La
mujer en la vida del mundo y de la Iglesia
Texto del libro "Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer", publicado por primera vez en el último trimestre de 1968 en castellano, inglés, italiano y portugués. Después ha aparecido también en francés, alemán, catalán, neerlandés, polaco y chino.
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Monseñor, cada vez es mayor la presencia de la mujer en la vida social, más
allá del ámbito familiar, en el que casi exclusivamente se había movido
hasta ahora. ¿Qué le parece esta evolución? ¿Y cuáles son, a su entender,
los rasgos generales que la mujer ha de alcanzar para cumplir la misión que
le está asignada?.
En primer término, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que
acabas de mencionar. Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy
peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la
vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares
supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la
posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales -la del hogar también
lo es-, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad,
en que se vive. Se comprende bien lo que se quiere manifestar al plantear así
el problema; pero pienso que insistir en la contraposición sistemática
-cambiando sólo el acento- llevaría fácilmente, desde el punto de vista
social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque
sería más grave que la mujer abandonase la labor con los suyos.
Tampoco en el plano personal se puede afirmar unilateralmente que la mujer
haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo
dedicado a su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de
su personalidad. El hogar -cualquiera que sea, porque también la mujer
soltera ha de tener un hogar- es un ámbito particularmente propicio para el
crecimiento de la personalidad. La atención prestada a su familia será
siempre para la mujer su mayor dignidad: en el cuidado de su marido y de sus
hijos o, para hablar en términos más generales, en su trabajo por crear en
torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple lo más
insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su
perfección personal.
Como acabo de decir, eso no se opone a la participación en otros aspectos de
la vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores
puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, y siempre con las
peculiaridades de su condición femenina; y lo hará así en la medida en que
esté humana y profesionalmente preparada. Es claro que, tanto la familia como
la sociedad, necesitan esa aportación especial, que no es de ningún modo
secundaria.
Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una
pretensión de igualdad -de uniformidad- con el hombre, una imitación del
modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la
mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta. En
un plano esencial -que ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el
derecho civil como en el eclesiástico- sí puede hablarse de igualdad de
derechos, porque la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad
de persona y de hija de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental, cada
uno debe alcanzar lo que le es propio; y en este plano, emancipación es tanto
como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias
virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer.
La igualdad ante el derecho, la igualdad de oportunidades ante la ley, no
suprime sino que presupone y promueve esa diversidad, que es riqueza para
todos.
La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la
Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su
delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su
agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla,
su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de
esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida.
Para cumplir esa misión, la mujer ha de desarrollar su propia personalidad,
sin dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación que -en general- la
situaría fácilmente en un plano de inferioridad y dejaría incumplidas sus
posibilidades más originales. Si se forma bien, con autonomía personal, con
autenticidad, realizará eficazmente su labor, la misión a la que se siente
llamada, cualquiera que sea: su vida y su trabajo serán realmente
constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada
a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna
razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio
camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza
de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa
María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino
también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en
apariencia sin relieve.
88 En ocasiones, sin embargo, la mujer no está segura de encontrarse
realmente en el sitio que le corresponde y al que está llamada. Muchas veces,
cuando hace un trabajo fuera de su casa, pesan sobre ella los reclamos del
hogar; y cuando permanece de lleno dedicada a su familia, se siente limitada
en sus posibilidades. ¿Qué diría usted a las mujeres que experimentan esas
contradicciones?.
Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de
limitaciones efectivas -que tenemos todos, porque somos humanos- de la falta
de ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de
una inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier
aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de
desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede
estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende
eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia,
es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía
que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que
repetidas veces he llamado la mística ojalatera, hecha de ensueños vanos y
de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa
profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!
El remedio -costoso como todo lo que vale- está en buscar el verdadero centro
de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a
todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo
en Cristo, tenemos en El nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión
que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos
horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar
gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida
entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento.
El problema que planteas en la mujer, no es extraordinario: con otras
peculiaridades, muchos hombres experimentan alguna vez algo semejante. La
raíz suele ser la misma: falta de un ideal profundo, que sólo se descubre a
la luz de Dios.
En todo caso, hay que poner en práctica también remedios pequeños, que
parecen banales, pero que no lo son: cuando hay muchas cosas que hacer, es
preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades
provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito. Hay mujeres que
hacen mil cosas, y todas bien, porque se han organizado, porque han impuesto
con fortaleza un orden a la abundante tarea. Han sabido estar en cada momento
en lo que debían hacer, sin atolondrarse pensando en lo que iba a venir
después o en lo que quizá hubiesen podido hacer antes. A otras, en cambio,
las sobrecoge el mucho quehacer; y así sobrecogidas, no hacen nada.
Ciertamente habrá siempre muchas mujeres que no tengan otra ocupación que
llevar adelante su hogar. Yo os digo que ésta es una gran ocupación, que
vale la pena. A través de esa profesión -porque lo es, verdadera y noble-
influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de
conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo
una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales. Y no
digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de
personas, en centros destinados a la formación de la mujer, como los que
dirigen mis hijas del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se
convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo,
que muchos catedráticos de universidad.
89 Perdone que insista en el mismo tema: por cartas que llegan a la
redacción, sabemos que algunas madres de familia numerosa se quejan de verse
reducidas al papel de traer hijos al mundo, y sienten una insatisfacción muy
grande al no poder dedicar su vida a otros campos: trabajo profesional, acceso
a la cultura, proyección social... ¿Qué consejos daría usted a estas
personas?.
Pero, vamos a ver: ¿qué es la proyección social sino darse a los demás,
con sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de
todos? La labor de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función
social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor
proyección.
Imaginad que esa familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es
comparable -y en muchos casos sale ganando en la comparación- a la de los
educadores y formadores profesionales. Un profesor consigue, a lo largo quizá
de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una
madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos,
y puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una
cadena ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes.
También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente
cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar
por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de
lectores. Bien, pero, ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese
escritor? Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede
hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de
equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean
felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás.
Por otra parte, es natural que los hijos y las hijas ayuden en las tareas de
la casa: una madre que sepa preparar bien a sus hijos, puede conseguir esto, y
disponer así de oportunidades, de tiempo que -bien aprovechado- le permita
cultivar sus aficiones y talentos personales y enriquecer su cultura. Por
fortuna, no faltan hoy medios técnicos que, como sabéis muy bien, ahorran
mucho trabajo, si se manejan convenientemente y se les saca todo el partido
posible. En esto, como en todo, son determinantes las condiciones personales:
hay mujeres que tienen una lavadora del último modelo, y tardan más tiempo
en lavar -y lo hacen peor- que cuando lo hacían a mano. Los instrumentos son
útiles sólo cuando se saben emplear.
Sé de muchas mujeres casadas y con bastantes hijos, que llevan muy bien su
hogar y además encuentran tiempo para colaborar en otras tareas apostólicas,
como hacía aquel matrimonio de la primitiva cristiandad: Aquila y Priscila.
Los dos trabajaban en su casa y en su oficio, y fueron además espléndidos
cooperadores de San Pablo: con su palabra y con su ejemplo llevaron a Apolo,
que luego fue un gran predicador de la Iglesia naciente, a la fe de
Jesucristo. Como ya he dicho, buena parte de las limitaciones se pueden
superar, si verdaderamente se quiere, sin dejar de cumplir ningún deber. En
realidad, hay tiempo para hacer muchas cosas: para llevar el hogar con sentido
profesional, para darse continuamente a los demás, para mejorar la propia
cultura y para enriquecer la de otros, para realizar tantas tareas eficaces.
90 Usted aludió a la presencia de la mujer en la vida pública, en la
política. Actualmente se están dando en España pasos importantes en este
sentido. ¿Cuál es a su juicio la tarea específica que debe realizar la
mujer en este terreno?.
La presencia de la mujer en el conjunto de la vida social es un fenómeno
lógico y totalmente positivo, parte de ese otro hecho más amplio al que
antes me he referido. Una sociedad moderna, democrática, ha de reconocer a la
mujer su derecho a tomar parte activa en la vida política, y ha de crear las
condiciones favorables para que ejerciten ese derecho todas las que lo deseen.
La mujer que quiere dedicarse activamente a la dirección de los asuntos
públicos, está obligada a prepararse convenientemente, con el fin de que su
actuación en la vida de la comunidad sea responsable y positiva. Todo trabajo
profesional exige una formación previa, y después un esfuerzo constante para
mejorar esa preparación y acomodarla a las nuevas circunstancias que
concurran. Esta exigencia constituye un deber particularísimo para los que
aspiran a ocupar puestos directivos en la sociedad, ya que han de estar
llamados a un servicio también muy importante, del que depende el bienestar
de todos.
Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar
abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este
sentido no se pueden señalar unas tareas específicas que correspondan sólo
a la mujer. Como dije antes, en este terreno lo específico no viene dado
tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa
función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la
solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el
descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas.
En virtud de las dotes naturales que le son propias, la mujer puede enriquecer
mucho la vida civil. Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo
de la legislación familiar o social. Las cualidades femeninas asegurarán la
mejor garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores
humanos y cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera
a la vida de la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes.
Acabo de mencionar la importancia de los valores cristianos en la solución de
los problemas sociales y familiares, y quiero subrayar aquí su trascendencia
en toda la vida pública. Igual que al hombre, cuando la mujer haya de
ocuparse en una actividad política, su fe cristiana le confiere la
responsabilidad de realizar un auténtico apostolado, es decir, un servicio
cristiano a toda la sociedad. No se trata de representar oficial u
oficiosamente a la Iglesia en la vida pública, y menos aún de servirse de la
Iglesia para la propia carrera personal o para intereses de partido. Al
contrario, se trata de formar con libertad las propias opiniones en todos
estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la
responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre
consecuente con la fe que se profesa.
91 En la homilía que usted pronunció en Pamplona en el pasado mes de
octubre, durante la misa que celebró con ocasión de la Asamblea de los
Amigos de la Universidad de Navarra, habló del amor humano con palabras que
nos han conmovido. Muchas lectoras nos han escrito comentando el impacto que
experimentaron al oírle hablar así. ¿Nos podría decir cuáles son los
valores más importantes del matrimonio cristiano?.
Hablaré de algo que conozco bien, y que es experiencia sacerdotal mía, ya de
muchos años y en muchos países. La mayor parte de los socios del Opus Dei
viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los deberes
conyugales son parte de la vocación divina. El Opus Dei ha hecho del
matrimonio un camino divino, una vocación, y esto tiene muchas consecuencias
para la santificación personal y para el apostolado. Llevo casi cuarenta
años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de
luz he visto más de una vez, cuando -creyendo, ellos y ellas, incompatibles
en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio- me oían decir
que el matrimonio es un camino divino en la tierra!
El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él,
y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia
especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es
llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios-
todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con
Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive.
Por esto pienso siempre con esperanza y con cariño en los hogares cristianos,
en todas las familias que han brotado del sacramento del matrimonio, que son
testimonios luminosos de ese gran misterio divino -sacramentum magnum! (Eph 5,
32), sacramento grande- de la unión y del amor entre Cristo y su Iglesia.
Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se
desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento
inicial -el bautismo- ya confiere a todos los cristianos una misión divina,
que cada uno debe cumplir en su propio camino.
Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a
santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que
su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural
que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la
irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión
dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad.
Pero que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo
cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la
llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos
los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las
dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento
también de todos los adelantes que nos proporciona la civilización, para
hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz.
Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar,
que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron
cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio -que es un sacramento,
un ideal y una vocación-, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan
las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces
cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las
contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el
sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae -las
muchas dificultades, físicas y morales- non potuerunt extinguere caritatem (Cant
8, 7), no podrán apagar el cariño.
92 Sabemos que esta doctrina suya sobre el matrimonio como camino de
santidad no es una cosa nueva en su predicación. Ya desde 1934, cuando
escribió "Consideraciones espirituales", usted insistía en que
había que ver el matrimonio como una vocación. Pero en este libro, y luego
en "Camino", usted escribió también que el matrimonio es para la
clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo. ¿Nos podría explicar
cómo se concilian estos dos aspectos?.
En el espíritu y en la vida del Opus Dei no ha habido nunca ningún
impedimento para conciliar estos dos aspectos. Por lo demás, conviene
recordar que la mayor excelencia del celibato -por motivos espirituales- no es
una opinión teológica mía, sino doctrina de fe en la Iglesia.
Cuando yo escribía aquellas frases, allá por los años treinta, en el
ambiente católico -en la vida pastoral concreta- se tendía a promover la
búsqueda de la perfección cristiana entre los jóvenes haciéndoles apreciar
sólo el valor sobrenatural de la virginidad, dejando en la sombra el valor
del matrimonio cristiano como otro camino de santidad.
Normalmente, en los centros de enseñanza no se solía formar a la juventud de
manera que apreciara como se merece la dignidad del matrimonio. Todavía ahora
es frecuente que, en los ejercicios espirituales que suelen dar a los alumnos
cuando cursan los últimos estudios secundarios, se les ofrezcan más
elementos para considerar su posible vocación religiosa que su también
posible orientación al matrimonio. Y no faltan -aunque sean cada vez menos-
quienes desestiman la vida conyugal, haciéndola aparecer a los jóvenes como
algo que la Iglesia simplemente tolera, como si la formación de un hogar no
permitiese aspirar seriamente a la santidad.
En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo, y -dejando muy clara la
razón de ser y la excelencia del celibato apostólico- hemos señalado el
matrimonio como camino divino en la tierra.
A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se
valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos.
Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del
Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me
gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí
coplas de amor humano a lo divino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes
siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no
comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la
realidad de ese Amor divino -me gusta escribirlo con mayúscula- que es la
esencia misma de toda vocación cristiana.
No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación
matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter
regnum coelorum (Mat 19, 12), por el reino de los cielos. Estoy convencido de
que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son
compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y
si procura también conocer, aceptar y amar su propia vocación personal. Es
decir, si tiene fe y vive de fe.
Cuando yo escribía que el matrimonio es para la clase de tropa, no hacía
más que describir lo que ha sucedido siempre en la Iglesia. Sabéis que los
obispos -que forman el Colegio Episcopal, que tiene como cabeza al Papa, y
gobiernan con él toda la Iglesia- son elegidos entre los que viven el
celibato: lo mismo en las Iglesias orientales, donde se admiten los
presbíteros casados. Además es fácil de comprender y de comprobar que los
célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para
dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en
el apostolado seglar. Esto no quiere decir que los demás seglares no puedan
hacer o no hagan de hecho un apostolado espléndido y de primera importancia:
quiere decir sólo que hay diversidad de funciones, diversas dedicaciones en
puestos de diversa responsabilidad.
En un ejército -y sólo eso quería expresar la comparación- la tropa es tan
necesaria como el estado mayor, y puede ser más heroica y merecer más
gloria. En definitiva: que hay diversas tareas, y todas son importantes y
dignas. Lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su
propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es -siempre y sólo- hacer
la voluntad de Dios.
Por eso, un cristiano que procura santificarse en el estado matrimonial, y es
consciente de la grandeza de su propia vocación, espontáneamente siente una
especial veneración y un profundo cariño hacia los que son llamados al
celibato apostólico; y cuando alguno de sus hijos, por la gracia del Señor,
emprende ese camino, se alegra sinceramente. Y llega a amar aún más su
propia vocación matrimonial, que le ha permitido ofrecer a Jesucristo -el
gran Amor de todos, célibes o casados- los frutos del amor humano.
93 Muchos matrimonios se ven desorientados, en relación con el tema del
número de hijos, por los consejos que reciben, incluso de algunos sacerdotes.
¿Qué aconsejaría usted a los matrimonios, ante tanta confusión?.
Quienes de esa manera confunden las conciencias olvidan que la vida es
sagrada, y se hacen acreedores de los duros reproches del Señor contra los
ciegos que guían a otros ciegos, contra los que no quieren entrar en el Reino
de los cielos y no dejan tampoco entrar a los demás. No juzgo sus
intenciones, e incluso estoy seguro de que muchos dan tales consejos guiados
por la compasión y por el deseo de solucionar situaciones difíciles: pero no
puedo ocultar que me causa una profunda pena esa labor destructora -en muchos
casos diabólica- de quienes no sólo no dan buena doctrina, sino que la
corrompen.
No olviden los esposos, al oír consejos y recomendaciones en esa materia, que
de lo que se trata es de conocer lo que Dios quiere. Cuando hay sinceridad
-rectitud- y un mínimo de formación cristiana, la conciencia sabe descubrir
la voluntad de Dios, en esto como en todo lo demás. Porque puede suceder que
se esté buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle
precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso
que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo. Entre
otras cosas, ésa es una actitud farisaica indigna de un hijo de Dios.
El consejo de otro cristiano y especialmente -en cuestiones morales o de fe-
el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos
pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la
responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir
al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones.
Por encima de los consejos privados, está la ley de Dios, contenida en la
Sagrada Escritura, y que el Magisterio de la Iglesia -asistida por el
Espíritu Santo- custodia y propone. Cuando los consejos particulares
contradicen a la Palabra de Dios tal como el Magisterio nos la enseña, hay
que apartarse con decisión de aquellos pareceres erróneos. A quien obra con
esta rectitud, Dios le ayudará con su gracia, inspirándole lo que ha de
hacer y, cuando lo necesite, haciéndole encontrar un sacerdote que sepa
conducir su alma por caminos rectos y limpios, aunque más de una vez resulten
difíciles.
La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a
fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar
materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual
debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez,
firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de
espíritu, educación de la voluntad.
Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su
vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino
también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad,
para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la
educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su
vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas.
El matrimonio -no me cansaré nunca de repetirlo- es un camino divino, grande
y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones
concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de
servicio. El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de
Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay
que tener muy presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos.
94 Hay mujeres que, teniendo ya bastantes hijos, no se atreven a comunicar
a sus parientes y amigos la llegada de uno nuevo. Temen las críticas de
quienes piensan que, existiendo la píldora, es un atraso la familia numerosa.
Evidentemente, en las circunstancias actuales, puede resultar difícil sacar
adelante una familia con muchos hijos. ¿Qué nos diría sobre esto?.
Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les
encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las
fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar
adelante una familia numerosa, si Dios se la manda.
Cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de
relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar las
virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la
persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en engendrarlos
a la vida natural, sino que exige también toda una larga tarea de educación:
darles la vida es lo primero, pero no es todo.
Puede haber casos concretos en los que la voluntad de Dios -manifestada por
los medios ordinarios- esté precisamente en que una familia sea pequeña.
Pero son criminales, anticristianas e infrahumanas, las teorías que hacen de
la limitación de los nacimientos un ideal o un deber universal o simplemente
general.
Sería adulterar y pervertir la doctrina cristiana, querer apoyarse en un
pretendido espíritu postconciliar para ir contra la familia numerosa. El
Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen la
misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que,
de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más
numerosa para educarla dignamente (Const. past. Gaudium et spes, n. 50). Y
Paulo VI, en otra alocución pronunciada el 12 de febrero de 1966, comentaba:
que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido, difunda en los esposos
cristianos espíritu de generosidad para dilatar el nuevo Pueblo de Dios...
Recuerden siempre que esa dilatación del reino de Dios y las posibilidades de
penetración de la Iglesia en la humanidad para llevar la salvación, la
eterna y la terrena, está confiada también a su generosidad.
No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es
suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es
la rectitud con que se viva la vida matrimonial. El verdadero amor mutuo
trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos
naturales: los hijos. El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor
a la simple satisfacción del instinto y destruye la relación que une a
padres e hijos. Difícilmente habrá quien se sienta buen hijo -verdadero
hijo- de sus padres, si puede pensar que ha venido al mundo contra la voluntad
de ellos: que no ha nacido de un amor limpio, sino de una imprevisión o de un
error de cálculo.
Decía que, por sí solo, el número de hijos no es determinante. Sin embargo,
veo con claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de la
falta de fe: son producto de un ambiente social incapaz de comprender la
generosidad, que pretende encubrir el egoísmo y ciertas prácticas
inconfesables con motivos aparentemente altruistas. Se da la paradoja de que
los países donde se hace más propaganda del control de la natalidad -y desde
donde se impone la práctica a otros países- son precisamente los que han
alcanzado un nivel de vida más alto. Quizá se podrían considerar seriamente
sus argumentos de carácter económico y social, cuando esos mismos argumentos
les moviesen a renunciar a una parte de los bienes opulentos de que gozan, en
favor de esas otras personas necesitadas. Entre tanto se hace difícil no
pensar que, en realidad, lo que determina esas argumentaciones es el hedonismo
y una ambición de dominio político, de neocolonialismo demográfico.
No ignoro los grandes problemas que aquejan a la humanidad, ni las
dificultades concretas con que puede tropezar una familia determinada: con
frecuencia pienso en esto y se me llena de piedad el corazón de padre que,
como cristiano y como sacerdote, estoy obligado a tener. Pero no es lícito
buscar la solución por esos caminos.
95 No comprendo que haya católicos -y, mucho menos, sacerdotes- que desde
hace años, con tranquilidad de conciencia, aconsejen el uso de la píldora
para evitar la concepción: porque no se pueden desconocer, con triste
desenfado, las enseñanzas pontificias. Ni deben alegar -como hacen, con
increíble ligereza- que el Papa, cuando no habla ex cathedra, es un simple
doctor privado sujeto al error. Ya supone una arrogancia desmesurada juzgar
que el Papa se equivoca, y ellos no.
Pero olvidan, además, que el Romano Pontífice no es sólo doctor -infalible,
cuando lo dice expresamente-, sino que además es el Supremo Legislador. Y en
este caso, lo que el actual Pontífice Paulo VI ha dispuesto de modo
inequívoco es que se deben seguir obligatoriamente en este asunto tan
delicado -porque continúan en pie- todas las disposiciones del Santo
Pontífice Pío XII, de venerada memoria: y que Pío XII sólo permitió
algunos procedimientos naturales -no la píldora-, para evitar la concepción
en casos aislados y arduos. Aconsejar lo contrario es, por lo tanto, una
desobediencia grave al Santo Padre, en materia grave.
Podría escribir un grueso volumen sobre las consecuencias desgraciadas que,
en todo orden, lleva consigo el uso de esos u otros medios contra la
concepción: destrucción del amor conyugal -el marido y la mujer no se miran
como esposos, se miran como cómplices-, infelicidad, infidelidades,
desequilibrios espirituales y mentales, daños incontables para los hijos,
pérdida de la paz en el matrimonio... Pero no lo considero necesario:
prefiero limitarme a obedecer al Papa. Si alguna vez el Sumo Pontífice
decidiera que el uso de una determinada medicina, para evitar la concepción,
es lícita, yo me acomodaría a cuanto dijera el Santo Padre: y, ateniéndome
a las normas pontificias y a las de la teología moral, examinando en cada
caso los evidentes peligros a los que acabo de aludir, daría a cada uno en
conciencia mi consejo.
Y siempre tendría en cuenta que salvarán a este mundo nuestro de hoy, no los
que pretenden narcotizar la vida del espíritu y reducirlo todo a cuestiones
económicas o de bienestar material, sino los que saben que la norma moral
está en función del destino eterno del hombre: los que tienen fe en Dios y
arrostran generosamente las exigencias de esa fe, difundiendo en quienes le
rodean un sentido trascendente de nuestra vida en la tierra.
Esta certeza es la que debe llevar no a fomentar la evasión, sino a procurar
con eficacia que todos tengan los medios materiales convenientes, que haya
trabajo para todos, que nadie se encuentre injustamente limitado en su vida
familiar y social.
96 La infecundidad matrimonial -por lo que puede suponer de frustración-
es fuente, a veces, de desavenencias e incomprensiones. ¿Cuál es, a su
juicio, el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no
tengan descendencia?.
En primer lugar les diré que no han de darse por vencidos con demasiada
facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les
bendiga -si es su Voluntad- como bendijo a los Patriarcas del Viejo
Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos.
Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna
frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la
Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide
más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega,
ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido
hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la
tristeza.
Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge,
empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado
diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso.
Que miren a su alrededor, y descubrirán en seguida personas que necesitan
ayuda, caridad y cariño. Hay además muchas labores apostólicas en las que
pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse
generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una
fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de
verdadera paz.
Las soluciones concretas pueden ser distintas en cada caso, pero en el fondo
todas se reducen a ocuparse de los demás con afán de servicio, con amor.
Dios premia siempre, dando a sus almas una honda alegría, a los que tienen la
generosa humildad de no pensar en sí mismos.
97 Hay matrimonios en los que la mujer -por las razones que sean- se
encuentra separada del marido, en situaciones degradantes e insostenibles. En
esos casos, les resulta difícil aceptar la indisolubilidad del vínculo
matrimonial. Estas mujeres, separadas del marido, lamentan que se les niegue
la posibilidad de construir un nuevo hogar. ¿Qué respuesta daría usted ante
estas situaciones?.
Diría a esas mujeres, comprendiendo su sufrimiento, que pueden ver también
en esa situación la Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es
Padre amoroso. Es posible que por algún tiempo la situación sea
especialmente difícil, pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les
faltará la ayuda de la gracia.
La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni
siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho
divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural
de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición
indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también
espiritual para los hijos. Y siempre -aun en esos casos dolorosos de que
hablamos- la aceptación rendida de la Voluntad de Dios lleva consigo una
honda satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un
consuelo: es la esencia de la vida cristiana.
Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia
continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria,
para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de
entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone
sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad,
algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos.
Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la
indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo
confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su
yugo es suave y su carga ligera.
Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones
-que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar-, es necesario no
dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¿es realmente
más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los
otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva
consigo?
Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona -y aun a una sociedad
entera- es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de
eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones
diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de
ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión
inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien
siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure
también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los
problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se
santificará.
98 Uno de los bienes fundamentales de la familia está en gozar de una paz
familiar estable. Sin embargo no es raro, por desgracia, que por motivos de
carácter político o social una familia se encuentre dividida. ¿Cómo piensa
usted que pueden superarse esos conflictos?.
Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El
hecho de que alguno piense de distinta manera que yo -especialmente cuando se
trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión- no justifica de
ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de
indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con
todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo.
¡Figuraos si se ha de vivir la caridad cuando, unidos por una misma sangre y
una misma fe, hay divergencias en cosas opinables! Es más, como en esos
terrenos nadie puede pretender estar en posesión de la verdad absoluta, el
trato mutuo, lleno de afecto, es un medio concreto para aprender de los demás
lo que nos pueden enseñar; y también para que los demás aprendan, si
quieren, lo que cada uno de los que con él conviven le puede enseñar, que
siempre es algo.
No es cristiano, ni aun humano, que una familia se divida por estas
cuestiones. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama
apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad
lleva consigo.
Pondré el ejemplo de lo que se vive en el Opus Dei, que es una gran familia
de personas unidas por el mismo fin espiritual. En lo que no es de fe, cada
uno piensa y actúa como quiere, con la más completa libertad y
responsabilidad personal. Y el pluralismo que, lógica y sociológicamente, se
deriva de este hecho, no constituye para la Obra ningún problema: es más,
ese pluralismo es una manifestación de buen espíritu. Precisamente porque el
pluralismo no es temido, sino amado como legítima consecuencia de la libertad
personal, las diversas opiniones de los socios no impiden en el Opus Dei la
máxima caridad en el trato, la mutua comprensión. Libertad y caridad:
estamos hablando siempre de lo mismo. Y es que son condiciones esenciales:
vivir con la libertad que Jesucristo nos ganó, y vivir la caridad que El nos
dio como mandamiento nuevo.
99 Acaba usted de hablar de la unidad familiar como de un gran valor. Esto
puede dar pie a mi siguiente pregunta: ¿cómo es que el Opus Dei no organiza
actividades de formación espiritual donde participen conjuntamente marido y
mujer?.
En esto, como en tantas otras cosas, los cristianos tenemos la posibilidad de
escoger entre soluciones diversas, de acuerdo con las propias preferencias u
opiniones, sin que nadie pueda pretender imponernos un sistema únicos. Hay
que huir, como de la peste, de esos modos de plantear la pastoral y, en
general, el apostolado, que no parecen sino una nueva edición, corregida y
aumentada, del partido único en la vida religiosa.
Sé que hay grupos católicos que organizan retiros espirituales y otras
actividades formativas para matrimonios. Me parece perfectamente bien que, en
uso de su libertad, hagan lo que consideren oportuno; y también que acudan a
esas actividades los que encuentran en ellas un medio que les ayuda a vivir
mejor su vocación cristiana. Pero considero que no es ésa la única
posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor.
Hay muchas facetas de la vida eclesial que los matrimonios, e incluso toda la
familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es la participación en el
sacrificio eucarístico y en otros actos de culto. Pienso, sin embargo, que
determinadas actividades de formación espiritual son más eficaces si acuden
a ellas separadamente el marido y la mujer. De una parte, se subraya así el
carácter fundamentalmente personal de la propia santificación, de la lucha
ascética, de la unión con Dios, que luego revierte en los demás, pero en
donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así
es más fácil acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades
personales de cada uno, e incluso a su propia psicología. Esto no quiere
decir que, en esas actividades, se prescinda del estado matrimonial de los
asistentes: nada más lejos del espíritu del Opus Dei.
Llevo ya cuarenta años diciendo de palabra y por escrito que cada hombre,
cada mujer, ha de santificarse en su vida ordinaria, en las condiciones
concretas de su existencia cotidiana; que los esposos, por tanto, han de
santificarse viviendo perfectamente sus obligaciones familiares. En los
retiros espirituales y en otros medios de formación que organiza el Opus Dei,
y a los que asisten personas casadas, se procura siempre que los esposos
cobren conciencia de la dignidad de su vocación matrimonial y que, con la
ayuda de Dios, se preparen para vivirla mejor.
En muchos aspectos las exigencias y las manifestaciones prácticas del amor
conyugal son distintas para el hombre y para la mujer. Con medios de
formación específicos, se les puede ayudar eficazmente a descubrirlos en la
realidad de su vida. De modo que esa separación durante unas horas o unos
días, les hace estar más unidos y quererse más y mejor a lo largo del resto
del tiempo: con un amor lleno también de respeto.
Repito que en esto no pretendemos tampoco que nuestro modo de actuar sea el
único bueno, o que deba adoptarlo todo el mundo. Me parece simplemente que da
muy buenos resultados, y que hay razones sólidas -además de una larga
experiencia- para hacerlo así, pero no ataco la opinión contraria.
Además, he de decir que, si en el Opus Dei seguimos este criterio para
determinadas iniciativas de formación espiritual, sin embargo, en otro
género de actividades variadísimo, los matrimonios, como tales, participan y
colaboran. Pienso, por ejemplo, en la labor que se hace con los padres de los
alumnos en colegios dirigidos por miembros del Opus Dei; en las reuniones,
conferencias, triduos, etcétera, especialmente dedicados a los padres de
estudiantes que viven en Residencias dirigidas por la Obra.
Como ves, cuando por la naturaleza de la actividad viene requerida la
presencia del matrimonio, son marido y mujer los que participan en estas
labores. Pero este tipo de reuniones e iniciativas es diverso de las que van
directamente encaminadas a la formación espiritual personal.
100 Continuando con la vida familiar, quisiera ahora centrar mi pregunta en
la educación de los hijos, y en las relaciones entre padres e hijos. El
cambio de la situación familiar en nuestros días lleva, algunas veces, a que
el entendimiento mutuo no sea fácil, e incluso a la incomprensión, dándose
lo que se ha llamado conflicto entre generaciones. ¿Cómo puede superarse
esto?.
El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más
frecuencia o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a
la sociedad actual. Es perfectamente comprensible y natural que los jóvenes y
los mayores vean las cosas de modo distinto: ha ocurrido siempre. Lo
sorprendente sería que un adolescente pensara de la misma manera que una
persona madura. Todos hemos sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros
mayores, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio; y
todos también, al correr de los años, hemos comprendido que nuestros padres
tenían razón en tantas cosas, que eran fruto de su experiencia y de su
cariño. Por eso corresponde en primer término a los padres -que ya han
pasado por ese trance- facilitar el entendimiento, con flexibilidad, con
espíritu jovial, evitando con amor inteligente esos posibles conflictos.
Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se
puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación
requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al
mismo nivel de los hijos. Los chicos -aun los que parecen más díscolos y
despegados- desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres.
La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima
de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den
libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es
preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los
hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan;
en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se
sentirán movidos a engañar siempre.
Esa amistad de que hablo, ese saber ponerse al nivel de los hijos,
facilitándoles que hablen confiadamente de sus pequeños problemas, hace
posible algo que me parece de gran importancia: que sean los padres quienes
den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual,
acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose
ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta
materia, que aprendan algo -que es en sí mismo noble y santo- de una mala
confidencia de un amigo o de una amiga. Esto mismo suele ser un paso
importante en ese afianzamiento de la amistad entre padres e hijos, impidiendo
una separación en el mismo despertar de la vida moral.
Por otra parte, los padres han de procurar también mantener el corazón
joven, para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones
nobles e incluso las extravagancias de los chicos. La vida cambia, y hay
muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten -hasta es posible que no sean
objetivamente mejores que otras de antes-, pero que no son malas: son
simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas
ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que
se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor.
101 Pero no todo depende de los padres. Los hijos han de poner también algo
de su parte. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo
por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es
auténtico. Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla -tal vez
muy callada, siempre revestida de naturalidad- que hay en la vida de sus
padres; que se den cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por
ellos, de su abnegación -muchas veces heroica- para sacar adelante la
familia. Y que aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar
el papel de incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con
sus padres, y que su correspondencia -nunca podrán pagar lo que deben- ha de
estar hecha de veneración, de cariño agradecido, filial.
Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero
esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su
sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre:
luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero -hecho de
sacrificio- y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar
un pequeño problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo
normal, la inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha
oído llamar -ya desde los años veinte lo vengo repitiendo- dulcísimo
precepto al cuarto mandamiento del Decálogo.
102 Quizá como reacción a una educación religiosa coactiva, reducida a
veces a unas pocas prácticas rutinarias y sensibleras, parte de la juventud
de hoy prescinde casi totalmente de la piedad cristiana, porque la interpreta
como beatería. ¿Cuál es a su parecer la solución a este problema?.
La solución es la que la pregunta lleva ya implícita: enseñar -primero con
el ejemplo, y después con la palabra- en qué consiste la verdadera piedad.
La beatería no es más que una triste caricatura pseudo-espiritual, fruto
generalmente de la falta de doctrina, y también de cierta deformación en lo
humano: resulta lógico que repugne, a quienes aman lo auténtico y lo
sincero.
He visto con alegría cómo prende en la juventud -en la de hoy como en la de
hace cuarenta años- la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida
sincera; -cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se
habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una
conversación de tú a tú; -cuando se procura que resuenen en sus almas
aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro
confiado: vos autem dixi amicos (Ioan 15, 15), os he llamado amigos; -cuando
se hace una llamada fuerte a su fe, para que vean que el Señor es el mismo
ayer y hoy y siempre (Heb 13, 8).
Por otra parte, es muy necesario que vean cómo esa piedad ingenua y cordial
exige también el ejercicio de las virtudes humanas, y que no puede reducirse
a unos cuantos actos de devoción semanales o diarios: que ha de penetrar la
vida entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la
diversión, a todo. No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya
algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese
sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad.
He dicho antes que todo esto la juventud lo entiende bien. Y ahora añado que
el que procura vivirlo se siente siempre joven. El cristiano, aunque sea un
anciano de ochenta años, al vivir en unión con Jesucristo, puede paladear
con toda verdad las palabras que se rezan al pie del altar: entraré al altar
de Dios, del Dios que da alegría a mi juventud (Ps 42, 4).
103 Entonces, ¿le parece importante educar a los chicos, desde pequeños,
en la vida de piedad? ¿Piensa que en la familia deben hacerse algunos actos
de piedad?.
Considero que es precisamente el mejor camino para dar una formación
cristiana auténtica a los hijos. La Sagrada Escritura nos habla de esas
familias de los primeros cristianos -la Iglesia doméstica, dice San Pablo (1
Cor 16, 19)-, a las que la luz del Evangelio daba nuevo impulso y nueva vida.
En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos
resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad,
hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea
de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como
Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus
padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden
realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos,
para poder transmitir -más que enseñar- esa piedad a los hijos.
¿Los medios? Hay prácticas de piedad -pocas, breves y habituales- que se han
vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la
bendición de la mesa, el rezo del rosario todos juntos -a pesar de que no
faltan, en estos tiempos, quienes atacan esa solidísima devoción mariana-,
las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de
costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe
fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos,
de forma sencilla y natural, sin beaterías.
De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se
va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea visto y
tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha
dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos (Mat 18, 20).
Lo digo con agradecimiento y con orgullo de hijo, yo sigo rezando -por la
mañana y por la noche, y en voz alta- las oraciones que aprendí cuando era
niño, de labios de mi madre. Me llevan a Dios, me hacen sentir el cariño con
que me enseñaron a dar mis primeros pasos de cristiano; y, ofreciendo al
Señor la jornada que comienza o dándole gracias por la que termina, pido a
Dios que aumente en la gloria la felicidad de los que especialmente amo, y que
después nos mantenga unidos para siempre en el cielo.
104 Continuemos, si me lo permite, con la juventud. A través de la
sección Gente joven de nuestra revista, nos llegan muchos de sus problemas.
Uno muy frecuente es la imposición que a veces ejercen los padres en el
momento de determinar la orientación de sus hijos. Esto sucede tanto en la
orientación de carrera o de trabajo, como en la elección de un novio o,
mucho más, si pretende seguir la llamada de Dios para emplearse en el
servicio de las almas. ¿Cabe alguna justificación para esa actitud de los
padres? ¿No es una violación de la libertad que es imprescindible para
llegar a la madurez personal?
En última instancia, es claro que las decisiones que determinan el rumbo de
una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción
ni presión de ningún tipo.
Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, la intervención de
otras personas. Precisamente porque son pasos decisivos, que afectan a toda la
vida, y porque la felicidad depende en gran parte de cómo se den, es lógico
que requieran serenidad, que haya que evitar la precipitación, que exijan
responsabilidad y prudencia. Y una parte de la prudencia consiste justamente
en pedir consejo: sería presunción -que suele pagarse cara- pensar que
podemos decidir sin la gracia de Dios y sin el calor y la luz de otras
personas, especialmente de nuestros padres.
Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa,
descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia,
haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados
emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas.
Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus
hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un
sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.
Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto
amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté
determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros
y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y
entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de
guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos
-de construirlos según sus propias preferencias-, han de respetar las
inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor,
esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo
toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e
incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la
violencia, sino en comprender y -más de una vez- en saber permanecer a su
lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar
todo el bien posible de aquel mal.
Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos,
después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse
con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace
al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha
querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras
decisiones personales: dejó Dios al hombre -nos dice la Escritura- en manos
de su albedrío (Eccli 15, 14).
Unas palabras más, para referirme expresamente al último de los casos
concretos planteados: la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y
de las almas. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación,
pienso que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni
siquiera son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia
vocación matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei
es muy positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa
por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les
han enseñado a ser generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de
los casos -prácticamente en la totalidad- los padres no sólo respetan sino
que aman esa decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una
ampliación de la propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una
comprobación más de que, para ser muy divinos, hay que ser también muy
humanos.
105 Hay actualmente quienes mantienen la teoría de que el amor lo
justifica todo, y concluyen de ahí que el noviazgo es como un matrimonio a
prueba. No seguir lo que consideran imperativos del amor piensan que es algo
inauténtico, retrógrado. ¿Qué piensa usted de esa actitud?.
Pienso lo que debe pensar una persona honrada, y especialmente un cristiano:
que es una actitud indigna del hombre, y que degrada el amor humano,
confundiéndolo con el egoísmo y con el placer.
¿Retrógrados los que no obran o piensan de esa manera? Retrógrado es más
bien quien retrocede hasta la selva, no reconociendo otro impulso que el
instinto. El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el
conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por
el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de
respeto, de delicadeza. Por eso quise, hace poco más de un año, regalar a la
Universidad de Navarra una imagen de Santa María, Madre del Amor Hermoso:
para que los chicos y las chicas, que frecuentan los cursos de aquellas
Facultades, aprendieran de Ella la nobleza del amor, también del amor humano.
¿Matrimonio a prueba? ¡Qué poco sabe de amor quien habla así! El amor es
una realidad más segura, más real, más humana. Algo que no se puede tratar
como un producto comercial, que se experimenta y se acepta luego o se desecha,
según el capricho, la comodidad o el interés.
Esa falta de criterio es tan lamentable, que ni siquiera parece preciso
condenar a quienes piensan u obran así, porque ellos mismos se condenan a la
infecundidad, a la tristeza, a un aislamiento desolador, que padecerán cuando
pasen apenas unos años. No puedo dejar de rezar mucho por ellos, amarlos con
toda mi alma, y tratar de hacerles comprender que siguen teniendo abierto el
camino del regreso a Jesucristo: que podrán ser santos, cristianos íntegros,
si se empeñan, porque no les faltará ni el perdón ni la gracia del Señor.
Sólo entonces comprenderán bien lo que es el amor: el Amor divino, y
también el amor humano noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría, la
fecundidad.
106 Un gran problema femenino es el de las mujeres solteras. Nos referimos
a aquellas que, con vocación matrimonial, no llegan a casarse. Al no
conseguirlo se preguntan: ¿para qué estamos en el mundo? ¿Qué les
contestaría usted?.
¿Para qué estamos en el mundo? Para amar a Dios, con todo nuestro corazón y
con toda nuestra alma, y para extender ese amor a todas las criaturas. ¿O es
que esto parece poco? Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino
ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación
personalísima, intransferible.
El matrimonio es camino divino, es vocación. Pero no es el único camino, ni
la única vocación. Los planes de Dios, para cada mujer, no están ligados
necesariamente al matrimonio. ¿Tienen vocación matrimonial y no llegan a
casarse? En algún caso puede ser cierto, y quizá haya sido el egoísmo o el
amor propio lo que ha impedido que esa llamada de Dios se cumpliera; pero
otras veces, la mayoría incluso, eso puede ser un signo de que el Señor no
les ha dado verdadera vocación matrimonial. Sí: les gustan los niños;
sienten que serían buenas madres; que entregarían su corazón, fielmente, a
su marido y a sus hijos. Pero eso es normal en toda mujer, también en
quienes, por vocación divina, no se casan -pudiendo hacerlo-, para
preocuparse del servicio de Dios y de las almas.
No se han casado. Bien: que sigan, como hasta ahora, amando la Voluntad del
Señor, tratando de cerca a ese Corazón amabilísimo de Jesús, que no
abandona a nadie, que es siempre fiel, que nos va cuidando a lo largo de esta
vida, para darse a nosotros ya desde ahora y para siempre.
Además, la mujer puede cumplir su misión -como mujer, con todas las
características femeninas, también las afectivas de la maternidad- en
ámbitos diversos de la propia familia: en otras familias, en la escuela, en
obras asistenciales, en mil sitios. La sociedad es, a veces, muy dura -con una
gran injusticia- con las que llama solteronas: hay mujeres solteras que
difunden a su alrededor alegría, paz, eficacia: que saben entregarse
noblemente al servicio de los demás, y ser madres, en profundidad espiritual,
con más realidad que muchas, que son madres sólo fisiológicamente.
107 Las preguntas anteriores se han referido al noviazgo; el tema que
planteo ahora se refiere ya al matrimonio: ¿qué consejos daría usted a la
mujer casada para que, con el pasar de los años, su vida matrimonial siga
siendo feliz, sin ceder a la monotonía? Tal vez la cuestión parezca poco
importante, pero en la revista se reciben muchas cartas de lectoras
interesadas por este tema.
A mí me parece que es, en efecto, una cuestión importante; y por eso lo son
también las posibles soluciones, a pesar de su apariencia modesta.
Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer
debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir
al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva
jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía
también. Si el marido llega a casa cansado de trabajar, y la mujer comienza a
hablar sin medida, contándole todo lo que a su juicio va mal, ¿puede
sorprender que el marido acabe perdiendo la paciencia? Esas cosas menos
agradables se pueden dejar para un momento más oportuno, cuando el marido
esté menos cansado, mejor dispuesto.
Otro detalle: el arreglo personal. Si otro sacerdote os dijera lo contrario,
pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona que
ha de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar no sólo
la vida interior, sino -precisamente por eso- el cuidado para estar
presentable: aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la edad y con
las circunstancias. Suelo decir, en broma, que las fachadas, cuanto más
envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un consejo sacerdotal.
Un viejo refrán castellano dice que la mujer compuesta saca al hombre de otra
puerta.
Por eso, me atrevo a afirmar que las mujeres tienen la culpa del ochenta por
ciento de las infidelidades de los maridos, porque no saben conquistarlos cada
día, no saben tener detalles amables, delicados. La atención de la mujer
casada debe centrarse en el marido y en los hijos. Como la del marido debe
centrarse en su mujer y en sus hijos. Y a esto hay que dedicar tiempo y
empeño, para acertar, para hacerlo bien. Todo lo que haga imposible esta
tarea, es malo, no va.
No hay excusa para incumplir ese amable deber. Desde luego, no es excusa el
trabajo fuera del hogar, ni tampoco la misma vida de piedad que, si no se hace
compatible con las obligaciones de cada día, no es buena, Dios no la quiere.
La mujer casada tiene que ocuparse primero del hogar. Recuerdo una copla de mi
tierra, que dice: la mujer que, por la iglesia, / deja el puchero quemar, /
tiene la mitad de ángel, / de diablo la otra mitad. A mí me parece
enteramente un diablo.
108 Dejando aparte las dificultades que pueda haber entre padres e hijos,
también son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces llegan a
comprometer seriamente la paz familiar. ¿Qué consejos daría usted a los
matrimonios?.
Que se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y
dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer
más hondo el cariño.
Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio -su
mal genio, a veces- y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables
en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer.
La convivencia es posible cuanto todos tratan de corregir las propias
deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es
decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser
motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los
pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y
las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el
cariño.
Los matrimonios tienen gracia de estado -la gracia del sacramento- para vivir
todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el
buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo
importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo,
el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben
crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura
-por un motivo humano y sobrenatural a la vez- las virtudes del hogar
cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta.
Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible
callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza
para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio
de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda
el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y,
aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.
Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo,
optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente
paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño
sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen
dominar por el mal humor a la misma hora...
Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos
toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan
opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más
indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más
sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de
acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a
pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos,
que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el
preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los
esposos, si no son frecuentes -y hay que procurar que no lo sean-, no denotan
falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.
Un último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo,
basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada,
con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces
de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la
condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean
en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de
comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la
realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa.
A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en
cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta
espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no
quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una
palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a
sus hijos, porque así quieren a Dios.
109 Pasando a un tema muy concreto: se acaba de anunciar la apertura en
Madrid de una Escuela-residencia dirigida por la Sección femenina del Opus
Dei, que se propone crear un ambiente de familia y proporcionar una formación
completa a las empleadas del hogar, cualificándolas en su profesión. ¿Qué
influencia cree usted que pueden tener, para la sociedad, este tipo de
actividades del Opus Dei?.
Esa obra apostólica -hay muchas semejantes llevadas por asociadas del Opus
Dei, que trabajan junto con otras personas que no son de nuestra Asociación-
tiene como fin principal el de dignificar el oficio de las empleadas del
hogar, de modo que puedan realizar su trabajo con sentido científico. Digo
con sentido científico, porque es preciso que el trabajo en el hogar se
desarrolle como lo que es: como una verdadera profesión.
No hay que olvidar que se ha querido presentar ese trabajo como algo
humillante. No es cierto: humillantes eran, sin duda, las condiciones en que
muchas veces se desarrollaba esa tarea. Y humillantes siguen siendo algunas
veces ahora: porque trabajan según el capricho de señores arbitrarios, sin
garantías de derechos para sus servidores, con escasa retribución
económica, sin afecto. Hay que exigir el respeto de un adecuado contrato de
trabajo, con seguridades claras y precisas; hay que establecer netamente los
derechos y los deberes de cada parte.
Es necesario -además de esas garantías jurídicas- que la persona que preste
ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada. He dicho servicio
-aunque la palabra hoy no gusta- porque toda tarea social bien hecha es eso,
un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del
profesor o la del juez. Sólo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona
todo a su propio bienestar.
¡Es una cosa de primera importancia el trabajo en el hogar! Por lo demás,
todos los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas
grandes o pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor. Las que se
tienen como tareas grandes se empequeñecen, cuando se pierde el sentido
cristiano de la vida. En cambio, hay cosas, aparentemente pequeñas, que
pueden ser muy grandes por las consecuencias reales que tienen.
Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía asociada del
Opus Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene
un título nobiliario. En los dos casos, sólo me interesa que el trabajo que
realicen sea medio y ocasión de santificación personal y ajena: y será más
importante la labor de la persona que, en su propia ocupación y en su propio
estado, vaya haciéndose más santa y cumpla con más amor la misión recibida
de Dios.
Ante Dios, igual categoría tiene la que es catedrático de una universidad,
como la que trabaja como dependiente de un comercio o como secretaria o como
obrera o como campesina: todas las almas son iguales. Sólo que a veces son
más hermosas las almas de las personas más sencillas, y siempre son más
agradables al Señor las que tratan con más intimidad a Dios Padre, a Dios
Hijo y a Dios Espíritu Santo.
Con esa Escuela que se ha abierto en Madrid, puede hacerse mucho: una
auténtica y eficaz ayuda a la sociedad, en una tarea importante; y una labor
cristiana en el seno del hogar, llevando a las casas alegría, paz,
comprensión. Estaría hablando horas sobre este tema, pero ya es suficiente
lo que he dicho para ver que entiendo el trabajo en el hogar como un oficio de
trascendencia muy particular, porque se puede hacer con él mucho bien o mucho
mal en la entraña misma de las familias. Esperemos que sea mucho bien: no
faltarán personas que, con categoría humana, con competencia y con ilusión
apostólica, harán de esa profesión una tarea alegre, de eficacia inmensa en
tantos hogares del mundo.
110 Circunstancias de muy diversa índole y exhortaciones y enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia, han creado y estimulado una profunda inquietud
social. Se habla mucho de la virtud de la pobreza, como testimonio. ¿Cómo
puede vivirla un ama de casa, que debe proporcionar a su familia un justo
bienestar?.
Se anuncia el Evangelio a los pobres (Mat 11, 5), leemos en la Escritura,
precisamente como uno de los signos que dan a conocer la llegada del Reino de
Dios. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de
Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al
desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad
humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos.
Es éste un tema en el que querría detenerme un poco, porque no siempre se
predica hoy la pobreza de modo que su mensaje llegue a la vida. Sin duda con
buena voluntad, pero sin haber captado del todo el sentido de los tiempos, hay
quienes predican una pobreza fruto de una elucubración intelectual, que tiene
ciertos aparatosos signos exteriores y simultáneamente enormes deficiencias
interiores y a veces también externas. Haciéndome eco de una expresión del
profeta Isaías -discite benefacere (1, 17)-, me gusta decir que hay que
aprender a vivir toda virtud, y quizá muy especialmente la pobreza. Hay que
aprender a vivirla, para que no quede reducida a un ideal sobre el que se
puede escribir mucho, pero que nadie realiza seriamente. Hay que hacer ver que
la pobreza es invitación que el Señor dirige a cada cristiano, y que es -por
tanto- llamada concreta que debe informar toda la vida de la humanidad.
Pobreza no es miseria, y mucho menos suciedad. En primer lugar, porque lo que
define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia,
cuanto la actitud de su corazón. Pero además, y aquí nos acercamos a un
punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación
laical, porque la pobreza no se define por la simple renuncia. En determinadas
ocasiones el testimonio de pobreza que a los cristianos se pide puede ser el
de abandonarlo todo, el de enfrentarse con un ambiente que no tiene otros
horizontes que los del bienestar material, y proclamar así, con un gesto
estentóreo, que nada es bueno si se lo prefiere a Dios. Pero ¿es ése el
testimonio que de ordinario pide hoy la Iglesia? ¿No es verdad que exige que
se dé también testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los
hombres?
A veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal
punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en
todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no
advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro,
con la sencillez de lo ordinario.
Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos
que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note
y se toque -hecha de cosas concretas-, que sea una profesión de fe en Dios,
una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas,
sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a
todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos
los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que
colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo,
utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida
humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el
desarrollo de las personas y de las comunidades.
Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es -en buena parte- cuestión
personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para
encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas
fijas, aunque sí unas orientaciones generales, refiriéndome especialmente a
las madres de familia.
111 Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber
prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuando según
esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la
comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni
voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los
demás, para que todos puedan servir mejor a Dios.
La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas
terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de
medios. Es además saber tener todo el día cogido por un horario elástico,
en el que no falte como tiempo principal -además de las normas diarias de
piedad- el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado
a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando
las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo
los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor. En una
palabra, encontrando lugar para el servicio de los demás y para sí misma:
sin olvidar que todos los hombres, todas las mujeres -y no sólo los
materialmente pobres- tienen obligación de trabajar: la riqueza, la
situación de desahogo económico es una señal de que se está más obligado
a sentir la responsabilidad de la sociedad entera.
El amor es lo que da sentido al sacrificio. Toda madre sabe bien qué es
sacrificarse por sus hijos: no está sólo en concederles unas horas, sino en
gastar en su beneficio toda la vida. Vivir pensando en los demás, usar de las
cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son
dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo.
Para una madre es importante no sólo vivir así, sino también enseñar a
vivir así a sus hijos: educarles, fomentando en ellos la fe, la esperanza
optimista y la caridad; enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de
su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando
en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de
solidaridad humana y divina.
Para resumir: que cada uno viva cumpliendo su vocación. Para mí, el mejor
modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia
numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su
constancia -muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades-
sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a
amar, a servir, a trabajar.
112 A lo largo de esta entrevista ha habido ocasión de comentar aspectos
importantes de la vida humana y específicamente de la vida de la mujer; y de
advertir cómo los valora el espíritu del Opus Dei. ¿Podría decirnos, para
terminar, cómo considera que se debe promover el papel de la mujer en la vida
de la Iglesia?.
No puedo ocultar que, al responder a una pregunta de este tipo, siento la
tentación -contraria a mi práctica habitual- de hacerlo de un modo
polémico. Porque hay algunas personas que emplean ese lenguaje de una manera
clerical, usando la palabra Iglesia como sinónimo de algo que pertenece al
clero, a la Jerarquía eclesiástica. Y así, por participación en la vida de
la Iglesia, entienden sólo o principalmente la ayuda prestada a la vida
parroquial, la colaboración en asociaciones con mandato de la Sagrada
Jerarquía, la asistencia activa en las funciones litúrgicas, y cosas
semejantes.
Quienes piensan así olvidan en la práctica -aunque quizá lo proclamen en la
teoría- que la Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios, el conjunto de
todos los cristianos; que, por tanto, allá donde hay un cristiano que se
esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia.
Con esto no pretendo minimizar la importancia de la colaboración que la mujer
puede prestar a la vida de la estructura eclesiástica. Al contrario, la
considero imprescindible. He dedicado mi vida a defender la plenitud de la
vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes
que viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento
teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo.
Sólo quiero hacer notar que hay quienes promueven una reducción
injustificada de esa colaboración; y señalar que el cristiano corriente,
hombre o mujer, puede cumplir su misión específica, también la que le
corresponde dentro de la estructura eclesial, sólo si no se clericaliza, si
sigue siendo secular, corriente, persona que vive en el mundo y que participa
de los afanes del mundo.
Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la
tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus
vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de
participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo
caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente
cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su
vocación humana.
¡Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que,
quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su
vida ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles
conciencia de la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin
importancia, tiene un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más
atentamente la voz de Dios, que les habla a través de sucesos y situaciones,
es algo de lo que la Iglesia tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la
está urgiendo Dios.
Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha
redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano. Y la mujer
participará en ella de la manera que le es propia, tanto en el hogar, como en
las otras ocupaciones que desarrolle, realizando las peculiares virtualidades
que le corresponden.
Lo principal es, pues, que como Santa María -mujer, Virgen y Madre- vivan de
cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (Luc 1, 38),
hágase en mí según tu palabra, del que depende la fidelidad a la personal
vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser
cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el
mundo entero.
Gentileza
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