VI

DIOS, HORIZONTE Y PLENITUD DEL HOMBRE

 

1. El significado de la palabra “Dios”

El protagonista de Los siete mensajeros de Buzzati, príncipe heredero de un país sin identificar, parte un día para explorar el reino de su padre. Decide llegar hasta la última frontera, tan alejada que en realidad nadie ha visitado nunca. Al cabo de ocho años y medio de viaje, cuando escribe el relato de esa experiencia, todavía no ha conseguido alcanzarla y, a pesar del largo camino recorrido, las noticias que recaba de sus súbditos de aquella tierras alejadas sobre la situación exacta del límite fronterizo siguen siendo tan confusas como lo eran en la capital. Este hecho, sin embargo, en lugar de incitarle al desánimo lo espolea cada vez más en su búsqueda. Le asalta la vaga premonición de un descubrimiento desconcertante: “no existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan, ni montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera”.

Algo le indica que allí, en aquel remoto confín, encontrará cosas nuevas y sorprendentes: “Desde hace un tiempo se despierta en mí por las noches una agitación insólita. Y no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas a las que me dirijo. Día a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando -y hasta ahora a nadie se lo he confesado- cómo en el cielo resplandece una luz insólita como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar. Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo, mi mensajero, desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje”.

El relato es de un evidente sentido parabólico, una metáfora de la vida del hombre que, abandonando el terreno cómodo y trillado de lo instantáneo, de las pequeñas certezas del momento y del lugar, se atreve a viajar hasta el final de sí mismo en un deseo de encontrar los límites, las fronteras reales que definen el ser hombre. Y entonces ocurre lo inesperado: según se acerca a la previsible frontera, al supuesto límite, algo le sugiere que el tal límite quizá no exista: el hombre finito atisba al final, más allá de sí mismo (y más adentro), lo infinito; el viajero, hecho de tiempo, presiente la eternidad. El hombre, cuando busca sinceramente y se pone en camino, encuentra más de lo que buscaba: encuentra en el horizonte de su última frontera a Dios.

En los capítulos anteriores hemos procurado, como el explorador de Buzzati, llegar hasta esa última frontera de la vida del hombre recorriendo las zonas más profundas, las galerías subterráneas que van por debajo de la brillante superficie de uno mismo y las regiones más alejadas y menos visitadas. Así hemos intentado resolver la pregunta acerca de la extrañeza del propio existir -¿cuál es la fuente de la que procedo y por qué estoy aquí?-, la desazón que siente el hombre al experimentar su vida como no plenamente satisfactoria, siempre deseando más y siempre constatando que la meta conseguida nunca colma esa secreta aspiración. “Los ríos afluyen continuamente al mar, pero el mar nunca rebosa”, dice la Escritura; así se ve también el hombre: siempre por llenar, como si la felicidad a la que aspira quedara más allá de todos sus intentos por alcanzarla, siempre entrevista y nunca conseguida.

Thibon expresa con precisión esta profunda sugerencia que entiende esa radical insatisfacción como una manifestación del hambre de Dios que el hombre experimenta en su interior y que ninguno de los alimentos terrenales de que dispone es capaz de saciar: “Habría que hacer ver a los hombres la made la realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocupaciones cotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no puede dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible”.

Hemos tratado de desentrañar la nostalgia que en ciertos momentos de lucidez solitaria asalta al hombre y le hace experimentar la sensación de encontrarse lejos de su verdadero hogar; su rebeldía ante la muerte, que entiende como contraria a su radical tendencia a no morir; su reconocimiento de estar de paso, y su esperanza en un futuro en el que tenga sentido y recompensa todo lo insatisfactorio de esta vida -el mal, el dolor propio y ajeno-; un futuro que avizora como lugar de la plenitud, como felicidad lograda y amor eternamente correspondido en plenitud de gozo.

Por otro lado el hombre entiende su existencia como don, don de Alguien que es fundamento originario y que en la experiencia del amor humano se vislumbra -más allá del horizonte de la experiencia directa e inmediata- como Amor último que nos acoge en su eternidad: Amor originario y fundante, pero también Amor último y definitivo: aquel al que toda la tradición religiosa ha llamado Dios.

Desde la reflexión antropológica Dios aparece como explicación necesaria del sentido de la propia existencia y del propio ser-así del hombre, de su ser-como-es: una reclamación imprescindible (Lucas).

Análogamente -aunque no haya sido objeto de nuestro estudio parece necesario al menos mencionar la cuestión-, desde una reflexión cosmológica también aparece la necesidad de Dios como fundamento del ser de las cosas y de su ser-así: el orden, la belleza del Universo, que la experiencia del mal matiza pero no elimina. El hombre, al razonar, no sólo encuentra huellas de Dios en sí mismo sino en el Universo entero: la inmensidad de lo existente, la pasmosa belleza que exhiben las realidades naturales, el orden que rige el comportamiento del mundo en todos los órdenes, desde los fenómenos subatómicos a la expansión de las galaxias, el admirable dinamismo que lo constituye y lo actualiza... Contemplando el mundo, el hombre se eleva desde allí hacia la inteligencia de ese absoluto con el que se encuentra en su propio interior. Cuando se miran las cosas con un corazón libre de prejuicios, inteligente y sencillo, el hombre puede llegar sin excesiva dificultad a la conclusión de que es razonable la existencia de Dios.

En la búsqueda de esa explicación última el hombre ha de ir fuera y más allá de sí mismo, más allá de sus propias fronteras. Lo que explica al hombre viene de más allá del hombre, lo trasciende. Y precisamente por eso, porque la respuesta viene de más allá de él mismo, de lo que para él es terra incognita, Dios es a la vez el más necesario pero también el Gran Desconocido. Desde el conocimiento natural del hombre la existencia de Dios aparece como necesaria, pero su naturaleza -la idea de Quién sea verdaderamente Dios- aparece confusa, como algo que se vislumbra a lo lejos sin acertar a definir con precisión. La universalidad del fenómeno religioso se apoya precisamente en esa idea de necesidad con que la existencia de Dios se presenta a la mente humana, y la diversidad de respuestas religiosas se corresponde con ese modo confuso con que la mente humana capta la naturaleza de Dios.

Esa imagen de Dios que alcanza la razón humana en su deseo de encontrar respuestas a los interrogantes esenciales que se suscitan en el interior del hombre es -por razones que más adelante veremos- una imagen con múltiples y dispersos reflejos. La respuesta acerca de la existencia de Dios es positivamente unánime en todas las distintas tradiciones culturales y en todas las épocas de la historia, pero la pregunta acerca de la naturaleza de Dios -¿quién es Dios?- es diversa en muchas de ellas, hasta el punto de que en algunas la imagen está tan deformada, tan infectada de comportamientos y analogías antropomórficas, que resulta una imagen degradada en la que es más fácil reconocer la huella del hombre que la de Dios.

La dispersión y fragmentación con que se presenta la idea de Dios, esa pluralidad de imágenes refractadas, es un índice de la dificultad misma de esa operación y de la condición de realidad-límite con la que Dios se presenta a la reflexión filosófica: de él podemos tener una imagen real pero de impreciso perfil; a eso se añade que Dios es una realidad trascendente; Dios está más allá del horizonte de la experiencia del hombre, más allá de las fronteras de sus posibilidades cognitivas inmediatas: invisible, inaudible, intangible; es, por tanto, una realidad inmanipulable por el hombre: el hombre no se puede acercar demasiado a ella, no puede llegar a tocarla, no puede experimentar con ella ni disponer de ella a su antojo. No se trata de una lejanía física al menos no necesariamente- pero sí de una distancia ontológica. El hombre entiende que Dios no es una cosa entre las cosas, un ser más entre los seres existentes (ni siquiera sirve decir que es el más alto o el más digno): “no hay Dios de la misma manera que hay hombres y hay cosas” (Kasper).

Por eso mismo Dios es inabordable: el hombre no puede saltar el muro de los límites de Su esencia y hurgar en su interior para ver sus reacciones A la pura razón humana se le escapa lo que Dios es por dentro, la esencia íntima de Dios, lo que podríamos llamar su ser interior, que sigue resultando misterioso. Pero en este caso no se trata de un misterio negativo, sino positivo: no se trata de defecto de realidad sino de exceso, de riqueza de realidad. Dios supera todo lo que somos capaces de experimentar, de entender y de imaginar. No es que no podamos decir nada sobre Dios con pretensión de verdad, pues ya la Biblia advierte que “por la magnitud y belleza de las criaturas se percibe por analogía al que les dio el ser” (Sabiduría, 13, 5); podemos tener de Dios un conocimiento verdadero, pero siempre mediato y reflejo, extraído del “testimonio de Él que se contiene en sus vestigios, sus signos o sus espejos aquí abajo” (Maritain). Dios siempre será mucho más, y distinto, que todo lo que afirmemos los hombres sobre Él. Nuestras afirmaciones sobre Dios pueden ser verdaderas pero siempre son incompletas, insuficientes: un pálido reflejo de que Él verdaderamente es y de la manera como lo es.

El hombre no puede nombrar a Dios, no puede conocer su verdadero nombre, el nombre que responda a su esencia, a su modo de ser. Nombrar es distinguir, definir, trazar límites. Sólo lo limitado se puede nombrar, sólo a lo finito le corresponde un nombre. Asignar un nombre al Infinito sería traicionar su propia esencia. Dios es el innombrable. Detrás de la palabra Dios se oculta Aquel cuya riqueza existencial desborda todo límite y, por tanto, todo nombre con el que los hombres intentemos nombrarlo. Si las diversas tradiciones religiosas asignan nombre a Dios, ya se entiende que se trata de un nombre convencional, motivado sólo por la necesidad que el hombre siente de invocarlo. Sólo Dios conoce su verdadero nombre.

Por eso, en el fondo, sólo Él con su Revelación, con su manifestación a los hombres es capaz de romper ese carácter de ambigüedad de la idea de Dios que los hombres consiguen hacerse, sólo Dios puede hablar con propiedad de Sí mismo: “sólo la Revelación rompe el hermetismo del mundo y ofrece la posibilidad de discernir y superar sus ambigüedades” (Guardini). “Sólo Dios habla bien de Dios”, decía Pascal, sólo de Él puede venirnos la certeza de que lo que pensamos sobre Él sea verdadero.

El hombre, sin embargo, desde el principio ha sentido la necesidad de entrar en contacto con esa Realidad Transcendente, con ese poder misterioso que la naturaleza de algún modo trasparenta y su propia conciencia presiente. La pregunta por el nombre propio de esa presencia poderosa que determina y da sentido último a la existencia y a la realidad, que está en la base del fenómeno religioso, encuentra diversas respuestas en las diferentes religiones, que “no son sin más un producto aberrante de la razón precientífica (...), fenómenos marginales más o menos irrelevantes o pintorescos a los que el ancho mercado de la tolerancia reserva un lugar para su consumo a la carta según el gusto privado de los ciudadano, como ha pensado un tanto ilusamente una determinada crítica de la religión de estos dos últimos siglos. Al contrario, en las religiones se expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño para el mismo hombre: su apertura natural a Dios”, el reconocimiento del contenido enigmático de la realidad y del propio hombre, que nos remite a un misterio último (CEC, Dios es amor).

Las discrepantes pretensiones de verdad de las religiones suelen ser presentadas superficialmente como prueba de la falsedad de todas ellas. Vista la cuestión en profundidad, resalta precisamente lo contrario. Las diferencias entre las religiones, algunas de ellas notables, no deberían ocultar las múltiples cuestiones esenciales en que concuerdan. Las diferencias resaltan más precisamente porque destacan sobre un amplio fondo de afirmaciones compartidas.

Ese fondo compartido es claramente perceptible en el núcleo de las grandes tradiciones religiosas, tanto orientales como occidentales; en otras, el espesor de ese sustrato se adelgaza y estrecha hasta originar en su extremo formas religiosas degradadas que limitan con el politeísmo, o incluso expresiones severamente deformadas del verdadero sentido religioso.

Por otro lado, en esas grandes tradiciones religiosas se advierte un progreso en la manera de concebir la divinidad, que ya no es sólo un poder del que se esperan obtener beneficios y cuya cólera se ha de rehuir, sino que se convierte en objeto de amor. Entonces la forma de relacionarse con la divinidad no es el temor sino una actitud distinta, un trato delicado y afectuoso : la eusebeia de los griegos, la pietas de los latinos, la bhakti de los orientales, cuya forma de expresión más adecuada es la oración (Daniélou). Las religiones naturales son manifestación de ese deseo misericordioso de Dios “que ha hecho habitar sobre la tierra a todas las razas humanas (...) para que busquen a Dios y, siquiera a tientas, lo hallen, pues no está lejos de quienes lo buscan” (Act. 17, 26-27), y que “no deja de hacerse presente de muchas maneras ( ... ) a los pueblos mediante sus riquezas espirituales, de las que las religiones son expresión principal y esencial, aunque contengan lagunas, insuficiencias y errores” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 55).




2. La cuestión del ateísmo

La pregunta que se plantea entonces es la de por qué hay gente que no cree en Dios. Responderla nos puede llevar lejos, pero hay que hacerlo porque es importante lo que dice, aunque no dice todo lo que hay. No dice, por ejemplo, que es mucho mayor el número de los que creen en Dios que los que declaran que no creen. Y de los datos estadísticos tampoco se deduce que entre la gente instruida el porcentaje de los que creen en la existencia de Dios es menor que entre el común de los mortales. Ni tampoco que entre los científicos, por ejemplo, el porcentaje descienda y vaya decreciendo de año en año. El porcentaje de científicos que creen en la existencia de Dios hoy es el mismo que el de comienzos de siglo, tal como indica una estadística publicada recientemente.

A estos efectos conviene decir que los científicos no tienen más motivos para creer en Dios o para dejar de creer. Un autor francés, Cristian Chabanis, realizó una encuesta entre científicos e intelectuales franceses preguntándoles acerca de su creencia en Dios. Con el resultado de la encuesta publicó dos libros (“¿Dios existe? Sí” y “¿Dios existe? No”). La principal conclusión del trabajo es la siguiente: los científicos responden sí o no a la cuestión de Dios no por ser científicos sino con independencia de eso. Ni el creer ni el no creer son el resultado de la ciencia que poseen, sino que es una cuestión de otro orden: con los mismos datos unos creen y otros no. Se trata de una decisión personal, íntima, motivada por otras razones.

De entre los entrevistados -confiesa el autor- nadie le causó más impresión que un ilustre biólogo, Jean Rostand, que expuso a las claras su modo de ver las cosas. Decía Rostand: “¿La cuestión de la fe? Me la planteo todos los días, sin cesar. He dicho no. He dicho no a Dios, si se me permite expresarme de esta manera brutal; pero la cuestión se replantea a cada instante. Yo me digo, ante una cuestión: ¿es esto posible? A propósito del azar, por ejemplo, me digo: no puede ser el azar el origen de los fenómenos biológicos. Pero entonces, ¿qué, si no? Y aparece toda una cadena de preguntas, siempre las mismas. Y las vuelvo a considerar. Estoy obsesionado, digámoslo claramente, obsesionado, si no por Dios, por el no-Dios. Así es”. Esto significa algo verdaderamente importante en esta cuestión: que el hombre es capaz de creer, pero capaz también de “no querer creer”.

El hecho sociológico de que la mayoría de los hombres se declare creyente, bien mirado no tiene nada de extraño: los signos que lo reclaman son tan abundantes y tan insistentes para quien observa los hechos con un corazón libre de prejuicios que, para afirmar que Dios no existe, se podría decir que casi hay que renunciar a pensar, a tener los ojos abiertos y dejar que surjan libremente las preguntas en el interior de uno mismo; o apostarse deliberada y sistemáticamente en la duda o la sospecha. Por complicada que parezca la proposición “Dios existe”, algo dentro del hombre le lleva a afirmarla espontáneamente, aunque en casos particulares no sepa expresar las razones precisas de ese asentimiento.

Cuando San Pablo en la Carta a los Romanos, refiriéndose a los paganos, es decir, a los que no habían recibido la gracia de la fe, dice aquello de que “lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó. Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante sus obras. De manera que son inexcusables, por cuanto que conociendo a Dios no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios” (Romanos 1, 19-22) no está tratando de establecer una verdad dogmática por encima y más allá de la experiencia, sino que está aludiendo a un hecho generalmente aceptado con base precisamente en la experiencia común de la humanidad.




3. Conocer y desconocer a Dios

El hecho de que haya personas que afirmen que Dios no existe se debe a múltiples razones que, en el fondo y resumiendo mucho, se podrían reducir a tres.

En primer lugar cabría aludir a una razón de índole psicológica que consiste en el hecho mismo de que Dios sea inaccesible para nuestros sentidos, para nuestra capacidad inmediata de conocimiento: la inevidencia de Dios. Nadie ha visto nunca a Dios, nadie ha visto su rostro (ni puede verlo, convendría añadir; hasta el punto de que si vemos algo, con toda certeza podemos decir: eso no es Dios; eso es cualquier cosa menos Dios). Tampoco escuchamos su voz en nuestros oídos, ni lo podemos tocar con nuestras manos. Está más allá de nuestro horizonte experiencial; no pertenece al grupo de seres con los que, por caer bajo el campo de la experiencia (se pueden ver, tocar, oír) nos une una relación de familiaridad, de cotidianidad. Dios nos desborda al venir de más allá de todo eso, y el hombre experimenta evidentes dificultades cuando tiene que vérselas con Él, con el conocimiento de esa realidad trascendente. La dificultad para saber exactamente quién es Dios arranca precisamente de ahí, de la falta de experiencia directa e inmediata que el hombre tiene de Él. Dios es inexperimentable por nuestros sentidos; y lo es precisamente porque no es un simple objeto como otros, una cosa entre las cosas, un algo existente como todos los demás algos existentes; no es sólo cuestión de una mayor elevación y dignidad de Dios con respecto a los demás seres, sino sobre todo y además, de una diversidad absoluta e incomparable de órdenes.

Pensar en Dios como un algo es el punto de vista que condicionó el modo como la Modernidad, desde la Ilustración, ha enfocado la cuestión de Dios. El resultado es un concepto de Dios más cercano al de las religiones paganas que al Dios revelado en Jesucristo. Para la Ilustración Dios existe y es el fundamento y creador de todo, pero puesto que no aparece como realidad operativa en el funcionamiento del universo, se da por hecho que de algún modo Dios ha abandonado a su suerte el mundo que creó, de tal manera que no interviene de ninguna manera en su marcha. De este modo comienza a cumplirse ese empobrecimiento de las resonancias que hasta entonces suscitaba la palabra Dios: la realidad palpitante y sobrecogedora del Dios vivo y verdadero ha quedado convertida en la idea de Dios, reducida a un mero concepto, a una simple categoría filosófica, a un concepto abstracto que desempeña determinadas funciones dentro de una explicación conceptual y sistemático del universo (Morales).

En su extremo el deísmo acaba por pensar que Dios no sólo ha abandonado al universo después de ponerlo en marcha, sino también al hombre. La inexperimentabilidad de Dios significa también, como dijimos anteriormente, que Dios es inmanipulable por el hombre. En este sentido se puede decir que Dios está indisponible: el hombre no puede echar mano de Él a su antojo. Esta idea terminó por resultar intolerable para una cultura en la que el hombre ha hecho de sí mismo la figura central, realidad autónoma respecto a cualquier instancia que no sea él mismo. Por otro lado, para la Modernidad, tan volcada en el hacer y el saber hacer, un Dios inmanipulable es sinónimo de un Dios ineficaz (no sirve para nada), pero sobre todo perturbador (puesto que es impredecible: una permanente variable que escapa de nuestra área de influencia). Esta perversión de la realidad de Dios como Dios útil y la resistencia de Dios a manifestarse como tal termina por hacer que en la Modernidad Dios parezca no sólo alejado del mundo sino también del hombre: un Dios ajeno, extraño. Pero en realidad ha sido el hombre el que ha abandonado a Dios, ha sido el hombre quien ha tomado unilateralmente la decisión de alejarse.

Al cabo de la última crisis de la Modernidad nos encontramos con que el hombre se encuentra demasiado solo. Se ha hecho realidad que “cuando el hombre huye de Dios no es Dios quien lo persigue, sino los ídolos” (Ratzinger), esos sustitutos que él mismo se ha buscado y que en realidad no son sino las máscaras de su locura. El hombre empieza de nuevo a pensar que no le basta que Dios exista como Gran Arquitecto del universo, sin que yo sea nada para él, ni él para mí. No es ésa la idea que el hombre espontáneamente tiene de Dios. Ése es un Dios teórico, no el Dios real que el hombre intuye y por el que en el fondo suspira, un Dios compasivo y cercano, entrañable, que salve al hombre de sus propias locuras, que tan frecuentemente terminan en castigo y ensañamiento con los demás: un Dios personal, un Alguien que lo acoja.

Si consideramos a Dios bajo el aspecto de Alguien más que algo, la cuestión del conocimiento de Dios toma un aire nuevo y distinto, no sólo como conocimiento indirecto exterior de Dios (la huella de Dios en sus obras, en todo lo creado), sino también y, quizás sobre todo, como premonición interior, difícil de ser conceptualizada y expresada en palabras, pero clara en su modo de ser percibida. Así como se experimenta a veces la percepción real de sabernos mirados por alguien a quien no vemos, o la de que hay alguien en la habitación en la que nos encontramos, o como el enamorado experimenta la presencia del amor ausente y físicamente alejado, ese presentimiento del corazón es verdaderamente una huella misteriosa de Dios en el interior del hombre mismo: manifestación de su ser invisible, presencia de su aparente ausencia.

Para conocer las cosas basta acumular suficientes datos sobre ellas con una cierta organización. Para conocer a las personas eso no es suficiente, y a veces ni siquiera necesario; al menos, el conocimiento de una persona no depende directamente de la abundancia de información sobre ella. Conocer, referido a las personas, tiene un sentido más profundo y amplio que el puramente intelectual, gnoseológico. Esta apreciación cobra aún mayor valor cuando se refiere al conocimiento de Dios. Un gran inspirador de la teología oriental afirma: “saber decir algo sobre Dios no significa haberse encontrado con Él” (Palamas); porque se puede saber mucho sobre Dios y, sin embargo, conocerlo poco. En la tradición cristiana, tanto oriental como occidental, conocer a Dios equivale a encontrarse con Dios, entrar en comunión con él, tener la experiencia de Dios. Aquí ya no se trata entonces solamente de una intervención de la inteligencia, sino también del corazón. Intervención del corazón no significa abandonarse al sentimentalismo sino al contrario, dejar que se exprese libremente esa apetencia interior de sentido que añade ese plus al conocimiento puramente intelectual, que queda convertido en verdadero conocimiento sapiencial. Porque sólo se entiende en profundidad aquello que se ama, “sólo se entiende con el corazón”, decía Saint-Exupéry. Esta misma idea se encuentra en San Buenaventura: “Este modo de conocimiento -se refiere al conocimiento de Dios- sólo es posible en quien está radicado en el amor”.

La realidad de Dios no “salta a la vista”, pero sí se hace presente de algún modo al corazón del hombre, al corazón abierto del hombre. Por corazón se entiende aquí no tanto la sede de la afectividad sino el fondo mismo de la persona. Que Dios de alguna manera se haga patente al corazón abierto del hombre significa que acaba por dejarse encontrar por todo aquel que, con actitud sincera, busca abierta y francamente la verdad. En ella acaba encontrando la huella inequívoca de esa Presencia oculta pero cercana. Esa disposición de apertura irrestricta a la realidad, pone al hombre en situación no tanto de demostrar a Dios cuanto de abrirse a un encuentro con Él. Esa actitud es condición indispensable para conocerlo. Dios no se deja manejar, pero sí se deja encontrar por todo aquel que lo busca con corazón sencillo. Las “pruebas” de la existencia de Dios sólo cobran validez para aquellos que las toman como confirmaciones de una premonición, de una sospecha positiva previa acerca de Él, de un presentimiento radical del corazón. Esa sospecha previa es tan necesaria como el rescoldo escondido entre las cenizas para que la leña de las argumentaciones se conviertan en hoguera encendida. Sin brasa o sin chispa no habrá fuego, por mucha y buena que sea la leña acumulada. Las condiciones interiores de acercamiento son determinantes: los presupuestos de la búsqueda, y no sólo el método, determinan el resultado de cualquier investigación. A Dios lo encuentran quienes lo buscan con ganas, con deseo, como se busca lo esencial o, por decirlo utilizando una expresión muy utilizada en la literatura religiosa, con sed: la fuente dice Thibon- solo se muestra a quien se acerca a ella sediento.

“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños...”. Estas palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo (Mat. XI, 25) deberían incluirse necesariamente como prólogo en todo discurso sobre Dios. A Dios sólo lo entienden esos a los que el Señor nombra como los sencillos. Sencillos no quiere decir incultos, indocumentados, inteligencias fácilmente manipulables. Por el contrario, sencillos son los humildes, los que no se creen el centro del mundo, los que no piensan que lo importante acaba en la periferia misma de su yo, quienes además de la inteligencia mantienen intacta la capacidad de su corazón para dejarse deslumbrar... y para agradecer. Quien no sea uno de ellos o no pida a Dios la gracia de serlo, sabrá muy poco de Dios.

Sólo quien posee esa disposición interior está en condiciones de descubrir que “Dios es inaccesible y está al alcance de la mano; envuelve al hombre por todas partes. No hay solamente un camino, como hacia un oasis a través del desierto o hacia una nueva idea matemática a través de una demostración; para el hombre hay tantas vías de aproximación a Dios como pasos sobre la tierra o caminos hacia su propio corazón” (Maritain).

Sólo los sencillos están también en condiciones de entender que nuestra búsqueda de Dios en el fondo consiste más bien en la labor de dejarnos encontrar por Aquel que nos buscaba desde siempre, como queda admirablemente expresado ya en el primer punto del Catecismo de la Iglesia Católica. Es significativo que la Iglesia comience a hablar de Dios precisamente como de Alguien que busca al hombre: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En El y por El, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada” (CEC, n.1).

El razonamiento lógico, aunque sea esencial e indispensable, no es el único elemento en el proceso global del conocer. Existen otras vías complementarias que la persona explora porque sabe que la verdad además de verdadera es bella, amable, una presencia que aquieta el espíritu (o lo inquieta, según). Conocer algo, y menos aún conocer a alguien, no consiste sólo en medirlo y clasificarlo sino en descubrir toda la verdad que encierra, la verdad que es. Conocer es entrar en diálogo con la realidad, y para ello es necesario abrirse a las cosas; abrir no sólo los ojos, los sentidos, la inteligencia, sino también el fondo mismo de la persona. Conocer es dejar que los objetos se expresen franca y completamente, permitir que se abran; conocer es ponerse en sintonía con la realidad, entrar en diálogo abierto e irrestricto con ella: preguntar y dejarse preguntar, hablar y escuchar.

El subjetivismo moderno recela de estas vías complementarias porque equipara sus resultados con los de la simple sugestión, los identifica como meras creaciones de la propia subjetividad, como si el objeto sólo hubiera sido simple ocasión de que esas emociones nacieran y tomaran cuerpo arbitrariamente en la interioridad del sujeto. La razón para ello habría que achacarla presumiblemente al hecho, por lo demás evidente, de que no siempre el sujeto experimenta la misma sensación en presencia del mismo objeto. Pero ésta no es la única explicación posible de ese fenómeno. Por el hecho de que la contemplación de un paisaje no suscite en todos los observadores una misma emoción estética no se puede afirmar sin más que el concepto de belleza carezca de objetividad, de manera que la expresión “paisaje bello” designe no al paisaje sino a la emoción del sujeto que lo contempla.

¿Porqué no admitir lo bello como algo objetivo, y achacar la ausencia de emoción exclusivamente a una inadecuada disposición del sujeto para captarlo como consecuencia de la variabilidad de los estados del espíritu? Habitualmente utilizamos la expresión “no me encuentro en condiciones de” u otras análogas para referirnos a esa falta de disposición favorable en el sujeto hacia la realización de una tarea física o espiritual. ¿Porqué no admitirla también en el proceso del conocimiento? ¿Porqué no admitir que a veces alguien puede no estar en condiciones de escuchar lo que la realidad nos puede decir, en condiciones de encontrar la verdad? ¿Porqué limitar arbitraria y exclusivamente las vías de comunicación de la verdad a la vía de la racionalidad científico-técnica? En lugar de declarar el relativismo y la inobjetividad de la verdad casi como un presupuesto ¿porqué no declarar que ciertas verdades o ciertas manifestaciones de la verdad son difícilmente alcanzables desde algunas plataformas, desde determinados contextos subjetivos?

“El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Estas palabras de Pascal son habitualmente repetidas en las clases de filosofía simplemente para ser refutadas, cuando el sentido común del común de los mortales -grupo que incluye a los filósofos- entiende que, en cierto sentido, encierran una gran verdad, como lo demuestra la práctica habitual que se hace de ese principio. Esas razones del corazón bien entendidas no tienen nada que ver con estados emocionales, ni se trata tampoco de ímpetus afectivos (que cuando se dan, son siempre posteriores al acto de conocimiento); y no afectan únicamente al grado de certeza con que el sujeto se adhiere a la verdad que la inteligencia le presenta como verdadera, sino al contenido mismo de la proposición que, por ello mismo, se entiende como verdadera. Tienen, por el contrario, cierta analogía con lo que en el campo de la investigación se suele denominar perspicacia intuitiva, habilidad inherente al talante del investigador: una capacidad para ir más allá de los datos y seleccionar con arreglo a ella y no a los datos- una hipótesis que marcará las líneas maestras de la investigación. El investigador en su trabajo raramente encuentra algo sorprendente o inesperado; podrá resultarlo para los demás, pero él encuentra algo que ya de algún modo conocía o, al menos, intuía.

Esas razones del corazón en último extremo son manifestación de la disposición natural que hay en el hombre hacia la verdad, de esa inquietud que no se apacigua sino en el encuentro con la verdad, una especie de sexto sentido añadido a la razón discursiva para detectar lo verdadero. El corazón es la persona entera. Por eso sus razones no se oponen a las del discurso intelectual, sino que las complementan con aportaciones peculiares que sólo por otras vías se pueden encontrar, nuevos elementos para una labor de síntesis con vistas a elaborar un juicio de totalidad sobre la verdad que atienda a todos los indicios. La verdad se encuentra en el foco de convergencia de esas distintas vías de acceso (Newman).




4. Contextos de conocimiento

Una segunda dificultad para el conocimiento de Dios proviene de raíz distinta. Para entenderla conviene avanzar que todo conocimiento tiene lugar dentro de un contexto: el contexto en el que se mueve -y sobre todo el contexto que es- el sujeto que conoce. La noción de contexto de conocimiento es importante y decisiva puesto que ordinariamente es él quien marca el límite entre lo aceptable y lo inaceptable, entre lo que tiene significado y lo que no lo tiene o lo tiene confuso, entre lo que tiene sentido y lo que no. El contexto viene definido por el conjunto de claves interpretativas del sujeto para entender la realidad.

Salvo en el caso de la evidencia, todo conocimiento es interpretación, resultado de un análisis interpretativo de la realidad; o mejor, de los fenómenos manifestativos de la realidad. El sentido verdadero de un texto sólo se aclara si el intérprete está en el contexto adecuado. Hay muy poco signos que tengan idéntico significado en todos los contextos, y todos ellos se refieren a necesidades básicas del sujeto: comer, dormir, etc. Es muy fácil hacer entender a una persona que no conoce nuestro idioma que ha llegado la hora de comer; pero poco más podemos hacer sin conocer ese código de comunicación que es el lenguaje. Pero incluso en el lenguaje ocurre que lo habitual es la polivalencia de los signos, la polisemia que genera ambigüedad en la interpretación: un extranjero que conoce la lengua española “de academia”, al escuchar a su amigo indígena diciendo “tengo un hambre del patín” se sorprenderá de que en este país los patines sean considerados un manjar suculento.

Se puede dar el caso de que aun conociendo perfectamente el significado preciso con que es utilizado cada término en una expresión, la traducción sea completamente errónea (el médico que confunda los síntomas de una angina de pecho con los de una contractura del pectoral izquierdo; un caso real) o no se encuentre sentido a la expresión (un chino que conociendo el idioma, pero sin la menor formación sobre la fe católica, asistiendo por curiosidad a Misa se encontrara con la expresión del Señor en la Última Cena repetida por el sacerdote: “tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo”). Son situaciones que con cierta frecuencia se dan. Pero son errores de conocimiento: hay una interpretación correcta de una realidad que en estos casos no se ha conseguido. No cualquier interpretación es correcta; no es lo mismo diagnosticar una contractura del pectoral izquierdo que una angina de pecho cuando lo que se padece en realidad es esto último. Lo importante de las interpretaciones es que sean respetuosas con la realidad, es decir, verdaderas. Unas pueden serlo más, y otras menos; y no todas tienen necesariamente el mismo valor. Si un diagnóstico médico no es certero, resulta de escaso valor y menor consuelo el hecho de que haya resultado divertido de escuchar o se haya expuesto con brillante elocuencia.

Apliquemos esto al conocimiento de la realidad, y en concreto a la posibilidad de conocer a Dios. A efectos prácticos podemos distinguir entre un contexto personal y un contexto cultural. En el contexto cultural de un pigmeo, un frigorífico o un libro carecen de significado específico; análogamente, en un contexto cultural en el que la noción de Dios (o al menos cierta noción de Dios; por ejemplo, el Dios revelado en Jesucristo) haya sido descartada o abandonada en la práctica o sea sistemáticamente ridiculizada como una cuestión obsoleta y perteneciente al pasado, es muy difícil que la gente se plantee seriamente la existencia de Dios y crea en Él. Sencillamente ya no se sabe qué se está diciendo cuando se dice Dios: se ha evaporado su significado real.

El contexto interpretativo personal es siempre dependiente del contexto cultural, aunque esa dependencia, con ser significativa, admite grados. El contexto personal es importante porque quien entiende es la persona; pero la persona en su integridad, no la sola inteligencia. La persona -con su biografía concreta, sus experiencias decisivas, sus intereses personales, etc.- es el contexto inmediato del conocimiento, que amplía o disminuye su apertura para la captación de la verdad. La dirección en que se enfoca el objetivo de una cámara fotográfica determina lo único que para ella será objetivo, y de lo que la placa tendrá constancia. No sólo inteligencia, sino la voluntad y la entera inclinación (moral o espiritual) de la persona juegan un papel determinante en el conocimiento, en el sentido de que puede terminar impidiendo que el objetivo de la inteligencia se enfoque en determinadas direcciones que subjetivamente parecen poco interesantes o escasamente significativas. Dicho de otra manera: la interpretación (lo entendido) no es independiente de la persona del intérprete (del que entiende) ni del contexto cultural en que se encuentra.

Esto no significa que no exista la verdad objetiva como tal, sino que en las diversas opiniones sobre una misma cuestión puede haber grados diversos de aproximación a la verdad, grados que en parte están motivados por las distintas condiciones subjetivas de los diferentes sujetos cognoscentes** Tampoco se quiere dar a entender sería un error- que la verdad dependa tanto de la circunstancia histórica que cualquier verdad del pasado haya de entenderse como menos verdadera hoy. Eso supondría entender que la esencia de todo fuera el cambio. Pero eso es impensable, y menos en Antropología. No sólo porque arruinaría los conceptos mismos de ciencia, de conocimiento, de historia, de cultura, sino sobre todo porque contradiría la experiencia misma del hombre, que es capaz reconocerse a sí mismo tanto en un poderoso ejecutivo del Banco mundial como en un desposeído habitante de un suburbio miserable de fabelas, en un indígena de la selva amazónica, en los escritos del emperador Marco Aurelio o en el esclavo sármata que le servía las bebidas. Cabe, por supuesto, una mayor profundización en algunos o muchos aspectos, caben enfoques complementarios que originen desarrollos que perfilen y amplíen el conocimiento que se tiene en las diversas ciencias e incluso originen nuevas ciencias, etc; pero esa contradicción entre naturaleza y cultura entre lo natural y lo cultural- que una parte al menos de la cultura de la Modernidad se ha complacido en establecer, es aparente y no tiene fundamento en la realidad. Esto es más claro aún en lo que se refiere a la Fe católica, cuya plenitud se ha dado ya en Jesucristo. También aquí cabe y es necesario un mayor esfuerzo de penetración y profundización de su significado, pero no una variación en su contenido.. Quien habla de lo que conoce, está también inevitablemente hablando de sí mismo (Ratzinger).Ya Tomás de Aquino sentenciosamente escribió: “Intelligo quia volo”, que justamente se puede traducir como “entiendo porque me da la gana”, porque deseo entender, porque estoy abierto, porque no hay en mí una predisposición contraria. Si alguien en su infancia o en su adolescencia se habitúa a recibir una imagen falsa de Dios que le produce rechazo -la imagen de un Dios tiránico, negativo, represivo, limitador de las posibilidades del hombre, de una exigencia indomable, etc.-, tendrá serias dificultades para conocer el verdadero rostro de Dios, y le resultará difícil sustituir esa imagen falsa por la verdadera. Puede terminar por rechazar a Dios, al que confunde con la imagen falsa que le fue inculcada y contra la que justamente se rebela.

“No se accede a la verdad sino a través del amor”, reconocía S. Agustín (non intratur in veritatem nisi per caritatem). Sólo se conoce en profundidad aquello que se ama, lo que viene envuelto en las formas delicadas del amor. Quien ama más, conoce mejor. Por el contrario, si algo (o alguien) se nos ha hecho odioso o molesto por las razones que sean, difícilmente seremos objetivos en su tratamiento. Difícilmente llegaremos a comprender bien algo contra lo que de algún modo estamos predispuestos: “los hombres fácilmente se persuaden en estas cosas de ser falso, o al menos dudoso, aquello que no desearían que fuese verdadero” (Pío XII, Enc. Humani Generis). Nada nos impide tanto ver a Dios como nuestra propia ceguera, ni oír su voz como nuestra propia sordera, ni sentir su presencia como nuestra insensibilidad para todo aquello que no seamos nosotros mismos.



5. El compromiso de creer

Una tercera razón de la increencia proviene de la conexión entre la idea genérica de Dios y el Dios de la Revelación cristiana, el Dios que se ha revelado históricamente de modo pleno en un hombre real y concreto: Jesucristo. Creer en el Dios revelado no es lo mismo que creer en la idea de Dios. Dios no es la idea de Dios (como tampoco un hombre es la “idea de hombre”). Nadie se enfrenta, se enfada o se enamora de la “idea de hombre” o la “idea de mujer”, sino de una mujer o un hombre concretos. Conocer a Dios no es aceptar la idea de Dios, sino aceptar al Dios vivo y verdadero tal como es, o mejor dicho, tal como Él mismo se ha manifestado a través de su Revelación.

Y lo que ocurre con el Dios revelado es que Dios se revela como una Presencia comprometedora para el hombre (Abraham, Noé, Moisés, los Profetas...) en el sentido de que creer en Dios no tiene las mismas implicaciones que creer en la existencia de cualquier otro de los seres que uno nunca ha visto (sea el mismísimo Napoleón o la especie de ranas coloradas de la selva del Amazonas). Si Dios me ha dicho quién es, no es razonable vivir como si no hubiera pasado nada, las cosas no pueden seguir igual que antes. Cuando uno se encuentra con Dios no encuentra un Algo que pueda ser impersonalmente contemplado, sino a Alguien frente al que el hombre necesariamente ha de decidirse en el sentido de asumir o rechazar la Palabra que Dios le dirige, que no es otra que la persona de Jesús de Nazaret. Porque una vez que al hombre le es dirigida la Palabra de Dios, se encuentra en un aprieto: debe responder. Es un invitación y un desafío. Aceptar a Dios significa aceptar a Jesús, compartir su vida y seguirlo hasta la Cruz: amarlo hasta la muerte. Aceptar a Dios significa aceptar que yo no soy el centro del universo, supone admitir el ingreso en un orden previo que yo no he inventado y del que no puedo disponer arbitrariamente a mi antojo: no es el hombre quien dispone por completo acerca del bien y del mal. Esto para la cultura moderna, centrada en la idea tan ampliamente difundida por los medios de la completa autonomía del hombre, es un obstáculo verdaderamente serio.

Por otro lado está el hecho de que Dios -por razones misteriosas- no se impone sino que se propone al hombre como un reclamo para su libertad; cabe por tanto la posibilidad del rechazo de esa oferta por parte de la libertad humana. Pero entonces la única manera de justificar ese rechazo sin perder por completo al menos la apariencia de honestidad personal, es ir más allá y negar radicalmente no sólo al Dios de Jesucristo sino hasta la posibilidad misma de que Dios exista. Se trata de una decisión expresa de no creer en Dios. En la tradición occidental esta razón ha sido de mucho peso. No se cree en Dios porque no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo; y no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo porque no se quiere comprometer con Él la propia vida.

En la cuestión de Dios el hombre no se encuentra ante un problema meramente objetivo, es decir, indiferente respecto al sentido que está llamado a dar a su vida: se encuentra más bien ante la cuestión crucial en la que se juega el todo por el todo, su propia vida, sí mismo. No se puede conocer a Dios sino reconociéndolo, aceptándolo como Aquel de quien el hombre no puede disponer de ningún modo (ni siquiera con la evidencia de un discurso racional). Dios, el Misterio absoluto, no se demuestra: El se muestra, llama. El hombre no podrá encontrar a Dios si no está dispuesto a invocarlo, adorarlo, esperar en Él (Kasper). Cuando el hombre se encierra en sí mismo y se niega o renuncia previamente a reconocer a nadie más grande que él ante el que se sienta en relación de dependencia, se está cerrando a la posibilidad misma de encontrar a Dios. No habrá argumento que le convenza. Es imposible encontrar algo cuando se ha decidido que no hay nada que encontrar, que no hay nadie más allá de mí mismo, ni más arriba.

Naturalmente, un papel importante en este rechazo moderno de Dios -porque el ateísmo es un fenómeno relativamente reciente- lo tiene la insistencia de la filosofía moderna en un concepto excesivamente parcial de la libertad, como ya quedó dicho con anterioridad (cfr. Capítulo IV). El razonamiento sería más o menos éste: “La riqueza del hombre consiste en su libertad. Por tanto, cuanto más libertad tenga, más rico será. Pero si la libertad consiste exclusivamente en la capacidad de elegir, quien más tiene es aquél que menos elige, que menos se compromete. Desde este punto de vista, toda dependencia es sumisión, pérdida de autonomía, envilecimiento. La religión es entonces una cadena y Dios el carcelero, el enemigo de la libertad del hombre”. Pero como ya se dijo también allí, la libertad -que ciertamente es el tesoro del hombre- no consiste solamente en la capacidad de elegir, ni es tampoco algo que se tiene sino algo que se es. Pero puestos a pensar en ella en términos de algo que se posee, más adecuado sería considerarla una realidad para ser invertida o donada; o mejor, para ser entregada en el amor, para hacer que éste sea posible.

Esa concepción errónea de Dios como el enemigo de la grandeza del hombre va a terminar por expulsarlo de la filosofía y de la cultura oficial. Comte es el primero que, en su craso positivismo, elimina decididamente a Dios de la filosofía: Dios no existe, sólo el hombre. Feuerbach afirma después que quien no existe es el hombre, sino dios: el hombre sin Dios es dios. Por fin viene Nietzsche pretendiendo matar a Dios. Pero al hacerlo, mata al único dios que quedaba: esa extraña criatura que era el hombre divinizado por Feuerbach. Así que ahora, después de tanta eliminación, sólo quedan fantasmas, criaturas evanescentes de dudosa y cambiante identidad. La historia reciente atestigua suficientemente que semejante decreto acerca de la muerte filosófica de Dios no ha hecho mejorar las cosas, sino al contrario. Y el hombre comienza a sospechar de los maestros de la sospecha, como Ricoeur llamó a esos pensadores, y a considerar seriamente si al desconfiar de Dios no está desconfiando del único que merece toda su confianza. Porque la pregunta correcta no es “¿cómo creer en Dios después de Austchwitz?” -Dios ya no existía por entonces-, sino “¿cómo seguir creyendo en ese extraño fantasma que es el-hombre-que-se-cree-dios, verdadera fábrica de horrores y amenazas para la especie humana?”. Dios no es el enemigo del hombre y de su libertad, sino precisamente aquel que la potencia hasta el infinito, el que libera al hombre de los delirios y paranoias con los que se engaña y se castiga, el que lo rescata de la angustia y el desencanto, del peligro de ahogarse en la nada.

De todas formas conviene decir, para terminar, que los contextos de conocimiento pueden dificultar en el hombre, pero difícilmente anular por completo, su capacidad de Dios, ese anhelo que lo constituye, lo atraviesa y lo devora, esa sed que de algún modo es ya presencia de Dios que no abandona jamás a los hombres. Desgraciadamente el hombre sí puede conseguir desplazarlo de su horizonte y “perseguir la plenitud buscando únicamente en lo finito. Queriendo tener el cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella. Pero ella no da más que lo que tiene. Por eso, en ese vano intento de extraer lo infinito de lo finito, el hombre pisotea la tierra y frecuentemente también a los demás” (Ratzinger).




6. Dios, revelado en Jesucristo

Hemos hablado con anterioridad del modo como al hombre se le plantea el problema de la existencia y del conocimiento de Dios y cómo en el uso de su razón natural puede llegar por determinados caminos a la afirmación de su existencia y a un cierto conocimiento de su esencia. Hemos hablado también de los límites de ese conocimiento, límites debidos a la desproporción tan enorme entre el hombre y Dios, a la cualidades extraordinarias del objeto de ese conocimiento: la infinitud y la trascendencia divinas. Podemos tener de Dios un conocimiento verdadero y abundante, pero siempre será insuficiente y parcial comparado con la extraordinaria riqueza del ser de Dios.

Todo se complica si además consideramos que Dios es un ser personal. No conocemos a las personas como conocemos las cosas. A las personas sólo las conocemos en la medida en que entramos en contacto con ellas, en diálogo, en cierta comunión de vida. Pero el hombre no puede entrar en contacto con Dios -¿cómo podría hacerlo?- si Él no toma la iniciativa. Es muy ilustrativa en este sentido la lectura del Libro de Job. Job es un hombre justo, profunda y sinceramente religioso, que ha vivido rectamente en la presencia de Dios. En determinado momento, sin embargo, sobre él se abate con fuerza la desgracia: pierde a todos sus hijos, pierde su fortuna, y en medio de la estrechez se ve asaltado además por la enfermedad. Sus amigos y allegados juzgan que todo eso ha ocurrido en razón de los pecados. El sin embargo sabe que su vida ha estado limpia de pecado, y en su angustia pide explicaciones a Dios; hasta que en un momento determinado, Job percibe de manera directa la majestad de Dios, la grandeza de Aquel que se esconde detrás de esa palabra: “He hablado -reconoce- sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo... Sólo te conocía de oídas, pero ahora en cambio mis ojos te han visto. Por eso retiro mis palabras, y en polvo y ceniza hago penitencia” (Job 42, 4-6). Job percibe la infinita distancia existencial entre Dios y sus criaturas, el abismo incolmable de ser que las separa. Percibe también lo ridículo de su postura al pedirle explicaciones, y el profundo error que escondía esa actitud. Un Dios pensado con categorías humanas, por altas que sean, no es Dios; y pensar lo contrario -ahora Job lo ve con claridad- fue su pecado (Mateo-Seco).

Dios ha tomado esa iniciativa de entrar en contacto estrecho con los hombres; eso es lo que significa precisamente la Revelación. En primer lugar lo hizo a través de los hombres elegidos del pueblo de Israel. Después, esa revelación ha llegado a su culminación en Jesucristo. En él, que es su Palabra (Verbum, Lógos), Dios se ha comunicado con los hombres de una manera impensada pero completamente apropiada: Dios ha reanudado el diálogo abierto con el hombre en la Creación. Cuando una persona nos habla nuestro conocimiento de ella deja de ser puramente exterior, conseguido desde fuera. El diálogo es comunicación, cierta forma de acceso al interior del que habla, como si las palabras nos franquearan la puerta hasta entonces inaccesible de la intimidad personal. Que Dios nos haya dado su Verbo en Jesucristo significa precisamente eso: Dios, por voluntad propia, ha dejado de ser inaccesible para el hombre, Él mismo en persona ha franqueado en Jesucristo esa distancia infinita.

El Dios invisible, confusamente entrevisto en la experiencia religiosa de la humanidad, el Dios igualmente invisible pero ya más cercano de la Alianza con Israel, se ha hecho visible, familiar y próximo en Jesucristo; el Dios que habló por medio de los Profetas se ha explicado directamente a los hombres en Jesucristo. Jesús de Nazaret es esa explicación de Dios, su discurso más elocuente, la disertación más convincente de Dios acerca de Él mismo. Todo en la vida humana de Jesús es Revelación del Padre. No sólo sus palabras, sus enseñanzas, sino Él mismo, su persona, su vida entera: también lo que hizo y el modo como lo hizo, y hasta podíamos incluso decir que también lo que, estando a su alcance hacerlo, omitió deliberadamente. Dios nos habla y nos enseña en Jesucristo. Que la Revelación sea comunicación nos ilustra sobre el hecho de que, a partir de ese momento, nuestro conocimiento de Dios no sólo crece en extensión y en intensidad, sino que también varía sustancialmente el tipo de conocimiento. Dios nos ha abierto en Jesucristo su intimidad, de modo que nuestro conocimiento de Él es de algún modo, desde ese momento, un conocimiento totalmente distinto, un conocimiento que puede llegar a ser personal, íntimo, un conocimiento "desde dentro".

Por eso mismo Jesús de Nazaret nos revela también quién es en realidad el hombre, cuál es su destino y la dimensión precisa del horizonte de su existencia real: el hombre es una criatura hecha para existir en diálogo con Dios, en comunión con Él, una criatura destinada a participar de la propia intimidad divina; y eso la cualifica en toda su hondura: el hombre no es una más entre las especie creadas, ni se explica completamente desde él mismo. Con palabras tan repetidas como certeras del Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum n..22 acerca de la Revelación divina, “Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... Él, que es imagen de Dios invisible, es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual”. Con ello se quiere dar a entender que la Encarnación de Dios un hecho real e histórico- no es un suceso que afecta únicamente a la persona de Cristo, sino que ha dejado su huella indeleble en la naturaleza humana y en cada hombre. Con toda claridad lo expresa el Concilio en ese mismo documento, un poco más adelante: “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Ibidem).

Que la Encarnación de Dios afecta a cada hombre significa que a partir de ese momento y por el hecho mismo de que Dios ha tomado la naturaleza humana haciéndose verdaderamente uno de nosotros, ser hombre o ser mujer, pertenecer a la especie humana, es algo completamente distinto de lo que a los hombres les había parecido hasta entonces. Que el Dios eterno se haga temporal, que la Eternidad se haga historia, significa también que el tiempo del hombre, la vida del hombre, es otra cosa completamente distinta de lo que se pensaba. Que Dios se haya hecho un ser que come, bebe, trabaja, se cansa, sufre, ríe, llora, se compadece, habla, calla... significa que todas esas actividades, todas esas categorías en que se expresa cotidianamente lo humano, cobran un valor extraordinario, completamente distinto al escaso que parecían tener; incluso la muerte -que también experimenta Jesús- queda completamente transformada por Cristo, que la vence con su Resurrección: deja de ser el enigma que perturba y atemoriza con su oscuridad la vida del hombre, pierde su carácter de final desastroso y se convierte en puerta por la que el hombre puede acceder a la eternidad entrañable de Dios.

Dios en Jesucristo ha transfigurado la creación caída en el pecado, la ha transformado, divinizado. Las acciones en apariencia más intrascendentes de la vida de los hombres han quedado embellecidas, enriquecidas por su contacto con la Humanidad de Cristo con una semilla de eternidad, un quid divinum (un algo divino) que se encierra en los detalles en apariencia más ordinarios (Beato Josemaría Escrivá). El horizonte de posibilidades de la vida del hombre ha sido graciosamente ampliado hasta el infinito: hasta la vida misma de Dios. A este paso renovador, transformador, de Cristo por la vida de los hombres se refiere San Juan de la Cruz, cuando escribe en el Cántico espiritual:

“mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura”.

Conviene también entender que el contenido la Revelación de Dios a los hombres no se limita como quizá inicialmente podría pensarse- a las verdades transmitidas en la predicación oral del Cristo, sino que coincide con la persona misma de Jesús. La Persona es el mensaje; eso es también lo que dan a entender esas palabras del Señor en el Evangelio de Juan: “Yo soy el camino”. De aquí se desprenden al menos dos conclusiones acerca del sentido de la vida del creyente. En primer lugar, una impresión en negativo: la auténtica fidelidad religiosa no consiste en el cumplimiento puramente material, casi ritual, de un estricto sistema de observancias. Por eso se ha dicho y repetido, con razón, que ser cristiano no es en primer lugar aceptar una doctrina, sino seguir a una persona, Cristo, y aceptar su estilo de vida, su proyecto. En segundo lugar, y puesto que la persona es inseparable de su biografía, el seguimiento de Cristo en que se resume el ser cristiano no puede consistir en un sentimiento difuso e inespecífico, sin repercusiones en la vida y en la experiencia concretas. Ya en su momento reparamos en la vinculación indesligable que existe entre identidad personal y decisiones libres (decisiones que se traducirán en acciones o en omisiones). La vida cristiana consiste en hacernos dignos de ese nombre, cristiano, en conseguir con la ayuda de Dios que a cada uno de nosotros se nos pueda aplicar sin sonrojo.

Lo sorprendente en la Revelación de Dios no es sólo el hecho de haber ocurrido, sino también el modo concreto como históricamente ha ocurrido. También estos modos son reveladores de Dios. Esos modos forman parte de los que el discurso teológico llama la condescendencia de Dios en su trato con los hombres, ese misterioso modo de proceder de Dios manifestativo, sin duda, de su amor paternal-, que parece querer convencernos, querer vencer la terquedad de los hombres, no con manifestaciones clamorosas y deslumbrantes de su Omnipotencia sino -como solía decir el Fundador de esta Universidad- con la sencillez de su amor humilde.

En la Encarnación, Dios acepta ser hombre siguiendo el camino que seguimos todos, o sea, el que ninguno de nosotros hubiera elegido si hubiéramos estado en el lugar de Dios; nace en la noche de Belén, no sólo lejos de todo boato y propaganda, sino en condiciones de verdadera pobreza; acepta vivir su vida como un hombre real, de carne y hueso, sin desechar la fatiga del trabajo, el dolor, la contradicción... Por lo que se refiere a su mensaje revelador, éste queda expresado mediante palabras verdaderamente humanas, es decir, palabras pronunciadas en un determinado contexto cultural, muy alejado ya del nuestro en tantos aspectos; palabras transmitidas en unas narraciones desprovistas del menor adorno, sin ninguna pretensión literaria; palabras escritas en el ayer, es decir, alejadas de los labios que las pronunciaron, palabras por tanto frágiles, indefensas, que parecen -en frase de Moeller- “ofrecer pacientemente, ingenuamente su cuello al cuchillo de toda crítica”... Dios parece esconderse detrás de todo ese cúmulo de normalidades para que, como dice el texto de una de las Plegarias eucarísticas, le encuentre el que le busca, es decir, quien se toma la molestia de buscarlo.

Pero es que también en su modo de crecer, de expandir su Reino, Dios ha rechazado cualquier signo de triunfalismo aplastante. Dios ha aceptado que su Reino crezca como crecen las empresas en que se embarcan los hombres, cuyo desarrollo requiere los trabajos, la pericia, la constancia y el interés del dueño o del experto, y que a la vez se ven expuestas a todos los vaivenes de cada vicisitud histórica, a las oscilaciones de la moda y del mercado... Dios ha prometido a su Iglesia la indefectibilidad, pero no la facilidad. Dios ha querido que su crecimiento sea a la vez todo suyo y todo nuestro: obra por completo de la acción del Espíritu, pero también por completo confiado a la diligencia, al amor, al trabajo, al interés, a la lealtad, a la tenacidad, a la constancia de sus hijos, es decir, de cada uno de nosotros. Es por tanto razonable pensar que la pregunta adecuada acerca del futuro de nuestra fe no sea la de “¿qué va a pasar con todo esto, qué frutos va a producir?” sino “¿qué voy a hacer yo, cuál va ser mi aportación para que todo esto no se quede en nada?”

En su libro Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II hace una afirmación de una audacia admirable, pero que en realidad es la única explicación de ese extraño modo de manifestarse Dios. “En cierto sentido -afirma- puede decirse que, frente a la libertad humana, Dios ha querido hacerse impotente”. Esto significa que Dios se toma al hombre absolutamente en serio, que Dios siente un respeto sagrado por la libertad de cada uno y se detiene ante el umbral mismo de la persona: no exige, no fuerza; pide que le demos libremente. Multiplica sus gestos de amor y extiende su mano, como un mendigo, como un necesitado, solicitando nuestra libre colaboración. “¿Por qué misterioso motivo -dice Thibon- Dios, que no necesita nada, pide al hombre que se lo entregue todo? Lo que sucede, cuando hablamos de las exigencias de Dios, es que estamos enfocando las cosas al revés. Dios no nos exige nuestras riquezas, que no son más que miseria y podredumbre disfrazadas; lo que nos pide es el renunciamiento a la pobreza con todas sus máscaras, y lo que aguarda es nuestra disposición par recibirlo todo”.

A veces, a la vista del uso práctico que los hombres hacemos de nuestra libertad, se tiene casi la impresión de que sólo Dios se toma en serio a los hombres; mucho más, por supuesto, de lo que la mayor parte de ellos se toman a sí mismos. Todo ocurre como si el hombre, en estos veinte siglos de idas y venidas, hubiera olvidado quién es él en realidad, hubiera olvidado su propia grandeza. Este cambio de siglo y de milenio que ocasionalmente nos toca vivir podría ser ocasión para que, a través del testimonio de vida de los creyentes, los hombres y las mujeres de los comienzos del nuevo milenio vuelvan a cobrar memoria de su olvidada dignidad real y puedan proyectarse de una manera nueva en el futuro. Se trataría de superar, por la vía del testimonio, el efecto ejercido por esas categorías negativas con las que la cultura de los dos últimos siglos se ha referido a Dios y reconocer, en definitiva, que Dios no es una amenaza para nuestra libertad, sino quien precisamente la fundamenta y la potencia; que Dios no es aquel que constriñe desde fuera nuestra vida, sino quien desde dentro distiende nuestro horizonte hasta hacernos capaces de alcanzar el infinito.

A la revelación de Dios respondemos con la obediencia de la fe. Ésta no se define por contraposición a las evidencias de la razón, sino por su pertenencia a otro orden de saber: el que se abre a quien otorga su confianza a Dios cuando Él mismo se acerca a nosotros en su Palabra. Es la fe teologal, indeducible de la razón, pero acorde con el elemental fenómeno antropológico de la creencia: el ser humano no es sólo “aquél que busca la verdad”, sino también “aquél que vive de creencias” (Juan Pablo II, Enc. Fe y razón), el que sabe también confiar, vivir en la confianza. De ahí que la fe en el Dios que se revela, aun no careciendo de cierta oscuridad, esté dotada de una insuperable certeza, pues la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad” (CEE, Dios es amor)

Pero una exposición más pormenorizada de ello cae ya en el campo de la Teología, y rebasa por tanto los límites de este curso. Hasta aquí llega la Antropología: hace ver la profunda conexión entre el Dios de la Revelación y el Dios que de algún modo se hace presente al hombre a través de lo que de él puede conocer mediante el uso de sus facultades naturales contemplando el mundo y tratando de comprenderse a sí mismo. Muestra también que la imagen del hombre que nos presenta la Revelación no es extraña ni contrapuesta a cierta imagen que el hombre puede descubrir de sí mismo. En síntesis, señala la profunda coherencia que existe entre lo que nos dice la Fe y lo que nos da a conocer la Razón a propósito de Dios y a propósito del hombre mismo.