Las
raíces de la paternidad (Touchstone, 2001-08-03) |
Extracto
del artículo del mismo título aparecido en “Touchstone” enero / febrero
2001, escrito por David Blankenhorn,
Director del Institute for American Values, EEUU.
Quisiera abordar este análisis de la paternidad utilizando la imagen de las raíces
y el follaje de un árbol. El follaje crece por encima de la tierra: son las
ramas, flores y frutos, con gran variedad de formas y colores, claramente
visibles a los ojos humanos. Las raíces, en cambio, permanecen ocultas, pero
son fundamentales porque en ellas se origina todo lo demás.
El debate que se está produciendo actualmente en Estados Unidos sobre la figura
del padre proviene de inicios de los años 90, pero se ha limitado a estudiar el
follaje o manifestaciones externas: la crisis sociológica que afecta a los
padres. Sólo en estos últimos años se está empezando, desde algunos ámbitos,
una discusión que va a las raíces del problema: la dimensión espiritual de la
paternidad y las causas profundas de la ausencia paterna en la sociedad
contemporánea.
Tener o no tener
Vayamos primero al follaje. Las cifras nos ayudan: un 40% de los niños
estadounidenses se acostarán esta noche en un hogar en el que falta su padre.
Antes de alcanzar los 18 años, más de la mitad de los niños pasarán una
parte significativa de su infancia separados de su padre. Se trata de una
situación sin precedentes en la historia de este país, o de cualquier otro país
del mundo. Esta generación empieza a caminar por un territorio nuevo,
desconocido, en el que tantos hombres viven separados de la vida de sus hijos, y
de las madres de sus hijos.
Una de las causas de las que deriva esta elevada ausencia paterna es que en EEUU
tenemos la tasa de divorcios más alta del mundo. Más de la mitad de los
matrimonios con hijos menores desembocan en un divorcio. Otra razón es que uno
de cada tres niños nace de madre soltera. Y ambos fenómenos se dan en todas
las capas sociales, independientemente de la raza y el nivel económico,
creciendo de un modo más rápido entre mujeres blancas de mayor edad y con
cierto nivel de educación.
Son muchos los estudios que demuestran que esta ausencia paterna es el motivo
principal de la pérdida de bienestar de nuestros niños. La infancia se ha
convertido, para muchos, en un período especialmente difícil de la vida, a
pesar de contar con mayores comodidades y recursos materiales.
Creo que en las primeras décadas del siglo XXI, la principal línea divisoria
de la sociedad estadounidense no será el color de la piel, la lengua, la religión
o el lugar donde uno vive. Será una cuestión de patrimonio personal: quién,
siendo niño, recibió el amor y los cuidados de un padre preocupado por él y
por su madre, y quién no lo tuvo. Así estará dividida nuestra próxima
generación de adultos. Es una situación de tal seriedad que, si se
distinguiera entre los niños que van a vivir con su padre cuando cumplan 18 años
y los que no, la población menor de todos los Estados Unidos quedaría dividida
en dos grupos de igual tamaño.
Y más allá de los problemas individuales y familiares, este fenómeno nos
lleva a graves problemas sociales. Los expertos que investigan los índices de
criminalidad, los embarazos de adolescentes, la pobreza infantil, la violencia
doméstica y el abandono y abuso de los niños, coinciden en encontrar en todas
estas enfermedades sociales una fuerza común: la ausencia paterna.
Uno de los hallazgos sociológicos más destacados de los últimos años es que
la presencia o la ausencia del padre en el hogar es el signo individual que
predice con mayor seguridad la implicación de un joven en delitos y su
internamiento en prisión. Por encima de su raza, del nivel de estudios, de la
situación económica de su familia o del barrio del que procede, está el hecho
de vivir o no junto a su padre.
¿Y eso, por qué? La respuesta nos la dan los psicólogos: llega un momento, en
la vida de cada joven, en que debe separarse psicológicamente de su madre y
encontrar el sentido de su masculinidad: es decir, las características que van
unidas a su corporalidad masculina. El gran don de ser padre es poder ayudar al
hijo a descubrir qué significa ser un verdadero hombre, mostrándole que ese
hombre fuerte que quiere ser es el que trata bien a los demás, el que se
preocupa por las necesidades ajenas, y el que valora a la mujer. Así, dirige el
sentido de la iniciativa y la fuerza masculinas hacia la protección de los demás.
Y, dicho sea sin menoscabo de la mujer, ni la mejor madre del mundo podría enseñar
el significado de la masculinidad a su hijo.
Los niños sin padre, o que apenas tienen trato con él, se dirigen a otras
fuentes para buscar el significado de su masculinidad. Y lo encuentran en la
calle y en las películas, llenas de violencia y prepotencia masculina.
Hijas perdidas
Pero la paternidad es tan importante para las niñas como para los niños. En
nuestro país, el 10% de los bebés nacen de adolescentes solteras. ¿Quiénes
son estas jóvenes? ¿Cuál es el factor riesgo para la actividad sexual precoz,
la maternidad fuera del matrimonio, la insatisfacción en las relaciones con el
otro sexo, o el divorcio una vez casadas? De nuevo, todos los estudios apuntan a
la ausencia del padre.
¿Por qué? Considere quién es el primer hombre en la vida de toda joven. El
primero al que ama y por quien desea ser amada. Es su padre. Y lo mejor que un
padre puede dar a su hija es la seguridad de sentirse amada tal como es, la
estima y confianza en su propia feminidad. Que sea capaz de decir: “Puedo amar
a un hombre y ser amada por él, porque he sido amada por el primer hombre de mi
vida, y he visto cómo ama a mi madre”.
Las niñas sin padre, o que apenas tienen trato con él, son más propensas a
implicarse en una búsqueda ansiosa de aprobación masculina, porque no la
recibieron de ese primer hombre en su vida.
La paternidad perdida
En los últimos años, no sólo estamos perdiendo a nuestros padres, sino que
estamos perdiendo la idea de la paternidad, la convicción de que el padre es
necesario. Y ello porque no sabemos exactamente qué es un padre. Y ese
problema, el cambio de las mentalidades, es todavía más grave que el de la
ausencia de los padres en la sociedad.
La cuestión es sencilla: ¿necesitan los niños a sus padres? Y la respuesta
que se da hoy es: “no necesariamente”. Se cree que mientras se sostenga económicamente
al niño, o la madre reciba apoyo social, o exista un régimen de visitas y se
respete, basta. E incluso muchas madres están convencidas de que su hijo recibe
de ellas todo lo que necesita. Pero los niños merecen un padre.
Un rumor de paternidad
Hasta ahora hemos examinado las manifestaciones externas: el follaje del árbol.
Vayamos a las raíces, a la dimensión espiritual de la paternidad y de su
ausencia. Sin que ello signifique que se deba coincidir con mis creencias
religiosas, ni suponga una división entre la fe y la razón. Sólo quiero decir
algo que se funda en una observación empírica de la figura del padre y sus
actos.
Mi primera pregunta es: ¿por qué los niños, aunque no tengan a sus padres,
los necesitan y los aman? Está claro que los amen cuando están a su lado y se
sienten amados y cuidados por ellos. Pero incluso los que no los conocen, o
aquellos cuyo único contacto ha sido inestable, destructivo, abusivo o
caracterizado por el abandono, siguen amándolos profundamente, tal como muestra
la psicóloga clínica Judith Wallerstein en sus estudios. Llegan, incluso, a
crear padres imaginarios en su mente, preservando así su equilibrio psicológico.
¿Cómo se explica esta situación? En parte se debe a un temor primario a ser
abandonado: estos niños se sienten menos seguros y protegidos cuando se dan
cuenta de que les falta su padre. También puede deberse a cuestiones de
identidad sexual y corporal (“¿qué significa ser hombre o mujer?”) o de su
propio origen (“¿de dónde vengo?”). Pero nadie ha podido explicar de modo
satisfactorio por qué lloran estos niños que buscan el amor del padre aun sin
haberlo experimentado nunca, y sin saber qué es exactamente un padre. Quizás
estén revelando a nuestra conciencia algo en nosotros mismos que podríamos
llamar “misterioso”. Algo que nos lleva a afirmar que el niño está hecho
para la paternidad; una paternidad que puede ser conocida sin haberla
experimentado personalmente; que va más allá de la generación biológica y es
independiente de que el padre esté presente o ausente en la vida de su hijo, de
que sea protector y amoroso, o despreocupado y violento. En mi opinión, son
signos de la existencia de algo trascendente, que sugieren que la relación
paternofilial apunta a algo más grande que ella misma, algo espiritual que
deriva de la relación del padre y el hijo con Dios.
Una liberación que deforma
Así pues, el misterio es que algo que está ausente señala a algo fuertemente
presente. Los estudiosos del tema dicen que la comprensión de la propia
paternidad por parte de un hombre (sus valores y decisiones vinculados a la
paternidad biológica) modela fuertemente toda su vida. En este sentido, el acto
de la procreación se le presenta como un momento de verdad, de transformación,
que define y guía el transcurso de su vida en áreas tan básicas como el
trabajo, la educación, la salud, la realización sexual y conyugal, su
implicación en actividades sociales y la felicidad personal.
No es sorprendente que el compromiso de alimentar y educar a un hijo,
especialmente en el contexto del matrimonio con su madre, transforme la vida del
hombre, casi siempre a mejor. Pero, ¿qué sucede en la vida de los que rechazan
ese compromiso, desentendiéndose del hijo y de la madre? ¿sigue todo igual que
antes?
Eso es lo que todo el mundo presupone, y la mayoría está convencido de que así
es. Pero no es cierto. El rechazo a ser padre, a alimentar, educar y cuidar de
los propios hijos, deforma al hombre, y no solamente en aspectos directamente
ligados a su paternidad. Stephen Nock ( “Marriage and Men’s Lives” )
muestra que estos hombres experimentan, en todos los aspectos de su vida, mayor
infelicidad, menos éxito en sus empresas y se sitúan entre la “población de
riesgo” de otros problemas sociales.
Normalmente creemos que rechazar una carga –y la paternidad es, en efecto, una
gran responsabilidad-, es una forma de alcanzar mayor libertad personal. Y, sin
embargo, el rechazo a la paternidad se convierte en algo que debilita para el
resto de la vida. Es como una auto-mutilación, una negación de algo que es
esencial en nosotros mismos.
Una llamada espiritual que nos transforma
Quizás deberíamos pensar en la paternidad como, fundamentalmente, una llamada
espiritual. Los antropólogos la definen como un rol o función social que
obliga al hombre respecto a su descendencia biológica. Es, con seguridad, el
papel más importante del hombre en la sociedad. Más que cualquier otra
actividad masculina, una paternidad comprometida ayuda a los hombres a ser
buenos hombres y buenos ciudadanos, a preocuparse por las necesidades ajenas y
dirigir su fuerza a fines socialmente útiles. Del mismo modo que el rechazo a
la paternidad deforma al hombre, su aceptación comprometida lo eleva y realiza
en todos los aspectos de su vida.
Lo mismo sucede con sus hijos. Los que crecen sin ese padre comprometido tienen
mayor tendencia a la agresividad y experimentan un deterioro de su bienestar
general.
Y aquí nos enfrentamos a una paradoja: es cierto que un buen padre es esencial
y que el hombre es capaz de cuidar de sus hijos. Pero al mismo tiempo, los
hombres adultos son menos proclives a una paternidad responsable. Basta con
comprobar que en ninguna sociedad humana se dan elevados índices de abandono
por parte de las madres y, en cambio, son muchas –entre ellas, la nuestra- las
que sufren el abandono paterno.
Está claro, pues, que el padre no nace, sino que se hace. Y debe hacerse. En
opinión de la antropóloga Margaret Mead, la máxima prueba del nivel de
desarrollo de una civilización es si es capaz de enseñar a los hombres a ser
buenos padres. Porque la verdadera paternidad no resulta necesariamente de la
masculinidad corporal. Es, por el contrario, una creación frágil de las normas
culturales, lo que llamaríamos “la imagen de la paternidad” en una
sociedad.
Esta fragilidad paterna –que se manifiesta en una mayor tendencia a la
promiscuidad sexual, el abandono y la agresividad, y en un vínculo con los
hijos más débil que el de la madre- necesita, por tanto, que la sociedad
configure una imagen ideal de paternidad que enseñe al hombre a ser un buen
padre. La paternidad aparece, pues, como un “concepto metafísico” en la
medida en que depende, mucho más que la maternidad, de cosas que no se ven. Los
hombres escogen observar las normas de sumisión y donación de sí mismo al
menos en la misma medida en que optan por incumplirlas.
La verdadera paternidad moraliza la masculinidad. Conecta íntimamente al hombre
con sus semejantes, le ayuda a amarlos y a ponerlos por delante de sí mismo (al
menos, a los más cercanos). Les lleva a entender ciertos actos de obediencia y
sumisión como actos de heroísmo. Transforma la agresividad en espíritu de
servicio, y origina una ética que concibe el sacrificio por la familia como la
mayor demostración de la fuerza masculina. En definitiva, enseña al hombre que
“es más alto cuanto más se inclina”. El misterio que esconde la paternidad
es que un mero acto biológico da lugar a una realidad espiritual
transformadora. Un misterio que se podría entender mejor si se ve como una
llamada de Dios a participar con Él en la Creación.
La paternidad perfecta
En las carreteras de Estados Unidos, de vez en cuando se ven vallas
publicitarias en las que se lee: “¿Quién es el padre?”, acompañado de un
número de teléfono gratuito: “1-800-DNA-TYPE”. Son clínicas de análisis
genético que ayudan a descubrir la identidad del padre a través del ADN del niño.
Es muy ilustrativo, porque éste es el concepto de paternidad existente en
nuestros días. ¿Es posible una visión más reducida?
Tenemos dos opciones: podemos ver la paternidad como un mero acto biológico, en
cuyo caso es ciertamente reducida (no mayor que una gota de semen). O bien
podemos verla como una llamada, una vocación esencialmente espiritual, y
entonces se convierte en lo más grande en la vida de un hombre.
Y la opción que tomemos depende en gran medida de si buscamos conocer y amar a
Dios, ya que la verdadera paternidad –la que ama y es fuerte a la vez, y es
don sincero de sí mismo- debe apuntar necesariamente a algo superior, a algo
que la orienta más allá de la fragilidad humana. Si el hombre permite que la
paternidad perfecta de Dios irradie en su debilidad, llegará a entender que el
padre humano sólo tiene verdadera autoridad en la medida en que él mismo se
someta a la autoridad, reconociéndose hijo obediente de Dios.