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JOSE MARIA IRABURU
Oraciones de la
Iglesia
en tiempos de aflicción
Indice
2.
Israel suplicante.
El Éxodo. –Jeremías. –Ezequiel. –Daniel.
–Judit. –Los siete hermanos. –Los salmos. –Israel, modelo perenne en
la súplica. –Las siete notas de la oración bíblica. –Validez de la
oración de Israel en la Iglesia de hoy.
3.
Tres primeros siglos. «Ven, Señor Jesús».
Cristo. –Los Apóstoles.
–San Pablo y la oración por la paz. –Apocalipsis. –San Clemente Romano.
–San Policarpo. –San Justino. –Orígenes.
–San Cipriano. –Pablo, mártir.
4.
La época de los grandes Padres.
La conversión del Imperio romano.
–Tiempos terribles de guerras, cismas y herejías. –De nuevo, en la
aflicción, el clamor suplicante de la Iglesia. –San Agustín: todo es
providencial. –San León Magno: la Roma eterna. –San Gregorio Magno: hacia
la Europa cristiana. –La oración de los fieles. –Letanías de los santos.
–Las «estaciones». –Septuagésima. –Los Sacramentarios y la guerra.
–Pervive la liturgia antigua en la liturgia actual. –En este valle de lágrimas.
–Liturgia humilde, ávida de la gracia. –De rodillas, postrados ante el Señor.
5.
Edad Media. Clamores en la aflicción.
Clamor
en la tribulación. –Señor, ten piedad. –Preces en postración.
–Procesiones de penitencia. –Ante la Eucaristía. –El Rosario. –El
Rosario hasta hoy. –El Ángelus
6.
El Renacimiento. Las Cuarenta Horas.
Viernes, tres de la tarde.
–Las Cuarenta Horas. –El Salvador, «cuarenta horas» muerto. –Adoración
de la Cruz. –Adoración del Sepulcro. –Adoración de la Eucaristía.
–1527: el agustino Antonio Bellotto en el Santo Sepulcro de Milán. –1529:
el dominico Tomás Nieto en el Duomo de Milán. –1537: Paulo III aprueba las
Cuarenta Horas milanesas. –San Antonio María Zaccaria y los Barnabitas. –
José de Ferno y los Capuchinos. –San Felipe Neri y los oratorianos en Roma.
–La Cofradía de la Oración y de la Muerte. –San Carlos Borromeo en Milán
da forma a las Cuarenta Horas. –San Carlos Borromeo y la Hora Santa.
–1592: Clemente VIII y la encíclica Graves
et diuturnæ. –1592: Instrucción
sobre las Cuarenta Horas.
7.
Difusión de las Cuarenta Horas.
Apoyo continuo de los Papas.
–Difusión en la Iglesia. –Las Cuarenta Horas en Roma. –En Carnaval.
–Formas espectaculares. –1705: Clemente XI, Instrucción
clementina. –Escritos espirituales sobre las Cuarenta Horas. –
San Benito José Labre. –1899: Concilio Plenario de América Latina.
–1917: Código de Derecho Canónico. –Importancia decisiva de las Cuarenta
Horas en la devoción a la Eucaristía fuera de la Misa.
8.
La Adoración Nocturna.
Las
Cuarenta Horas interrumpidas. –Las Cuarenta Horas permanecen continuas en
Roma. –1810: La Adoración Nocturna en Roma. –1848: La Adoración Nocturna
de París. –La tradición devocional de las Cuarenta Horas. –El Señor
quiere las Cuarenta Horas. –La Adoración Nocturna debe restaurar las
Cuarenta Horas.
9.
La devoción al Corazón de Jesús.
Gran devoción y culto.
–Cristo debe reinar universalmente. –Súplica y expiación. –Corazón de
Jesús y adoración eucarística. –El Rosario de la Misericordia divina.
–El Corazón Inmaculado de María.
Final.
No tenéis porque no pedís. –Pedís y no recibís, porque pedís mál.
–Toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios. –Acerquémonos, pues, al
trono divino de la gracia.
–Bibliografía
Bergamarchi, Dell’Origini delle SS. Quarantore, Cremona 1898. –Cargnoni, Costanzo, Quarante-heures, en «Dictionnaire de Spiritualité» París 1986, 12, 2702-2723. –Chiappini, Aniceto, Quarantore, «Enciclopedia Cattolica», Città del Vaticano 1953, 376-378. –Dompier, P., Un aspect de la dévotion eucharistique dans la France du XVIIe s.: les prières des Quarante-Heures, «Revue d’Histoire de l’Église de France» 67 (1981) 5-31. –Glotin, E., Réparation, «Dictionnaire de Spiritualité» París 1987, 13, 369-413. –Martimort, A. G., La Iglesia en oración; introducción a la liturgia, Herder, Barcelona 1964, 501, 505-506. –Naz, R., Heures (Quarante), «Dictionnaire de Droit Canonique», París 1953, 1113-1114. –Rouillard, Ph., Quarante-heures, «Catholicisme», París 1990, 341-343. –Santi, Angelo de, S. J. (Trieste 1847 - Roma 1922) veintitrés arts. sobre La preghiera liturgica nelle pubbliche calamità, «La Civiltà Cattolica» 1915,3 – 1917,2, y L’Orazione delle Quarant’ore, ib. 1917,2 – 1919,2. –L’Orazione delle Quarant’ore e i tempi di calamità e di guerra, Ed. Civiltà Cattolica 1919, 391 pgs. Cito normalmente estos estudios del P. de Santi por los artículos de la Revista, más fáciles de hallar que el libro.
–Siglas
AdS = Angelo de Santi, S. J., arts. citados en bibliografía, aparecidos en la revista «La Civiltà Cattolica».
DSp = «Dictionnaire de Spiritualité», París 1937-1995.
Dz = Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, dir. H. Denzinger - A. Schönmetzer, Herder 1967 = El magisterio de la Iglesia, dir. H. Denzinger - P. Hünermann, Barcelona, Herder 1999.
ML = Patrologia latina, dir. J. P. Migne, París 1884ss.
MG = Patrologia græca, dir. J. P. Migne, París 1857ss
«Clamaste
en la aflicción y yo te libré» (Sal 80,8)
La Iglesia hoy, como
siempre, al menos en determinadas regiones, sufre muchas aflicciones de
origen interno y grandes persecuciones del mundo. La mayoría de los
bautizados se mantiene habitualmente alejada de la Eucaristía y de la oración.
Sobre todo en los países más ricos, muchos padres cristianos apenas tienen
hijos, y profanan la santidad del matrimonio. El aborto, legalizado por el
Estado y socialmente admitido, es un crimen frecuentísimo. Las vocaciones
sacerdotales y religiosas son muy escasas. El sacramento de la penitencia ha
desaparecido prácticamente de no pocas Iglesias, y es sustituido a veces
con sacrilegios. La abundancia de los cristianos ricos, más ricos que
nunca, no es capaz de socorrer de verdad a muchedumbres famélicas hasta la
muerte. Innumerables errores doctrinales y morales son difundidos entre los
fieles sin que hallen una rectificación suficiente. El Evangelio en el
mundo avanza muy poco, o más bien retrocede. El terrorismo, la guerra, la
droga, el sida, el vaciamiento de la cultura, la ignorancia y el rechazo de
la tradición, la perversión de las costumbres y de los medios de
comunicación, como la televisión... Son muchos los males que abruman al
mundo y a la Iglesia.
Pues
bien, es la soberbia la causa principal de todos estos males de la Iglesia:
es ella la que produce rebeldías doctrinales y disciplinares, la que se
avergüenza de la Cruz de Cristo, y lleva a gozar del mundo lo más posible,
despreciando la Voluntad divina y olvidándose de los pobres...
Es
igualmente la soberbia la que lleva a las Iglesias locales más enfermas a
buscar remedio para sus males allí donde en modo alguno van a encontrarlo.
Ella, la soberbia, ciega a la Esposa y le impide volverse a su Señor
humildemente, solicitando su ayuda desde lo más hondo de su miseria: «desde
lo más profundo a ti grito, Señor» (Sal 129,1).
En
esta vida la Iglesia, como Pedro aquella vez en el lago, camina hacia el Señor
sobre las aguas, únicamente sostenida por su fe y su esperanza. Por eso,
cuando su fe vacila en medio de la tormenta, ha de clamar: «¡sálvame, Señor!»
(Mt 14,30), «¡sálvanos, Señor, que perecemos!» (8,25). Y entonces la
salvación de Jesús llega, poderosa e infalible.
Pero
hace falta que la Esposa, «desde lo más profundo» de su ignorancia y
debilidad, desesperada completamente de sus propias fuerzas, ponga toda su
esperanza en su único Salvador. Entonces, necesariamente, recibe con
abundancia maravillosa la salvación. Es ésta una ley permanente en la
historia de la salvación, que no puede fallar: «invócame el día del
peligro, yo te libraré, y tú me darás gloria» (Sal 49,15).
Es,
pues, urgente que hoy aprendamos a clamar al Señor en la aflicción, enseñados
por Israel y por la Iglesia de nuestros padres:
«¿No hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,7-8)
Este
libro se apoya en la fe católica sobre la eficacia de la oración de petición.
Por eso conviene que, ya desde el principio, reafirmemos esta fe. Podemos para
ello recordar lo que Rivera y yo mismo exponíamos en la Síntesis de
espiritualidad católica (19995,
298-300).
–Petición,
alabanza y acción de gracias son las formas fundamentales de la oración bíblica.
No se contraponen entre sí, sino que se complementan. La petición prepara y
anticipa la acción de gracias, y en sí misma es ya una alabanza, pues
confiesa que Dios es bueno y fuente de todo bien. La alabanza y la acción de
gracias brotan del corazón creyente, que habiendo pedido a Dios, recibe todo
bien como don de Dios. Por eso los tres géneros de oración se entrecruzan y
exigen mutuamente (por ejemplo, Sal 21,23-32; 32,22; 128,5-8).
No menospreciemos, pues, la oración de
súplica, como si fuera un género inferior de oración. Después de todo, el
Padre nuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se compone de siete
peticiones. Pero eso sí, pidamos bien.
–Pidamos en el nombre de Jesús
(Jn 14,13; 15,16; 16,23-26; Ef 5,20; Col 3,17). Esto significa dos cosas:
primera, orar al Padre en la misma actitud filial de Jesús,
participando de su Espíritu (Gál 4,6; Rm 8,15; Ef 5,18-19), y segunda, pedir
por Jesús (Rm 1,8;1,25; 2 Cor 1,20; Heb 13,15; Hch 4,30), es decir,
tomándole como mediador y abogado (1Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24).
«Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene» (Rm 8,26), y pedimos mal (Sant 4,3), pero Jesús nos comunica su Espíritu para que pidamos así en su nombre: «cuanto pidiéreis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16,23-24). Pedimos en el nombre de Jesús cuando queremos que se haga en nosotros la voluntad del Padre, no la nuestra (Lc 22,42); y cuando pedimos con sencillez, como él nos enseñó a hacerlo: «orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar; no os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6,7-8; +32).
–Se
hace mal a veces la oración de petición, se hace con exigencias, como
queriendo doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, con «amenazas» incluso.
Así, pervertida, la oración de petición es muy dañosa: apega más a las
criaturas, obstina en la propia voluntad, no consigue nada, genera dudas de
fe, produce hastío y frustración, y conduce fácilmente al abandono de la
misma oración.
–Pidiendo
a Dios, abrimos en la humildad nuestro corazón a los dones que Él quiere
darnos. El soberbio se autolimita en su precaria autosuficiencia; no
pide, a no ser como último recurso, cuando todo intento ha fracasado y la
necesidad apremia; y entonces pide mal, con exigencia, marcando plazos y
modos. En cambio el humilde pide, pide siempre, pide todo, y en la proa
de todo intento lleva siempre la oración de súplica. Y es que se hace como
niño para entrar en el Reino, y los niños, cuando algo necesitan, lo primero
que hacen es pedirlo. San Pablo nos da ejemplo: él pedía «sin cesar», «noche
y día» (Col 1,9; 1Tes 3,10).
San Agustín, frente a los
autosuficientes pelagianos, clarificó bien esta cuestión: «El hecho de que
[el Señor] nos haya enseñado a orar, si pensamos que lo que Dios pretende
con ello es llegar a conocer nuestra voluntad, puede sorprendernos. Pero no es
eso lo que pretende, ya que él la conoce muy bien. Lo que quiere es que,
mediante la oración [de petición], avivemos nuestro deseo, a fin de que
estemos lo suficientemente abiertos para poder recibir lo que ha de darnos» (ML
33,499-500). «En la oración, pues, se realiza la conversión del corazón
del hombre hacia Aquél que siempre está preparado para dar, si estuviéramos
nosotros preparados a recibir lo que El nos daría» (34,1275). «Dios quiere
dar, pero no da sino al que le pide, no sea que dé al que no recibe»
(37,1324).
–Dios
da sus dones cuando ve que los recibiremos como dones suyos, con humildad, y
que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de Él. Es la
humildad, expresada y actualizada en la petición, la que nos dispone a
recibir los dones que Dios quiere darnos. Por eso los humildes piden, y crecen
rápidamente en la gracia, con gran sencillez y seguridad. Y es que «Dios
resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia. Humillaos, pues, bajo
la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce. Echad sobre Él
todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (1Pe
5,5-7).
–La
oración de petición tiene una eficacia infalible. Es, sin duda, el medio
principal para crecer en Cristo y para verse libre de todos los males, pues la
petición orante va mucho más allá de nuestros méritos, se apoya
inmediatamente en la gratuita bondad de Dios misericordioso. De ahí viene
nuestra segura esperanza: «pedid y recibiréis» (Jn 16,24; +Mt 21,22; Is
65,24; Sal 144,19; Lc 11,9-13; 1Jn 5,14).
Dios
responde siempre a nuestras peticiones, aunque no siempre según el
tiempo y manera que deseábamos. Cristo oró «con poderosos clamores y lágrimas
al que era poderoso para salvarle de la muerte, y fue escuchado» (Heb 5,7).
No fue escuchado mediante la supresión de la cruz redentora –«aleja de mí
este cáliz» (Mc 14,36)–; pero fue escuchado, sin embargo, de un modo mucho
más sublime, en su resurrección –«pero Dios, rotas las ataduras de la
muerte, le resucitó» (Hch 2,24)–.
–Algunos
piensan que la oración de petición es vana, pues nada influye en la
Providencia divina, que es infalible e inmutable. Ahora bien, si
consideran superflua la oración,
puesto que la Providencia es inmutable, ¿para qué procuran ciertos bienes
por el trabajo, si lo que ha de
suceder vendrá infaliblemente, como ya determinado por la Providencia? Déjenlo
todo en manos de Dios, y no oren ni laboren...
Por
el contrario, a los cristianos nos ha sido dada la doble norma de la oración
y del trabajo, y sabemos que con una y con otro estamos colaborando con la
Providencia divina, sin que por eso pretendamos cambiarla o sustituirla.
–Pidamos
a Dios todo género de bienes, materiales o espirituales, el pan de
cada día, la paz, la unidad, el perdón de los pecados, el alivio en la
enfermedad (Sant 5,13-16), el acrecentamiento de nuestra fe (Mc 9,24). Pidamos
por los amigos, por las autoridades civiles y religiosas (1Tim 2,2; Heb
13,17-18), por los pecadores (1Jn 5,16), por los enemigos y los que nos
persiguen (Mt 5,44), en fin, «por todos los hombres» (1Tim 2,1). Pidamos al
Señor que envíe obreros a su mies (Mt 9,38), y que nuestras peticiones
ayuden siempre el trabajo misionero de los apóstoles (Rm 15,30s; 2Cor 1,11;
Ef 6,19; Col 4,3; 1Tes 5,25; 2Tes 3,1-2).
Nuestras
peticiones, con el crecimiento espiritual, se irán simplificando y
universalizando. Y acabaremos pidiendo sólo lo que Dios quiere que le pidamos
–como enseña San Juan de la Cruz–, en perfecta docilidad al Espíritu: «y
así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto» (3
Subida 2,9-10)–. En fin,
pidamos el Don primero, del cual derivan todos los dones: pidamos el Espíritu
Santo (Lc 11, 13).
–Pidamos
unos por otros, haciendo oficio de intercesores, pues eso es propio de
la condición sacerdotal cristiana (1Tim 2,1-2). Así oró Cristo tantas veces
por nosotros (Jn 17,6-26), también en la cruz (Lc 23,34; +Hch 7,60). Así
oraban los primeros cristianos en favor de Pedro encarcelado (12,5), o por
Pablo y Bernabé, enviados a predicar (13,3; +14,23).
–Pidamos también a otros que rueguen por nosotros, que nos encomienden ante el Señor. De este modo estimulamos en nuestros hermanos la oración de intercesión, que es una de las formas de oración más recomendadas en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de San Pablo. Y con ello no sólo recibimos la ayuda espiritual de nuestros hermanos, sino que los asociamos también a nuestra vida y a nuestras obras.
Todos
los libros del Antiguo Testamento muestran, por obra del Espíritu Santo, una
verdadera genialidad para la oración de súplica. Aquí me limitaré a
recordar algunos de los textos más señalados.
El Éxodo
La
liberación de Egipto es para Israel una experiencia histórica
fundacional y decisiva:
«Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Y nos introdujo en este lugar, nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel» (Deut 26,6-9).
Ésa
es la experiencia fundacional de la religiosidad judía. La salvación solo
viene de Dios y a ella se abre el pueblo por la oración suplicante.
Pero los peligros y penas nunca acaban en este mundo para el Pueblo de
Dios. En efecto, conducido por Moisés al desierto, halla pronto en su éxodo
innumerables dificultades, hambre y sed, extravíos, desánimo, ataques de
otros pueblos, que impugnan su paso. Pues bien, de todas estas calamidades
sigue librándose principalmente por la oración. Ella es la que abre la
historia de los hombres a la fuerza salvífica del Señor divino.
«Amalec vino a Rafidim para atacar a los hijos de Israel. Y Moisés dijo a Josué: “elige hombres y ataca mañana a Amalec. Yo estaré sobre lo alto de la colina con el cayado de Dios en la mano”. Josué hizo lo que le había mandado Moisés, y atacó a Amalec. Subieron Aarón y Jur a la cima de la colina con Moisés. Y mientras Moisés tenía alzadas las manos [en oración suplicante] llevaba Israel la ventaja, pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec.
«Moisés estaba cansado y sus manos le pesaban. Tomando, pues, una piedra, se la pusieron debajo de él para que se sentara, y al mismo tiempo Aarón y Jur sostenían sus manos, uno de un lado y otro del otro, y así no se le cansaron las manos hasta la puesta del sol. Y Josué derrotó a Amalec al filo de la espada. Yavé entonces dijo a Moisés: “pon eso por escrito para recuerdo”» (Éx 17,8-14).
Jeremías
En
los reinados de Joaquím (608-597) y de Sedecías (598-587) cumple Jeremías
su durísima misión profética, en la que Yavé le lleva a enfrentarse, como
«muro de bronce» (Jer 1,18), contra un mar de vicios, idolatría e
infidelidades a la Alianza.
Las apostasías de Israel son enormes,
pero nadie las denuncia (Jer 2). Se avecinan, si no hay conversión, castigos
terribles. Y el Señor llama con urgencia a penitencia, queriendo evitarlos:
«Volved, hijos apóstatas» (3,14). Sin embargo, no es oído: «Mi pueblo está
loco, me ha desconocido» (4,22). Y es que no encuentra el Señor quien llame
a conversión. Por el contrario, falsos profetas anuncian: «paz, tendréis
paz» (4,10). «Desde el profeta al sacerdote, todos se dieron a la
mentira, diciendo “paz, paz”, cuando no había paz. Serán confundidos
porque hicieron abominaciones, y no se avergonzaron, porque no conocen
siquiera la vergüenza» (8,10-12).
Enfrentándose
a esta corriente suicida, desde lo más profundo de la miseria de su pueblo,
Jeremías anuncia a Israel la destrucción del Templo y la deportación a
Babilonia. Por ser fiel a su misión profética sufrirá insultos, cárcel y
toda clase de oprobios, y vendrá a ser tenido como traidor a la patria. Pero
él, también desde lo más profundo, alza al Señor el grito de su oración
de súplica. Él predica al Pueblo de Dios lo que nadie le dice, y él levanta
al Señor la súplica esperanzada que nadie hace:
«Mis
ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan: por la terrible
desgracia de la doncella de mi pueblo [Judá, «desposada» con Yavé], una
herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la
ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin
sentido por el país.
«¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación.
«Señor, reconocemos nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu Nombre, no desprestigies tu trono glorioso. Recuerda y no rompas tu Alianza con nosotros» (14,17-21).
Este
clamor tan dolorido no evitará a Israel el castigo medicinal del exilio que
merece, pero sí conseguirá que estas calamidades sean para su salvación.
Dice Yavé: «voy a expulsar de una vez a los moradores de esta tierra, para
ponerlos en angustia y que así me encuentren» (10,18).
En
tiempos de gran aflicción para Israel, Jeremías amó de verdad a su pueblo,
y por buscar su bien en el nombre del Señor, hubo de sufrir mucho. Por eso el
libro segundo de los Macabeos dice de él: «éste es el amador de sus
hermanos, el que ora mucho por el
pueblo y por la ciudad santa: Jeremías, profeta de Dios» (2Mac
15,14). Él es un modelo para los pastores y predicadores de todos los
tiempos.
Ezequiel
Ni
siquiera estando ya Israel en el destierro de Babilonia (587-538), se
convierte de sus idolatrías e infidelidades. También entonces hay falsos
profetas, según dice Yavé, «que engañan a mi pueblo diciéndole:
“paz”, no habiendo paz... Así engañan a mi pueblo, que se cree las
mentiras» (13,10.19).
Pues
bien, en el año quinto de este trágico cautiverio (590 a.C.) suscita Yavé
al profeta Ezequiel, para que llame a penitencia al Israel cautivo, bajo pena
de graves castigos (1-24). Pero una vez cumplido el anunciado castigo de
Israel, profetiza Ezequiel contra las naciones que lo han oprimido (25-32), y
anuncia después una maravillosa restauración obrada por la misericordia del
Omnipotente (33-48).
Nótese
que nadie denunciaba el pecado ni llamaba a conversión cuando, inspirado por
Dios, lo hace Ezequiel, enfrentándose a todos. Y llegado el castigo, nadie en
lo más profundo del abatimiento espera salvación; solo la espera Ezequiel,
iluminado por Dios, y es él quien la anuncia con maravillosas imágenes.
«En aquellos días, la mano del Señor
se posó sobre mí y, con su Espíritu, el Señor me sacó y me colocó en
medio de un valle que estaba lleno de huesos... Y me dijo: Hijo de Adán,
estos huesos son la entera casa de Israel, que dice: “Nuestros huesos están
secos, nuestra esperanza ha perecido, estamos destrozados”... Por eso
profetiza y diles: “Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros
y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra
de Israel... Os infundiré mi espíritu y viviréis. Os colocaré en vuestra
tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago”. Oráculo del Señor»
(37,1.11-14).
No
hay situación del pueblo de Dios, aunque sea pésima, que no pueda ser
salvada por la misericordia del Omnipotente. La fe y la súplica abren la
tierra a la gracia del cielo: «“¡Ven, Espíritu, ven de los cuatro vientos
y sopla sobre estos huesos muertos,
y vivirán! Profeticé yo como se me mandaba y entró en ellos el espíritu
y revivieron, y se pusieron en pie: un ejército en extremo grande»
(37,9-10). Hoy, como ayer y como siempre, Dios es omnipotente y
misericordioso, como lo era en tiempos de Ezequiel.
Daniel
Esta
profecía refiere las aventuras de Daniel y de sus compañeros, cuando en el año
605 (a.C.) viven deportados en Babilonia. Eran muy apreciados por
Nabucodonosor y su corte, pero cuando manda el rey erigir una enorme estatua
de oro, a la que todos deben dar culto, bajo pena de ser arrojados a un horno
de fuego, tres jóvenes judíos se resisten absolutamente a este gesto idolátrico
y son arrojados a las llamas. La oración que sigue es un modelo sublime de súplica
al Señor desde la aflicción más profunda. Merece la pena reproducir
un amplio extracto de la misma:
«Azarías se puso a orar, y abriendo los labios en medio del fuego, dijo: Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y glorioso es tu nombre. Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Porque hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido (...)
«Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas.
«Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia.
«Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carnes y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados.
«Ahora te seguimos de todo corazón, te temeremos y buscaremos tu rostro; no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu Nombre, Señor. Sean humillados los que nos maltratan, queden confundidos, pierdan el mando, sea triturado su poder, y sepan que tú, Señor, eres el Dios único, glorioso, en toda la tierra» (3,25-45).
Así
se ve en la historia el pueblo de Dios tantas veces, a causa de sus
infidelidades. Y ésa es la oración que siempre ha de alzar al
Misericordioso. En esta ocasión concreta, el Señor escuchó el clamor de sus
siervos y los libró de las llamas. Convirtió, además, el corazón de
Nabucodonosor, que reconoció al Dios de estos jóvenes judíos tan fieles, y
les dio cargos de autoridad en Babilonia.
Judit
El
libro de Judit narra la angustia de Israel cuando la ciudad de Betulia –en
lugar y época no identificados– se ve asediada por los asirios, y cómo el
pueblo es liberado por el Señor, a través de la oración y la acción de
Judit.
Viéndose
rodeados los judíos y sin posible salvación humana, «todos los hijos de
Israel clamaron con gran insistencia a Dios y se humillaron con gran fervor...
Todos a una clamaron al Dios de Israel, pidiéndole con ardor que no entregase
al saqueo a sus hijos, ni diese sus mujeres en botín, ni las ciudades de su
heredad a la destrucción, ni el Templo a la profanación y el oprobio,
regocijando a los gentiles» (Jdt 4,9.12).
Pero
otros, más políticos,
proponían: «será mejor que nos
entreguemos a ellos, porque siquiera, siendo siervos suyos, viviremos»
(7,27). Y otros, como Ocías, ponían, sí, en el Señor su confianza, pero
una confianza limitada: «tened ánimo, hermanos; esperemos
cinco días, en los que volverá sobre nosotros su misericordia el Señor,
nuestro Dios, que no nos abandonará hasta el fin. Si pasados estos cinco días
no nos viniera ningún auxilio, yo haré lo que pedís» (7,30-31).
Se
alzó entonces Judit, una viuda muy piadosa, y dijo indignada a los jefes de
Israel:
«¿Quiénes sois vosotros para tentar a Dios, los que estáis constituidos en lugar de Dios en medio de los hijos de los hombres?... De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro; que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis hacer fuerza a los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre, que se mueve con amenazas, ni como un hijo del hombre que se rinde.
«Por tanto, esperando la salvación, clamemos
a Él que nos socorra. Si fuese su beneplácito, oirá nuestra voz...
Demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos pone a prueba, igual que a
nuestros padres. Recordad cuanto hizo con Abraham, cómo probó a Isaac y qué
cosas sucedieron a Jacob en Mesopotamia de Siria... Pues así como aquéllos
no los pasó por el crisol sino para examinar su corazón, así también a
nosotros nos azota, pero no para castigo, sino para amonestación de los que
le servimos» (8,12-27).
Los
jefes judíos aprueban las palabras de Judit, y ésta, antes de entrar en acción,
se recoge para orar:
«Judit, postrándose rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza y descubrió el cilicio que llevaba ceñido. Era justamente la hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la casa de Dios, el incienso de la tarde, cuando Judit clamó al Señor con voz fuerte, diciendo:
«Señor, Dios de mi padre Simeón... Dios, Dios mío, escucha a esta pobre viuda. Tú, en efecto, ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después... Mira que los asirios tienen un ejército poderoso, se engríen de sus caballos y jinetes... y no saben que tú eres el Señor, el que decide las batallas, cuyo nombre es Yavé. Quebranta su fuerza con tu poder... porque han resuelto violar tu Templo, profanar el tabernáculo donde se posa tu glorioso Nombre...
«Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado. Hiere con la seducción de mis labios al siervo con el príncipe y al príncipe con el siervo, y quebranta su orgullo por mano de una mujer. Que no está tu poder en la muchedumbre ni en los valientes tu fuerza; antes eres tú el Dios de los humildes, el amparo de los pequeños, el defensor de los débiles, el refugio de los desamparados y el salvador de los que no tienen esperanza...
«Sí, sí, Dios de mis padres y Dios de
la heredad de Israel, Señor de los cielos y de la tierra, Creador de las
aguas, Rey de toda la creación; escucha mi plegaria y dame una palabra
seductora, que cause heridas y lesiones en aquellos que han resuelto
crueldades contra tu Alianza, contra tu santa casa, contra el monte de Sión,
contra la casa que es posesión de tus hijos. Y haz que todo tu pueblo y cada
una de sus tribus reconozca y sepa que tú eres el Dios de toda fortaleza y
poder, y que no hay otro fuera de ti que proteja al linaje de Israel»
(9,1-14).
El
Señor escuchó el clamor de Judit, e hizo posible en su bondad que una viuda,
por medio de una audaz estratagema en la que arriesgó gravemente su vida,
pusiera en fuga al poderoso ejército enemigo, cuando la situación de Israel
era angustiosa y todos estaban desesperados.
Los siete hermanos
Las
crónicas bíblicas de los Macabeos refieren sucesos ocurridos entre los años
175 y 134 (a. Cto.), cuando el poder de los Seléucidas, con Antíoco IV
Epifanes, trata de imponer en Israel la religión helénica y sus costumbres.
No pocos judíos, infieles a la Alianza, ceden, renegando de sus tradiciones.
Piensan que esa asimilación al poder mundano vigente es inevitable, y que el
Señor no va a librarles de ella. Pero Matatías y sus hijos, entre los que
destaca Judas, llamado el Macabeo, tienen fe en el Señor, tienen por tanto
esperanza, y por eso se alzan en una guerra heroica.
En medio de «la abominación de la desolación» (1Mac 1,57), Matatías grita en la ciudad: «“¡Todo el que sienta celo por la Ley y quiera mantener la Alianza, sígame!” Y huyeron él y sus hijos a los montes, abandonando cuanto tenían en la ciudad» (2,27-28).
La lucha, sin embargo, parece condenada al fracaso, pues los sublevados son muy pocos en comparación con las fuerzas opresoras del enemigo. Pero Judas Macabeo asegura: «Fácil cosa es entregar una muchedumbre en manos de unos pocos, que para el Dios del cielo no hay diferencia entre salvar con muchos o con pocos. No está en la muchedumbre del ejército la victoria en la guerra, sino que del cielo viene la fuerza» (3,18).
Esta fe de Judas anima a sus seguidores, que no confían en sus fuerzas, pero sí en la fuerza salvadora del Señor. Por eso acuden a la oración en situación tan desesperada: «Se reunieron en Masfa, frente a Jerusalén, y ayunaron aquel día, se vistieron de saco, pusieron ceniza sobre sus cabezas, rasgaron sus vestiduras, y abrieron el libro de la Ley, buscando en él lo que los gentiles preguntan a las imágenes de sus ídolos... Clamaron entonces [al Señor] a grandes voces, diciendo: “¿Qué hemos de hacer?... Tu Santuario está pisoteado y profanado; tus sacerdotes, en luto y humillación; y ahora los gentiles se han reunido contra nosotros para destruirnos... ¿Cómo podremos hacerles frente si tú no nos ayudas?” Tocaron las trompetas, y prorrumpieron en un gran clamor» (3,46-54). Pensaban: «mejor es morir combatiendo, que presenciar los males de nuestro pueblo y del Santuario. En todo caso, hágase la voluntad del cielo» (3,59-60).
El
Señor oyó el gran clamor de
este resto de fieles judíos, y a pesar de ser tan pocos, les concedió
grandes victorias porque habían acudido a Él desde lo más profundo de su
aflicción, poniendo en Él toda su confianza.
Los salmos
El
libro de los Salmos, compuesto a lo largo de varios siglos, contiene 150
oraciones en forma de poemas. La redacción definitiva de su conjunto no
parece anterior al año 300 (a.C.). Pues bien, en los salmos son frecuentes
los clamores comunitarios que
con acentos conmovedores se alzan al Señor desde lo más profundo de
calamidades y peligros. Todos ellos siguen resonando hoy en la liturgia de la
Iglesia. Son la voz de Cristo que, con su Esposa, clama al Padre
misericordioso, pidiendo salvación de tantos males.
43. Oh Dios, nuestros padres nos lo han contado: la obra que realizaste en sus días... Despierta, Señor, ¿por qué duermes?...
59. Oh Dios, nos rechazaste y rompiste nuestras filas... Auxílianos contra el enemigo, que la ayuda del hombre es inútil...
73. ¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados?... Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo... Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio... ¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?... Levántate, oh Dios, defiende tu causa: no olvides las voces de tus enemigos, el tumulto creciente de los rebeldes contra ti...
78. Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad, han profanado tu santo templo, han reducido Jerusalén a ruinas... ¿Hasta cuándo, Señor?¿Vas a estar siempre enojado?... Que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios salvador nuestro, por el honor de tu nombre... Te daremos gracias siempre, de generación en generación.
79. Despierta tu poder y ven a salvarnos. Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve... Ven a visitar tu Viña, la cepa que tu diestra plantó... La han talado y le han prendido fuego... Danos vida, para que invoquemos tu Nombre.
84. Restáuranos, Dios salvador nuestro, cesa en tu rencor contra nosotros... Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación...
88. ¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido, y arderá como un fuego tu cólera?... ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia que por tu fidelidad juraste a David? Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos...
89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación... ¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación!... Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos... Baje a nosotros la bondad del Señor...
105. Hemos pecado con nuestros padres, hemos cometido maldades e iniquidades... Pero Él miró su angustia y escuchó sus gritos; recordando su pacto con ellos, se arrepintió con inmensa misericordia... Sálvanos, Señor Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria...
Otros
salmos hay que, alzándose igualmente al Señor desde la aflicción más
profunda, son un clamor individual.
La Iglesia los emplea igualmente, viendo en el salmista una personificación
del Pueblo de Dios sufriente. Así, por ejemplo, el salmo 24, Ad
te, Domine, levavi, con el que se abre el Año litúrgico en el primer
domingo de Adviento: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío,
no quede yo defraudado, no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan
en ti no quedan defraudados»...
Israel, modelo perenne en la súplica
La
oración suplicante de Israel sigue siendo hoy modelo perfecto para la
Iglesia, que se ve en calamidades y aflicciones. Y así lo reconoce ella, pues
continuamente emplea en su liturgia las grandes oraciones inspiradas por Dios
a los judíos, como aquella de Daniel:
«Oye, Dios nuestro, la oración de tu
siervo, escucha sus plegarias, y por amor de ti, Señor, haz brillar tu rostro
sobre tu Templo devastado. Oye, Dios mío, y escucha. Abre los ojos y mira
nuestras ruinas, mira la ciudad sobre la que se invoca tu Nombre, pues no por
nuestras justicias te presentamos nuestras súplicas, sino por tus grandes
misericordias. ¡Escucha, Señor! ¡Perdona, Señor! ¡Atiende, Señor y obra,
no tardes, por amor de ti, Dios mío, ya que es invocado tu nombre sobre tu
ciudad y sobre tu pueblo!» (Dan 9, 17-19).
Las siete notas de la oración bíblica
En
estos clamores angustiados
que Israel eleva al Señor conviene destacar varios elementos preciosos, siete
concretamente, que siempre la Iglesia ha de hacer suyos. Iré señalándolos
uno a uno.
–1.
Reconocimiento de la gravedad de los males
El
Israel verdadero reconoce la gravedad de los males que padece. A veces
sólamente es un resto fiel,
el que alcanza a ver los males que el pueblo sufre. El «Israel carnal», en
cambio, no los ve, por supuesto. Ya se comprende que los sacerdotes, los
jefes, los falsos profetas, es decir, aquellos que han promovido o permitido
las infidelidades de Israel, tienden, sin duda, a ignorar o a subestimar los
males que oprimen al pueblo, y que son consecuencia de esas infidelidades. E
igualmente ocurre dentro del pueblo: los más cómplices de esas mentiras y
pecados son justamente los que minimizan las abominaciones generalizadas o los
que ni siquiera las ven. Solo los que son fieles las ven y reconocen. Por eso
dice el Señor a los ejecutores potentes de su providencia:
«Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén,
y pon por señal una tau en la frente de los que gimen afligidos por
las abominaciones que en ella se cometen». Éstos se verán libres del
castigo exterminador merecido por los pecados. Pero los otros, los que son cómplices
de tantos pecados y abominaciones, serán exterminados: «profanad el Templo,
llenando sus atrios de cadáveres, y salid a matar por la ciudad» (Ez 9,4.7).
Los
falsos profetas no reconocen las calamidades, materiales o
espirituales, en que el pueblo se ve sumido o las amenazas inminentes de
grandes aflicciones. Lejos de eso, ellos dicen: «vamos
bien; paz, paz; no temáis; confiad en el Señor, que, caminando por
donde vamos, no va a sobrevenir calamidad alguna».
Los
profetas verdaderos, sin embargo, los únicos que hablan en el nombre
de Dios, dirán todo lo contrario: «vamos
mal; convertíos urgentemente. Terribles males vendrán sobre nosotros
si seguimos siendo infieles a la Alianza; y grandes bienes nos concederá el
Señor misericordioso si nos volvemos a Él». Ése es el mensaje habitual de
los profetas verdaderos, en contraposición al de los falsos (por ejemplo, Isaías
3; Jeremías 7; Oseas 2; 8; 14; Joel 2). Ellos, en efecto, denuncian los
pecados de su pueblo y le profetizan grandes calamidades; pero al mismo tiempo
le prometen, si hay conversión, grandes misericordias de Dios. Éstos son,
pues, los únicos que, señalando al pueblo el camino verdadero de la salvación,
le aseguran esperanzas verdaderas si lo sigue y grandes males si lo desprecia.
Así lo vemos en el profeta Miqueas, el Miqueas del libro I de los Reyes:
Cuatrocientos profetas falsos aseguran
al rey de Israel que podrá vencer a los sirios. Solamente Miqueas sabe que
eso es falso; pero por eso mismo el rey no quiere consultarle: «aún hay un
hombre aquí por quien podemos preguntar a Yavé; pero yo le aborrezco, porque
nunca me profetiza cosa buena, sino siempre malas. Es Miqueas». A éste le
aconsejan sus amigos: «mira que todos
los profetas unánimes profetizan
bienes al rey; habla, pues, como ellos y anuncia bienes». Miqueas, sin
embargo, mirando al bien de su pueblo, intenta disuadir al rey de su empresa,
asegurándole que será derrotado. El rey lo manda encarcelar, castigado al «pan
de la aflicción y al agua de la angustia». Va a la guerra, desoyendo su oráculo,
y al atardecer está muerto (1Re 22).
Por
eso, cuando hoy se habla de «profetas de calamidades» en un sentido
despectivo, como si se tratara de profetas falsos,
se contraría la tradición de la Biblia. En ésta, efectivamente, los falsos
profetas anuncian prosperidad, mientras que los verdaderos anuncian
calamidades, si no hay conversión, y grandes bienes, si la hay.
–2. Consecuencias justas
Israel
confiesa que todas las calamidades proceden de sus propios pecados, y que, por
tanto, son castigos de Dios totalmente justos y merecidos. «Eres justo,
Señor, en cuanto has hecho con nosotros, porque hemos pecado y cometido
iniquidad en todo, apartándonos de tus preceptos».
Israel, desde lo más profundo, clama al Señor, aplastado bajo el peso de sus propias culpas: «no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas... No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 38).
No
tiene salvación el pueblo que ignora sus propios males o que si los conoce,
no quiere, sin embargo, reconocer los pecados que han sido su causa.
–3. Remedios medicinales
Israel
reconoce que los castigos que sufre son saludables, regulados
cuidadosamente por la Providencia divina. Más aún, declara que con ser tan
terribles, aún mayores deberían ser, si estuvieran exactamente
proporcionados a la gravedad de sus culpas. Por eso confiesa: el Señor «no
nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas»
(Sal 102,10). E incluso da gracias al Señor por esas penalidades: demos
gracias al Señor, nuestro Dios, que nos pone a prueba, como puso a nuestros
padres, para purificarnos en el sufrimiento, como en un crisol.
–4. Sin remedio humano
Israel
se reconoce absolutamente impotente para recuperar por sus propias
fuerzas la salud, la libertad, la prosperidad. Su abatimiento es total: no
tiene ya maestros, ni soldados, ni guías, está hundido en la debilidad y la
miseria. Los jefes son necios, cobardes y traidores, y «tanto el profeta como
el sacerdote vagan sin sentido por el país».
En
estas circunstancias ¿quién podrá traer la salvación al pueblo?... «Levanto
mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?». Una vez más se
ve solo y abandonado, pero no se desespera, pues eleva su esperanza al Señor:
«El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal
120,1-2).
–5. Dios puede salvar
Israel
cree firmemente que Dios puede salvarle. Por enormes que sean sus
miserias, mucho mayor es la misericordia del Señor. Todo está en su mano, es
Él quien realiza las hazañas antiguas, pasadas y presentes. No se asusta
ante los inmensos ejércitos del enemigo, y para realizar sus victorias le da
lo mismo que sus fieles sean pocos o muchos. Siendo Él el creador del cielo y
de la tierra, el que mantiene todo en el ser, Él es el único que puede traer
salvación infalible a su pueblo, por pésimas que sean las calamidades en que
se ve hundido. Ahora, eso sí: es preciso poner la confianza solamente en Él,
y en nada ni en nadie más.
–6. Petición urgente a la Misericordia divina
Israel,
creyendo en todo eso, clama, pide y suplica la misericordia de Dios.
Con todo apremio y confianza: «levántate, Señor, extiende tu
brazo poderoso, no tardes, acuérdate de nosotros, no nos desampares,
no te olvides de que somos tu pueblo y tu heredad, de que fuiste Tú quien nos
sacó de Egipto, de que hiciste grandes promesas a nuestros padres»...
Como hemos visto, la súplica es tan
apremiante que se convierte a veces en reproche filial, en atrevida acusación:
«¿Por qué tardas tanto? ¿Vas a estar siempre enojado? ¿Te has olvidado de
nosotros? ¿Hasta cuándo, Señor?»...
–7.
Para alabanza de la gloria de Dios
Israel
clama y pide salvación al Señor alegando el honor de su Nombre. «No
nos abandones, Señor, no permitas la destrucción de tu Templo, la humillación
de tu pueblo, el desprestigio de tu Nombre santo. Ten piedad de nosotros y
restáuranos. Te lo pedimos por tu honor, Señor, por la gloria de tu Nombre,
que se ve humillado por nuestras miserias»...
De
la salvación recibida brotará la alabanza: Sálvanos, Señor, y en adelante
buscaremos tu rostro, seguiremos tus mandatos, seremos fieles a la Alianza,
alabaremos tu nombre, te daremos gracias siempre...
Validez de la oración de Israel en la Iglesia de hoy
El
Nuevo Testamento perfecciona muchos
de los elementos religiosos instituidos por Dios en el Antiguo Testamento, y
otras veces –como ocurre con los sacrificios de animales– los culmina.
Pero la oración de Israel pervive
en la oración de la Iglesia, perdura en ella siempre joven, y en ella
alcanza la plenitud de su belleza y poder, perfeccionada por la efusión del
Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14).
Cuando
las fuerzas humanas se ven desbordadas por los males presentes o amenazantes, la
Iglesia ha de aprender del Israel antiguo la oración de súplica en la
angustia. Así se deja enseñar por Dios, que nos habla en las antiguas
Escrituras. La misma actitud espiritual de esas siete notas señaladas tiene
que inspirar en el presente la oración de la Iglesia afligida.
Si
una Iglesia local hoy, reconociendo las graves calamidades que le afligen,
hace suyos esos clamores antiguos en todos sus elementos –en
todos, en los siete señalados: no bastaría que lo hiciera en casi
todos–, se verá ayudada por Dios y podrá superar sus miserias, por grandes
que sean. Pero si no posee el espíritu de esa oración suplicante, o peor aún,
si lo rechaza, se irá hundiendo en una debilidad creciente, que lleva hacia
la muerte.
Por otra parte, por grandes que sean las calamidades que aflijan al pueblo de Dios, siempre habrá, bajo la moción de la gracia, una acción posible y necesaria, grande o quizá mínima –la entrega de cinco panes y dos peces (Mt 14,17)–. Y esta acción, potenciada internamente por la oración, será la que logre una virtualidad salvífica desbordante –sobra alimento en los canastos– (14,20).
3. Tres primeros siglos. «Ven, Señor Jesús»
La
Iglesia católica, que en sus pruebas ha de aprender de Israel a orar con
humildad y confianza, aún más ha de aprender de su propia tradición
secular. En efecto, como dice el Vaticano II, la Iglesia ha de vivir siempre
de la Biblia y de su propia Tradición: «ambas se han de recibir y respetar
con el mismo espíritu de devoción» (DV
9).
Cristo
En
la suprema aflicción del Huerto y de la Cruz, Jesús, «entrado en agonía, oraba
con más insistencia, y su sudor vino a ser como gotas de sangre que caían
sobre la tierra» (Lc 22,44). Así enseñó a su esposa, la Iglesia, a
refugiarse siempre en la oración, cuando llega la hora de las tinieblas.
Sabe
Jesús que envía sus discípulos al mundo «como ovejas entre lobos» (Mt
10,26), y que la misma persecución que Él sufrió la van a sufrir ellos
siempre, en una u otra forma (Jn 15,18-21). Sabe también que ellos, por sí
mismos, no tienen fuerzas para vencer al mundo, ni siquiera para soportar
pacientemente su persecución. Sabe, pues, que los cristianos solamente podrán
mantenerse fieles, venciendo a la carne, al demonio y al mundo, si se guardan
en oración continua. Por eso
tiene buen cuidado en enseñarles que «es preciso orar en todo tiempo y no
desfallecer» (Lc 18,1). «Vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que evitéis
todo esto que ha de venir y podáis comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc
21,36).
Por otra parte, la oración continua ha
de estar siempre viva en los cristianos porque «somos linaje escogido,
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del
que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Por eso, pues,
«siempre y en todo lugar» hemos de dar «gracias a Dios Padre».
Sabe
Cristo que los hijos de Dios en este mundo serán guardados siempre por el
Padre celestial, que conoce bien sus necesidades (Mt 6,32). Pero también
conoce que esta ayuda ha de ser incesantemente solicitada por ellos en la
oración. Ahora bien, cuando los fieles claman desde lo más profundo de sus
angustias históricas, «¿no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman
a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará
justicia prontamente» (Lc 18,7-8).
Los Apóstoles
Los
Apóstoles «estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,53).
Todos los fieles, con los apóstoles, perseveraban «en la unión, en la
fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42). Pero esta oración de
alabanza incesante se hacía un grito unánime apremiante, un clamor,
cuando la Iglesia pasaba por alguna angustia especialmente grave. Por ejemplo,
sabemos que cuando Pedro es encerrado en la cárcel, «la Iglesia oraba
instantemente por él» (Hch 12,5). El Señor escuchó a sus fieles y Pedro
fue liberado por un ángel.
La
vida de la Iglesia en este mundo ha de estar continuamente sostenida por la
oración de los fieles, encabezada por sus pastores. No puede sobrevivir de
otro modo. Todos los cristianos, revestidos de «la armadura de Dios», han de
perseverar «en toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo
con fervor, manteniéndose siempre en continuas súplicas por todos los santos»
(Ef 6,13.18). No es posible la vida de la Iglesia en este mundo de otro modo.
San Pablo y la oración por la paz
Especialmente
la paz, la paz cívica y eclesial, siempre ha sido pedida por la Iglesia con
todo empeño. Ésa ha sido una tradición continua desde el tiempo de los Apóstoles.
La oración por la paz –«la paz del Señor esté con vosotros»–,
tan antigua y frecuente en la liturgia, es solicitada con especial acento por
el apóstol San Pablo, bien consciente de que solo Dios puede dar al pueblo
cristiano una vida en paz.
–Paz
con Dios, de modo que «justificados
por la fe, tengamos paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5,1).
–Paz
en la Iglesia:
«os exhorto yo, preso en el Señor, a que andeis de una manera digna de la vocación a la que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos unos a otros, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz» (Ef 4,1-3). Y así «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7).
–Paz
en el mundo presente. El
milagro histórico de la paz, siendo el mundo como es –siempre partido en
trozos contrapuestos, siempre lleno de guerras y deportaciones, divisiones,
atropellos y violencias–, solo puede ser conseguido por la oración
clamorosa, día y noche, de los fieles «pacificadores», que merecen ser
llamados «hijos de Dios» (Mt 5,9).
Por eso dice el Apóstol: «Ante todo te
ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por
todos los hombres, por los emperadores y por todas las autoridades, para que
podamos disfrutar de paz y tranquilidad, y
llevar una vida piadosa y honesta» (1Tim 2,1-2).
Recordemos
que la paz es el patrimonio de los
cristianos en este mundo. Es don de Dios, bajado de lo alto: «¡gloria
a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él!» (Lc
2,14). Es el don propio de Cristo: «la paz os dejo, mi paz os doy; pero no
como la da el mundo» (Jn 14,27). El mundo, en efecto, no puede dar la paz;
pero Cristo sí, porque es el Príncipe de la Paz (Is 9,6). Por eso la Iglesia
en su liturgia siempre, especialmente en la Eucaristía, ha pedido a Dios la
paz.
Apocalipsis
La
vida de los cristianos en este mundo, hasta que Cristo vuelva con todo su
irresistible poder, es una vida martirial, que no puede mantenerse si no alzan
a Dios el clamor de una oración continua:
«Vi debajo del altar las almas de los
que habían sido inmolados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que
habían dado. Clamaban a grandes voces, diciendo: “¿hasta cuándo, Señor
santo y verdadero, tardarás en hacer justicia y en vengar nuestra sangre en
los que habitan la tierra?” Y a cada uno le fue dada una túnica blanca
[color antiguo del martirio], y se les dijo que esperaran todavía un poco más,
hasta que se completara el número de sus compañeros de servicio y hermanos,
que iban a sufrir la misma muerte» (Ap 6,9-11).
La
Iglesia en este mundo ha de alzar continuamente en la presencia de Dios uno y
trino el incienso perfumado de la alabanza y de la acción de gracias (Ap
8,4), pero también la súplica por sí misma, tan perseguida, y por todo el
mundo, tan necesitado de salvación por gracia.
A
la luz del Apocalipsis, en efecto, entrar a vivir en la Iglesia es participar
de ese clamor continuo, que
de día y de noche Ella eleva a Dios. De esta manera de entender la vida
cristiana en el mundo, los Santos Padres nos dan innumerables testimonios. De
ellos recordaré a algunos.
San Clemente Romano
A fines del siglo I, el papa Clemente
escribe una preciosa carta a los corintios. El tercer sucesor de Pedro se
muestra dolorido tanto por las escisiones que existen entre los fieles de
Corinto, como por la persecuciones que la Iglesia está sufriendo bajo
Domiciano. Y en estas angustias, alza sus brazos orando a Dios con esta gran súplica
llena de humildad, de serena confianza y del espíritu litúrgico de la
Eucaristía:
«Te pedimos, Señor, que seas nuestro socorro y protector. Salva a aquellos de entre nosotros que están en tribulación, apiádate de los humildes, levanta a los que han caído [los lapsi, apóstatas en la persecución], muéstrate a los necesitados, cura a los enfermos, convierte a los extraviados de tu pueblo, sacia a los que tienen hambre, redime a nuestros cautivos [privados de libertad por ser cristianos], restablece a los que están débiles, alienta a los pusilánimes. Que todos los pueblos conozcan que Tú eres el único Dios, que Jesucristo es tu Siervo y que nosotros somos tu pueblo y ovejas de tu rebaño [Sal 78,13; 99,3]» (59,4).
«Misericordioso y compasivo, perdónanos nuestras injusticias, faltas, pecados y errores. No tengas en cuenta ningún pecado de tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y endereza nuestros pasos para que caminemos en santidad de corazón y hagamos lo que es bueno y grato en tu presencia y en presencia de nuestros jefes.
«Sí, Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para concedernos los bienes de la paz, para que seamos protegidos por tu mano poderosa, para que tu excelso brazo nos libre de todo pecado, y para que nos protejas de todos los que nos odian injustamente. Da concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, como se la diste a nuestros padres cuando te invocaron santamente en fe y en verdad.
«Que seamos obedientes a tu omnipotente y santo Nombre y a nuestros príncipes y jefes de la tierra. Tú, Señor, les diste el poder del reino por tu magnífica e indescriptible fuerza... Dales, Señor, salud, paz, concordia, firmeza para que atiendan sin falta al gobierno que les has dado... Tú, Señor, endereza su voluntad hacia lo bueno y agradable en tu presencia, para que ejerciendo piadosamente, con paz y mansedumbre, el poder que les has dado, alcancen de Ti misericordia.
«Tú eres el único capaz de hacer estas cosas e incluso bienes muy superiores entre nosotros. A ti te confesamos por medio de Jesucristo, el Sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, por medio del cual sea dada a Ti la gloria y la magnificencia, ahora y de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén» (60,1–61,3).
San Policarpo
En
el año 155, teniendo 86 años de edad, muere mártir San Policarpo, obispo de
Esmirna. Poco antes de morir, según refiere el cronista de su martirio, «se
retiró a una finca próxima a la ciudad, y allí pasaba el tiempo con unos
pocos fieles, sin hacer otra cosa, día y noche, que orar
por todos, y especialmente por las Iglesias esparcidas por toda la
tierra. Cosa, por lo demás, que tenía siempre por costumbre» (Mart.
Policarpo 5).
Este pastor fiel, que tanto oraba por su
pueblo, exhortaba también a los demás a que hicieran lo mismo. Concretamente
a los cristianos de Filipo, les exhorta: «rogad por todos los santos
[los fieles cristianos]. Rogad también por los reyes y autoridades y príncipes,
y por los que os persiguen y aborrecen, y por los enemigos de la cruz»
(Filip. 12).
La
Iglesia antigua, viéndose perseguida, sabe participar con paz de la Cruz de
Cristo. Cumple la norma del Maestro, y «no se resiste al mal» (Mt 5,39). No
odia a sus perseguidores, sino que ruega por ellos. No se rebela, no se
querella ante los tribunales, no devuelve mal por mal, sino que vence el mal
con la abundancia del bien (Rm 12,17-21; 1Tes 5,15), y todo lo supera con la
fuerza invencible de la oración. En medio de situaciones tan terriblemente
duras, la Iglesia de Cristo, manteniéndose en paz y alegre en la esperanza,
vence al mundo con la cruz y la oración.
San Justino
De
este espíritu nos da buena muestra el filósofo samaritano Justino,
convertido a la fe cristiana. Mientras enseña en Roma, escribe varias obras
en defensa de la fe cristiana, y muere mártir el año 163.
«Nosotros
–escribe al emperador Antonino Pío– somos vuestros mejores auxiliares y
aliados para el mantenimiento de la paz» (I Apología 12,1).
«Nosotros, los que antes amábamos por encima de todo el dinero, ahora
lo ponemos todo en común...; los que nos odiábamos y matábamos unos a
otros, ahora, después de la aparición de Cristo, vivimos todos juntos y rogamos
por nuestros enemigos, y tratamos de persuadir a los que nos aborrecen
injustamente, para que, viviendo conforme a las hermosas normas de Cristo,
tengan buenas esperanzas de alcanzar junto con nosotros los mismos bienes que
nosotros esperamos de Dios, soberano de todas las cosas» (14,2-3).
No
hay entonces amargura en el corazón de la Iglesia, a pesar de verse tan
perseguida, tan injustamente tratada por el mundo. Hay paz, hay cruz, hay
esperanza de vencer al mundo por la persuasiva Palabra revelada, por la cruz,
la misma cruz de Cristo, y por la incesante oración de súplica.
Orígenes
En
medio de terribles persecuciones del mundo, los Padres antiguos exhortan
siempre a vivir virtuosamente, en paz y con esperanza, orando por los enemigos
y perseguidores, y guardando segura confianza en la victoria de Cristo, que
vive y reina por todos los siglos. Así lo hace con profunda elocuencia Orígenes
(+253), gran asceta y teólogo alejandrino, que sufre tormento en la persecución
de Decio.
«Nosotros oramos pidiendo que Jesús reine sobre nosotros y cesen las guerras en nuestra tierra, cesen los asaltos de los deseos carnales, y cuando estas cosas se hayan calmado, repose cada uno bajo sus vides, higueras y olivos. Así, bajo el manto del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, descansará el alma que en sí misma recuperó la paz de la carne y del Espíritu. Al Dios eterno sea la gloria por los siglos. Amén» (In Num. Hom XXII,4).
«Nosotros oramos y pedimos, diciendo:
Señor, estate vigilante para ayudarme, porque grande es la lucha y potentes
los adversarios. Maligno es el enemigo, el enemigo invisible que nos combate
por medio de estos enemigos visibles. Vigila, pues, en nuestra ayuda y socórrenos
por tu santo Hijo nuestro Señor Jesucristo, por el que nos has redimido a
todos, por el que te es dada la gloria y el poder por los siglos de los
siglos. Amén» (In
Ps. 37, Hom II,9).
San Cipriano
Otro
gran santo, capaz de enseñarnos a orar en paz desde lo más profundo de la
adversidad, es Cipriano, el obispo de Cartago que muere mártir en la
persecución de Valeriano (+258). En sus preciosas cartas de exhortación a
los mártires hallamos todas las
condiciones que, según vimos en Israel, ha de tener la oración del
Pueblo de Dios cuando se ve hundido en las calamidades del mundo. Reproduciré
aquí algunas frases de una larga carta a su clero de Cartago:
Oremos y ayunemos. «Aunque no ignoro, hermanos muy queridos, que el temor de Dios os induce a aplicaros a continuas oraciones y a insistentes súplicas, os amonesto asímismo a que aplaquéis a Dios y a que no sólo de palabra, sino también afligiéndoos con ayunos y toda clase de penitencias, logréis de Él con ruegos que reduzca su cólera.
Sufrimos un justo castigo. «Hay que comprender y reconocer que tormenta tan devastadora como la presente persecución, que ha desolado nuestro rebaño en tan gran parte y que aún sigue desolándolo, es efecto de nuestros pecados, porque no seguimos los caminos del Señor, ni observamos los mandamientos que nos dió para nuestra salvación.
«El Señor cumplió la voluntad del Padre, pero nosotros no hemos cumplido la voluntad de Dios, y nos hemos entregado al lucro de los bienes temporales, marchando por los caminos de la soberbia. Caimos en rivalidades y disensiones. Descuidamos la sencillez y la lealtad. Renunciamos de palabra, pero no de obra, al mundo, muy indulgente cada uno consigo mismo y severo con los demás.
«Por eso recibimos los azotes que merecemos... Ni los mismos confesores, que debieran servir de ejemplo para los demás, guardan la disciplina... y se jactan con hinchado descaro de haber confesado a Cristo... Con razón sufrimos estos males por nuestros pecados, pues ya nos lo previno el Señor, cuando dijo: “si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas” [Sal 88,31-33]...
Pidamos desde nuestra miseria la Misericordia divina. «Imploremos, pues, desde lo más íntimo de nuestro corazón la misericordia de Dios, porque también Él añadió estas palabras: “no les retiraré mi favor” [88,34]... Roguemos con insistencia y no dejemos de gemir con continuas plegarias... No cesemos en manera alguna de pedir y de esperar recibir con fe, y supliquemos al Señor con sinceridad y en unánime concordia, con gemidos y lágrimas a la vez, como conviene implorar a los que se encuentran entre los males de los que lloran y el resto de los que temen, entre la multitud de enfermos que yacen por el suelo [los lapsi, caídos] y los muy pocos que quedan en pie.
Atrevámonos a pedir a Dios con
esperanza tantos bienes que nos faltan. «Pidamos que retorne pronto la paz,
que venga pronto la ayuda a nuestros escondrijos y peligros, que se cumpla lo
que el Señor se digna anunciar a sus siervos: la reintegración de la
Iglesia, la seguridad de nuestra salud, la serenidad tras la tormenta, la luz
tras las tinieblas, la dulce suavidad después de las borrascas y huracanes,
los piadosos auxilios de su amor de Padre, las conocidas maravillas de su
poder divino para embotar las blasfemias de los perseguidores. Que los caídos
hagan penitencia, y que sea ensalzada la fidelidad inquebrantable de los que
han perseverado» (Carta 11; 7 en ML).
Habiendo
ya Cipriano confortado durante años a sus fieles en la persecución, vuelve
finalmente a Cartago para morir como mártir en su propia sede episcopal. A él
debemos los más hermosos textos escritos sobre el martirio y las oraciones más
bellas escritas desde lo más
profundo de las penas de la Iglesia en el mundo.
Pablo, mártir
Por
último, sea un antiguo mártir de Cristo quien nos enseñe a orar en la
tribulación de la Iglesia. La terrible persecución que a principios del
siglo IV sufren los cristianos de Palestina, en tiempos de Diocleciano, cuando
ya estaba por cerrarse la época de las persecuciones, es narrada por Eusebio
de Cesarea. En el sexto año de esta persecución fue condenado a muerte «el
tres veces bienaventurado Pablo». La oración que éste mártir alza a Dios
poco antes de morir es un eco impresionante de la oratio
fidelium que normalmente hacía la Iglesia de su tiempo en la Eucaristía.
«Poco antes de ser ejecutado, pidió al verdugo que estaba ya para cortarle la cabeza, un breve espacio de tiempo; y obtenido, con clara y sonora voz suplicó a Dios en primer lugar por los de su propio pueblo, pidiéndole se reconciliara con él y le concediera cuanto antes la libertad; luego pidió por los judíos, que se acercaran a Dios por medio de Jesucristo, y la misma gracia suplicó en su oración para los samaritanos; para los gentiles, que estaban en el error y desconocían a Dios, le suplicó les concediera vinieran a conocerle y abrazar la verdadera piedad, sin olvidar tampoco aquella muchedumbre que en aquel momento le rodeaba.
«Después de todo esto, ¡oh grande e
inefable resignación! se puso a suplicar a Dios por el mismo juez que
le había condenado a muerte, por los supremos gobernantes y por el verdugo
que, de allí a un momento, le iba a cortar la cabeza, rogándole, con voz
que podía oír éste y todos los presentes, no les imputara el pecado que con
él cometían. Toda esta letanía la hizo en voz alta, y poco faltó para que
no moviera a lástima y lágrimas a todos, por darse cuenta de que moría
injustamente. En fin, colocándose él mismo en la postura que es de norma,
fue adornado con el divino martirio el quince del mes Panemo, que corresponde
al ocho antes de las calendas de agosto [25 de julio]» (Mártires de
Palestina 8).
Así oraba la Iglesia antigua en medio de sus terribles aflicciones.
4. La época de los grandes Padres
La conversión del Imperio romano
El
Señor escuchó la súplica, llena de humildad y de confianza en la
Providencia divina, de los innumerables mártires. Y el año 313 concedió a
su Esposa la paz de Constantino. Como dice Angelo de Santi, «se había
rezado durante tres siglos en apariencia inútilmente. Pero más tarde la
oración fue escuchada, y se produjo tal triunfo de la Iglesia que nadie
hubiera podido esperar como humanamente posible» (AdS
1916,3: 37).
En
efecto, a partir del siglo IV se va produciendo la transformación cristiana
del gran Imperio romano, y en la misma Iglesia se da un gran desarrollo público.
Es entonces cuando se construyen iglesias y basílicas, se organiza la
catequesis, va adquiriendo la liturgia formas esplendorosas, se inicia el
monacato, y se celebran los primeros concilios ecuménicos, los más
fundamentales de toda la historia de la Iglesia (Nicea, 325; I de
Constantinopla, 381; Éfeso, 431, Calcedonia, 451).
Es
una hora muy sorprendente, que en un primer momento es vivida con inmenso
gozo y agradecimiento. Así lo refleja Lactancio (+ca.330):
«Celebremos con exultación el
triunfo de Dios, cantemos con alabanzas la victoria del Señor, no cese
nuestra oración ni de día ni de noche. Oremos con insistencia para que
Dios confirme por los siglos la paz que nos fue dada hace diez años. Y tú
especialmente, muy querido Donato, pide al Señor, para que mantenga
propicio la paz sobre sus siervos, aleje de su pueblo todas las asechanzas e
impugnaciones del demonio, y guarde en una quietud perpetua a su Iglesia
floreciente» (De mortibus persecutorum 52; cfr. en tono
semejante, Eusebio de Cesarea, +340, Historia eclesiástica, X).
Tiempos terribles de guerras, cismas y herejías
Con
la paz de Constantino no terminan, sin embargo, las tribulaciones de la
Iglesia en este mundo. Por una parte, con ocasión de la paz constantiniana,
muchos cristianos antiguos se relajan y al mismo tiempo entra en la Iglesia
un gran número de paganos. De este modo, como hace notar San Jerónimo
(347-420), «después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido
en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita
Malchi 1). El mundo, antes cerrado y hostil para los cristianos,
ejerce ahora sobre ellos todo su terrible poder de seducción.
Por
otra parte, en el mismo siglo IV y en los inmediatamente siguientes la
Iglesia sufre grandes herejías. Los fieles no pueden vivir en paz la fe católica
sin afirmarse en un combate incesante contra errores modernos o antiguos de
gnósticos y arrianos, nestorianos y monofisitas, pelagianos, donatistas,
subordinacianos, modalistas, apolinaristas, priscilianistas, iconoclastas y
tantos más herejes y cismáticos. Muchas de estas luchas doctrinales sobre
fundamentales temas de la fe –misterio trinitario, divinidad de Cristo,
necesidad de la gracia–, se ven a veces complicadas con graves conflictos
políticos, y dan lugar a persecuciones, exilios, deposiciones arbitrarias,
cárceles y aun muertes.
Y
junto a eso, otra terrible calamidad inesperada: apenas convertida Roma a
Cristo, se recrudecen más y más las incursiones de los bárbaros. La presión
de estos pueblos, difícilmente contenida por las legiones romanas en los
siglos II y III, va desbordando en el siglo IV las posibilidades defensivas
del Imperio.
A la muerte de Teodosio (395), se
divide el Imperio romano, Constantinopla encabeza el Oriente y Rávena el
Occidente. Poco después los visigodos, encabezados por Alarico, saquean
Roma (410). Esto produce una enorme conmoción en todo el mundo romano, pues
la Urbe se había mantenido inviolada durante ocho siglos. Por esos años
los vándalos conquistan el norte de Africa –durante el asedio de Hipona,
muere San Agustín (430)–, caen sobre Roma y la saquean terriblemente
(455). Poco después, el Papa San León Magno (440-461) logra a duras penas
detener a los hunos deAtila.
La
Roma recién cristianizada, la gran Urbe cabeza de un imperio universal, se
ha quedado en nada. El mismo Imperio occidental romano se extingue ya
definitivamente el 476. Un siglo más tarde, los ostrogodos se apoderan de
parte de Italia, Totila conquista Roma y deporta a sus habitantes (546).
Especialmente calamitosos son los
tiempos que ha de vivir San Gregorio Magno (590-604). Con su inmenso
prestigio personal, apenas logra detener a las puertas de Roma a Agiulfo y a
su ejército lombardo. Pero por ese tiempo en Italia se producen las guerras
entre lombardos y bizantinos. Italia queda partida en dos, lombardos
arrianos, con capital en Pavía (650),
y bizantinos católicos, con Ravena como capital, sujeta al Imperio
de Bizancio. Tras guerras continuas, extraordinariamente crueles, los
lombardos conquistan Ravena (751), y cortan así toda dependencia italiana
de Bizancio. Sin embargo, pronto son vencidos por Carlomagno, que
sujeta Italia al dominio carolingio (774-887), inaugurando por fin
tiempos de más paz y unidad.
De nuevo, en la aflicción, el clamor suplicante de la Iglesia
En
estos siglos tan duros, sobre todo de mediados del siglo IV a mediados del
siglo VII, es precisamente cuando la
liturgia de la Iglesia toma las formas fundamentales que perduran
hasta hoy. La documentación litúrgica anterior a ese tiempo es muy escasa.
Es ahora cuando se forman las colecciones litúrgicas más importantes.
Recordemos, por ejemplo, las Constituciones
de los Apóstoles, que transmiten ritos anteriores, ya aludidos en la Dídaque,
la Traditio apostolica de San Hipólito o la Didascalia
apostolorum. Recordemos también los grandes sacramentarios,
concretamente el leoniano, el gelasiano y el gregoriano,
que deben sus nombres a los Papas que, con una intervención más o menos
directa, influyeron en su composición: San León Magno (+461), Gelasio II
(+496) y San Gregorio Magno (+604).
No
es, pues, nada extraño que la oración litúrgica de la Iglesia en estos años
tan dolorosos, pida al Salvador con una insistencia tan apremiante la unidad
de la Iglesia, la paz civil, en fin, la salvación. El recuerdo de algunos
Padres de aquella época podrá ayudarnos a captar el ánimo orante de la
Iglesia antigua en la aflicción.
San Agustín: todo es providencial
El
santo Obispo de Hipona conoce bien la caída del Imperio romano, y la amarga
perplejidad que causa en algunos cristianos: «dicen de nuestro Cristo que
él ha sido quien ha perdido a Roma» (Serm.105,12).
«Ahí veis, dicen algunos, cómo Roma perece en los tiempos cristianos»
(81,9). Son quejas durísimas.
«Muchos paganos nos objetan: ¿para
qué vino Cristo y qué provecho ha traído al género humano? ¿Acaso desde
que vino Cristo no van las cosas peor que antes de venir? Antes de su venida
eran los hombres más felices que ahora... Han caído por tierra los
teatros, los circos y los anfiteatros. Nada bueno ha traído Cristo. Solo
calamidades ha traído Cristo... Y comienzas a explicarles a los que así
objetan los bienes que ha traído Cristo y no entienden. Les declaras los
frutos de la predicación del Evangelio, y no entienden nada de lo que les
dices» (Enarraciones salmos 136,9).
Llegan
a Hipona, en el 410, las descripciones escalofriantes del saqueo de Roma:
estragos e incendios, saqueos y destrucciones, mutilaciones y exilios,
tormentos y muertes. Ya al final de su vida (412-426), San Agustín escribe La
Ciudad de Dios, una maravillosa teología de la historia, una
profunda meditación sobre los planes misteriosos de la Providencia divina,
llena siempre de sabiduría y de amor. La fe suscita la esperanza, y la
oración guarda al pueblo cristiano en la paz, vaya la historia como vaya.
Éste es, como veremos, el espíritu providencial que irradia la liturgia de
la época.
San León Magno: la Roma eterna
Todavía,
sin embargo, el Papa San León Magno (+461), canta con maravillosa
elocuencia la gloria de la Roma cristiana:
Pedro y Pablo son, «¡oh Roma! los
dos héroes que hicieron resplandecer a tus ojos el Evangelio de Cristo, y
por ellos tú, que eras maestra del error, te convertiste en discípula de
la verdad...; de modo que la supremacía que te viene de la religión
divina, se extiende más allá de lo que jamás alcanzaste con tu dominación
terrenal... Tú debes menos conquistas al arte de la guerra que súbditos te
ha procurado la paz cristiana» (Hom. 82,
en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo).
La
Iglesia, en efecto, trajo a Roma muchos bienes; pero también Roma, sin
pretenderlo, suministró a la Iglesia bienes inmensos tanto por la
universalidad de su Imperio como por las mismas persecuciones primeras:
«Para extender por todo el mundo los efectos de gracia tan inefable, la divina Providencia preparó el Imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el mismo régimen civil» (ib).
Pero también las persecuciones
romanas fueron ayuda para la Iglesia: «En efecto, no se disminuye la
Iglesia por las persecuciones, antes al contrario, se aumenta. El campo del
Señor se viste siempre con una cosecha más rica. Cuando los granos que
caen mueren, nacen multiplicados» (ib).
Esta
visión providencial de la historia se refleja maravillosamente en las
liturgia de la época, y concretamente en algunas oraciones del Sacramentario
leoniano, como ésta:
«Tú, beatísimo Pedro, no temes venir a esta ciudad con tu compañero de gloria el apóstol Pablo...; te metes en esta selva de bestias feroces y caminas por este mar de turbulentos abismos con más tranquilidad que sobre el mar sosegado [+Mt 14,30]... Ahora, sin dudar del futuro progreso de tu obra, vienes a enarbolar sobre las murallas de Roma el trofeo de la cruz de Cristo, allí mismo donde los decretos del cielo te han preparado el honor del poder y la gloria de la pasión...» (ib.)
La
misma Iglesia que supo orar tanto y con tanta esperanza por los emperadores
paganos, crueles perseguidores de Cristo, también ahora suplica por los príncipes
cristianos. Ella sabe la importancia que la justicia y la paz cívica tienen
para la vida del pueblo. Así, por ejemplo, en el Sacramentario
gelasiano (III,62) hallamos oraciones como ésta:
«Oh
Dios, que por la predicación evangélica del reino celestial has preparado
al Imperio romano, da a tus siervos, nuestros príncipes, las armas
celestiales, para que la paz de la Iglesia no se vea turbada por ninguna
tempestad de guerra».
San Gregorio Magno: hacia la Europa cristiana
Siglo
y medio después, la situación del mundo romano, desgarrado entre
bizantinos y lombardos, es ya de ruina total. Al papa San Gregorio Magno
(590-604) le toca oficiar entonces los solemnes funerales por la antigua
Roma formidable. La liturgia gregoriana, como veremos, abierta siempre a la
salvación de Dios por una esperanza indestructible, muestra la huella de
ese trágico momento histórico.
«Nuestro Señor –predica el papa Gregorio– quiere encontrarnos prontos a su llamada y nos muestra la miseria del mundo envejecido para que podamos librarnos del amor del mundo... “Un pueblo se levantará contra otro pueblo y un reino contra otro, y habrá terremotos, hambre, pestilencias, guerras”... Nos hemos visto ya heridos de muchos de estos males, y vivimos atemorizados ante la aproximación de los demás... El mundo está herido cada día por calamidades nuevas. Mirad qué pocos hemos quedado del antiguo pueblo. Nuevos males nos flagelan cada día y desventuras imprevistas nos abaten... El mundo se siente deprimido por la vejez y, al aumentar los dolores, camina a una muerte próxima» (Hom. Evangelio I,1).
«Tantos castigos no bastan a corregir
nuestros pecados. Vemos a unos arrastrados a la esclavitud; a otros,
mutilados; a otros, matados... Nos es fácil ver a qué bajo estado ha
descendido aquella Roma que en otro tiempo era señora del mundo. Está
hecha añicos repetidamente con inmenso dolor, despoblada de ciudadanos,
asaltada por enemigos, hecha un montón de ruinas» (Hom. sobre Ezequiel
II,6).
Según
informa Juan el Diácono (Vita
Gregorii II,17), es San Gregorio el que, expresando este espíritu
suplicante de la Iglesia en la aflicción,
introduce en el canon de la misa la petición por la paz que todavía
rezamos:
...«ordena
en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos
entre tus elegidos». Y parece ser que al mismo Papa Gregorio se debe también
el embolismo que prolonga en la misa el Pater
noster: «Líbranos, Señor, de todos los males pasados, presentes y
futuros, y por la intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre
Virgen María, Madre de Dios, y de tus santos apóstoles Pedro, Pablo, Andrés
y de todos los santos, danos propicio la paz en nuestros días, para que,
ayudados por tu misericordia, seamos siempre libres de pecado y libres de
toda perturbación».
San
Gregorio, es cierto, reza la oración fúnebre por la antigua Roma. Pero, al
mismo tiempo, por gracia de Dios, es él quien alza la oración suplicante
de la Iglesia, poderosa y bella, humilde y confiada, abriendo así para los
discípulos de Cristo tiempos nuevos y nuevas esperanzas.
Es
él, efectivamente, quien promueve con fuerza la vida de la Iglesia en
Germania, Galia, Inglaterra, norte de Italia, norte de Africa, Oriente,
Hispania. Es él quien con fuerzas divinas afirma el Primado romano, la
unidad de la Iglesia, la unidad doctrinal y disciplinar canónica, la unidad
de la liturgia y del canto religioso, que viene a establecerse en casi todo
el Occidente ya en el siglo VIII, y en el XI también en España. Es él,
sin duda, el autor principal de la Edad Media cristiana, la era de las
catedrales, de las Sumas
teológicas, la época de los monjes, cuando miles de monasterios dan forma
a Europa, los siglos que van de San Benito (+547) a San Francisco de Asís
(+1226), y que llega hasta el Renacimiento.
Pero
veamos ya con algunos ejemplos concretos cómo ora en la aflicción la
liturgia antigua de la Iglesia.
La oración de los fieles
La
oratio fidelium, esa serie
de súplicas e intercesiones que el diácono suscita en la asamblea eucarística
y que el obispo o presbítero concluyen, es una de las formas más antiguas
en la oración de la Iglesia suplicante. Las vemos ya, por ejemplo, en las
muy antiguas y venerables Constituciones
de los apóstoles, un documento de fines del siglo IV o principios
del V, que recoge textos más antiguos. En ese documento litúrgico vemos ya
la oración de los fieles tal como hoy se practica en la liturgia renovada,
y concretamente, tal como se realiza el Viernes Santo, donde logra su forma
más plena.
Las
Constitutiones describen cómo,
terminadas las lecturas y la homilía, el diácono manda salir a oyentes (audientes)
e infieles, y todos en pie, bajo su guía, rezan las preces
(lib. VIII,2ss).
En primer lugar por los catecúmenos:
«orad, catecúmenos, y vosotros fieles por ellos con toda devoción,
diciendo Kyrie eleison». Todos, con las manos alzadas, y en primer
lugar los niños, repiten cantando una y otra vez el Kyrie, pidiendo
la misericordia del Señor. El diácono, seguidamente, y siempre en forma de
letanía, va enumerando las gracias solicitadas para los catecúmenos, y es
respondido por el mismo clamor cantado.
El
pueblo entero, los hombres a un lado, las mujeres a otro, los niños delante
o con sus padres, las vírgenes de la comunidad y las viudas en sus lugares
propios, el clero en el presbiterio presidido por el Obispo, todos se
entregan unánimes a estas oraciones, suplicando la gracia del Salvador con
reiterados clamores y con profundas inclinaciones corporales, poniéndose de
rodillas o incluso prosternándose rostro en tierra. De modo semejante, se
pide a continuación por otras muchas intenciones fundamentales.
Suplica
el diácono con la asamblea por quienes están afligidos por espíritus
inmundos, pide por la paz, por la santa Iglesia católica y apostólica,
extendida por todo el universo, «por nuestros enemigos y por todos aquellos
que nos odian, oremos»... En fin, «por todos, para que el Señor nos
conserve en su gracia, nos guarde hasta el fin y nos libre del mal y de
todos los escándalos de cuantos obran la iniquidad y nos conduzca salvos a
su reino celestial»... Y todos repiten: «Kyrie
eleison. Sálvanos y confórtanos, Señor, por tu misericordia».
«“Levantémonos”,
concluye el diácono, “y orando con intenso fervor, encomendémonos unos a
otros al Dios vivo por su Cristo”». El Obispo entonces concluye esta oratio
fidelium, reuniendo en su oración collecta
todas las súplicas precedentes:
«Oh Defensor poderoso, que sostienes a este pueblo tuyo, al que has redimido con tu preciosa sangre, sé su abogado, su ayuda y su promotor, su muralla fortísima, su trinchera y firme castillo, para que ninguno pueda perderse de tu mano, ya que no hay Dios alguno como tú, y en ti hemos puesto nuestra esperanza.
«Libra a tus hijos de toda enfermedad, de todo delito, de injurias y fraudes, del temor de los enemigos, de la flecha que vuela de día y de la insidia que se agita en las tinieblas, y concede a todos la vida eterna que hay en Cristo, tu Hijo y unigénito, Dios y Salvador nuestro, por el cual es a ti la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén».
Adelantada
la Eucaristía, después de la consagración y la epíclesis, otra vez el
Obispo alza su voz y sus manos en favor de la Iglesia y del mundo:
«También
te pedimos, Señor, por el rey, por cuantos tienen autoridad y por todo el
ejército, para que nuestra vida perdure en la paz, y transcurriendo en la
quietud y la concordia todo el tiempo de nuestra vida, te demos gloria a Ti
por Jesucristo, nuestra esperanza». Sigue pidiendo por todos los santos,
vivos y difuntos, por los enfermos, «por aquellos que están en esclavitud,
por los exilados y por los proscritos, también por cuantos nos odian y nos
persiguen a causa de tu nombre, para que Tú les conduzcas al bien y
aplaques su furor».
Las
Constituciones apostólicas
consignan también una oratio
fidelium semejante para la oración litúrgica de la tarde (VIII,35)
y de la mañana (VIII,37). Las Horas litúrgicas actuales han recuperado
felizmente esta costumbre. Esta insistencia de la Iglesia primera en la
intercesión orante de los fieles muestra claramente la conciencia antigua
de que los cristianos tienen por misión salvar al mundo, sostenerlo en la
gracia divina, guardándolo de todo mal.
Esta conciencia se expresa, por
ejemplo, a comienzos del siglo III en el Discurso a Diogneto: «lo
que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo... El alma
está aprisionada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene el cuerpo
unido; así son los cristianos: están presos en el mundo, como en una cárcel,
pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto
que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él» (VI,1.7.10).
La
Iglesia, luz en las tinieblas del mundo, sal que preserva a éste de la
corrupción, continuamente ha de orar por el mundo. La oratio
fidelium expresa, pues, uno de los aspectos más profundos de su misión.
Y es indudable, como estamos viendo, que la
Iglesia antigua muestra, por obra del Espíritu Santo, una verdadera
genialidad para la oración de intercesión y de súplica. Una oración
que, lógicamente, halla siempre nuevos acentos con ocasión de las grandes
aflicciones eclesiales o civiles. En formas preferentemente litánicas, con
voz clara y potente, serena y esperanzada, la Iglesia a través de los
siglos invoca siempre por Cristo la misericordia del Omnipotente. Y estas
peticiones litánicas son, sin duda, una de las formas preferidas de la
piedad del pueblo, tanto en su oración privada como en la comunitaria.
Letanías de los santos
Siempre
la Iglesia de la tierra, viéndose en graves angustias, ha implorado la
ayuda de la Iglesia celestial, invocando a los santos con letanías
conmovedoras. Con ocasión, por ejemplo, de las invasiones bárbaras, de los
lombardos que asedian Sicilia, el Papa Gregorio Magno escribe a los obispos
de esta región:
«¡Que no triunfen sobre nosotros a
causa de nuestros pecados! Acudamos, pues, de todo corazón a los remedios
que nos ofrece el Redentor, y si no podemos resistir a los enemigos con la
fuerza, alejémosles de nosotros con las lágrimas. Por eso, muy queridos
hermanos, os exhorto a que en la cuarta y sexta feria [miércoles y viernes,
días penitenciales desde antiguo] ordenéis, sin excusa alguna, las letanías,
e imploréis así la ayuda divina contra las incursiones de la crueldad de
los bárbaros» (Registrum XI,51: ML 77,1170).
En
Roma dispone Gregorio que se recen las letanías de los santos dos veces por
semana, mientras duren las incursiones de los bárbaros (Juan Diácono, Vita
Gregorii IV,53). Las letanías se rezan normalmente caminando los
fieles en procesión, es decir, mientras acuden desde diversos lugares a una
iglesia previamente indicada, donde el Obispo va a celebrar la misa. Ésas
eran las estaciones, que en
seguida evocaremos.
En
el año primero de su pontificado, con ocasión de una peste, San Gregorio
ordena unas solemnes letanías
septiformes, en las que desde los siete barrios de Roma los fieles
han de acudir en procesión para participar en la Eucaristía en la basílica
de Santa María la Mayor. La convocatoria del Papa expresa a un tiempo su
alma orante y refleja al mismo tiempo la mejor tradición suplicante de la
Iglesia en las afliccón:
«El dolor abra la puerta a nuestra conversión y suavice la dureza de nuestro corazón mediante las penas que sufrimos. Volvamos todos a la penitencia, pues nos ha sido dado un tiempo de lágrimas. Insistamos en la oración, insistamos hasta la importunidad, seguros de que seremos escuchados. “Invócame en el día del peligro: yo te libraré y tú me darás gloria” [Sal 49,15]. El mismo Dios que nos llama a la oración es el que quiere tener piedad de nosotros.
«Por tanto, hermanos muy queridos,
con el corazón contrito y con obras de santificación, mañana, desde el
amanecer de la feria cuarta, reunámonos todos para la letanía septiforme,
siguiendo el orden indicado. Ninguno se dispense, y todos juntos en la
iglesia de la santa Madre de Dios, ya que juntos hemos pecado, juntos todos
deploremos los males hechos, de modo que el Juez severo, que habia pensado
castigar nuestras culpas, nos quite la ya pronunciada sentencia de condena»
(Oratio ad plebem, puesta el fin de las Hom. Evang. en ML
76,1311).
También
actualmente las letanías de los
santos en la Vigilia Pascual, en las Ordenaciones sagradas y en
momentos de especial solemnidad o necesidad,
mantienen un lugar importante en la liturgia católica. Y sigue
siendo hoy ésta una de las formas de oración suplicante más apreciada por
los fieles.
Las «estaciones»
Desde
muy antiguo, en determinadas ocasiones, los cristianos son convocados por el
Obispo en un lugar determinado (statio),
con una especial finalidad litúrgica de petición. Ya Tertuliano (+220)
hace notar que este término statio
tiene su origen en el mundo militar: «statio
es nombre tomado de la milicia; pues, en efecto, somos el ejército de Dios
(nam et militia Dei sumus)»
(De oratione 19).
Las
estaciones eran, pues,
semejantes a una parada militar, en la que se congregaba la Iglesia como un
ejército suplicante. El pueblo cristiano estimaba mucho estas
congregaciones de petición, y en el día señalado se juntaba para su
celebración un verdadero ejército del Señor.
Pues
bien, San Gregorio Magno, en tiempos calamitosos que ya hemos recordado, da
un nuevo impulso en Roma a las estaciones, y probablemente organiza él
mismo su forma litúrgica. De su tiempo proceden
tres grandes estaciones, que han de celebrarse las tres semanas
precedentes a la Cuaresma (quadragesima):
septuagésima en la basílica
de San Lorenzo, sexagésima
en la de San Pablo Extramuros, y quincuagésima
en San Pedro del Vaticano. Las tres han estado vigentes en la Iglesia hasta
la renovación de la liturgia después del Vaticano II. En las tres se
suplicaba principalmente a Dios por la paz y por la liberación de los
pecados, propios y ajenos, que habían atraído el azote de las invasiones y
guerras.
En la statio el pueblo, en una
o en varias procesiones simultáneas, se dirigía a la iglesia estacional
cantando por el camino las letanías de los santos (miserere nobis!,
libera nos, Domine!). Y merece la pena recordar que «en Occidente
aparece por vez primera la cruz como insignia litúrgica en el ceremonial de
las procesiones estacionales. Cada región o instituto tenía la suya. Al
llegar la procesión a la iglesia estacional donde se celebraba el santo
sacrificio, se ponían la cruz y las candelas junto al altar, y ése parece
ser el origen de colocar la cruz y algunos cirios encendidos en el altar en
que se celebra la santa misa» (Garrido-Pascual, Curso de liturgia,
BAC 202, 1961,198-199).
Septuagésima
A
modo de ejemplo, veamos en resumen los textos bíblicos y litúrgicos que
componen la estación de septuagésima
en la celebración gregoriana, es decir, romana. El salmo de entrada
que abre la celebración eucarística es el 17:
«Me envolvían las redes del abismo,
me alcanzaban los lazos de la muerte. En el peligro invoqué al Señor, grité
a mi Dios. Desde su templo él escuchó mi voz y mi grito llegó a sus oídos».
En
seguida toda la asamblea pide con insistencia la misericordia de Dios: «Señor,
ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros». Esta súplica se
repite una y otra vez, y así vox
omnium Christum clamat, hasta que el pontífice hace la señal para
terminar.
La
epístola es de San Pablo
(1Cor 9,24-27; 10,1-5), y en ella se recuerda la bondad de Dios, admirable y
poderosa, que sacó a su Pueblo de la esclavitud de Egipto, le hizo pasar el
Mar Rojo, y en el desierto le alimentó con un pan celestial y con agua
sacada de la roca.
El
salmo 9, otro clamor suplicante, es cantado seguidamente como gradual:
«Piedad, Señor, mira cómo me afligen mis enemigos, vuelvan al abismo los malvados, los pueblos que olvidan a Dios... Levántate, Señor, que el hombre no triunfe: sean juzgados los gentiles en tu presencia. Señor, infúndeles terror, y aprendan los pueblos que no son más que hombres».
Y
como tracto se canta el
salmo 129:
«Desde lo hondo (de profundis)
a ti grito, Señor: Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la
voz de mi súplica... Mi alma espera en el Señor, más que el centinela la
aurora... Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa»...
En
el Evangelio (Mt 20,1-16)
se recuerda la bondad del Señor, que paga lo mismo a todos los operarios
que han trabajado en la viña, también a los llamados a última hora.
El
ofertorio se compone de
versos del salmo 91:
«¡Qué
magníficas son tus obras, Señor!... Tus enemigos, Señor, perecerán, pero
a mí me das la fuerza de un búfalo... Mis ojos despreciarán a mis
enemigos, mis oídos escucharán su derrota»...
Y
en la comunión se canta el
salmo 30:
«A ti, Señor, me acojo: no quede yo
nunca defraudado... Ven aprisa a librarme, sé la roca de mi refugio...
Piedad, Señor, que estoy en peligro... Mi vida se gasta en el dolor, mis años,
en los gemidos... Pero yo confío en ti, Señor, te digo: “Tú eres mi
Dios”, en tu mano están mis azares... Amad al Señor, fieles suyos: el Señor
guarda a sus leales y paga con creces a los soberbios. Sed fuertes y
valientes de corazón los que esperáis en el Señor».
Sexagésima
y quincuagésima reúnen de
modo semejante lecturas, oraciones y salmos, en los que la oración de
petición es predominante. Sólamente recordaré de la estación de quincuagésima
en San Pedro estas nobles frases del prefacio:
«Con profunda devoción solicitamos
de tu majestad, Señor, que mirando la débil condición terrena, no seamos
castigados por tu ira a causa de nuestras maldades, sino que con tu inmensa
clemencia seamos purificados, instruidos y consolados. Y ya que sin ti nada
podemos hacer que te sea grato, esperamos solo de tu gracia que nos concedas
vivir una vida santa».
Los Sacramentarios y la guerra
Siempre
que la Iglesia se ha visto afligida por la brutalidad irracional de las
guerras, que apenas el mundo puede evitar o terminar, se ha vuelto
suplicante al único Salvador de los hombres y en Él ha puesto su
esperanza. Por ejemplo, en el sacramentario
leoniano (XVIII,6), compuesto, como ya vimos, en tiempos de terribles
guerras y devastaciones, se contiene este precioso prefacio, lleno de dolor
y lleno de humildad y confianza:
«Reconocemos, Señor Dios nuestro, sí, lo reconocemos, que a causa de nuestros pecados todo lo hecho por el trabajo de tus siervos se ve ahora derribado ante nuestros ojos por manos extrañas, y todo cuanto con nuestro sudor has hecho Tú crecer en los campos es desbaratado ahora por los enemigos.
«Postrados, pues, te pedimos
suplicantes de todo corazón que nos concedas el perdón de los pecados
pasados, y continuando tu acción misericordiosa, nos protejas de todo
asalto de muerte. Así nunca dudaremos de que tu defensa nos asiste, si te
dignas quitar de nosotros cuanto fue causa de ofenderte».
En
el sacramentario gelasiano
se hallan también múltiples oraciones para tiempos de guerra, a veces bellísimas,
como ésta:
«Perdona, Señor, perdona a los que
te suplican. Concede propicio la ayuda de tu misericordia, pues tú das en
los mismos flagelos el remedio. Y que esta corrección tuya, Señor, no sea
causa de penas mayores para los negligentes, sino paternal amonestación
para los así corregidos» (III,33).
La
idea de pecado-castigo-medicina
está siempre presente en estas liturgias tempore
belli. Es la misma convicción del apóstol Santiago: «alegráos
profundamente cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed
que vuestra fe, al ser probada, produce la paciencia. Y si la paciencia
llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna»
(1,2-4).
Pervive la liturgia antigua en la liturgia actual
No
quiero prolongar esta exploración en los antiguos libros litúrgicos.
Basten los datos recordados para hacernos una idea de cómo era en los
siglos IV-VII la oración litúrgica de la Iglesia con ocasión de grandes
angustias y calamidades. Y hago notar de nuevo que es justamente en ese
tiempo cuando cristalizan todas las líneas fundamentales de la liturgia católica
latina, tal como ha llegado hasta el día de hoy.
El
Misal Romano actual conserva no pocos de los textos bíblicos y de las
oraciones que los sacramentarios antiguos incluían para tiempos angustiosos
de guerra. Y lo hace especialmente en el
Adviento y la Cuaresma.
El primer domingo de Adviento, por
ejemplo, se inicia en el introito con el salmo 24: «A ti, Señor, levanto
mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen
de mí mis enemigos, pues lo que esperan en ti no quedan defraudados». El
mismo salmo abre la misa del miércoles de la I semana de Cuaresma: «Recuerda,
Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan
en ti no quedan defraudados. Salva, oh Dios, a Israel de todos sus peligros».
También
seguimos rezando en la liturgia no pocas de aquellas antiguas oraciones por
la paz. Algunas nos son muy conocidas, pues están colocadas en la Eucaristía,
en el corazón mismo de la Iglesia, y se han guardado para siempre en el Canon
Romano. Pero por eso mismo, porque son oraciones que rezamos cada día,
merece la pena que nos fijemos bien en ellas.
Recordemos que al principio del Canon Romano se suplica: «Padre misericordioso, te pedimos ... por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero». Después de invocar a la Virgen y a toda la Iglesia celestial, el Canon pide: «por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección». Y al presentar los dones: «ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». Notemos también que junto al Padre nuestro –en el que suplicamos a Dios «líbranos del mal»–, y como conclusión del mismo, recitamos diariamente: «líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días», etc.
Una
hermosa oración del celebrante, que se integra más tardíamente en el
antiguo Canon romano, en el siglo XI, precede el
rito de la la paz:
«Señor Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles, “la paz os dejo, mi paz os doy”, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos».
«–La paz del Señor esté siempre con vosotros. –Y con tu espíritu».
El
beso fraterno sella este rito de la paz. Y finalmente, antes de la comunión,
la triple invocación del Cordero
de Dios –un eco que amplía la triple invocación del Gloria–,
según informa Inocencio III (+1216; ML
117,908), fue modificada en un tiempo no conocido de grandes «adversidades
y terrores» para la Iglesia, viniendo a decir hasta el día de hoy: «danos
la paz».
Finalmente,
la oración de los fieles,
como ya hemos visto, muy especialmente cuando se desarrolla en su forma más
plena, como en el oficio del Viernes Santo, mantiene perfectamente viva la
oración suplicante de la Iglesia antigua.
En este valle de lágrimas
Pero
a todo esto podríamos hacernos una pregunta. ¿Tiene
sentido que en tiempos de paz sigamos orando una liturgia que nació en
tiempos de terribles guerras? La respuesta es, sin duda, afirmativa;
y por dos razones principales.
No
olvidemos, en primer lugar, que esas mismas liturgias tienen un maravilloso
vuelo doxológico de alabanza y acción de gracias, de gozo en la bondad de
Dios y de esperanza en la vida eterna. Se trata en su conjunto de unas
oraciones muy especialmente luminosas, alegres, esplendorosas. Yo aquí me
he fijado en las súplicas brotadas de las situaciones angustiosas; pero el
conjunto de la liturgia ambrosiana, leoniana, gelasiana, gregoriana,
galicana, hispana, es admirablemente gozoso. Más aún, digámoslo
sinceramente: expresan una alegría que difícilmente podríamos hallar en
la Iglesia actual. Los tiempos cristianos teocéntricos son mucho más
grandiosos, mucho más bellos y alegres que los antropocéntricos.
Y
en segundo lugar, aunque hoy nosotros –al menos en ciertos países– no
suframos las misma pestes, epidemias o las invasiones de los bárbaros,
padecemos sin duda otras pestes semejantes o más graves. Por otra parte
hoy, y éste es un dato nuevo, por primera vez en la historia, llega
diariamente a nuestro conocimiento, por medio de prensa, radio y televisión,
cualquier guerra, epidemia o desastre que sucede en todo lugar de la tierra.
Por último, también los salmos de angustia fueron compuestos en momentos
concretos de aflicción extrema que ya pasaron, pero tanto Israel como la
Iglesia los han mantenido siempre vigentes, teniendo sobradas razones para
hacerlos suyos.
Muy
duro, pues, han de tener el corazón aquellos cristianos de hoy que no se
sientan gementes et flentes in hac
lacrimarum valle. En efecto, los que se avergüenzan de la oración
de la Madre Iglesia, y la consideran excesivamente afligida y triste, es
porque tienen un corazón duro y frío –y por tanto necesariamente
triste–, incapaz de compadecerse de tantos males ajenos.
Olvido
y desprecio de Dios, alejamiento de la Eucaristía, desamor y crueldad,
pecados y más pecados, injusticias, hambre y guerras, terrorismo, catástrofes
naturales, epidemias, droga, sida, mentiras y violencias, falsificaciones
del pasado y del presente, abortos, divorcios, eutanasia, perversión de las
leyes, degradación de la familia, de la enseñanza, de las modas, de la
televisión, de los espectáculos, etc., hacen dolorosamente vigentes las
oraciones litúrgicas de la Iglesia antigua. No nos produce hoy ninguna
violencia el asumirlas.
Liturgia humilde, ávida de la gracia
Una
segunda reflexión. La liturgia de los siglos que hemos evocado conmueve por
su humildad. En ella está
siempre viva la palabra de Cristo: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn
15,5). Por eso pone toda su esperanza en la misericordia de Dios. Y por eso
mismo, aunque la situación sea humanamente desesperada, la liturgia antigua
guarda viva la esperanza, y la expresa alzando a Dios las súplicas más
audaces, solo apoyada en la misericordia y en el poder del Salvador, que
vive y reina sobre todos los reyes por los siglos de los siglos.
Recordemos
que estas liturgias antiguas, partiendo de tradiciones anteriores, se han
compuesto justamente cuando la Iglesia, contra pelagianos y semipelagianos,
formula su admirable doctrina de la gracia, hoy tantas veces olvidada.
El Indiculus, por ejemplo, que
en el año 500, enseña un conjunto de proposiciones antiguas, dice así: «Dios
obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres
que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena
voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien y “sin Él no
podemos nada”... Consiguientemente, en todos nuestros actos, causas,
pensamientos y movimientos hay que orar a nuestro Ayudador y protector» (Dz
135/244).
De
esa doctrina, que es la de los Padres, como San Agustín, o de enseñanzas,
por ejemplo, como las del II
Concilio de Orange (529), brota una maravillosa liturgia suplicante.
«Lex orandi, lex credendi». El Liber
Ordinum, por ejemplo, el que la Iglesia visigótica usaba en España
en el tiempo de San Leandro (+600), San Isidro (+636) o San Ildefonso
(+667), en una misa acerca de los enemigos (missa
de hostibus) formula esta conmovedora oración:
«Oh Señor, Dios del cielo y de la
tierra, observa, te lo pedimos, la soberbia de nuestros enemigos y mira
nuestra humildad. Contempla el rostro de tus santos y muestra que Tú no
abandonas a los que en ti confían y que humillas en cambio a los que
presumen de sí mismos y se glorían de su propia fuerza. Tú eres el Señor
Dios nuestro, que desde el principio disipas las guerras, y el Señor es tu
nombre. Extiende tu brazo, como
en otro tiempo, y destruye con tu fuerza la fuerza de nuestros enemigos. Que
en tu cólera se desvanezca la fuerza de ellos, para que tu casa permanezca
en la santidad y todos los pueblos reconozcan que Tú eres Dios y que no hay
otros dioses fuera de ti. Amén» (AdS 1917,1: 542).
Estas
liturgias antiguas se manifiestan siempre muy conscientes de la impotencia
del hombre, muy prontas a reconocer sinceramente las miserias del mundo
presente y también las de la misma Iglesia actual; en fin, son muy
realistas, y están muy verazmente situadas in
hac lacrimarum valle. Por eso son liturgias tan humildes y tan
suplicantes.
De
estas antiguas oraciones, o al menos de su inspiración y modelo, proceden
muchas de las oraciones litúrgicas
actuales, conmovedoras en su humildad
profundísima y en su total reconocimiento de la
necesidad de la gracia. Éstas de la Cuaresma
pueden servir de ejemplo:
«Señor, Padre de misericordia y
origen de todo bien, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu
misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (III
dom.). «Concédenos, Señor, la gracia de pensar y practicar siempre el
bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos
siempre según tu voluntad» (I juev.).
De rodillas, postrados ante el Señor
Una
tercera reflexión. Siguiendo también en esto la tradición de Israel, la
liturgia antigua asocia normalmente las actitudes corporales a las actitudes
del espíritu. Y así guarda y expresa la unidad del ser humano,
corporal y espiritual al mismo tiempo. Por eso el pueblo cristiano de
Oriente y Occidente, enseñado por la Escritura sagrada, ha orado siempre
alzando las manos, en pie, de rodillas, postrándose rostro en tierra, es
decir, asumiendo una serie de posturas orantes formadas por la tradición y
por la misma experiencia.
El salmista nos invita: «venid, postrémonos e inclinémonos, de rodillas ante el Señor, que nos ha hecho» (95,6); y nos aseguran que «en su presencia se postrarán las familias de los pueblos... Ante él se postrarán las cenizas de la tumba» (21,28.30). Nuestro Señor Jesucristo «de rodillas» (Lc 22,41), «rostro en tierra» (Mt 26,39), oraba al Padre en el Huerto. San Pedro, tras la pesca milagrosa, queda anonadado, y se postra ante el Señor (Lc 5,8). El amigo más íntimo de Jesús, el apóstol San Juan, al contemplar en Patmos al resucitado tan glorioso, «cae a sus pies como muerto» (Ap 1,17). San Pablo dice «dobla sus rodillas ante el Padre» (Ef 3,14); y quiere que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2,10; +1Cor 14,25).
Y lo mismo nos viene enseñado por la tradición católica. San Justino (+163) dice: «¿quién de vosotros ignora que la oración que mejor aplaca a Dios es la que se hace con gemido y lágrimas, con el cuerpo postrado en tierra o las rodillas dobladas?» (Diálogo con Trifón 90,5). Y Orígenes (+253): «cuando uno acuse suplicante los propios pecados a Dios, es necesario que doble las rodillas para que le sean perdonados y se vea vuelto a la salud» (De oratione 319).
En la tradición judía y cristiana,
como también en otras culturas religiosas, es muy tradicional que el cuerpo
participe externamente de las actitudes internas del espíritu. San Gregorio
Magno, por ejemplo, dice a los congregados en la estación de San
Pancracio: «vemos, muy queridos hermanos, qué inmensa muchedumbre os habéis
congregado aquí para la solemnidad del mártir; y cómo os arrodilláis en
tierra, y golpeáis vuestro pecho, y clamáis en voces de súplica y de
alabanza, y bañáis vuestras mejillas con lágrimas» (Hom. sobre
Evangelios I,27,7).
Por eso, siendo tan universal la enseñanza de la Biblia y de la Tradición, resulta hoy notable el celo extraño que algunos despliegan para evitar cuanto sea posible que el pueblo cristiano se arrodille al orar, sea en privado o en la liturgia. No es fácil ver qué van a ganar los cristianos abandonando esa tradición. Pero sí se conoce, en cambio, lo mucho que van a perder.