EL PURGATORIO



Cada año, los días 1 y 2 de noviembre, en toda nuestra Patria los mexicanos entramos en ebullición: se colman los cementerios, los vendedores de las amarillas flores de cempazúchitl elevan los precios, se preparan determinados alimentos y bebidas, se contratan mariachis y las familias se reúnen amistosas, contentas y nostálgicas, evocando a los parientes que yacen en las adornadas tumbas. Se llora un poco, se canta, se come y bebe de vez en cuando en exceso.

Es una conjugación de luto y alegría, de ritos católicos y ancestrales costumbres paganas. Se juega con la imagen de la muerte fabricando calaveritas de azúcar y aparecen esos versos llenos de ironía y gracia caricaturizando virtudes y defectos de personajes vivos, anunciándoles que la Calaca vendrá por ellos.

En algunos lugares los ritos indígenas tradicionales adquieren una importancia especial bien explotada por las agencias de turismo, como sucede en Mixquic y Janitzio.

Distorsionando la Liturgia Católica, el primero de noviembre, en vez de celebrar la hermosa festividad de Todos los Santos, O sea de aquellos que a lo largo de toda la historia de la humanidad han triunfado del mal y por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo gozan ya en la presencia de Dios, se recuerdan más bien "los Muertos Chiquitos", o sea de los niños que han muerto y que seguramente, por su inocencia están en el cielo. El día 2 se reserva a los adultos, de manera que en realidad tenemos dos días de Difuntos.

En nuestras parroquias se multiplican las Misas por los Difuntos y largas listas de nombres, imposibles de mencionar, son colocadas en el altar ante la presencia de Dios.

Y surgen las preguntas que la humanidad se ha hecho desde siempre: ¿qué pasa después de la muerte? ¿Dónde están las almas de los muertos? ¿Hay alguna diferencia en el más allá entre los buenos y los malos? ¿Hay que rezar por los muertos? ¿Les sirve de algo? Y como católicos, ¿qué nos enseña la Iglesia?

LAS TRES POSIBILIDADES

La Palabra de Dios nos ilustra claramente acerca del destino de los buenos y de los malos: "Vengan benditos de mi Padre, reciban la herencia del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo" o bien "Apártense de Mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles". (Mt 24, 34 y 41).

O sea: hay un Cielo y existe también el Infierno; hay bienaventuranza y felicidad para los buenos y hay también desesperación y tormento eternos para los malos, aquellos que mueren en pecado mortal.

Pero además la Iglesia nos habla del Purgatorio, que no es ni el Cielo ni el Infierno. ¿Qué es? ¿De dónde sale esa enseñanza, esa idea, ese concepto? Hemos visto seguramente imágenes de las Ánimas del Purgatorio inmersas en llamas de fuego y elevando sus manos implorando piedad ya sea a Jesucristo o a la Virgen de la Luz.

Tal vez imaginamos al Purgatorio como un infierno menos malo, en el cual el elemento predominante es el de sufrimiento y castigo, tan solo mitigado por la esperanza de que algún día terminará. Pero esta idea es una deformación de la doctrina auténtica de la Iglesia que más tiene que ver con mitos paganos que con el Evangelio.

DEFINICION DEL PURGATORIO.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 1030 dice lo siguiente: "Los que mueren en la Gracia y amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo".

En el número 1031 nos dice: "La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados".

No fue sino hasta 1439, que en el Concilio de Florencia se definió la doctrina del Purgatorio, y hemos de notar antes que nada que tanto en el actual Catecismo de la Iglesia Católica como en el Concilio de Florencia, se habla del Purgatorio como de un "estado de purificación" y no de un lugar de tormentos. No es exacto por tanto decir que alguien está "en el Purgatorio" como si fuera realmente un lugar en el espacio y en el tiempo.

El Purgatorio es un estado de auto-purificación, deseado por el alma misma que se sabe impura ante la perfección y majestuosidad infinitas de Dios. Habiendo muerto el cristiano en Gracia de Dios, aunque con penas aún no satisfechas, tiene en su corazón un amor tan intenso, tan ardiente, que sufre por el retraso merecido en tanto se purifica totalmente. Es el dolor de la ausencia, el dolor de no estar ya en la posesión total de Dios. El purgatorio es un deseo ardiente del abrazo de Dios, una herida de amor que causa gran sufrimiento, una nostalgia fortísima de Dios. Es un estado de deseo loco de Dios a quien ya se conoce porque lo hemos visto pero con quien aún no podemos unirnos debido a nuestras impurezas.

Aunque el sufrimiento sea terrible, existe ya la certeza de vivir pronto para siempre con Dios. Es una certeza inquebrantable. Podemos decir que el gozo es mayor que el dolor. El alma desea ser purificada para estar inmaculada antes de ir al Cielo.

Hay muchos testimonios de que en el momento de la muerte, vemos una luz resplandeciente, hermosísima, plena de gozo que nos hace desear con toda el alma seguir hacia ella. San Juan en sus escritos, en repetidas ocasiones nos dice que "Dios es Luz y en El no hay tinieblas", que "Cristo era la Luz del mundo y el mundo no lo conoció". Jesucristo mismo se auto-definió como "la Luz del mundo".

Cuando por permisión de Dios y con los auxilios de la ciencia logran "revivir" a aquel que estaba en trance de muerte y que ya vio la Luz de Dios, el alma no quiere ya regresar a esta vida llena de oscuridad e incertidumbre. Han probado brevemente la felicidad que nos espera en el Cielo. Es por eso que la Iglesia desde siempre ha deseado a los difuntos no solo que "descansen en Paz" sino que "luzca para ellos la Luz perpetua".

Las almas del Purgatorio, que han visto la Luz de Dios, sufren la agonía de estar en la antesala, purificándose voluntariamente de sus pecados.

PECADOS MORTALES Y PECADOS VENIALES.

No todos los pecados son merecedores de la condenación eterna. San Juan hace ya la distinción entre pecados mortales y veniales: "Hablo por supuesto, del pecado que no lleva a la muerte, porque también hay pecado de muerte" (1 Jn 5,16). En los primeros siglos de la Iglesia, el Sacramento de la Reconciliación era aplicado tan solo cuando se trataba de asesinatos, adulterios y apostasía, considerados evidentemente como pecados "de muerte", pecados mortales.

Con criterios muy humanos, en los siglos V y VI surgieron entonces tarifas de penitencias adecuadas a las faltas cometidas: el castigo debía ser proporcionado a la gravedad del pecado. Y dado que no todos los pecados merecían la pena eterna debería de existir alguna otra alternativa intermedia para entrar en el cielo.

El teólogo francés Guillermo de Auvergne sostuvo la doctrina de que el Purgatorio era un requerimiento de la justicia Divina: "Si en las cortes humanas no se toleraría la confusión de los castigos, tampoco en la corte Divina".

LA EXISTENCIA DEL PURGATORIO EN LA SAGRADA ESCRITURA

Ya en el Antiguo Testamento, encontramos cómo Judas Macabeo creyó en la posibilidad de "purificar" las almas de los muertos: "Todos se admiraron de la intervención del Señor, justo juez que saca a luz las acciones más secretas y rezaron al Señor para que perdonara totalmente ese pecado a sus compañeros muertos. El valiente Judas exhortó a sus hombres a que evitaran en adelante tales pecados, pues acababan de ver con sus propios ojos lo que sucedía a los que habían pecado.

Efectuó entre sus soldados una colecta y envió entonces hasta dos mil monedas de plata a Jerusalén a fin de que ahí se ofreciera un sacrificio por el pecado. Todo esto lo hicieron muy bien inspirados por la creencia de la resurrección, pues si no hubieran creído que los compañeros caídos iban a resucitar, habría sido cosa inútil y estúpida orar por ellos. Pero creían firmemente en una valiosa recompensa para los que mueren como creyentes; de ahí que su inquietud era santa y de acuerdo con la fe. Esta es la razón por la cual Judas ofreció este sacrificio por los muertos, para que fueran perdonados de su pecado" (2 Mac.12, 41-46).

En el Nuevo Testamento encontramos también sustento a la doctrina del Purgatorio. San Pablo, en la primera carta a los Corintios, argumenta acerca de las obras probadas a fuego el día del juicio: "Si su obra resiste el fuego, será premiado, pero si es obra que se convierta en cenizas, él mismo tendrá que pagar. El se salvará, pero como quien pasa por el fuego" (1 Cor 3,14-15).

Puede uno preguntarse cómo debe entenderse el fuego, si literalmente o en sentido figurado, ya que en realidad, difícilmente las almas pueden sentirlo.

Distingamos la noción de fuego como castigo, que se aplica tan solo al infierno, del fuego purificador y santificador del Purgatorio. Santa Catalina de Génova nos da una hermosa solución: "El amor de Dios es un solo fuego, experimentado como infierno, purgatorio o amor, de acuerdo con el estado espiritual de quien se sumerge en él".

Cuando Jesús se refiere al pecado contra el Espíritu Santo, asegura que no será perdonado ni en este mundo ni en el otro, dando a entender que otros pecados sí pueden ser perdonados después de la muerte.

ORAR POR LOS MUERTOS

Por eso la Iglesia siempre ha propiciado, desde los primeros años, sufragios por los muertos. Tertuliano (200 d. C.), San Efrén, San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, mencionan que el ofrecimiento de la Eucaristía era el sufragio más común desde entonces.

Alejandro de Hales, teólogo inglés, explica que las almas en el Purgatorio no pueden hacer nada por sí mismas, no pueden ya hacer méritos y están necesitadas de ayuda, quedan abandonadas del todo. El tiempo de hacer buenas obras, de hacer méritos se les ha terminado. Su esperanza, está basada esencialmente en las acciones y oraciones de los demás: "Los sufragios son los méritos de la Iglesia, disminuyendo el dolor y sufrimiento de un individuo".

Santo Tomás de Aquino asegura que el Purgatorio, es más "medicinal" que "vindicativo". Dios no nos "castiga" por nuestros pecados veniales sino que ofrece un sufrimiento correctivo que pueda purificar nuestro amor por Él. Así consideró lógico que exista una proporción entre la gravedad del pecado y la intensidad del sufrimiento. Santo Tomás nunca cuantificó esto, pero en la Edad Media estaban fascinados con los números cuando las matemáticas florecían. Fue natural, para la gente sencilla, cuantificar la gravedad del pecado de acuerdo con la duración de la penitencia impuesta al confesarse.

En el siglo XI los monjes del célebre monasterio de Cluny (Francia) dedicaron el 2 de noviembre para orar por sus miembros y benefactores difuntos y ya en el siglo XIII la costumbre de orar ese día por "los fieles difuntos" se había extendido a toda la Iglesia.

 

 

LAS INDULGENCIAS POR LOS DIFUNTOS

Recordemos la doctrina que nos enseña que nuestros pecados conllevan la culpa y la pena. En el Sacramento de la Reconciliación Dios perdona la culpa, pero queda la secuela llamada pena, que hay que satisfacer de algún modo. Un ejemplo puede aclarar esto: supongamos que un niño jugando, rompe con la pelota el vidrio de un vecino. El niño acepta su culpa y pide perdón; el vecino le perdona, no lo castiga, pero le exige que pague el vidrio roto.

Igualmente en el Sacramento de la Reconciliación, en el cual Dios perdona la culpa, se impone además una penitencia con la intención de condonar también la pena debida, de "pagar el vidrio roto". Las penitencias impuestas antiguamente a los pecadores, aunque graduadas, consistían en obras exteriores, algunas veces de considerable duración como el ejercicio de obras de caridad por un tiempo, múltiples ayunos o largas peregrinaciones. Podía suceder que el penitente, muriera antes de haber cumplido con su penitencia, por ejemplo peregrinar a Santiago de Compostela o ayunar treinta veces y la preocupación de los parientes y amigos estimuló la esperanza de que la deuda pudiera ser pagada por ellos en esta vida, como lo hiciera Judas Macabeo, aunque el difunto estuviera ya en el más allá.

Fue natural transponer al Purgatorio, una escala de tiempo muy terrenal con la intención de pagar o "completar" los días de penitencia que debía el pecador difunto.

Más adelante, se hizo común la práctica de conmutar aquellas largas penitencias exteriores por oraciones o devociones interiores. La Iglesia concedía satisfacer con una acción u oración determinadas, los días de penitencia debidos, aplicando los méritos infinitos de Cristo y de todos los Santos. Es lo que se llamó "Indulgencias".

Las indulgencias fueron expresadas en términos de días de penitencia. "Trescientos días de Indulgencia" significaba en realidad que la oración o la acción indulgenciada equivalía a trescientos días de ayuno o penitencia pública, Así al poder aplicar por los difuntos alguna indulgencia completaríamos: sus penitencias interrumpidas por la muerte. Y fue lógico que el concepto de "días de indulgencia" se entendiera como "abreviar" los días de Purgatorio, como si en la otra vida existiera el tiempo.

LOS PROTESTANTES Y EL PURGATORIO

En el siglo XVI los Protestantes rechazaron tanto la idea del Purgatorio como la de que se puede orar por los difuntos para liberarlos, debiendo para ello, suprimir de la Biblia los dos libros de los Macabeos, argumentando que no son inspirados por Dios. En parte la culpa de dicho rechazo fueron las imágenes medievales, colmadas de fantásticos excesos y una equivocada aplicación de las indulgencias en favor de las ánimas del Purgatorio.

En contra del protestantismo, el Concilio de Trento en 1563 aseguró "que hay un Purgatorio y que las almas en ese estado son auxiliadas por los sufragios de los fieles y en especial por el Sacrificio del Altar".

LA COMUNION DE LOS SANTOS

En el Credo que resume las verdades predicadas por los Apóstoles declaramos creer en la Comunión de los Santos. "¿ Qué es la Iglesia sino la asamblea de todos los santos?" Cita el Catecismo de 1a Iglesia Católica en el número 946. La comunión de los santos es precisamente la Iglesia y "como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de unos se comunica a los otros... es pues necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. El miembro más importante, evidentemente es Cristo, ya que Él es 1a cabeza de la Iglesia. Así, el bien de Cristo, sus méritos infinitos, es comunicado a todos los miembros por los Sacramentos de la Iglesia" (Santo Tomás de Aquino, Symb.10).

Como la Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un "fondo común" (Cat. Igl. 947).

Pensemos en las dimensiones del tesoro que la Iglesia posee como fondo común: los méritos infinitos de Jesucristo mismo (tan sólo ellos bastaban), a los que se añaden los de la Virgen Santísima, los de todos los Mártires de la historia cristiana, desde San Esteban el primero, hasta nuestros Mártires Cristeros, los miles y miles que dieron su vida por la fe en la guerra civil española, de los cuales el Santo Padre acaba de beatificar a 233 y los que siguen siendo asesinados en las Misiones principalmente en África negra en nuestros días. ¿Quién podrá contar los cristianos martirizados bajo el nazismo alemán, el estalinismo soviético, las persecuciones en Vietnam, Corea y China? Además hay que añadir los méritos de miles y miles de Santos no mártires, algunos de ellos tan conocidos como San Francisco de Asís, San Agustín, Santa Teresa de Ávila o Santa Catalina de Siena, aquellos cuyo nombre llevamos, y todos aquellos que son multitud y han vivido su vida en la Gracia de Dios y están en el cielo sin que nosotros lo sepamos.

Pero todavía hay que sumar los méritos de los cristianos que viven actualmente en esta tierra en santidad, y son miles y millones: obreros, campesinos, profesionistas, amas de casa, sacerdotes, religiosas, jóvenes, solteros, niños inocentes, enfermos, ancianos, etc. ¡Vaya tesoro grandioso!

Este tesoro, este fondo común, aprovecha a toda la Iglesia como vasos comunicantes por la Comunión de los Santos. Ya en los Hechos de los Apóstoles se relata cómo los discípulos "acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hech 2, 42)

La comunidad primitiva, gozaba de la comunión en todos los sentidos: bienes materiales, comunión en la fe, en los sacramentos, en la caridad, en los carismas.

En el magnífico documento del Concilio Vaticano llamado "Lumen Gentium" (Luz de las Naciones) en el número 49 podemos leer: "La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que se durmieron en la Paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales".

"Nuestros hermanos que están en el cielo, a los que llamamos Santos y veneramos como tales, están más íntimamente unidos con Cristo y no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron cuando vivían en la tierra. Su solicitud fraterna ayuda mucho a nuestra debilidad" (LG 49). Y esto no son ni ilusiones ni teorías: en la vida de la Iglesia y de cada uno de nosotros, hemos podido constatar una y mi1 veces, la eficacia de la intercesión de nuestros Santos Patronos. Santa Teresita del Niño Jesús dijo y lo ha cumplido muy eficazmente: "Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra".

Debemos confiar en el Santo cuyo nombre tenemos el honor de llevar, honrarlo, rezarle, festejar su día y felicitar a los que llevan su nombre. Ser conscientes de que tenemos un "tocayo" en la presencia de Dios, en el cual podemos apoyarnos: en nuestras empresas y dificultades. Debemos por tanto evitar dos errores: primero, confundir el día de nuestro Santo Patrono con el de nuestro cumpleaños, que pueden no coincidir. Y segundo, imponer a los niños nombres "ajenos al sentir católico" como nos indica el Catecismo de la Iglesia Católica (2156), al escoger nombres extravagantes o extranjeros, desvinculando al niño tanto de la Comunión de los Santos, como de nuestra misma cultura.

Si los que estamos actualmente peregrinando en la tierra podemos orar por los demás y hemos constatado en múltiples ocasiones la eficacia de nuestra pobre intercesión, ¡cuánto más pueden orar por nosotros los Santos en el cielo!

Firmemente seguros, pues, de la Comunión que existe entre los Santos, la Iglesia desde siempre honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ha ofrecido por ellos oraciones y sacrificios.

El gran pontífice Paulo VI declaró bellísimamente: "Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones".

A MODO DE CONCLUSIÓN

Es maravilloso que por la Comunión de los Santos podamos nosotros auxiliar a las Ánimas del Purgatorio. Así como practicamos Obras de Misericordia por los vivos (limosnas, orfanatorios, dispensarios, hospitales, asilos, escuelas, etc.) podemos y debemos tener también misericordia con los difuntos que necesitan y esperan nuestras oraciones y sacrificios para poder ya presentarse ante Dios en el Cielo.

Si nuestros hermanos en estado de purificación actualmente no pueden hacer nada por nosotros, pensemos en aquellos que por nuestra intercesión fueron liberados del Purgatorio y estando ya en la presencia de Dios, guardan agradecimiento e interceden, ahora sí, por nosotros. Podemos tener abundantes abogados cuando nosotros mismos estemos purificándonos en el Purgatorio. Una vez liberados, seremos recibidos gozosamente por nuestros parientes, amigos y aún desconocidos que recibieron de nuestra parte sufragios.

El "culto a los muertos" de los días 1 y 2 de noviembre, debe ser más bien, oración por ellos. Las ánimas no son beneficiadas gran cosa cuando en su tumba comemos lo que al difunto le gustaba y le cantamos las canciones que prefería y que ahora ya no puede oír.

Oraciones, sacrificios y sobre todo el Santo Sacrificio de la Misa, ofrecidos por nuestros difuntos, es el sentido auténtico del 2 de noviembre.

Las almas de los difuntos, no están en su tumba. Un cristiano nunca se queda en el sepulcro. Está o en el Cielo gozando de Dios, o en el Purgatorio preparándose para el encuentro eterno y feliz.

Cuando asistamos a un funeral, debernos ir preparados para hacer oración por el difunto. Casos se dan en que nadie sabe dirigir un Rosario, nadie reza nada. Sentados alrededor del cadáver, la gente conversa, cabecea soñolienta y no falta la ocasión para chacoteos y chascarrillos para pasar el rato.

Existen devocionarios preciosos para la ocasión y podemos hacer de esos momentos tan tristes como vacíos, un sufragio por el alma del difunto.

Mucho más importante que llevar a la capilla ardiente una enorme y costosa corona de muertos (flores), será el celebrar por el difunto una Misa de cuerpo presente, teniendo en cuenta que no es fácil, debido a la carencia de sacerdotes, el conseguirlo. Pero merece la pena el intentarlo.

En esta búsqueda, recomendamos mucho el tener cuidado porque abundan los falsos sacerdotes que merodean por las funerarias ofreciendo "misas" al vapor, que no son sino una burda y sacrílega farsa y de paso cobran carísimo. Hay que exigir la credencial actualizada expedida por el Arzobispado y de no exhibirla, denunciar al falso sacerdote y advertir a los demás deudos de otras capillas.

La Eucaristía no conviene celebrarla, como pueden desearlo los deudos, en la misma casa del difunto donde no existen las mínimas condiciones adecuadas para una celebración. Para eso están las Parroquias y las funerarias.

 

"Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu humano y sigue siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro redentor". Juan Pablo II


Bibliografía:
R. P. Pedro Herrasti, S. M.
Folleto EVC No. 57
1a. Edición 2001

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