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La
agenda de la mujer para el nuevo milenio
(Dra.
Janne Haaland Matlary, 2001-08-28)
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Dra.
Janne Haaland Matlary
Profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad de
Oslo, ex Secretaria de Estado de Noruega
Una pregunta que se han planteado todos los filósofos, desde
Aristóteles a Kant, pasando por Tomás de Aquino, es “cuál
es el summum bonum”, el sumo bien, la vida buena para
una sociedad, que no puede ser distinta a la de los individuos
que la componen. Y la visión que se tenga del hombre tendrá
consecuencias directas sobre la vida de la sociedad.
¿Qué es una vida buena para la mujer?
En nuestra sociedad occidental, la vida buena de una mujer debe
abarcar tres esferas: la familia, el trabajo y la política. Y
las preguntas que se plantean son a dos niveles: uno más práctico
y otro de mayor profundidad.
A un nivel práctico, debemos preguntarnos cómo puede la mujer
evitar la “doble o triple jornada”, cómo entrar en un mundo
laboral regido por criterios masculinos, y cómo superar el
desgaste de combinar el trabajo en casa y fuera de ella, de modo
que nos quede energía para ser ciudadanas activas en la esfera
pública.
A un nivel existencial más profundo, debemos preguntarnos cómo
podemos ser nosotras mismas, como mujeres y personas. Tras esta
pregunta subyace una realidad de hoy: muchas mujeres se sienten
inseguras con su feminidad, porque pensaron que imitando a los
hombres se sentirían más liberadas y con mayor poder. Pero ha
sido una experiencia negativa para ellas.
Nuestra fuerza está en ser uno mismo –hombre o mujer. La
nobleza de dar algo de sí mismo, de estar menos centrado en su
propio interés, se comprende mejor cuando se es padre, pues los
hijos requieren ser lo primero que hay que cuidar. Es por ello
que el énfasis debe recaer en los aspectos existenciales y
ontológicos de la paternidad.
El género no es algo superficial; forma parte del ser y no ha
sido construido socialmente. Si negamos su importancia, nos
negamos como seres humanos. Si bien el hombre y la mujer son
fundamental y naturalmente diferentes, son iguales como
personas, con la dignidad y derechos de todo ser humano.
Veamos cuáles son los desafíos de la mujer occidental de este
nuevo siglo, en las tres esferas mencionadas.
La esfera familiar
Tradicionalmente, las mujeres han sido el centro de la esfera
familiar; durante siglos, éste ha sido nuestro dominio. Cuando
se influyó en la política, siempre fue de modo indirecto, a
través de los hombres. Hasta este siglo, dos o tres
generaciones antes de la nuestra, no ejercimos esta influencia
por derecho propio. El sufragio llegó con mucho retraso a todos
los países y todavía son pocas las mujeres dedicadas a la política.
Así pues, estamos en una situación históricamente nueva, en
la que nos adentramos en dos nuevos ámbitos: la política y el
mundo laboral.
A mi juicio, la vida buena a la que debe aspirar una mujer,
consiste en poder elegir dividir su tiempo entre los tres ámbitos,
participando en todos, si bien no tienen la misma importancia.
La libertad de elección –siempre de acuerdo con el período
de vida en que se encuentre- es esencial. Después de todo, es
natural que se dedique más tiempo a la educación de los niños
durante los primeros años, que cuando alcancen cierta edad,
momento en que se prefiere trabajar fuera de casa. Y lo mismo es
aplicable para el hombre.
Conviene analizar la relación entre las oportunidades prácticas
para participar en los tres ámbitos y la cuestión más
profunda de qué debemos hacer en cada uno de ellos; si la
participación en los tres nos realiza como mujeres, y si
tenemos talentos y cualidades específicos que puedan hacer útil
o incluso necesaria esta participación.
Mientras el marxismo y otras ideologías socialistas siempre
afirmaron que la llamada “familia burguesa” era represiva,
especialmente para la mujer, mi argumento es que si hay un apoyo
real de la estructura familiar, incluida la aportación del
marido, la mujer puede desarrollar una carrera fuera del hogar y
ser madre a la vez.
En este sentido, es fundamental el papel del Estado, que debe
apoyar a la familia con políticas que permitan a la mujer –y
cada vez más al hombre- disfrutar de condiciones laborales más
flexibles, más tiempo para los niños, y suficientes ingresos
para evitar la presión cruzada de largas jornadas de trabajo
para los padres y largas jornadas en la guardería para los
hijos. En algunos países existen guarderías abiertas toda la
noche para adaptarse a los padres que trabajan hasta tarde. Me
parece una violación absolutamente inaceptable del derecho del
niño a estar con sus padres. Ningún padre debería aceptar
estas condiciones de trabajo.
Paternidad: la institución esencial
La paternidad es fundamental para el hombre: le hace
experimentar la humildad, con una responsabilidad nueva y única.
El niño es completamente inocente, débil y dependiente, y
demanda el primer lugar en la vida de sus padres. El hombre, con
la paternidad, pasa de ser el centro de sí mismo, a ser
altruista y maduro, al menos mientras está directamente
implicado en el cuidado de los hijos. El padre es el que cuida a
otros y se responsabiliza de los débiles y dependientes. El que
no vive para sí mismo.
Paternidad y maternidad son existencialmente profundas: no son
simples “roles” o “funciones sociales”. Las mujeres
tienen el privilegio de ser transmisoras de vida, que es lo más
cerca que puede estar un ser humano de la creación. Esta
participación en la creación -9 meses en tu interior y toda la
vida fuera de ti misma, pues nunca dejas de ser madre-, es una
cualidad esencial de la mujer que no puede ser comunicada; una
experiencia existencial que debe ser vivida.
No hay nada en la feminidad que pueda asociarse con la
debilidad; la imagen de la mujer débil necesitada de protección
fue más bien un estereotipo de la sociedad burguesa del s. XIX.
Eran mujeres ociosas que llegaron a ser neuróticas. Pero
mirando a la historia anterior, las mujeres realizaban tareas más
duras que la mayoría de los hombres. Se ocupaban de familias
numerosas y llevaban todo el peso del hogar. Pienso en las
mujeres de la historia noruega, que debían ser autónomas desde
jóvenes, y permanecían solas en las granjas, en condiciones
especialmente duras, mientras sus maridos pasaban largo tiempo
en el mar.
La necesidad de tener hijos es psicológica y biológica, pero
también es clave para hacernos mujeres maduras. Si retrasamos
nuestra maternidad a edades muy avanzadas, o tenemos un solo
hijo, nos negamos algo que es nuestro, que pertenece a nuestra
naturaleza. Yo misma soy hija única, y conozco la soledad y lo
“innatural” de serlo: te conviertes en un “pequeño
adulto” antes de tiempo. Es igualmente bueno para el niño y
la madre que haya hermanos. Es algo que ha resultado obvio para
todas las generaciones menos para la nuestra. Hoy, ya sea por
comodidad, ya sea porque es una carga económica excesivamente
costosa, se tienen menos niños y más tarde. Y no es bueno; el
riesgo de que el niño padezca una enfermedad o minusvalía se
incrementa con la edad, y el esfuerzo físico de criar al niño
se hace más pesado.
No podemos infravalorar la necesidad de fuerza física de la
madre. La edad biológica óptima son los primeros años de los
20, pero coincide con la etapa de educación superior. Se acaba
retrasando a los finales de los 20 o inicios de los 30, lo que
dificulta tener varios hijos y superar la doble presión del
trabajo y la familia.
La paternidad requiere donación de sí mismo
Los hijos y el marido son fundamentales. Quien tiene familia
sabe que debe existir una complementariedad profunda para el
desarrollo equilibrado de todos los miembros. En la práctica,
dos trabajos fuera y uno en el hogar, hacen tres. Salvo que los
esposos se complementen y trabajen con auténtica solidaridad,
es la mujer la que acaba haciendo dos de esos tres trabajos. En
los países de nuestro entorno, sólo muy gradualmente los
hombres se involucran en ese segundo trabajo común: los niños
y la casa. Es absolutamente necesario un cambio de actitud y que
comprendan la importancia del tema. El hombre y la mujer no
pueden competir: reciben la misma educación, ambos salen a la búsqueda
de un trabajo con la misma ilusión; y los dos esperan que el
otro sea más comprensivo. Y ahí suele salir perdiendo la
mujer. Mientras ambos no pongan el bien del otro y el de los
niños por encima del suyo, las presiones sobre la familia serán
insuperables, y de hecho, terminan en un divorcio. En
Noruega, la tasa de divorcio ha alcanzado el 50%, lo que supone
un gran sufrimiento para los niños. La concepción del
matrimonio indisoluble se ha desvanecido: quizás, también,
porque es demasiado fácil romperlo.
Por consiguiente, lo que los padres - realmente necesitan es un
apoyo especial del Estado y la sociedad. La nueva estructura
familiar de doble ingreso dificulta en exceso encontrar el
tiempo y la energía que requieren uno para el otro y los niños
para ambos.
Tener hijos significa que “el segundo turno” se inicia después
de una jornada laboral normal, y no termina hasta que los hijos
son adultos. Y es un trabajo perfectamente realizable por el
padre, igual que por la madre, especialmente una vez superado el
período de lactancia. En los últimos años, los matrimonios
noruegos con cierto nivel de educación están teniendo tres y
cuatro hijos, y cada vez son más los maridos que dicen a sus
jefes que prefieren no trabajar fuera de la jornada laboral ni
viajar, porque deben recoger a sus hijos en el colegio. Algo que
no sucedía ni siquiera en la generación anterior a la nuestra.
La paternidad y la esfera familiar son de vital importancia para
los otros dos ámbitos de acción: es el marco natural, previo,
y así debe ser aceptado en la sociedad y la política; primero,
las mujeres deben ser capaces de ser madres, y luego
profesionales y políticas. Su capacidad y voluntad para
participar en estas dos esferas dependerá directamente de la
satisfacción de sus necesidades familiares.
Ésa una vida buena para la mujer: crear en la vida familiar
unas condiciones que tengan en cuenta las necesidades de la
maternidad. Y ello depende tanto del marido (que sea un auténtico
colaborador) como de las políticas sociales.
La esfera profesional
A diferencia de lo que sucede en los países en desarrollo,
donde las jóvenes todavía son discriminadas, si no se les
deniega el acceso a la educación, en el entorno occidental,
hombres y mujeres recibimos la misma formación. Es más, a
todos los niveles educativos las chicas son mayoría. Sin
embargo, a la hora de analizar cuántas alcanzan el nivel de
doctorado y son profesoras universitarias, nos damos cuenta de
que sigue siendo un mundo dominado por hombres. Del mismo modo,
aunque va aumentando la presencia femenina en el parlamento y el
gobierno, sigue siendo una minoría en los cargos directivos de
las empresas. Algunos dicen que, como las mujeres entraron en la
política, los hombres se fueron y se llevaron el poder con
ellos. Y en los puestos más deseados, cuando existe realmente
competencia entre hombre y mujer, se ve claramente que no se nos
valora de igual modo.
Las razones por las que la mujer no alcanza las cotas más altas
son varias: la ausencia de políticas sociales y familiares
adecuadas, que lleva a dejar el trabajo cuando nacen los hijos;
los mecanismos del lugar de trabajo por lo que unos hombres
eligen a otros para ciertos cargos y colocan a la mujer bajo un
“techo de cristal” que la separa de los puestos directivos;
y por último, la ausencia de políticas activas de promoción
de la mujer.
Cuando yo era estudiante, solía pensar que a igual educación,
igual trabajo, y ahí no cabía discriminación. Después de mi
experiencia profesional, me di cuenta de las formas implícitas
y pequeños detalles por los que la mujer debe estar
continuamente probando su profesionalidad; debemos reafirmar una
y otra vez que la maternidad no es un obstáculo para trabajar,
y que podemos ser igual de buenas siendo nosotras mismas, y no
imitando al hombre. Éste es un punto esencial: cuando no eres
libre para ser tú misma, entonces eres débil (es el concepto
marxista de “poder estructural”, que en el mundo del trabajo
se traduce en actitudes, reglas formales o informales,
prejuicios... que nos transmiten inseguridad y temor).
En Europa, las mujeres todavía ganamos menos que los hombres en
el mismo puesto, y somos las únicas a las que se pregunta sobre
su vida privada en las entrevistas de trabajo: si eres joven y
sin hijos, piensan que pronto tendrás alguno; si eres mayor y
has retrasado la maternidad, piensan que tendrás varios
seguidos porque se te acaba el tiempo; y si ya los tienes, se
preguntan si te quedarán tiempo y fuerzas para trabajar... así,
las mujeres caemos presas de las condiciones masculinas del
mundo del trabajo. La vida buena para la mujer en el mundo
profesional es, pues, trabajar en sus propios términos.
¿Qué significa que la mujer trabaje en sus propios términos?
Hemos visto que el período de la vida en que la mujer es
profesional y tiene hijos, coincide. Es una tarea política
(no cubierta por el mercado) asegurarse de que la mujer no
pierda el trabajo cuando tiene un hijo, que tenga un permiso de
maternidad, que se le permita la lactancia del niño durante un
tiempo natural de 6 a 9 meses, y que ella o el padre puedan
quedarse en casa cuando el hijo esté enfermo. Es obvio que
estas políticas son inversiones a largo plazo en una sociedad,
especialmente en Europa, con bajísimas tasas de natalidad. Si
todos los políticos y académicos están de acuerdo en que las
europeas debemos tener más hijos, entonces hay que crear las
condiciones necesarias.
Por lo general, las mujeres que trabajan lo hacen en términos
masculinos: el feminismo de los 70 defendía que la igualdad sólo
se conseguiría cuando las mujeres accediesen a todos los
trabajos que realizaban los hombres. El objetivo era “alcanzar
el poder” y “liberarse”. Y sin embargo, el resultado no
fue una liberación: una no es más feliz cuando conduce un camión,
baja a la mina o dispara un arma. Era importante ver que también
somos capaces de hacerlo, pero una vez conseguido, ¿qué ha
cambiado? La mayoría de nosotras no elige estas profesiones, y
cuando lo hace, no ha sido en sus propios términos, sino
aceptando las condiciones establecidas por y para hombres.
Otro ejemplo de esta “cesión” está en lo que oí decir a
una profesora de una prestigiosa universidad americana: que
deberían existir dos caminos profesionales; el primero
correspondería a las mujeres sin hijos, que pueden dedicar más
tiempo al trabajo, sin las interrupciones propias de la
maternidad; en ese camino estarían los trabajos más
importantes. Los demás, podrían ser ocupados por las mujeres
que son madres. Pero de este modo, el mundo del trabajo seguiría
organizado en términos masculinos, y las mujeres sólo
participarían en la medida en que los aceptaran. Por supuesto,
esta profesora no tenía hijos.
Así pues, las mujeres debemos exigir que se establezcan unas
condiciones en el mundo del trabajo que se adapten a sus
necesidades específicas como mujeres. Y eso es tanto más
cierto cuanto que las mujeres occidentales no sólo quieren,
sino que normalmente tienen que trabajar. Ya no se puede
volver al tiempo en que exclusivamente el hombre ganaba el
sustento familiar. El futuro reside en esquemas flexibles de
trabajo, medidas prácticas que permitan conciliar familia y
carrera profesional, y garantías de no discriminación de las
madres en el lugar de trabajo. Hasta ahora, los avances
legislativos en esta materia son escasos.
El cambio de actitudes de los hombres también es fundamental.
Las mujeres no pueden conseguir estos cambios por sí solas. Y
ellos tienen la misma responsabilidad de dividir su tiempo entre
el trabajo y la familia.
Es obvio que un buen equilibrio entre ambas esferas repercute en
el bienestar de toda la sociedad, empezando por el interés del
empresario, que siempre preferirá un ejecutivo equilibrado y
con una vida personal madura. Una madurez que tienen los padres
por el mismo hecho de ser padres, que se comprometen en sacar
adelante la vida de sus hijos, con trabajo y responsabilidad. Es
lo que en términos de negocios se denomina “capital
humano”. Los jóvenes agresivos y competidores, obsesionados
por la búsqueda de beneficios, no son precisamente el capital
humano que un empresario busca para la solidez de su negocio a
largo plazo. La falta de madurez humana y perspectiva vital,
también tiene sus implicaciones en los negocios, que requieren
confianza, cultivo de relaciones, auténtico respeto personal, y
trabajo constante. Así, mi argumento es que las mujeres
maduras y entregadas son buenas candidatas para ocupar puestos
directivos en el futuro, del mismo modo que serán preferidos
aquellos hombres que se tomen en serio su trabajo de padres.
Aquí se encierra una “lógica empresarial”, pero sólo las
empresas más modernas han sabido descubrirlo.
¿Qué significa el trabajo?
Sólo se cuenta como trabajo lo que se recoge en las estadísticas
y contabilidad oficial, que deja fuera todo el trabajo de la
esfera familiar. Ello es debido a razones técnicas de economía
y política, pero tiene consecuencias serias, aparte de que
sigue siendo un trabajo no retribuido: nos hace pensar que sólo
el trabajo que se cuenta y se paga es importante. Así, todo lo
que se refiere a la educación de los niños tiene escaso interés
a los ojos de la sociedad. Pero, ¿quién se atreve a poner en
duda la importancia de esta labor?
Se trata de un trabajo físicamente duro y, sobre todo, equivale
a la formación completa de un ser humano. Los niños aprenden
del ejemplo de sus padres durante sus primeros años de vida
(hasta la adolescencia) y éstos deben hacer un gran esfuerzo
por ser a la vez educadores, padres, amigos, y la roca donde se
construya la seguridad y la inocencia de la infancia. La mayor
parte de este trabajo lo hace la madre, y sea cual sea su elección
personal (trabajo fuera del hogar a tiempo completo, a tiempo
parcial, o toda la jornada en la casa), es esencial que pueda
hacer su trabajo de madre.
Ser padre y madre no es un trabajo que pueda ser relegado al último
lugar, sino que es el principal trabajo porque, si no se dan
las condiciones para realizarlo, todo lo demás se desmorona.
Los niños se llenan de resentimiento y se sienten abandonados,
las madres viven con remordimientos, y el trabajo se resiente.
Por otra parte, el tiempo con la familia no puede ser sólo el
que se dedica a las tareas domésticas: deben encontrarse
espacios para la diversión familiar. El modo de hacerlo
dependerá de cada caso, pero siempre debe partir de la
apreciación, por parte de la sociedad y el empleador, de que el
trabajo de padre y madre es vital.
Hoy, en nuestros países, la madre que decide permanecer en casa
por un tiempo, se ve seriamente castigada por esta decisión: no
recibe beneficios económicos ni sociales, ni siquiera se la
considera una trabajadora. Es necesario desarrollar el llamado
“salario familiar”, un ingreso que pueda sostener a la
familia, independientemente de si uno o los dos cónyuges
trabajan –es posible que el hombre también decida quedarse un
año o dos en casa, si se le permitiera. Existen muchas parejas
con niños pequeños que quisieran organizarse de ese modo, pero
no pueden permitírselo.
Pero no son sólo esos los obstáculos a los que se enfrenta la
mujer: no basta con tener la misma cualificación profesional
que el hombre. Como he comentado antes, los hombres escogen a su
“alter ego” para el trabajo: los economistas prefieren
economistas, los abogados, abogados, etc. No hay ningún
misterio en ello: es una norma de comportamiento habitual; es más
seguro aquello que ya se conoce. El problema no es que seamos
mujeres, sino que somos diferentes. Se supone que, cuando
alcancemos niveles superiores, el modelo cambiará y se
solucionará el problema. Pero es un círculo vicioso: ¿cómo
alcanzar esas posiciones? Los programas de acción positiva no
han sido muy eficaces, y a menudo han frenado el avance de la
mujer. Cuando una consigue eludir esas “normas implícitas”
y acceder a esos puestos, se acaba afirmando que no está ahí
por motivos profesionales.
Todas estamos de acuerdo en que se trabaja mejor cuando hay
aproximadamente el mismo número de hombres que de mujeres. Y
los hombres van viendo poco a poco cómo se enriquece el
ambiente de trabajo con la aportación femenina. Pero se
requiere valor y aprendizaje por ambas partes: nosotras debemos
atrevernos a ser nosotras mismas sin imitar patrones masculinos,
y ellos, atreverse a emplear a alguien distinto, rompiendo ese
“techo de cristal”.
Poco a poco vamos accediendo al mundo académico y a los cargos
públicos. Pero en el sector privado todavía resulta difícil
combinar ser madre y ser profesional, y nuestra ausencia no hace
más que acentuar la dificultad de imponer un cambio de
estructuras y actitudes.
En conclusión, las condiciones del mundo del trabajo siguen
establecidas en términos masculinos. Pero hay signos de cambio
que traerán, quizás, las nuevas generaciones: los hombres cada
vez asumen con mayor responsabilidad su paternidad, y es
entonces cuando se dan cuenta de la necesidad de mejores
condiciones para equilibrar trabajo y familia.
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