Mensaje
del Papa Juan Pablo II el 1 de enero de 1995, Día Mundial de la Paz
MENSAJE
DEL PAPA JUAN PABLO II
1 DE ENERO 1995 (DIA MUNDIAL DE LA PAZ)
El Papa pide a las mujeres que se unan para defender la vida
humana y la paz.
Su Santidad el Papa con motivo del Día Mundial de la Paz coincidiendo con la
dedicación de 1995 a la mujer, Juan Pablo ll ha querido reflexionar sobre el
papel que las mujeres tienen en el proceso constructor de la paz. El Pontífice
les pide un esfuerzo común contra la violencia, de la cual ellas son con
frecuencia las primeras víctimas. Confirma su derecho a estar presentes en pie
de igualdad en la vida laboral. Pero les pide que no abandonen la familia.
1.
Al comienzo de 1995, con la mirada puesta en el nuevo milenio ya cercano,
dirijo una vez más a todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, mi
llamada angustiosa por la paz en el mundo.
La violencia que tantas personas y pueblos continúan sufriendo, las guerras
que todavía ensangrentan numerosas partes del mundo, la injusticia que pesa
sobre la vida de continentes enteros no pueden ser toleradas por más tiempo.
Es hora de pasar de las palabras a los hechos: los ciudadanos y las familias,
los creyentes y las Iglesias, los Estados y los Organismos Internacionales,
¡todos se sientan llamados a colaborar con renovado empeño en la promoción
de la paz!
Paz y dignidad
Sabemos bien cuán difícil es esta tarea. En efecto, para que sea eficaz y
duradera, no puede limitarse a los aspectos exteriores de la convivencia, sino
que debe incidir sobre todo en los ánimos y fomentar una nueva conciencia de
la dignidad humana. Es necesario reafirmarlo con fuerza: una verdadera paz no
es posible si no se promueve, a todos los niveles, el reconocimiento de la
dignidad de la persona humana, ofreciendo a cada individuo la posibilidad de
vivir de acuerdo con esta dignidad. En toda convivencia humana bien ordenada y
provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo ser
humano es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre
albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes,
que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos
derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden
renunciarse por ningún concepto.
Esta verdad sobre el hombre es la clave para la solución de todos los
problemas que se refieren a la promoción de la paz. Educar en esta verdad es
uno de los caminos más fecundos y duraderos para consolidar el valor de la
paz.
2. Educar para la paz significa abrir las mentes y los corazones para acoger
los valores indicados por el Papa Juan XXIII en la Encíclica «Pacem in
terris» como básicos para una sociedad pacífica: la verdad, la justicia, el
amor, la libertad. Se trata de un proyecto educativo que abarca toda la vida y
dura toda la vida. Hace de la persona un ser responsable de sí mismo y de los
demás, capaz de promover, con valentía e inteligencia, el bien de todo el
hombre y de todos los hombres, como señaló también el Papa Pablo Vl en la
Encíclica «Populorum progressio». Esta formación para la paz será tanto
más eficaz, cuando más convergente sea la acción de quienes, por razones
diversas, comparten responsabilidades educativas y sociales. El tiempo
dedicado a la educación es el mejor empleado, porque es decisivo para el
futuro de la persona y, por consiguiente, de la familia y de la sociedad
entera.
Educadoras
En este sentido, deseo dirigir mi Mensaje para esta Jornada de la Paz
especialmente a las mujeres, pidiéndoles que sean «educadoras para la paz
con todo su ser y en todas sus actuaciones»: que sean testigos, mensajeras,
maestras de paz en las relaciones entre las personas y las generaciones, en la
familia, en la vida cultural, social y política de las naciones, de modo
particular en las situaciones de conflicto y de guerra. iQue puedan continuar
el camino hacia la paz ya emprendido antes de ellas por otras muchas mujeres
valientes y clarividentes!
3. Esta llamada dirigida particularmente a la mujer para que sea educadora de
paz se basa en la consideración de que Dios le confía de modo especial el
hombre, es decir, el ser humano. Esto, sin embargo, no ha de entenderse en
sentido exclusivo, sino más bien según la lógica de funciones
complementarias en la común vocación al amor, que llama a los hombres y a
las mujeres a aspirar concordemente a la paz y a construirla juntos. En
efecto, desde las primeras páginas de la Biblia está expresado
admirablemente el proyecto de Dios: Él ha querido que entre el hombre y la
mujer se estableciera una relación de profunda comunión, en la perfecta
reciprocidad de conocimiento y de don. El hombre encuentra en la mujer una
interlocutora con quien dialogar en total igualdad. Esta aspiración, no
satisfecha por ningún otro ser viviente, explica el grito de admiración que
salió espontáneamente de la boca del hombre cuando la mujer, según el
sugestivo simbolismo bíblico, fue formada de una costilla suya. «Esta sí
que es hueso de mis huesos y came de mi carne» (Gn 2, 23). ¡Es la primera
exclamación de amor que resonó sobre la tierra!
Complementarios
Si el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, esto no quiere
decir que Dios los haya creado incompletos. Dios los ha creado para una
comunión de personas, en la que cada uno puede ser «ayuda» para el otro
porque son a la vez iguales en cuanto personas («hueso de mis huesos...») y
complementarios en cuanto masculino y femenino. Reciprocidad y
complementariedad son las dos características fundamentales de la pareja
humana.
4. Lamentablemente, una larga historia de pecado ha perturbado y continúa
perturbando el designio original de Dios sobre la pareja, sobre el
«ser-hombre» y el «ser-mujer», impidiéndoles su plena realización. Es
preciso volver a este designio, anunciándolo con fuerza, para que sobre todo
las mujeres, que han sufrido más por esta realización frustrada, puedan
finalmente mostrar en plenitud su feminidad y su dignidad.
Es verdad que las mujeres en nuestro tiempo han dado pasos importantes en esta
dirección, logrando estar presentes en niveles relevantes de la vida
cultural, social, económica, política y, obviamente, en la vida familiar. Ha
sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores,
aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por
tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la
mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad. En efecto,
la construcción de la paz no puede prescindir del reconocimiento y de la
promoción de la dignidad personal de las mujeres, llamadas a desempeñar una
misión verdaderamente insustituible en la educación para la paz. Por esto
dirijo a todos una apremiante invitación a reflexionar sobre la importancia
decisiva del papel de las mujeres en la familia y en la sociedad, y a escuchar
las aspiraciones de paz que ellas expresan con palabras y gestos y, en los
momentos más dramáticos, con la elocuencia callada de su dolor.
5. Para educar a la paz, la mujer debe cultivarla ante todo en sí misma. La
paz interior viene del saberse amados por Dios y de la voluntad de
corresponder a su amor. La historia es rica en admirables ejemplos de mujeres
que, conscientes de ello, han sabido afrontar con éxito difíciles
situaciones de explotación, de discriminación, de violencia y de guerra.
Marginación femenina
Muchas mujeres, debido especialmente a condicionamientos sociales y
culturales, no alcanzan una plena conciencia de su dignidad. Otras son
víctimas de una mentalidad materialista y hedonista que las considera un puro
instrumento de placer y no duda en organizar su explotación a través de un
infame comercio, incluso a una edad muy temprana.
A ellas se ha de prestar una atención especial, sobre todo por parte de
aquellas mujeres que, por educación y sensibilidad, son capaces de ayudarlas
a descubrir la propia riqueza interior. Que las «mujeres ayuden a las
mujeres», sirviéndose de la preciosa y eficaz aportación que asociaciones,
movimientos y grupos, muchos de ellos de inspiración religiosa, han sabido
ofrecer para este fin.
6. En la educación de los hijos la madre juega un papel de primerísimo
rango. Por la especial relación que la une al niño sobre todo en los
primeros años de vida, ella le ofrece aquel sentimiento de seguridad y
confianza sin el cual le sería difícil desarrollar correctamente su propia
identidad personal y, posteriormente, establecer relaciones positivas y
fecundas con los demás. Esta relación originaria entre madre e hijo tiene
también un valor educativo muy particular a nivel religioso, ya que permite
orientar hacia Dios la mente y el corazón del niño mucho antes de que reciba
una educación religiosa formal.
Papel del padre
En esta tarea, decisiva y delicada, no se debe dejar sola a ninguna madre. Los
hijos tienen necesidad de la presencia y del cuidado de ambos padres, quienes
realizan su misión educativa principalmente a través del influjo de su
comportamiento. La calidad de la relación que se establece entre los esposos
influye profundamente sobre la psicología del hijo y condiciona no poco sus
relaciones con el ambiente circundante, como también las que irá
estableciendo a lo largo de su existencia.
Esta primera educación es de capital importancia. Si las relaciones con los
padres y con los demás miembros de la familia están marcadas por un trato
afectuoso y positivo, los niños aprenden por experiencia directa los valores
que favorecen la paz: el amor por la verdad y la justicia, el sentido de una
libertad responsable, estima y respeto del otro. Al mismo tiempo, creciendo en
un ambiente acogedor y cálido, tienen la posibilidad de percibir, reflejado
en sus relaciones familiares, el amor mismo de Dios y esto les hace madurar en
un clima espiritual capaz de orientarlos a la apertura hacia los demás y al
don de sí mismos al prójimo. La educación para la paz, naturalmente,
continúa en cada periodo del desarrollo y se debe cultivar particularmente en
la difícil etapa de la adolescencia, en la que el paso de exento de riesgos
para los adolescentes, llamados a tomar decisiones definitivas para la vida.
7. Frente al desafío de la educación, la familia se presenta como la primera
y fundamental escuela de socialidad, la primera y fundamental «escuela de
paz». Por tanto, no es difícil intuir las dramáticas consecuencias que
surgen cuando la familia está marcada por crisis profundas que minan o
incluso destruyen su equilibrio interno. Con frecuencia, en estas
circunstancias, las mujeres son abandonadas. Es necesario que, justo entonces,
sean ayudadas adecuadamente no sólo por la solidaridad concreta de otras
familias, comunidades de carácter religioso, grupos de voluntariado, sino
también por el Estado y las Organizaciones Internacionales mediante
apropiadas estructuras de apoyo humano, social y económico que les permitan
hacer frente a las necesidades de los hijos, sin ser forzadas a privarlos
excesivamente de su presencia indispensable.
Defender al niño
8. Otro serio problema se detecta allí donde perdura la intolerable costumbre
de discriminar, desde los primeros años, niños y niñas. Si las niñas, ya
en la más tierna edad, son marginadas o consideradas de menor valor, sufrirá
un grave menoscabo la conciencia de su dignidad y se verá comprometido
inevitablemente su desarrollo armónico. La discriminación inicial
repercutirá en toda su existencia, impidiéndoles su plena inserción en la
vida social.
¿Cómo no reconocer pues y alentar la obra inestimable de tantas mujeres,
como también de tantas Congregaciones religiosas femeninas, que en los
distintos continentes y en cada contexto cultural hacen de la educación de
las niñas y de las mujeres el objetivo principal de su servicio? ¿Cómo no
recordar además con agradecimiento a todas las mujeres que han trabajado en
el campo de la salud, con frecuencia en circunstancias muy precarias, logrando
a menudo asegurar la supervivencia misma de innumerables niñas?
Elogio a las monjas
9. Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones
a toda la comunidad, cambia positivamente el modo mismo de comprenderse y
organizarse la sociedad, llegando a reflejar mejor la unidad sustancial de la
familia humana. Esta es la premisa más valiosa para la consolidación de una
paz auténtica. Supone, por tanto, un progreso beneficioso la creciente
presencia de las mujeres en la vida social, económica y política a nivel
local, nacional e internacional. Las mujeres tienen pleno derecho a insertarse
activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y
protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere
necesario.
Sin embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no debe
disminuir su función insustituible dentro de la familia; aquí su aportación
al bien y al progreso social, aunque esté poco considerada, tiene un valor
verdaderamente inestimable. A este respecto, nunca me cansaré de pedir que se
den pasos decisivos hacia adelante de cara al reconocimiento y a la promoción
de tan importante realidad.
Víctimas de la violencia
10. Asistimos hoy, atónitos y preocupados, al dramático crecimiento de todo
tipo de violencia; no sólo individuos aislados, sino grupos enteros parecen
haber perdido toda forma de respeto a la vida humana. Las mujeres e incluso
los niños están, desgraciadamente, entre las víctimas más frecuentes de
esta violencia ciega. Se trata de formas execrables de barbarie que repugnan
profundamente a la conciencia humana.
A todos se nos pide que hagamos lo posible por alejar de la sociedad no sólo
la tragedia de la guerra, sino también toda violación de los derechos
humanos, a partir del derecho indiscutible a la vida, del que la persona es
depositaria desde su concepción. En la violación del derecho a la vida de
los seres humanos está contenida también en germen la extrema violencia de
la guerra. Pido por tanto a las mujeres que se unan todas y siempre en favor
de la vida; y al mismo tiempo pido a todos que ayuden a las mujeres que sufren
y, en particular, a los niños, especialmente a los marcados por el trauma
doloroso de experiencias bélicas desgarradoras: sólo la atención amorosa y
solícita podrá lograr que vuelvan a mirar el futuro con confianza.
11. Cuando mi amado predecesor, el Papa Juan XXIII, vio en la participación
de las mujeres en la vida pública uno de los signos de nuestro tiempo, no
dejó de anunciar que ellas, conscientes de su dignidad, no habrían ya
tolerado ser tratadas de un modo instrumental.
Igualdad de derechos
Las mujeres tienen el derecho de exigir que se respete su dignidad. Al mismo
tiempo, tienen el deber de trabajar por la promoción de la dignidad de todas
las personas, tanto de los hombres como de las mujeres (...).
12. María, Reina de la paz, con su maternidad, con el ejemplo de su
disponibilidad a las necesidades de los demás, con el testimonio de su dolor,
está cercana a las mujeres de nuestro tiempo. Vivió con profundo sentido de
responsabilidad el proyecto que Dios quería realizar en ella para la
salvación de toda la humanidad. Consciente del prodigio que Dios había
obrado en ella, haciéndola Madre de su Hijo hecho hombre, tuvo como primer
pensamiento el de ir a visitar a su anciana prima Isabel para prestarle sus
servicios. Pido a la Virgen Santísima que proteja a los hombres y mujeres
que, sirviendo a la vida, se esfuerzan por construir la paz.