¿"La Mujer" o "El Segundo Sexo"?


UNIVERSIDAD INTERNACIONAL DE VERANO CIENCIA Y VIDA
San José de Costa Rica, 25 a 28 de julio de 2001


INDIVIDUO, COMUNIDAD Y NUEVOS ESTILOS DE VIDA

¿"La Mujer" o "El Segundo Sexo"?

Dos propuestas de educación según Edith Stein y Simone de Beauvoir
Por Jorge Mario Cabrera Valverde


Introducción

Edith Stein y Simone de Beauvoir son dos personas que escribieron acerca de la mujer, las cuales, aunque contemporáneas, seguramente nunca se conocieron mutuamente y, muy posiblemente, tampoco llegaron a leer los escritos de la otra autora. En sus propuestas encontramos algunos paralelismos y puntos de llegada comunes, aunque sus puntos de partida y sus recorridos fueron muy diferentes.


1. Las autoras

La obra de ambas autoras estuvo muy compenetrada por su vida, por lo que en el desarrollo de este estudio haremos más referencias a hechos biográficos suyos que los que aparecen en este aparte.


1.1 Edith Stein

Nació en Breslau (ahora Wroclaw), en 1891, de padres judíos. Fue la última de once hijos. A los 21 años entró en la Universidad de Gottingen y se doctoró en Filosofía con Edmund Husserl (fundador de la Fenomenología), del cual fue asistente. En 1922 se bautizó católica e ingresó al Carmelo en 1934. Escribió muchas obras de tipo filosófico y teológico. Nunca dejó de ser fenomenologista. Murió en 1942 en el campo de concentración de Auschwitz[1].

Su obra sobre la mujer[2], fue escrita entre los años 1928 y 1933, y contiene varias conferencias que Stein dictó en esa época. La primera traducción al castellano es de 1998.

1.2 Simone de Beauvoir

Nació en 1908, en una familia acomodada. En la Sorbona, en 1929, conoció a Jean- Paul Sartre del cual se hizo compañera de vida y de pensamiento. Fue profesora de filosofía en Marsella, Ruan y París. Publicó novelas, cuentos, obras de teatro, ensayos literarios, testimonios, narraciones y una obra de escenario. Murió en 1986[3].

El ensayo que nos ocupa es "El Segundo Sexo"[4], escrito en dos tomos, en 1949.

2. Las obras

2.1 Edith Stein: La Mujer

2.1.1 Antecedentes

Dada la construcción de esta obra, a partir de conferencias, hemos preferido desarrollar un orden temático más que guiarnos por el índice. Por ello, abordaremos antes que nada la naturaleza de la mujer[5].


Durante los primeros años de universidad, Stein llegó a un ateísmo casi total. La influencia de la enseñanza racional de la escuela le hizo perder su educación religiosa de la infancia[6]. Sin embargo, "entrevé en la ciencia fenomenológica el sistema filosófico más válido y conveniente que le iba a sostener en su búsqueda de la verdad, abriéndole nuevos horizontes de conocimiento a los que jamás se cerró"[7].


Esa actitud de constante búsqueda de la verdad, la llevó a seguir profundizando cada vez más en lo que estudiaba. Su vida fue de continua lucha y de contacto con el dolor. En 1921, dice Stein, "Elegí un grueso volumen: La vida de Santa Teresa de Avila, escrita por ella misma. Empecé a leer, y fuí cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta llegar al fin. Cuando cerré el libro, me dije: Esta es la verdad"[8], y decidió hacerse católica.


Stein ya había participado en movimientos feministas[9]; pero, después de su conversión, su visión acerca del ser humano se hizo más amplia todavía.


2.1.2 El punto de partida

Para entender las propuestas de Stein sobre la mujer, hemos de ver antes su antropología, pues aquéllas dependen de ésta, y ésta de su concepción de Dios.


Para Stein, el ser humano ha sido creado varón y mujer. Esto es, el ser varón o el ser mujer son dos modos –y los únicos— del ser humano, aun cuando en su formación se aprecien influencias de ambos.


El ser humano está constituido de alma y cuerpo; sin embargo, en Stein, varón y mujer se distinguen no sólo por el cuerpo, sino también por el alma: hay una alma masculina y una alma femenina[10]. La palabra que Stein utiliza es especie (forma). Para ella, el varón tiene una especie masculina y la mujer una especie femenina. Ambos son seres humanos; pero, complementarios: no se puede entender uno sin la otra, ni una sin el otro.


A pesar de la diferencia entre varón y mujer –puramente natural—, Stein utiliza la teología católica para probar la idéntica dignidad del varón y de la mujer. Según la enseñanza católica, Dios es una sola naturaleza y trino en personas. El origen de las personas es Dios Padre, el cual engendra a Dios Hijo por vía de inteligencia (o de conocimiento). De aquí que el nombre de Dios Hijo sea también Logos, según el primer capítulo del Evangelio de San Juan. Stein afirma: “Si a los seres humanos no les dispuso en el mundo como especie única, sino doble, también a su existencia debe pertenecerle, junto a uno común, un sentido diferente. Ambos son formados a imagen de Dios. Y, así como cada criatura en su finitud sólo puede reflejar un aspecto de la divina esencia, y en la pluralidad de criaturas aparece la unidad infinita y la simplicidad de Dios en una multitud de manifestaciones diferenciadas, así también el género masculino y el femenino podrían entenderse (hablando desde la perspectiva humana) como siendo de distinto modo imagen de la divina protoimagen. [...]. Si en el Hijo la sabiduría divina se ha hecho persona, en el Espíritu, amor. Si por el lado humano en la naturaleza masculina predomina el entendimiento y en la mujer el sentimiento, entonces se entiende que se intente continuamente poner a la naturaleza femenina en una unión especial con el Espíritu Santo”[11]. El Espíritu Santo es la personalización del amor entre Dios Padre y Dios Hijo. La procedencia del Espíritu Santo se dice que es por vía de voluntad.


Según el dogma católico, la procedencia o el origen no implica subordinación: las personas divinas son coeternas, omnipotentes e iguales entre sí. Por tanto, la conclusión de Stein es que varón y mujer son iguales en dignidad. Ninguna persona humana es superior a otra por razón de su sexo: son sólo dos modos de ser humano[12]. Teológicamente tampoco hay subordinación o prioridad. Algunos teólogos, como Santo Tomás de Aquino, afirman la prioridad de la inteligencia en Dios. Sin embargo, el Beato Duns Escoto, siguiendo a San Juan en su primera epístola, la pone en el amor o en la voluntad.


Esta antropología de tipo teológico, permite a Stein ver con nuevos ojos las dos narraciones del Génesis sobre la creación del ser humano: ambos, varón y mujer, tienen "la triple tarea de ser imagen de Dios, generar descendencia y dominar la tierra"[13].


Stein afirma que la traducción desde el hebreo de Gn 2, 20 ("no se halló ayuda idónea para él"), es difícil y propone dos versiones --o mejor, dos interpretaciones—: "se puede, pues, pensar en una imagen especular en que el hombre pudiera divisar su propia naturaleza"[14]. De esta manera, Stein afirma la igualdad de naturaleza de varón y mujer como seres humanos. En la segunda versión dice: "Pero también se puede pensar en un complemento, en un pendant [como los aretes], de manera que ambas partes se correspondan, si bien todavía no completamente, sino complementándose recíprocamente como una mano respecto de la otra"[15].


Ambas inferencias son notables. La segunda nos dice claramente que el complemento del varón es la mujer y, a la vez, que el complemento de la mujer es el varón. En definitiva, no hay varón sin mujer, ni viceversa. La única manera en que existen los seres humanos es sexuadamente. O dicho de otra manera, sólo hay una naturaleza humana, que se hace realidad en dos personas humanas (en una persona masculina o en una persona femenina).


Recordemos que las relaciones reales de origen en Dios no significan subordinación, aunque sí procedencia u orden (no temporal). Por eso, Stein afirma: "El hecho de que el hombre [varón] sea creado primero pone de manifiesto una cierta prioridad de orden"[16]; e insiste: "Aquí no se habla de un dominio del hombre [varón] sobre la mujer"[17].


La sumisión de la mujer al varón viene después del pecado original[18], y cada uno, varón y mujer, es castigado según sus propias características.


2.1.3 El desarrollo

Recuérdese nuevamente que, en Stein, alma y cuerpo masculinos son distintos de alma y cuerpo femeninos. De aquí que cada uno, varón o mujer, tenga cierto ethos. No son extrañas a Stein las diversas inclinaciones del varón y de la mujer y, en dos apartados, Stein efectúa las argumentaciones para probar que así son varón y mujer, aunque las vocaciones profesionales no sean exclusivas de uno o de otra. Sigámosla en sus demostraciones:


"Bajo el término ethos hay que entender algo duradero que regula los actos del ser humano (...); algo que en él mismo es activo, en una forma interior, en una duradera actitud del alma, aquello que la escolástica denomina hábito"[19].


"Por ethos vocacional profesional entenderemos la actitud anímica duradera o totalidad de hábitos que en la vida profesional de un ser humano se presentan como principio intrínsecamente configurador"[20].


De aquí, Stein pasa a enfrentar un tema espinoso tanto para las feministas radicales como para quienes se oponen polarmente a ellas[21]: ¿existe una mayoría de vocaciones profesionales femeninas? Para responder, Stein habla de lo que es el ethos de las vocaciones profesionales femeninas. En ese ethos "se esconde por una parte la aceptación de que al alma femenina le son propias ciertas actitudes duraderas que configuran intrínsecamente su vida profesional vocacional; por otra parte se acepta que la especificidad de la mujer conlleva una vocación profesional para determinadas tareas"[22].


Así, Stein afirma que la mujer está configurada para ser compañera del varón y madre, para tener una alma femenina, para dirigirse a lo personal vital y a la totalidad, para alejarse de lo abstracto, para tener un conocimiento no tanto analítico-conceptual cuanto intuitivo y orientado hacia lo concreto. Todo ello lleva a la mujer a cuidar no sólo a sus hijos, sino "a su marido y a todos los seres que se encuentran en su entorno"[23].


Según Stein, la mujer tiene una disposición materna (o maternal) unida a la de compañera. (Nótese que Stein está diciendo una disposición maternal, no una disposición a la maternidad). La mujer comparte todo, pequeño o grande, alegrías y sufrimientos. El varón, en cambio, "va a lo suyo", le cuesta ponerse en el lugar de otros. "Esto, por el contrario, le es natural a la mujer"[24]; ella es empática y penetra ámbitos que, ordinariamente, le quedan lejos.


Dándose cuenta de esas disposiciones; pero, también de las consecuencias del pecado original, Stein afirma: "El hombre [varón] se dedica según su naturaleza inmediatamente a lo suyo; la mujer se dedica a ello por amor a él, y de este modo lo adecuado es que lo haga bajo su dirección"[25]. Stein nota, en la mujer, una inclinación a la obediencia y al servicio.


Esto último, dentro del cristianismo, no es de ninguna manera peyorativo, sino todo lo contrario, ya que Jesucristo redimió al ser humano con su obediencia (Flp 2, 8: "se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz"), y señaló que el más alto en el reino de los cielos es el que sirve (véanse Ioh 22, 26 ss.; Lc 9, 46-48; Mc 9, 33-35; Mt 20, 24-28).


A continuación, Stein defiende la libertad de la mujer a ejercer cualquier carrera profesional: "toda mujer sana y normal puede ejercer una profesión, y (...) no existe ninguna profesión que no pueda ser llevada a cabo por ninguna mujer"[26].


Cada mujer, afirma Stein, tiene su peculiaridad individual y su disposición lo mismo que el varón[27]; sin embargo, Stein sí habla de profesiones a las que la mujer tiene una mayor especificidad; por ejemplo, donde se requiere asistencia, educación, amparo, empatía, etc., como la medicina, la enfermería, la docencia, la educación, el gobierno doméstico y las vocaciones profesionales sociales.


Respecto a las profesiones no específicamente femeninas, sino más bien masculinas, Stein aclara que la mujer no tiene por qué realizarlas como los varones, sino impregnándoles "un modo puramente femenino"[28]. Tales profesiones son como las que se dan en fábricas, comercio, corporaciones legislativas, química, matemática, etc., que Stein considera que se trabaja con "material muerto o mentalmente abstracto"[29]. Para que la mujer le dé su especificidad femenina, Stein le recuerda: "Todo lo abstracto participa, en última instancia, de algo concreto. Todo lo muerto sirve en última instancia a lo vivo. Toda actividad abstracta se halla, por ende, al servicio de un todo viviente"[30]. Iguales sugerencias da Stein para la sobrenatural vocación profesional de la mujer, y plantea la santificación de la mujer en cualquier trabajo: ama de casa, vida pública o religiosa[31].


"Resumiendo: una verdadera vocación profesional femenina es aquella vocación profesional en la que el alma femenina expresa su ser; y que puede ser configurada a través del alma femenina. El constitutivo formal íntimo del alma femenina es el amor; tal y como brota del corazón divino. El alma femenina gana este principio formal a través de la más estrecha unión al corazón divino en una vida eucarística y litúrgica"[32].


Stein concluye: "Dios creó al ser humano como hombre [varón] y como mujer, y a ambos según su imagen. Sólo cuando se desarrolle plenamente la especificidad masculina y la femenina se alcanzará la máxima similitud posible respecto de Dios y la más profunda compenetración de toda la vida terrenal con la vida divina"[33].


Es sorprendente, para su tiempo, la agudeza, profundidad y discernimiento con que Stein interpreta los pasajes bíblicos sobre la mujer en la Sagrada Escritura; especialmente los de San Pablo. Stein distingue lo que es temporal, costumbrista, regional, etc., de lo que es permanente, para concluir con San Pablo, en el pasaje 1Co 11, 2-11: "en el Señor ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón"[34]. También sabe distinguir entre qué cosas corresponden a la naturaleza originaria del ser humano y cuáles a la naturaleza caída[35], de lo cual concluye (Ga 3, 28|): "Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre, no hay hombre [varón] ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús".


Dentro del orden de la Redención, ambos sexos son ennoblecidos: el Redentor viene a la tierra con figura de varón; pero, es una mujer por la que Dios pudo entrar en el género humano[36].


Stein reclama a los varones que, en su naturaleza caída, abusen de la mujer y que se dejen arrastrar del poder de la concupiscencia[37], quitándose la responsabilidad de los deberes de paternidad[38]. Stein propone para los varones, que conserven su relación con Dios para evitar dejarse llevar de la naturaleza caída[39].


Stein afirma que en la mujer predominan las acciones tendientes a proteger, defender y custodiar basadas en "un conocimiento específico de los bienes, y que es un conocimiento distinto del racional, aunque es una función espiritual propia en la cual radica claramente una fortaleza particular de la mujer"[40].


Para Stein, entre varón y mujer hay una complementación, aunque "en el hombre [varón] aparece como lo primario la vocación de dominio, la vocación de padre como lo secundario (...); en la mujer, la vocación de madre como lo primario, la participación en el dominio como lo secundario"[41].


Pero, así como el varón tenía el peligro de abusar de su dominio y de caer en la concupiscencia, Stein ve "que la mujer, por su configuración, está más preservada que el hombre ante la unilateralidad y la atrofia de su hacer humano. Por otra parte, la unilateralidad a la que ella está expuesta es una especialmente peligrosa: puesto que el pensamiento abstracto y la acción creadora pesan para ella menos que la posesión y el gusto de los bienes, el peligro está en que sólo se adhiera a esto y, si la alegría respetuosa degenera en avidez por los bienes, entonces surge, por una parte, el acumular angustioso y avaro y el guardar cosas inutilizadas, y, por otra parte, el hundirse en una vida instintiva privada de toda espiritualidad y actividad"[42].


Una mujer que se deja llevar por los instintos, dice Stein, no querrá cumplir los deberes de madre[43]. Nuevamente, la solución, que propone Stein, es el trato con Dios.


Luego, Stein señala que el varón contradice el orden divino si se enfrasca en lo profesional y se retira de la vida familiar; aunque lo aplica también de modo eminente a la mujer[44].


La superación del desequilibrio del trato entre varón y mujer, la sitúa Stein en la redención efectuada por Jesucristo, la cual permitirá "la colaboración armónica y también la concorde distribución de la división profesional de los papeles"[45].


Stein llega a ver en la virginidad cristiana un signo del rompimiento veterotestamentario de que la mujer sólo podría alcanzar su salvación teniendo hijos.


Luego, vuelve a insistir en "lo que comporta que toda profesión «masculina» pueda ser también ejercida por ciertas mujeres, y toda «femenina» también por ciertos hombres [varones] de forma completamente experta"[46].


Uno de los aspectos de la especificidad del alma femenina está condensado por Stein en el siguiente párrafo: "Me parece que el alma de la mujer vive y está presente con mayor fuerza en todas las partes del cuerpo, y que en consecuencia queda afectada interiormente por todo aquello que le ocurre al cuerpo, mientras que en el hombre tiene más fuertemente el carácter de instrumento que le sirve en su actuación, lo cual conlleva un cierto distanciamiento consigo mismo"[47].


Además de la vida de la gracia y del trato con Dios, Stein propone un plan en la educación de la mujer: "el alma de la mujer podrá alcanzar el ser que le es propio si sus energías son formadas de una manera adecuada"[48]. Stein exige que quien eduque a la mujer deba conocer la naturaleza del alma en general, la del alma femenina y las peculiaridades de cada alma[49]. Con esta propuesta, Stein se adelanta a lo que en la segunda mitad del siglo XX se llamará educación personalizada.


Stein ve que la educación integral de la mujer tiene que comprender una capacitación que la lleve a cumplir no sólo su fin natural, sino también el sobrenatural[50]. Por ello propone educar los impulsos provenientes de la naturaleza caída[51], "despertar en el sentimiento alegría por lo verdaderamente bello y bueno, y aversión por lo bajo y vulgar"[52], ejercitar el entendimiento y su práctica. Este último punto lo señala como muy descuidado por la educación femenina de antes de su época[53] y aplaude que se enseñe matemáticas, ciencias naturales e idiomas antiguos a la mujer.


Stein aboga por la formación religiosa tanto en varones como en mujeres[54]. Quiere también que la mujer "no renuncie a sí misma, sino que desarrolle sus propios dones y energías"[55], y recomienda aquellas profesiones donde la mujer tienda al cuidado y desarrollo de la vida humana y de la humanidad[56], pues "la naturaleza y la misión de la mujer demandan una educación que pueda conducir a un ejercicio de amor activo"[57].


Stein ve, en la Virgen María, el ejemplo a imitar por parte de la mujer[58] y, en los deseos de darse y hacer sacrificios por los demás (junto con la gracia de Dios), ve la solución para un matrimonio feliz[59].


La conferencia de Stein sobre la "Vida cristiana de la mujer" termina con el siguiente párrafo: "Hemos mostrado en estas reflexiones sobre la actividad de la mujer algunas posibilidades típicas. Lo dicho se resume así, en última instancia: las tareas a que la mujer está llamada por tarea y por destinación sólo puede cumplirlas si las toma de las fuentes eternas de vida. Dicho de otro modo: toda aquella que vive a la luz de la eternidad puede cumplir su misión, independientemente de que sea en el matrimonio, en la vida consagrada o en una profesión del mundo"[60].


Stein, como decíamos es consciente de las luchas feministas por aplicar el campo de trabajo de la mujer y está a favor de ello. Lo que no quiere es que la mujer pierda su especificidad femenina; esto es, no se trata de virilizar a la mujer, sino de desarrollar sus potencialidades[61]. También se opone a los estereotipos de "sexo débil" o de "bello sexo" aplicados a la mujer[62]. Conoce claramente que hay opiniones que atribuyen a razones culturales la diferencia entre los sexos; pero, ella es partidaria de profundizar y distinguir qué cosas son por especificidad femenina y cuáles por razones externas[63].


En cuanto a las relaciones con el Estado, Stein propugna por una educación, tanto para varones como para mujeres, que les enseñe y prepare para cumplir sus deberes civiles[64].


Respecto a la Iglesia, Stein conoce y comprende el desarrollo de los estudios acerca de la mujer desde el Antiguo Testamento. Se da cuenta de que las discriminaciones contra la mujer a lo largo de la historia no tienen fundamento cristiano --incluso habla de las escuelas monacales de la Edad Antigua y Media para mujeres—, sino de la ley de Moisés, de la visión griega del mundo, del Derecho Romano, de la Reforma y de la Ilustración[65].


Tal vez el tema más atrevido que aborda Stein, sea la ordenación sacerdotal de mujeres, para lo cual no encuentra oposición a la enseñanza dogmática de la Iglesia[66]; sin embargo, intuye que, como la Virgen María no recibió la ordenación[67] sacerdotal y como Jesucristo se encarnó como varón[68] y sólo llamó a varones para ser sus Apóstoles[69], la Tradición no respalda esa ordenación[70]. Y concluye: "Sin embargo, él [Jesucristo] se ha vinculado a una mujer tanto como ningún otro ser sobre la tierra, y la ha configurado tanto a su imagen como a ningún otro ser antes o después, la ha dado para la eternidad un lugar en la Iglesia como a ningún otro ser humano, en todos los tiempos ha llamado a las mujeres como mensajeras de su amor, como preparadoras del camino de su reino en los corazones de los hombres. No puede haber una vocación más excelsa que la de sponsa Christi, y quien ve abierto este camino no deseará ningún otro"[71]. Stein también habla de mater-virgo y de mulier fortis como ejemplos para la mujer[72].


En resumen, para Stein, la dignidad de la mujer dentro del cristianismo es idéntica que la del varón, aunque cada uno tiene una especificidad determinada que los hace mutuamente complementarios, y cada persona humana resulta ser única y merece ser tratada y educada de manera personalizada.


2.2 Simone de Beauvoir: El segundo sexo

2.2.1 Antecedentes

De manera similar a lo ocurrido con Stein, la vida de Beauvoir tuvo mucho que ver con su modo de pensar. Seguiremos su obra Memorias de una joven formal[73], para estudiar su itinerario previo a escribir El segundo sexo.


El padre de Beauvoir aceptaba como única religión el nacionalismo: "Su moral privada estaba centrada en el culto de la familia: la mujer, en cuanto madre, era para él sagrada; exigía de las esposas fidelidad, de las jóvenes solteras inocencia, pero consentía a los hombres grandes libertades, y esto le llevaba a ser indulgente con las mujeres a las que se llama ligeras. Como suele suceder, el idealismo se unía en él a un escepticismo rayano en el cinismo" (MJR, p. 38)[74]. El padre de Beauvoir era escéptico hasta con la devoción de la esposa y la que entonces tenía su hija. Según Beauvoir, "papá le había confiado [a mamá] sin reserva el cuidado de velar por mi vida orgánica y de dirigir mi formación moral" (MJR, p. 39)[75].


Beauvoir describe a su madre piadosa; pero, con cierta confusión entre el vicio y la sexualidad, como si tuviera falta de formación de la conciencia. No explicó a su hija la pubertad. "En todos los demás terrenos, compartía las ideas de mi padre, sin que pareciera experimentar dificultad en conciliarlas con la religión" (MJR, p. 41)[76]. Esto generó en Beauvoir una formación moral ambigua que ella confiesa de la siguiente manera: "la consecuencia es que me habitué a considerar que mi vida intelectual –encarnada por mi padre— y mi vida espiritual –dirigida por mi madre— eran dos dominios radicalmente heterogéneos, entre los cuales no podía producirse ninguna interferencia. La santidad era de otro orden que la inteligencia; y las cosas humanas –cultura, política, negocios, usos y costumbres— no tenían nada que ver con la religión. Así relegué a Dios fuera del mundo, lo cual debía influir profundamente en mi ulterior evolución" (MJR, p. 44)[77].


Beauvoir acaba de describir lo que en ascética se llama "falta de unidad de vida"; esto es, que Dios sólo "cabe" en determinados momentos de la vida de una persona en vez de darse cuenta de que toda la vida, segundo a segundo, debe ser desarrollada en presencia de Dios.


Una visión racionalista (cartesiana) del ser humano, lleva a Beauvoir a pensar que delante de su padre es un espíritu puro mientras que delante de su madre es más "orgánica". Por eso, cuando el papá se entera, por parte de la madre, de la pubertad de Beauvoir, ésta comenta: "Me había imaginado que la cofradía femenina ocultaba cuidadosamente a los hombres su tara secreta. Frente a mi padre, me creía espíritu puro: me horrorizó que me considerase, de pronto, como un organismo. Me sentí caída para siempre" (MJR, p. 103)[78].


Beauvoir manifiesta, de esta manera, el maniqueísmo con el que veía su propio cuerpo y le entra aversión al matrimonio y a la maternidad, aversión que conservará toda su vida: "Me negaba a que un hombre me hiciera quedar frustrada en mis responsabilidades: nuestros maridos viajaban. En la vida –lo sabía— sucede de manera muy diferente: una madre de familia tiene siempre al lado un esposo, y mil tareas fastidiosas la abruman. Al evocar mi porvenir, estas servidumbres me parecieron tan pesadas, que renuncié a tener hijos. Lo que me importaba era formar espíritus y almas: me haré profesora, decidí. Me soñaba el fundamento absoluto de mí misma y mi propia apoteosis" (MJR, p. 58)[79].


Ya en la escuela o en el colegio le entra aversión por las virtudes de sus maestras y las califica de tontas: "Su tontería nos hacía reír; era uno de nuestros grandes motivos de diversión; pero tenía también algo aterrador. Si hubiera triunfado, ya no habríamos tenido derecho a pensar, a burlarnos, a experimentar verdaderos placeres. Era preciso combatirla, o renunciar a vivir" (MJR, p. 156)[80]. Nuevamente, Beauvoir, en este pasaje, refleja su falta de unidad de vida: si no se vive como se piensa, se termina pensando como se vive.


Años atrás, Beauvoir había tenido un período de su vida en que se confesaba dos veces al mes y comulgaba varias veces por semana. Pero, nunca vio que la vida sobrenatural podía ejercerse también en el mundo natural. Ese maniqueísmo la hace oscilar entre los extremos: "Me fui persuadiendo cada vez más de que no había lugar en el mundo profano para la vida sobrenatural. Y, sin embargo, era ésta la que importaba: ella sola. Bruscamente, una mañana, tuve la evidencia de que un cristiano convencido de la bienaventuranza futura no habría debido atribuir el menor valor a las cosas efímeras. ¿Cómo la mayoría de ellos aceptaban permanecer en el siglo? Cuanto más reflexionaba, más me acostumbraba de ello. Concluí que, en todo caso, yo no los imitaría: entre lo infinito y la finitud, mi elección estaba hecha. «Entraría en el convento», decidí. Las actividades de las hermanas de la caridad me parecían muy fútiles: no había más ocupación razonable que contemplar largamente la gloria de Dios. Me haré carmelita" (MJR, p. 76)[81].


A los doce años, Beauvoir inventaba mortificaciones y hacía oración; pero, su vida seguía con falta de unidad: "Desde hacía mucho tiempo, había aprendido a distinguir su Ley de la autoridad profana. Mis insolencias en clase, mis lecturas clandestinas no tenían relación con ella. De año en año, mi piedad, al fortalecerse, se depuraba, y cada vez sentía yo mayor desdén por las insulseces de la moral, en beneficio de la mística (...). Deseaba apariciones, éxtasis; que en mí, o fuera de mí, pasara algo: no sucedía nada y mis ejercicios acababan pareciéndose a comedias" (MJR, pp. 134-135)[82].


De lo que Beauvoir dice parece colegirse que tenía una piedad basada en el sentimiento, sin fundamento doctrinal, que terminó resquebrajándose cuando la exigencia pastoral de su confesor le hizo caer en cuenta de que no reconocía sus pecados por falta de examen, por falta de humildad y por creerse casi perfecta[83].


La reacción de Beauvoir fue precisamente de acuerdo con las faltas que el confesor le había señalado: Beauvoir se apartó del confesor y achacó a Dios ser "mezquino y lioso como una vieja devota: ¡quizá Dios era tonto! Mientras el abate hablaba, una mano imbécil se había abatido sobre mi nuca, plegaba mi cabeza, pegaba mi rostro al suelo. Hasta mi muerte, aquella mano me obligaría a arrastrarme, cegada por el fango y la noche; sería preciso decir adiós para siempre a la verdad, a la libertad, a toda alegría; vivir se convertiría en una calamidad y en una vergüenza" (MJR, pp. 135-136)[84].


La lucha entre Dios y las inclinaciones mundanas no tardó en resolverse. Después de una serie de lecturas no recomendables, Beauvoir cuenta: "Una noche, en Meyrignac, me asomé, como tantas otras noches, a mi ventana. Un cálido olor de establo subía hacia las transparencias del cielo. Mi oración se alzó débilmente, y recayó enseguida. Había pasado el día comiendo manzanas prohibidas y leyendo, en un Balzac vedado, el extraño idilio de un hombre y una pantera. Antes de dormirme, iba a contarme a mí misma singulares historias que me pondrían en estados singulares. «Estas cosas son pecados», me dije. Imposible trampear más tiempo: la desobediencia continua y sistemática, la mentira, las imaginaciones impuras, no eran conductas inocentes" (MJR, pp. 135-136)[85]. Y continúa: "Hundí mis manos en el frescor de los laureles reales; escuché el gluglú del agua, y comprendí que nada me haría renunciar a las alegrías terrestres. «Ya no creo en Dios», me dije sin gran asombro. Era mi evidencia: si hubiera creído en él, no habría consentido ofenderle alegremente. Siempre había pensado que, comparado con la eternidad, este mundo no valía nada; pero valía, puesto que lo amaba, y era Dios, súbitamente, el que no hacía peso: era forzoso concluir que su nombre sólo cubría un espejismo... Su perfección ¿excluía su realidad? Esta es la razón de que fuese tan pequeña mi sorpresa al comprobar su ausencia de mi corazón y del cielo. No lo negué para desembarazarme de un importuno; al contrario, me di cuenta de que Dios ya no intervenía en mi vida, y concluí que había dejado de existir para mí" (MJR, p. 138)[86].


Beauvoir no tenía por qué negar a Dios: se puede amar al mundo apasionadamente, sin tener que hacer la elección que hizo ella; sin embargo, Beauvoir empieza negando subjetivamente a Dios y después lo negará objetivamente. Será un prerrequisito el resto de su vida: "Antes que adorarlo, habría elegido condenarme. Con la mirada radiante de una maliciosa bondad, Dios me habría robado la tierra, mi vida, el prójimo, a mí misma. Consideraba gran suerte haberme librado de él" (MJR, p. 226)[87]. Más tarde, Beauvoir reta a Dios a que se le muestre: "Una noche requerí a Dios para que, si existía, se declarase. Se quedó callado, y ya no volví a dirigirle nunca la palabra. En el fondo, estaba muy contenta de que no existiera. Habría detestado que la partida que se estaba jugando aquí abajo tuviera ya su desenlace en la eternidad" (MJR, p. 270)[88]. Pero, como en el Calvario, Dios no le hace demostraciones sobrenaturales para que crea.


El maniqueísmo y angelismo de Beauvoir la persiguen durante un largo rato: "Yo era un alma, un espíritu puro; no me interesaban más que los espíritus y las almas. La intrusión de la sexualidad hacía estallar este angelismo: me descubría bruscamente la necesidad y la violencia en su temible unidad... No era yo; era el mundo el que se hallaba en juego: si los hombres tenían cuerpos que se quejaban de hambre y que pesaban mucho, no respondían en absoluto a la idea que yo me hacía: miseria, crimen, opresión, guerra: entreveía confusamente horizontes que me aterraban" (MJR, p. 291)[89].


En la universidad, Beauvoir conoce a Sartre –existencialista ateo, de quien asimilará muchas de sus tesis— y ve en él "el doble en el que encontraba, llevadas a la incandescencia, todas sus manías" (MJR, p. 345)[90].


2.2.2 El punto de partida

Ya hemos visto uno de los puntos de partida de Beauvoir: un ateísmo por decisión, subjetivo, el cual trató de objetivar pidiendo una muestra sobrenatural o extraordinaria a Dios.


Los otros puntos de partida provienen del existencialismo sartriano.


Para Sartre, sólo desde el ateísmo el hombre se reencontrará a sí mismo[91]. A la negación de Dios llega Sartre apoyado en Descartes y, por tanto, su punto de partida tiene que ser el sujeto humano[92] (y la subjetividad). La existencia del yo tiene, entonces, que afirmarse antes que cualquier otra cosa e, incluso, antes de definir al hombre[93]. Es más, fuera del mundo del hombre no hay otro[94].


Sartre, siguiendo a Husserl, afirma la existencia y el conocimiento de fenómenos; pero, niega la posibilidad de conocer en sí las cosas[95]. Por eso su filosofía se puede calificar también de no cognitiva.


Para Sartre, si se afirma el yo antes que todo y si no hay Dios, el hombre queda en absoluta libertad para hacer y para hacerse[96]. Es el hombre el que decide lo que es bueno y malo; pero, según Sartre, siempre elegimos el bien[97].


Mas, sin Dios ni naturaleza humana, no hay normas, ni valores, ni bienes[98], ni moral previos[99]. Entonces, ¿cómo actúa el hombre? Ejercitando su libertad, asignando los valores[100]. Por lo tanto, según Sartre, es el hombre quien "inventa" los valores y las normas: el hombre es un continuo hacerse, un continuo hacer su esencia, está obligado a ser libre[101] y a comprometerse con sus acciones[102] respondiendo de ellas.


Sartre incurre en varios reduccionismos al iniciar su filosofía desde el ateísmo. Es uno de sus puntos de partida; pero, no se preocupa en demostrarlo. Otro punto de partida para él, es situar la esencia del hombre en la libertad. Si el hombre es libertad por esencia, ¿qué es el cuerpo? Sartre parece negar a Dios porque Dios limitaría la libertad del hombre; esto es, si Dios existe, el hombre no sería libre. Por lo tanto, más que una creencia, el ateísmo en Sartre es una posición de conveniencia.


El liberalismo radical extraerá del existencialismo sartriano una libertad absoluta para el hombre, sin normas y sin moral. Es el hombre el que "crea" la norma y la moral. Así, la moral sartriana tiene que ser necesariamente subjetivista y relativa –como todas las morales racionalistas—.


Por otra parte, al afirmar que la esencia del hombre es la libertad, Sartre incurre también en angelismo a pesar de ser materialista: entonces varón y mujer no se distinguen y, los cuerpos de la mujer y del varón vienen a ser algo accidental (no substancial) al ser humano.


En otros momentos, Sartre sufrió también la influencia del marxismo.


Está a la vista, pues, cómo Sartre y Beauvoir fueron tan afines en su pensamiento.


2.2.3 El desarrollo

Beauvoir elabora una obra enciclopédica acerca de la mujer. Empieza explicándonos porqué escribió El segundo sexo[103]. La visión de la mujer que se tenía –incluso por las propias mujeres— no le parecía. Para Beauvoir, la mujer es también una libertad autónoma; sin embargo, la sociedad (especialmente los varones) la ve y la trata como lo Otro y la relega a la inmanencia, mientras que los varones son los que trascienden.


Dentro de la concepción de Beauvoir –ya que es atea—, por trascendencia no se refiere a Dios, sino a ser algo, significar algo, representar algo en este mundo, ¿realizarse? Beauvoir señala que, a la mujer, se le niega una vida verdaderamente humana, y está dispuesta a descubrir los caminos de la libertad, de la salvación de la mujer.


Según Beauvoir, los varones ven en la mujer sólo una hembra, una matriz[104]. Para Beauvoir, eso es despectivo; en cambio, decir macho a un varón es como alabarlo. De aquí concluye Beauvoir que la mujer suscita una hostilidad en los varones y que, por eso, pretenden sojuzgarla dando razones biológicas. Desde el principio vemos cómo Beauvoir desprecia lo femenino del cuerpo de la mujer; no acepta –por su definición de que el ser humano es la libertad absoluta (angelismo)—, que haya diferencias corporales. Beauvoir es del parecer que la mujer puede sobreponerse a esa situación o razón biológica.


Beauvoir no acepta las razones psicoanalíticas que da Freud acerca de la mujer (varón mutilado) y le achaca que no describe la libido femenina, sino que lo hace en relación con los varones[105].


La visión de Engels le parece mejor a Beauvoir, aunque está en desacuerdo con él porque no explica claramente cómo es que lo económico y la propiedad privada llevan a la opresión de la mujer[106].


En realidad, no es que Beauvoir rechace todas las contribuciones de la biología, del psicoanálisis y del materialismo histórico; pero, considera que el cuerpo, la vida sexual y las técnicas sólo existen para el hombre en la medida en que las capta en una perspectiva global de su existencia. Beauvoir subordina el valor al proyecto fundamental del existente que se trasciende hacia el ser.


Para Beauvoir, la situación de la mujer es una resultante de la historia: "Este mundo siempre ha pertenecido a los varones, pero ninguna de las razones propuestas para explicar el fenómeno nos ha parecido suficiente"[107].


Beauvoir pasa revista a la etnografía, a la agricultura, al mundo romano, al cristianismo y a la Revolución Francesa. Para ella, el varón se impone a la mujer desde la época de la caza, la pesca y la guerra porque se entendía que el que mataba (el varón) era superior a quien daba la vida (la mujer)[108].


En cambio, en una civilización de tipo agrícola (con ciclos estacionales como la mujer con ciclos menstruales), la mujer tendía a dominar al varón, hasta que se van inventando las herramientas, tanto agrícolas como industriales: "es él quien hace fructificar las cosechas; excava canales, riega o deseca el suelo, traza caminos, construye templos: crea el mundo de nuevo"[109].


Las razones por las que Beauvoir explica este cambio suenan a una mezcla de fuentes psicoanalíticas y de materialismo histórico: "Y es que la mujer no era venerada sino en la medida en que el hombre se hacía esclavo de sus propios temores, cómplice de su propia impotencia: le rendía culto en el terror, no en el amor. El hombre no podía realizarse sino empezando por destronar a la mujer. Entonces reconocerá como soberano el principio viril de fuerza creadora, de luz, de inteligencia, de orden"[110].


Del mundo romano dice Beauvoir: "Pero, tan pronto como el patriarcado se ha hecho potente, arrebata a la mujer todos sus derechos sobre la tenencia y transmisión de los bienes".


En la siguiente sección, Beauvoir habla de la situación de la mujer en el cristianismo y en la Edad Media. Los textos que entresaca de San Pablo no tienen la interpretación distintiva, profunda y aguda de Edith Stein. Tampoco su visión de la mujer en la Edad Media coincide con la de grandes medievalistas como la francesa Régine Pernoud o la británica Eileen Power, ni con la teóloga alemana Jutta Burggraf o la filósofa y teóloga española Blanca Castilla Cortázar (ni con la de Stein). Aunque aprecia cosas positivas en el cristianismo, el balance de Beauvoir es más bien negativo: "La ideología cristiana ha contribuido no poco a la opresión de la mujer. Sin duda hay en el Evangelio un soplo de caridad que se extiende tanto a las mujeres como a los leprosos; son las gentes humildes, los esclavos y las mujeres quienes más apasionadamente se adhieren a la nueva ley"[111].


Para Beauvoir, fue la Revolución Industrial la que más ayudó a la igualdad entre varón y mujer, pues igualó las fuerzas físicas de ambos[112], aun cuando las leyes y la igualdad económica han sido lentas[113].


En esta misma sección Beauvoir nos habla de la anticoncepción, del control natal y del aborto. No oculta su preferencia por esos temas. Como ya vimos, hay un angelismo y un maniqueísmo respecto al cuerpo que Beauvoir no logra superar, además de que, como dice Sartre: "Si Dios no existe, todo estaría permitido"[114], citando a Dostoyevsky. Beauvoir echa en cara al cristianismo el estar en contra de esos temas, en especial, en contra del aborto: "Ha sido el cristianismo el que ha trastocado en este aspecto las ideas morales, al dotar de un alma al embrión; entonces el aborto se convirtió en un crimen contra el feto mismo"[115].


Aunque Stein no toca el tema del aborto ni de la anticoncepción directamente, en su obra La mujer cita varias veces la encíclica Casti connubi de Pío XI que fue firmada el último día de 1930. A lo que más acude Stein es al tema de la educación. No nos cabe duda de que también sigue los lineamientos de la encíclica en cuanto a la condena de la anticoncepción y del aborto que Pío XI hace en los apartes correspondientes a "Los hijos, primer bien del matrimonio", "Los errores contra la prole" y "Los atentados contra la vida".


Volviendo a Beauvoir, la escritora nuevamente lanza la culpa de la situación moral de la mujer a los varones: "Ya se ha visto por qué causas han tenido ellos, al principio, junto con la fuerza física, el prestigio moral; ellos han creado los valores, las costumbres, las religiones, y jamás las mujeres les han disputado ese imperio"[116].


Beauvoir termina la sección concluyendo que la mujer sigue en vasallaje. No logra enfocar, como sí lo hace Stein, la complementariedad de los sexos: "Los privilegios económicos detentados por los hombres, su valor social, el prestigio del matrimonio, la utilidad de un apoyo masculino, todo empuja a las mujeres a desear ardientemente agradar a los hombres. En conjunto, todavía se hallan en situación de vasallaje. De ello se deduce que la mujer se conoce y se elige, no en tanto que existe por sí, sino tal y como el hombre la define. Por consiguiente, tenemos que describirla en principio tal y como los hombres la sueñan, ya que su ser-para-los-hombres es uno de los factores esenciales de su condición concreta"[117]. Es extraño que Beauvoir no capte, como sí lo hace Stein, que el varón tendría un ser-para-la-mujer, sólo superable por la virginidad por el reino de los cielos.


Beauvoir pasa ahora a tratar de los mitos sobre la mujer, acude a la etnografía y a la historia señalando que el patriarcado ha hecho que a la mujer se le trate como cosa, como lo inesencial, como lo Otro[118].


Toma el Génesis, en sus tres primeros capítulos, y hace una lectura muy distinta de la de Stein, para apoyar sus tesis de opresión a la mujer. Sin embargo, acepta, aunque con cierta visión maniqueísta, que el cristianismo fomentó la igualdad entre varón y mujer: "Paradójicamente, será el cristianismo el que proclame, en cierto plano, la igualdad entre el hombre y la mujer. Detesta en ella la carne; si la mujer se niega como carne, entonces, con los mismos títulos que el varón es una criatura de Dios, rescatada por el Redentor: hela situada junto a los varones, entre las almas prometidas a las dichas celestiales"[119]. Recordemos que Beauvoir había decidido no aceptar las dichas celestiales para no perderse los gozos terrenales. Si Dios, para ella, no existía, tampoco habría dichas celestiales.


En este contexto no es de extrañar que cargue las tintas sobre la Virgen María por haber aceptado voluntariamente ser la esclava del Señor y porque en Ella se ven reflejadas, como modelo, las mujeres[120]. Sin fe y sin la guía del Magisterio es imposible entender adecuadamente la Sagrada Escritura y la Redención, pues, se queda uno sólo con sus propias luces para entender algo sobrenatural. En cambio, para Stein, la Virgen María es ejemplo no sólo para las mujeres, sino para los varones.


La parte de los mitos concluye con una cierta amargura en la pluma y como tomando la revancha: "He ahí por qué la mujer tiene un doble y engañoso semblante: ella es todo cuanto el hombre llama y todo aquello que no alcanza (...). El hombre proyecta en ella cuanto desea y teme, lo que ama y lo que aborrece. Y si resulta tan difícil no decir nada de ello es porque el hombre se busca todo entero en ella, y ello lo es Todo. Solo que es Todo sobre el modo de lo inesencial: es todo lo Otro. Y, en tanto que otro, ella es también otro que ella misma, otro que aquello que se espera de ella. Siendo todo, jamás es justamente esto que debería ser; es una perpetua decepción, la decepción misma de la existencia, que no logra nunca alcanzarse ni reconciliarse con la totalidad de los existentes"[121].


Beauvoir nos habla ahora de la formación de la mujer. En la Introducción nos dice que la mujer va a destronar el mito de la feminidad y a afirmar su independencia con grandes esfuerzos[122]. Recordemos que Stein más bien menciona que hay una personalidad femenina y una personalidad masculina y que cada uno debe desarrollar la propia, y también afirma la existencia de un fundamento biológico y una alma para cada sexo. En cambio, Beauvoir no aceptará ninguna de las dos cosas. Para ella "No se nace mujer: se llega a serlo"[123].


En realidad, Beauvoir tiende a un igualitarismo y, por lo que hemos visto, incluso a afirmar una superioridad de la mujer sobre el varón, que éste le envidia.


Stein habla de formar la feminidad y que no se virilice a la mujer. Beauvoir dirá lo contrario. Critica el que las mujeres pretendan formar a una niña para "transformarla en una mujer semejante a ellas, con un celo en el que la arrogancia se mezcla al rencor (...). Hoy, gracias a las conquistas del feminismo, cada vez es más normal animarla para que estudie, para que practique los deportes; pero se le perdona de mejor grado que al muchacho su falta de éxito; al mismo tiempo, se le hace más difícil el triunfo, al exigir de ella otro género de realización: por lo menos, se quiere que sea también una mujer, que no pierda su feminidad"[124].


En lo que Stein ve una gran cualidad de la mujer: la inclinación a la piedad, Beauvoir ve un medio de opresión para seguir imponiendo el patriarcado: "Dios Padre es un hombre, un anciano dotado de un atributo específicamente viril: una opulenta barba blanca"[125].


El comentario de Beauvoir al final de la formación de infancia de la mujer, denota su aborrecimiento al cuerpo femenino, su no aceptación de ser mujer, su maniqueísmo y la generalización que aplica a toda mujer de lo que le pasa a ella: "Se comprende, ahora, qué drama desgarra a la adolescente en el momento de la pubertad: no puede convertirse en una «persona mayor» sin aceptar su feminidad; ya sabía ella que su sexo la condenaba a una existencia mutilada e inmutable; ahora lo descubre bajo la figura de una enfermedad impura y de un crimen oscuro. Su inferioridad solo se tomaba en principio como una privación: la ausencia de pene se ha convertido en mancilla y culpa. Herida, avergonzada, inquieta y culpable, así se encamina la joven al porvenir"[126].


Frente a la delicadeza en la formación y preparación de la mujer para la castidad (o preparación para el amor) que propone Stein, Beauvoir sigue los lineamientos psicoanalíticos. Para Beauvoir, la iniciación a la vida sexual, pues, se muestra con frecuencia como una catástrofe. Aunque ambos, varón y mujer, son autónomos, en cierta forma la mujer se presenta como pasividad y se le pide que participe activamente cuando todavía está llena de tabúes, prejuicios y exigencias que no acepta corporal ni conscientemente. Beauvoir recomienda una armonía basada en un atractivo erótico inmediato y en una recíproca generosidad de cuerpo y alma, en donde ambos se experimenten como el otro y como sujeto. Las palabras recibir y dar deben intercambiar su sentido; el goce debe ser gratitud y, el placer, ternura[127].


En el segundo volumen de El segundo sexo, Beauvoir estudia la situación de la mujer.


En el primer capítulo, Beauvoir trata de la mujer casada. Ya hemos visto que Stein ve la realización de una mujer tanto estando casada como estando soltera (la virginidad). Beauvoir, en cambio, constata una presión para que la mujer se case, de lo contrario se le considera como no realizada[128]. Sin embargo, aun casada, Beauvoir ve a la mujer en posición desventajosa: es una esclava condenada a la repetición y no influye en el porvenir (nuevamente la inmanencia), no se supera a menos que lo haga a través de su esposo, el cual sí tiene porvenir. Ya habíamos visto que Stein acepta ambas cosas, por una sencilla razón: todas las labores honradas son santificables si se hacen cara a Dios. Stein no está en contra del doble trabajo de la mujer: hogar y fuera del hogar, y critica al varón que descuida sus deberes en el hogar.


Beauvoir ve muchas más ventajas para el varón casado que para la mujer casada: "para ambos cónyuges el matrimonio es a la vez una carga y un beneficio; pero no existe simetría en sus respectivas situaciones; para las jóvenes, el matrimonio es el único medio de integrarse en la colectividad, y si se quedan solteras, son consideradas socialmente como desechos"[129]. Beauvoir no esconde su aversión al matrimonio, como ya lo hemos visto repetidas veces, y acude además a decir que el matrimonio es causa de psicosis en el varón[130].


Al hablar de lo maternal de la mujer, Stein ve que la mujer está configurada para ser esposa y madre, aunque también el cristianismo le abrió el camino de la virginidad. Beauvoir, por el contrario, es irónica con la maternidad[131]. Según Beauvoir, la madre con frecuencia está esclavizada por la función reproductora y, muchas veces, se le impone en vez de ser libremente aceptada y querida. En este capítulo, nuevamente hace mención a la anticoncepción y al aborto como liberación[132], y la maternidad la ve como algo patológico, como masoquismo, y la considera de manera despectiva[133].


La no aceptación del cuerpo femenino y las consecuencias que acarrea dicho cuerpo es otra vez tratado con amargura por Beauvoir cuando aborda la madurez y la vejez de la mujer. Según Beauvoir, la mujer depende mucho más que el varón de su destino fisiológico. Para la mujer los cambios son bruscos y le hacen crisis: pubertad, iniciación sexual y menopausia. La mujer se hace vieja antes de tiempo y pierde su atractivo rápidamente[134]. Beauvoir se rebela ante la resignación que adopta la mujer: "lo admite todo, no condena a nadie, porque estima que ni las personas ni las cosas pueden ser diferentes de lo que son"[135], aunque alaba su paciencia y su tenacidad.


Hay una mujer que admiran tanto Stein como Beauvoir: es Santa Teresa de Jesús. Beauvoir admira en ella que no sólo fue mística, sino intelectual y que planteó las relaciones entre el individuo y el Ser trascendente. Además, la experiencia que tuvo la hizo sobrepasar toda especificación sexual[136]. Sin embargo, Beauvoir la ve como una deslumbrante excepción. Estamos seguros que, si Beauvoir hubiera conocido bien la vida y los escritos de Edith Stein, hubiera dicho de ella lo mismo que dijo de Santa Teresa.


Ya casi para terminar su obra, Beauvoir dedica un capítulo a la mujer independiente para que tienda a la liberación. Hasta ahora, dice, "la maldición que pesa sobre la mujer vasalla consiste en que no le está permitido hacer nada: entonces se obstina en la imposible persecución del ser a través del narcisismo, el amor, la religión; productora y activa, reconquista su trascendencia; en sus proyectos, se afirma concretamente como sujeto; por su relación con el fin que persigue, con el dinero y con los derechos que se apropia, experimenta su responsabilidad"[137]. Luego, Beauvoir propone un equilibrio entre ambos sexos, aunque no precisamente en la virtud de la castidad[138].


Por otra parte, sugiere que el amor entre varón y mujer se base en la reciprocidad: "si tanto en el hombre como en la mujer hay un poco de modestia y alguna generosidad, las ideas de victoria y de derrota quedan abolidas: el acto amoroso se convierte en un libre intercambio"[139]. Y añade que debe estar regido por la igualdad[140].


Beauvoir propugna una formación profesional variada para la mujer: "Hoy en día, las artes de expresión no son las únicas que se proponen las mujeres; muchas de estas intentan actividades creadoras. La situación de la mujer la predispone a buscar un medio de salvación en la literatura y el arte"[141]. También invita a la mujer a que se lance a iniciativas riesgosas[142], y solicita que a la mujer se le permita desarrollar sus capacidades[143]. Ya habíamos visto que Stein también pedía que se instruyera a la mujer en todas las materias, aunque hablaba de que algunas iban más con su especificidad.


Conclusiones

A propósito –una vez vista la posición de Stein sobre la mujer—, al exponer el desarrollo de la obra de Beauvoir, lo hemos ido haciendo comparativamente para que queden patentes las diferencias de las distintas posiciones.


Podemos, en principio, suscribir lo que la filósofa Gerl-Falkovitz[144] dijo en 1998: "Curiosamente coinciden por ejemplo Edith Stein y Simone de Beauvoir, que en lo demás están tan separadas, en el postulado de tomar en serio la personalidad femenina en sus predisposiciones individuales, en su propio proyecto de vida: en el cambio de la cuestión por lo femenino en sí hacia la atención por la persona, por la mujer individual. Naturalmente el concepto de persona de Beauvoir permanece finalmente vacío, es decir, llenado por poco más que la autonomía abstracta del ser uno mismo, mientras que Edith Stein concibe la persona desde sus disposiciones únicas en cada caso por su origen (divino) y experimenta los elementos genéricos (corporales y anímicos) existentes en ella ya no de modo determinante, sino que los apoya, pero en todo caso de modo subordinado".


Hay puntos en común, pues, que se podrían resumir diciendo que se permita a la mujer desarrollarse plenamente como ser humano. Los puntos de partida, en cambio, hacen derivar las conclusiones por derroteros muy distintos: la comprehensión de la mujer en Stein se puede decir que es mucho más completa al incluir la parte espiritual y también la orgánica. Stein realmente hace teología de la feminidad y no rechaza la realidad de lo corporal en la mujer. Beauvoir, al eliminar como premisa a Dios, no logra remontarse más allá de lo terreno, no logra aceptar lo femenino que verdaderamente hay en la mujer y lo rechaza para tender a un igualitarismo con el varón. Stein va presentando estudios comparativos de la masculinidad y de la feminidad, por lo cual logra situar qué es lo masculino y qué es lo femenino. En Beauvoir, en cambio, uno termina preguntándose: "¿qué es una mujer, entonces?", pues, parte de la visión del varón para tratar de explicar lo que ocurre con la mujer. Stein usa el método fenomenológico, ve lo que ocurre en el varón y en la mujer y, así, va sacando sus conclusiones sobre lo que son varón y mujer, aunque ayudada por la Revelación.


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[1] Véase LÓPEZ-MELÚS, Rafael María. Los santos carmelitas. Versión electrónica del 23 de junio de 2000, en .

[2] Versión utilizada STEIN, Edith. La mujer. Su papel según la naturaleza y la gracia (Traducción de Carlos Díaz e Introducción de Jutta Burggraf). Ed. Palabra. Madrid, 1998, 339 p.

[3] Véase ALONSO BLANCO, Carmen. "Beauvoir, Simone de", en Gran Enciclopedia Rialp. Vol. III. Ed. Rialp. Madrid, 1971, p. 824, y GARNEAU, Mélanie. Simone de Beauvoir. Biographie. Bibliographie. Versión electrónica del 2 de junio de 2000, en y .

[4] BEAUVOIR, Simone de. Obras completas. Tomo III (El segundo sexo). (Traducción de Juan García Puente). Reimp. Ed. Aguilar. Madrid, 1986, 876 p.

[5] "Naturaleza" se utiliza aquí en su sentido filosófico de la esencia en cuanto principio de actuación; es decir, lo que una cosa es en cuanto que le permite actuar.

[6] Véase AA.VV. Edith Stein (I), en versión electrónica del 10 de mayo de 1999, en .

[7] Ibid.

[8] Citado por OESTERREICHER, John M. Siete filósofos judíos encuentran a Cristo (Traducción de Manuel Fuentes Benot y prólogo de Jacques Maritain). Ed. Aguilar. Madrid, 1961, pp. 435 y 436.

[9] Véase BERNAL, Aurora. Movimientos feministas y cristianismo. Ed. Rialp. Madrid, 1998, pp. 139 y ss.

[10] Véase STEIN, Edith. La mujer, p. 85.

[11] Ibid., pp. 126 y 127.

[12] Véase Ibid., p. 44.

[13] Ibid., p. 48.

[14] Ibid.

[15] Ibid., pp. 48 y 49.

[16] Ibid., p. 49.

[17] Ibid.

[18] Véanse Ibid., pp. 50 y 51.

[19] Ibid., p. 23.

[20] Ibid., p. 24.

[21] Véase Ibid., p. 25.

[22] Ibid.

[23] Ibid., p. 27.

[24] Ibid.

[25] Ibid., p. 28. Sobre estas y otras afirmaciones de Stein, comenta Jutta Burggraf: “E. Stein dice muchas verdades profundas y es una protagonista en su tiempo, pero a la vez es también ‘hija de su tiempo’. Hoy subrayamos más la reciprocidad: El varón también es compañero de la mujer y llamado a ser ‘padre’ (en sentido físico o espiritual) y, después del pecado original, también la mujer va a lo suyo...”. Esta temática es ampliada por Burggraf en sus obras: Hacia un nuevo feminismo para el siglo XXI y ¿Qué quiere decir género?, publicadas por Ediciones Promesa, San José de Costa Rica, 2001.

[26] Ibid., p. 31.

[27] Véase Ibid., p. 32.

[28] Ibid., p. 33.

[29] Ibid.

[30] Ibid., pp. 33 y 34.

[31] Véase Ibid., p. 38.

[32] Ibid., p. 43.

[33] Ibid., p. 44.

[34] Véase Ibid., p. 55.

[35] Véanse Ibid., pp. 55 y ss.

[36] Véase Ibid., p. 61.

[37] Véase Ibid., p. 64.

[38] Véase Ibid., p. 65.

[39] Véase Ibid., p. 66.

[40] Ibid.

[41] Ibid., p. 67.

[42] Ibid.

[43] Véase Ibid., p. 68.

[44] Véase Ibid., p. 75.

[45] Ibid., p. 76.

[46] Ibid., p. 77.

[47] Ibid., p. 94.

[48] Ibid., p. 96.

[49] Véase Ibid., p. 99.

[50] Véase Ibid., p. 102.

[51] Véase Ibid., p. 103.

[52] Ibid., p. 104.

[53] Véase Ibid., p. 106.

[54] Véase Ibid.,p. 109.

[55] Ibid., p. 114.

[56] Véase Ibid., p. 115.

[57] Ibid., p. 108.

[58] Véase Ibid., p. 128.

[59] Véanse Ibid., pp. 128 y 129.

[60] Ibid., p. 140.

[61] Véanse Ibid., pp. 174 y ss.

[62] Véase Ibid., p. 181.

[63] Véase Ibid., p. 182.

[64] Véase Ibid., p. 184.

[65] Véanse Ibid., pp. 55, 56, 173 y 191.

[66] Véase Ibid., p. 80.

[67] Véase Ibid., p. 79.

[68] Véase Ibid., p. 80.

[69] Véase Ibid., p. 81.

[70] Estos mismos argumentos fueron los utilizados por el Magisterio de la Iglesia para indicar, en los documentos Inter Insigniores (1977) y Ordinatio sacerdotalis (1994) que la ordenación sacerdotal está reservada sólo a los varones, y que la Iglesia no recibió potestad de otorgarla a mujeres.

Por otra parte, muchos de los argumentos que Stein esgrime a favor de la mujer, aparecieron en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem (1988) de Juan Pablo II casi sesenta años después de pronunciados por Stein.

[71] Ibid., p. 81.

[72] Véanse Ibid., pp. 249 a 251.

[73] Véase BEAUVOIR, Simone de. Mémoires d"une jeune fille rangée (MJR). París, 1958. Nos ceñiremos al estudio efectuado por MOELLER, Charles. "Simone de Beauvoir y la «situación» de la mujer"; en Literatura del siglo XX y cristianismo. Vol. V. (Traducción de Valentín García Yebra). 2ª ed. Ed. Gredos, 1978, pp. 182-262.

[74] En MOELLER, Charles. Op. cit., p. 183.

[75] En Ibid., p. 184.

[76] En Ibid.

[77] En Ibid., p. 185.

[78] En Ibid., p. 186.

[79] En Ibid.

[80] En Ibid., p. 188.

[81] En Ibid., p. 198.

[82] En Ibid., p. 200.

[83] Véase MJR, p. 135.

[84] En MOELLER, Charles. Op. cit., p. 202.

[85] En Ibid., p. 205.

[86] En íbid., p. 206.

[87] En Ibid., p. 213.

[88] En Ibid., pp. 213 y 214.

[89] En Ibid., p. 214.

[90] En Ibid., p. 216.

[91] Véase SARTRE, Jean-Paul. L"existencialisme est un humanisme (1946). Ed. Gallimard, 1996, pp. 77 y 78.

[92] Véanse Ibid., pp. 56 y 57.

[93] Véanse Ibid., pp. 28 y 29.

[94] Véase Ibid., p. 76.

[95] Véase SARTRE, Jean-Paul. L"être et le néant (1943). Ed. Gallimard. Reimp. Paris, 1976, p. 12.

[96] Véanse Ibid, p. 60 y, en L"existencialisme est un humanisme, pp. 29 y 30.

[97] Véase SARTRE, Jean-Paul. L"existencialisme est un humanisme, p. 32.

[98] Véanse Ibid., pp. 38 y 73.

[99] Véase Ibid., p. 46.

[100] Véase Ibid., p. 69.

[101] Véase Ibid., p. 39.

[102] Véase Ibid., p. 73.

[103] Véase BEAUVOIR, Simone de. Obras completas. Tomo III (El segundo sexo). (Traducción de Juan García Puente). Reimp. Ed. Aguilar. Madrid, 1986, p.35.

[104] Véase Ibid., p. 39.

[105] Véanse Ibid., pp. 52 y 53.

[106] Véanse Ibid., pp. 64 a 66.

[107] Ibid., p. 73.

[108] Véase Ibid., p. 77.

[109] Ibid., p. 90.

[110] Ibid., p. 90.

[111] Ibid., p. 101.

[112] Véase Ibid., p. 126.

[113] Véanse Ibid., pp. 128 y 129.

[114] SARTRE, Jean-Paul. L"existencialisme est un humanisme, p. 39.

[115] BEAUVOIR, Simone de. Op. cit., p. 134.

[116] Ibid., p. 150.

[117] Ibid., pp. 161 y 162.

[118] Véase Ibid., pp. 165 a 167.

[119] Ibid., p. 207.

[120] Véase Ibid., p. 209.

[121] Ibid., p. 242.

[122] Véase Ibid., p. 245.

[123] Ibid., p. 247.

[124] Ibid., p. 264.

[125] Ibid., p. 273.

[126] Ibid., p. 319.

[127] Vease Ibid., p. 410.

[128] Véase Ibid., p. 445.

[129] Ibid., p. 448.

[130] Véase Ibid., p. 512.

[131] Vease Ibid., p. 554.

[132] Véase Ibid., p. 555.

[133] Véase Ibid., p. 573.

[134] Véase Ibid., p. 676.

[135] Ibid., p. 708.

[136] Véase Ibid., p. 800.

[137] Ibid., p. 809.

[138] Véase Ibid., p. 817.

[139] Ibid., p. 824.

[140] Véase Ibid., p. 826.

[141] Ibid., p. 838.

[142] Véase Ibid., p. 849.

[143] Véase Ibid., p. 851.

[144] Hanna-Barbara Gerl-Falkovitz es profesora de Filosofía y Ciencias de la Religión en la Universidad Técnica de Dresden. La cita está tomada de su artículo "La cuestión de la mujer según Edith Stein", en Anuario Filosófico. Vol. XXXI/3. Ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra. Pamplona, 1998, pp. 783 y 784.

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