Carismas y misión de la mujer en la Iglesia
Audiencia general del Papa Juan Pablo II el 13 de julio de 1994
1.
En la Iglesia todos los seguidores de Cristo pueden y deben ser miembros
activos en virtud del bautismo y la confirmación, y los casados, en virtud
del mismo sacramento del matrimonio. Pero quiero destacar hoy algunos puntos
relacionados con el compromiso de la mujer que, ciertamente, está llamada a
dar su contribución personal -dignísima e importantisima- a la misión de la
Iglesia.
La mujer, participando, como todos los fieles, del ministerio sacerdotal,
profético y real de Cristo, manifiesta sus aspectos especificos,
correspondientes y adecuados a la personalidad femenina; y precisamente por
esta razón recibe algunos carismas, que abren caminos concretos a su misión.
2. No puedo repetir aquí cuanto he escrito en la carta apostólica Mulieris
dignitatem (15 de agosto de 1988) y en la exhortación apostólica
Christifideles laici (30 de diciembre de 1988) sobre la dignidad de la mujer y
los fundamentos antropológicos y teológicos de la condición femenina. He
hablado allí de su participación en la vida de la sociedad humana y
cristiana y en la misión de la Iglesia, en relación con la familia, la
cultura y los diferentes estados de vida, los varios sectores en los que se
realiza la actividad humana y las diversas experiencias de alegría y dolor,
salud y enfermedad, éxito y fracaso, presentes en la vida de todos.
Según el principio enunciado por el Sínodo de 1987 y recogido por la
Christifideles laici (n. 51), «las mujeres participen en la vida de la
Iglesia sin ninguna discriminación también en las consultaciones y en la
elaboración de las decisiones». De ahí que las mujeres tengan la
posibilidad de participar en los varios consejos pastorales diocesanos y
parroquiales, así como en los sínodos diocesanos y en los concilios
particulares. Más aún, según la propuesta del Sínodo, las mujeres «deben
ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las
iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la
misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civilo
(ib.). En todos estos campos la intervención de mujeres preparadas puede dar
una gran contribución de sabiduría y moderación, de valentía y entrega, de
espiritualidad y fervor para el bien de la Iglesia y de la sociedad.
3. En todo el compromiso eclesial de la mujer puede y debe reflejarse la luz
de la revelación evangélica, según la cual una mujer, como representante
del género humano, fue llamada a dar su consenso a la encarnación del Verbo.
El relato de la Anunciación sugiere esta verdad cuando nos enseña que sólo
después del fiat mihi de María, que aceptaba ser la madre del Mesias, «el
ángel, dejándola, se fue» (Lc 1, 38). El ángel había cumplido su misión:
podía llevar a Dios el sí de la humanidad, pronunciado por María de Nazaret.
Siguiendo el ejemplo de María, a la que Isabel poco tiempo después proclama
bendita por haber creído (cf. Lc 1, 42), y recordando que también a Marta
antes de resucitar a Lázaro, Jesús le pide una profesión de fe (cf. Jn 11,
26), la mujer cristiana se sentirá llamada de modo singular a profesar y a
testimoniar su fe. La Iglesia necesita testigos decididos, coherentes y fieles
que, ante las dudas y la incredulidad tan frecuentes en muchos sectores de la
sociedad actual, muestren su adhesión a Cristo, siempre vivo, con sus
palabras y sus obras.
No podemos olvidar que, según el relato evangélico, el día de la
resurrección de Jesús las mujeres fueron las primeras en testimoniar esta
verdad, afrontando las dudas y, quizá, cierto escepticismo de los
discípulos, que no querían creer pero que, al final, compartieron su fe.
También en aquel momento se manifestaba la naturaleza más intuitiva de la
diligencia de la mujer, que la hace más abierta a la verdad revelada y más
capaz de captar el significado de los hechos y aceptar el mensaje evangélico.
A lo largo de los siglos han sido innumerables las pruebas de esta capacidad y
de esta prontitud.
4. La mujer tiene una aptitud particular para transmitir la fe y por eso,
Jesús recurrió a ella para la evangelización. Así sucedió con la
samaritana, a la que Jesús encuentra en el pozo de Jacob y elige para la
primera difusión de la nueva fe en territorio no judío. El evangelista anota
que, después de haber aceptado personalmente la fe en Cristo, la samaritana
se apresura a comunicarla a los demás, con entusiasmo pero también con la
sencillez que favorece el consenso de fe: «Venid a ver a un hombre que me ha
dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?» (Jn 4, 29). La samaritana,
pues, se limita a formular una pregunta y atrae a sus paisanos hacia Jesús,
con la humildad sincera que acompaña la comunicación del maravilloso
descubrimiento que ha hecho.
En su actitud pueden vislumbrarse las cualidades típicas del apostolado
femenino también en nuestro tiempo: la iniciativa humilde, el respeto a las
personas, sin la pretensión de imponer un modo de ver, y la invitación a
repetir su experiencia como camino para llegar a la convicción personal de la
fe.
5. Es preciso observar que, en la familia, la mujer tiene la posibilidad y la
responsabilidad de la transmisión de la fe en la primera educación de los
hijos. De modo peculiar, le corresponde la tarea gozosa de llevarlos a
descubrir el mundo sobrenatural. La comunión profunda que la une a ellos le
permite orientarlos eficazmente hacia Cristo.
Sin embargo, esta tarea de transmisión de la fe por parte de la mujer no
está destinada a realizarse sólo en el ámbito de la familia sino como se
lee en la Christifideles laici, «también en los más diversos lugares
educativos y, en términos más amplios, en todo aquello que se refiere a la
recepción de la palabra de Dios, su comprensión y su comunicación, también
mediante el estudio, la investigación y la docencia teológica» (n. 51). Se
trata de alusiones al papel que la mujer desempeña en el campo de la
catequesis, que ha ganado hoy espacios amplios y diversos, algunos de los
cuales eran impensables en tiempos pasados.
6. Además, la mujer tiene un corazón comprensivo, sensible y compasivo, que
le permite conferir un estilo delicado y concreto a la caridad. Sabemos que ha
habido siempre en la Iglesia numerosas mujeres -religiosas y laicas, madres de
familia y solteras- que se han dedicado a aliviar los sufrimientos humanos.
Han escrito páginas maravillosas de entrega a las necesidades de los pobres,
de los que sufren, de los enfermos, de los minusválidos y de todos los que
ayer eran -y a menudo aún lo son hoy- abandonados o rechazados por la
sociedad. ¡Cuántos nombres suben del corazón a los labios incluso cuando se
quiere hacer sólo una simple alusión a esas figuras heroicas de la caridad
ejercida con tacto y habilidad completamente femenina, en las familias, en los
institutos, en los casos de males fisicos, y con personas que eran víctimas
de la angustia moral, la opresión y la explotación! Nada de esto escapa a la
mirada divina, y también la Iglesia lleva en su corazón los nombres y las
experiencias ejemplares de tantas nobles representantes de la caridad, que a
veces inscribe en el catálogo de sus santos.
7. Por último, un campo significativo del apostolado femenino en la Iglesia
es el de la animación de la liturgia. La participación femenina en las
celebraciones, generalmente más numerosa que la masculina, muestra el
compromiso en la fe, la sensibilidad espiritual, la inclinación a la piedad y
la adhesión de la mujer a la oración litúrgica y a la Eucaristía.
En esta cooperación de la mujer con el sacerdote y con los otros fieles en la
celebración eucarística, podemos ver proyectada la luz de la cooperación de
la Virgen María con Cristo, en la Encarnación y en la Redención. Ecce
ancilla Domini: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu
palabra» (Lc 1, 38).
María es el modelo de la mujer cristiana en el espíritu y en la actividad,
que dilata en el mundo el misterio del Verbo encarnado y redentor.
Jesús confió la continuación de su obra redentora en la Iglesia al
ministerio de los Doce y de sus colaboradores y sucesores. No obstante, junto
a ellos quiso la cooperación de las mujeres como lo demuestra el hecho de
haber asociado a María a su obra. Más específicamente, manifestó esa
intención con la elección de María Magdalena como pregonera del primer
mensaje del Resucitado a los Apóstoles. Es una colaboración que aparece ya
al comienzo de la evangelización, y se ha repetido luego muchísimas veces,
desde los primeros siglos cristianos, ya sea como actividad educativa o
escolar, ya como compromiso de apostolado cultural, o de acción social, o de
colaboración con las parroquias, las diócesis y las diferentes instituciones
católicas. En todo caso, la luz de la Ancilla Domini y de las otras mujeres
ejemplares, que el Evangelio ha inmortalizado, resplandece en el ministerio de
la mujer. Aunque a muchas no las conocemos, de ninguna de ellas se olvida
Cristo, quien, al referirse a María de Betania, que había derramado sobre su
cabeza aceite perfumado, afirmó: «Dondequiera que se proclame esta buena
nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho» (Mt
26, 18).
Agradezco al Señor que me haya permitido celebrar hoy un nuevo encuentro en
esta sala. (Trad. L"O.R.)
Gentileza
de http://www.arvo.net/
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