10-DOMUND

1. 2003

 LECTURAS: ZAC 8, 20-23; SAL 66; ROM 10, 9-18; MC 16, 15-20

VAYAN POR TODO EL MUNDO Y PREDIQUEN EL EVANGELIO A TODA CRIATURA.

Comentando la Palabra de Dios

Zac. 8, 20-23. Vivir nuestro compromiso de Fe en el Señor; vivirlo sin cobardías; dar testimonio del amor, de la verdad, de la justicia, de la santidad, de la misericordia del Señor en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra existencia, es la mejor forma de anunciar a los demás la Buena Nueva de la salvación que Dios ofrece a todos. No denigremos nuestra fe, ni el Nombre del Señor con actitudes contrarias a la Vida Divina de la que hemos sido hechos partícipes. Si nos amamos, si somos misericordiosos con los demás, si trabajamos por la paz, si sabemos perdonar de corazón a quienes nos ofendan, si vivimos la alegría y la unidad que brota del amor fraterno, entonces aquellos que no creen en Cristo podrán tener razones para decirnos: queremos ir con ustedes, pues en verdad sabemos que Dios está con ustedes.

Sal. 66. Dios ha realizado su obra salvadora por medio de Jesús, su Hijo, hecho uno de nosotros. Por Él y en Él todos tenemos abierto el camino que nos conduce hacia Dios y nos une a Él. Quienes hemos aceptado a Jesús como Señor en nuestra vida debemos ser un signo creíble de su amor salvador para toda la humanidad, de tal forma que toda la tierra conozca la bondad del Señor y su amor misericordioso, pues nosotros proclamaremos ante todos las bondades del Señor desde una vida que se ha renovado en Cristo. Así podremos decir que la Iglesia, fruto del amor de Dios, podrá alimentar, como una bendición, a quienes tienen hambre de justicia, de amor, de verdad, de paz. Tratemos de vivir plenamente nuestra unión con el Señor y, participando de su Vida y de su Espíritu, esforcémonos por dar a conocer en toda la tierra su bondad y a todos los pueblos su obra salvadora.

Rom. 10, 9-18. Nadie puede salvarse sino únicamente en el Nombre de Cristo. No basta conocer al Señor para ser eficaz en la transmisión de su Evangelio. Mientras no se haya recibido de Él la Misión de anunciar su Nombre, podrá uno hablar de Él tal vez de un modo magistral, pero puesto que nadie puede arrogarse a sí mismo el oficio de evangelizador, necesitará por fuerza ser enviado para que vaya, no a nombre propio, sino a Nombre de Quien lo envió: Cristo Jesús, con su poder y con la eficacia salvadora que procede de Él. Esto nos ha de llevar a dejarnos instruir por Él bajo la luz de su Espíritu Santo y del Magisterio de su Iglesia. Que al anuncio del Evangelio siempre preceda la oración íntima con el Señor y la meditación fiel de su Palabra, así como el ser los primeros en vivir aquello que proclamaremos, no sea que salvando a otros, nos condenemos nosotros. Por eso, lo que profesamos con los labios debemos creerlo en nuestro corazón y hacerlo parte de nuestra vida, con la plena confianza de que ninguno que crea que Cristo Jesús es el Señor y que crea en su corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos quedará defraudado, sino que alcanzará la salvación que el Señor ofrece a quienes creen en Él.

Mc. 16, 15-20. Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura. El mandato misionero de Cristo a su Iglesia nos recuerda algo demasiado importante: a Aquel que fue rechazado por los hombres, Dios lo constituyó Salvador y Mesías resucitándolo de entre los muertos. También vemos a uno de nuestra propia raza humana, que vivió humilde y despreciado, pero haciendo el bien a todos y amando hasta el extremo de dar su vida con tal de salvar a los pecadores, ahora glorificado y sentado a la diestra del Padre Dios. Y Él nos ha dicho que ha venido a buscar a la oveja que se había descarriado, para cargarla amorosamente sobre sus hombros y llevarla de vuelta hacia el Redil, la Casa del Padre. Hacia allá, donde Él nos atrae, caminamos quienes creemos en Cristo; esa es la vocación por la que hemos sido convocados. ¿Podremos darnos descanso en la Misión que se nos ha confiado, de trabajar para que todos los hombres conozcan el destino al que hemos sido llamados, si depositamos nuestra fe en Cristo, y nos dejamos conducir por Él?

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

La razón por la que los Apóstoles y la Iglesia, en plena unión a ellos y a sus sucesores, con Pedro a la cabeza, cumple con el Mandato Misionero de proclamar el Evangelio a todas las naciones, no es sólo para que el Señor sea conocido y amado, sino para que todos los hombres se salven; y esto significa entrar en plena comunión de pensamiento, de acción y de vida con Dios. Mientras dure nuestra peregrinación por este mundo, sólo mediante la Eucaristía podemos realizar dicha Comunión de Vida con el Señor. Por eso, mientras la acción pastoral de la Iglesia no lleve a los fieles en Cristo a vivir en torno a la Eucaristía, no tiene ningún sentido evangelizar; pues evangelizar no es ilustrar las mentes con infinidad de verdades emanadas de las Escrituras, es encaminar al hombre a su unión de fe con el Señor para participar de su Vida, de su Espíritu, de su Entrega, de su Misericordia para hacerlas patentes en la existencia diaria. Quienes venimos a esta Eucaristía, hemos venido con la intención de vivir más intensamente unidos a Cristo para convertirnos en un signo suyo en medio del mundo, en sus diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Todos los Bautizados hemos aceptado vivir en una verdadera Alianza, nueva y eterna, con Cristo. Vivimos unidos a Él como el Cuerpo a la Cabeza. La Iglesia, así unida a Él, se convierte en un signo salvador del Señor en el mundo en cada época y lugar donde ha sido implantada, llegando a todos los hombres, conforme a su cultura, para conducirlos a la plenitud en Cristo. Nosotros tenemos la responsabilidad de que la Salvación que Dios nos ofrece en Jesús, su Hijo, no sea algo del pasado, sino que llegue al corazón de todos los hombres de tal forma que se inicie un nuevo rumbo en la historia, donde, amándonos como hermanos, nos esforcemos por no deteriorar más nuestro mundo, sino que lo hagamos una digna morada para todos, reflejo del Reino Eterno de Dios, hacia el que encaminamos nuestros pasos. Cristo nos quiere como hermanos, hijos de un mismo Dios y Padre. Unamos nuestra vida a Él de tal forma que podamos, con la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, ser un Evangelio del amor de Dios para los demás.

Que Dios nos conceda, por intercesión de María, la presencia de su Espíritu en nosotros, de tal forma que, sin cobardías, proclamemos el Nombre de Dios tanto con las Palabras como con el testimonio de nuestra propia vida, hasta lograr la unidad de todos los hombres en Cristo. Amén.

www.homiliacatolica.com