1. CLARETIANOS 2002
Me vais a permitir que hoy hable de la Palabra desde la vida de un enamorado de la Palabra, de un heraldo a tiempo pleno: San Antonio María Claret. Se cumplen hoy 132 años de su muerte en Fontfroide, un monasterio cisterciense en el sureste francés. Murió como un exiliado, enfermo y lejos de los suyos. En el fondo, Dios le concedió uno de sus deseos más hondos: morir como Jesús.
Todavía hoy impresiona visitar su primera tumba en el pequeño cementerio de los monjes. Sobre ella se lee esta inscripción en latín: "Amé la justicia y odié la impiedad; por eso muero en el destierro".
San Antonio María Claret no es un santo tan conocido como San Francisco de Asís o Santa Teresa de Jesús. Muchos de mis amigos sólo lo conocen porque yo lo cito alguna vez. Tampoco es un santo "perfecto". Su proximidad histórica nos permite conocer mejor sus puntos débiles. Ha sido idealizado (como todos los santos), pero ha sido también muy calumniado o simplemente criticado. Lo que admiro en él no es una figura "redonda" (aunque físicamente lo fuera) sino su fidelidad apasionada a la gracia de Dios. En estos santos de carne y hueso se percibe con más realismo -y también con más estremecimiento- lo que puede hacer la gracia de Dios cuando un ser humano se abre a ella.
¿Dónde notamos los
efectos de la gracia? No tanto en los cambios que produjo en él cuanto en los
cambios que, a través de su mediación histórica, se han producido en miles de
personas en todo el mundo. Se podría decir que, siguiendo la lógica del
evangelio, un santo, cuanto más muere a sí mismo, más fruto produce en los
demás.
De la fecundidad espiritual de Antonio María Claret han surgido varias familias
religiosas en la iglesia: los Misioneros Claretianos (a cuya congregación
pertenezco con mucho gozo), las Misioneras Claretianas, el instituto secular
Filiación Cordimariana y el movimiento laical Seglares Claretianos. No es una
fuerza humanamente imponente. Es un grupo discreto de hombres y mujeres que
estamos aprendiendo cada día el evangelio de la mano de un ser humano como
nosotros. Él no vivió en la tranquilidad de un monasterio sino en el campo de
batalla de una vida social bastante compleja. Lo cual nos estimula a no
considerar imposible el camino de la santidad en una sociedad también compleja
como la que nos está tocando vivir.
Os propongo, para terminar, las palabras con las que él dibujó su autorretrato espiritual y el retrato de los que sienten haber recibido su mismo carisma:
Un
hijo del Inmaculado Corazón de María
es un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa,
que desea eficazmente y procura por todos los medios posibles
encender a todo el mundo en el fuego del divino amor.
Nada le arredra;, se goza en las privaciones, aborda los trabajos,
abraza los sacrificios, se complace en las calumnias,
se alegra en los tormentos y dolores que sufre
y se gloría en la cruz de Jesucristo.
No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo
en orar, trabajar y sufrir,
en procurar siempre y únicamente
la mayor gloria de Dios y la salvación de los hombres.
Gonzalo (gonzalo@claret.org
2. Viernes 24 de
octubre de 2003
Is 61, 1-6: El Espíritu del Señor está sobre mí…
Salmo responsorial: 22, 1-6
2 Cor 5, 14-20: El amor a Cristo nos urge
Mc 16, 15-20: Vayan por el mundo anunciando la Buena Noticia
Si el Primer
Testamento es Palabra de Dios, no todo en él está vigente para los cristianos
(sí lo está para los judíos). Muchos antiguos preceptos han sido derogados por
Jesús, que nos presenta en el evangelio una imagen más depurada y nítida de
Dios. Así de las palabras de Isaías, que leemos en la primera lectura, una frase
ha sido cancelada por Jesús, en quien se cumplió la profecía de Isaías. Jesús
vino, en efecto, “para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los
corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los
prisioneros la libertad y para proclamar el año de gracia del Señor”, pero no
para anunciar el día del desquite o venganza de nuestro Dios, como continúa el
texto del profeta. El Dios de Jesús, el que tenemos que anunciar a los cuatro
vientos, no es un dios de venganza ni de desquite, no es un dios de odio ni de
destrucción, sino de amor y de liberación.
Y para anunciar esta buena noticia de un Dios amor y liberador envió Jesús a sus
discípulos por todo el mundo, no sólo a los judíos como esperaban los
discípulos, sino también a los paganos. Nadie está excluido de antemano de los
efectos liberadores del mensaje de Jesús. El que se adhiera a su programa, o lo
que es igual, el que crea, -pues la fe no es creer una serie de dogmas, sino
practicar un estilo de vida como el de Jesús-, se salvará, esto es, encontrará
la verdadera vida sin semilla de muerte, no sólo para él sino para cuantos
encuentre malheridos por el camino; la adhesión al estilo de vida de Jesús será
como un seguro que garantiza la vida en plenitud. Una vida que liberación de
todo tipo de dominación ideológica (“echarán demonios en mi nombre”), plena
comunicación entre los seres humanos (“hablarán lenguas nuevas”), antídoto
contra todo mal (“cogerán serpientes en la mano y, si beben algún veneno, no les
hará daño”); pero, sobre todo, comunicación de vida a cuantos han perdido la
salud (“aplicarán las manos a los enfermos y quedarán sanos”). Palabras poéticas
que nos trasladan a un mundo donde el hombre no será un lobo para el hombre,
volviendo al estado original del paraíso en el que el hombre y la naturaleza
estaban en paz entre sí y con Dios. Este es el reto y la tarea de los cristianos
enviado a evangelizar un mundo con frecuencia hostil.
En esta fiesta de san Antonio María Claret, la liturgia propone este texto del
envío final de los apóstoles por parte de Jesús, porque Claret fue antetodo y
siempre un apóstol, más concretamente aún, un «misionero». No de los que se van
a «tierras de infieles», a las fronteras geográficas de la Iglesia (cuando las
había), sino misionero de los que se desplazan a cualquier tipo de frontera
(ideológica, económica, cultural...), dentro o fuera de la Iglesia misma, en
función de «lo más oportuno, urgente y eficaz» de cara al anuncio y la
construcción del Reino de Dios...
Se puede servir al Reino de mil maneras. Pero cada uno debe hacerlo según su
carisma, según aquello para lo que ha sido llamado. Los apóstolos fueron
llamados a servirlo mediante la predicación, por el «servicio de la palabra».
Con esa simple «arma», la palabra humana -hecha urgencia, entusiasmo, noticia,
consuelo, profecía, estímulo, don de Dios- el Señor les envió y envió a Claret y
nos envía a nosotros, confiados en que Él acompañará nuestra humilde palabra con
la fuerza que transforma los corazones de los seres humanos.
Claret, tanto en España como en América, en Cuba concretamente, se distinguió
también por ser extremadamente creativo, anticipado a su tiempo y promotor del
compromiso de los laicos (¡y de las laicas!) fundando decenas de asociaciones en
unos tiempos sumamente clericales; apóstol de la prensa y de los medios de
comunicación. Misionero del Reino «por todos los medios posibles»...
SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO
3. DOMINICOS 2003
Antonio María Claret (1807-1670) era catalán, hijo de familia humilde, numerosa y trabajadora.
Como buen catalán, estaba bien dotado humanamente, entre otras cosas, para los negocios, y a sus 20 años ya poseía importante telar y empresa. Pero, como otro Francisco, se dijo un día: y todo esto, ¿para qué me sirve a la larga?
Ese interrogante señala el principio de su cambio desde la empresa-telar-negocios hacia otro proyecto más espiritual: el seguimiento de Cristo pobre y sacerdote. Con prudente cautela, visitó varios monasterios, y, al final, optó por la vida de párroco-misionero.
Predicaba tan bien que ganaba los corazones; y esto despertó en él la idea de fundar un movimiento de apóstoles, misioneros. Así fue como surgieron los Claretianos, que hoy se extienden por todo el mundo.
Después le hicieron arzobispo de Cuba, donde trabajó intensamente; y, tras siete años de servicio, regresó a España para ejercer de confesor de la Reina Isabel II que andaba un tanto necesitada de consejeros. Y con la reina fue al destierro en 1860. Y en el destierro murió, en Francia, en una abadía cisterciense.
ORACIÓN:
Tú, Señor, nos abres a cada uno caminos a elegir para gozar de la vida que nos regalaste y para ser colaboradores tuyos a favor de la vida noble de los demás. Haznos dóciles, como a san Antonio María Claret, para que en todo momento oigamos tu voz, si nos llamas, y optemos por lo que sea más de tu agrado. Amén.