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JOSE MARIA IRABURU


Oraciones de la Iglesia

en tiempos de aflicción

Indice

Bibliografía y siglas.

Introducción.

1. La oración de petición.

2. Israel suplicante.  
El Éxodo. –Jeremías. –Ezequiel. –Daniel. –Judit. –Los siete hermanos. –Los salmos. –Israel, modelo perenne en la súplica. –Las siete notas de la oración bíblica. –Validez de la oración de Israel en la Iglesia de hoy.

3. Tres primeros siglos. «Ven, Señor Jesús».
Cristo. –Los Apóstoles. –San Pablo y la oración por la paz. –Apocalipsis. –San Clemente Romano. –San Policarpo. –San Justino.  –Orígenes. –San Cipriano.  –Pablo, mártir.

4. La época de los grandes Padres.  
La conversión del Imperio romano. –Tiempos terribles de guerras, cismas y herejías. –De nuevo, en la aflicción, el clamor suplicante de la Iglesia. –San Agustín: todo es providencial. –San León Magno: la Roma eterna. –San Gregorio Magno: hacia la Europa cristiana. –La oración de los fieles. –Letanías de los santos. –Las «estaciones». –Septuagésima. –Los Sacramentarios y la guerra. –Pervive la liturgia antigua en la liturgia actual. –En este valle de lágrimas. –Liturgia humilde, ávida de la gracia. –De rodillas, postrados ante el Señor.

5. Edad Media. Clamores en la aflicción.
Clamor en la tribulación. –Señor, ten piedad. –Preces en postración. –Procesiones de penitencia. –Ante la Eucaristía. –El Rosario. –El Rosario hasta hoy. –El Ángelus

6. El Renacimiento. Las Cuarenta Horas.  
Viernes, tres de la tarde. –Las Cuarenta Horas. –El Salvador, «cuarenta horas» muerto. –Adoración de la Cruz. –Adoración del Sepulcro. –Adoración de la Eucaristía. –1527: el agustino Antonio Bellotto en el Santo Sepulcro de Milán. –1529: el dominico Tomás Nieto en el Duomo de Milán. –1537: Paulo III aprueba las Cuarenta Horas milanesas. –San Antonio María Zaccaria y los Barnabitas. – José de Ferno y los Capuchinos. –San Felipe Neri y los oratorianos en Roma. –La Cofradía de la Oración y de la Muerte. –San Carlos Borromeo en Milán da forma a las Cuarenta Horas. –San Carlos Borromeo y la Hora Santa. –1592: Clemente VIII y la encíclica Graves et diuturnæ. –1592: Instrucción sobre las Cuarenta Horas

7. Difusión de las Cuarenta Horas.  
Apoyo continuo de los Papas. –Difusión en la Iglesia. –Las Cuarenta Horas en Roma. –En Carnaval. –Formas espectaculares. –1705: Clemente XI, Instrucción clementina.­ –Escritos espirituales sobre las Cuarenta Horas. – San Benito José Labre. –1899: Concilio Plenario de América Latina. –1917: Código de Derecho Canónico. –Importancia decisiva de las Cuarenta Horas en la devoción a la Eucaristía fuera de la Misa. 

8. La Adoración Nocturna.
Las Cuarenta Horas interrumpidas. –Las Cuarenta Horas permanecen continuas en Roma. –1810: La Adoración Nocturna en Roma. –1848: La Adoración Nocturna de París. –La tradición devocional de las Cuarenta Horas. –El Señor quiere las Cuarenta Horas. –La Adoración Nocturna debe restaurar las Cuarenta Horas. 

9. La devoción al Corazón de Jesús.  
Gran devoción y culto. –Cristo debe reinar universalmente. –Súplica y expiación. –Corazón de Jesús y adoración eucarística. –El Rosario de la Misericordia divina. –El Corazón Inmaculado de María. 

Final. 
No tenéis porque no pedís. –Pedís y no recibís, porque pedís mál. –Toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios. –Acerquémonos, pues, al trono divino de la gracia.

Bibliografía y Siglas

 Bibliografía

Bergamarchi, Dell’Origini delle SS. Quarantore, Cremona 1898. –Cargnoni, Costanzo, Quarante-heures, en «Dictionnaire de Spiritualité» París 1986, 12, 2702-2723. –Chiappini, Aniceto, Quarantore, «Enciclopedia Cattolica», Città del Vaticano 1953, 376-378. –Dompier, P.,  Un aspect de la dévotion eucharistique dans la France du XVIIe s.: les prières des Quarante-Heures, «Revue d’Histoire de l’Église de France» 67 (1981) 5-31. –Glotin, E., Réparation, «Dictionnaire de Spiritualité» París 1987, 13, 369-413. –Martimort, A. G., La Iglesia en oración; introducción a la liturgia, Herder, Barcelona 1964, 501, 505-506. –Naz, R., Heures (Quarante), «Dictionnaire de Droit Canonique», París 1953, 1113-1114. –Rouillard, Ph., Quarante-heures, «Catholicisme», París 1990, 341-343. –Santi, Angelo de, S. J. (Trieste 1847 - Roma 1922) veintitrés arts. sobre La preghiera liturgica nelle pubbliche calamità, «La Civiltà Cattolica» 1915,3 – 1917,2, y L’Orazione delle Quarant’ore, ib. 1917,2 – 1919,2. –L’Orazione delle Quarant’ore e i tempi di calamità e di guerra, Ed. Civiltà Cattolica 1919, 391 pgs. Cito normalmente estos estudios del P. de Santi por los artículos de la Revista, más fáciles de hallar que el libro.

Siglas

AdS = Angelo de Santi, S. J., arts. citados en bibliografía, aparecidos en la revista «La Civiltà Cattolica».

DSp = «Dictionnaire de Spiritualité», París 1937-1995.

Dz = Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, dir. H. Denzinger - A. Schönmetzer, Herder 1967 = El magisterio de la Iglesia, dir. H. Denzinger - P. Hünermann, Barcelona, Herder 1999.

ML = Patrologia latina, dir. J. P. Migne, París 1884ss.

MG = Patrologia græca, dir. J. P. Migne, París 1857ss

Introducción

«Clamaste en la aflicción y yo te libré» (Sal 80,8)

La Iglesia hoy, como siempre, al menos en determinadas regiones, sufre muchas aflicciones de origen interno y grandes persecuciones del mundo. La mayoría de los bautizados se mantiene habitualmente alejada de la Eucaristía y de la oración. Sobre todo en los países más ricos, muchos padres cristianos apenas tienen hijos, y profanan la santidad del matrimonio. El aborto, legalizado por el Estado y socialmente admitido, es un crimen frecuentísimo. Las vocaciones sacerdotales y religiosas son muy escasas. El sacramento de la penitencia ha desaparecido prácticamente de no pocas Iglesias, y es sustituido a veces con sacrilegios. La abundancia de los cristianos ricos, más ricos que nunca, no es capaz de socorrer de verdad a muchedumbres famélicas hasta la muerte. Innumerables errores doctrinales y morales son difundidos entre los fieles sin que hallen una rectificación suficiente. El Evangelio en el mundo avanza muy poco, o más bien retrocede. El terrorismo, la guerra, la droga, el sida, el vaciamiento de la cultura, la ignorancia y el rechazo de la tradición, la perversión de las costumbres y de los medios de comunicación, como la televisión... Son muchos los males que abruman al mundo y a la Iglesia.

Pues bien, es la soberbia la causa principal de todos estos males de la Iglesia: es ella la que produce rebeldías doctrinales y disciplinares, la que se avergüenza de la Cruz de Cristo, y lleva a gozar del mundo lo más posible, despreciando la Voluntad divina y olvidándose de los pobres...

Es igualmente la soberbia la que lleva a las Iglesias locales más enfermas a buscar remedio para sus males allí donde en modo alguno van a encontrarlo. Ella, la soberbia, ciega a la Esposa y le impide volverse a su Señor humildemente, solicitando su ayuda desde lo más hondo de su miseria: «desde lo más profundo a ti grito, Señor» (Sal 129,1).

En esta vida la Iglesia, como Pedro aquella vez en el lago, camina hacia el Señor sobre las aguas, únicamente sostenida por su fe y su esperanza. Por eso, cuando su fe vacila en medio de la tormenta, ha de clamar: «¡sálvame, Señor!» (Mt 14,30), «¡sálvanos, Señor, que perecemos!» (8,25). Y entonces la salvación de Jesús llega, poderosa e infalible.

Pero hace falta que la Esposa, «desde lo más profundo» de su ignorancia y debilidad, desesperada completamente de sus propias fuerzas, ponga toda su esperanza en su único Salvador. Entonces, necesariamente, recibe con abundancia maravillosa la salvación. Es ésta una ley permanente en la historia de la salvación, que no puede fallar: «invócame el día del peligro, yo te libraré, y tú me darás gloria» (Sal 49,15).

Es, pues, urgente que hoy aprendamos a clamar al Señor en la aflicción, enseñados por Israel y por la Iglesia de nuestros padres:

«¿No hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,7-8)

1. La oración de petición

Este libro se apoya en la fe católica sobre la eficacia de la oración de petición. Por eso conviene que, ya desde el principio, reafirmemos esta fe. Podemos para ello recordar lo que Rivera y yo mismo exponíamos en la Síntesis de espiritualidad católica (19995, 298-300).

–Petición, alabanza y acción de gracias son las formas fundamentales de la oración bíblica. No se contraponen entre sí, sino que se complementan. La petición prepara y anticipa la acción de gracias, y en sí misma es ya una alabanza, pues confiesa que Dios es bueno y fuente de todo bien. La alabanza y la acción de gracias brotan del corazón creyente, que habiendo pedido a Dios, recibe todo bien como don de Dios. Por eso los tres géneros de oración se entrecruzan y exigen mutuamente (por ejemplo, Sal 21,23-32; 32,22; 128,5-8).

No menospreciemos, pues, la oración de súplica, como si fuera un género inferior de oración. Después de todo, el Padre nuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se compone de siete peticiones. Pero eso sí, pidamos bien.

–Pidamos en el nombre de Jesús (Jn 14,13; 15,16; 16,23-26; Ef 5,20; Col 3,17). Esto significa dos cosas: primera, orar al Padre en la misma actitud filial de Jesús, participando de su Espíritu (Gál 4,6; Rm 8,15; Ef 5,18-19), y segunda, pedir por Jesús (Rm 1,8;1,25; 2 Cor 1,20; Heb 13,15; Hch 4,30), es decir, tomándole como mediador y abogado (1Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24).

«Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene» (Rm 8,26), y pedimos mal (Sant 4,3), pero Jesús nos comunica su Espíritu para que pidamos así en su nombre: «cuanto pidiéreis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16,23-24). Pedimos en el nombre de Jesús cuando queremos que se haga en nosotros la voluntad del Padre, no la nuestra (Lc 22,42); y cuando pedimos con sencillez, como él nos enseñó a hacerlo: «orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar; no os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6,7-8; +32).

–Se hace mal a veces la oración de petición, se hace con exigencias, como queriendo doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, con «amenazas» incluso. Así, pervertida, la oración de petición es muy dañosa: apega más a las criaturas, obstina en la propia voluntad, no consigue nada, genera dudas de fe, produce hastío y frustración, y conduce fácilmente al abandono de la misma oración.

–Pidiendo a Dios, abrimos en la humildad nuestro corazón a los dones que Él quiere darnos. El soberbio se autolimita en su precaria autosuficiencia; no pide, a no ser como último recurso, cuando todo intento ha fracasado y la necesidad apremia; y entonces pide mal, con exigencia, marcando plazos y modos. En cambio el humilde pide, pide siempre, pide todo, y en la proa de todo intento lleva siempre la oración de súplica. Y es que se hace como niño para entrar en el Reino, y los niños, cuando algo necesitan, lo primero que hacen es pedirlo. San Pablo nos da ejemplo: él pedía «sin cesar», «noche y día» (Col 1,9; 1Tes 3,10).

San Agustín, frente a los autosuficientes pelagianos, clarificó bien esta cuestión: «El hecho de que [el Señor] nos haya enseñado a orar, si pensamos que lo que Dios pretende con ello es llegar a conocer nuestra voluntad, puede sorprendernos. Pero no es eso lo que pretende, ya que él la conoce muy bien. Lo que quiere es que, mediante la oración [de petición], avivemos nuestro deseo, a fin de que estemos lo suficientemente abiertos para poder recibir lo que ha de darnos» (ML 33,499-500). «En la oración, pues, se rea­liza la conversión del corazón del hombre hacia Aquél que siempre está preparado para dar, si estuviéramos nosotros preparados a recibir lo que El nos daría» (34,1275). «Dios quiere dar, pero no da sino al que le pide, no sea que dé al que no recibe» (37,1324).

–Dios da sus dones cuando ve que los recibiremos como dones suyos, con humildad, y que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de Él. Es la humildad, expresada y actualizada en la petición, la que nos dispone a recibir los dones que Dios quiere darnos. Por eso los humildes piden, y crecen rápidamente en la gracia, con gran sencillez y seguridad. Y es que «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce. Echad sobre Él todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (1Pe 5,5-7).

–La oración de petición tiene una eficacia infalible. Es, sin duda, el medio principal para crecer en Cristo y para verse libre de todos los males, pues la petición orante va mucho más allá de nuestros méritos, se apoya inmediatamente en la gratuita bondad de Dios misericordioso. De ahí viene nuestra segura esperanza: «pedid y recibiréis» (Jn 16,24; +Mt 21,22; Is 65,24; Sal 144,19; Lc 11,9-13; 1Jn 5,14).

Dios responde siempre a nuestras peticiones, aunque no siempre según el tiempo y manera que deseábamos. Cristo oró «con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, y fue escuchado» (Heb 5,7). No fue escuchado mediante la supresión de la cruz redentora –«aleja de mí este cáliz» (Mc 14,36)–; pero fue escuchado, sin embargo, de un modo mucho más sublime, en su resurrección –«pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó» (Hch 2,24)–.

–Algunos piensan que la oración de petición es vana, pues nada influye en la Providencia divina, que es infalible e inmutable. Ahora bien, si consideran superflua la oración, puesto que la Providencia es inmutable, ¿para qué procuran ciertos bienes por el trabajo, si lo que ha de suceder vendrá infaliblemente, como ya determinado por la Providencia? Déjenlo todo en manos de Dios, y no oren ni laboren...

Por el contrario, a los cristianos nos ha sido dada la doble norma de la oración y del trabajo, y sabemos que con una y con otro estamos colaborando con la Providencia divina, sin que por eso pretendamos cambiarla o sustituirla.

–Pidamos a Dios todo género de bienes, materiales o espirituales, el pan de cada día, la paz, la unidad, el perdón de los pecados, el alivio en la enfermedad (Sant 5,13-16), el acrecentamiento de nuestra fe (Mc 9,24). Pidamos por los amigos, por las autoridades civiles y religiosas (1Tim 2,2; Heb 13,17-18), por los pecadores (1Jn 5,16), por los enemigos y los que nos persiguen (Mt 5,44), en fin, «por todos los hombres» (1Tim 2,1). Pidamos al Señor que envíe obreros a su mies (Mt 9,38), y que nuestras peticiones ayuden siempre el trabajo misionero de los apóstoles (Rm 15,30s; 2Cor 1,11; Ef 6,19; Col 4,3; 1Tes 5,25; 2Tes 3,1-2).

Nuestras peticiones, con el crecimiento espiritual, se irán simplificando y universalizando. Y acabaremos pidiendo sólo lo que Dios quiere que le pidamos –como enseña San Juan de la Cruz–, en perfecta docilidad al Espíritu: «y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto» (3 Subida 2,9-10)–. En fin, pidamos el Don primero, del cual derivan todos los dones: pidamos el Espíritu Santo (Lc 11, 13).

–Pidamos unos por otros, haciendo oficio de intercesores, pues eso es propio de la condición sacerdotal cristiana (1Tim 2,1-2). Así oró Cristo tantas veces por nosotros (Jn 17,6-26), también en la cruz (Lc 23,34; +Hch 7,60). Así oraban los primeros cristianos en favor de Pedro encarcelado (12,5), o por Pablo y Bernabé, enviados a predicar (13,3; +14,23).

–Pidamos también a otros que rueguen por nosotros, que nos encomienden ante el Señor. De este modo estimulamos en nuestros hermanos la oración de intercesión, que es una de las formas de oración más recomendadas en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de San Pablo. Y con ello no sólo recibimos la ayuda espiritual de nuestros hermanos, sino que los asociamos también a nuestra vida y a nuestras obras.

2. Israel suplicante

Todos los libros del Antiguo Testamento muestran, por obra del Espíritu Santo, una verdadera genialidad para la oración de súplica. Aquí me limitaré a recordar algunos de los textos más señalados.

El Éxodo

La liberación de Egipto es para Israel una experiencia histórica fundacional y decisiva:

«Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Y nos introdujo en este lugar, nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel» (Deut 26,6-9).

Ésa es la experiencia fundacional de la religiosidad judía. La salvación solo viene de Dios y a ella se abre el pueblo por la oración suplicante. Pero los peligros y penas nunca acaban en este mundo para el Pueblo de Dios. En efecto, conducido por Moisés al desierto, halla pronto en su éxodo innumerables dificultades, hambre y sed, extravíos, desánimo, ataques de otros pueblos, que impugnan su paso. Pues bien, de todas estas calamidades sigue librándose principalmente por la oración. Ella es la que abre la historia de los hombres a la fuerza salvífica del Señor divino.

«Amalec vino a Rafidim para atacar a los hijos de Israel. Y Moisés dijo a Josué: “elige hombres y ataca mañana a Amalec. Yo estaré sobre lo alto de la colina con el cayado de Dios en la mano”. Josué hizo lo que le había mandado Moisés, y atacó a Amalec. Subieron Aarón y Jur a la cima de la colina con Moisés. Y mientras Moisés tenía alzadas las manos [en oración suplicante] llevaba Israel la ventaja, pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec.

«Moisés estaba cansado y sus manos le pesaban. Tomando, pues, una piedra, se la pusieron debajo de él para que se sentara, y al mismo tiempo Aarón y Jur sostenían sus manos, uno de un lado y otro del otro, y así no se le cansaron las manos hasta la puesta del sol. Y Josué derrotó a Amalec al filo de la espada. Yavé entonces dijo a Moisés: “pon eso por escrito para recuerdo”» (Éx 17,8-14).

Jeremías

En los reinados de Joaquím (608-597) y de Sedecías (598-587) cumple Jeremías su durísima misión profética, en la que Yavé le lleva a enfrentarse, como «muro de bronce» (Jer 1,18), contra un mar de vicios, idolatría e infidelidades a la Alianza.

Las apostasías de Israel son enormes, pero nadie las denuncia (Jer 2). Se avecinan, si no hay conversión, castigos terribles. Y el Señor llama con urgencia a penitencia, queriendo evitarlos: «Volved, hijos apóstatas» (3,14). Sin embargo, no es oído: «Mi pueblo está loco, me ha desconocido» (4,22). Y es que no encuentra el Señor quien llame a conversión. Por el contrario, falsos profetas anuncian: «paz, tendréis paz» (4,10). «Desde el profeta al sacerdote, todos se dieron a la mentira, diciendo “paz, paz”, cuando no había paz. Serán confundidos porque hicieron abominaciones, y no se avergonzaron, porque no conocen siquiera la vergüenza» (8,10-12).

Enfrentándose a esta corriente suicida, desde lo más profundo de la miseria de su pueblo, Jeremías anuncia a Israel la destrucción del Templo y la deportación a Babilonia. Por ser fiel a su misión profética sufrirá insultos, cárcel y toda clase de oprobios, y vendrá a ser tenido como traidor a la patria. Pero él, también desde lo más profundo, alza al Señor el grito de su oración de súplica. Él predica al Pueblo de Dios lo que nadie le dice, y él levanta al Señor la súplica esperanzada que nadie hace:

 «Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan: por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo [Judá, «desposada» con Yavé], una herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país.

«¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación.

«Señor, reconocemos nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu Nombre, no desprestigies tu trono glorioso. Recuerda y no rompas tu Alianza con nosotros» (14,17-21).

Este clamor tan dolorido no evitará a Israel el castigo medicinal del exilio que merece, pero sí conseguirá que estas calamidades sean para su salvación. Dice Yavé: «voy a expulsar de una vez a los moradores de esta tierra, para ponerlos en angustia y que así me encuentren» (10,18).

En tiempos de gran aflicción para Israel, Jeremías amó de verdad a su pueblo, y por buscar su bien en el nombre del Señor, hubo de sufrir mucho. Por eso el libro segundo de los Macabeos dice de él: «éste es el amador de sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo y por la ciudad santa: Jeremías, profeta de Dios» (2Mac 15,14). Él es un modelo para los pastores y predicadores de todos los tiempos.

Ezequiel

Ni siquiera estando ya Israel en el destierro de Babilonia (587-538), se convierte de sus idolatrías e infidelidades. También entonces hay falsos profetas, según dice Yavé, «que engañan a mi pueblo diciéndole: “paz”, no habiendo paz... Así engañan a mi pueblo, que se cree las mentiras» (13,10.19).

Pues bien, en el año quinto de este trágico cautiverio (590 a.C.) suscita Yavé al profeta Ezequiel, para que llame a penitencia al Israel cautivo, bajo pena de graves castigos (1-24). Pero una vez cumplido el anunciado castigo de Israel, profetiza Ezequiel contra las naciones que lo han oprimido (25-32), y anuncia después una maravillosa restauración obrada por la misericordia del Omnipotente (33-48).

Nótese que nadie denunciaba el pecado ni llamaba a conversión cuando, inspirado por Dios, lo hace Ezequiel, enfrentándose a todos. Y llegado el castigo, nadie en lo más profundo del abatimiento espera salvación; solo la espera Ezequiel, iluminado por Dios, y es él quien la anuncia con maravillosas imágenes. 

«En aquellos días, la mano del Señor se posó sobre mí y, con su Espíritu, el Señor me sacó y me colocó en medio de un valle que estaba lleno de huesos... Y me dijo: Hijo de Adán, estos huesos son la entera casa de Israel, que dice: “Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza ha perecido, estamos destrozados”... Por eso profetiza y diles: “Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel... Os infundiré mi espíritu y viviréis. Os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago”. Oráculo del Señor» (37,1.11-14).

No hay situación del pueblo de Dios, aunque sea pésima, que no pueda ser salvada por la misericordia del Omnipotente. La fe y la súplica abren la tierra a la gracia del cielo: «“¡Ven, Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos huesos muertos, y vivirán! Profeticé yo como se me mandaba y entró en ellos el espíritu y revivieron, y se pusieron en pie: un ejército en extremo grande» (37,9-10). Hoy, como ayer y como siempre, Dios es omnipotente y misericordioso, como lo era en tiempos de Ezequiel.

Daniel

Esta profecía refiere las aventuras de Daniel y de sus compañeros, cuando en el año 605 (a.C.) viven deportados en Babilonia. Eran muy apreciados por Nabucodonosor y su corte, pero cuando manda el rey erigir una enorme estatua de oro, a la que todos deben dar culto, bajo pena de ser arrojados a un horno de fuego, tres jóvenes judíos se resisten absolutamente a este gesto idolátrico y son arrojados a las llamas. La oración que sigue es un modelo sublime de súplica al Señor desde la aflicción más profunda. Merece la pena reproducir un amplio extracto de la misma:

«Azarías se puso a orar, y abriendo los labios en medio del fuego, dijo: Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y glorioso es tu nombre. Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Porque hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido (...)

«Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas.

«Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia.

«Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carnes y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados.

«Ahora te seguimos de todo corazón, te temeremos y buscaremos tu rostro; no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu Nombre, Señor. Sean humillados los que nos maltratan, queden confundidos, pierdan el mando, sea triturado su poder, y sepan que tú, Señor, eres el Dios único, glorioso, en toda la tierra» (3,25-45).

Así se ve en la historia el pueblo de Dios tantas veces, a causa de sus infidelidades. Y ésa es la oración que siempre ha de alzar al Misericordioso. En esta ocasión concreta, el Señor escuchó el clamor de sus siervos y los libró de las llamas. Convirtió, además, el corazón de Nabucodonosor, que reconoció al Dios de estos jóvenes judíos tan fieles, y les dio cargos de autoridad en Babilonia.

Judit

El libro de Judit narra la angustia de Israel cuando la ciudad de Betulia –en lugar y época no identificados– se ve asediada por los asirios, y cómo el pueblo es liberado por el Señor, a través de la oración y la acción de Judit.

Viéndose rodeados los judíos y sin posible salvación humana, «todos los hijos de Israel clamaron con gran insistencia a Dios y se humillaron con gran fervor... Todos a una clamaron al Dios de Israel, pidiéndole con ardor que no entregase al saqueo a sus hijos, ni diese sus mujeres en botín, ni las ciudades de su heredad a la destrucción, ni el Templo a la profanación y el oprobio, regocijando a los gentiles» (Jdt 4,9.12).

Pero otros, más políticos, proponían: «será mejor que nos entreguemos a ellos, porque siquiera, siendo siervos suyos, viviremos» (7,27). Y otros, como Ocías, ponían, sí, en el Señor su confianza, pero una confianza limitada: «tened ánimo, hermanos; esperemos cinco días, en los que volverá sobre nosotros su misericordia el Señor, nuestro Dios, que no nos abandonará hasta el fin. Si pasados estos cinco días no nos viniera ningún auxilio, yo haré lo que pedís» (7,30-31).

Se alzó entonces Judit, una viuda muy piadosa, y dijo indignada a los jefes de Israel:

«¿Quiénes sois vosotros para tentar a Dios, los que estáis constituidos en lugar de Dios en medio de los hijos de los hombres?... De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro; que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis hacer fuerza a los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre, que se mueve con amenazas, ni como un hijo del hombre que se rinde.

«Por tanto, esperando la salvación, clamemos a Él que nos socorra. Si fuese su beneplácito, oirá nuestra voz... Demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos pone a prueba, igual que a nuestros padres. Recordad cuanto hizo con Abraham, cómo probó a Isaac y qué cosas sucedieron a Jacob en Mesopotamia de Siria... Pues así como aquéllos no los pasó por el crisol sino para examinar su corazón, así también a nosotros nos azota, pero no para castigo, sino para amonestación de los que le servimos» (8,12-27).

Los jefes judíos aprueban las palabras de Judit, y ésta, antes de entrar en acción, se recoge para orar:

«Judit, postrándose rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza y descubrió el cilicio que llevaba ceñido. Era justamente la hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la casa de Dios, el incienso de la tarde, cuando Judit clamó al Señor con voz fuerte, diciendo:

«Señor, Dios de mi padre Simeón... Dios, Dios mío, escucha a esta pobre viuda. Tú, en efecto, ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después... Mira que los asirios tienen un ejército poderoso, se engríen de sus caballos y jinetes... y no saben que tú eres el Señor, el que decide las batallas, cuyo nombre es Yavé. Quebranta su fuerza con tu poder... porque han resuelto violar tu Templo, profanar el tabernáculo donde se posa tu glorioso Nombre...

«Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado. Hiere con la seducción de mis labios al siervo con el príncipe y al príncipe con el siervo, y quebranta su orgullo por mano de una mujer. Que no está tu poder en la muchedumbre ni en los valientes tu fuerza; antes eres tú el Dios de los humildes, el amparo de los pequeños, el defensor de los débiles, el refugio de los desamparados y el salvador de los que no tienen esperanza...

«Sí, sí, Dios de mis padres y Dios de la heredad de Israel, Señor de los cielos y de la tierra, Creador de las aguas, Rey de toda la creación; escucha mi plegaria y dame una palabra seductora, que cause heridas y lesiones en aquellos que han resuelto crueldades contra tu Alianza, contra tu santa casa, contra el monte de Sión, contra la casa que es posesión de tus hijos. Y haz que todo tu pueblo y cada una de sus tribus reconozca y sepa que tú eres el Dios de toda fortaleza y poder, y que no hay otro fuera de ti que proteja al linaje de Israel» (9,1-14).

El Señor escuchó el clamor de Judit, e hizo posible en su bondad que una viuda, por medio de una audaz estratagema en la que arriesgó gravemente su vida, pusiera en fuga al poderoso ejército enemigo, cuando la situación de Israel era angustiosa y todos estaban desesperados.

Los siete hermanos

Las crónicas bíblicas de los Macabeos refieren sucesos ocurridos entre los años 175 y 134 (a. Cto.), cuando el poder de los Seléucidas, con Antíoco IV Epifanes, trata de imponer en Israel la religión helénica y sus costumbres. No pocos judíos, infieles a la Alianza, ceden, renegando de sus tradiciones. Piensan que esa asimilación al poder mundano vigente es inevitable, y que el Señor no va a librarles de ella. Pero Matatías y sus hijos, entre los que destaca Judas, llamado el Macabeo, tienen fe en el Señor, tienen por tanto esperanza, y por eso se alzan en una guerra heroica.

En medio de «la abominación de la desolación» (1Mac 1,57), Matatías grita en la ciudad: «“¡Todo el que sienta celo por la Ley y quiera mantener la Alianza, sígame!” Y huyeron él y sus hijos a los montes, abandonando cuanto tenían en la ciudad» (2,27-28).

La lucha, sin embargo, parece condenada al fracaso, pues los sublevados son muy pocos en comparación con las fuerzas opresoras del enemigo. Pero Judas Macabeo asegura: «Fácil cosa es entregar una muchedumbre en manos de unos pocos, que para el Dios del cielo no hay diferencia entre salvar con muchos o con pocos. No está en la muchedumbre del ejército la victoria en la guerra, sino que del cielo viene la fuerza» (3,18).

Esta fe de Judas anima a sus seguidores, que no confían en sus fuerzas, pero sí en la fuerza salvadora del Señor. Por eso acuden a la oración en situación tan desesperada: «Se reunieron en Masfa, frente a Jerusalén, y ayunaron aquel día, se vistieron de saco, pusieron ceniza sobre sus cabezas, rasgaron sus vestiduras, y abrieron el libro de la Ley, buscando en él lo que los gentiles preguntan a las imágenes de sus ídolos... Clamaron entonces [al Señor] a grandes voces, diciendo: “¿Qué hemos de hacer?... Tu Santuario está pisoteado y profanado; tus sacerdotes, en luto y humillación; y ahora los gentiles se han reunido contra nosotros para destruirnos... ¿Cómo podremos hacerles frente si tú no nos ayudas?” Tocaron las trompetas, y prorrumpieron en un gran clamor» (3,46-54). Pensaban: «mejor es morir combatiendo, que presenciar los males de nuestro pueblo y del Santuario. En todo caso, hágase la voluntad del cielo» (3,59-60).

El Señor oyó el gran clamor de este resto de fieles judíos, y a pesar de ser tan pocos, les concedió grandes victorias porque habían acudido a Él desde lo más profundo de su aflicción, poniendo en Él toda su confianza.

Los salmos

El libro de los Salmos, compuesto a lo largo de varios siglos, contiene 150 oraciones en forma de poemas. La redacción definitiva de su conjunto no parece anterior al año 300 (a.C.). Pues bien, en los salmos son frecuentes los clamores comunitarios que con acentos conmovedores se alzan al Señor desde lo más profundo de calamidades y peligros. Todos ellos siguen resonando hoy en la liturgia de la Iglesia. Son la voz de Cristo que, con su Esposa, clama al Padre misericordioso, pidiendo salvación de tantos males.

43. Oh Dios, nuestros padres nos lo han contado: la obra que realizaste en sus días...  Despierta, Señor, ¿por qué duermes?...

59. Oh Dios, nos rechazaste y rompiste nuestras filas... Auxílianos contra el enemigo, que la ayuda del hombre es inútil...

73. ¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados?... Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo... Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio... ¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?... Levántate, oh Dios, defiende tu causa: no olvides las voces de tus enemigos, el tumulto creciente de los rebeldes contra ti...

78. Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad, han profanado tu santo templo, han reducido Jerusalén a ruinas... ¿Hasta cuándo, Señor?¿Vas a estar siempre enojado?... Que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios salvador nuestro, por el honor de tu nombre... Te daremos gracias siempre, de generación en generación.

79. Despierta tu poder y ven a salvarnos. Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve... Ven a visitar tu Viña, la cepa que tu diestra plantó... La han talado y le han prendido fuego... Danos vida, para que invoquemos tu Nombre.

84. Restáuranos, Dios salvador nuestro, cesa en tu rencor contra nosotros... Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación...

88. ¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido, y arderá como un fuego tu cólera?... ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia que por tu fidelidad juraste a David? Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos...

89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación... ¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación!... Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos... Baje a nosotros la bondad del Señor...

105. Hemos pecado con nuestros padres, hemos cometido maldades e iniquidades... Pero Él miró su angustia y escuchó sus gritos; recordando su pacto con ellos, se arrepintió con inmensa misericordia... Sálvanos, Señor Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria...

Otros salmos hay que, alzándose igualmente al Señor desde la aflicción más profunda, son un clamor individual. La Iglesia los emplea igualmente, viendo en el salmista una personificación del Pueblo de Dios sufriente. Así, por ejemplo, el salmo 24, Ad te, Domine, levavi, con el que se abre el Año litúrgico en el primer domingo de Adviento: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado, no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados»...

Israel, modelo perenne en la súplica

La oración suplicante de Israel sigue siendo hoy modelo perfecto para la Iglesia, que se ve en calamidades y aflicciones. Y así lo reconoce ella, pues continuamente emplea en su liturgia las grandes oraciones inspiradas por Dios a los judíos, como aquella de Daniel:

«Oye, Dios nuestro, la oración de tu siervo, escucha sus plegarias, y por amor de ti, Señor, haz brillar tu rostro sobre tu Templo devastado. Oye, Dios mío, y escucha. Abre los ojos y mira nuestras ruinas, mira la ciudad sobre la que se invoca tu Nombre, pues no por nuestras justicias te presentamos nuestras súplicas, sino por tus grandes misericordias. ¡Escucha, Señor! ¡Perdona, Señor! ¡Atiende, Señor y obra, no tardes, por amor de ti, Dios mío, ya que es invocado tu nombre sobre tu ciudad y sobre tu pueblo!» (Dan 9, 17-19).

Las siete notas de la oración bíblica

En estos clamores angustiados que Israel eleva al Señor conviene destacar varios elementos preciosos, siete concretamente, que siempre la Iglesia ha de hacer suyos. Iré señalándolos uno a uno.

–1. Reconocimiento de la gravedad de los males

El Israel verdadero reconoce la gravedad de los males que padece. A veces sólamente es un resto fiel, el que alcanza a ver los males que el pueblo sufre. El «Israel carnal», en cambio, no los ve, por supuesto. Ya se comprende que los sacerdotes, los jefes, los falsos profetas, es decir, aquellos que han promovido o permitido las infidelidades de Israel, tienden, sin duda, a ignorar o a subestimar los males que oprimen al pueblo, y que son consecuencia de esas infidelidades. E igualmente ocurre dentro del pueblo: los más cómplices de esas mentiras y pecados son justamente los que minimizan las abominaciones generalizadas o los que ni siquiera las ven. Solo los que son fieles las ven y reconocen. Por eso dice el Señor a los ejecutores potentes de su providencia:

«Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén, y pon por señal una tau en la frente de los que gimen afligidos por las abominaciones que en ella se cometen». Éstos se verán libres del castigo exterminador merecido por los pecados. Pero los otros, los que son cómplices de tantos pecados y abominaciones, serán exterminados: «profanad el Templo, llenando sus atrios de cadáveres, y salid a matar por la ciudad» (Ez 9,4.7).

Los falsos profetas no reconocen las calamidades, materiales o espirituales, en que el pueblo se ve sumido o las amenazas inminentes de grandes aflicciones. Lejos de eso, ellos dicen: «vamos bien; paz, paz; no temáis; confiad en el Señor, que, caminando por donde vamos, no va a sobrevenir calamidad alguna».

Los profetas verdaderos, sin embargo, los únicos que hablan en el nombre de Dios, dirán todo lo contrario: «vamos mal; convertíos urgentemente. Terribles males vendrán sobre nosotros si seguimos siendo infieles a la Alianza; y grandes bienes nos concederá el Señor misericordioso si nos volvemos a Él». Ése es el mensaje habitual de los profetas verdaderos, en contraposición al de los falsos (por ejemplo, Isaías 3; Jeremías 7; Oseas 2; 8; 14; Joel 2). Ellos, en efecto, denuncian los pecados de su pueblo y le profetizan grandes calamidades; pero al mismo tiempo le prometen, si hay conversión, grandes misericordias de Dios. Éstos son, pues, los únicos que, señalando al pueblo el camino verdadero de la salvación, le aseguran esperanzas verdaderas si lo sigue y grandes males si lo desprecia. Así lo vemos en el profeta Miqueas, el Miqueas del libro I de los Reyes:

Cuatrocientos profetas falsos aseguran al rey de Israel que podrá vencer a los sirios. Solamente Miqueas sabe que eso es falso; pero por eso mismo el rey no quiere consultarle: «aún hay un hombre aquí por quien podemos preguntar a Yavé; pero yo le aborrezco, porque nunca me profetiza cosa buena, sino siempre malas. Es Miqueas». A éste le aconsejan sus amigos: «mira que todos los profetas unánimes profetizan bienes al rey; habla, pues, como ellos y anuncia bienes». Miqueas, sin embargo, mirando al bien de su pueblo, intenta disuadir al rey de su empresa, asegurándole que será derrotado. El rey lo manda encarcelar, castigado al «pan de la aflicción y al agua de la angustia». Va a la guerra, desoyendo su oráculo, y al atardecer está muerto (1Re 22).

Por eso, cuando hoy se habla de «profetas de calamidades» en un sentido despectivo, como si se tratara de profetas falsos, se contraría la tradición de la Biblia. En ésta, efectivamente, los falsos profetas anuncian prosperidad, mientras que los verdaderos anuncian calamidades, si no hay conversión, y grandes bienes, si la hay.

–2. Consecuencias justas

Israel confiesa que todas las calamidades proceden de sus propios pecados, y que, por tanto, son castigos de Dios totalmente justos y merecidos. «Eres justo, Señor, en cuanto has hecho con nosotros, porque hemos pecado y cometido iniquidad en todo, apartándonos de tus preceptos».

Israel, desde lo más profundo, clama al Señor, aplastado bajo el peso de sus propias culpas: «no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas... No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 38).

No tiene salvación el pueblo que ignora sus propios males o que si los conoce, no quiere, sin embargo, reconocer los pecados que han sido su causa.

–3. Remedios medicinales

Israel reconoce que los castigos que sufre son saludables, regulados cuidadosamente por la Providencia divina. Más aún, declara que con ser tan terribles, aún mayores deberían ser, si estuvieran exactamente proporcionados a la gravedad de sus culpas. Por eso confiesa: el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). E incluso da gracias al Señor por esas penalidades: demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos pone a prueba, como puso a nuestros padres, para purificarnos en el sufrimiento, como en un crisol.

–4. Sin remedio humano

Israel se reconoce absolutamente impotente para recuperar por sus propias fuerzas la salud, la libertad, la prosperidad. Su abatimiento es total: no tiene ya maestros, ni soldados, ni guías, está hundido en la debilidad y la miseria. Los jefes son necios, cobardes y traidores, y «tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país».

En estas circunstancias ¿quién podrá traer la salvación al pueblo?... «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?». Una vez más se ve solo y abandonado, pero no se desespera, pues eleva su esperanza al Señor: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).

–5. Dios puede salvar

Israel cree firmemente que Dios puede salvarle. Por enormes que sean sus miserias, mucho mayor es la misericordia del Señor. Todo está en su mano, es Él quien realiza las hazañas antiguas, pasadas y presentes. No se asusta ante los inmensos ejércitos del enemigo, y para realizar sus victorias le da lo mismo que sus fieles sean pocos o muchos. Siendo Él el creador del cielo y de la tierra, el que mantiene todo en el ser, Él es el único que puede traer salvación infalible a su pueblo, por pésimas que sean las calamidades en que se ve hundido. Ahora, eso sí: es preciso poner la confianza solamente en Él, y en nada ni en nadie más.

–6. Petición urgente a la Misericordia divina

Israel, creyendo en todo eso, clama, pide y suplica la misericordia de Dios. Con todo apremio y confianza: «levántate, Señor, extiende tu  brazo poderoso, no tardes, acuérdate de nosotros, no nos desampares, no te olvides de que somos tu pueblo y tu heredad, de que fuiste Tú quien nos sacó de Egipto, de que hiciste grandes promesas a nuestros padres»...

Como hemos visto, la súplica es tan apremiante que se convierte a veces en reproche filial, en atrevida acusación: «¿Por qué tardas tanto? ¿Vas a estar siempre enojado? ¿Te has olvidado de nosotros? ¿Hasta cuándo, Señor?»...

–7. Para alabanza de la gloria de Dios

Israel clama y pide salvación al Señor alegando el honor de su Nombre. «No nos abandones, Señor, no permitas la destrucción de tu Templo, la humillación de tu pueblo, el desprestigio de tu Nombre santo. Ten piedad de nosotros y restáuranos. Te lo pedimos por tu honor, Señor, por la gloria de tu Nombre, que se ve humillado por nuestras miserias»...

De la salvación recibida brotará la alabanza: Sálvanos, Señor, y en adelante buscaremos tu rostro, seguiremos tus mandatos, seremos fieles a la Alianza, alabaremos tu nombre, te daremos gracias siempre...

Validez de la oración de Israel en la Iglesia de hoy

El Nuevo Testamento perfecciona muchos de los elementos religiosos instituidos por Dios en el Antiguo Testamento, y otras veces –como ocurre con los sacrificios de animales– los culmina. Pero la oración de Israel pervive en la oración de la Iglesia, perdura en ella siempre joven, y en ella alcanza la plenitud de su belleza y poder, perfeccionada por la efusión del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14).

Cuando las fuerzas humanas se ven desbordadas por los males presentes o amenazantes, la Iglesia ha de aprender del Israel antiguo la oración de súplica en la angustia. Así se deja enseñar por Dios, que nos habla en las antiguas Escrituras. La misma actitud espiritual de esas siete notas señaladas tiene que inspirar en el presente la oración de la Iglesia afligida.

Si una Iglesia local hoy, reconociendo las graves calamidades que le afligen, hace suyos esos clamores antiguos en todos sus elementos –en todos, en los siete señalados: no bastaría que lo hiciera en casi todos–, se verá ayudada por Dios y podrá superar sus miserias, por grandes que sean. Pero si no posee el espíritu de esa oración suplicante, o peor aún, si lo rechaza, se irá hundiendo en una debilidad creciente, que lleva hacia la muerte.

Por otra parte, por grandes que sean las calamidades que aflijan al pueblo de Dios, siempre habrá, bajo la moción de la gracia, una acción posible y necesaria, grande o quizá mínima –la entrega de cinco panes y dos peces (Mt 14,17)–. Y esta acción, potenciada internamente por la oración, será la que logre una virtualidad salvífica desbordante –sobra alimento en los canastos– (14,20).

3. Tres primeros siglos. «Ven, Señor Jesús»

La Iglesia católica, que en sus pruebas ha de aprender de Israel a orar con humildad y confianza, aún más ha de aprender de su propia tradición secular. En efecto, como dice el Vaticano II, la Iglesia ha de vivir siempre de la Biblia y de su propia Tradición: «ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (DV 9).

Cristo

En la suprema aflicción del Huerto y de la Cruz, Jesús, «entrado en agonía, oraba con más insistencia, y su sudor vino a ser como gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lc 22,44). Así enseñó a su esposa, la Iglesia, a refugiarse siempre en la oración, cuando llega la hora de las tinieblas.

Sabe Jesús que envía sus discípulos al mundo «como ovejas entre lobos» (Mt 10,26), y que la misma persecución que Él sufrió la van a sufrir ellos siempre, en una u otra forma (Jn 15,18-21). Sabe también que ellos, por sí mismos, no tienen fuerzas para vencer al mundo, ni siquiera para soportar pacientemente su persecución. Sabe, pues, que los cristianos solamente podrán mantenerse fieles, venciendo a la carne, al demonio y al mundo, si se guardan en oración continua. Por eso tiene buen cuidado en enseñarles que «es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1). «Vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que evitéis todo esto que ha de venir y podáis comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,36).

Por otra parte, la oración continua ha de estar siempre viva en los cristianos porque «somos linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Por eso, pues, «siempre y en todo lugar» hemos de dar «gracias a Dios Padre».  

Sabe Cristo que los hijos de Dios en este mundo serán guardados siempre por el Padre celestial, que conoce bien sus necesidades (Mt 6,32). Pero también conoce que esta ayuda ha de ser incesantemente solicitada por ellos en la oración. Ahora bien, cuando los fieles claman desde lo más profundo de sus angustias históricas, «¿no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente» (Lc 18,7-8).

Los Apóstoles

Los Apóstoles «estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,53). Todos los fieles, con los apóstoles, perseveraban «en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42). Pero esta oración de alabanza incesante se hacía un grito unánime apremiante, un clamor, cuando la Iglesia pasaba por alguna angustia especialmente grave. Por ejemplo, sabemos que cuando Pedro es encerrado en la cárcel, «la Iglesia oraba instantemente por él» (Hch 12,5). El Señor escuchó a sus fieles y Pedro fue liberado por un ángel.

La vida de la Iglesia en este mundo ha de estar continuamente sostenida por la oración de los fieles, encabezada por sus pastores. No puede sobrevivir de otro modo. Todos los cristianos, revestidos de «la armadura de Dios», han de perseverar «en toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo con fervor, manteniéndose siempre en continuas súplicas por todos los santos» (Ef 6,13.18). No es posible la vida de la Iglesia en este mundo de otro modo.

San Pablo y la oración por la paz

Especialmente la paz, la paz cívica y eclesial, siempre ha sido pedida por la Iglesia con todo empeño. Ésa ha sido una tradición continua desde el tiempo de los Apóstoles. La oración por la paz –«la paz del Señor esté con vosotros»–, tan antigua y frecuente en la liturgia, es solicitada con especial acento por el apóstol San Pablo, bien consciente de que solo Dios puede dar al pueblo cristiano una vida en paz.

–Paz con Dios, de modo que «justificados por la fe, tengamos paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5,1).

–Paz en la Iglesia:

«os exhorto yo, preso en el Señor, a que andeis de una manera digna de la vocación a la que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos unos a otros, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz» (Ef 4,1-3). Y así «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7).

–Paz en el mundo presente. El milagro histórico de la paz, siendo el mundo como es –siempre partido en trozos contrapuestos, siempre lleno de guerras y deportaciones, divisiones, atropellos y violencias–, solo puede ser conseguido por la oración clamorosa, día y noche, de los fieles «pacificadores», que merecen ser llamados «hijos de Dios» (Mt 5,9).

Por eso dice el Apóstol: «Ante todo te ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los emperadores y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y tranquilidad, y llevar una vida piadosa y honesta» (1Tim 2,1-2).

Recordemos que la paz es el patrimonio de los cristianos en este mundo. Es don de Dios, bajado de lo alto: «¡gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él!» (Lc 2,14). Es el don propio de Cristo: «la paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27). El mundo, en efecto, no puede dar la paz; pero Cristo sí, porque es el Príncipe de la Paz (Is 9,6). Por eso la Iglesia en su liturgia siempre, especialmente en la Eucaristía, ha pedido a Dios la paz.

Apocalipsis

La vida de los cristianos en este mundo, hasta que Cristo vuelva con todo su irresistible poder, es una vida martirial, que no puede mantenerse si no alzan a Dios el clamor de una oración continua:

«Vi debajo del altar las almas de los que habían sido inmolados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que habían dado. Clamaban a grandes voces, diciendo: “¿hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia y en vengar nuestra sangre en los que habitan la tierra?” Y a cada uno le fue dada una túnica blanca [color antiguo del martirio], y se les dijo que esperaran todavía un poco más, hasta que se completara el número de sus compañeros de servicio y hermanos, que iban a sufrir la misma muerte» (Ap 6,9-11).

La Iglesia en este mundo ha de alzar continuamente en la presencia de Dios uno y trino el incienso perfumado de la alabanza y de la acción de gracias (Ap 8,4), pero también la súplica por sí misma, tan perseguida, y por todo el mundo, tan necesitado de salvación por gracia.

A la luz del Apocalipsis, en efecto, entrar a vivir en la Iglesia es participar de ese clamor continuo, que de día y de noche Ella eleva a Dios. De esta manera de entender la vida cristiana en el mundo, los Santos Padres nos dan innumerables testimonios. De ellos recordaré a algunos.

San Clemente Romano

A fines del siglo I, el papa Clemente escribe una preciosa carta a los corintios. El tercer sucesor de Pedro se muestra dolorido tanto por las escisiones que existen entre los fieles de Corinto, como por la persecuciones que la Iglesia está sufriendo bajo Domiciano. Y en estas angustias, alza sus brazos orando a Dios con esta gran súplica llena de humildad, de serena confianza y del espíritu litúrgico de la Eucaristía:

«Te pedimos, Señor, que seas nuestro socorro y protector. Salva a aquellos de entre nosotros que están en tribulación, apiádate de los humildes, levanta a los que han caído [los lapsi, apóstatas en la persecución], muéstrate a los necesitados, cura a los enfermos, convierte a los extraviados de tu pueblo, sacia a los que tienen hambre, redime a nuestros cautivos [privados de libertad por ser cristianos], restablece a los que están débiles, alienta a los pusilánimes. Que todos los pueblos conozcan  que Tú eres el único Dios, que Jesucristo es tu Siervo y que nosotros somos tu pueblo y ovejas de tu rebaño [Sal 78,13; 99,3]» (59,4).

«Misericordioso y compasivo, perdónanos nuestras injusticias, faltas, pecados y errores. No tengas en cuenta ningún pecado de tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y endereza nuestros pasos para que caminemos en santidad de corazón y hagamos lo que es bueno y grato en tu presencia y en presencia de nuestros jefes.

«Sí, Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para concedernos los bienes de la paz, para que seamos protegidos por tu mano poderosa, para que tu excelso brazo nos libre de todo pecado, y para que nos protejas de todos los que nos odian injustamente. Da concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, como se la diste a nuestros padres cuando te invocaron santamente en fe y en verdad.

«Que seamos obedientes a tu omnipotente y santo Nombre y a nuestros príncipes y jefes de la tierra. Tú, Señor, les diste el poder del reino por tu magnífica e indescriptible fuerza... Dales, Señor, salud, paz, concordia, firmeza para que atiendan sin falta al gobierno que les has dado... Tú, Señor, endereza su voluntad hacia lo bueno y agradable en tu presencia, para que ejerciendo piadosamente, con paz y mansedumbre, el poder que les has dado, alcancen de Ti misericordia.

«Tú eres el único capaz de hacer estas cosas e incluso bienes muy superiores entre nosotros. A ti te confesamos por medio de Jesucristo, el Sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, por medio del cual sea dada a Ti la gloria y la magnificencia, ahora y de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén» (60,1–61,3).

San Policarpo

En el año 155, teniendo 86 años de edad, muere mártir San Policarpo, obispo de Esmirna. Poco antes de morir, según refiere el cronista de su martirio, «se retiró a una finca próxima a la ciudad, y allí pasaba el tiempo con unos pocos fieles, sin hacer otra cosa, día y noche, que orar por todos, y especialmente por las Iglesias esparcidas por toda la tierra. Cosa, por lo demás, que tenía siempre por costumbre» (Mart. Policarpo 5).

Este pastor fiel, que tanto oraba por su pueblo, exhortaba también a los demás a que hicieran lo mismo. Concretamente a los cristianos de Filipo, les exhorta: «rogad por todos los santos [los fieles cristianos]. Rogad también por los reyes y autoridades y príncipes, y por los que os persiguen y aborrecen, y por los enemigos de la cruz» (Filip. 12).

La Iglesia antigua, viéndose perseguida, sabe participar con paz de la Cruz de Cristo. Cumple la norma del Maestro, y «no se resiste al mal» (Mt 5,39). No odia a sus perseguidores, sino que ruega por ellos. No se rebela, no se querella ante los tribunales, no devuelve mal por mal, sino que vence el mal con la abundancia del bien (Rm 12,17-21; 1Tes 5,15), y todo lo supera con la fuerza invencible de la oración. En medio de situaciones tan terriblemente duras, la Iglesia de Cristo, manteniéndose en paz y alegre en la esperanza, vence al mundo con la cruz y la oración.

San Justino

De este espíritu nos da buena muestra el filósofo samaritano Justino, convertido a la fe cristiana. Mientras enseña en Roma, escribe varias obras en defensa de la fe cristiana, y muere mártir el año 163.

«Nosotros –escribe al emperador Antonino Pío– somos vuestros mejores auxiliares y aliados para el mantenimiento de la paz» (I Apología 12,1).  «Nosotros, los que antes amábamos por encima de todo el dinero, ahora lo ponemos todo en común...; los que nos odiábamos y matábamos unos a otros, ahora, después de la aparición de Cristo, vivimos todos juntos y rogamos por nuestros enemigos, y tratamos de persuadir a los que nos aborrecen injustamente, para que, viviendo conforme a las hermosas normas de Cristo, tengan buenas esperanzas de alcanzar junto con nosotros los mismos bienes que nosotros esperamos de Dios, soberano de todas las cosas» (14,2-3).

No hay entonces amargura en el corazón de la Iglesia, a pesar de verse tan perseguida, tan injustamente tratada por el mundo. Hay paz, hay cruz, hay esperanza de vencer al mundo por la persuasiva Palabra revelada, por la cruz, la misma cruz de Cristo, y por la incesante oración de súplica.

Orígenes

En medio de terribles persecuciones del mundo, los Padres antiguos exhortan siempre a vivir virtuosamente, en paz y con esperanza, orando por los enemigos y perseguidores, y guardando segura confianza en la victoria de Cristo, que vive y reina por todos los siglos. Así lo hace con profunda elocuencia Orígenes (+253), gran asceta y teólogo alejandrino, que sufre tormento en la persecución de Decio.

«Nosotros oramos pidiendo que Jesús reine sobre nosotros y cesen las guerras en nuestra tierra, cesen los asaltos de los deseos carnales, y cuando estas cosas se hayan calmado, repose cada uno bajo sus vides, higueras y olivos. Así, bajo el manto del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, descansará el alma que en sí misma recuperó la paz de la carne y del Espíritu. Al Dios eterno sea la gloria por los siglos. Amén» (In Num. Hom XXII,4).

«Nosotros oramos y pedimos, diciendo: Señor, estate vigilante para ayudarme, porque grande es la lucha y potentes los adversarios. Maligno es el enemigo, el enemigo invisible que nos combate por medio de estos enemigos visibles. Vigila, pues, en nuestra ayuda y socórrenos por tu santo Hijo nuestro Señor Jesucristo, por el que nos has redimido a todos, por el que te es dada la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (In Ps. 37, Hom II,9).

San Cipriano

Otro gran santo, capaz de enseñarnos a orar en paz desde lo más profundo de la adversidad, es Cipriano, el obispo de Cartago que muere mártir en la persecución de Valeriano (+258). En sus preciosas cartas de exhortación a los mártires hallamos todas las condiciones que, según vimos en Israel, ha de tener la oración del Pueblo de Dios cuando se ve hundido en las calamidades del mundo. Reproduciré aquí algunas frases de una larga carta a su clero de Cartago:

Oremos y ayunemos. «Aunque no ignoro, hermanos muy queridos, que el temor de Dios os induce a aplicaros a continuas oraciones y a insistentes súplicas, os amonesto asímismo a que aplaquéis a Dios y a que no sólo de palabra, sino también afligiéndoos con ayunos y toda clase de penitencias, logréis de Él con ruegos que reduzca su cólera.

Sufrimos un justo castigo. «Hay que comprender y reconocer que tormenta tan devastadora como la presente persecución, que ha desolado nuestro rebaño en tan gran parte y que aún sigue desolándolo, es efecto de nuestros pecados, porque no seguimos los caminos del Señor, ni observamos los mandamientos que nos dió para nuestra salvación.

«El Señor cumplió la voluntad del Padre, pero nosotros no hemos cumplido la voluntad de Dios, y nos hemos entregado al lucro de los bienes temporales, marchando por los caminos de la soberbia. Caimos en rivalidades y disensiones. Descuidamos la sencillez y la lealtad. Renunciamos de palabra, pero no de obra, al mundo, muy indulgente cada uno consigo mismo y severo con los demás.

«Por eso recibimos los azotes que merecemos... Ni los mismos confesores, que debieran servir de ejemplo para los demás, guardan la disciplina... y se jactan con hinchado descaro de haber confesado a Cristo... Con razón sufrimos estos males por nuestros pecados, pues ya nos lo previno el Señor, cuando dijo: “si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas” [Sal 88,31-33]...

Pidamos desde nuestra miseria la Misericordia divina. «Imploremos, pues, desde lo más íntimo de nuestro corazón la misericordia de Dios, porque también Él añadió estas palabras: “no les retiraré mi favor” [88,34]... Roguemos con insistencia y no dejemos de gemir con continuas plegarias... No cesemos en manera alguna de pedir y de esperar recibir con fe, y supliquemos al Señor con sinceridad y en unánime concordia, con gemidos y lágrimas a la vez, como conviene implorar a los que se encuentran entre los males de los que lloran y el resto de los que temen, entre la multitud de enfermos que yacen por el suelo [los lapsi, caídos] y los muy pocos que quedan en pie.

Atrevámonos a pedir a Dios con esperanza tantos bienes que nos faltan. «Pidamos que retorne pronto la paz, que venga pronto la ayuda a nuestros escondrijos y peligros, que se cumpla lo que el Señor se digna anunciar a sus siervos: la reintegración de la Iglesia, la seguridad de nuestra salud, la serenidad tras la tormenta, la luz tras las tinieblas, la dulce suavidad después de las borrascas y huracanes, los piadosos auxilios de su amor de Padre, las conocidas maravillas de su poder divino para embotar las blasfemias de los perseguidores. Que los caídos hagan penitencia, y que sea ensalzada la fidelidad inquebrantable de los que han perseverado» (Carta 11; 7 en ML). 

Habiendo ya Cipriano confortado durante años a sus fieles en la persecución, vuelve finalmente a Cartago para morir como mártir en su propia sede episcopal. A él debemos los más hermosos textos escritos sobre el martirio y las oraciones más bellas escritas desde lo más profundo de las penas de la Iglesia en el mundo.

Pablo, mártir

Por último, sea un antiguo mártir de Cristo quien nos enseñe a orar en la tribulación de la Iglesia. La terrible persecución que a principios del siglo IV sufren los cristianos de Palestina, en tiempos de Diocleciano, cuando ya estaba por cerrarse la época de las persecuciones, es narrada por Eusebio de Cesarea. En el sexto año de esta persecución fue condenado a muerte «el tres veces bienaventurado Pablo». La oración que éste mártir alza a Dios poco antes de morir es un eco impresionante de la oratio fidelium que normalmente hacía la Iglesia de su tiempo en la Eucaristía. 

«Poco antes de ser ejecutado, pidió al verdugo que estaba ya para cortarle la cabeza, un breve espacio de tiempo; y obtenido, con clara y sonora voz suplicó a Dios en primer lugar por los de su propio pueblo, pidiéndole se reconciliara con él y le concediera cuanto antes la libertad; luego pidió por los judíos, que se acercaran a Dios por medio de Jesucristo, y la misma gracia suplicó en su oración para los samaritanos; para los gentiles, que estaban en el error y desconocían a Dios, le suplicó les concediera vinieran a conocerle y abrazar la verdadera piedad, sin olvidar tampoco aquella muchedumbre que en aquel momento le rodeaba.

«Después de todo esto, ¡oh grande e inefable resignación! se puso a suplicar a Dios por el mismo juez que le había condenado a muerte, por los supremos gobernantes y por el verdugo que, de allí a un momento, le iba a cortar la cabeza, rogándole, con voz que podía oír éste y todos los presentes, no les imputara el pecado que con él cometían. Toda esta letanía la hizo en voz alta, y poco faltó para que no moviera a lástima y lágrimas a todos, por darse cuenta de que moría injustamente. En fin, colocándose él mismo en la postura que es de norma, fue adornado con el divino martirio el quince del mes Panemo, que corresponde al ocho antes de las calendas de agosto [25 de julio]» (Mártires de Palestina 8).

Así oraba la Iglesia antigua en medio de sus terribles aflicciones.

4. La época de los grandes Padres

La conversión del Imperio romano

El Señor escuchó la súplica, llena de humildad y de confianza en la Providencia divina, de los innumerables mártires. Y el año 313 concedió a su Esposa la paz de Constantino. Como dice Angelo de Santi, «se había rezado durante tres siglos en apariencia inútilmente. Pero más tarde la oración fue escuchada, y se produjo tal triunfo de la Iglesia que nadie hubiera podido esperar como humanamente posible» (AdS 1916,3: 37).

En efecto, a partir del siglo IV se va produciendo la transformación cristiana del gran Imperio romano, y en la misma Iglesia se da un gran desarrollo público. Es entonces cuando se construyen iglesias y basílicas, se organiza la catequesis, va adquiriendo la liturgia formas esplendorosas, se inicia el monacato, y se celebran los primeros concilios ecuménicos, los más fundamentales de toda la historia de la Iglesia (Nicea, 325; I de Constantinopla, 381; Éfeso, 431, Calcedonia, 451).

Es una hora muy sorprendente, que en un primer momento es vivida con inmenso gozo y agradecimiento. Así lo refleja Lactancio (+ca.330):

«Celebremos con exultación el triunfo de Dios, cantemos con alabanzas la victoria del Señor, no cese nuestra oración ni de día ni de noche. Oremos con insistencia para que Dios confirme por los siglos la paz que nos fue dada hace diez años. Y tú especialmente, muy querido Donato, pide al Señor, para que mantenga propicio la paz sobre sus siervos, aleje de su pueblo todas las asechanzas e impugnaciones del demonio, y guarde en una quietud perpetua a su Iglesia floreciente» (De mortibus persecutorum 52; cfr. en tono semejante, Eusebio de Cesarea, +340, Historia eclesiástica, X).   

Tiempos terribles de guerras, cismas y herejías

Con la paz de Constantino no terminan, sin embargo, las tribulaciones de la Iglesia en este mundo. Por una parte, con ocasión de la paz constantiniana, muchos cristianos antiguos se relajan y al mismo tiempo entra en la Iglesia un gran número de paganos. De este modo, como hace notar San Jerónimo (347-420), «después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1). El mundo, antes cerrado y hostil para los cristianos, ejerce ahora sobre ellos todo su terrible poder de seducción.

Por otra parte, en el mismo siglo IV y en los inmediatamente siguientes la Iglesia sufre grandes herejías. Los fieles no pueden vivir en paz la fe católica sin afirmarse en un combate incesante contra errores modernos o antiguos de gnósticos y arrianos, nestorianos y monofisitas, pelagianos, donatistas, subordinacianos, modalistas, apolinaristas, priscilianistas, iconoclastas y tantos más herejes y cismáticos. Muchas de estas luchas doctrinales sobre fundamentales temas de la fe –misterio trinitario, divinidad de Cristo, necesidad de la gracia–, se ven a veces complicadas con graves conflictos políticos, y dan lugar a persecuciones, exilios, deposiciones arbitrarias, cárceles y aun muertes.

Y junto a eso, otra terrible calamidad inesperada: apenas convertida Roma a Cristo, se recrudecen más y más las incursiones de los bárbaros. La presión de estos pueblos, difícilmente contenida por las legiones romanas en los siglos II y III, va desbordando en el siglo IV las posibilidades defensivas del Imperio.

A la muerte de Teodosio (395), se divide el Imperio romano, Constantinopla encabeza el Oriente y Rávena el Occidente. Poco después los visigodos, encabezados por Alarico, saquean Roma (410). Esto produce una enorme conmoción en todo el mundo romano, pues la Urbe se había mantenido inviolada durante ocho siglos. Por esos años los vándalos conquistan el norte de Africa –durante el asedio de Hipona, muere San Agustín (430)–, caen sobre Roma y la saquean terriblemente (455). Poco después, el Papa San León Magno (440-461) logra a duras penas detener a los hunos deAtila.

La Roma recién cristianizada, la gran Urbe cabeza de un imperio universal, se ha quedado en nada. El mismo Imperio occidental romano se extingue ya definitivamente el 476. Un siglo más tarde, los ostrogodos se apoderan de parte de Italia, Totila conquista Roma y deporta a sus habitantes (546). 

Especialmente calamitosos son los tiempos que ha de vivir San Gregorio Magno (590-604). Con su inmenso prestigio personal, apenas logra detener a las puertas de Roma a Agiulfo y a su ejército lombardo. Pero por ese tiempo en Italia se producen las guerras entre lombardos y bizantinos. Italia queda partida en dos, lombardos arrianos, con capital en Pavía (650),  y bizantinos católicos, con Ravena como capital, sujeta al Imperio de Bizancio. Tras guerras continuas, extraordinariamente crueles, los lombardos conquistan Ravena (751), y cortan así toda dependencia italiana de Bizancio. Sin embargo, pronto son vencidos por Carlomagno, que  sujeta Italia al dominio carolingio (774-887), inaugurando por fin tiempos de más paz y unidad.

De nuevo, en la aflicción, el clamor suplicante de la Iglesia

En estos siglos tan duros, sobre todo de mediados del siglo IV a mediados del siglo VII, es precisamente cuando la liturgia de la Iglesia toma las formas fundamentales que perduran hasta hoy. La documentación litúrgica anterior a ese tiempo es muy escasa. Es ahora cuando se forman las colecciones litúrgicas más importantes.

Recordemos, por ejemplo, las Constituciones de los Apóstoles, que transmiten ritos anteriores, ya aludidos en la Dídaque, la Traditio apostolica de San Hipólito o la Didascalia apostolorum. Recordemos también los grandes sacramentarios, concretamente el leoniano, el gelasiano y el gregoriano, que deben sus nombres a los Papas que, con una intervención más o menos directa, influyeron en su composición: San León Magno (+461), Gelasio II (+496) y San Gregorio Magno (+604).

No es, pues, nada extraño que la oración litúrgica de la Iglesia en estos años tan dolorosos, pida al Salvador con una insistencia tan apremiante la unidad de la Iglesia, la paz civil, en fin, la salvación. El recuerdo de algunos Padres de aquella época podrá ayudarnos a captar el ánimo orante de la Iglesia antigua en la aflicción.

San Agustín: todo es providencial

El santo Obispo de Hipona conoce bien la caída del Imperio romano, y la amarga perplejidad que causa en algunos cristianos: «dicen de nuestro Cristo que él ha sido quien ha perdido a Roma» (Serm.105,12). «Ahí veis, dicen algunos, cómo Roma perece en los tiempos cristianos» (81,9). Son quejas durísimas.

«Muchos paganos nos objetan: ¿para qué vino Cristo y qué provecho ha traído al género humano? ¿Acaso desde que vino Cristo no van las cosas peor que antes de venir? Antes de su venida eran los hombres más felices que ahora... Han caído por tierra los teatros, los circos y los anfiteatros. Nada bueno ha traído Cristo. Solo calamidades ha traído Cristo... Y comienzas a explicarles a los que así objetan los bienes que ha traído Cristo y no entienden. Les declaras los frutos de la predicación del Evangelio, y no entienden nada de lo que les dices» (Enarraciones salmos 136,9).

Llegan a Hipona, en el 410, las descripciones escalofriantes del saqueo de Roma: estragos e incendios, saqueos y destrucciones, mutilaciones y exilios, tormentos y muertes. Ya al final de su vida (412-426), San Agustín escribe La Ciudad de Dios, una maravillosa teología de la historia, una profunda meditación sobre los planes misteriosos de la Providencia divina, llena siempre de sabiduría y de amor. La fe suscita la esperanza, y la oración guarda al pueblo cristiano en la paz, vaya la historia como vaya. Éste es, como veremos, el espíritu providencial que irradia la liturgia de la época.

San León Magno: la Roma eterna

Todavía, sin embargo, el Papa San León Magno (+461), canta con maravillosa elocuencia la gloria de la Roma cristiana:

Pedro y Pablo son, «¡oh Roma! los dos héroes que hicieron resplandecer a tus ojos el Evangelio de Cristo, y por ellos tú, que eras maestra del error, te convertiste en discípula de la verdad...; de modo que la supremacía que te viene de la religión divina, se extiende más allá de lo que jamás alcanzaste con tu dominación terrenal... Tú debes menos conquistas al arte de la guerra que súbditos te ha procurado la paz cristiana» (Hom. 82,  en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo).

La Iglesia, en efecto, trajo a Roma muchos bienes; pero también Roma, sin pretenderlo, suministró a la Iglesia bienes inmensos tanto por la universalidad de su Imperio como por las mismas persecuciones primeras:

«Para extender por todo el mundo los efectos de gracia tan inefable, la divina Providencia preparó el Imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el mismo régimen civil» (ib).

Pero también las persecuciones romanas fueron ayuda para la Iglesia: «En efecto, no se disminuye la Iglesia por las persecuciones, antes al contrario, se aumenta. El campo del Señor se viste siempre con una cosecha más rica. Cuando los granos que caen mueren, nacen multiplicados»  (ib).

Esta visión providencial de la historia se refleja maravillosamente en las liturgia de la época, y concretamente en algunas oraciones del Sacramentario leoniano, como ésta:

«Tú, beatísimo Pedro, no temes venir a esta ciudad con tu compañero de gloria el apóstol Pablo...; te metes en esta selva de bestias feroces y caminas por este mar de turbulentos abismos con más tranquilidad que sobre el mar sosegado [+Mt 14,30]... Ahora, sin dudar del futuro progreso de tu obra, vienes a enarbolar sobre las murallas de Roma el trofeo de la cruz de Cristo, allí mismo donde los decretos del cielo te han preparado el honor del poder y la gloria de la pasión...» (ib.)

La misma Iglesia que supo orar tanto y con tanta esperanza por los emperadores paganos, crueles perseguidores de Cristo, también ahora suplica por los príncipes cristianos. Ella sabe la importancia que la justicia y la paz cívica tienen para la vida del pueblo. Así, por ejemplo, en el Sacramentario gelasiano (III,62) hallamos oraciones como ésta:

«Oh Dios, que por la predicación evangélica del reino celestial has preparado al Imperio romano, da a tus siervos, nuestros príncipes, las armas celestiales, para que la paz de la Iglesia no se vea turbada por ninguna tempestad de guerra».

San Gregorio Magno: hacia la Europa cristiana

Siglo y medio después, la situación del mundo romano, desgarrado entre bizantinos y lombardos, es ya de ruina total. Al papa San Gregorio Magno (590-604) le toca oficiar entonces los solemnes funerales por la antigua Roma formidable. La liturgia gregoriana, como veremos, abierta siempre a la salvación de Dios por una esperanza indestructible, muestra la huella de ese trágico momento histórico.

«Nuestro Señor –predica el papa Gregorio– quiere encontrarnos prontos a su llamada y nos muestra la miseria del mundo envejecido para que podamos librarnos del amor del mundo... “Un pueblo se levantará contra otro pueblo y un reino contra otro, y habrá terremotos, hambre, pestilencias, guerras”... Nos hemos visto ya heridos de muchos de estos males, y vivimos atemorizados ante la aproximación de los demás... El mundo está herido cada día por calamidades nuevas. Mirad qué pocos hemos quedado del antiguo pueblo. Nuevos males nos flagelan cada día y desventuras imprevistas nos abaten... El mundo se siente deprimido por la vejez y, al aumentar los dolores, camina a una muerte próxima» (Hom. Evangelio I,1).

«Tantos castigos no bastan a corregir nuestros pecados. Vemos a unos arrastrados a la esclavitud; a otros, mutilados; a otros, matados... Nos es fácil ver a qué bajo estado ha descendido aquella Roma que en otro tiempo era señora del mundo. Está hecha añicos repetidamente con inmenso dolor, despoblada de ciudadanos, asaltada por enemigos, hecha un montón de ruinas» (Hom. sobre Ezequiel II,6).

Según informa Juan el Diácono (Vita Gregorii II,17), es San Gregorio el que, expresando este espíritu suplicante de la Iglesia en la aflicción,  introduce en el canon de la misa la petición por la paz que todavía rezamos:

...«ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». Y parece ser que al mismo Papa Gregorio se debe también el embolismo que prolonga en la misa el Pater noster: «Líbranos, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros, y por la intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre Virgen María, Madre de Dios, y de tus santos apóstoles Pedro, Pablo, Andrés y de todos los santos, danos propicio la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, seamos siempre libres de pecado y libres de toda perturbación».

San Gregorio, es cierto, reza la oración fúnebre por la antigua Roma. Pero, al mismo tiempo, por gracia de Dios, es él quien alza la oración suplicante de la Iglesia, poderosa y bella, humilde y confiada, abriendo así para los discípulos de Cristo tiempos nuevos y nuevas esperanzas.

Es él, efectivamente, quien promueve con fuerza la vida de la Iglesia en Germania, Galia, Inglaterra, norte de Italia, norte de Africa, Oriente, Hispania. Es él quien con fuerzas divinas afirma el Primado romano, la unidad de la Iglesia, la unidad doctrinal y disciplinar canónica, la unidad de la liturgia y del canto religioso, que viene a establecerse en casi todo el Occidente ya en el siglo VIII, y en el XI también en España. Es él, sin duda, el autor principal de la Edad Media cristiana, la era de las catedrales, de las Sumas teológicas, la época de los monjes, cuando miles de monasterios dan forma a Europa, los siglos que van de San Benito (+547) a San Francisco de Asís (+1226), y que llega hasta el Renacimiento.

Pero veamos ya con algunos ejemplos concretos cómo ora en la aflicción la liturgia antigua de la Iglesia.

La oración de los fieles

La oratio fidelium, esa serie de súplicas e intercesiones que el diácono suscita en la asamblea eucarística y que el obispo o presbítero concluyen, es una de las formas más antiguas en la oración de la Iglesia suplicante. Las vemos ya, por ejemplo, en las muy antiguas y venerables Constituciones de los apóstoles, un documento de fines del siglo IV o principios del V, que recoge textos más antiguos. En ese documento litúrgico vemos ya la oración de los fieles tal como hoy se practica en la liturgia renovada, y concretamente, tal como se realiza el Viernes Santo, donde logra su forma más plena.

Las Constitutiones describen cómo, terminadas las lecturas y la homilía, el diácono manda salir a oyentes (audientes) e infieles, y todos en pie, bajo su guía, rezan las preces (lib. VIII,2ss).

En primer lugar por los catecúmenos: «orad, catecúmenos, y vosotros fieles por ellos con toda devoción, diciendo Kyrie eleison». Todos, con las manos alzadas, y en primer lugar los niños, repiten cantando una y otra vez el Kyrie, pidiendo la misericordia del Señor. El diácono, seguidamente, y siempre en forma de letanía, va enumerando las gracias solicitadas para los catecúmenos, y es respondido por el mismo clamor cantado.

El pueblo entero, los hombres a un lado, las mujeres a otro, los niños delante o con sus padres, las vírgenes de la comunidad y las viudas en sus lugares propios, el clero en el presbiterio presidido por el Obispo, todos se entregan unánimes a estas oraciones, suplicando la gracia del Salvador con reiterados clamores y con profundas inclinaciones corporales, poniéndose de rodillas o incluso prosternándose rostro en tierra. De modo semejante, se pide a continuación por otras muchas intenciones fundamentales.

Suplica el diácono con la asamblea por quienes están afligidos por espíritus inmundos, pide por la paz, por la santa Iglesia católica y apostólica, extendida por todo el universo, «por nuestros enemigos y por todos aquellos que nos odian, oremos»... En fin, «por todos, para que el Señor nos conserve en su gracia, nos guarde hasta el fin y nos libre del mal y de todos los escándalos de cuantos obran la iniquidad y nos conduzca salvos a su reino celestial»... Y todos repiten: «Kyrie eleison. Sálvanos y confórtanos, Señor, por tu misericordia».

«“Levantémonos”, concluye el diácono, “y orando con intenso fervor, encomendémonos unos a otros al Dios vivo por su Cristo”». El Obispo entonces concluye esta oratio fidelium, reuniendo en su oración collecta todas las súplicas precedentes:

«Oh Defensor poderoso, que sostienes a este pueblo tuyo, al que has redimido con tu preciosa sangre, sé su abogado, su ayuda y su promotor, su muralla fortísima, su trinchera y firme castillo, para que ninguno pueda perderse de tu mano, ya que no hay Dios alguno como tú, y en ti hemos puesto nuestra esperanza.

«Libra a tus hijos de toda enfermedad, de todo delito, de injurias y fraudes, del temor de los enemigos, de la flecha que vuela de día y de la insidia que se agita en las tinieblas, y concede a todos la vida eterna que hay en Cristo, tu Hijo y unigénito, Dios y Salvador nuestro, por el cual es a ti la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén».

Adelantada la Eucaristía, después de la consagración y la epíclesis, otra vez el Obispo alza su voz y sus manos en favor de la Iglesia y del mundo:

«También te pedimos, Señor, por el rey, por cuantos tienen autoridad y por todo el ejército, para que nuestra vida perdure en la paz, y transcurriendo en la quietud y la concordia todo el tiempo de nuestra vida, te demos gloria a Ti por Jesucristo, nuestra esperanza». Sigue pidiendo por todos los santos, vivos y difuntos, por los enfermos, «por aquellos que están en esclavitud, por los exilados y por los proscritos, también por cuantos nos odian y nos persiguen a causa de tu nombre, para que Tú les conduzcas al bien y aplaques su furor».

Las Constituciones apostólicas consignan también una oratio fidelium semejante para la oración litúrgica de la tarde (VIII,35) y de la mañana (VIII,37). Las Horas litúrgicas actuales han recuperado felizmente esta costumbre. Esta insistencia de la Iglesia primera en la intercesión orante de los fieles muestra claramente la conciencia antigua de que los cristianos tienen por misión salvar al mundo, sostenerlo en la gracia divina, guardándolo de todo mal.

Esta conciencia se expresa, por ejemplo, a comienzos del siglo III en el Discurso a Diogneto: «lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo... El alma está aprisionada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene el cuerpo unido; así son los cristianos: están presos en el mundo, como en una cárcel, pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él» (VI,1.7.10).     

La Iglesia, luz en las tinieblas del mundo, sal que preserva a éste de la corrupción, continuamente ha de orar por el mundo. La oratio fidelium expresa, pues, uno de los aspectos más profundos de su misión. Y es indudable, como estamos viendo, que la Iglesia antigua muestra, por obra del Espíritu Santo, una verdadera genialidad para la oración de intercesión y de súplica. Una oración que, lógicamente, halla siempre nuevos acentos con ocasión de las grandes aflicciones eclesiales o civiles. En formas preferentemente litánicas, con voz clara y potente, serena y esperanzada, la Iglesia a través de los siglos invoca siempre por Cristo la misericordia del Omnipotente. Y estas peticiones litánicas son, sin duda, una de las formas preferidas de la piedad del pueblo, tanto en su oración privada como en la comunitaria.

Letanías de los santos

Siempre la Iglesia de la tierra, viéndose en graves angustias, ha implorado la ayuda de la Iglesia celestial, invocando a los santos con letanías conmovedoras. Con ocasión, por ejemplo, de las invasiones bárbaras, de los lombardos que asedian Sicilia, el Papa Gregorio Magno escribe a los obispos de esta región:

«¡Que no triunfen sobre nosotros a causa de nuestros pecados! Acudamos, pues, de todo corazón a los remedios que nos ofrece el Redentor, y si no podemos resistir a los enemigos con la fuerza, alejémosles de nosotros con las lágrimas. Por eso, muy queridos hermanos, os exhorto a que en la cuarta y sexta feria [miércoles y viernes, días penitenciales desde antiguo] ordenéis, sin excusa alguna, las letanías, e imploréis así la ayuda divina contra las incursiones de la crueldad de los bárbaros» (Registrum XI,51: ML 77,1170).

En Roma dispone Gregorio que se recen las letanías de los santos dos veces por semana, mientras duren las incursiones de los bárbaros (Juan Diácono, Vita Gregorii IV,53). Las letanías se rezan normalmente caminando los fieles en procesión, es decir, mientras acuden desde diversos lugares a una iglesia previamente indicada, donde el Obispo va a celebrar la misa. Ésas eran las estaciones, que en seguida evocaremos.

En el año primero de su pontificado, con ocasión de una peste, San Gregorio ordena unas solemnes letanías septiformes, en las que desde los siete barrios de Roma los fieles han de acudir en procesión para participar en la Eucaristía en la basílica de Santa María la Mayor. La convocatoria del Papa expresa a un tiempo su alma orante y refleja al mismo tiempo la mejor tradición suplicante de la Iglesia en las afliccón:

«El dolor abra la puerta a nuestra conversión y suavice la dureza de nuestro corazón  mediante las penas que sufrimos. Volvamos todos a la penitencia, pues nos ha sido dado un tiempo de lágrimas. Insistamos en la oración, insistamos hasta la importunidad, seguros de que seremos escuchados. “Invócame en el día del peligro: yo te libraré y tú me darás gloria” [Sal 49,15]. El mismo Dios que nos llama a la oración es el que quiere tener piedad de nosotros.

«Por tanto, hermanos muy queridos, con el corazón contrito y con obras de santificación, mañana, desde el amanecer de la feria cuarta, reunámonos todos para la letanía septiforme, siguiendo el orden indicado. Ninguno se dispense, y todos juntos en la iglesia de la santa Madre de Dios, ya que juntos hemos pecado, juntos todos deploremos los males hechos, de modo que el Juez severo, que habia pensado castigar nuestras culpas, nos quite la ya pronunciada sentencia de condena» (Oratio ad plebem, puesta el fin de las Hom. Evang. en ML 76,1311).

También actualmente las letanías de los santos en la Vigilia Pascual, en las Ordenaciones sagradas y en momentos de especial solemnidad o necesidad, mantienen un lugar importante en la liturgia católica. Y sigue siendo hoy ésta una de las formas de oración suplicante más apreciada por los fieles.

Las «estaciones»

Desde muy antiguo, en determinadas ocasiones, los cristianos son convocados por el Obispo en un lugar determinado (statio), con una especial finalidad litúrgica de petición. Ya Tertuliano (+220) hace notar que este término statio tiene su origen en el mundo militar: «statio es nombre tomado de la milicia; pues, en efecto, somos el ejército de Dios (nam et militia Dei sumus)» (De oratione 19).

Las estaciones eran, pues, semejantes a una parada militar, en la que se congregaba la Iglesia como un ejército suplicante. El pueblo cristiano estimaba mucho estas congregaciones de petición, y en el día señalado se juntaba para su celebración un verdadero ejército del Señor.

Pues bien, San Gregorio Magno, en tiempos calamitosos que ya hemos recordado, da un nuevo impulso en Roma a las estaciones, y probablemente organiza él mismo su forma litúrgica. De su tiempo proceden  tres grandes estaciones, que han de celebrarse las tres semanas precedentes a la Cuaresma (quadragesima): septuagésima en la basílica de San Lorenzo, sexagésima en la de San Pablo Extramuros, y quincuagésima en San Pedro del Vaticano. Las tres han estado vigentes en la Iglesia hasta la renovación de la liturgia después del Vaticano II. En las tres se suplicaba principalmente a Dios por la paz y por la liberación de los pecados, propios y ajenos, que habían atraído el azote de las invasiones y guerras.

En la statio el pueblo, en una o en varias procesiones simultáneas, se dirigía a la iglesia estacional cantando por el camino las letanías de los santos (miserere nobis!, libera nos, Domine!). Y merece la pena recordar que «en Occidente aparece por vez primera la cruz como insignia litúrgica en el ceremonial de las procesiones estacionales. Cada región o instituto tenía la suya. Al llegar la procesión a la iglesia estacional donde se celebraba el santo sacrificio, se ponían la cruz y las candelas junto al altar, y ése parece ser el origen de colocar la cruz y algunos cirios encendidos en el altar en que se celebra la santa misa» (Garrido-Pascual, Curso de liturgia, BAC 202, 1961,198-199).

Septuagésima

A modo de ejemplo, veamos en resumen los textos bíblicos y litúrgicos que componen la estación de septuagésima en la celebración gregoriana, es decir, romana. El salmo de entrada que abre la celebración eucarística es el 17:

«Me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte. En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios. Desde su templo él escuchó mi voz y mi grito llegó a sus oídos».

En seguida toda la asamblea pide con insistencia la misericordia de Dios: «Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros». Esta súplica se repite una y otra vez, y así vox omnium Christum clamat, hasta que el pontífice hace la señal para terminar.

La epístola es de San Pablo (1Cor 9,24-27; 10,1-5), y en ella se recuerda la bondad de Dios, admirable y poderosa, que sacó a su Pueblo de la esclavitud de Egipto, le hizo pasar el Mar Rojo, y en el desierto le alimentó con un pan celestial y con agua sacada de la roca.

El salmo 9, otro clamor suplicante, es cantado seguidamente como gradual:

«Piedad, Señor, mira cómo me afligen mis enemigos, vuelvan al abismo los malvados, los pueblos que olvidan a Dios... Levántate, Señor, que el hombre no triunfe: sean juzgados los gentiles en tu presencia. Señor, infúndeles terror, y aprendan los pueblos que no son más que hombres».

Y como tracto se canta el salmo 129:

«Desde lo hondo (de profundis) a ti grito, Señor: Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica... Mi alma espera en el Señor, más que el centinela la aurora... Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa»...

En el Evangelio (Mt 20,1-16) se recuerda la bondad del Señor, que paga lo mismo a todos los operarios que han trabajado en la viña, también a los llamados a última hora.

El ofertorio se compone de versos del salmo 91:

«¡Qué magníficas son tus obras, Señor!... Tus enemigos, Señor, perecerán, pero a mí me das la fuerza de un búfalo... Mis ojos despreciarán a mis enemigos, mis oídos escucharán su derrota»...

Y en la comunión se canta el salmo 30:

«A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado... Ven aprisa a librarme, sé la roca de mi refugio... Piedad, Señor, que estoy en peligro... Mi vida se gasta en el dolor, mis años, en los gemidos... Pero yo confío en ti, Señor, te digo: “Tú eres mi Dios”, en tu mano están mis azares... Amad al Señor, fieles suyos: el Señor guarda a sus leales y paga con creces a los soberbios. Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor».

Sexagésima y quincuagésima reúnen de modo semejante lecturas, oraciones y salmos, en los que la oración de petición es predominante. Sólamente recordaré de la estación de quincuagésima en San Pedro estas nobles frases del prefacio:

«Con profunda devoción solicitamos de tu majestad, Señor, que mirando la débil condición terrena, no seamos castigados por tu ira a causa de nuestras maldades, sino que con tu inmensa clemencia seamos purificados, instruidos y consolados. Y ya que sin ti nada podemos hacer que te sea grato, esperamos solo de tu gracia que nos concedas vivir una vida santa».

Los Sacramentarios y la guerra

Siempre que la Iglesia se ha visto afligida por la brutalidad irracional de las guerras, que apenas el mundo puede evitar o terminar, se ha vuelto suplicante al único Salvador de los hombres y en Él ha puesto su esperanza. Por ejemplo, en el sacramentario leoniano (XVIII,6), compuesto, como ya vimos, en tiempos de terribles guerras y devastaciones, se contiene este precioso prefacio, lleno de dolor y lleno de humildad y confianza:

«Reconocemos, Señor Dios nuestro, sí, lo reconocemos, que a causa de nuestros pecados todo lo hecho por el trabajo de tus siervos se ve ahora derribado ante nuestros ojos por manos extrañas, y todo cuanto con nuestro sudor has hecho Tú crecer en los campos es desbaratado ahora por los enemigos.

«Postrados, pues, te pedimos suplicantes de todo corazón que nos concedas el perdón de los pecados pasados, y continuando tu acción misericordiosa, nos protejas de todo asalto de muerte. Así nunca dudaremos de que tu defensa nos asiste, si te dignas quitar de nosotros cuanto fue causa de ofenderte».

En el sacramentario gelasiano se hallan también múltiples oraciones para tiempos de guerra, a veces bellísimas, como ésta:

«Perdona, Señor, perdona a los que te suplican. Concede propicio la ayuda de tu misericordia, pues tú das en los mismos flagelos el remedio. Y que esta corrección tuya, Señor, no sea causa de penas mayores para los negligentes, sino paternal amonestación para los así corregidos» (III,33).

La idea de pecado-castigo-medicina está siempre presente en estas liturgias tempore belli. Es la misma convicción del apóstol Santiago: «alegráos profundamente cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que vuestra fe, al ser probada, produce la paciencia. Y si la paciencia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna» (1,2-4).

Pervive la liturgia antigua en la liturgia actual

No quiero prolongar esta exploración en los antiguos libros litúrgicos. Basten los datos recordados para hacernos una idea de cómo era en los siglos IV-VII la oración litúrgica de la Iglesia con ocasión de grandes angustias y calamidades. Y hago notar de nuevo que es justamente en ese tiempo cuando cristalizan todas las líneas fundamentales de la liturgia católica latina, tal como ha llegado hasta el día de hoy.

El Misal Romano actual conserva no pocos de los textos bíblicos y de las oraciones que los sacramentarios antiguos incluían para tiempos angustiosos de guerra. Y lo hace especialmente en el  Adviento y la Cuaresma.

El primer domingo de Adviento, por ejemplo, se inicia en el introito con el salmo 24: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues lo que esperan en ti no quedan defraudados». El mismo salmo abre la misa del miércoles de la I semana de Cuaresma: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en ti no quedan defraudados. Salva, oh Dios, a Israel de todos sus peligros».

También seguimos rezando en la liturgia no pocas de aquellas antiguas oraciones por la paz. Algunas nos son muy conocidas, pues están colocadas en la Eucaristía, en el corazón mismo de la Iglesia, y se han guardado para siempre en el Canon Romano. Pero por eso mismo, porque son oraciones que rezamos cada día, merece la pena que nos fijemos bien en ellas.

Recordemos que al principio del Canon Romano se suplica: «Padre misericordioso, te pedimos ... por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero». Después de invocar a la Virgen y a toda la Iglesia celestial, el Canon pide: «por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección». Y al presentar los dones: «ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». Notemos también que junto al Padre nuestro –en el que suplicamos a Dios «líbranos del mal»–, y como conclusión del mismo,  recitamos diariamente: «líbranos de todos los males, Señor,  y concédenos la paz en nuestros días», etc.

Una hermosa oración del celebrante, que se integra más tardíamente en el antiguo Canon romano, en el siglo XI, precede el rito de la la paz:

«Señor Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles, “la paz os dejo, mi paz os doy”, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos».

«–La paz del Señor esté siempre con vosotros. –Y con tu espíritu».

El beso fraterno sella este rito de la paz. Y finalmente, antes de la comunión, la triple invocación del Cordero de Dios –un eco que amplía la triple invocación del Gloria–, según informa Inocencio III (+1216; ML 117,908), fue modificada en un tiempo no conocido de grandes «adversidades y terrores» para la Iglesia, viniendo a decir hasta el día de hoy: «danos la paz».

Finalmente, la oración de los fieles, como ya hemos visto, muy especialmente cuando se desarrolla en su forma más plena, como en el oficio del Viernes Santo, mantiene perfectamente viva la oración suplicante de la Iglesia antigua.

En este valle de lágrimas

Pero a todo esto podríamos hacernos una pregunta. ¿Tiene sentido que en tiempos de paz sigamos orando una liturgia que nació en tiempos de terribles guerras? La respuesta es, sin duda, afirmativa; y por dos razones principales.

No olvidemos, en primer lugar, que esas mismas liturgias tienen un maravilloso vuelo doxológico de alabanza y acción de gracias, de gozo en la bondad de Dios y de esperanza en la vida eterna. Se trata en su conjunto de unas oraciones muy especialmente luminosas, alegres, esplendorosas. Yo aquí me he fijado en las súplicas brotadas de las situaciones angustiosas; pero el conjunto de la liturgia ambrosiana, leoniana, gelasiana, gregoriana, galicana, hispana, es admirablemente gozoso. Más aún, digámoslo sinceramente: expresan una alegría que difícilmente podríamos hallar en la Iglesia actual. Los tiempos cristianos teocéntricos son mucho más grandiosos, mucho más bellos y alegres que los antropocéntricos.

Y en segundo lugar, aunque hoy nosotros –al menos en ciertos países– no suframos las misma pestes, epidemias o las invasiones de los bárbaros, padecemos sin duda otras pestes semejantes o más graves. Por otra parte hoy, y éste es un dato nuevo, por primera vez en la historia, llega diariamente a nuestro conocimiento, por medio de prensa, radio y televisión, cualquier guerra, epidemia o desastre que sucede en todo lugar de la tierra. Por último, también los salmos de angustia fueron compuestos en momentos concretos de aflicción extrema que ya pasaron, pero tanto Israel como la Iglesia los han mantenido siempre vigentes, teniendo sobradas razones para hacerlos suyos.  

Muy duro, pues, han de tener el corazón aquellos cristianos de hoy que no se sientan gementes et flentes in hac lacrimarum valle. En efecto, los que se avergüenzan de la oración de la Madre Iglesia, y la consideran excesivamente afligida y triste, es porque tienen un corazón duro y frío –y por tanto necesariamente triste–, incapaz de compadecerse de tantos males ajenos.

Olvido y desprecio de Dios, alejamiento de la Eucaristía, desamor y crueldad, pecados y más pecados, injusticias, hambre y guerras, terrorismo, catástrofes naturales, epidemias, droga, sida, mentiras y violencias, falsificaciones del pasado y del presente, abortos, divorcios, eutanasia, perversión de las leyes, degradación de la familia, de la enseñanza, de las modas, de la televisión, de los espectáculos, etc., hacen dolorosamente vigentes las oraciones litúrgicas de la Iglesia antigua. No nos produce hoy ninguna violencia el asumirlas.   

Liturgia humilde, ávida de la gracia

Una segunda reflexión. La liturgia de los siglos que hemos evocado conmueve por su humildad. En ella está siempre viva la palabra de Cristo: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Por eso pone toda su esperanza en la misericordia de Dios. Y por eso mismo, aunque la situación sea humanamente desesperada, la liturgia antigua guarda viva la esperanza, y la expresa alzando a Dios las súplicas más audaces, solo apoyada en la misericordia y en el poder del Salvador, que vive y reina sobre todos los reyes por los siglos de los siglos.

Recordemos que estas liturgias antiguas, partiendo de tradiciones anteriores, se han compuesto justamente cuando la Iglesia, contra pelagianos y semipelagianos, formula su admirable doctrina de la gracia, hoy tantas veces olvidada.

El Indiculus, por ejemplo, que en el año 500, enseña un conjunto de proposiciones antiguas, dice así: «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien y “sin Él no podemos nada”... Consiguientemente, en todos nuestros actos, causas, pensamientos y movimientos hay que orar a nuestro Ayudador y protector» (Dz 135/244).

De esa doctrina, que es la de los Padres, como San Agustín, o de enseñanzas, por ejemplo, como las del II Concilio de Orange (529), brota una maravillosa liturgia suplicante. «Lex orandi, lex credendi». El Liber Ordinum, por ejemplo, el que la Iglesia visigótica usaba en España en el tiempo de San Leandro (+600), San Isidro (+636) o San Ildefonso (+667), en una misa acerca de los enemigos (missa de hostibus) formula esta conmovedora oración:

«Oh Señor, Dios del cielo y de la tierra, observa, te lo pedimos, la soberbia de nuestros enemigos y mira nuestra humildad. Contempla el rostro de tus santos y muestra que Tú no abandonas a los que en ti confían y que humillas en cambio a los que presumen de sí mismos y se glorían de su propia fuerza. Tú eres el Señor Dios nuestro, que desde el principio disipas las guerras, y el Señor es tu nombre. Extiende tu  brazo, como en otro tiempo, y destruye con tu fuerza la fuerza de nuestros enemigos. Que en tu cólera se desvanezca la fuerza de ellos, para que tu casa permanezca en la santidad y todos los pueblos reconozcan que Tú eres Dios y que no hay otros dioses fuera de ti. Amén» (AdS 1917,1: 542).

Estas liturgias antiguas se manifiestan siempre muy conscientes de la impotencia del hombre, muy prontas a reconocer sinceramente las miserias del mundo presente y también las de la misma Iglesia actual; en fin, son muy realistas, y están muy verazmente situadas in hac lacrimarum valle. Por eso son liturgias tan humildes y tan suplicantes.

De estas antiguas oraciones, o al menos de su inspiración y modelo, proceden muchas de las oraciones litúrgicas actuales, conmovedoras en su humildad profundísima y en su total reconocimiento de la necesidad de la gracia. Éstas de la Cuaresma  pueden servir de ejemplo:

«Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (III dom.). «Concédenos, Señor, la gracia de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (I juev.).   

De rodillas, postrados ante el Señor

Una tercera reflexión. Siguiendo también en esto la tradición de Israel, la liturgia antigua asocia normalmente las actitudes corporales a las actitudes del espíritu. Y así guarda y expresa la unidad del ser humano, corporal y espiritual al mismo tiempo. Por eso el pueblo cristiano de Oriente y Occidente, enseñado por la Escritura sagrada, ha orado siempre alzando las manos, en pie, de rodillas, postrándose rostro en tierra, es decir, asumiendo una serie de posturas orantes formadas por la tradición y por la misma experiencia.

El salmista nos invita: «venid, postrémonos e inclinémonos, de rodillas ante el Señor, que nos ha hecho» (95,6); y nos aseguran que «en su presencia se postrarán las familias de los pueblos... Ante él se postrarán las cenizas de la tumba» (21,28.30). Nuestro Señor Jesucristo «de rodillas» (Lc 22,41), «rostro en tierra» (Mt 26,39), oraba al Padre en el Huerto. San Pedro, tras la pesca milagrosa, queda anonadado, y se postra ante el Señor (Lc 5,8). El amigo más íntimo de Jesús, el apóstol San Juan, al contemplar en Patmos al resucitado tan glorioso, «cae a sus pies como muerto» (Ap 1,17). San Pablo dice «dobla sus rodillas ante el Padre» (Ef 3,14); y quiere que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2,10; +1Cor 14,25).

Y lo mismo nos viene enseñado por la tradición católica. San Justino (+163) dice: «¿quién de vosotros ignora que la oración que mejor aplaca a Dios es la que se hace con gemido y lágrimas, con el cuerpo postrado en tierra o las rodillas dobladas?» (Diálogo con Trifón 90,5). Y Orígenes (+253): «cuando uno acuse suplicante los propios pecados a Dios, es necesario que doble las rodillas para que le sean perdonados y se vea vuelto a la salud» (De oratione 319).

En la tradición judía y cristiana, como también en otras culturas religiosas, es muy tradicional que el cuerpo participe externamente de las actitudes internas del espíritu. San Gregorio Magno, por ejemplo, dice a los congregados en la estación de San Pancracio: «vemos, muy queridos hermanos, qué inmensa muchedumbre os habéis congregado aquí para la solemnidad del mártir; y cómo os arrodilláis en tierra, y golpeáis vuestro pecho, y clamáis en voces de súplica y de alabanza, y bañáis vuestras mejillas con lágrimas» (Hom. sobre Evangelios I,27,7).

Por eso, siendo tan universal la enseñanza de la Biblia y de la Tradición, resulta hoy notable el celo extraño que algunos despliegan para evitar cuanto sea posible que el pueblo cristiano se arrodille al orar, sea en privado o en la liturgia. No es fácil ver qué van a ganar los cristianos abandonando esa tradición. Pero sí se conoce, en cambio, lo mucho que van a perder.