SAN FELIPE NERI

El 26 de mayo la Iglesia celebra la festividad de este gran santo  PUBLICADO EN BETANIA

Por Jesús Martí Ballester     

De niño corría por las calles de Florencia, crecía en un hogar piadoso y bien acomodado, y, aunque no era travieso, y le llamaban Felipe el Bueno, hacía también alguna trastada, como subirse a un asno que habían dejado a la puerta de su casa y galopar sobre él hasta que el animal loe tiraba al suelo. Felipe… lloraba. Ya adolescente, en San Germano, al pie de Montecasino, es ayudante de comercio al lado de un tío suyo. "Felipe no será nunca un buen comerciante; yo se lo dejaría todo en herencia, pero tienes la manía de rezar." Más que entre las mercancías, el joven vivía en las iglesias; y cuando algún muchacho se presentaba en la tienda, en vez de regatear, Felipe se entretenía preguntando a sus clientes si sabían el Padrenuestro, si había uno o tres Dioses, si habían comulgado por Pascua florida. Comprendió que no estaba hecho para aquello, y un buen día desapareció de casa y tomó el camino de Roma. Tenía veinte años.

ESTUDIANTE Y POETA

En Roma estudia elocuencia, filosofía y teología, y vive dando lecciones. Como alimento diario un pan y un vaso de agua. Busca el desprecio como otros buscan la admiración y la fama, y escribe poemas para su propio deleite y entretenimiento; como todos los florentinos, hace versos italianos, y elegías en latín y lo hacía bien. Son versos de amor, pero de amor a Dios, llenos de unción ardorosa: "Yo amo—escribe en un soneto—; y no puedo dejar de amar. Quiero que mi amor se haga vuestro y el vuestro mío; quiero que, por un trueque admirable, seas Tú yo, y yo Tú. ¡Ah! Venga pronto el momento feliz en que yo salga de mi horrible prisión, de este olvido loco, de este necio vivir dentro de mí mismo." "¡Oh dulce sonrisa de la tierra! ¡Oh canto de la brisa que pasa entre el follaje! ¡Cielo claro y aguas tranquilas! Nunca el sol me pareció tan brillante. Los pájaros dicen: ¿Quién es el que no se alegra y no ama? Yo solamente; no puede alegrarse el alma con las alas rotas."

Algo más tarde todo había cambiado: el alma de Felipe era un ascua encendida en la llama de amor viva. En sus arrebatos amorosos, exclama: "Basta, Señor, basta, que no lo puedo sufrir." Es el mismo grito de Xavier en la playa de Sanchón. Y su cuerpo temblaba agitado por la vehemencia del amor. Su corazón empezó a palpitar de una manera tan violenta, que levantaba su túnica y movía los objetos que hubiera a su lado.

EL AMOR PIDE OBRAS

A los treinta años abandonó los libros y se entregó a las obras de caridad. Las noticias que llegan a Roma de San Francisco Javier le deciden a marchar a las Indias para predicar el Evangelio; pero oye una voz que le dice: "Felipe, la voluntad de Dios es que vivas en esta ciudad como si estuvieras en un desierto". Y busca a los pobres y a los peregrinos, para darles comida y alojamiento, para instruirles y guiarles por las basílicas de Roma. Se entretiene con los mendigos que piden limosna. Él mismo duerme en los pórticos y en las sacristías. Le gusta, sobre todo, andar con los niños y los jóvenes a quienes recoge, les procura diversiones, conciertos y paseos, que sabe transformar en peregrinaciones. Juega con la tropa infantil, la adiestra en el deporte de la carrera, en la música y en la declamación. Pasaba largos ratos con San Carlos Borromeo, Camilo de Lelis, San Ignacio de Loyola y San Félix de Cantalicio. A la sombra de los árboles del Janículo, hacia representar a los muchachos comedias para inspirar la piedad y la virtud. Decía que alternando los ejercicios serios con espectáculos agradables se atrae lo mismo a los pequeños que a los mayores. ¿Acaso Nuestro Señor no se servia redes para cazar las almas?". Era un verdadero sembrador de alegría. "Jugad, gritad, divertíos, pero os pido que no cometáis un solo pecado. Cómo puede resistir la algazara de los chiquillos: "Con tal de que no ofendan a Dios, pueden cortar leña sobre mi espalda.

DIRECTOR DE ALMAS

A los cuarenta años, el catequista, ya sacerdote se hace director de almas. Nunca se había visto un confesor más paciente, más amable, más sugestivo. Su gran preocupación era que nadie se fuera triste, que nadie se desalentase, que nadie desconfiara de convertirse. Y con la dulzura, solía conseguir más que con la aspereza. Una señora le pregunta si podía llevar zapatos con altos tacones para parecer más alta, y le dice: "Llévelos, hija mía, pero cuide de no caerse." Muchos penitentes iban a comer al hospital donde el santo tenía su residencia; los recibía en una habitación, se sentaba y se entretenía con ellos hablando de Dios. Poco a poco los discípulos se hicieron tan numerosos, que se tuvo necesidad de reunirse en una iglesia, y la concurrencia creció tanto, que se tuvo que hacer grupos, dirigidos por sus discípulos más aprovechados.

EL ORATORIO

Axial nació el Instituto del Oratorio, sin más reglas que los cánones, sin más votos que los compromisos del bautismo y de la ordenación, sin más vínculos que los de la caridad. Las reuniones empezaban con una lectura y el comentario del que presidía; al que seguía una enseñanza dialogada, y, finalmente, uno de los ayudantes del santo, al principio César Baronio, recordaba algún punto de Historia eclesiástica, y sacaba de él la enseñanza teológica o moral. La Congregación del Oratorio quedó establecida en 1575.

CRECE LA LLAMA

La actividad crecía junto con el fuego que inflamaba aquella vida. Tenía que hacer esfuerzos para no levantarse en el aire. En su Misa, su alma quedaba enajenada, sus ojos inmóviles y sus brazos levantados. Tenía que hacer un gran esfuerzo para bajarlos y volver a la tierra. Al pronunciar el Agnus Dei, su ayudante le dejaba solo durante dos horas, y cuando volvía le encontraba con frecuencia en éxtasis. Se le veía rodeado de luz. A veces San Ignacio y él se encontraban en la calle o a la entrada de una iglesia; y los dos fundadores se miraban silenciosamente durante largo rato, y se despedían sin pronunciar palabra. Como Ignacio, Felipe estaba muy demacrado; comía poco y dormía menos, y cuando le aconsejaban que se alimentara más, respondía graciosamente: "Tengo miedo a engordar." Tuvo el don de milagros y el de lágrimas. Sus ojos no cesaban de llorar, tanto, que todos se extrañaban de que conservase la vista. Cuanto más subía a los ojos de los hombres, más bajaba a sus propios ojos. "Señor-decía-, guardaos de mí; si no me sujetáis bien con vuestra gracia, os haré traición hoy mismo, y cometeré yo solo los pecados del mundo entero." Espíritu lleno de suavidad, Dios le dio la gracia de una muerte dulce y tranquila. "Hay que morir", repetía en sus últimos días El.25 de madrugada dijo la misa; confesó, rezó. Después abrazó a sus discípulos y se acostó. A las seis de la mañana, murió.