II. DESVELAMIENTO DE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

Por Antonio Orozco-Delclós

 

Continuamos nuestras reflexiones iniciadas en el capítulo anterior acerca de la persona y su dignidad, con objeto de dar con el fundamento sólido sobre el que poder edificar una ética consistente por su base y coherente en su discurso lógico. Es de advertir que aunque aquí se viertan expresiones acuñadas en el lenguaje cristiano, no es porque resulten indispensables para sostener los argumentos sobre el valor de la persona y su dignidad, sino porque en rigor son conceptos que cualquiera puede extraer del conocimiento natural espontáneo de la realidad. Sin embargo no sería justo ocultar que el pensamiento cristiano - con términos decantados a lo largo de siglos de reflexión - está en el origen de las nociones occidentales de "persona", "libertad" y "dignidad". Fuera del cristianismo, como atestigua la Historia, no se han desarrollado estos conceptos, al menos con la fuerza y el vigor, el fundamento sólido y el alcance con que se ha hecho en el mundo informado por el pensamiento cristiano. Ahora nos toca considerar algunas de las características más relevantes de la persona que fundamentan y explican la dignidad que tanto y con tanta razón se invoca, pero a menudo con escasa convicción o fortuna.

LA ANTROPOLOGIA METAFISICA

Insisto ante todo en que la pregunta antropológica específica y radical no es qué hace, o qué parece ser el hombre, sino justamente qué es. A lo primero pueden responder la física, la anatomía, la biología, la sociología y otras ciencias empíricas o fenomenológicas, cada una a su manera. Pero dar cabal respuesta a la pregunta por el qué del hombre, sólo puede hacerlo la ciencia que pueda "ver" mas allá de todo lo físico y fenomenológico, ha de ser una antropología estrictamente meta-física, es decir, una disciplina que partiendo -como las ciencias empíricas-, de los datos que ofrece la experiencia inmediata, sin embargo argumente de un modo puramente racional hasta dar con la dimensión trascendente del ser humano, sin la cual, en puridad, no hay hombre ni persona en el sentido profundo de estos términos. La ciencia capaz de ello es lo que la gran tradición filosófica de Occidente ha llamado desde hace 24 siglos, Metafísica (literalmente, "más allá de la física", pero no opuesta, ajena o en conflicto, sino distinta por su óptica y método). La razón, sólo de modo metafísico puede desvelar su propia dignidad y la del sujeto que la ejerce. O, si se prefiere, habrá de ser una antropología de índole metafísica, por su método y por su alcance.

Las ciencias particulares, ya lo hemos constatado, abordan al ser humano desde perspectivas muy ilustrativas, pero siempre sectoriales. La psicología experimental estudia el aparecer de los actos de inteligir y de querer, de elegir y de amar; alcanzan su aparecer, pero no "ven" - porque no cuenta con un instrumento adecuado para ello - el inteligir mismo, el querer mismo, la decisión misma, en su brotar del núcleo personal, del fondo del alma humana. Por eso no alcanza a descubrir la esencia de las facultades intelectuales (entendimiento y voluntad) y menos aún el alma humana y el constitutivo formal de la persona, cuya dignidad permanecerá para ellas siempre insinuada, pero también velada.

La antropología metafísica ha de preguntarse por lo específico del "ser" humano; por aquello que esencialmente le defina. Y operar sobre la base de experiencias rigurosas, con sus propios métodos: la inducción, la deducción y la abstracción. Ha de emplear todo el rigor de la lógica, para no quedarse en un nivel de aficionados que discurren sobre la mera superficie de las cosas sin tocar jamás fondo.

El punto de partida de la antropología metafísica han de ser experiencias inmediatas, íntimas, redescubiertas al margen de la rutina habitual, que es cuando lo habitual resulta tan asombroso como ilustrativo.

LA EXPERIENCIA DEL YO

Un punto de partida válido es, entre otros, la experiencia rigurosa del yo. En cierto momento me descubro diciendo "soy yo". Me preguntan "¿quién llama, quién es? Y respondo "soy yo" (si soy conocido en la plaza, con eso basta). Pero ¿quién es ese "yo"? ¿Qué significa la palabra "yo"?

Dices que eres tú, pero ¿quién es tú?

¿Qué quiere decir esto que parece ser una tautología: "yo soy yo"?

MISMIDAD Y ALTERIDAD

Por de pronto quiere decir que "yo no soy tú, ni ningún otro". Yo soy lo "otro" que tú y tú eres lo otro que yo. "Yo" connota tanto mismidad como alteridad. Tú y yo somos "yoes" y en esto coincidimos: en el modo de ser, en la naturaleza o esencia; pero hay algo en lo que diferimos radicalmente, que es lo que se ha llamado acto de ser. El acto de mi ser o lo que me hace ser en acto es justamente lo que me hace ser yo y es radicalmente mío y de nadie más. Mi existencia, en efecto, se manifiesta incomunicable, como mismidad. Yo soy radicalmente otro respecto a todo lo demás. En el diálogo con las demás "personas" me experimento como una radical alteridad. Nadie puede decir yo en mi lugar ni yo puedo decirlo en lugar de otro. Pues bien, al que puede decir "yo" -c on el sentido expuesto, no como un papagayo - le llamamos "persona". La mismidad es una característica de la persona: el "ser sí mismo". "Mismidad" y "alteridad" son términos correlativos.

IDENTIDAD

Reflexionando sobre el contenido de la expresión "yo soy yo", se advierte enseguida una identidad entre sujeto y predicado, pero sólo es verbal, no semántica. El "yo sujeto" es el mismo que el "yo predicado". Pero no estoy expresando una tautología, como cuando digo "la mesa es la mesa". Tampoco se trata de una identidad sincrónica, porque al decir "(yo) soy yo" quiero decir que el "yo" del que estoy hablando no es sólo el que ahora habla, sino el mismo "yo" de ayer y de siempre, a pesar de la distancia o la diferencia: el mismo que fui hace n años y el que seré dentro de x años. Quizá por esto muchas veces nos parece que "todo" fue "ayer" y que el tiempo no pasa (o lo que es lo mismo, que el tiempo pasa sin sentir)

SUBJETIVIDAD ORIGINARIA

El "yo" no se dice de nadie más que de sí mismo. Mi yo es mío y de nadie más, de manera que siempre es "sujeto", nunca "predicado". El coche es mío, la mano es mía, pero yo no soy de la mano ni del coche ni de nadie.

De mi yo se predican muchas cosas. Mi yo entiende, mi yo quiere, mi yo come, mi yo decide... No solemos decir "mi entendimiento entiende", "mi voluntad quiere", "mi imaginación imagina". Porque bajo mi entendimiento, mi voluntad, mi imaginación, mi cuerpo, está el yo: soy yo quien entiende por medio de mi entendimiento y el yo quien entiende por medio de mi voluntad, y el yo quien puede hacer una caricia o dar un puñetazo. No decimos, a no ser en broma: "perdona, chico, no he sido yo, mi mano te ha dado un puñetazo". No: yo soy el sujeto de todos y cada uno de mis actos; yo estoy en todos mis actos; yo me experimento como origen de mis actos. No son mis ojos los que miran, sino yo; no es mi cuerpo el que acaso está hambriento, sino yo. Bien entendido que yo soy sujeto (sub-iectum, subyacente) no sólo en el sentido de que estoy como "debajo", como activamente emanando y sosteniendo o sustentando mis actos, sino también en el sentido de que yo estoy "en" todos y cada uno de ellos, dándoles vida real en su totalidad particular. Es decir, yo no subyazgo como un substrato inerte de un edificio, sino como sujeto originario, como fuente de mis actos. Por eso son "míos" y de nadie más, me han de ser atribuidos, y, en última instancia, sólo yo soy apto para "responder", es decir, dar respuesta cabal sobre la razón o porqué de mi conducta. El río fluye del manantial. El manantial es origen del río, y de una cierta manera está presente en todo el curso del río, el cual no existiría sin su fuente.

La particularidad trascendental del yo es que es un sujeto libre y, por eso, en cierto modo, creador de sus actos (libres). En consecuencia: yo soy - cada "yo" es - sujeto originario y, además, autoposeedor y responsable. En la persona se conjuga la perfección de una substancia con la excelencia de una naturaleza intelectual.

UN CRASO ERROR: EL COLECTIVISMO

Yo soy, pues, un individuo (o mejor, un ser singular) que existe subsistiendo en sí y no en otro. No soy un "accidente", "predicado", o "adjetivo" de nadie. Yo no existo sobre algún sustrato más profundo o íntimo que yo mismo, como han pretendido las antropologías colectivistas. El colectivismo quiere entender la persona como un ser referido enteramente a la sociedad, de manera que sólo tendría existencia y subsistencia gracias al soporte que la sociedad le ofrece. El colectivismo confunde el enjambre con la abeja, el bosque con el árbol, la persona con la especie.

En este sentido, hay otro error semejante, a pesar de la diferencia: el de pensar que la persona es una colección de individuos simplemente yuxtapuestos, sin vínculos reales profundos, lo que a la postre viene a resultar lo mismo o peor que un enjambre. No queda espacio para la dignidad personal. Cada uno va a lo suyo. La persona puede llegar a entenderse como una ostra - como una "mónada", o cápsula a lo Leibniz -, sin comunicabilidad real íntima con los demás. Así sucede en buena parte de la filosofía moderna.

Como esas teorías, más o menos adobadas, circulan en estos tiempos, conviene subrayar tanto la subsistencia individual de la persona como su dimensión social. Pero ahora nos incumbe considerar las características inmanentes a la persona.

LO MAS INDIVIDUAL

La persona es lo más individual que existe (aunque es individuo en un sentido muy elevado). Nótese que toda persona es individuo, pero no todo individuo es persona. También son individuos subsistentes el elefante, la hormiga, la planta; pero no son personas. La persona implica racionalidad (o, mejor, intelectualidad), al menos capacidad de poder ser consciente de sí (aunque no lo sea en acto), de su mismidad y de su alteridad respecto al mundo; y llegar a decir "yo" con verdadero sentido. La persona tiene una individualidad peculiar, extraordinariamente acusada por su naturaleza racional, que le presta tal capacidad de iniciativa que puede dar origen a sucesiones insospechadas e imprevisibles de acontecimientos en el cosmos.

AUTOPOSESION, DOMINIO DE SI

Siguiendo con la experiencia del yo, advertimos que "ser sí mismo" comporta la experiencia del dominio sobre lo que uno hace. Yo vivo con la convicción de que poseo un conjunto determinado de facultades y potencias con las que entiendo, quiero, actúo, proyecto, etcétera, que son mías. Yo soy dueño y propietario de mis actos y por tanto de mí mismo. "Ser sí mismo" equivale a "ser de sí mismo".

¿De quién es la persona? Es una pregunta que no tiene mucho sentido. La persona no es ni puede ser de nadie más que de sí misma. El color es del pigmento, el peso es del cuerpo, la medida es de la extensión, el yo no es de nada ni de nadie. La persona es un ser que desde su inicio es completo, acabado, clausurado en su existencia (aunque no en su operación, siempre abierta al desarrollo o perfeccionamiento de su organismo, a nuevos actos, a nuevos horizontes y con necesidad de enriquecerse como persona en el trato con otras personas). La persona no es rigurosamente hablando de nadie. «Ser de alguien» es precisamente la negación del ser personal, la cosificación de la persona. Los padres - es el caso más comprensible - que consideran a sus hijos como algo que les pertenece en propiedad, no han entendido la noción de persona, no tratan a sus hijos como personas. Es verdad que son «hijos suyos», ellos los han traído al mundo, ellos los han procreado, pero lo que han procreado, por su propia naturaleza, no es nada «suyo». El hijo no es una realidad «adjetiva», sino «sustantiva», con un ser (personal) irreductible al ser de los padres me refiero tanto al padre como a la madre). La relación de paternidad/maternidad no es una relación de propiedad. El hijo no es una parte de la madre ni siquiera cuando antes de nacer está en su seno y vive a sus expensas. La diferencia entre persona y cosa hemos de comenzar a verla desde ahí, o no la veremos nunca.

Los padres tienen derecho a la veneración y al cariño de los hijos, pero no a disponer de la vida de sus hijos. Tienen el deber de educarlos, pero sabiendo que son seres radicalmente autónomos, cuyo destino han de labrarse ellos mismos, desde sí mismos. Y, desde luego, no pueden disponer de la vida del hijo hasta el punto de eliminarla, precisamente porque de ningún modo es propiedad suya.

Que el hijo dependa de los padres para desarrollarse hasya hacerse prácticamente autónomo, no significa que sea parte del cuerpo de la madre, como lo es una uña o un tumor. No; desde el primer instante de la concepción, el hijo es un ser en sí, tiene un ser inconfundible con el de la madre y es indudablemente, como enseña la biología, un ser humano. Disponer de él hasta el punto de eliminarle es un crimen perverso. Es el caso más grave de cosificación de la persona humana, de ignorancia o de odio a un ser humano concreto. Puede ser que - y sucede casi siempre - que se procura el aborto con mucho sentimiento. Pero aunque en el orden de la afectividad, duela matar a esa persona no nacida, matarla es la manifestación más patente de que se odia esa vida, que se detesta como una mal en sí mismo, o lo que quizá sea más grave, como un mal "para mí".

Si reconocemos que la persona no es una realidad adjetiva sino sustantiva, hemos de reconocer con la misma fuerza que nadie tiene derecho a dar ni a quitar la vida según el propio arbitrio. Nadie tiene derecho a "tener" un hijo, porque nadie tiene derecho a "tener" a nadie. Una persona sólo puede recibirse y acogerse como un don, nunca tenerla como una propiedad. Esto último equivale, al menos, a la "posesión" pretendida por los traficantes o poseedores de esclavos. Y esto, al menos, es lo que hacen los que trafican con embriones humanos.

¿Cabe arrogarse el dominio de las personas de este modo por motivos "humanitarios"? Es muy dudoso, aunque posible a nivel sentimiental. Pero los sentimientos nunca han justificado el crímen, el asesinato ni la esclavitud. Traficar con personas por motivos humanitarios es una de las contradicciones más graves - horribles, sería la palbra justa - que se realizan en la actualidad, con modalidades diferentes a la de otros tiempos, pero sustancialmente idénticas.

EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD

Sigamos con el análisis fenomenológico de la persona.

La experiencia de ser origen y dueño de mis actos comporta la experiencia íntima de la libertad: yo soy origen de mis actos, pero de tal manera que puedo originar una acto determinado o no originarlo, según mi voluntad. Puedo querer o no querer. Puedo incluso querer o no querer mi querer. Esto es lo específico de la libertad: la posibilidad no sólo de querer, sino de querer reduplicativamente, es decir, de poder querer mi querer o no querer y de poder no querer mi querer o no querer. Y si alguien me fuerza a hacer lo que no quiero, entonces se me agudiza más la conciencia de mi pertenencia a mí mismo: me irrito ante la negación de mi necesidad de ser origen de mis actos; me enoja el trato indigno, injusto del que soy víctima; experimento la injusticia al verme tratado por debajo del respeto que se me debe porque corresponde a la categoría ontológica de mi ser. Yo siento la necesidad de hacer las cosas fundamentales "desde mí mismo" y "por mí mismo". ¿Nos irritaría el sufrimiento de la injusticia si no tuviéramos consciencia firme de nuestra personal dignidad esencial?

AUTONOMíA OPERATIVA

Yo puedo hacer esto o lo otro. Puedo escoger entre hacer o no hacer, entre hacer esto o aquello. Es decir, la originalidad operativa, que me permite ser fuente de mis actos permite también que yo normalmente sea dueño de mis actos. Y esta capacidad de "dominio" sobre mis propios actos, de ser "dueño de mi", de "poseerme", de "pertenecerme", de "autoserme" es lo más relevante del ser personal (y supone todo lo anterior)

Esto me hace capaz de dominar no sólo mis actividades espirituales, sino también muchas corporales, y muchas de las cosas que me rodean. El hombre en cierta medida puede dominar el mundo porque es el único ser en el mundo que es radicalmente "dueño de sí", y por eso es "imagen hecho a semejanza de Dios", como leemos en el libro del Génesis (aunque pueda perder buena parte de ese dominio con el abuso de su libertad)

INDIVIDUALIDAD (singularidad, particularidad)

Volviendo un poco atrás: Yo me distingo de todo lo demás, incluidos todos mis semejantes - otros "yo" -, tanto como una manzana se distingue de otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo. Pero hay algo más: mi yo es irrepetible. Un tornillo es distinto de otro, pero se puede repetir indefinidamente y por eso es perfectamente sustituible. Pero la persona, no. No hay otro yo como yo. No me distingo de los demás sólo como una manzana a otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo, sino como algo que no se puede multiplicar, que no se puede repetir. La naturaleza humana es multiplicable, de hecho se repite por generación, pero la persona no.

UNIDAD EN LA COMPLEJIDAD

Yo soy un ser complejo: uno y complejo. Un ente compuesto de cuerpo material y alma espiritual (irreductible a materia, trascendente a la materia, y por tanto inmortal).

EXPERIENCIA DE LA DISTINCION ENTRE CUERPO Y PERSONA

Hemos de morir, desconocemos el momento preciso. Somos, como dice Sartre, condenados a muerte que, esperando la fecha de nuestra ejecución fallecemos de una gripe vulgar. Sé con absoluta seguridad lo que un día cualquiera, quizá hoy mismo, le sucederá a mi cuerpo. Pero sé también, todos lo intuimos o presentimos, que nuestro cuerpo es distinto de nuestro yo. Todo lo que es pura materia ha cambiado en mí, millones de células mueren en mi diariamente y son sustituidas por otras; a causa de la vejez, períodos extensos de mi vida pueden haberse borrado de mi memoria, pero sé que yo soy el mismo que ha atravesado por esas épocas de las que no puedo acordarme. Un día moriré, quedará el cadáver en la tierra, pero yo seguiré viviendo más allá. Soy algo más, y algo distinto, de esos restos, ruinas de hombre que llevarán al sepulcro. La materia que hoy constituye nuestro cuerpo es totalmente "otra" de la que teníamos hace unos pocos años. Sin embargo todos tenemos la íntima evidencia de continuar siendo nosotros mismos, yo mismo: mi más íntimo ser permanece, a través del cambio, en cierta modo inmutable.

Incluso el anciano exhausto e inmóvil tiene conciencia clara de su identidad personal a lo largo de toda su vida: es consciente de que algo suyo, inaprehensible pero real, ha subsistido siempre e intuye que siempre subsistirá. Es lo que designa con la palabra "yo", lo que subyace idéntico en todos los cambios y por eso necesariamente distinto al cuerpo en incesante mudanza. La sustancia del yo y del ser que lo dice no puede ser mudable como lo es el cuerpo, ha de ser una sustancia distinta a la corporal, y por tanto también independiente.

Gabriel Marcel gustaba decir: "yo soy mi cuerpo". Es posible entenderlo correctamente, siempre que añada: "mi cuerpo no es yo", porque mi yo no se reduce a cuerpo, es más que cuerpo, trasciende el cuerpo, aunque habite en un cuerpo hasta el punto de que él sea un componente de mi yo. Pero si bien puedo decir que el cuerpo forma parte esencial de la naturaleza humana (compuesta del alma y cuerpo) no puedo decir igualmente que mi cuerpo forma parte de mi yo. Yo tengo mi cuerpo hasta el punto de "serlo", ahora mismo. Pero el cuerpo es mortal y el yo es inmortal. Mi cuerpo es una dimensión natural de mi yo, pero no tan esencial como mi alma, que puede subsistir sin él.

INMORTALIDAD DEL YO

Hemos hablado de perfecciones esenciales de la persona, que la descubren como lo más perfecto que hay en nuestro universo; más aún, hemos visto que tiene perfecciones que sólo encuentran su principio, su verdadero estatuto y sentido más allá del universo físico. La persona humana, el hombre por ser persona, es realmente un ser "extracósmico", tanto por su principio como por su fin o sentido. Por su tanto, su categoría ontológica, su dignidad correspondiente también trasciende el cosmos y merece, por todo ello, un "miramiento", un "respectus" o respeto, superior a cualquier otro ser del que tengamos conocimiento experimental. Esas perfecciones radican en la racionalidad, que implica intelecto o entendimiento, y comporta la capacidad de decidir por sí mismo líbremente el discurrir de sus actos: su conducta o comportamiento, al menos en condiciones normales.

Ahora bien, todo ese cúmulo de perfecciones perdería mucha categoría si se tratase de una realidad efímera, meramente transitoria, en una palabra, si la persona fuese sin más, mortal. Pero, como ya hemos considerado, el yo, de suyo, es inmortal. De manera que si la persona está destinada a pervivir siempre, entonces es evidente que su dignidad es verdaderamente admirable, intangible, inviolable, inmensa.

"la inmensa dignidad de cada criatura humana es que, por su alma inmortal, está in confinio aeternitatis et temporis: en la persona y en su acción hay algo de eterno. La grandeza que el hombre otorga a la historia es que, en el decurso del tiempo, decide su suerte para la eternidad: y así hay algo de no perecedero en su misma conducta terrena..."

Es claro que toda la excelencia que hemos descubierto en la naturaleza racional de la persona humana, se vería ensombrecida en gran medida, si la existencia humana durara sólo el tiempo de su vivir en este mundo.

Pero como bien dice J. Mouroux, "en la conciencia, alguna cosa escapa al tiempo"

Hay quien descubre en la misma expresión "soy yo", o "yo soy", una afirmación implícita de permanencia definitiva. Si alguien puede decir por un sólo instante "yo soy", es que es inmortal.

¿Será posible mostrar esa presunta verdad? Me parece que sí, aunque hay que utilizar el discurso lógico con rigor y voluntad de inteligir lo que quiere decirse.

LA SUPERIORIDAD ESENCIAL DE LA REFLEXION

Berkeley, a pesar de su empirismo insostenible, acertó a formular un aforismo muy profundo: «En cada puesta de sol, si éste fuese consciente, se juzgaría inmortal». Si el sol fuese consciente de su ocaso, sería inmortal. Se juzgaría mortal en su naturaleza física, pero se juzgaría inmortal en su naturaleza consciente.

Sciacca dice que "tenemos experiencia de nuestra inmortalidad personal en vida y no sólo más allá de la vida misma después de la muerte; sin esta experiencia, tan obscura como se quiera, el problema de la inmortalidad no hubiera nacido siquiera". Si alguien sabe que se muere, es que no se muere... del todo. Porque en la "consciencia, alguna cosa escapa al tiempo"

En efecto, la consciencia de sí - la de yo soy -, supone un acto de reflexión sobre sí propio que es imposible en el orden material o corporal. La materia no es apta para la reflexión, no hay nada en ella que sea "reflexión". Hay "flexión" en la materia, eso sí. Podemos coger una barra de hierro y doblarla hasta que la mitad de ella se junte con la otra mitad. Esto sería una flexión, pero nunca una "reflexión". Porque ningún punto de la barra de hierro ha flexionado sobre sí mismo, sino, en todo caso, sobre otro punto distinto. A incide sobre D; B sobre E, etcétera. Pero A no ha reflexionado sobre sí: sólo ha podido ser flexionado sobre D: nada más.

Nada material puede hacerlo. Ninguna mesa puede ponerse sobre sí misma, ni ninguna silla se sentará jamás sobre sí misma. Y esto porque la materia tiene una característica muy clara: la de ser extensa, estar compuesta de partes que están cada una de ellas fuera de las demás, extendidas en el espacio. La materia es sustancialmente espacial y temporal. Y lo espacial por mucho que flexione nunca logrará reflexionar, hasta el punto de coincidir consigo misma.

Pero si algo es capaz de volver sobre sí, de reflexionar verdaderamente, entonces hay que reconocer que no tiene nada que ver, en su ser, con la materia, con el espacio, con la extensión. Puede estar unido de algún modo, incluso entrañablemente -como el alma - a la materia, pero no puede ser en modo alguno materia.

Si yo no solamente pienso, sino que pienso que pienso, es que mi pensamiento, al mismo tiempo que piensa en algo está pensando en sí mismo que está pensando en algo.

El ojo un órgano material ve, pero no ve que ve, ni se ve a sí mismo. El ojo no puede reflexionar. El que "ve que ve" soy yo. Yo conozco y a la vez conozco que conozco; no sólo quiero, sino que quiero mi querer, o también puedo no querer mi querer.

Todo esto es posible porque el ser que es origen del inteligir y del querer es del todo inmaterial, es irreductible a materia. Y, en realidad, aunque estando unido al cuerpo necesite del ojo para ver y del cerebro para pensar, en rigor, los actos de entender y de querer no tienen nada que ver con lo que pasa en el ojo y en el cerebro. Lo que pasa en el ojo y en el cerebro son condición de mi ver o entender actual. Pero el acto de entender trasciende absolutamente cualquier materialidad, incluída la del cerebro.

EL LENGUAJE

En casos especialmente favorables, en el segundo año de su vida el niño ejerce su razón en forma incipiente y limitada, pero inequívoca. Desde los dos años es bastante frecuente, si se dan condiciones favorables. En este momento se descubre el abismo que separa al hombre del animal; mejor dicho, la vida humana de la meramente animal, aunque las estructuras, no solo somáticas sino también psíquicas sean relativamente parecidas.

La manifestación más importante y reveladora es el lenguaje. Se insiste con frecuencia en el posible lenguaje. animal, se admite que este tiene una capacidad de lenguaje., que hay una diferencia de grado; que el animal se detiene en una fase primaria y elemental, mientras que el hombre sigue adelante. Este planteamiento me parece inadecuado. No se trata sobre todo de comunicación -- concepto del que se abusa y que enturbia muchas cosas --. Karl Buhler, en el admirable libro que traduje hace tanto tiempo, Teoría del lenguaje, señaló certeramente sus tres elementos o ingredientes: Ausdruck, Appell, Vorstellung (expresión, apelación, representación o significación). Pero insistía en que el elemento decisivo, el que hace que el lenguaje verdaderamente lo sea, es el tercero. Sin significación no existe propiamente.

Hablar es decir algo a alguien sobre las cosas. Esto es algo ajeno al animal, propio del hombre desde su primera infancia, hecho posible precisamente por esa aprehensión de la realidad en su conexion, esto es, por la razon.

Elemental, balbuciente, limitada a una vida angosta, con una memoria mínima que apenas dispone de pasado, y que limita la imaginación y la proyección, y por tanto el establecimiento de vínculos, esa operación es inequívocamente razón. Sin ella no se puede hablar, ni, por supuesto, entender lo que se dice.

El niño empieza por esto último: se le habla, se le dicen cosas; poco a poco va percibiendo lo que los adultos se dicen entre sí, y empieza a razonar, es decir, a establecer conexiones; hay un momento en que comprende, aunque sea en una nebulosa, lo que . hay en torno suyo.

El paso siguiente, decisivo, es la instalación en la lengua, una de las primeras de la vida humana. El niño toma posesión de ella, la recorre, ensaya, practica, actualiza en múltiples direcciones. Hay casos en que siente una especie de embriaguez de la palabra, se abandona a su flujo, vive en su elemento. Para él, vivir es sobre todo hablar. Esto solo es posible en situaciones vitales particularmente favorables; en el otro extremo está el niño taciturno, silencioso, que no dice una palabra; y habría que preguntarse por qué.

Es, por cierto, lo que pregunta el niño incesantemente, hacia los dos años, tal vez antes. Y casi al mismo tiempo surge el ., con lo cual se completa el esquema de la racionalidad, el motivo y la finalidad o proyecto, la forma real de articulación de la vida humana como justificación de sí misma.

El progreso de la razón, si puede emplearse esta expresión, depende de la dilatación de la vida biográfica. Por eso las diferencias son inmensas, mientras que los recursos psicofísicos, al menos en épocas históricas, son sensiblemente parecidos. Tanto en los pueblos, en las diferentes épocas, como en los individuos, las formas y grados de la razón difieren extraordinariamente. La explicación no puede encontrarse en la biología, porque no radica en ella, sino en las formas sociales, en la historia y en la biografía de cada persona singular

(Continúa)

Antonio Orozco


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