posible la disminución de la crueldad, el gobierno basado en el consenso de los gobernados, y para permitir tanta comunicación libre de dominación como sea posible” (87).

[50] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 28.

[51] Véase el análisis de la negación originaria que lleva a cabo el propio Karol Wojtyla en Signo de contradicción, BAC, Madrid, 1978, 8-42.

[52] R. Ford, El día de la independencia, Anagrama, Barcelona, 1995, 15. Véase A. M. González, Expertos en sobrevivir. Ensayos ético políticos, Eunsa, Pamplona, 1999, 90 y ss.

[53] “In a world in which the eminently plausible and sweet voice of reason turns out to be the dragon of perverted seduction and betrayal, madness (if one wishes so to call the prophetic vision) is a necessary adjunct to salvation”, S. Burns, “Flannery O"Connor"s The Violent Beart It Away: Apotheosis in Failure”, Sewanee Review, 1968 (76), 336. Citado por C. Shloss, 100.

[54] “Dado que la recta ratio resulta de una constante corrección entre los extremos hacia los que tiende espontáneamente el apetito interesado, la recta ratio es, strictu sensu, más bien una correcta ratio”, F. Inciarte, “Sobre la verdad práctica”, en El reto del positivismo lógico, Rialp, Madrid, 1973, 183.

[55] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-IIae, q. 47, a. 15.

[56] I. Berlin, “John Stuart Mill and the ends of life”, en J. S. Mill "On Liberty" in focus, J. Gray / F. W. Smith (eds.), Routledge, New York, 1991.

[57] “La verdad práctica […] no consiste sino que existe, es decir, surge constantemente de la superación de una constitutiva posibilidad de error”, F. Inciarte, 183.

[58] “Para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas. Para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes. Para venir a poseer lo que no posees has de ir por donde no posees. Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres…”, San Juan de la Cruz, Poesía completa y comentarios en prosa, Planeta, Barcelona, 1996, 41.

[59] “También de los aspectos negativos, y quizá especialmente de ellos, se pueda extraer un sentido, transformándolos así en algo positivo: el sufrimiento, en servicio; la culpa, en cambio; la muerte, en acicate para la acción responsable […]. El sufrimiento de un homo patiens puede beneficiar a otro, poniendo en marcha un «reciclaje» existencial”, V. Frankl, El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Herder, Barcelona, 1987, 63, 64.

[60] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 31.

[61] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 32 a.

[62] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 31.

[63] H. G. Gadamer, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Editorial Sígueme, Salamanca, 1991.

[64] 1 Cor. 13, 11-13.

[65] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 31.

[66] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 31.

[67] Juan Pablo II, Fides et Ratio, § 33 b.

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