SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS 10-01

1. CLARETIANOS 2002

¿Habéis caído en la cuenta de que el evangelio que la liturgia nos propone para la memoria de hoy es el mismo que leímos ayer en la lectura continuada? Feliz coincidencia. De ese modo podemos meditarlo más a fondo. La exegeta que nos acompaña hoy no se doctoró en el Instituto Bíblico de Roma sino en la escuela de la santidad. Pocos santos han tenido una comprensión más honda de este evangelio que Santa Teresa del Niño Jesús. Ella, siguiendo las palabras de Jesús, quiso "hacerse como un niño". Parece que al principio este deseo tenía que ver con sus sentimientos de desvalimiento y de impotencia. Aquí encontramos un primer punto de conexión con el sentido del dicho evangélico. En la sociedad judía, los niños ocupaban el último puesto de la escala social: "sin contar mujeres y niños". La palabra de un niño no tenía ningún valor. Sin embargo, hay un sentido más profundo. El niño sólo puede vivir bajo la protección de su padre y de su madre. La experiencia de infancia espiritual de la que habla Santa Teresa se refiere, en segundo lugar, a la profunda vinculación a Dios, vivido como amor absoluto. No se trata de una regresión a la dependencia infantil sino del máximo grado de la madurez: la vinculación libre y confiada a Quien nos quiere sin condiciones.

Pidamos al Señor que nos permita gustar esta experiencia para no tener que recurrir a los muchos sucedáneos que la vida nos ofrece.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


2. DOMINICOS 2003

Ángel de Dios

Teresa del Niño Jesús vivió sólo 23 años (1873-1897) y 8 de ellos  los pasó de monja carmelita. ¡Cuán pronto llegó a la cumbre de la santidad!

Alguien dirá: ¿cómo es posible que a tan corta edad se erigiera en maestra de vida espiritual, y que se le haya podido conceder el título de Doctora de la Iglesia?

Pregunta correcta, pues en el mundo de las ciencias y las artes no podría haber recibido ese título sino “honoríficamente”, por algún destello genial en su lírica.

En cambio, en el ámbito eclesial se le ha querido reconocer una vida heroica:

Ella fue fecunda siembra de amor, ternura sin límites,  infancia de hija que halló en Dios (siendo monja del Carmelo de Lisieux) cuanto le faltó en la tierra desde los cinco años cuando perdió a su padre.

El librito en que nos cuenta su vida de infancia espiritual, Historia de un alma, ha sido tan fecundo como la Vida de Teresa de Jesús. 

En realidad, en Teresa del Niño Jesús se ha concedido orla de doctora a la caridad. ¡Cuánto amó santa Teresita!

Veámoslo leyendo en su Autobiografía: 

En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor

 “Teniendo un deseo inmenso del martirio, acudí a las cartas de san Pablo, para tratar de hallar una respuesta. Mis ojos dieron casualmente con los capítulos doce y trece de la primera carta a los Corintios, y en el primero de ellos leí que no todos pueden ser al mismo tiempo apóstoles, profetas ­y doctores, que la Iglesia consta de diver­sos miembros y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano. Una respuesta bien clara, ciertamente, pero no suficiente para satisfacer mis deseos y darme la paz.

Continué leyendo sin desanimarme, y encontré esta consoladora exhortación: Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional. El Apóstol, en efecto, hace notar cómo los mayores dones sin la caridad no son nada y cómo esta misma caridad es el mejor camino para llegar a Dios de un modo seguro. Por fin había hallado la tranquilidad.

Al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma en ninguno de los miembros que san Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más bien verme en todos ellos. En la caridad descubrí el quicio de mi vocación. Entendí que la Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de varios miembros, pero que en este cuerpo nunca falta el más necesario y noble de ellos: entendí que la Iglesia tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor. Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros y que, si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en si todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno.

Entonces, llena de una alegría desbordante exclamé: «Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación; mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío. En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado.»

 

La palabra en la lección continua

Profeta Zacarías 8, 1-8:

“En aquellos días vino la palabra del Señor de los ejércitos...: Volveré a Sión y habitaré en medio de Jerusalén... De nuevo se sentarán en las calles de Jerusalén los ancianos y ancianas, hombres que de viejos se apoyan en los bastones. Las calles de Jerusalén se llenarán de muchachos y muchachas que jugarán en las calles... Yo libertaré a mi pueblo, dice el Señor, del país de Oriente y del país de Occidente, y los traeré para que habiten en medio de Jerusalén. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios con verdad y con justicia”

Esto es un canto al júbilo espiritual, social, convivencial, de un pueblo llamado a ser ejemplo para todos los pueblos. ¡Deseo e imágenes con añoranzas!

Evangelio según san Lucas 9, 46-50:

“En aquel tiempo, los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante. Jesús, adivinando lo que pensaban, cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado, y les dijo: El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño entre vosotros es el más importante...”

Por contraste con el texto anterior, aquí la gloria se hace sencillez; la madurez se hace infancia; la relación Dios-hombre se hace amistad. ¡Qué belleza!

 

Momento de reflexión

Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.

Además de la reflexión de santa Teresa del Niño Jesús sobre ‘el amor’, este pensamiento del profeta Zacarías puede ser tema de meditación en este día. Cada uno de los creyentes (y, a su modo, todos los hombres) hemos de aspirar a vivir la intimidad espiritual que supone sentirnos de verdad obra de Dios, filiación de Dios, ternura de Dios, gozo y sufrimiento de Dios.

¿Cómo será posible esto?  Pidiendo a la “razón” que nos diga: sois obra del Creador y debéis amarle. Y dejando al “corazón” que se explaye: nada vale tanto como vivir en el amor de hijos que encuentran en Dios, su Padre, el sentido pleno de su existencia.

Este bello pensamiento, cargado de afecto, es el que nos tiene que llevar a aprender la lección que nos da santa Teresa del Niño Jesús: nacida en el amor, derramada en amor, coronada de amor.

El más pequeño entre vosotros, ése  es el más importante.

¡Paradojas de la vida en el Espíritu de Cristo!

¿Cómo entender que el silencio es voz, que la infancia es madurez, que el más pequeño es el más importante...? En vez de “razonarlo” para destruir esa paradoja, acerquémonos a la familia, al hogar enriquecido con un niño. ¿No es él el rey de la casa, el más importante, el que nos da gozo y sufrimiento, alegría y lágrimas, fiesta y preocupaciones? Pues algo así acontece en el reino del Espíritu donde cada uno de los mortales somo una sonrisa de Dios, aunque lloremos, suframos, trabajemos; aunque sintamos hambre o seamos perseguidos e injustamente castigados.

Cada corazón puede sentirse grande ante Dios, si se hace niño en sus brazos. 


3.UNA GOTITA DE ROCIO EN EL CÁLIZ DE UNA FLOR.

1. “El Señor la rodeó cuidando de ella, la guardó como a las niñas de sus ojos, extendió sus alas como el águila, la tomó y la llevó sobre sus plumas; el Señor sólo la condujo” Deuteronomio 32,10.

En Teresa del Niño Jesús, la llamada popularmente Teresita, se cumplen fielmente las palabras del Deuteronomio con que comienza la liturgia de su fiesta, y que literalmente describen el cuidado del Señor con el pueblo de Israel, liberado de Egipto y conducido al desierto para su purificación. La misma Teresa confiesa que el Señor ha ido apartando las piedras de su camino para que no diera ni un solo tropiezo. Protegida con la oración de tres generaciones, cuidada con delicadeza suma por sus padres, cuyo proceso canónico está en curso, (ambos, Celia Guerin y Luís Estanislao Martín, descansan en sendos sepulcros junta a la Basílica al Amor de Lissieux); huérfana de madre a las cuatro años; toda la familia volcada sobre la pequeña querida, sobre todo, por las cuatro hermanas todas religiosas, han formado a una Santa.

2. Sus hermanas, de una manera singular Paulina, la primera que le precede en el Carmelo, a quien Teresita llama su “madrecita”, y sobre todo su padre, que la llamaba mi Reinecita, han cumplido el ministerio que Isaías describe en la primera lectura, que nos presenta a Jerusalén como una madre solícita rebosante de felicidad y brindándola a todos los hijos que la aman. Sobre ella han derivado la paz, como un río, y la han llevado en sus brazos y la han acariciado sobre sus rodillas, signos evidentes del Padre consolador, que ha hecho florecer sus huesos como un prado. Sus huesos, su carne enferma, sus pruebas y sufrimientos, “los que por ella llevasteis luto”, se han llenado de alegría y reverdecen como la hierba, después de haber llorado y haber soportado toda clase de humillaciones.

3. “Sólo el Señor la condujo”. Cada santo ha dejado en la tierra una estela de luz, la proyectada por su camino que le ha llevado a la unión con Dios. No hay dos santos clonados, como no hay dos ca-minos iguales. Cada santo ha vivido la Vida divina de una manera, porque cada persona tie-ne su carácter particular, pues la gracia no destruye ninguna de las propiedades naturales. Por eso, cuando el santo proyecta su itinerario, cada uno describe el camino que él ha seguido, integrando la variedad que enriquece el jardín de la Iglesia y de la humanidad. Santa Teresita sufrió una verdadera crisis cuando trató de elegir su vocación específica, porque su ambición era inmensa: quería ser sacerdote, misionero, doctor, mártir... Todos los directores que intentó tener, o no la entendieron, o si uno, como el Padre Pichón la comprendió, pronto desapareció de su horizonte. Sólo el Espíritu Santo quería guiar y conducir aquella alma privilegiada, preparada por tres generaciones de santos familiares.

4. El ardor la consumía. Todas la vocaciones la tentaban. ¿Qué camino tomar? Tomó las cartas de San Pablo y leyó el capítulo 12. Yo os enseñaré un camino mejor: “el amor”. Había encontrado su vocación: En el cuerpo de su Madre la Iglesia, será el corazón. Sin el corazón no funciona ningún miembro. Siendo el corazón, la que quiere reunir todas las vocaciones, lo va a conseguir porque infundirá amor en todos. Yo ayudaré, a los sacerdotes, a los misioneros, a los doctores, a los mártires, a todos. Y eso desde un camino irrepetible, como su propio carácter; un camino reflejo de su espíritu, y orientación para otras almas semejantes.

5. “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto el que se haga pequeño como ese niño, ese es el más grande en el reino de los Cielos” Mateo 18,1. Su camino será el caminito de infancia espiritual, que es tan específico como su alma. El pensamiento de teresa se inspiró en el convencimiento de que no todos los caminos son buenos para todas las almas. Ella nos dice que, al comenzar su vida espiri-tual, se encontró con una multitud de sendas para alcanzar la santidad. Pero advirtió que ninguna encajaba con su espíritu, porque: “Eran, decía, caminos demasiado perfectos para mi alma”.

6. Y volviéndose a Jesús, le dijo que su de-seo era llegar a la cumbre de la montaña del amor. Que la condujese por donde fuera su gusto, pues a ella no le importaba la aspereza del camino con tal de llegar al término. Esta actitud entraña el secre-to de su caminito de infancia espiritual. No escoge ningún camino concreto, y, se abandona en los brazos de Dios. Como el salmista “Acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre”. Se entrega con humildad profunda y sin pretensiones, en los brazos de la Providencia. El salmo 130, es una pieza exquisita y breve, que expresa en pocas palabras, la paz del alma en Dios. El abandono en sus brazos. Resume, todo él, el camino de Santa Teresa en el que predomina el abandono y la confianza, que tiene una ventaja sobre todos los demás, pues lo reduce al elemento esencial de toda santidad. Cuando Teresa se puso a disposición de Jesús para que la lleve por donde Él quiera, no le importó que el camino fuera lleno de claridades o de túneles tenebrosos. Por eso, cuando anduvo por medio de oscuridades espirituales, que no la permitían saber donde se encontraba, ni si adelantaba o retrocedía, caminaba con la misma seguridad que si se viese conducida entre claridades manifiestas. En este estado de confianza plena en Dios el alma no necesita ver ni sentir nada para tener la más abso-luta certeza de que va bien, sabiendo que va en los brazos de Dios.

7. Santa Te-resa del Niño Jesús, naturaleza tímida, va a encontrarse en circunstancias propicias para vivir la sencillez y el abandono en Dios. Es muy joven, vive en un claustro, bajo una Regla, limitada para realizar acciones grandes. A ella no pare-ce que le convenía un camino de penitencias corporales extraordinarias, ni siquiera de grandes obras externas. Cada persona ha de florecer en el lugar y clima en que está plantada. Hoy vemos a un Juan Pablo II, ya anciano, desbordado de actos multitudinarios. Y lo hemos visto durante casi 24 años derrochando todavía mayor dinamismo. El sintió vocación de carmelita descalzo y lleva el escapulario desde sus años de juventud. Antes de entrar al seminario, siendo estudiante universitario en Cracovia, pensó seriamente en entrar en el Carmelo, tras leer las obras de San Juan de la Cruz. Sus escritos místicos le apasionaron hasta el punto de que en ellos basó su tesis doctoral de teología, defendida ante la Universidad Pontificia de Santo Tomás, «Angelicum», en Roma. El Cardenal Sapieha, su Arzobispo de Cracovia, desvió su vocación. Si hubiera seguido aquel camino, su vida y su trayectoria habría sido muy diferente. Teresa de Jesús, la Madre Fundadora del Carmelo de Teresita, siguió una senda muy distinta de la de su hija. Cada uno en su lugar ha de echar las flores de acuerdo con sus circunstancias, cualidades y talentos. Teresita sólo pedía unos brazos divinos que la llevaran a las cumbres de la montaña del amor. Se acaba de descubrir el ascensor, y ella quiere utilizarlo. Intuye que Jesús, con cualidades infinitas, tiene dos grandes lunares: no sabe cálculo y está ciego. Una señora que decía que tenía revelaciones, cuando las confiaba a su confesor, que no las creía, éste le pidió una prueba: Si dices que hablas con Jesús, pídele que te revele algún pecado mío, y te creeré. Acudió a Jesús con el encargo, quien contestó: ¿Un pecado del padre? No recuerdo ninguno. Teresita procede según el carácter infantil de que hablaba Jesús en su Evangelio, el caminito de infancia es-piritual.

8. ¿Su vida va a gozar de menor eficacia? “Ese es el más grande en el reino de los cielos”.

Nosotros medimos las cosas por su realidad física o por su trascendencia moral o social. Creemos que el esfuerzo realizado debe ser el principio que dé efi-cacia a la obra. Esto es lo que ocurre en el orden puramente natural. Porque en este orden, la causa total de la obra es nues-tro esfuerzo, y como el efecto no puede tener mas virtualidad que la que recibe de su causa, la. obra realizada no puede tener más virtualidad ni mayor eficacia que el esfuerzo con que la hemos realizado. En el orden sobrenatural cambia el aspecto de la cuestión. Y no es que en este orden deje de ser verdadero aquel principio filosófico de que el efecto no puede exceder la virtualidad de su causa sino porque interviene aquí un agente nuevo, que suma su acción a la nuestra: Dios. Y entonces el mérito y la importancia de la obra ya no hay que medirla por nuestro esfuerzo, ni mucho menos por su realidad física, sino por la virtualidad que Dios quiera comunicarla. Los cincuenta céntimos de la viuda pobre del evangelio fueron considerados como más meritorios que las enormes cantidades de los que tenía mayor poder adquisitivo que el de la pobrecita viuda, llena de amor generoso.

9. ¿Obras grandes u obras pequeñas? ¿Qué más le da a Dios?. Dios no necesita de nuestras obras, sino nuestro amor. El no necesita nada. El no necesita carne de toros ni sangre de cabritos. Las fieras y las aves son suyas. Cada obra producirá el efecto que él quiera. sin que lo estorbe ni la insignificancia del instrumento, ni la adversidad de las circunstancias, ni la mala voluntad de los hombres. El euro del pobre depositado en el tesoro público queda potenciado por esa riqueza. Sumado el amor de la persona humana que levanta un sobre del suelo por amor; mejor dicho, absorbido este pequeño esfuerzo del niño, o del adulto, hecho niño evangélico, en el océano siempre activo de la omnipotencia divina, adquiere valor infinito. Hemos de aprender con divina intuición, que el valor de nuestras obras se cifra en el amor con que las produzcamos, en el cariño al Señor que les infundamos. Por lo demás, ¡cómo sabe agradecer el Señor el trabajo, aunque sólo sea hecho a la sombra y en tiempos más fáciles, aunque sean breves, como la rapidez de una mirada, como nos describe la parábola de los trabajadores de la viña!

10. “Somos una gotita de rocío”. Así se lo enseñaba Santa Teresita a su her-mana Celina: “Somos como una gotita de rocio que se oculta en el cáliz de la flor de los campos. Desconocidas de todos. no debemos envidiar ni siquiera al claro arroyuelo que serpentea por la pradera. Es verdad que su murmullo es muy dulce; pero, además de que por eso mismo no pue-de permanecer oculto, el arroyuelo no cabe en el cáliz de la Flor de los campos... ¿Es necesario ser tan pequeño para poder acercarse a Jesús...? Es más útil el arroyuelo que la gota de rocío, la cual no sirve más que para refrescar un instante la frá-gil corola de una flor silvestre. Esto es ignorar la causa del mérito de las obras. Jesús no tiene necesidad de nuestras obras brillantes ni de nuestros pensamien-tos sublimes; si él quisiera concepciones elevadas, ¿no tiene sus ángeles, cuya ciencia sobrepasa infi-nitamente la de los más grandes genios de este mundo? No es, pues, ni la grandiosidad de las obras ni los talentos lo que Jesús quiere y aprecia. No pide más que una gotita de rocío que durante la noche de esta vida permanezca oculta en Él, en el cáliz de la Flor de los campos”.

11. Sublime concepción del valor real de las obras de los hombres. Sublime y consoladora.

Por-que, ¿qué seria de tantas pobres criaturas imposibilitadas para realizar obras brillantes, que tienen que pasarse la vida tendidas en su cama, o envueltas en la oscuridad de un oficio ingrato y repugnante? Si el mérito de las obras se basara en las apariencias brillantes, Dios habría sido in-justo. Infinidad de criaturas estarían condenadas a la desesperación. Pero Santa Teresita pone una con-dición para que las obras más insignificantes ten-gan ese mérito: el que estén hechas en Cristo, con Cristo y por Cristo. “Sin Mí no podéis hacer nada”. Sin Dios las acciones humanas valdrán sólo lo que tengan de apariencia; porque como la razón de ese otro mérito es Dios, si se prescinde de Él, la obra se quedará en su raquítico valor natural. Y eso ¿para qué lo quiere Dios? En cambio, la obra realizada por Dios y para Dios, por muy insignificante que sea en el orden na-tural, unida a la virtualidad de Dios, tiene toda la dignidad y toda la trascendencia de una obra de Dios. Esa trascendencia no llegará a aparecer nunca a los ojos de los hombres en esta vida; pero algún día se manifestará, y entonces ve-remos cómo los grandes acontecimientos sociales, los grandes descubrimientos e inventos han sido causados por una multitud de obras de almas pequeñas, más que por las grandes hazañas de los héroes, y de los científicos, de los grandes estrategas y de los descubridores. Incluso en el orden físico, un ascua ardiente es capaz de producir un incendio voraz. ¿No estará el secreto de la esterilidad de tantos actos multiplicados en la escasez de ascuas de amor?

JESÚS MARTÍ BALLESTER
 


4. FLUVIUM 2004

La fuerza imprescindible y suficiente de la oración
Comenzamos el mes de octubre conmemorando a santa Teresa de Lisieux, Carmelita Descalza, conocida también por santa Teresita del Niño Jesús. Se trata de una religiosa que dedicó su vida a la oración contemplativa, que nos puede enseñar la primacía de la intimidad con Dios para que tenga sentido cualquiera de nuestros quehaceres. Como es sabido, el Santo Padre Juan Pablo II, proclamó a esta santa Doctora de Iglesia.

Esta religiosa, que, fiel a su regla, no abandonó su convento en Francia, es, sin embargo, la patrona de las misiones. Podría pensarse que muchos otros santos –los hay con la vida cargada de movimiento apostólico, visible y conocido– serían más apropiados que la santa de Lisieux para ser presentados como ejemplo de espíritu misionero, y como intercerores ante Dios para esta importante tarea. De hecho, el afán por llevar a los hombres al calor de la fe y a la riqueza incomparable de la posesión de Dios, posiblemente queda más claro en algunos santos llenos de actividad exterior. Pero la Iglesia ha querido reconocer ante el mundo, pensando en Teresa de Lisieux como patrona del movimiento misionero, que el secreto y fundamento de toda eficacia apostólica es, ante todo, la oración.

Teresa de Lisieux, sin salir de su convento, consagró su vida a rezar y sacrificarse por las misiones. En su coloquio con Dios vibraba impaciente por tantos lugares donde debía aún implantarse la fe, ofreciendo al Señor el “precio” de sus sacrificios y súplicas por gentes lejanas, desconocidas muchas veces. Otras, encomendaba expresamente a Dios la tarea evangelizadora de algún misionero que conocía. Siguiendo al pie de la letra la advertencia del Señor a sus Apóstoles –sin Mí no podéis hacer nada–, intercedía por los que lejos se fatigaban por Cristo y por la felicidad de otros al abrazar la fe. En su oración y sacrificio encontraba la fuerza para la fatiga de aquellos que, muy lejos casi siempre de Francia, hablaban de Dios y de su salvación a la gente. También en la oración conseguía luz para las inteligencias de cuantos oían por primera vez hablar de Cristo.

Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en “tercer lugar”, acción. Así se expresaba san Josemaría en Camino, y así son las cosas en la vida de todos los que desean ser verdaderos apóstoles de Nuestro Señor. Preguntémonos cuánto rezamos para que mejoren esas personas –perfectamente conocidas, tal vez– que deben enmendarse, que provocan nuestra crítica, aunque sólo sea interior… ¿Cómo nos unimos a la oración del Santo Padre por las necesidades de la Iglesia y del mundo? ¿Ofrecemos sacrificios por los demás?

Los que siguen a Cristo, por el mundo o, como esta santa, apartados de los afanes mundanos, son impulsados en todo caso por el propio Cristo a difundir su enseñanza. El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, nos advierte el Señor; y esa es también la suerte del discípulo que le acompaña, apartado del mundo o metido de lleno en los afanes terrenos. No es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su señor, aclararía Jesús en otro momento. Una existencia incómoda y un trabajo intenso están garantizados para el discípulo de Cristo. Comparte así con El su misma calidad de vida. Pero, precisamente por esto, ya que viven siempre juntos, quien sigue al Señor para el apostolado cuenta donde quiera que se encuentre con su compañía: el discípulo tampoco tiene dónde reclinar su cabeza, pero jamás se siente solo. Tiene, por el contrario, con el inapreciable tesoro de su Dios junto a sí.

Nos conviene –y es, por otra parte, manifestación de realismo– considerar habitualmente la seguridad que, como cristianos, debemos sentir con el mismo Dios, que no nos abandona un solo instante. Es bueno librarse de la pesadumbre imaginaria por una vida marcada con la cruz. No, ciertamente, eliminando de nuestra vida lo que cuesta, ni fomentando compensaciones humanas que contrarresten la dureza de caminar con Cristo. Se tratará, más bien, de perderle el miedo al dolor. Perderle el miedo al dolor por la oración: contemplando al Señor con nosotros, de nuestra parte, queriéndonos; y, no de cualquier modo, porque quiere y puede hacernos verdaderamente felices. Sólo la oración que contempla es capaz de descubrir, en el misterio de Dios, su poder y su bondad para hacernos felices, aunque no tengamos dónde reclinar la cabeza. La dureza del seguimiento del Señor nunca será insoportable, con su ayuda que nuna falta, pues todo lo puedo en Aquel que me conforta, como decía san Pablo.

¡Que el ejemplo y la intercesión de santa Teresita nos animen! Pidámosle amar de corazón a Dios y a muchas almas, y ser felices contemplando la grandeza de una vida así. Que será quizá, sin embargo, sencilla, como la de Nuestra Madre, Santa María.