VI
DIOS, HORIZONTE Y PLENITUD DEL HOMBRE
1. El significado de la palabra “Dios”
El protagonista de Los siete mensajeros de Buzzati, príncipe heredero de un país
sin identificar, parte un día para explorar el reino de su padre. Decide llegar
hasta la última frontera, tan alejada que en realidad nadie ha visitado nunca.
Al cabo de ocho años y medio de viaje, cuando escribe el relato de esa
experiencia, todavía no ha conseguido alcanzarla y, a pesar del largo camino
recorrido, las noticias que recaba de sus súbditos de aquella tierras alejadas
sobre la situación exacta del límite fronterizo siguen siendo tan confusas
como lo eran en la capital. Este hecho, sin embargo, en lugar de incitarle al
desánimo lo espolea cada vez más en su búsqueda. Le asalta la vaga premonición
de un descubrimiento desconcertante: “no existe, sospecho, frontera, al menos
en el sentido en que nosotros estamos acostumbrados a pensar. No hay murallas
que separen ni valles que dividan, ni montañas que cierren el paso.
Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera”.
Algo le indica que allí, en aquel remoto confín, encontrará cosas nuevas y
sorprendentes: “Desde hace un tiempo se despierta en mí por las noches una
agitación insólita. Y no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas,
como ocurría en los primeros tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por
conocer las tierras ignotas a las que me dirijo. Día a día, a medida que
avanzo hacia la incierta meta, voy notando -y hasta ahora a nadie se lo he
confesado- cómo en el cielo resplandece una luz insólita como nunca se me ha
aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes, los ríos que
atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de nuestra
tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar. Mañana por la mañana una
esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas
inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré
el campamento mientras por la parte opuesta Domingo, mi mensajero, desaparece en
el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje”.
El relato es de un evidente sentido parabólico, una metáfora de la vida del
hombre que, abandonando el terreno cómodo y trillado de lo instantáneo, de las
pequeñas certezas del momento y del lugar, se atreve a viajar hasta el final de
sí mismo en un deseo de encontrar los límites, las fronteras reales que
definen el ser hombre. Y entonces ocurre lo inesperado: según se acerca a la
previsible frontera, al supuesto límite, algo le sugiere que el tal límite
quizá no exista: el hombre finito atisba al final, más allá de sí mismo (y más
adentro), lo infinito; el viajero, hecho de tiempo, presiente la eternidad. El
hombre, cuando busca sinceramente y se pone en camino, encuentra más de lo que
buscaba: encuentra en el horizonte de su última frontera a Dios.
En los capítulos anteriores hemos procurado, como el explorador de Buzzati,
llegar hasta esa última frontera de la vida del hombre recorriendo las zonas más
profundas, las galerías subterráneas que van por debajo de la brillante
superficie de uno mismo y las regiones más alejadas y menos visitadas. Así
hemos intentado resolver la pregunta acerca de la extrañeza del propio existir
-¿cuál es la fuente de la que procedo y por qué estoy aquí?-, la desazón
que siente el hombre al experimentar su vida como no plenamente satisfactoria,
siempre deseando más y siempre constatando que la meta conseguida nunca colma
esa secreta aspiración. “Los ríos afluyen continuamente al mar, pero el mar
nunca rebosa”, dice la Escritura; así se ve también el hombre: siempre por
llenar, como si la felicidad a la que aspira quedara más allá de todos sus
intentos por alcanzarla, siempre entrevista y nunca conseguida.
Thibon expresa con precisión esta profunda sugerencia que entiende esa radical
insatisfacción como una manifestación del hambre de Dios que el hombre
experimenta en su interior y que ninguno de los alimentos terrenales de que
dispone es capaz de saciar: “Habría que hacer ver a los hombres la made la
realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender
que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo
divino: sus ocupaciones cotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo
materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En
realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo
que ésta no puede dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo
busca lo imposible”.
Hemos tratado de desentrañar la nostalgia que en ciertos momentos de lucidez
solitaria asalta al hombre y le hace experimentar la sensación de encontrarse
lejos de su verdadero hogar; su rebeldía ante la muerte, que entiende como
contraria a su radical tendencia a no morir; su reconocimiento de estar de paso,
y su esperanza en un futuro en el que tenga sentido y recompensa todo lo
insatisfactorio de esta vida -el mal, el dolor propio y ajeno-; un futuro que
avizora como lugar de la plenitud, como felicidad lograda y amor eternamente
correspondido en plenitud de gozo.
Por otro lado el hombre entiende su existencia como don, don de Alguien que es
fundamento originario y que en la experiencia del amor humano se vislumbra -más
allá del horizonte de la experiencia directa e inmediata- como Amor último que
nos acoge en su eternidad: Amor originario y fundante, pero también Amor último
y definitivo: aquel al que toda la tradición religiosa ha llamado Dios.
Desde la reflexión antropológica Dios aparece como explicación necesaria del
sentido de la propia existencia y del propio ser-así del hombre, de su
ser-como-es: una reclamación imprescindible (Lucas).
Análogamente -aunque no haya sido objeto de nuestro estudio parece necesario al
menos mencionar la cuestión-, desde una reflexión cosmológica también
aparece la necesidad de Dios como fundamento del ser de las cosas y de su ser-así:
el orden, la belleza del Universo, que la experiencia del mal matiza pero no
elimina. El hombre, al razonar, no sólo encuentra huellas de Dios en sí mismo
sino en el Universo entero: la inmensidad de lo existente, la pasmosa belleza
que exhiben las realidades naturales, el orden que rige el comportamiento del
mundo en todos los órdenes, desde los fenómenos subatómicos a la expansión
de las galaxias, el admirable dinamismo que lo constituye y lo actualiza...
Contemplando el mundo, el hombre se eleva desde allí hacia la inteligencia de
ese absoluto con el que se encuentra en su propio interior. Cuando se miran las
cosas con un corazón libre de prejuicios, inteligente y sencillo, el hombre
puede llegar sin excesiva dificultad a la conclusión de que es razonable la
existencia de Dios.
En la búsqueda de esa explicación última el hombre ha de ir fuera y más allá
de sí mismo, más allá de sus propias fronteras. Lo que explica al hombre
viene de más allá del hombre, lo trasciende. Y precisamente por eso, porque la
respuesta viene de más allá de él mismo, de lo que para él es terra
incognita, Dios es a la vez el más necesario pero también el Gran Desconocido.
Desde el conocimiento natural del hombre la existencia de Dios aparece como
necesaria, pero su naturaleza -la idea de Quién sea verdaderamente Dios-
aparece confusa, como algo que se vislumbra a lo lejos sin acertar a definir con
precisión. La universalidad del fenómeno religioso se apoya precisamente en
esa idea de necesidad con que la existencia de Dios se presenta a la mente
humana, y la diversidad de respuestas religiosas se corresponde con ese modo
confuso con que la mente humana capta la naturaleza de Dios.
Esa imagen de Dios que alcanza la razón humana en su deseo de encontrar
respuestas a los interrogantes esenciales que se suscitan en el interior del
hombre es -por razones que más adelante veremos- una imagen con múltiples y
dispersos reflejos. La respuesta acerca de la existencia de Dios es
positivamente unánime en todas las distintas tradiciones culturales y en todas
las épocas de la historia, pero la pregunta acerca de la naturaleza de Dios -¿quién
es Dios?- es diversa en muchas de ellas, hasta el punto de que en algunas la
imagen está tan deformada, tan infectada de comportamientos y analogías
antropomórficas, que resulta una imagen degradada en la que es más fácil
reconocer la huella del hombre que la de Dios.
La dispersión y fragmentación con que se presenta la idea de Dios, esa
pluralidad de imágenes refractadas, es un índice de la dificultad misma de esa
operación y de la condición de realidad-límite con la que Dios se presenta a
la reflexión filosófica: de él podemos tener una imagen real pero de
impreciso perfil; a eso se añade que Dios es una realidad trascendente; Dios
está más allá del horizonte de la experiencia del hombre, más allá de las
fronteras de sus posibilidades cognitivas inmediatas: invisible, inaudible,
intangible; es, por tanto, una realidad inmanipulable por el hombre: el hombre
no se puede acercar demasiado a ella, no puede llegar a tocarla, no puede
experimentar con ella ni disponer de ella a su antojo. No se trata de una lejanía
física al menos no necesariamente- pero sí de una distancia ontológica. El
hombre entiende que Dios no es una cosa entre las cosas, un ser más entre los
seres existentes (ni siquiera sirve decir que es el más alto o el más digno):
“no hay Dios de la misma manera que hay hombres y hay cosas” (Kasper).
Por eso mismo Dios es inabordable: el hombre no puede saltar el muro de los límites
de Su esencia y hurgar en su interior para ver sus reacciones A la pura razón
humana se le escapa lo que Dios es por dentro, la esencia íntima de Dios, lo
que podríamos llamar su ser interior, que sigue resultando misterioso. Pero en
este caso no se trata de un misterio negativo, sino positivo: no se trata de
defecto de realidad sino de exceso, de riqueza de realidad. Dios supera todo lo
que somos capaces de experimentar, de entender y de imaginar. No es que no
podamos decir nada sobre Dios con pretensión de verdad, pues ya la Biblia
advierte que “por la magnitud y belleza de las criaturas se percibe por analogía
al que les dio el ser” (Sabiduría, 13, 5); podemos tener de Dios un
conocimiento verdadero, pero siempre mediato y reflejo, extraído del
“testimonio de Él que se contiene en sus vestigios, sus signos o sus espejos
aquí abajo” (Maritain). Dios siempre será mucho más, y distinto, que todo
lo que afirmemos los hombres sobre Él. Nuestras afirmaciones sobre Dios pueden
ser verdaderas pero siempre son incompletas, insuficientes: un pálido reflejo
de que Él verdaderamente es y de la manera como lo es.
El hombre no puede nombrar a Dios, no puede conocer su verdadero nombre, el
nombre que responda a su esencia, a su modo de ser. Nombrar es distinguir,
definir, trazar límites. Sólo lo limitado se puede nombrar, sólo a lo finito
le corresponde un nombre. Asignar un nombre al Infinito sería traicionar su
propia esencia. Dios es el innombrable. Detrás de la palabra Dios se oculta
Aquel cuya riqueza existencial desborda todo límite y, por tanto, todo nombre
con el que los hombres intentemos nombrarlo. Si las diversas tradiciones
religiosas asignan nombre a Dios, ya se entiende que se trata de un nombre
convencional, motivado sólo por la necesidad que el hombre siente de invocarlo.
Sólo Dios conoce su verdadero nombre.
Por eso, en el fondo, sólo Él con su Revelación, con su manifestación a los
hombres es capaz de romper ese carácter de ambigüedad de la idea de Dios que
los hombres consiguen hacerse, sólo Dios puede hablar con propiedad de Sí
mismo: “sólo la Revelación rompe el hermetismo del mundo y ofrece la
posibilidad de discernir y superar sus ambigüedades” (Guardini). “Sólo
Dios habla bien de Dios”, decía Pascal, sólo de Él puede venirnos la
certeza de que lo que pensamos sobre Él sea verdadero.
El hombre, sin embargo, desde el principio ha sentido la necesidad de entrar en
contacto con esa Realidad Transcendente, con ese poder misterioso que la
naturaleza de algún modo trasparenta y su propia conciencia presiente. La
pregunta por el nombre propio de esa presencia poderosa que determina y da
sentido último a la existencia y a la realidad, que está en la base del fenómeno
religioso, encuentra diversas respuestas en las diferentes religiones, que “no
son sin más un producto aberrante de la razón precientífica (...), fenómenos
marginales más o menos irrelevantes o pintorescos a los que el ancho mercado de
la tolerancia reserva un lugar para su consumo a la carta según el gusto
privado de los ciudadano, como ha pensado un tanto ilusamente una determinada crítica
de la religión de estos dos últimos siglos. Al contrario, en las religiones se
expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño
para el mismo hombre: su apertura natural a Dios”, el reconocimiento del
contenido enigmático de la realidad y del propio hombre, que nos remite a un
misterio último (CEC, Dios es amor).
Las discrepantes pretensiones de verdad de las religiones suelen ser presentadas
superficialmente como prueba de la falsedad de todas ellas. Vista la cuestión
en profundidad, resalta precisamente lo contrario. Las diferencias entre las
religiones, algunas de ellas notables, no deberían ocultar las múltiples
cuestiones esenciales en que concuerdan. Las diferencias resaltan más
precisamente porque destacan sobre un amplio fondo de afirmaciones compartidas.
Ese fondo compartido es claramente perceptible en el núcleo de las grandes
tradiciones religiosas, tanto orientales como occidentales; en otras, el espesor
de ese sustrato se adelgaza y estrecha hasta originar en su extremo formas
religiosas degradadas que limitan con el politeísmo, o incluso expresiones
severamente deformadas del verdadero sentido religioso.
Por otro lado, en esas grandes tradiciones religiosas se advierte un progreso en
la manera de concebir la divinidad, que ya no es sólo un poder del que se
esperan obtener beneficios y cuya cólera se ha de rehuir, sino que se convierte
en objeto de amor. Entonces la forma de relacionarse con la divinidad no es el
temor sino una actitud distinta, un trato delicado y afectuoso : la eusebeia de
los griegos, la pietas de los latinos, la bhakti de los orientales, cuya forma
de expresión más adecuada es la oración (Daniélou). Las religiones naturales
son manifestación de ese deseo misericordioso de Dios “que ha hecho habitar
sobre la tierra a todas las razas humanas (...) para que busquen a Dios y,
siquiera a tientas, lo hallen, pues no está lejos de quienes lo buscan” (Act.
17, 26-27), y que “no deja de hacerse presente de muchas maneras ( ... ) a los
pueblos mediante sus riquezas espirituales, de las que las religiones son
expresión principal y esencial, aunque contengan lagunas, insuficiencias y
errores” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 55).
2. La cuestión del ateísmo
La pregunta que se plantea entonces es la de por qué hay gente que no cree en
Dios. Responderla nos puede llevar lejos, pero hay que hacerlo porque es
importante lo que dice, aunque no dice todo lo que hay. No dice, por ejemplo,
que es mucho mayor el número de los que creen en Dios que los que declaran que
no creen. Y de los datos estadísticos tampoco se deduce que entre la gente
instruida el porcentaje de los que creen en la existencia de Dios es menor que
entre el común de los mortales. Ni tampoco que entre los científicos, por
ejemplo, el porcentaje descienda y vaya decreciendo de año en año. El
porcentaje de científicos que creen en la existencia de Dios hoy es el mismo
que el de comienzos de siglo, tal como indica una estadística publicada
recientemente.
A estos efectos conviene decir que los científicos no tienen más motivos para
creer en Dios o para dejar de creer. Un autor francés, Cristian Chabanis,
realizó una encuesta entre científicos e intelectuales franceses preguntándoles
acerca de su creencia en Dios. Con el resultado de la encuesta publicó dos
libros (“¿Dios existe? Sí” y “¿Dios existe? No”). La principal
conclusión del trabajo es la siguiente: los científicos responden sí o no a
la cuestión de Dios no por ser científicos sino con independencia de eso. Ni
el creer ni el no creer son el resultado de la ciencia que poseen, sino que es
una cuestión de otro orden: con los mismos datos unos creen y otros no. Se
trata de una decisión personal, íntima, motivada por otras razones.
De entre los entrevistados -confiesa el autor- nadie le causó más impresión
que un ilustre biólogo, Jean Rostand, que expuso a las claras su modo de ver
las cosas. Decía Rostand: “¿La cuestión de la fe? Me la planteo todos los días,
sin cesar. He dicho no. He dicho no a Dios, si se me permite expresarme de esta
manera brutal; pero la cuestión se replantea a cada instante. Yo me digo, ante
una cuestión: ¿es esto posible? A propósito del azar, por ejemplo, me digo:
no puede ser el azar el origen de los fenómenos biológicos. Pero entonces, ¿qué,
si no? Y aparece toda una cadena de preguntas, siempre las mismas. Y las vuelvo
a considerar. Estoy obsesionado, digámoslo claramente, obsesionado, si no por
Dios, por el no-Dios. Así es”. Esto significa algo verdaderamente importante
en esta cuestión: que el hombre es capaz de creer, pero capaz también de “no
querer creer”.
El hecho sociológico de que la mayoría de los hombres se declare creyente,
bien mirado no tiene nada de extraño: los signos que lo reclaman son tan
abundantes y tan insistentes para quien observa los hechos con un corazón libre
de prejuicios que, para afirmar que Dios no existe, se podría decir que casi
hay que renunciar a pensar, a tener los ojos abiertos y dejar que surjan
libremente las preguntas en el interior de uno mismo; o apostarse deliberada y
sistemáticamente en la duda o la sospecha. Por complicada que parezca la
proposición “Dios existe”, algo dentro del hombre le lleva a afirmarla
espontáneamente, aunque en casos particulares no sepa expresar las razones
precisas de ese asentimiento.
Cuando San Pablo en la Carta a los Romanos, refiriéndose a los paganos, es
decir, a los que no habían recibido la gracia de la fe, dice aquello de que
“lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó.
Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y
divinidad, son conocidos mediante sus obras. De manera que son inexcusables, por
cuanto que conociendo a Dios no le glorificaron como a Dios ni le dieron
gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse
su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios” (Romanos 1,
19-22) no está tratando de establecer una verdad dogmática por encima y más
allá de la experiencia, sino que está aludiendo a un hecho generalmente
aceptado con base precisamente en la experiencia común de la humanidad.
3. Conocer y desconocer a Dios
El hecho de que haya personas que afirmen que Dios no existe se debe a múltiples
razones que, en el fondo y resumiendo mucho, se podrían reducir a tres.
En primer lugar cabría aludir a una razón de índole psicológica que consiste
en el hecho mismo de que Dios sea inaccesible para nuestros sentidos, para
nuestra capacidad inmediata de conocimiento: la inevidencia de Dios. Nadie ha
visto nunca a Dios, nadie ha visto su rostro (ni puede verlo, convendría añadir;
hasta el punto de que si vemos algo, con toda certeza podemos decir: eso no es
Dios; eso es cualquier cosa menos Dios). Tampoco escuchamos su voz en nuestros oídos,
ni lo podemos tocar con nuestras manos. Está más allá de nuestro horizonte
experiencial; no pertenece al grupo de seres con los que, por caer bajo el campo
de la experiencia (se pueden ver, tocar, oír) nos une una relación de
familiaridad, de cotidianidad. Dios nos desborda al venir de más allá de todo
eso, y el hombre experimenta evidentes dificultades cuando tiene que vérselas
con Él, con el conocimiento de esa realidad trascendente. La dificultad para
saber exactamente quién es Dios arranca precisamente de ahí, de la falta de
experiencia directa e inmediata que el hombre tiene de Él. Dios es
inexperimentable por nuestros sentidos; y lo es precisamente porque no es un
simple objeto como otros, una cosa entre las cosas, un algo existente como todos
los demás algos existentes; no es sólo cuestión de una mayor elevación y
dignidad de Dios con respecto a los demás seres, sino sobre todo y además, de
una diversidad absoluta e incomparable de órdenes.
Pensar en Dios como un algo es el punto de vista que condicionó el modo como la
Modernidad, desde la Ilustración, ha enfocado la cuestión de Dios. El
resultado es un concepto de Dios más cercano al de las religiones paganas que
al Dios revelado en Jesucristo. Para la Ilustración Dios existe y es el
fundamento y creador de todo, pero puesto que no aparece como realidad operativa
en el funcionamiento del universo, se da por hecho que de algún modo Dios ha
abandonado a su suerte el mundo que creó, de tal manera que no interviene de
ninguna manera en su marcha. De este modo comienza a cumplirse ese
empobrecimiento de las resonancias que hasta entonces suscitaba la palabra Dios:
la realidad palpitante y sobrecogedora del Dios vivo y verdadero ha quedado
convertida en la idea de Dios, reducida a un mero concepto, a una simple categoría
filosófica, a un concepto abstracto que desempeña determinadas funciones
dentro de una explicación conceptual y sistemático del universo (Morales).
En su extremo el deísmo acaba por pensar que Dios no sólo ha abandonado al
universo después de ponerlo en marcha, sino también al hombre. La
inexperimentabilidad de Dios significa también, como dijimos anteriormente, que
Dios es inmanipulable por el hombre. En este sentido se puede decir que Dios está
indisponible: el hombre no puede echar mano de Él a su antojo. Esta idea terminó
por resultar intolerable para una cultura en la que el hombre ha hecho de sí
mismo la figura central, realidad autónoma respecto a cualquier instancia que
no sea él mismo. Por otro lado, para la Modernidad, tan volcada en el hacer y
el saber hacer, un Dios inmanipulable es sinónimo de un Dios ineficaz (no sirve
para nada), pero sobre todo perturbador (puesto que es impredecible: una
permanente variable que escapa de nuestra área de influencia). Esta perversión
de la realidad de Dios como Dios útil y la resistencia de Dios a manifestarse
como tal termina por hacer que en la Modernidad Dios parezca no sólo alejado
del mundo sino también del hombre: un Dios ajeno, extraño. Pero en realidad ha
sido el hombre el que ha abandonado a Dios, ha sido el hombre quien ha tomado
unilateralmente la decisión de alejarse.
Al cabo de la última crisis de la Modernidad nos encontramos con que el hombre
se encuentra demasiado solo. Se ha hecho realidad que “cuando el hombre huye
de Dios no es Dios quien lo persigue, sino los ídolos” (Ratzinger), esos
sustitutos que él mismo se ha buscado y que en realidad no son sino las máscaras
de su locura. El hombre empieza de nuevo a pensar que no le basta que Dios
exista como Gran Arquitecto del universo, sin que yo sea nada para él, ni él
para mí. No es ésa la idea que el hombre espontáneamente tiene de Dios. Ése
es un Dios teórico, no el Dios real que el hombre intuye y por el que en el
fondo suspira, un Dios compasivo y cercano, entrañable, que salve al hombre de
sus propias locuras, que tan frecuentemente terminan en castigo y ensañamiento
con los demás: un Dios personal, un Alguien que lo acoja.
Si consideramos a Dios bajo el aspecto de Alguien más que algo, la cuestión
del conocimiento de Dios toma un aire nuevo y distinto, no sólo como
conocimiento indirecto exterior de Dios (la huella de Dios en sus obras, en todo
lo creado), sino también y, quizás sobre todo, como premonición interior, difícil
de ser conceptualizada y expresada en palabras, pero clara en su modo de ser
percibida. Así como se experimenta a veces la percepción real de sabernos
mirados por alguien a quien no vemos, o la de que hay alguien en la habitación
en la que nos encontramos, o como el enamorado experimenta la presencia del amor
ausente y físicamente alejado, ese presentimiento del corazón es
verdaderamente una huella misteriosa de Dios en el interior del hombre mismo:
manifestación de su ser invisible, presencia de su aparente ausencia.
Para conocer las cosas basta acumular suficientes datos sobre ellas con una
cierta organización. Para conocer a las personas eso no es suficiente, y a
veces ni siquiera necesario; al menos, el conocimiento de una persona no depende
directamente de la abundancia de información sobre ella. Conocer, referido a
las personas, tiene un sentido más profundo y amplio que el puramente
intelectual, gnoseológico. Esta apreciación cobra aún mayor valor cuando se
refiere al conocimiento de Dios. Un gran inspirador de la teología oriental
afirma: “saber decir algo sobre Dios no significa haberse encontrado con Él”
(Palamas); porque se puede saber mucho sobre Dios y, sin embargo, conocerlo
poco. En la tradición cristiana, tanto oriental como occidental, conocer a Dios
equivale a encontrarse con Dios, entrar en comunión con él, tener la
experiencia de Dios. Aquí ya no se trata entonces solamente de una intervención
de la inteligencia, sino también del corazón. Intervención del corazón no
significa abandonarse al sentimentalismo sino al contrario, dejar que se exprese
libremente esa apetencia interior de sentido que añade ese plus al conocimiento
puramente intelectual, que queda convertido en verdadero conocimiento
sapiencial. Porque sólo se entiende en profundidad aquello que se ama, “sólo
se entiende con el corazón”, decía Saint-Exupéry. Esta misma idea se
encuentra en San Buenaventura: “Este modo de conocimiento -se refiere al
conocimiento de Dios- sólo es posible en quien está radicado en el amor”.
La realidad de Dios no “salta a la vista”, pero sí se hace presente de algún
modo al corazón del hombre, al corazón abierto del hombre. Por corazón se
entiende aquí no tanto la sede de la afectividad sino el fondo mismo de la
persona. Que Dios de alguna manera se haga patente al corazón abierto del
hombre significa que acaba por dejarse encontrar por todo aquel que, con actitud
sincera, busca abierta y francamente la verdad. En ella acaba encontrando la
huella inequívoca de esa Presencia oculta pero cercana. Esa disposición de
apertura irrestricta a la realidad, pone al hombre en situación no tanto de
demostrar a Dios cuanto de abrirse a un encuentro con Él. Esa actitud es
condición indispensable para conocerlo. Dios no se deja manejar, pero sí se
deja encontrar por todo aquel que lo busca con corazón sencillo. Las
“pruebas” de la existencia de Dios sólo cobran validez para aquellos que
las toman como confirmaciones de una premonición, de una sospecha positiva
previa acerca de Él, de un presentimiento radical del corazón. Esa sospecha
previa es tan necesaria como el rescoldo escondido entre las cenizas para que la
leña de las argumentaciones se conviertan en hoguera encendida. Sin brasa o sin
chispa no habrá fuego, por mucha y buena que sea la leña acumulada. Las
condiciones interiores de acercamiento son determinantes: los presupuestos de la
búsqueda, y no sólo el método, determinan el resultado de cualquier
investigación. A Dios lo encuentran quienes lo buscan con ganas, con deseo,
como se busca lo esencial o, por decirlo utilizando una expresión muy utilizada
en la literatura religiosa, con sed: la fuente dice Thibon- solo se muestra a
quien se acerca a ella sediento.
“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños...”.
Estas palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo (Mat. XI, 25) deberían
incluirse necesariamente como prólogo en todo discurso sobre Dios. A Dios sólo
lo entienden esos a los que el Señor nombra como los sencillos. Sencillos no
quiere decir incultos, indocumentados, inteligencias fácilmente manipulables.
Por el contrario, sencillos son los humildes, los que no se creen el centro del
mundo, los que no piensan que lo importante acaba en la periferia misma de su
yo, quienes además de la inteligencia mantienen intacta la capacidad de su
corazón para dejarse deslumbrar... y para agradecer. Quien no sea uno de ellos
o no pida a Dios la gracia de serlo, sabrá muy poco de Dios.
Sólo quien posee esa disposición interior está en condiciones de descubrir
que “Dios es inaccesible y está al alcance de la mano; envuelve al hombre por
todas partes. No hay solamente un camino, como hacia un oasis a través del
desierto o hacia una nueva idea matemática a través de una demostración; para
el hombre hay tantas vías de aproximación a Dios como pasos sobre la tierra o
caminos hacia su propio corazón” (Maritain).
Sólo los sencillos están también en condiciones de entender que nuestra búsqueda
de Dios en el fondo consiste más bien en la labor de dejarnos encontrar por
Aquel que nos buscaba desde siempre, como queda admirablemente expresado ya en
el primer punto del Catecismo de la Iglesia Católica. Es significativo que la
Iglesia comience a hablar de Dios precisamente como de Alguien que busca al
hombre: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un
designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en
su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del
hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus
fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su
familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y
Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En El y por El, llama a los
hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los
herederos de su vida bienaventurada” (CEC, n.1).
El razonamiento lógico, aunque sea esencial e indispensable, no es el único
elemento en el proceso global del conocer. Existen otras vías complementarias
que la persona explora porque sabe que la verdad además de verdadera es bella,
amable, una presencia que aquieta el espíritu (o lo inquieta, según). Conocer
algo, y menos aún conocer a alguien, no consiste sólo en medirlo y
clasificarlo sino en descubrir toda la verdad que encierra, la verdad que es.
Conocer es entrar en diálogo con la realidad, y para ello es necesario abrirse
a las cosas; abrir no sólo los ojos, los sentidos, la inteligencia, sino también
el fondo mismo de la persona. Conocer es dejar que los objetos se expresen
franca y completamente, permitir que se abran; conocer es ponerse en sintonía
con la realidad, entrar en diálogo abierto e irrestricto con ella: preguntar y
dejarse preguntar, hablar y escuchar.
El subjetivismo moderno recela de estas vías complementarias porque equipara
sus resultados con los de la simple sugestión, los identifica como meras
creaciones de la propia subjetividad, como si el objeto sólo hubiera sido
simple ocasión de que esas emociones nacieran y tomaran cuerpo arbitrariamente
en la interioridad del sujeto. La razón para ello habría que achacarla
presumiblemente al hecho, por lo demás evidente, de que no siempre el sujeto
experimenta la misma sensación en presencia del mismo objeto. Pero ésta no es
la única explicación posible de ese fenómeno. Por el hecho de que la
contemplación de un paisaje no suscite en todos los observadores una misma
emoción estética no se puede afirmar sin más que el concepto de belleza
carezca de objetividad, de manera que la expresión “paisaje bello” designe
no al paisaje sino a la emoción del sujeto que lo contempla.
¿Porqué no admitir lo bello como algo objetivo, y achacar la ausencia de emoción
exclusivamente a una inadecuada disposición del sujeto para captarlo como
consecuencia de la variabilidad de los estados del espíritu? Habitualmente
utilizamos la expresión “no me encuentro en condiciones de” u otras análogas
para referirnos a esa falta de disposición favorable en el sujeto hacia la
realización de una tarea física o espiritual. ¿Porqué no admitirla también
en el proceso del conocimiento? ¿Porqué no admitir que a veces alguien puede
no estar en condiciones de escuchar lo que la realidad nos puede decir, en
condiciones de encontrar la verdad? ¿Porqué limitar arbitraria y
exclusivamente las vías de comunicación de la verdad a la vía de la
racionalidad científico-técnica? En lugar de declarar el relativismo y la
inobjetividad de la verdad casi como un presupuesto ¿porqué no declarar que
ciertas verdades o ciertas manifestaciones de la verdad son difícilmente
alcanzables desde algunas plataformas, desde determinados contextos subjetivos?
“El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Estas palabras de
Pascal son habitualmente repetidas en las clases de filosofía simplemente para
ser refutadas, cuando el sentido común del común de los mortales -grupo que
incluye a los filósofos- entiende que, en cierto sentido, encierran una gran
verdad, como lo demuestra la práctica habitual que se hace de ese principio.
Esas razones del corazón bien entendidas no tienen nada que ver con estados
emocionales, ni se trata tampoco de ímpetus afectivos (que cuando se dan, son
siempre posteriores al acto de conocimiento); y no afectan únicamente al grado
de certeza con que el sujeto se adhiere a la verdad que la inteligencia le
presenta como verdadera, sino al contenido mismo de la proposición que, por
ello mismo, se entiende como verdadera. Tienen, por el contrario, cierta analogía
con lo que en el campo de la investigación se suele denominar perspicacia
intuitiva, habilidad inherente al talante del investigador: una capacidad para
ir más allá de los datos y seleccionar con arreglo a ella y no a los datos-
una hipótesis que marcará las líneas maestras de la investigación. El
investigador en su trabajo raramente encuentra algo sorprendente o inesperado;
podrá resultarlo para los demás, pero él encuentra algo que ya de algún modo
conocía o, al menos, intuía.
Esas razones del corazón en último extremo son manifestación de la disposición
natural que hay en el hombre hacia la verdad, de esa inquietud que no se
apacigua sino en el encuentro con la verdad, una especie de sexto sentido añadido
a la razón discursiva para detectar lo verdadero. El corazón es la persona
entera. Por eso sus razones no se oponen a las del discurso intelectual, sino
que las complementan con aportaciones peculiares que sólo por otras vías se
pueden encontrar, nuevos elementos para una labor de síntesis con vistas a
elaborar un juicio de totalidad sobre la verdad que atienda a todos los
indicios. La verdad se encuentra en el foco de convergencia de esas distintas vías
de acceso (Newman).
4. Contextos de conocimiento
Una segunda dificultad para el conocimiento de Dios proviene de raíz distinta.
Para entenderla conviene avanzar que todo conocimiento tiene lugar dentro de un
contexto: el contexto en el que se mueve -y sobre todo el contexto que es- el
sujeto que conoce. La noción de contexto de conocimiento es importante y
decisiva puesto que ordinariamente es él quien marca el límite entre lo
aceptable y lo inaceptable, entre lo que tiene significado y lo que no lo tiene
o lo tiene confuso, entre lo que tiene sentido y lo que no. El contexto viene
definido por el conjunto de claves interpretativas del sujeto para entender la
realidad.
Salvo en el caso de la evidencia, todo conocimiento es interpretación,
resultado de un análisis interpretativo de la realidad; o mejor, de los fenómenos
manifestativos de la realidad. El sentido verdadero de un texto sólo se aclara
si el intérprete está en el contexto adecuado. Hay muy poco signos que tengan
idéntico significado en todos los contextos, y todos ellos se refieren a
necesidades básicas del sujeto: comer, dormir, etc. Es muy fácil hacer
entender a una persona que no conoce nuestro idioma que ha llegado la hora de
comer; pero poco más podemos hacer sin conocer ese código de comunicación que
es el lenguaje. Pero incluso en el lenguaje ocurre que lo habitual es la
polivalencia de los signos, la polisemia que genera ambigüedad en la
interpretación: un extranjero que conoce la lengua española “de academia”,
al escuchar a su amigo indígena diciendo “tengo un hambre del patín” se
sorprenderá de que en este país los patines sean considerados un manjar
suculento.
Se puede dar el caso de que aun conociendo perfectamente el significado preciso
con que es utilizado cada término en una expresión, la traducción sea
completamente errónea (el médico que confunda los síntomas de una angina de
pecho con los de una contractura del pectoral izquierdo; un caso real) o no se
encuentre sentido a la expresión (un chino que conociendo el idioma, pero sin
la menor formación sobre la fe católica, asistiendo por curiosidad a Misa se
encontrara con la expresión del Señor en la Última Cena repetida por el
sacerdote: “tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo”). Son
situaciones que con cierta frecuencia se dan. Pero son errores de conocimiento:
hay una interpretación correcta de una realidad que en estos casos no se ha
conseguido. No cualquier interpretación es correcta; no es lo mismo
diagnosticar una contractura del pectoral izquierdo que una angina de pecho
cuando lo que se padece en realidad es esto último. Lo importante de las
interpretaciones es que sean respetuosas con la realidad, es decir, verdaderas.
Unas pueden serlo más, y otras menos; y no todas tienen necesariamente el mismo
valor. Si un diagnóstico médico no es certero, resulta de escaso valor y menor
consuelo el hecho de que haya resultado divertido de escuchar o se haya expuesto
con brillante elocuencia.
Apliquemos esto al conocimiento de la realidad, y en concreto a la posibilidad
de conocer a Dios. A efectos prácticos podemos distinguir entre un contexto
personal y un contexto cultural. En el contexto cultural de un pigmeo, un frigorífico
o un libro carecen de significado específico; análogamente, en un contexto
cultural en el que la noción de Dios (o al menos cierta noción de Dios; por
ejemplo, el Dios revelado en Jesucristo) haya sido descartada o abandonada en la
práctica o sea sistemáticamente ridiculizada como una cuestión obsoleta y
perteneciente al pasado, es muy difícil que la gente se plantee seriamente la
existencia de Dios y crea en Él. Sencillamente ya no se sabe qué se está
diciendo cuando se dice Dios: se ha evaporado su significado real.
El contexto interpretativo personal es siempre dependiente del contexto
cultural, aunque esa dependencia, con ser significativa, admite grados. El
contexto personal es importante porque quien entiende es la persona; pero la
persona en su integridad, no la sola inteligencia. La persona -con su biografía
concreta, sus experiencias decisivas, sus intereses personales, etc.- es el
contexto inmediato del conocimiento, que amplía o disminuye su apertura para la
captación de la verdad. La dirección en que se enfoca el objetivo de una cámara
fotográfica determina lo único que para ella será objetivo, y de lo que la
placa tendrá constancia. No sólo inteligencia, sino la voluntad y la entera
inclinación (moral o espiritual) de la persona juegan un papel determinante en
el conocimiento, en el sentido de que puede terminar impidiendo que el objetivo
de la inteligencia se enfoque en determinadas direcciones que subjetivamente
parecen poco interesantes o escasamente significativas. Dicho de otra manera: la
interpretación (lo entendido) no es independiente de la persona del intérprete
(del que entiende) ni del contexto cultural en que se encuentra.
Esto no significa que no exista la verdad objetiva como tal, sino que en las
diversas opiniones sobre una misma cuestión puede haber grados diversos de
aproximación a la verdad, grados que en parte están motivados por las
distintas condiciones subjetivas de los diferentes sujetos cognoscentes**
Tampoco se quiere dar a entender sería un error- que la verdad dependa tanto de
la circunstancia histórica que cualquier verdad del pasado haya de entenderse
como menos verdadera hoy. Eso supondría entender que la esencia de todo fuera
el cambio. Pero eso es impensable, y menos en Antropología. No sólo porque
arruinaría los conceptos mismos de ciencia, de conocimiento, de historia, de
cultura, sino sobre todo porque contradiría la experiencia misma del hombre,
que es capaz reconocerse a sí mismo tanto en un poderoso ejecutivo del Banco
mundial como en un desposeído habitante de un suburbio miserable de fabelas, en
un indígena de la selva amazónica, en los escritos del emperador Marco Aurelio
o en el esclavo sármata que le servía las bebidas. Cabe, por supuesto, una
mayor profundización en algunos o muchos aspectos, caben enfoques
complementarios que originen desarrollos que perfilen y amplíen el conocimiento
que se tiene en las diversas ciencias e incluso originen nuevas ciencias, etc;
pero esa contradicción entre naturaleza y cultura entre lo natural y lo
cultural- que una parte al menos de la cultura de la Modernidad se ha complacido
en establecer, es aparente y no tiene fundamento en la realidad. Esto es más
claro aún en lo que se refiere a la Fe católica, cuya plenitud se ha dado ya
en Jesucristo. También aquí cabe y es necesario un mayor esfuerzo de penetración
y profundización de su significado, pero no una variación en su contenido..
Quien habla de lo que conoce, está también inevitablemente hablando de sí
mismo (Ratzinger).Ya Tomás de Aquino sentenciosamente escribió: “Intelligo
quia volo”, que justamente se puede traducir como “entiendo porque me da la
gana”, porque deseo entender, porque estoy abierto, porque no hay en mí una
predisposición contraria. Si alguien en su infancia o en su adolescencia se
habitúa a recibir una imagen falsa de Dios que le produce rechazo -la imagen de
un Dios tiránico, negativo, represivo, limitador de las posibilidades del
hombre, de una exigencia indomable, etc.-, tendrá serias dificultades para
conocer el verdadero rostro de Dios, y le resultará difícil sustituir esa
imagen falsa por la verdadera. Puede terminar por rechazar a Dios, al que
confunde con la imagen falsa que le fue inculcada y contra la que justamente se
rebela.
“No se accede a la verdad sino a través del amor”, reconocía S. Agustín
(non intratur in veritatem nisi per caritatem). Sólo se conoce en profundidad
aquello que se ama, lo que viene envuelto en las formas delicadas del amor.
Quien ama más, conoce mejor. Por el contrario, si algo (o alguien) se nos ha
hecho odioso o molesto por las razones que sean, difícilmente seremos objetivos
en su tratamiento. Difícilmente llegaremos a comprender bien algo contra lo que
de algún modo estamos predispuestos: “los hombres fácilmente se persuaden en
estas cosas de ser falso, o al menos dudoso, aquello que no desearían que fuese
verdadero” (Pío XII, Enc. Humani Generis). Nada nos impide tanto ver a Dios
como nuestra propia ceguera, ni oír su voz como nuestra propia sordera, ni
sentir su presencia como nuestra insensibilidad para todo aquello que no seamos
nosotros mismos.
5. El compromiso de creer
Una tercera razón de la increencia proviene de la conexión entre la idea genérica
de Dios y el Dios de la Revelación cristiana, el Dios que se ha revelado históricamente
de modo pleno en un hombre real y concreto: Jesucristo. Creer en el Dios
revelado no es lo mismo que creer en la idea de Dios. Dios no es la idea de Dios
(como tampoco un hombre es la “idea de hombre”). Nadie se enfrenta, se
enfada o se enamora de la “idea de hombre” o la “idea de mujer”, sino de
una mujer o un hombre concretos. Conocer a Dios no es aceptar la idea de Dios,
sino aceptar al Dios vivo y verdadero tal como es, o mejor dicho, tal como Él
mismo se ha manifestado a través de su Revelación.
Y lo que ocurre con el Dios revelado es que Dios se revela como una Presencia
comprometedora para el hombre (Abraham, Noé, Moisés, los Profetas...) en el
sentido de que creer en Dios no tiene las mismas implicaciones que creer en la
existencia de cualquier otro de los seres que uno nunca ha visto (sea el mismísimo
Napoleón o la especie de ranas coloradas de la selva del Amazonas). Si Dios me
ha dicho quién es, no es razonable vivir como si no hubiera pasado nada, las
cosas no pueden seguir igual que antes. Cuando uno se encuentra con Dios no
encuentra un Algo que pueda ser impersonalmente contemplado, sino a Alguien
frente al que el hombre necesariamente ha de decidirse en el sentido de asumir o
rechazar la Palabra que Dios le dirige, que no es otra que la persona de Jesús
de Nazaret. Porque una vez que al hombre le es dirigida la Palabra de Dios, se
encuentra en un aprieto: debe responder. Es un invitación y un desafío.
Aceptar a Dios significa aceptar a Jesús, compartir su vida y seguirlo hasta la
Cruz: amarlo hasta la muerte. Aceptar a Dios significa aceptar que yo no soy el
centro del universo, supone admitir el ingreso en un orden previo que yo no he
inventado y del que no puedo disponer arbitrariamente a mi antojo: no es el
hombre quien dispone por completo acerca del bien y del mal. Esto para la
cultura moderna, centrada en la idea tan ampliamente difundida por los medios de
la completa autonomía del hombre, es un obstáculo verdaderamente serio.
Por otro lado está el hecho de que Dios -por razones misteriosas- no se impone
sino que se propone al hombre como un reclamo para su libertad; cabe por tanto
la posibilidad del rechazo de esa oferta por parte de la libertad humana. Pero
entonces la única manera de justificar ese rechazo sin perder por completo al
menos la apariencia de honestidad personal, es ir más allá y negar
radicalmente no sólo al Dios de Jesucristo sino hasta la posibilidad misma de
que Dios exista. Se trata de una decisión expresa de no creer en Dios. En la
tradición occidental esta razón ha sido de mucho peso. No se cree en Dios
porque no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo; y no se desea creer
en el Dios revelado en Jesucristo porque no se quiere comprometer con Él la
propia vida.
En la cuestión de Dios el hombre no se encuentra ante un problema meramente
objetivo, es decir, indiferente respecto al sentido que está llamado a dar a su
vida: se encuentra más bien ante la cuestión crucial en la que se juega el
todo por el todo, su propia vida, sí mismo. No se puede conocer a Dios sino
reconociéndolo, aceptándolo como Aquel de quien el hombre no puede disponer de
ningún modo (ni siquiera con la evidencia de un discurso racional). Dios, el
Misterio absoluto, no se demuestra: El se muestra, llama. El hombre no podrá
encontrar a Dios si no está dispuesto a invocarlo, adorarlo, esperar en Él (Kasper).
Cuando el hombre se encierra en sí mismo y se niega o renuncia previamente a
reconocer a nadie más grande que él ante el que se sienta en relación de
dependencia, se está cerrando a la posibilidad misma de encontrar a Dios. No
habrá argumento que le convenza. Es imposible encontrar algo cuando se ha
decidido que no hay nada que encontrar, que no hay nadie más allá de mí
mismo, ni más arriba.
Naturalmente, un papel importante en este rechazo moderno de Dios -porque el ateísmo
es un fenómeno relativamente reciente- lo tiene la insistencia de la filosofía
moderna en un concepto excesivamente parcial de la libertad, como ya quedó
dicho con anterioridad (cfr. Capítulo IV). El razonamiento sería más o menos
éste: “La riqueza del hombre consiste en su libertad. Por tanto, cuanto más
libertad tenga, más rico será. Pero si la libertad consiste exclusivamente en
la capacidad de elegir, quien más tiene es aquél que menos elige, que menos se
compromete. Desde este punto de vista, toda dependencia es sumisión, pérdida
de autonomía, envilecimiento. La religión es entonces una cadena y Dios el
carcelero, el enemigo de la libertad del hombre”. Pero como ya se dijo también
allí, la libertad -que ciertamente es el tesoro del hombre- no consiste
solamente en la capacidad de elegir, ni es tampoco algo que se tiene sino algo
que se es. Pero puestos a pensar en ella en términos de algo que se posee, más
adecuado sería considerarla una realidad para ser invertida o donada; o mejor,
para ser entregada en el amor, para hacer que éste sea posible.
Esa concepción errónea de Dios como el enemigo de la grandeza del hombre va a
terminar por expulsarlo de la filosofía y de la cultura oficial. Comte es el
primero que, en su craso positivismo, elimina decididamente a Dios de la filosofía:
Dios no existe, sólo el hombre. Feuerbach afirma después que quien no existe
es el hombre, sino dios: el hombre sin Dios es dios. Por fin viene Nietzsche
pretendiendo matar a Dios. Pero al hacerlo, mata al único dios que quedaba: esa
extraña criatura que era el hombre divinizado por Feuerbach. Así que ahora,
después de tanta eliminación, sólo quedan fantasmas, criaturas evanescentes
de dudosa y cambiante identidad. La historia reciente atestigua suficientemente
que semejante decreto acerca de la muerte filosófica de Dios no ha hecho
mejorar las cosas, sino al contrario. Y el hombre comienza a sospechar de los
maestros de la sospecha, como Ricoeur llamó a esos pensadores, y a considerar
seriamente si al desconfiar de Dios no está desconfiando del único que merece
toda su confianza. Porque la pregunta correcta no es “¿cómo creer en Dios
después de Austchwitz?” -Dios ya no existía por entonces-, sino “¿cómo
seguir creyendo en ese extraño fantasma que es el-hombre-que-se-cree-dios,
verdadera fábrica de horrores y amenazas para la especie humana?”. Dios no es
el enemigo del hombre y de su libertad, sino precisamente aquel que la potencia
hasta el infinito, el que libera al hombre de los delirios y paranoias con los
que se engaña y se castiga, el que lo rescata de la angustia y el desencanto,
del peligro de ahogarse en la nada.
De todas formas conviene decir, para terminar, que los contextos de conocimiento
pueden dificultar en el hombre, pero difícilmente anular por completo, su
capacidad de Dios, ese anhelo que lo constituye, lo atraviesa y lo devora, esa
sed que de algún modo es ya presencia de Dios que no abandona jamás a los
hombres. Desgraciadamente el hombre sí puede conseguir desplazarlo de su
horizonte y “perseguir la plenitud buscando únicamente en lo finito.
Queriendo tener el cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella.
Pero ella no da más que lo que tiene. Por eso, en ese vano intento de extraer
lo infinito de lo finito, el hombre pisotea la tierra y frecuentemente también
a los demás” (Ratzinger).
6. Dios, revelado en Jesucristo
Hemos hablado con anterioridad del modo como al hombre se le plantea el problema
de la existencia y del conocimiento de Dios y cómo en el uso de su razón
natural puede llegar por determinados caminos a la afirmación de su existencia
y a un cierto conocimiento de su esencia. Hemos hablado también de los límites
de ese conocimiento, límites debidos a la desproporción tan enorme entre el
hombre y Dios, a la cualidades extraordinarias del objeto de ese conocimiento:
la infinitud y la trascendencia divinas. Podemos tener de Dios un conocimiento
verdadero y abundante, pero siempre será insuficiente y parcial comparado con
la extraordinaria riqueza del ser de Dios.
Todo se complica si además consideramos que Dios es un ser personal. No
conocemos a las personas como conocemos las cosas. A las personas sólo las
conocemos en la medida en que entramos en contacto con ellas, en diálogo, en
cierta comunión de vida. Pero el hombre no puede entrar en contacto con Dios -¿cómo
podría hacerlo?- si Él no toma la iniciativa. Es muy ilustrativa en este
sentido la lectura del Libro de Job. Job es un hombre justo, profunda y
sinceramente religioso, que ha vivido rectamente en la presencia de Dios. En
determinado momento, sin embargo, sobre él se abate con fuerza la desgracia:
pierde a todos sus hijos, pierde su fortuna, y en medio de la estrechez se ve
asaltado además por la enfermedad. Sus amigos y allegados juzgan que todo eso
ha ocurrido en razón de los pecados. El sin embargo sabe que su vida ha estado
limpia de pecado, y en su angustia pide explicaciones a Dios; hasta que en un
momento determinado, Job percibe de manera directa la majestad de Dios, la
grandeza de Aquel que se esconde detrás de esa palabra: “He hablado
-reconoce- sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo... Sólo te
conocía de oídas, pero ahora en cambio mis ojos te han visto. Por eso retiro
mis palabras, y en polvo y ceniza hago penitencia” (Job 42, 4-6). Job percibe
la infinita distancia existencial entre Dios y sus criaturas, el abismo
incolmable de ser que las separa. Percibe también lo ridículo de su postura al
pedirle explicaciones, y el profundo error que escondía esa actitud. Un Dios
pensado con categorías humanas, por altas que sean, no es Dios; y pensar lo
contrario -ahora Job lo ve con claridad- fue su pecado (Mateo-Seco).
Dios ha tomado esa iniciativa de entrar en contacto estrecho con los hombres;
eso es lo que significa precisamente la Revelación. En primer lugar lo hizo a
través de los hombres elegidos del pueblo de Israel. Después, esa revelación
ha llegado a su culminación en Jesucristo. En él, que es su Palabra (Verbum, Lógos),
Dios se ha comunicado con los hombres de una manera impensada pero completamente
apropiada: Dios ha reanudado el diálogo abierto con el hombre en la Creación.
Cuando una persona nos habla nuestro conocimiento de ella deja de ser puramente
exterior, conseguido desde fuera. El diálogo es comunicación, cierta forma de
acceso al interior del que habla, como si las palabras nos franquearan la puerta
hasta entonces inaccesible de la intimidad personal. Que Dios nos haya dado su
Verbo en Jesucristo significa precisamente eso: Dios, por voluntad propia, ha
dejado de ser inaccesible para el hombre, Él mismo en persona ha franqueado en
Jesucristo esa distancia infinita.
El Dios invisible, confusamente entrevisto en la experiencia religiosa de la
humanidad, el Dios igualmente invisible pero ya más cercano de la Alianza con
Israel, se ha hecho visible, familiar y próximo en Jesucristo; el Dios que habló
por medio de los Profetas se ha explicado directamente a los hombres en
Jesucristo. Jesús de Nazaret es esa explicación de Dios, su discurso más
elocuente, la disertación más convincente de Dios acerca de Él mismo. Todo en
la vida humana de Jesús es Revelación del Padre. No sólo sus palabras, sus
enseñanzas, sino Él mismo, su persona, su vida entera: también lo que hizo y
el modo como lo hizo, y hasta podíamos incluso decir que también lo que,
estando a su alcance hacerlo, omitió deliberadamente. Dios nos habla y nos enseña
en Jesucristo. Que la Revelación sea comunicación nos ilustra sobre el hecho
de que, a partir de ese momento, nuestro conocimiento de Dios no sólo crece en
extensión y en intensidad, sino que también varía sustancialmente el tipo de
conocimiento. Dios nos ha abierto en Jesucristo su intimidad, de modo que
nuestro conocimiento de Él es de algún modo, desde ese momento, un
conocimiento totalmente distinto, un conocimiento que puede llegar a ser
personal, íntimo, un conocimiento "desde dentro".
Por eso mismo Jesús de Nazaret nos revela también quién es en realidad el
hombre, cuál es su destino y la dimensión precisa del horizonte de su
existencia real: el hombre es una criatura hecha para existir en diálogo con
Dios, en comunión con Él, una criatura destinada a participar de la propia
intimidad divina; y eso la cualifica en toda su hondura: el hombre no es una más
entre las especie creadas, ni se explica completamente desde él mismo. Con
palabras tan repetidas como certeras del Concilio Vaticano II en la Constitución
Dei Verbum n..22 acerca de la Revelación divina, “Cristo, en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... Él, que es imagen de Dios
invisible, es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de
Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza
humana ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual”. Con ello se
quiere dar a entender que la Encarnación de Dios un hecho real e histórico- no
es un suceso que afecta únicamente a la persona de Cristo, sino que ha dejado
su huella indeleble en la naturaleza humana y en cada hombre. Con toda claridad
lo expresa el Concilio en ese mismo documento, un poco más adelante: “El Hijo
de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó
con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de
hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Ibidem).
Que la Encarnación de Dios afecta a cada hombre significa que a partir de ese
momento y por el hecho mismo de que Dios ha tomado la naturaleza humana haciéndose
verdaderamente uno de nosotros, ser hombre o ser mujer, pertenecer a la especie
humana, es algo completamente distinto de lo que a los hombres les había
parecido hasta entonces. Que el Dios eterno se haga temporal, que la Eternidad
se haga historia, significa también que el tiempo del hombre, la vida del
hombre, es otra cosa completamente distinta de lo que se pensaba. Que Dios se
haya hecho un ser que come, bebe, trabaja, se cansa, sufre, ríe, llora, se
compadece, habla, calla... significa que todas esas actividades, todas esas
categorías en que se expresa cotidianamente lo humano, cobran un valor
extraordinario, completamente distinto al escaso que parecían tener; incluso la
muerte -que también experimenta Jesús- queda completamente transformada por
Cristo, que la vence con su Resurrección: deja de ser el enigma que perturba y
atemoriza con su oscuridad la vida del hombre, pierde su carácter de final
desastroso y se convierte en puerta por la que el hombre puede acceder a la
eternidad entrañable de Dios.
Dios en Jesucristo ha transfigurado la creación caída en el pecado, la ha
transformado, divinizado. Las acciones en apariencia más intrascendentes de la
vida de los hombres han quedado embellecidas, enriquecidas por su contacto con
la Humanidad de Cristo con una semilla de eternidad, un quid divinum (un algo
divino) que se encierra en los detalles en apariencia más ordinarios (Beato
Josemaría Escrivá). El horizonte de posibilidades de la vida del hombre ha
sido graciosamente ampliado hasta el infinito: hasta la vida misma de Dios. A
este paso renovador, transformador, de Cristo por la vida de los hombres se
refiere San Juan de la Cruz, cuando escribe en el Cántico espiritual:
“mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura”.
Conviene también entender que el contenido la Revelación de Dios a los hombres
no se limita como quizá inicialmente podría pensarse- a las verdades
transmitidas en la predicación oral del Cristo, sino que coincide con la
persona misma de Jesús. La Persona es el mensaje; eso es también lo que dan a
entender esas palabras del Señor en el Evangelio de Juan: “Yo soy el
camino”. De aquí se desprenden al menos dos conclusiones acerca del sentido
de la vida del creyente. En primer lugar, una impresión en negativo: la auténtica
fidelidad religiosa no consiste en el cumplimiento puramente material, casi
ritual, de un estricto sistema de observancias. Por eso se ha dicho y repetido,
con razón, que ser cristiano no es en primer lugar aceptar una doctrina, sino
seguir a una persona, Cristo, y aceptar su estilo de vida, su proyecto. En
segundo lugar, y puesto que la persona es inseparable de su biografía, el
seguimiento de Cristo en que se resume el ser cristiano no puede consistir en un
sentimiento difuso e inespecífico, sin repercusiones en la vida y en la
experiencia concretas. Ya en su momento reparamos en la vinculación
indesligable que existe entre identidad personal y decisiones libres (decisiones
que se traducirán en acciones o en omisiones). La vida cristiana consiste en
hacernos dignos de ese nombre, cristiano, en conseguir con la ayuda de Dios que
a cada uno de nosotros se nos pueda aplicar sin sonrojo.
Lo sorprendente en la Revelación de Dios no es sólo el hecho de haber
ocurrido, sino también el modo concreto como históricamente ha ocurrido. También
estos modos son reveladores de Dios. Esos modos forman parte de los que el
discurso teológico llama la condescendencia de Dios en su trato con los
hombres, ese misterioso modo de proceder de Dios manifestativo, sin duda, de su
amor paternal-, que parece querer convencernos, querer vencer la terquedad de
los hombres, no con manifestaciones clamorosas y deslumbrantes de su
Omnipotencia sino -como solía decir el Fundador de esta Universidad- con la
sencillez de su amor humilde.
En la Encarnación, Dios acepta ser hombre siguiendo el camino que seguimos
todos, o sea, el que ninguno de nosotros hubiera elegido si hubiéramos estado
en el lugar de Dios; nace en la noche de Belén, no sólo lejos de todo boato y
propaganda, sino en condiciones de verdadera pobreza; acepta vivir su vida como
un hombre real, de carne y hueso, sin desechar la fatiga del trabajo, el dolor,
la contradicción... Por lo que se refiere a su mensaje revelador, éste queda
expresado mediante palabras verdaderamente humanas, es decir, palabras
pronunciadas en un determinado contexto cultural, muy alejado ya del nuestro en
tantos aspectos; palabras transmitidas en unas narraciones desprovistas del
menor adorno, sin ninguna pretensión literaria; palabras escritas en el ayer,
es decir, alejadas de los labios que las pronunciaron, palabras por tanto frágiles,
indefensas, que parecen -en frase de Moeller- “ofrecer pacientemente,
ingenuamente su cuello al cuchillo de toda crítica”... Dios parece esconderse
detrás de todo ese cúmulo de normalidades para que, como dice el texto de una
de las Plegarias eucarísticas, le encuentre el que le busca, es decir, quien se
toma la molestia de buscarlo.
Pero es que también en su modo de crecer, de expandir su Reino, Dios ha
rechazado cualquier signo de triunfalismo aplastante. Dios ha aceptado que su
Reino crezca como crecen las empresas en que se embarcan los hombres, cuyo
desarrollo requiere los trabajos, la pericia, la constancia y el interés del
dueño o del experto, y que a la vez se ven expuestas a todos los vaivenes de
cada vicisitud histórica, a las oscilaciones de la moda y del mercado... Dios
ha prometido a su Iglesia la indefectibilidad, pero no la facilidad. Dios ha
querido que su crecimiento sea a la vez todo suyo y todo nuestro: obra por
completo de la acción del Espíritu, pero también por completo confiado a la
diligencia, al amor, al trabajo, al interés, a la lealtad, a la tenacidad, a la
constancia de sus hijos, es decir, de cada uno de nosotros. Es por tanto
razonable pensar que la pregunta adecuada acerca del futuro de nuestra fe no sea
la de “¿qué va a pasar con todo esto, qué frutos va a producir?” sino “¿qué
voy a hacer yo, cuál va ser mi aportación para que todo esto no se quede en
nada?”
En su libro Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II hace una afirmación
de una audacia admirable, pero que en realidad es la única explicación de ese
extraño modo de manifestarse Dios. “En cierto sentido -afirma- puede decirse
que, frente a la libertad humana, Dios ha querido hacerse impotente”. Esto
significa que Dios se toma al hombre absolutamente en serio, que Dios siente un
respeto sagrado por la libertad de cada uno y se detiene ante el umbral mismo de
la persona: no exige, no fuerza; pide que le demos libremente. Multiplica sus
gestos de amor y extiende su mano, como un mendigo, como un necesitado,
solicitando nuestra libre colaboración. “¿Por qué misterioso motivo -dice
Thibon- Dios, que no necesita nada, pide al hombre que se lo entregue todo? Lo
que sucede, cuando hablamos de las exigencias de Dios, es que estamos enfocando
las cosas al revés. Dios no nos exige nuestras riquezas, que no son más que
miseria y podredumbre disfrazadas; lo que nos pide es el renunciamiento a la
pobreza con todas sus máscaras, y lo que aguarda es nuestra disposición par
recibirlo todo”.
A veces, a la vista del uso práctico que los hombres hacemos de nuestra
libertad, se tiene casi la impresión de que sólo Dios se toma en serio a los
hombres; mucho más, por supuesto, de lo que la mayor parte de ellos se toman a
sí mismos. Todo ocurre como si el hombre, en estos veinte siglos de idas y
venidas, hubiera olvidado quién es él en realidad, hubiera olvidado su propia
grandeza. Este cambio de siglo y de milenio que ocasionalmente nos toca vivir
podría ser ocasión para que, a través del testimonio de vida de los
creyentes, los hombres y las mujeres de los comienzos del nuevo milenio vuelvan
a cobrar memoria de su olvidada dignidad real y puedan proyectarse de una manera
nueva en el futuro. Se trataría de superar, por la vía del testimonio, el
efecto ejercido por esas categorías negativas con las que la cultura de los dos
últimos siglos se ha referido a Dios y reconocer, en definitiva, que Dios no es
una amenaza para nuestra libertad, sino quien precisamente la fundamenta y la
potencia; que Dios no es aquel que constriñe desde fuera nuestra vida, sino
quien desde dentro distiende nuestro horizonte hasta hacernos capaces de
alcanzar el infinito.
A la revelación de Dios respondemos con la obediencia de la fe. Ésta no se
define por contraposición a las evidencias de la razón, sino por su
pertenencia a otro orden de saber: el que se abre a quien otorga su confianza a
Dios cuando Él mismo se acerca a nosotros en su Palabra. Es la fe teologal,
indeducible de la razón, pero acorde con el elemental fenómeno antropológico
de la creencia: el ser humano no es sólo “aquél que busca la verdad”, sino
también “aquél que vive de creencias” (Juan Pablo II, Enc. Fe y razón),
el que sabe también confiar, vivir en la confianza. De ahí que la fe en el
Dios que se revela, aun no careciendo de cierta oscuridad, esté dotada de una
insuperable certeza, pues la perfección del hombre no está en la mera
adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también
en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad
que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad” (CEE, Dios es
amor)
Pero una exposición más pormenorizada de ello cae ya en el campo de la Teología,
y rebasa por tanto los límites de este curso. Hasta aquí llega la Antropología:
hace ver la profunda conexión entre el Dios de la Revelación y el Dios que de
algún modo se hace presente al hombre a través de lo que de él puede conocer
mediante el uso de sus facultades naturales contemplando el mundo y tratando de
comprenderse a sí mismo. Muestra también que la imagen del hombre que nos
presenta la Revelación no es extraña ni contrapuesta a cierta imagen que el
hombre puede descubrir de sí mismo. En síntesis, señala la profunda
coherencia que existe entre lo que nos dice la Fe y lo que nos da a conocer la
Razón a propósito de Dios y a propósito del hombre mismo.